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TOMO 5 (ULTIMO)
 
EL  Protestantismo Comparado con el Catolicismo y sus Relaciones con la  Civilización Europea (TOMO 5)  Título: EL Protestantismo Comparado con el Catolicismo y sus Relaciones  con la Civilización Europea (TOMO 5) Autor: Dr. D. Jaime Luciano Antonio Balmes y Urpià (1842)  Contenido del Tomo V:  CAPÍTULO LX. Democracia. Idea sobre ella. Doctrinas dominantes. La  enseñanza del cristianismo neutralizó las doctrinas de Aristóteles.  Castas. Pasaje de M. Guizot. Reflexiones. Influencia del celibato del  clero para precaver la sucesión hereditaria. Lo que hubiera sucedido sin  el celibato. El Catolicismo y el pueblo. Desarrollo de las clases  industriales en Europa. Asociación anseática. El establecimiento de los  oficios de París. Movimiento industrial en Italia y, en España. El  calvinismo y el elemento democrático. El Protestantismo y los demócratas  del siglo XVI. CAPÍTULO LXI. Valor de las formas políticas. El Catolicismo y la  libertad. Necesidad de la monarquía. Carácter de la monarquía europea.  Diferencia entre la Europa y el Asia. Pasaje del conde de Maistre.  Instituciones para limitar el poder. La libertad política nada debe al  Protestantismo. Influencia de los concilios. La aristocracia del talento  fomentada por la Iglesia. CAPÍTULO LXII. Robustecimiento de la monarquía en Europa. Su  preponderancia sobre las instituciones libres. Por qué la palabra  libertad es para muchos palabra de escándalo. El Protestantismo  contribuyó a matar las instituciones populares. CAPÍTULO LXIII. Dos democracias. Su marcha paralela en la historia de  Europa. Sus caracteres. Sus causas y efectos. Por qué se hizo necesario  el absolutismo en Europa. Hechos históricos. Francia. Inglaterra.  Suecia. Dinamarca. Alemania. CAPÍTULO LXIV. Lucha de los tres elementos: Monarquía, Aristocracia y  Democracia. Causas de que prevaleciese la monarquía. Malos efectos de  haber debilitado la influencia política del clero. Ventajas que ésta  podía traer a las instituciones populares. Relaciones del clero con  todos los poderes y todas las clases. CAPÍTULO LXV. Cotejo de las doctrinas políticas de la escuela del siglo  XVII con las de los modernos publicistas y con las dominantes en Europa  antes de la aparición del Protestantismo. Éste impidió la homogeneidad  de la civilización europea. Pruebas históricas. CAPÍTULO LXVI. El Catolicismo y la política en España. Se fija el estado  de la cuestión. Cinco causas que produjeron la ruina de las  instituciones populares en España. Diferencia entre la libertad antigua y  la moderna. Las comunidades de Castilla. Política de los reyes.  Fernando el Católico y Cisneros. Carlos V. Felipe II. CAPÍTULO LXVII. La libertad política y la intolerancia religiosa.  Desarrollo europeo bajo la sola influencia del Catolicismo. Cuadro de  Europa desde el siglo XI hasta el XVI. Condiciones del problema social a  fines del siglo XV. Poder temporal de los papas. Su carácter, origen y  efectos. CAPÍTULO LXVIII. Es falso que estén reñidas la unidad en la fe y la  libertad política. La impiedad se alía con la libertad o con el  despotismo según a ella le conviene. Revoluciones modernas. Diferencia  entre la revolución de los Estados Unidos y la de Francia. Malos efectos  de la revolución francesa. La libertad sin la moralidad es imposible.  Notable pasaje de San Agustín sobre las formas de gobierno. CAPÍTULO LXIX. El Catolicismo en sus relaciones con el desarrollo del  entendimiento. Examinase la influencia del principio de la sumisión a la  autoridad. Se investiga cuáles son sus efectos con respecto a todas las  ciencias. Cotejo de los antiguos con los modernos. Dios. El hombre. La  sociedad. La naturaleza. CAPÍTULO LXX. Examen histórico de la influencia del Catolicismo en el  desarrollo del en tendimiento humano. Se combate la opinión de Al.  Guizot. Juan Erigena. Roscelín y Abelardo. San Anselmo. CAPÍTULO LXXI. La religión y el entendimiento en Europa. Diferencia del  desarrollo intelectual entre los pueblos antiguos y los europeos. Causas  de que en Europa se desarrollase tan pronto el entendimiento. Causas  del espíritu de sutileza. Servicio prestado por la Iglesia al  entendimiento, oponiéndose a las cavilaciones de los innovadores.  Comparación entre Roscelín y San Anselmo. Reflexiones sobre San  Bernardo. Santo Tomás de Aquino. Utilidad de su dictadura escolástica.  Grandes beneficios que produjo al espíritu humano la aparición de Santo  Tomás. CAPÍTULO LXXII. Marcha del entendimiento humano desde el siglo XI al  presente. Sus diferentes fases. El Protestantismo Y el Catolicismo con  respecto a la erudición, a la crítica, a las lenguas sabias, a la  fundación de las universidades, al progreso de la literatura y de las  artes, a la mística, a la elevada filosofía, metafísica y moral, a la  filosofía religiosa, a la filosofía de la historia. CAPÍTULO LXXIII. Resumen de la obra y declaración del autor, sujetándola  al juicio de la Iglesia romana. *     >>TOMO IV<<V….|….. >>TOMO<<    CAPÍTULO LX  Democracia. Idea sobre ella. Doctrinas dominantes. La enseñanza del  cristianismo neutralizó las doctrinas de Aristóteles. Castas. Pasaje de  M. Guizot. Reflexiones. Influencia del celibato del clero para precaver  la sucesión hereditaria. Lo que hubiera sucedido sin el celibato. El  Catolicismo y el pueblo. Desarrollo de las clases industriales en  Europa. Asociación anseática. El establecimiento de los oficios de  París. Movimiento industrial en Italia y, en España. El calvinismo y el  elemento democrático. El Protestantismo y los demócratas del siglo XVI.  DEMOCRACIA. En los siglos que precedieron al XVI, era tal la situación  de Europa, que no parece fácil que la democracia ocupara un lugar muy  distinguido en las teorías políticas. Ahogada por tantos poderes como  encontraba establecidos, escasa todavía de los medios que andando el  tiempo le granjearon ascendiente, era muy natural que cuantos pensaban  en gobierno la divisasen apenas. De hecho se hallaba muy abatida; y así  no fuera extraño que influyendo la realidad sobre las ideas, éstas  representasen al pueblo como una parte abyecta de la sociedad, indigna  de honores y de bienestar, apta únicamente para obedecer, trabajar y  servir.  Sin embargo, es notable que las ideas tomaban otra dirección; pudiendo  asegurarse que eran mucho más elevadas y generosas que los hechos. Y he  aquí una de las pruebas más convincentes del desarrollo intelectual que  había comunicado al hombre el cristianismo; he aquí uno de los  testimonios más irrecusables de aquel profundo sentimiento de razón y de  justicia que había depositado en el corazón de la sociedad; elementos  que no podían ser ahogados por los hechos más contrarios y más fuertes,  porque tenían un apoyo en los mismos dogmas de la religión, y ésta se  hallaba firme a pesar de todos los trastornos, como después de destruida  una máquina queda inmóvil e inalterable un eje robusto.  Leyendo los escritos de aquella época encontramos establecido como cosa  indudable el derecho que tiene el pueblo a que se le administre  justicia, que no se le atropelle con ninguna clase de vejaciones, que se  distribuyan con equidad las cargas, que no se obligue a nadie sino a  hacer aquello que sea conforme a razón, y conducente al bien de la  sociedad; es decir, que vemos reconocidos y asentados todos aquellos  principios sobre los cuales debían fundarse las leyes y las costumbres  que habían de producir la libertad civil.  559 Y es esto tanta verdad, que a medida que fueron consintiéndolo las  circunstancias, se desarrollaron esos principios con la mayor extensión y  rapidez, se hicieron de ellos amplias y multiplicadas aplicaciones, y  la libertad civil quedó tan arraigada entre los pueblos de la Europa  moderna, que no ha desaparecido jamás, y se la ha visto conservarse así  baje las formas del gobierno mixto como del absoluto.  En confirmación de que las ideas favorables al pueblo eran hijas del  cristianismo, alegaré una razón que me parece decisiva. La filosofía que  a la sazón dominaba en las escuelas era la de Aristóteles. Su autoridad  era de mucho peso; se le llamaba por antonomasia el, filósofo; un buen  comentario de sus obras parecía el más elevado punto a que en estas  materias se podía llegar. Sin embargo, es bien notable que en lo tocante  a las relaciones sociales no eran adoptadas las doctrinas del  publicista de Estagira; y que los escritores cristianos contemplaban a  la humanidad con mirada más alta y generosa.  Aquella degradante enseñanza sobre hombres nacidos para servir,  destinados a este fin por la naturaleza misma anteriormente a toda  legislación, aquellas horribles doctrinas sobre el infanticidio,  aquellas teorías que de un golpe inhabilitaban para el título de  ciudadano a todos los que ejercían oficios mecánicos, en una palabra,  aquellos monstruosos sistemas que los antiguos filósofos aprendían sin  pensarlo de la sociedad que los rodeaba, todo esto lo desecharon los  filósofos cristianos.  El hombre que acababa de leer la Política de Aristóteles tomaba en manos  la Biblia o las obras de un santo Padre; la autoridad de Aristóteles  era grande, pero lo era mucho más la de la Iglesia; preciso era pues o  interpretar piadosamente las palabras del escritor gentil, o  abandonarle; en uno y otro paso se salvaban los derechos de la  humanidad, y esto se debía al predominio de la fe católica.  Una de las causas que más impiden el desarrollo del elemento popular  haciendo que el mayor número de los habitantes de un país no salga nunca  de un estado de abyección y, servidumbre, es el régimen de las castas;  pues que vinculándose en ellas los honores, riquezas y mando, y  trasmitiéndose de padres a hijos estos privilegios, se levanta una  barrera que separa a unos hombres de otros, y acaba por hacer considerar  a los más fuertes cual si pertenecieran a especie más elevada.  La Iglesia se ha opuesto siempre a que se introdujese tan dañoso  sistema; los que han aplicado al clero el nombre de casta, han dado a  entender que no sabían lo que significaba. En esta parte M. Guizot ha  hecho cumplida justicia a la causa de la verdad. He aquí cómo se expresa  en la lección V de su Historia general sobre la civilización europea.  560 “Cuando se trata de la creación y transmisión del poder  eclesiástico, se usa comúnmente una palabra que tengo necesidad de  separar de este lugar: tal es la palabra casta. Suele decirse que el  cuerpo de magistrados eclesiásticos forma una casta. Tal expresión está  llena de error, pues que la idea de casta envuelve la de sucesión y  herencia, y la sucesión y herencia no se encuentran en la Iglesia.  Consultad, si no, la historia; examinad los países en los que ha  dominado el régimen de las castas: fijaos, si os place, en la India, en  Egipto; y siempre veréis la casta esencialmente hereditaria, y siempre  veréis que se trasmite de padres a hijos el mismo Estado, el mismo  poder. Donde no reina el principio de sucesión, tampoco reina el  principio de casta. Es claro, pues, que impropiamente se llama una casta  a la Iglesia, puesto que el celibato de los clérigos ha impedido que el  clero cristiano llegase a ser tal.  “Se manifiestan ya por sí mismas las consecuencias de esta diferencia;  siempre que hay casta, hay herencia; siempre que hay herencia hay  privilegio. Ideas son éstas unidas, dependientes las unas de las otras.  Cuando las mismas funciones, los mismos poderes se comunican de padres a  hijos, está visto que el privilegio pertenece exclusivamente a la  familia; y esto es lo que efectivamente aconteció en todas las partes en  que el gobierno religioso se radicó en una casta.  Todo lo contrario ha sucedido en la Iglesia cristiana; ella  constantemente ha conservado y defendido el principio de la igual  admisión de los hombres a todos los cargos, a todas las dignidades,  cualquiera que fuese su origen, cualquiera que su procedencia fuese. La  carrera eclesiástica, especialmente desde el siglo V al XII, estaba  abierta a todos los hombres sin distinción alguna; no hacía la Iglesia  diferencia de clases; brindaba a que aceptasen sus destinos y honores  tanto a los que se hallaban en la cumbre de la sociedad, como a los que  estaban colocados en su fondo; y muchas veces se dirigía más a éstos que  a aquéllos.  A la sazón todo lo dominaba el privilegio, excesivamente desigual era la  condición de los hombres; sólo la Iglesia llevaba inscripta en sus  banderas la palabra igualdad; ella sola proclamaba el libre y general  concurso; ella sola llamaba a todas las superioridades legítimas, para  que tomasen posesión del poder. Esta es la consecuencia más fecunda que  ha producido la constitución de la Iglesia considerada como cuerpo.”  Este magnífico pasaje del publicista francés vindica cumplidamente a la  Iglesia católica del cargo de exclusivismo con que se ha pretendido  afearla; y me ofrece oportunidad de hacer algunas reflexiones sobre la  benéfica influencia del Catolicismo en el desarrollo de la civilización,  con respecto a las clases populares.  561 Sabido es cuánto han declamado contra el celibato religioso los  afectados defensores de la humanidad; pero es bien extraño que no hayan  visto cuán exacta es la observación de M. Guizot de que el celibato ha  impedido que el clero cristiano llegase a ser una casta. En efecto,  veamos lo que hubiera sucedido en el caso contrario. En los tiempos a  que nos referimos era ilimitado el ascendiente del poder religioso, y  muy cuantiosos los bienes de la Iglesia; es decir, que ésta poseía todo  cuanto se necesita para que una casta pueda afianzar su preponderancia y  estabilidad. ¿Qué le faltaba, pues? La sucesión hereditaria, nada más; y  esta sucesión se habría establecido con el matrimonio de los  eclesiásticos.  Lo que acabo de afirmar no es una vana conjetura, es un hecho positivo  que puedo evidenciar con la historia en la mano. La legislación  eclesiástica nos presenta notables disposiciones por las cuales se echa  de ver que fué necesario todo el vigor de la autoridad pontificia para  impedir que no se introdujese la indicada sucesión. La misma fuerza de  las cosas tendía visiblemente a este objeto; y si la Iglesia se libró de  semejante calamidad, fué por el verdadero horror que siempre tuvo a tan  funesta costumbre.  Léase el titulo XVII del libro I de las Decretales de Gregorio IX, y por  las disposiciones pontificias en él contenidas se convencerá cualquiera  de que el mal ofrecía síntomas alarmantes. Las palabras empleadas por  el Papa, son las más severas que encontrarse pueden: “ad enormitatem  istam eradicandam”, “observato Apostolici rescripti decreto quod  successionem in Ecclesia Dei hereditariam detestatur.” = “Ad extirpandas  successiones a sanctis Dei Ecclessis studio totius sollicitudinis  debemus intendere.” = “Quia igitur in Ecclesia successiones, et in  praelaturis et dignitatibus Ecclesiasticis statutis canonicis  dammantur”; éstas y otras expresiones semejantes manifiestan bien claro  que el peligro era ya de alguna gravedad, y justifican la prudencia de  la Santa Sede en reservarse exclusivamente el derecho de dispensar en  este punto.  Sin la continua vigilancia de la autoridad pontificia el abuso hubiera  cundido cada día más, ya que a él impulsaban los más poderosos  sentimientos de la naturaleza. Habían transcurrido cuatro siglos desde  que se dieron las disposiciones a que acabo de aludir, cuando vemos que  todavía en 1533, el Papa Clemente VII se ve precisado a restringir un  canon de Alejandro III, para obviar graves escándalos de que se lamenta  sentidamente el piadoso pontífice.  562 Ahora, suponed que la Iglesia no se hubiese opuesto con todas sus  fuerzas a semejante abuso, y que la costumbre se hubiese generalizado;  si además recordáis que en aquellos siglos reinaba la más crasa  ignorancia, que los privilegiados lo eran todo y el pueblo tenía apenas  existencia civil, ved si no hubiera resultado una casta eclesiástica al  lado de la casta noble, y si unidas ambas con vínculos de familia y de  interés común, no se habría opuesto un invencible obstáculo al ulterior  desarrollo de la clase popular, sumiéndose la sociedad europea en el  mismo envilecimiento en que yacen las asiáticas.  Este bello fruto nos habría traído el matrimonio de los eclesiásticos,  si la llamada Reforma se hubiese realizado algunos siglos antes.  Viniendo a principios del XVI encontró ya formada en gran parte la  civilización europea; tenía que habérselas con un adulto a quien no era  fácil hacerle olvidar sus ideas ni cambiar sus costumbres. Lo que ha  sucedido nos indicará lo que habría podido suceder.  En Inglaterra se formó estrecha alianza entre la aristocracia seglar y  el clero protestante; y ¡cosa notable! allí se ha visto, y se está  viendo todavía, algo de semejante a castas, bien que con las  modificaciones que no puede menos de traer consigo el gran desarrollo de  cierto género de civilización y libertad a que ha llegado Gran Bretaña.  Si en los siglos medios el clero se hubiese constituido clase exclusiva,  afianzando su perpetuidad en la sucesión hereditaria, era natural que  se estableciese la alianza aristocrática que acabo de citar; y entonces,  ¿quién la quebrantará? Los enemigos de la Iglesia explican toda su  disciplina y hasta algunos de sus dogmas, suponiéndole segundas  intenciones, y así consideran también la ley del celibato como el fruto  de interesados designios. Y sin embargo era fácil advertir, que si la  Iglesia no hubiera tenido sino miras mundanas, bien podía proponerse por  modelo a los sacerdotes de las demás religiones, los cuales han formado  una clase separada, preponderante, exclusiva, sin que hayan  contrapuesto la severidad del deber a los halagos de la naturaleza.  Se objetará que Europa no es Asia: es cierto; pero tampoco la Europa de  ahora ni la del siglo XVI no es la Europa de los siglos medios, cuando  nadie sabía escribir ni leer sino los eclesiásticos, cuando la única luz  que existía estaba en manos del clero, cuando si él hubiese querido  dejar a oscuras el mundo, bastábale apagar la antorcha con que lo  alumbraba.  Es cierto también que el celibato le ha dado al clero una fuerza moral, y  un ascendiente sobre los ánimos, que por otros medios no alcanzara;  pero esto sólo prueba que la Iglesia ha preferido el poder moral al  físico, que el espíritu de sus instituciones es de obrar influyendo  directamente sobre el entendimiento y el corazón.  563 ¿Y acaso no es altamente digno de alabanza que para dirigir a la  humanidad se empleen, en cuanto posible sea, los medios morales? ¿Por  ventura no es preferible que el clero católico haya hecho con  instituciones severas para sí, lo que en parte pudiera hacer adoptando  sistemas lisonjeros a sus pasiones, y envilecedores (le los demás? Bien  resplandece aquí la obra de aquel que estará con su Iglesia hasta la  consumación de, los siglos.  Sea lo que fuere del peso de las reflexiones que preceden, no se me  podrá negar que donde no ha existido el cristianismo, allí el pueblo ha  sido la víctima de unos pocos que sólo le han retribuido sus fatigas con  ultraje y desprecio. Consúltese la historia, atiéndase a la  experiencia, el hecho es general, constante, sin que ni siquiera formen  excepción las antiguas repúblicas que tanto blasonaron de su libertad.  Debajo de formas libres había la esclavitud, propiamente dicha, para el  mayor número, cubierta con bellas apariencias para esa muchedumbre  turbulenta, que servía a los caprichos de un tribuno, y que quería  ejercer sus altos derechos cuando condenaba al ostracismo o a la muerte a  ciudadanos virtuosos.  Entre los cristianos, a veces las apariencias no eran de libertad; pero  el fondo de las cosas le era siempre favorable; si por libertad hemos de  entender el dominio de leyes justas, dirigidas al bienestar de la  multitud, fundadas sobre la consideración y profundo respeto que son  debidos a los derechos de la humanidad.  Observad todas las grandes fases de la civilización europea, en los  tiempos en que dominaba exclusivamente el Catolicismo; con sus variadas  formas, con sus distintos orígenes, con sus diversas tendencias, todas  se encaminan a favorecer la causa del mayor número; lo que a este fin se  dirige, dura; lo que le contraría, perece. ¿Cómo es que no ha sucedido  así en los demás países? Si evidentes razones, si hechos palpables no  manifestaran la saludable influencia de la religión de Jesucristo,  bastar debiera coincidencia tan notable para sugerir graves reflexiones a  cuantos meditan sobre el curso v carácter de los acontecimientos que  cambian o modifican la suerte del humano linaje.  Los que nos han presentado el Catolicismo como enemigo del pueblo,  debieran indicarnos alguna doctrina de la Iglesia en que se sancionasen  los abusos que dañaban o las injusticias que le oprimían; debieran  decirnos si a principios del siglo XVI, cuando Europa se hallaba bajo la  exclusiva influencia de la religión católica, no era ya el pueblo todo  lo que podía ser, atendido el curso ordinario de las cosas.  564 Por cierto que ni poseía las riquezas que después ha adquirido ni se  habían extendido los conocimientos tanto como se ha verificado en  tiempos más modernos; pero semejantes progresos ¿se deben por ventura al  Protestantismo? ¿Acaso el siglo XVI no se inauguraba bajo mejores  auspicios que el XV, así como éste se había aventajado al XIV? Esto  prueba que la Europa, colocada bajo la égida del Catolicismo, andaba  siguiendo una marcha progresiva, que la causa del mayor número no  recibía perjuicio de la influencia católica; y que si después se han  hecho grandes mejoras, no han sido éstas el fruto de la llamada Reforma.  Lo que ha dado más vuelo a la democracia moderna, disminuyendo la  preponderancia de las clases aristocráticas, ha sido el desarrollo de la  industria y comercio. Yo examino lo que sucedía en Europa antes de la  aparición del Protestantismo, y veo que lejos de que embargaran  semejante movimiento las doctrinas e instituciones católicas, debían de  favorecerlo; pues que a su sombra y bajo su protección se desenvolvían  los intereses industriales y mercantiles de una manera sorprendente.  Nadie ignora el asombroso desarrollo que habían tenido en España; y  sería un error el creer que tal progreso fué debido a los moros.  Cataluña sujeta a la sola influencia católica, se nos muestra tan  activa, tan próspera, tan inteligente en industria y comercio, que  parecería increíble su adelanto si no constara en documentos  irrecusables. Al leer las Memorias históricas sobre la marina, comercio y  artes de la antigua ciudad de Barcelona, de nuestro insigne Campmany,  parece que uno se engríe de pertenecer a esa nación catalana, cuyos  antepasados se lanzaban tan briosamente a todo linaje de empresa, no  consintiendo que otras los aventajasen en la carrera de la civilización y  cultura.  Mientras en el mediodía de Europa se verificaba este hermoso fenómeno,  se había levantado en cl Norte la asociación de las ciudades anseáticas,  cuyo primer origen se pierde en la oscuridad de los siglos medios; y  que con el tiempo llegó a ser poderosa hasta el punto de medir sus  fuerzas con los monarcas. Sus riquísimas factorías establecidas en  muchos puntos de Europa, y favorecidas con ventajosos privilegios, la  elevaron al rango de una verdadera potencia. No contenta con el poderío  que disfrutaba en su país, y además en Suecia, Noruega y Dinamarca, lo  extendía hasta la Inglaterra y la Rusia; Londres y Novgorod admiraban  los brillantes establecimientos de aquellos comerciantes, que orgullosos  de sus riquezas se hacían otorgar exorbitantes privilegios, que tenían  sus magistrados particulares, y constituían un Estado independiente en  el centro de los países extranjeros.  Es bien notable que la asociación anseática había tomado por modelo las  comunidades religiosas, en lo tocante al sistema de vida de los  empleados de sus factorías. Comían en común, tenían dormitorios comunes,  y a ningún habitante de ellas le era permitido casarse. Si contravenía a  esta ley, perdía los derechos de socio anseático y de ciudadano.  En Francia se organizaron también las clases industriales, de suerte que  pudiesen resistir mejor a los elementos de disolución que entrañaban; y  cabalmente este cambio, tan fecundo en resultados, es debido a un rey a  quien la Iglesia católica venera sobre los altares. El Establecimiento  de los oficios de París contribuyó poderosamente a dar vuelo a la  industria, haciéndola más inteligente y moral; y sean cuales fueren los  abusos que después se introdujeron sobre el particular, no puede negarse  que San Luís satisfizo una gran necesidad, haciéndolo del mejor modo  posible, atendido el atraso de aquellos tiempos.  ¿Y qué diremos de la Italia, de esa Italia que contaba en su seno las  pujantes repúblicas de Venecia, Florencia, Génova y Pisa?  Parece increíble el vuelo que en aquella península habían tomado la  industria y comercio, y el consiguiente desarrollo del elemento  democrático. Si la influencia del Catolicismo fuese de suyo tan  apocadora, si el aliente de la corte romana fuese mortal para el  progreso de los pueblos, ¿no es verdad que debían hacerse sentir con más  daño allí donde podían obrar más de cerca? ¿Cómo es que mientras buena  parte de Europa gemía bajo la opresión del feudalismo, la clase media,  la que no tenía más títulos de nobleza que el fruto de su inteligencia y  trabajo, se mostrase en Italia tan poderosa, tan lozana y floreciente?  No pretendo que este desarrollo se debiese a los papas; pero al menos  será preciso convenir en que los papas no lo embarazaban.  Y ya que vemos un fenómeno semejante en España, particularmente en la  Corona de Aragón donde era grande la influencia pontificia, ya que lo  mismo se verifica en el norte de Europa donde habitaban pueblos  civilizados por solo el Catolicismo, ya que lo propio se realizaba con  más o menos rapidez en todos los países sometidos exclusivamente a las  creencias y autoridad de la Iglesia, lícito será deducir que el  Catolicismo nada entraña que contraríe el movimiento de la civilización,  y que no se opone a un justo y legítimo desarrollo del elemento  popular.  No alcanzo ver con qué ojos han estudiado la historia los que han  querido otorgar al Protestantismo el bello título de favorable a los  intereses de la multitud.-  566 Su origen fué esencialmente aristocrático, y en los países donde ha  logrado arraigarse ha establecido la aristocracia sobre cimientos tan  profundos, que no han bastado a derribarla las revoluciones de tres  siglos. Véase en prueba de esta verdad lo sucedido en Alemania, en  Inglaterra, y en todo el norte de Europa.  Se ha dicho que el calvinismo era más favorable al elemento democrático,  y que si hubiese prevalecido en Francia habría sustituido a la  monarquía un conjunto de repúblicas confederadas. Sea lo que fuere de  tal conjetura sobre un cambio, que por cierto no era muy favorable al  porvenir de aquella nación, siempre resulta que no se habría podido  ensayar otro sistema que el aristocrático; dado que no permitían otra  cosa las circunstancias de la época, ni consintieran diferente  organización los magnates que se hallaban a la cabeza de las  innovaciones religiosas.  Si el Protestantismo hubiese triunfado en Francia, quizás los pobres  paisanos trataran de imitar a los de Alemania reclamando una parte en el  pingüe botín; pero de seguro que la proverbial dureza de Calvino no les  fuera menos funesta que lo fué a los alemanes el atolondramiento de  Lutero. Es probable que aquellos miserables aldeanos, que, según  relación de escritores contemporáneos, no comían más que negro pan de  centeno, jamás probaban la carne, dormían sobre un montón de paja y no  usaban otra almohada que un trozo de madera, al levantarse para reclamar  en provecho propio las consecuencias de las nuevas doctrinas habrían  sufrido la misma suerte que sus hermanos de Alemania, los cuales no  fueron castigados sino exterminados.  En Inglaterra la repentina desaparición ele los conventos produjo el  pauperismo; pues que pasando los bienes a manos seglares, quedaron sin  medios de subsistencia, así los religiosos arrojados de sus moradas como  los indigentes que antes vivían de la limosna de aquellos piadosos  establecimientos.  Y nótese bien que el daño no fue pasajero: ha continuado hasta nuestros  días, y es aún el mayor de los que afligen a la Gran Bretaña. No ignoro  lo que se ha dicho sobre el fomento de la holgazanería por medio de las  limosnas; pero lo cierto es que la Inglaterra con sus leyes sobre los  pobres, con su caridad mandada, los presenta en muchos mayores números  que los países católicos. Difícilmente se me hará creer que sea buen  medio para desenvolver el elemento popular el dejar al pueblo sin pan.  Algo había en el Protestantismo que no lisonjearla a los demócratas de  la época, cuando vemos que no pudo encontrar acogida en España ni en  Italia, que eran a la sazón los dos países donde el pueblo disfrutaba  más bienestar, más derechos.  567 Y esto es tanto más reparable cuanto vernos que las innovaciones  prendieron fácilmente allí donde preponderaba la aristocracia feudal. Se  me hablará de las Provincias Unidas; pero esto sólo prueba que el  Protestantismo, codicioso de sostenedores, se aliaba gustoso con todos  los descontentos. Si Felipe II hubiese sido un celoso protestante, las  Provincias Unidas habrían quizás alegado que no querían continuar  sometidas a un príncipe hereje.  Largos siglos estuvieron aquellos países bajo la exclusiva influencia  del Catolicismo, y sin embargo prosperaron, y el elemento popular se  desenvolvía en ellos sin encontrar que la religión le sirviese de  obstáculo. ¿Cabalmente a principios del siglo XVI descubrieron que no  podían medrar sin abjurar la fe de sus mayores?  Observad la situación geográfica de las Provincias Unidas, vedlas  rodeadas de reformados que les ofrecían auxilio, y entonces encontraréis  en el orden político las causas que buscáis en vano en imaginarias  afinidades del sistema protestante con los intereses del pueblo.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXI  Valor de las formas políticas. El Catolicismo y la libertad. Necesidad  de la monarquía. Carácter de la monarquía europea. Diferencia entre la  Europa y el Asia. Pasaje del conde de Maistre. Instituciones para  limitar el poder. La libertad política nada debe al Protestantismo.  Influencia de los concilios. La aristocracia del talento fomentada por  la Iglesia.  EL ENTUSIASMO por ciertas instituciones políticas que tanto había  cundido en Europa en los últimos tiempos, se ha ido enfriando poco a  poco; pues que la experiencia ha enseñado que una organización política  que no esté acorde con la social, no sirve de nada para el bien de la  nación, antes al contrario derrama sobre ella un diluvio de anales.  Se ha comprendido también, y no ha dejado de costar trabajo comprender  una cosa tan sencilla, que las formas políticas sólo deben mirarse como  un instrumento para mejorar la suerte de los pueblos; y que la libertad  política, si algo había de significar de razonable, no podía ser sino un  medio para adquirir la civil.  Estas ideas son ya comunes entre todos los hombres que saben; el  fanatismo por estas o aquellas foráneas políticas, sin relación a los  resultados civiles, se deja ya solamente como propio de ilusos, o como  recurso muy desacreditado del que echan mano afectadamente aquellos  ambiciosos, que careciendo de mérito sólido no tienen otro camino de  medrar sino las revueltas y trastornos.  568 Sin embargo, no puede negarse que miradas las formas políticas como  un instrumento, han adquirido consideración y arraigo en algunos países  las que se llaman de gobierno mixto, templado, constitucional,  representativo, o como se quiera; y por esta causa llevará mala  recomendación en muchas partes todo principio al cual se le suponga  enemigo natural de las formas representativas, y amigo únicamente de las  absolutas.  La libertad civil se ha hecho una necesidad para los pueblos europeos; y  como en algunas naciones se ha vinculado de tal manera la idea de ésta  con la de libertad política, que es difícil hacer entender que la civil  también puede encontrarse bajo una monarquía absoluta, es menester  analizar cuáles son en esta materia las tendencias de la religión  católica y de la protestante, tendencias que procuraré descubrir  examinando con imparcialidad los hechos históricos.  “Nunca tal vez ha sido más raro, dice muy bien M. Guizot, el  conocimiento de los resortes naturales del inundo y de los caminos  secretos de la Providencia. Donde no vemos asambleas, elecciones, urnas y  votos, suponemos ya el poder absoluto, y a la libertad sin garantías.”  (Discurso sobre la Democracia).  De propósito me he servido de la palabra tendencias, porque es bien  claro que el Catolicismo no tiene sobre este punto ningún dogma; nada  determina sobre las ventajas de esta o aquella forma de gobierno; el  romano pontífice reconoce como a su hijo al católico que se sienta en  los escaños de una asamblea americana, como al vasallo que recibe sumiso  las Ordenes de un poderoso monarca.  Es demasiada la sabiduría que distingue a la religión católica, para que  pudiera descender a semejante arena. Arrancando del mismo cielo se  extiende corno la luz del sol sobre todas las cosas; a todas las ilumina  y fecundiza, pero ella no se oscurece ni empaña. Su destino es  encaminar al hombre al cielo, proporcionándole como de paso grandes  bienes y consuelos en la tierra; muéstrale de continuo las verdades  eternas, dale saludables consejos en todos los negocios; pero en  descendiendo a ciertas particularidades, no le obliga, no le estrecha.  Le recuerda las santas máximas de su moral, le advierte que no se desvíe  de ellas, y como que le dice a manera de tierna madre a su hijo: “con  tal que no te apartes de lo que te he enseñado, obra como mas  conveniente te parezca.”  569 Pero, es verdad que el Catolicismo entrañe al menos cierta tendencia  a estrechar la libertad? ¿Qué es lo que ha producido en Europa el  Protestantismo con respecto a formas políticas? ¿En qué ha enmendado o  mejorado la obra del Catolicismo?  En los siglos anteriores al XVI se había complicado de tal suerte la  organización de la sociedad europea, tal era el desarrollo de todas las  facultades intelectuales, tal era la lucha de intereses muy poderosos, y  tal por fin la extensión de las naciones que con la aglomeración de las  provincias se andaban formando, que era de todo punto indispensable  para el sosiego y prosperidad de los pueblos, un poder central, fuerte,  robusto, muy elevado sobre todas las pretensiones de los individuos y de  las clases.  No de otra manera era concebible que pudiera la Europa esperar días de  calma; pues que donde hay muchos elementos, muy varios, muy opuestos, y  todos muy poderosos, es necesaria una acción reguladora, que previniendo  los choques, templando el demasiado calor y moderando la viveza del  movimiento, evite la guerra continua, y lo que a ella sería  consiguiente, la destrucción y el caos.  Esta fué la causa por que tan luego como principió a ser posible, se vió  una irresistible tendencia hacia la monarquía; y cuando la misma  tendencia se hizo sentir en todos los países de Europa, hasta en  aquellos que tenían instituciones republicanas, señal es que existían  para ello causas muy profundas.  En la actualidad ningún publicista de nota duda ya de estas verdades;  pues cabalmente de medio siglo a esta parte se han verificado sucesos  muy a propósito para manifestar que la monarquía en Europa era algo más  que usurpación y tiranía; hasta los países en que se han arraigado mucho  las ideas democráticas, han tenido que modificarlas, y quizás  falsearlas lo necesario para poder conservar el trono, al que miran como  la mas segura garantía de los grandes intereses de la sociedad.  Achaque es de todas las cosas humanas que, por más buenas y saludables  que sean, traigan siempre consigo su correspondiente sequito de  inconvenientes y males; y ya se ve que de esta regla general no podía  ser una excepción la monarquía, es decir, que la grande extensión y  fuerza del poder había de acarrear abusos y excesos. No son los pueblos  europeos de índole tan sufrida y genio tan templado, que puedan  sobrellevar en calma ningún linaje de desmanes.  Tan profundo es el sentimiento que tiene el europeo de su dignidad, que  para él es incomprensible ese quietismo de los pueblos orientales, que  vegetan en medio del envilecimiento, que obedecen con abatida frente al  déspota que los oprime y desprecia.  Así es que si bien se ha conocido y sentido en Europa la necesidad de un  poder muy robusto, se ha tratado empero siempre de tomar aquellas  medidas que pudieran reprimir y precaver sus abusos.  570 Nada tan a propósito para hacer resaltar el grandor y dignidad de  los pueblos de Europa, como el compararlos en esta parte con los de  Asia; allí no se conoce otro medio de sustraerse de la opresión que  degollar al soberano. Está humeando todavía la sangre del uno, y ya se  sienta en el trono algún otro, cuya planta pisa con orgulloso desdén la  cerviz de aquellos hombres tan crueles como degradados.  En Europa no; en Europa se apela ahora y se ha apelado siempre a los  medios propios de la inteligencia; al planteo de instituciones, que de  un modo estable y duradero pongan a cubierto a los pueblos de vejaciones  y demasías. No es esto decir que tales esfuerzos no hayan costado  torrentes de sangre, ni que se haya seguido el camino más conducente;  pero sí que el espíritu de la Europa en este punto, es el mismo que la  ha guiado en todas materias, el de sustituir el derecho al hecho.  El problema no es de hoy, existe desde la cuna de las sociedades  europeas; lejos de que su conocimiento date de estos últimos tiempos, ya  muy anteriormente se habían hecho grandes esfuerzos para resolverle. He  aquí cómo expone sus ideas sobre las causas de que exista este difícil  problema el conde de Maistre.  “Aunque la soberanía no tenga mayor ni más general interés que el de ser  justa, y aunque los casos en que puede caer en la tentación de no  serlo, sean sin comparación menos que los otros, sin embargo ocurren por  desgracia muchas veces; y el carácter personal de ciertos soberanos  puede aumentar estos inconvenientes, hasta el punto de que para hacerlos  soportables, casi no hay otro medio que el de compararlos con los que  indudablemente resultarían si no existiese el soberano.  “Era, pues, imposible que los hombres no hiciesen de tiempo en tiempo  algunos esfuerzos para ponerse a cubierto de los excesos de esta enorme  prerrogativa; mas sobre este punto se ha dividido el mundo en dos  sistemas enteramente diversos uno de otro.  “La atrevida raza de Jafet no ha cesado de gravitar, si es permitido  decirlo así, hacia lo que indiscretamente se llama la libertad, es  decir, hacia aquel estado en que el que gobierna es lo menos gobernador  posible, y el pueblo tan poco gobernado como puede ser. El europeo  siempre prevenido contra sus dueños, ya los ha destronado, ya les ha  impuesto leyes; lo ha tentado todo, y apurado todas las formas  imaginables de gobierno para emanciparse de dueños, o para cercenarles  el poder.  571 “La inmensa posteridad de Sezn y de Canz ha tomado otro rumbo  diferente; y, desde los tiempos primitivos hasta nuestros días, ha dicho  siempre a un hombre solo: “Haced de nosotros todo lo que queráis; y  cuando nos hallemos ya cansados de sufriros, os degollaremos.”  Por lo demás, nunca han podido ni querido saber qué viene a ser una  república; ni tratado ni entendido nada de equilibrio de poderes, ni de  esos privilegios o leyes fundamentales, de que nosotros tanto nos  jactamos.  Entre ellos el hombre más rico y más señor de sus acciones, el poseedor  de una inmensa fortuna mobiliaria, absolutamente libre de transportarla  donde quisiese, y seguro por otra parte de una entera protección en el  suelo europeo, aunque vea venir hacia sí el cordón o el puñal, los  prefiere no obstante a la desdicha de morir de tedio en medio de  nosotros.  “Sin duda que nadie aconsejará a la Europa este derecho público, tan  conciso y tan claro del Asia y del África; mas supuesto que el poder es  entre nosotros siempre temido, discutido, atacado o trasladado, pues que  nada hay más insoportable a nuestro orgullo que el gobierno despótico,  el mayor problema europeo se reduce a saber, cómo se puede limitar el  poder del soberano sin destruirlo.” (Del Papa, lib. 2, cap. 2.)  Este espíritu de libertad política, este deseo de limitar el poder por  medio de instituciones, no data, pues, de la época de los filósofos  franceses; antes de ellos, y aún mucho antes de la aparición del  Protestantismo, circulaba ya por las venas de los pueblos de Europa: la  historia nos ha conservado de esta verdad monumentos irrefragables.  ¿Cuáles fueron las instituciones juzgadas a propósito para llenar este  objeto. Ciertas asambleas, donde pudiese resonar el eco de los intereses  y de las opiniones de la nación; asambleas que formadas de esta o de  aquella manera, y reunidas a tiempos alrededor del trono, pudieran  elevarle sus quejas y reclamaciones.  Como no era posible que estas asambleas gobernasen, lo que hubiera sido  destruir la monarquía, era menester que se les asegurase de un modo u  otro la influencia en los negocios del Estado; y, yo no veo que hasta  ahora se haya ideado algo más a propósito que el derecho de intervenir  en la formación de las leves, garantido por otro derecho que puede  llamarse el arma de la representación nacional: la votación de los  impuestos.  ¡Mucho se ha escrito sobre constituciones y gobiernos representativos,  pero lo esencial está aquí; las modificaciones pueden ser muchas, muy  varias, pero al fin todo viene a parar a un trono, centro de poder y de  acción, rodeado de asambleas que deliberan sobre las leyes y los  impuestos.  572 Mirada la libertad política desde este punto de vista, ¿debe acaso  su origen a las ideas protestantes? ¿Tiene nada que agradecerles? ¿Tiene  algo que echar en cara al Catolicismo?  Yo abro los escritos de los autores católicos anteriores al  Protestantismo, para ver qué es lo que pensaban sobre esta materia; y  encuentro que veían claramente el problema que había por resolver; yo  escudriño si puedo encontrar en ellos nada que contrariase el movimiento  del mundo, nada que se oponga a la dignidad ni que menoscabe los  derechos del hombre, nada que tenga afinidad con el despotismo, con la  tiranía; y los encuentro llenos de interés por la ilustración y progreso  de la humanidad, rebosando de sentimientos nobles y generosos, llenos  de celo por la felicidad del mayor número, y noto que levanta la  indignación su pecho al solo mentar el nombre de tiranía y despotismo.  Abro los fastos de la historia, examino las ideas y costumbres de los  pueblos, las instituciones dominantes; y veo por todas partes fueros,  privilegios, libertades, cortes, estados generales, municipalidades,  jurados.  Lo veo con cierta informe confusión, pero lo veo; y no extraño que no se  presente con regularidad, porque es un nuevo mundo, que acaba de salir  del caos. Pregunto si el monarca tiene facultad de formar leyes por sí  solo; y en esto, como es natural, encuentro variedad, incertidumbre,  confusión; pero observo que las asambleas que representan las varias  clases de la nación toman parte en la formación de esas leyes; pregunto  si tienen intervención en los grandes negocios del Estado, y encuentro  consignado en los códigos que se las debe consultar en los asuntos de  más gravedad e importancia, y hallo que muy a menudo lo verifican así  los monarcas; pregunto si esas asambleas tienen algunas garantías de su  existencia e influjo, y los códigos me muestran textos terminantes, y  cien y cien hechos vienen a recordarme el arraigo de estas instituciones  en los hábitos y costumbres de los pueblos.  ¿Y qué religión era entonces la dominante? El Catolicismo ¿Eran muy  apegados a la religión los pueblos? Tanto, que el espíritu religioso lo  señoreaba todo. ¿Tenía el clero mucha influencia? Muy grande. ¿Cuál era  el poder de los papas? Inmenso. ¿Dónde están las gestiones del clero  para acrecentar las facultades de los reyes a expensas de los pueblos?  ¿Dónde los decretos pontificios contra estas o aquellas formas? ¿Dónde  las medidas y las trazas de los papas para menoscabar ningún derecho  legítimo?  473 Entonces me digo con indignación: si bajo la influencia del  Catolicismo salía del caos la Europa, si la civilización marchaba con  rápido y acertado paso, si el gran problema de las formas políticas  ocupaba ya a los sabios, si las cuestiones sobre las costumbres y las  leyes empezaban a resolverse en sentido favorable a la libertad; si  mientras era muy grande aún temporalmente la influencia del clero, si  mientras era colosal en todos sentidos el poderío de los papas, se  verificaba todo esto; si cuando hubiera bastado una palabra del  pontífice contra una forma popular para herirla de muerte, las libres se  desenvolvían rápidamente; ¿dónde está la tendencia de la religión  católica a esclavizar a los pueblos?  ¿Dónde esa impía alianza de los reyes y de los papas para oprimir y  vejar, para entronizar el feroz despotismo, y gozarse a su sombra con  los infortunios y las lágrimas de la humanidad?  Cuando los papas tenían desavenencias con algunos reinos ¿eran por lo  común con los príncipes, o con los pueblos?  Cuando había que decidirse contra la tiranía, o contra la opresión de  alguna clase, ¿quién había que levantase voz más alta y robusta que el  pontífice romano? ¿No son los papas quienes, como confiesa Voltaire,  “han contenido a los soberanos, protegido a los pueblos, terminando  querellas temporales con una sabia intervención, advertido a los reyes y  a los pueblos de sus deberes, y lanzado anatemas contra los grandes  atentados que no habían podido prevenir?” (Citado por de Alaistre, del  Papa, lib. 2, cap. 3.)  ¿No es bien notable que la bula In Cana Domini, esa bula que tanto ruido  metió, contenga en su art. 5 una excomunión contra “los que  estableciesen en sus tierras nuevos impuestos o aumentasen los antiguos,  fuera de los casos señalados por el derecho?”  El espíritu de deliberación, tan común hasta en aquellas épocas en que  formaba singular contraste con la inclinación a medios violentos,  provenía en buena parte del ejemplo que por tantos siglos había estado  dando la Iglesia católica.  En efecto: no cabe encontrar sociedad, donde hayan sido más frecuentes  las juntas, en que se reuniese todo lo más distinguido por su sabiduría y  virtud. Concilios generales, nacionales, provinciales, sínodos  diocesanos, he aquí lo que se encuentra a cada paso en la historia de la  Iglesia; y semejante ejemplo puesto a la vista de todos los pueblos,  por espacio de tantos siglos, ya se ve que no podía quedar sin  influencia y resultados con respecto a las costumbres y a las leyes.  En España la mayor parte de los concilios de Toledo eran al propio  tiempo congresos nacionales, donde al paso que la autoridad episcopal  llenaba sus funciones, vigilando sobre la pureza del dogma y atendiendo a  las necesidades de la disciplina, se trataban de acuerdo con la  potestad secular los grandes negocios del Estado, y se formaban aquellas  leyes que cautivan todavía la admiración de los observadores modernos.  574 Ahora que han caído en completo descrédito entre los mejores  publicistas las utopías de Rousseau, y que no se trata de defender los  gobiernos representativos como un medio de poner en acción la voluntad  general, sino como instrumento a propósito para consultar la razón y el  buen sentido que de otra manera andarían desparramados por la nación;  Ahora que en los libros de derecho constitucional se nos pintan las  asambleas legislativas como focos donde pueden reunirse todas las luces  que sean parte a ilustrar las cuestiones sobre los negocios públicos,  como representantes de todos los intereses legítimos, órgano de todas  las opiniones razonables, eco de todas las quejas justas, vehículo de  todas las reclamaciones, conducto de perenne comunicación entre  gobernantes y gobernados, prenda de acierto en las leyes, medio para  hacerlas respetables y veneradas a los ojos de los pueblos, y por fin  como una seguridad continua de que el gobierno, no mirando jamás a sí,  tiene siempre fija la vista en la utilidad y conveniencia pública; ahora  que con tan bellas palabras se nos dice lo que debieran ser, mas no lo  que son, no deja de ser interesante el recordar los concilios; pues que  ocurre desde luego que en cierto modo se explican con esto la naturaleza  y espíritu de ellos, se indican sus motivos y sus fines.  No se me ocultan las capitales diferencias que median entre unas y otras  asambleas; pues de ninguna manera pueden equipararse hombres que tienen  sus poderes de un nombramiento popular, con aquellos a quienes el  Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia de Dios; ni el monarca  que tiene sus derechos a la corona en fuerza de las leves fundamentales  de la nación, con aquella Piedra sobre la cual está edificada la Iglesia  de Jesucristo. Y no se me oculta tampoco que, ora se atienda a las  materias de que se trata en los concilios, ora a las personas que en  ellos intervienen, ora a la extensión de la Iglesia por toda la faz de  la tierra, es imposible que no haya mucha desemejanza entre los  concilios y las asambleas políticas, ya por lo que toca a las épocas de  sus reuniones, ya con respecto a su organización y procedimientos.  Pero no trato yo aquí de formar ingeniosos paralelos, y de buscar  cavilosamente semejanzas que no existen; sólo me propongo manifestar la  influencia que sobre las leves y costumbres políticas debieron de tener  las lecciones de prudencia y madurez que por tantos siglos estuvo dando  la Iglesia.  Ya miremos las historias de las naciones antiguas, va de las modernas,  veremos que en todas las asambleas deliberantes toman su asiento  solamente aquellos que tienen este derecho consignado en las leves. Pero  eso de llamar al sabio, sólo porque es sabio, ese tributo pagado al  mérito, esa proclamación solemne de que el arreglo del mundo pertenece a  la inteligencia, eso lo ha hecho la Iglesia, y sólo la Iglesia.  575 Como mi objeto en esta observación es demostrar que el estado civil  debió en buena parte a la Iglesia todo lo razonable que puso en planta  en este punto, recordaré un hecho, en el que quizás no se ha reparado  bastante, y que sin embargo manifiesta bien a las claras que el buscar  la sabiduría donde quiera que se hallare, y el concederle influencia en  los negocios públicos, lo ha concedido y ejecutado antes que nadie la  Iglesia católica.  Pasaré por alto el espíritu que la ha distinguido constantemente de las  otras sociedades, cual es el buscar siempre el mérito y, nada más que el  mérito, para elevarle a los primeros puestos; espíritu que nadie le  puede disputar, y que ha contribuido mucho a darle brillo y  preponderancia; pero lo que hay notable es que este espíritu ha ejercido  su influencia hasta allí donde a primera vista parecía no deber  ejercerla.  En efecto: nadie ignora que según las doctrinas ele la Iglesia, ningún  derecho tiene un simple particular a intervenir en las decisiones y  deliberaciones de los concilios: y así es que por más grande que sea el  saber de un teólogo, o de un jurista, no tiene por eso derecho alguno a  tomar parte en aquellas augustas asambleas. Sin embargo, es bien sabido  que ha cuidado siempre la Iglesia de que con este o aquel título,  asistiesen a ella los hombres que mas descollaban por sus talentos v  saber.  ¿Quién no ha recorrido con placer la lista de los sabios que, sin ser  obispos, figuraron en el de Trento?  En la sociedades modernas ¿no es el talento, no es el saber, no es el  Qenin quien levanta su erguida frente, quien exige consideración y-  respeto, quien pretende elevarse a los altos puestos, dirigir los  negocios públicos, o ejercer sobre ellos influencia?  Sepan, pues, ese talento, ese saber, ese genio, que en ninguna parte se  han respetado tanto sus títulos como en la Iglesia, en ninguna parte se  ha reconocido más su dignidad que en la Iglesia, en ninguna sociedad se  los ha buscado tanto para elevarlos, para consultarlos en los negocios  más graves, para hacerlos brillar en las grandes asambleas, copio se ha  hecho en la Iglesia católica.  rl nlcllnlento, las riquezas, nada significan en la Iglesia: ¿no  deslustras tu mérito con desarreglada conducta, y al propio tiempo  brillas por tus talentos y saber?, esto basta; eres un grande hombre:  serás mirado con mucha consideración, serás siempre tratado con respeto,  serás escuchado con deferencia; y ya que tu cabeza salida de en medio  de la oscuridad se ha presentado adornada con brillante aureola, no se  desdeñarán de asentarse sobre ella ni la mitra, ni el capelo, ni la  tiara.  576 Lo diré en los términos del día: la aristocracia del saber debe  mucho de su importancia a las ideas y costumbres de la Iglesia.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXII  Robustecimiento de la monarquía en Europa. Su preponderancia sobre las  instituciones libres. Por qué la palabra libertad es para muchos palabra  de escándalo. El Protestantismo contribuyó a matar las instituciones  populares.  DANDO una ojeada al estado de Europa en el siglo XV, échase de ver  fácilmente que semejante orden de cosas no podía ser duradero; y que de  los tres elementos que se disputaban la preferencia, había de prevalecer  por necesidad el monárquico. Y no podía ser de otra manera: pues que  siempre se ha visto que las sociedades, después de muchos disturbios y  revueltas, vienen al fin a colocarse a la sombra de aquel poder que les  ofrece más seguridad y bienestar.  Al ver a aquellos grandes tan orgullosos, tan exigentes, tan  turbulentos, enemigos unos de otros, y rivales del rey y del pueblo;  aquellos comunes, cuya existencia se presenta bajo tan diferentes  formas, cuyos derechos, privilegios, fueros y libertades ofrecen un  aspecto tan variado y complejo, cuyas ideas no tienen dirección bien  marcada y constante; conócese desde luego que no han de ser parte para  luchar con el poder real, a quien se le observa obrando ya con plan  premeditado, con sistema fijo, acechando todas las ocasiones que puedan  favorecerle.  ¿Quién no ha notado la sagacidad de Fernando el Católico en desenvolver y  plantear su idea dominante, la de centralizar el poder, de darle  robustez, de hacer su acción fuerte, regular y universal, es decir, la  de fundar una verdadera monarquía? ¿Quién no ha visto un digno y más  aventajado continuador de semejante política, en el inmortal Cisneros?  Y no se crea que esto fuese en daño de las naciones; todos los  publicistas convienen en que era preciso dar nervio y estabilidad al  poder, y evitar que su acción fuera débil e intermitente; y el verdadero  poder no tenía otro representante fijo que el trono. Así es que el  robustecerse y engrandecerse el real fue una verdadera necesidad; y no  podían ser parte a impedirlo todos los planes y esfuerzos de los  hombres.  577 Queda empero la dificultad, si este engrandecimiento pasó de los  límites convenientes; y aquí es donde han de encararse el Protestantismo  y el Catolicismo, para que se vea si alguno de ellos tuvo la culpa,  quién fué y hasta qué punto.  Materia es esta muy importante y curiosa; pero al propio tiempo difícil y  delicada: porque tanto se han trastrocado los nombres en estos últimos  tiempos, tanta es la aversión que los partidos se profesan, tanta la  impetuosidad con que rechazan todo lo que ni de lejos siquiera se parece  a lo que ensalzan los adversarios, que es ardua tarea la de hacerles  entender ni el estado de la cuestión, ni el significado de las palabras.  Lo que les suplico a los hombres de todas opiniones es que suspendan el  juicio, hasta haber leído todo lo que voy a exponer sobre este punto;  pues que si lo hacen así, si no se exaltan por una que otra palabra que  pueda causarles a primera vista algún desagrado, si tienen la suficiente  templanza para escuchar antes de juzgar, estoy seguro que si no  quedamos del todo acordes, cosa imposible en tanta variedad de  opiniones, al menos no dejarán de confesar que el aspecto bajo que  considero las cosas no carece de apariencias de razón, y que mis  conjeturas no están destituidas de fundamento.  Por de pronto prescindiré completamente de si fué o no ventajoso para la  sociedad el que en la mayor parte de las monarquías europeas quedase el  poder real sin ningún linaje de freno; a no ser aquel que de suyo le  imponía el estado de las ideas y de las costumbres. Quienes estarán por  la afirmativa, quienes por la negativa; y no es menester señalar con sus  propios nombres a los que figurarán en uno y otro bando. La palabra  libertad es para muchos hombres una palabra de escándalo; así como el  nombre de poder absoluto es para otros sinónimo de despotismo.  ¿Y cuál es la libertad que los primeros rechazan con tanta fuerza? ¿Qué  significa en su diccionario esta palabra?  Ellos han visto pasar ante sus ojos la Revolución Francesa cargada de  injusticias, de espantosos crímenes, y la han oído que apellidaba  libertad; ellos han visto la revolución española, con su gritería de  muerte, con sus excesos de sangre, con sus injusticias, con su desprecio  de todo lo que habían mirado siempre los españoles como más venerable y  sagrado; y sin embargo han oído también que esa revolución apellidaba  libertad. ¿Y qué había de suceder?  Lo que ha sucedido: que han unido a la idea de libertad la de toda clase  de impiedad y crímenes, y que por consiguiente la han odiado, la han  rechazado, la han combatido con las armas.  578 En vano se ha dicho que antiguamente había Cortes; ellos han  respondido que no eran como las de ahora; en vano se ha recordado que en  nuestras leyes estaba consignado el derecho que tenía la nación de  intervenir en la votación de los impuestos; ellos han respondido que ya  lo sabían, pero que los que lo hacían ahora no representaban a la  nación, y que se valían de este título para esclavizar al pueblo y al  monarca; en vano se ha opuesto que en los grandes negocios del Estado  intervenían antiguamente los representantes de las varias clases; ellos  han respondido: ¿Qué clase de Estado representáis vosotros que degradáis  al monarca, insultáis y perseguís a la nobleza, ultrajáis y despojáis  al clero, y despreciáis al pueblo burlándoos de sus costumbres y  creencias?  ¿A quién representáis vosotros? ¿Cómo podéis representar a la nación  española cuando pisáis su religión y sus leyes, provocáis por todas  partes la disolución de la sociedad, y hacéis correr torrentes de  sangre?  ¿Cómo podéis llamaros restauradores de nuestras leyes fundamentales,  cuando nada encontramos en vosotros ni en vuestros actos que exprese al  verdadero español, cuando todas vuestras teorías, planes y proyectos,  todos son mezquinas copias de libros extranjeros harto conocidos, cuando  habéis olvidado hasta nuestra lengua?  Yo ruego a los lectores que se tomen la pena de pasar los ojos por las  colecciones de periódicos, sesiones de Corte, y de otros documentos que  nos han quedado de las dos épocas de 1812 y 1820; que recuerden también  lo que acabamos de presenciar, que revuelvan en seguida los monumentos  de las épocas anteriores, nuestros códigos, nuestros libros, todo  aquello en que puedan encontrar expresados el carácter, las ideas, las  costumbres del pueblo español; y entonces que pongan la mano sobre su  pecho, y sean cuales fueren sus opiniones, que digan a fuer de hombres  honrados si hallan ninguna semejanza entre lo antiguo y lo moderno, que  digan si no advierten a primera vista la más fuerte oposición y  contrariedad, si no encuentran que media entre las dos épocas un abismo,  y que, si se había de llenar había de hacerse, ¡ah, dolor causa  decirlo!, había de hacerse como se ha hecho, con montones de ruinas, de  cenizas, de cadáveres, con torrentes de sangre.  Colocada la cuestión fuera de la emponzoñada atmósfera de las pasiones, y  del alcance de irritantes recuerdos, bien se podría entrar en el examen  de si fué o no conveniente que creciera hasta tal punto la autoridad de  los reyes, que llegasen a verse libres de todo género de trabas, hasta  con respecto a los negocios de más gravedad y a la imposición de las  contribuciones. En tal caso, la cuestión fuera simplemente  histórico-política; nada tendría que ver con la práctica actual; y por  consiguiente no afectaría ni los intereses ni las opiniones de nuestra  época.  579 Como quiera, aun me propongo prescindir de todo esto, v de cuanto se  ha opinado sobre la materia; y estribaré en el supuesto de que fuera a  la sazón dañoso a los pueblos, y un obstáculo a los progresos de la  verdadera civilización, el que desaparecieran de la máquina política  todos los elementos, excepto el monárquico.  ¿Quién tuvo la culpa?  Por de pronto es bien reparable que el mayor acrecentamiento del poder  real en Europa date cabalmente de la época del Protestantismo. En  Inglaterra, desde Enrique VIII, prevaleció no diré la monarquía, sino un  despotismo tan duro, que no bastaban a ocultar su destemplanza las  vanas apariencias de formas impotentes.  En Francia después de la guerra de los hugonotes se presenta el poder  real más fuerte que nunca; en Suecia se entroniza Gustavo, y desde su  tiempo los reyes ejercen un poder casi sin límites; en Dinamarca  continúa y se fortalece la monarquía; en Alemania se crea el reino de  Prusia, y prevalecen en general en las otras partes las formas  absolutas; en Austria se levanta el imperio de Carlos V con todo su  poderío y esplendor; en Italia van desapareciendo las pequeñas  repúblicas, y van entrando los pueblos con este o aquel título, bajo el  dominio de los príncipes; y en España caen en desuso las antiguas Cortes  de Castilla, Aragón, Valencia y Cataluña; es decir, que lejos de ver  que con la aparición del Protestantismo dieran los pueblos ningún paso  hacia las formas representativas, notamos, muy al contrario, que se  encaminan rápidamente hacia el gobierno absoluto.  Este hecho es cierto, incontestable; tal vez no se ha reparado bastante  en tan singular coincidencia, pero no deja por esto de existir; y de  cierto que sugiere abundantes y, delicadas reflexiones.  Esta coincidencia ¿fué netamente casual? ¿Hubo entre el Protestantismo  r- el completo desarrollo y establecimiento de las formas absolutas  alguna relación secreta? Yo creo que sí; y además añadiré que si el  Catolicismo hubiera quedado dominando exclusivamente en Europa, se  habría limitado suavemente el poder real, tal vez no hubieran  desaparecido del todo las formas representativas, los pueblos hubieran  continuado tomando parte en los negocios públicos, nos hallaríamos mucho  más adelantados en la carrera de la civilización, más amaestrados en el  goce de la verdadera libertad, y ésta no andaría enlazada con el  recuerdo de escenas horrorosas.  Sí; la malhadada Reforma torció el curso de las sociedades europeas,  adulteró la civilización, creó necesidades que no existían, formó vacíos  que no pudo llenar; destruyó muchos elementos de bien; y por tanto  cambió radicalmente las condiciones del problema político. Creo poder  demostrarlo.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXIII  Dos democracias. Su marcha paralela en la historia de Europa. Sus  caracteres. Sus causas y efectos. Por qué se hizo necesario el  absolutismo en Europa. Hechos históricos. Francia. Inglaterra. Suecia.  Dinamarca. Alemania.  HAY EN LA historia de Europa un hecho capital, consignado en todas sus  páginas, y presente todavía a nuestros ojos, cual es la marcha paralela  de dos democracias, que semejantes a veces en apariencia, tienen en  realidad la naturaleza, el origen y el fin muy diferentes. Estriba la  una en el conocimiento de la dignidad del hombre, y del derecho que le  asiste de disfrutar cierta libertad conforme a razón y a justicia.  Con ideas más o menos claras, más o menos acordes sobre el verdadero  origen de la sociedad y del poder, las tiene no obstante muy lúcidas,  determinadas, fijas, sobre el verdadero objeto y fin de entrambos, y ora  haga descender directa e inmediatamente de Dios el derecho de mandar,  ora le suponga comunicado primordialmente a la sociedad, y trasmitido  después a los gobernantes, siempre está conforme en que el poder es para  el bien común, y que si no encamina sus actos a este bien, cae en la  tiranía.  Los privilegios, los honores, las distinciones cualesquiera, todo lo  examina con su piedra de toque favorita, el bien común; si un objeto le  contraría, es condenado como dañoso; si no sirve para él, es desechado  como inútil.  Bien convencida de que lo único que tiene un valor real, atendible en la  distribución de los puestos sociales, son la sabiduría y la virtud,  clama siempre para que se las busque, y se las levante a la cumbre del  poder y de la gloria; aunque sea arrancándolas de en medio de la  oscuridad más profunda.  Un noble que ufano de sus títulos y blasones ensalza las hazañas de  antepasados a quienes no sabe imitar es a sus ojos un objeto ridículo;  un hombre a quien dejará disfrutar de sus riquezas, por no tocar al  sagrado de la propiedad, pero a quien quitará por todos los medios  legítimos la influencia que pudieran darle sus títulos de sangre. Si  atiende al nacimiento o a las riquezas, no es por lo que son en sí, sino  como signos de más cumplida educación, o de mayor saber y probidad.  Llena esta democracia de ideas generosas, teniendo un elevado concepto  de la dignidad del hombre, recordando los derechos sin olvidar los  deberes, se indigna al solo nombre de la tiranía; la odia, la condena,  la rechaza, y discurre de continuo cuál es el medio más oportuno de  precaverla.  581 Cuerda y sosegada, como compañera inseparable de la razón y del buen  sentido, se aviene muy bien con la monarquía; pero puede asegurarse que  en general ha deseado que de una u otra manera, las leyes del país  pusieran coto a las demasías de los reyes.  Bien ha conocido que el escollo en que éstos peligraban de estrellarse  era cargar demasiado a los pueblos con impuestos desmedidos; y por lo  mismo, ha sido siempre su idea favorita, que no ha muerto jamás, aun  cuando no haya sido posible ponerla en práctica, el coartar la ilimitada  facultad del poder en materia de contribuciones.  Otra idea la ha dominado también, y es que no prevaleciera nunca ni en  la formación de las leyes, ni en su aplicación, la voluntad del hombre:  siempre ha deseado algunas garantías en que el lugar de la razón no  estaría ocupado por la voluntad.  Tanta ha sido la fuerza de este deseo universal, que se ha comunicado a  las costumbres europeas de un modo indeleble; y los monarcas más  absolutos no han podido dejar de satisfacerle.  Así es muy digno de notarse, que siempre se han visto al lado de los  tronos consejos respetables, cuya existencia estaba asegurada o por las  leyes o por las costumbres de la nación; consejos que por cierto no  podían conservar, en ciertas circunstancias, toda aquella independencia  que habían menester para llenar cumplidamente su objeto, pero que no  dejaban de producir un gran bien; pues que su sola existencia era una  elocuente protesta contra las disposiciones injustas y arbitrarias, una  magnífica personificación de la razón y de la justicia, señalando con su  dedo los sagrados límites que no debe nunca pisar el más poderoso  monarca.  Del mismo origen dimana que los soberanos en Europa no ejercen la  facultad de juzgar por sí mismos; distinguiéndose en esto de los  sultanes.  Las leyes y costumbres europeas rechazan fuertemente esa facultad, que  tan funesta es al pueblo y al monarca; y la sola narración de un  atentado semejante concitaría contra su autor la indignación pública.  Todo esto significa que el principio tan celebrado de que no es el  monarca quien manda sino la ley, está recibido en Europa de muchos  siglos a esta parte; y largo tiempo antes de que lo enunciaran con  énfasis los publicistas modernos, estaba ya vigente en todas las  naciones de Europa.  Diráse quizás que así era en teoría, más no en la práctica: no negaré  que hubiera excepciones reprensibles; pero en general el principio era  respetado.  582 Por punto de comparación tomemos el reinado más absoluto de los  tiempos modernos, el poder real en toda su ilimitada extensión, en todo  su auge y esplendor, el reinado de quien pudo decir con desmedido  orgullo, y hasta cierto punto con verdad, el Estado soy yo: el de Luís  XIV.  En medio siglo que duró, y en tanta variedad y complicación de  ocurrencias, ¿cuántas muertes, confiscaciones, deportamientos se  verificaron de real orden, sin forma de juicio?  Si citarán tal vez algunos atropellamientos, pero compárense con lo que  sucede en los países fuera de Europa en semejanza de circunstancias,  recuérdese lo que acontecía en tiempo del imperio romano, no se olviden  los excesos de los reinos absolutos donde quiera que no ha dominado el  cristianismo, y se verá, entonces, que ni siquiera son dignos de  mentarse los desmanes que se hayan cometido en las monarquías de Europa.  Esto prueba que no es arbitraria ni ficticia la distinción que se ha  hecho entre los gobiernos monárquicos absolutos y los despóticos: y para  quien conozca la legislación y la historia de Europa es esta distinción  tan palpable, que no podrá menos de sonreírse al oír esas fogosas  declamaciones en que por malicia o ignorancia se confunden los dos  sistemas de gobierno.  Esa limitación del poder, ese círculo de razón y de justicia que ve  siempre trazado en su torno, y que ora sólo tiene su garantía en las  ideas y en las costumbres, ora en las formas políticas, trae  principalmente su origen de las ideas que ha difundido el cristianismo.  Él ha dicho: “La razón y la justicia, la sabiduría y la virtud lo son  todo; la mera voluntad del hombre, su nacimiento, sus títulos, por sí  solos, no son nada”; estas voces han penetrado desde el palacio de los  reyes hasta la choza de los pobres; y cuando un pueblo entero se ha  imbuido de semejantes ideas, el despotismo asiático se ha hecho  imposible.  Porque aun cuando no hayan existido formas políticas que limitasen el  poder del monarca, éste ha oído siempre resonar por todas partes una voz  que le decía: “No somos tus esclavos, somos tus súbditos; eres rey,  pero eres hombre; y hombre que como nosotros has de presentarte un día  delante del Supremo juez; tú puedes hacer leyes, pero sólo para nuestro  bien; tu puedes pedirnos tributos, pero únicamente los necesarios para  el bien común; no puedes juzgarnos por tu capricho, sino con arreglo a  las leyes; no puedes arrebatarnos nuestras propiedades, sin ser más  culpable que un ladrón común; no puedes atentar contra nuestras vidas  por sólo tu voluntad, sin ser un asesino; el poder que has recibido no  es para tus comodidades y regalos, no es para satisfacer tus pasiones,  sino únicamente para hacer nuestra dicha; tú eres una persona  consagrada, exclusivamente consagrada al bien público; si de esto te  olvidas eres un tirano”.  583  Pero desgraciadamente al lado de ese espíritu de legítima independencia,  de razonable libertad, al lado de esa democracia tan justa, tan noble y  generosa, ha marchado siempre otra que ha formado con ella el más vivo  contraste y le ha acarreado los mayores perjuicios, no dejándole que  alcanzase lo que tan justamente pretendía.  Errónea en sus principios, perversa en sus intenciones, violenta e  injusta en sus actos, ha dejado siempre en su huella un reguero de  sangre; lejos de proporcionar a los pueblos la verdadera libertad, sólo  ha servido para quitarles la que tenían; o en caso de que en realidad  los haya encontrado gimiendo en la esclavitud, sólo ha sido a propósito  para remachar sus cadenas.  Hermanándose siempre con las pasiones más ruines, se ha presentado como  la bandera de cuanto abrigaba la sociedad de más vil y abyecto;  reuniendo en torno de sí a todos los hombres turbulentos y malvados,  fascinando con engañosas palabras una turba de miserables, y brindando a  sus secuaces con el sabroso cebo de los despojos de los vencidos, ha  sido un eterno semillero de disturbios, escándalos, encarnizados  enconos, que al fin vinieron a producir su fruto natural: persecuciones,  proscripciones y cadalsos.  Su dogma fundamental ha sido negar la autoridad, sea del orden que  fuere; su empeño constante, destruirla; y la recompensa que esperaba de  sus trabajos era sentarse sobre montones de escombros y ruinas, cebarse  en la sangre de millares de víctimas, y mientras se repartía los  despojos ensangrentados, entregarse a la insensata algazara de groseras  orgías.  En todos tiempos y países se han visto disturbios, levantamientos  populares, revoluciones; pero la Europa de siete siglos a esta parte  presenta dichas escenas con un carácter tan singular, que es muy digno  de llamar la atención de todos los filósofos. En Europa no sólo han  existido esas tendencias a la dislocación social, tendencias de que no  es difícil divisar el origen en el mismo corazón del hombre, sino que se  las ha visto elevadas a teoría, defendidas en el terreno de las ideas,  con toda la obstinación y atascamiento del espíritu de secta; y siempre  que se ha ofrecido oportunidad, llevadas a cabo con osadía, con  tenacidad, con encarnizamiento.  Extravagancias y delirios formaban el conjunto del sistema; obstinación,  espíritu de proselitismo, monstruosidades y crímenes, he aquí los  caracteres que han acompañado su planteo. En todas las páginas de la  historia se halla atestiguada esta verdad con caracteres de sangre;  felices nosotros si no hubiésemos tenido que experimentarla.  Europa se asemeja a los hombres de alta capacidad y de carácter activo y  osado, que en lo bueno son los mejores, y en lo malo los peores.  Aquí, apenas hay hechos de alguna gravedad que puedan mantenerse  aislados; aquí no hay verdad que no aproveche, ni error que no dañe.  El pensamiento tiende siempre a la realización; y los hechos a su vez  piden su apoyo al pensamiento; si hay virtudes se señala la razón de  ellas, se busca su fundamento en elevadas teorías; si hay crímenes se  procura disculparlos: y para lograrlo, se los apoya en sistemas  perversos. El pueblo que hace el bien o el mal, no se contenta con  practicarle a solas; se esfuerza en propagarlo, y no reposa hasta que le  imiten sus vecinos.  Hay algo más que el apocado proselitismo que se limita a determinados  países; diríase que todas las ideas nacen entre nosotros con pretensión  al imperio universal. El espíritu de propaganda no data de la Revolución  Francesa, ni aun del siglo XVI; desde los primeros albores de la  civilización, desde que el entendimiento comenzó a dar señales de alguna  actividad, se presenta este fenómeno de una manera notable. En la  agitada Europa de los siglos XI y XIII, vemos la Europa del siglo XIX,  como en los confusos lineamientos de una semilla están las formas del  futuro viviente.  Buena parte de las sectas que perturbaron la Iglesia desde el siglo x  eran profundamente revolucionarias o nacían directamente de la funesta  democracia que acabo de recordar, o buscaban en ella su apoyo.  Desgraciadamente, esta misma democracia inquieta, injusta y turbulenta,  que había comprometido el sosiego de Europa en los siglos anteriores al  XVI, encontró sus más fervientes patronos en el Protestantismo; entre  las muchas sectas en que desde luego se fraccionó la falsa Reforma, unas  le abrieron paso, y otras la tomaron por bandera. ¿Y qué efectos debía  esto producir en la organización política de Europa?  Lo diré terminantemente: la desaparición de las instituciones políticas  en que tomaban parte en los negocios del Estado las varias clases que le  formaban.  Y como atendido el carácter, ideas y costumbres de los pueblos europeos,  era muy difícil que se sometieran para siempre a su nueva condición, y  que siguiendo su inclinación favorita no tratasen de poner coto a la  extensión del poder, era también muy natural que andando el tiempo  sobrevinieran revoluciones, era natural que las generaciones futuras  presenciaran grandes catástrofes, tales como la Revolución Inglesa en el  siglo XVI, y la Francesa en el XVII.  Hubo un tiempo en que estas verdades pudieron ser difíciles de  comprender, ahora no: las revoluciones en que ele mucho tiempo a esta  parte viven sumergidos, ora unos, ora otros pueblos de Europa, han  puesto al alcance aun de los menos entendidos esa ley que se realiza  siempre en la sociedad: la anarquía conduce al despotismo, el despotismo  engendra la anarquía.  585 Jamás en ningún tiempo ni país, y ahí están la historia y la  experiencia que me abonarán, jamás en ningún tiempo ni país se han  derramado ideas antisociales, comunicado a los pueblos el espíritu de  insubordinación y levantamiento, sin que a no tardar se haya presentado  el único remedio que en semejante conflicto tienen las naciones: un  gobierno muy fuerte, que con justicia o injusticia, con legitimidad o  sin ella, levante un brazo de hierro sobre todas las cabezas, haga  inclinar todas las frentes y doblegar todas las cervices. Después del  ruido y de la algazara viene el silencio más profundo; y entonces los  pueblos se resignan fácilmente a su nuevo estado, porque conocen por  reflexión y por instinto, que si bien es muy apreciable cierto grado de  libertad, la primera necesidad de las sociedades es su conservación.  ¿Qué sucede en Alemania con el Protestantismo después de las  revoluciones religiosas? Se propalan máximas destructoras de toda  sociedad, surgen facciones, se hacen levantamientos; en el campo y en  los patíbulos se derrama a torrentes la sangre: pero entra luego a obrar  el instinto de conservación social; y muy lejos de arraigarse las  formas populares, todo propende al extremo contrario.  ¿No es allí donde se había lisonjeado tanto al pueblo con la perspectiva  de ilimitada libertad, con el repartimiento de las propiedades, y hasta  la comunidad de bienes, y la absoluta Igualdad en todas las cosas?  Allí mismo, pues, prevalece la desigualdad más chocante, allí se  conserva en su vigor la aristocracia feudal; y cuando en otros países en  que no se había hecho tanto alarde de libertad e igualdad, apenas se  conocen los lindes que separan a la nobleza del pueblo, allí se conserva  todavía rica, prepotente, rodeada de títulos, de privilegios, y de toda  clase de distinciones.  Allí mismo donde se había clamado contra el poder de los reyes, allí  mismo donde se había proclamado que rey era sinónimo de tirano, y que  ley era lo mismo que opresión, allí se levanta la monarquía más  absoluta; y el apóstata del orden teutónico funda el reino de Prusia,  donde no se han podido introducir todavía las formas representativas.  En Dinamarca se arraiga el Protestantismo, y a su lado echa también  raíces profundas el poder absoluto; en Suecia, precisamente a la misma  época, se crea el poder de los Gustavos.  ¿Qué es lo que sucede en Inglaterra? Las formas representativas no  fueron introducidas en Inglaterra por el Protestantismo; siglos antes  existían allí, como en otras naciones de Europa.  Cabalmente, el monarca fundador de la Iglesia anglicana se distinguió  por su atroz despotismo; y el parlamento que debía servirle de freno se  envileció de la manera más vergonzosa.  ¿Qué pensaremos de la libertad de un país, cuyos legisladores y  representantes se degradan hasta el punto de declarar que cualquiera que  tenga noticias de ilícitos amores de la reina debe acusarla so pena de  alta traición?  ¿Qué pensaremos de la libertad cuando los que debían ser sus defensores  lisonjeaban tan villanamente las pasiones del destemplado monarca,  cuando no se avergonzaban de establecer, en obsequio de los celos de su  soberano, que la doncella que se casase con un rey de Inglaterra, si  antes hubiere padecido algún desliz, debía manifestarlo también bajo la  pena de alta traición?  Estas ignominiosas miserias prueban ciertamente más abyecto servilismo,  que la misma declaración en que el parlamento estableció que la sola  voluntad del monarca tenía fuerza de ley.  Ni el conservarse en esta nación las formas representativas, cuando  habían naufragado en casi todos los países de Europa, fueron parte a  libertarla de la tiranía; y los ingleses seguramente no recordarán muy  ufanos la libertad que disfrutaron bajo los reinados de Enrique VIII y  de Isabel.  Quizá no había país en Europa en que se gozara menos libertad, en que  bajo formas populares se oprimiera más al pueblo, y reinara más  ilimitado el despotismo. Si algo es capaz de convencer de estas  verdades, en caso de no bastar los hechos ya citados, lo serán sin duda  los esfuerzos de los ingleses para adquirir libertad; y si es segura  señal de la violencia y de opresión el esfuerzo que se hace por  sacudirla, derecho tenernos a pensar que debía de ser muy grande la que  sufrían los ingleses, cuando atravesaron una revolución tan dilatada,  tan terrible, en que se vertieron tantas lagrimas y tanta sangre.  Si miramos lo acontecido en Francia, notaremos que el poder real se  ostenta mucho más fuerte y poderoso después de las guerras religiosas; y  cuando después de tantas agitaciones, disturbios, guerras civiles,  vemos el reinado de Luís XIV, y oímos al orgulloso monarca diciendo el  Estado soy yo, tenemos delante la personificación más completa del mando  absoluto que viene siempre en pos de la anarquía.  Si los pueblos europeos tienen algo de que dolerse con respecto al  ilimitado poder que ejercieron los monarcas, si tienen que lamentarse de  que se rindieran todas las formas representativas, que podían ser una  garantía de sus libertades, se lo pueden agradecer al Protestantismo,  que esparciendo por toda Europa los gérmenes de la anarquía, creó una  necesidad imperiosa, urgente, imprescindible, de centralizar el mando,  de fortificar el poder real, de que se obstruyesen todos los conductos  por donde pudieran expresarse principios disolventes, de que se  separasen y aislasen todos los elementos que con el contacto y el roce  eran susceptibles de inflamarse y de acarrear conflagraciones funestas.  587 Todos los hombres pensadores habrán de convenir en esta parte  conmigo; y en el modo de considerar el engrandecimiento del poder  absoluto en Europa, no verán más que la realización de un hecho  observado ya de antemano en todas partes. Por cierto que los monarcas de  Europa no pueden compararse ni en su origen, ni en sus actos, con los  déspotas que con este o aquel título se han apoderado del mando de la  sociedad, en aquellos momentos críticos en que estaba a punto de  disolverse; pero bien podrá decirse que la ilimitación de su poder ha  provenido también de una gran necesidad social, de que sin una autoridad  única y fuerte, no era posible la conservación del orden público.  Espanto causa el dar una ojeada por la Europa después de haber aparecido  el Protestantismo. ¡Qué disolución tan asombrosa! ¡Qué extravío de  ideas! ¡Qué relajación de costumbres! ¡Qué muchedumbre de sectas!  ¡Cuánto encono en los ánimos! Cuánto encarnizamiento y ferocidad!  Disputas acaloradas, contiendas interminables, acusaciones,  recriminaciones sin fin, disturbios, revueltas, guerras intestinas,  guerras extranjeras, batallas sangrientas, suplicios atroces; he aquí el  cuadro que presentaba la Europa; he aquí los efectos de la manzana de  discordia arrojada en medio de pueblos hermanos.  ¿Y qué había de resultar de esa confusión, de ese retroceso en que  parecía la sociedad encaminarse de nuevo a los medios de violencia, y a  sustituir el hecho al derecho?  Lo que había de resultar era lo que resultó: que el instinto de  conservación, más fuerte que las pasiones y delirios de los hombres,  había de prevalecer, y había de sugerir a la Europa el único medio que  tenía de salvarse, y era que el poder real, que a la sazón había  adquirido mucho auge y poderío, acabase de llegar a la cumbre; que allí  se aislase, se separase enteramente del pueblo, impusiese silencio a las  pasiones; lográndose con la fuerza de una institución muy poderosa, lo  que hubiera podido obtenerse con la acertada dirección de las ideas,  neutralizándose con la robustez del cetro el impulso de destrucción que  había sufrido la sociedad.  Esto si bien se mira está representado por lo acontecido en 1680 en  Suecia, cuando se sometió enteramente a la libre voluntad de Carlos XI;  en 1669 en Dinamarca, cuando la nación, fatigada de anarquía, suplicó al  rey Federico III que se dignase declarar la monarquía hereditaria y  absoluta, como en efecto lo hizo; en 1747 en Holanda, con la creación  del Stathouder hereditario; y si queremos ejemplares más violentos,  podemos recordar el despotismo de Cromwell en Inglaterra en pos de  tantas revoluciones, y el de Napoleón en Francia después de la  república.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXIV  Lucha de los tres elementos: Monarquía, Aristocracia y Democracia.  Causas de que prevaleciese la monarquía. Malos efectos de haber  debilitado la influencia política del clero. Ventajas que ésta podía  traer a las instituciones populares. Relaciones del clero con todos los  poderes y todas las clases.  CUANDO estaban encarados a manera de rivales en liza los tres elementos  de gobierno, la monarquía, la aristocracia y la democracia, el medio más  a propósito para que prevaleciese la primera con exclusión de las  demás, era arrojar a una de éstas en el camino de las demasías y  excesos. Entonces se creaba una necesidad imprescindible de que un  centro de acción, único, fuerte, libre de toda traba, pusiera coto a los  desmanes, y asegurase el orden público.  Cabalmente el elemento popular se hallaba entonces en una posición, bien  que llena de esperanzas, nada escasa empero de peligros; para conservar  la influencia adquirida y granjearse mayor ascendiente y poderío, era  menester que anduviera con mucha circunspección y miramiento. El poder  real era ya a la sazón muy fuerte; y como una parte de su fuerza la  había alcanzado poniéndose de parte del pueblo en las luchas y  contiendas que éste tenía con los señores, el poder del monarca se  presentaba como el protector nato de los intereses populares. Esto  entrañaba mucha verdad; mas no dejaba de abrir espaciosa puerta para que  los reyes pudieran ensanchar ilimitadamente sus facultades a expensas  de los fueros y libertades de los pueblos.  Un germen de división existía entre la aristocracia y los comunes, lo  que prestaba ocasión a los reyes de escatimar y cercenar a los señores  sus derechos y poder, pudiendo estar seguros de que toda medida que a  este fin se encaminara, hallaría buena acogida en la multitud. Pero, en  cambio, también podía estar seguro el monarca de que no sería mal mirado  por los señores todo acto dirigido a doblegar la cerviz de ese pueblo,  que tan erguida empezaba a levantarla cuando se trataba de resistir a  los aristócratas feudales; y en tal caso, si el pueblo se propasaba a  demasías y desmanes, si se veían prohijadas por él máximas y doctrinas  subversivas del orden público, nadie había de poner obstáculo a que le  enfrenase el monarca por todos los medios posibles.  589 Siendo los grandes quienes tenían fuerza para hacerlo, se hubieran  abstenido de realizarlo; ya para que no se desencadenase enteramente  contra ellos mismos, y no les arrebatase con las prerrogativas y honores  hasta las propiedades y la vida; ya también porque siendo su rival el  pueblo de muchos siglos antes, y enconada esta rivalidad por tantos y  tan porfiados combates, era regular que mirasen con secreta complacencia  la humillación de aquél que acaba de humillarlos; y que ayudaran a esto  con todas sus fuerzas, dado que la mala dirección que comenzaba a tomar  el movimiento popular les ofrecía ocasión de satisfacer su venganza,  cubriéndola con el velo de la utilidad pública.  Contaba a la sazón el pueblo con algunos medios de defensa; pero si  llegaba a quedarse aislado, y en oposición con el trono, eran esos  medios sobrado débiles para que pudiera prometerse la victoria.  El saber no era ya un patrimonio exclusivo de ninguna clase  privilegiada; pero es menester confesar que no había transcurrido el  tiempo necesario para difundirse los conocimientos hasta el punto de que  pudiera formarse una opinión pública bastante poderosa para influir  directamente sobre los negocios de gobierno. La imprenta, si bien ya  comenzaba a dar sus frutos, no se había desarrollado de manera que las  ideas adquirieran aquel grado de movilidad y rapidez que han alcanzado  en tiempos posteriores; a pesar de los esfuerzos que se hacían por todas  partes en pro de la difusión de los conocimientos, basta tener alguna  noticia de la naturaleza y carácter de éstos en aquella época, para  quedar convencido de que no eran a propósito, ni en su fondo ni en su  forma, para que participasen mucho de ellos las clases populares.  Con el desarrollo de las artes y comercio se formaba a la verdad un  nuevo género de riqueza, que por precisión debía ser el patrimonio del  pueblo; pero estaban aún en su infancia, y no habían alcanzado aquella  extensión y arraigo a que han llegado después, hasta enlazarse  íntimamente con todos los ramos de la sociedad. A excepción de uno que  otro país muy reducido, el nombre de comerciante y artesano no tenía el  prestigio suficiente, para que con este solo título se pudiera ejercer  mucha influencia.  Atendido el curso de las cosas, y la altura a que se había levantado el  poder real sobre las ruinas del feudalismo, antes de que el elemento  democrático pudiera hacerse respetar lo bastante, el solo medio que se  ofrecía para poner límites a la potestad de los monarcas era la unión de  la aristocracia con el pueblo.  590 No era fácil semejante empresa, cuando hemos visto que mediaban  entre ellos enconadas rivalidades; y éstas eran inevitables hasta cierto  punto, pues que tenían su origen en la oposición de los respectivos  intereses. Pero es menester recordar que la nobleza no era la única  aristocracia, pues existía otra, todavía más fuerte y poderosa que ella:  el clero.  Tenía a la sazón esta clase todo aquel ascendiente e influencia que dan  los medios morales unidos con los materiales; pues además del carácter  religioso que la hacía respetable y venerada a los ojos de los pueblos,  poseía al propio tiempo abundantes riquezas, con las cuales al paso que  le era fácil granjearse de mil maneras la gratitud, y asegurarse  influencia, podía también hacerse temer de los grandes y respetar de los  monarcas.  Y he aquí un yerro capital del Protestantismo: quebrantar entonces el  poder del clero era apresurar la completa victoria de la monarquía  absoluta, era dejar al pueblo sin apoyo, al monarca sin freno, a la  aristocracia sin trabazón, sin principio de vida: era impedir que  pudieran combinarse sazonadamente los tres elementos monárquico,  aristocrático y democrático, para formar el gobierno templado, a que  parecían dirigirse casi todas las naciones de Europa.  Ya se ha visto que no convenía entonces dejar al pueblo aislado, porque  su existencia política era todavía muy débil y precaria; y es no menos  claro que si la nobleza había de quedar como un medio de gobierno,  tampoco era conveniente dejarla sola; pues que no entrañando esta clase  otro principio vital que el que le daban sus títulos y privilegios, no  podía sostenerse contra los ataques que el poder real le dirigiría de  continuo. Mal de su grado le era preciso plegarse a la voluntad del  monarca, abandonando los inaccesibles castillos para trasladarse a  representar el papel de cortesana en los lujosos salones de los reyes.  El Protestantismo quebrantó el poder del clero no sólo en los países en  que llegó a establecer sus errores, sino también en los demás; porque  allí donde él no pudo introducirse, se difundieron un tanto sus ideas en  la parte que no estaba en abierta oposición con la fe católica. Desde  entonces el poder del clero quedó sin uno de sus principales apoyos,  cual era la influencia política del Papa; pues no sólo los reyes  cobraron mayor osadía contra las pretensiones de la Sede apostólica,  sino también los mismos papas para no dar ningún pretexto ni ocasión a  las declamaciones de los protestantes, debieron andar con mucha  circunspección en lo perteneciente a negocios temporales.  591 Todo esto se ha mirado como un progreso de la civilización europea,  como un paso hacia la libertad; sin embargo el rápido bosquejo que acabo  de presentar con respecto a la política, manifiesta claramente que  lejos de seguirse el camino más acertado para desenvolver las formas  representativas, se anduvo por el sendero que conducía al gobierno  absoluto.  El Protestantismo como interesado en quebrantar de todos modos el poder  del papa, ensalzó el de los reyes hasta en las cosas espirituales; y  concentrando de esta manera en sus manos el temporal y espiritual, dejó  al real sin ningún linaje de contrapeso. Así, quitando la esperanza de  alcanzar libertad por medios suaves, arrojó a los pueblos al uso de la  fuerza, y abrió el cráter de las revoluciones que tantas lágrimas han  costado a la Europa moderna.  Si las formas de libertad política habían de arraigarse y  perfeccionarse, era necesario que no salieran prematuramente de la  atmósfera en que habían nacido: y toda vez que en esa atmósfera había el  elemento monárquico, el aristocrático y el democrático, todos  fecundizados y dirigidos por la religión católica, toda vez que bajo la  influencia de la misma empezaban a combinarse suavemente, era menester  no separar la política de la religión; y lejos de mirar al clero como si  fuera un elemento dañino, importaba considerarle como un mediador entre  todas las clases y poderes, que templara el calor de las luchas,  pusiera coto a las demasías, y no permitiera el prevalecimiento  exclusivo ni del monarca, ni de los grandes, ni del pueblo.  Siempre que se trata de combinar poderes e intereses muy diferentes, es  necesario un mediador, es necesario que intervenga algo que impida los  choques violentos; si este mediador no existe por la naturaleza de las  cosas, es preciso crearle con la ley. Por lo cual, sube muy de punto la  evidencia del daño que hizo a la Europa el Protestantismo, pues fué su  primer paso aislar completamente al poder temporal, ponerle o en  rivalidad o en hostilidad con el espiritual, y dejar al monarca frente a  frente con el pueblo solo.  La aristocracia lega perdió desde luego su influencia política, porque  le faltó la fuerza y trabazón que sacaba de estar mezclada con la  aristocracia eclesiástica; y reducidos los nobles a la esfera de  cortesanos, se encontró sin contrapeso el poder del rey.  Ya lo he dicho, y lo repito aquí: muy útil fué para la conservación del  orden público, y por tanto muy conducente para el desarrollo de la  civilización, el que se robusteciese el poder real, aun cuando fuera a  expensas de los derechos y libertades de los señores y de los comunes;  pero ya que mientras se confiesa esta verdad, no se escasean los  lamentos por el exceso que tomó ese poder, es necesario considerar que  una de las causas que más contribuyeron a ello, fue el sacar al clero  del juego de la máquina política.  592  A principios del siglo XVI ya no estaba la cuestión en si habían de  conservarse esa muchedumbre de castillos desde donde un orgulloso barón  dictaba la ley a sus vasallos, y se creía con facultades para  desobedecer las disposiciones del monarca; ni tampoco en si habían de  conservarse ese hormiguero de libertades comunales, que no tenían  ninguna trabazón entre sí, que estaban en oposición con las pretensiones  de los grandes, que embarazaban la acción del soberano, e impedían la  formación de un gobierno central, que asegurando el orden y protegiendo  todos los intereses legítimos, diera impulso al movimiento de  civilización que con tanta viveza había comenzado.  No estaba en esto la cuestión, porque los castillos iban allanándose a  toda prisa, los señores iban descendiendo de sus fortalezas para  mostrarse más humanos con el pueblo, ceder a sus exigencias e inclinar  con respeto la frente ante el poder del monarca; y los comunes  precisados a entrar en la amalgama que se iba haciendo de tantas  pequeñas repúblicas para formar grandes monarquías, se veían forzados a  sufrir que se escatimase y cercenasen sus fueros y libertades en la  parte que se oponía a la centralización general.  La cuestión estaba en si había algún medio de que alcanzando los pueblos  los beneficios que había de traerles la centralización y  engrandecimiento del poder, era dable al propio tiempo señalar a éste  límites legales; de manera que sin embarazar ni debilitar su acción,  ejerciesen los pueblos una razonable influencia en el curso de los  negocios; y sobre todo, si podrían conservar el derecho que tenían ya  adquirido de vigilar la inversión de los caudales públicos.  Es decir, que se trataba de evitar las escenas sangrientas de las  revoluciones, y los abusos y desmanes de los privados.  Para que los pueblos pudieran por sí solos conservar esta influencia,  era necesario que contaran con un recurso indispensable para tales  casos, recurso de que en general estaban muy faltos: la inteligencia en  los negocios públicos.  No es esto decir que entre los comunes no hubiera cierta clase de  conocimientos, pero es menester no olvidar que la palabra público acaba  de levantarse a una altura muy superior, porque no limitándose su  significado a una municipalidad, ni a una provincia, a causa de la  centralización que en general iba prevaleciendo, se extendía a todo un  reino, y aun éste no aislado, sino en relación con todos los demás  pueblos.  Desde entonces empezaba ya la civilización europea a presentar ese  carácter de generalidad que la distingue; desde entonces, para formar  verdadero concepto de un negocio en un reino, era menester elevar y  extender la vista, dar una mirada a la Europa entera, y tal vez al  mundo.  593 Ya se ve que los hombres capaces de tanta elevación de miras no  debían de ser muy comunes; y además era natural que atraído lo más  ilustre de la sociedad por el brillo que rodeaba el trono de los reyes,  se formase allí un foco de inteligencia que podía pretender exclusivos  derechos al gobierno. Si con este centro de acción y de inteligencia  encaráis al pueblo solo, todavía débil, todavía ignorante, ¿qué  sucederá?  Bien fácil es conocerlo; pues jamás prevalecieron la debilidad y la  ignorancia sobre la fuerza y la inteligencia. ¿Y qué medios había para  atajar este inconveniente? Conservar la religión católica en toda  Europa; conservar de esta manera el influjo del clero; porque nadie  ignora que éste se hallaba todavía con el cetro del saber.  Cuando se ha ensalzado el Protestantismo por haber debilitado la  influencia política del clero católico, no se ha reflexionado bastante  sobre la naturaleza de ella. Difícil fuera encontrar una clase que  tuviera afinidades con los tres elementos de poder, intereses comunes  con todos ellos, sin estar exclusivamente ligada con ninguno.  La monarquía nada tenía que temer del clero; pues que los ministros de  una religión que mira al poder como bajado del cielo, mal podían  declararse enemigos del real, que, como hemos visto, era la cabeza de  todos los demás. La aristocracia tampoco tenía que recelar del clero,  mientras se limitase a un círculo razonable. Al alegar sus títulos de  propiedad con respecto a sus riquezas, y sus derechos a cierta  consideración y preferencia, no se viera contrariada por una clase que  por sus principios e intereses no podía ser enemiga de cuanto estuviera  encerrado en el ámbito de la razón, de la justicia y de las leyes.  La democracia, y entiendo ahora por esta palabra la generalidad del  pueblo, había encontrado a la época de su mayor abatimiento el más firme  apoyo, el más generoso amparo en la Iglesia: y ella, que tanto había  trabajado por emanciparle de la antigua esclavitud, por aligerarle las  cadenas feudales, ¿cómo podía ser enemiga de una clase a quien miraba  como a su hechura?  Si el pueblo había mejorado su estado civil, lo debía al clero; si había  alcanzado influencia política, lo debía a la mejora de su situación, y  esta mejora era debida al clero; y si a su vez el clero tenía en alguna  parte seguro apoyo, había de ser en esta misma clase popular, que estaba  con él en continuo contacto, y que de él recibía todas sus  inspiraciones y enseñanza.  Además, la Iglesia tomaba indistintamente sus individuos de en medio de  todas las clases, sin que exigiera para elevar a un hombre al sagrado  ministerio, ni títulos de nobleza, ni riquezas; y esto solo era bastante  para que el clero tuviese con las inferiores relaciones muy íntimas, y  que no pudieran éstas mirarle con aversión ni desvío.  594 Échase pues de ver que el clero, ligado con todas las clases, era un  elemento excelente para impedir el prevalecimiento exclusivo por parte  de ninguna de ellas, y muy a propósito para que se mantuvieran todos los  elementos en cierta fermentación suave y fecunda, que andando el tiempo  produjese una combinación natural y sazonada.  No es esto decir que hubiesen faltado desavenencias, contiendas, quizás  luchas; cosas todas inevitables mientras los hombres no dejen de ser  hombres; pero ¿quién no ve que entonces fuera imposible el espantoso  derramamiento de sangre que se hizo en las guerras de Alemania, en la  revolución de Inglaterra, y en la de Francia?  Se me dirá, quizás, que el espíritu de la civilización europea se  encaminaba por necesidad a disminuir la excesiva desigualdad de clases;  yo lo confieso; y aún añadiré que esa tendencia era muy conforme a los  principios y máximas de la religión cristiana, que recuerda de continuo a  los hombres su igualdad ante Dios, que todos tienen un mismo origen y  destino, que nada son las riquezas y los honores, que lo único que hay  de sólido sobre la tierra, lo único que nos hace agradables a los ojos  de Dios es la virtud. Pero reformar no es destruir; para remediar el  mal, no se debe matar a quien lo padece.  Se ha preferido derribar de un golpe lo que se podía corregir por medios  legales; falseada la civilización europea con las funestas innovaciones  del siglo XVl, desconocida la legítima autoridad hasta en las materias  que le eran más propias, se han sustituido a su acción benéfica y suave  los desastrosos recursos de la violencia.  Tres siglos de calamidades han amaestrado un tanto a las naciones,  manifestándoles cuán peligroso es, aun para el buen éxito de las  empresas, el encomendarlas a los duros azares del empleo de la fuerza;  pero es probable que si el Protestantismo no hubiese aparecido como  manzana de discordia, todas las grandes cuestiones sociales y políticas  estarían mucho más próximas a una resolución acertada y pacífica, si es  que no hubiesen sido resuelta mucho tiempo antes .  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXV  Cotejo de las doctrinas políticas de la escuela del siglo XVII con las  de los modernos publicistas y con las dominantes en Europa antes de la  aparición del Protestantismo. Éste impidió la homogeneidad de la  civilización europea. Pruebas históricas.  LA CIENCIA política más moderna se lisonjea de sus grandes adelantos en  materia de gobiernos representativos; y nos dice de continuo que la  escuela donde habían recibido sus lecciones los diputados de la Asamblea  constituyente nada entendía de achaque de constituciones políticas. Y  bien, comparando las doctrinas de la escuela dominante con las de su  predecesora, ¿cuál es la diferencia que las distingue? ¿En qué puntos  están discordes? ¿Dónde está el ponderado adelanto?  La del siglo XVIII había dicho: “El rey es naturalmente el enemigo del  pueblo; su poder es necesario o destruirle enteramente, o al menos  cercenarle y limitarle de tal manera que se presente en la cinta del  edificio social con las manos atadas, y sólo con facultad de aprobar lo  que sea del agrado de los representantes del pueblo”.  ¿Y qué dice la escuela moderna, ella que se precia de más adelantada,  que se aplaude de no haber despreciado las lecciones de la experiencia,  que se gloría de haber dado en el blanco señalado por la razón y el buen  sentido?  “La monarquía, dice, es una verdadera necesidad para las grandes  naciones europeas; sea lo que fuere de los ensayos hechos en América,  éstos han de sufrir todavía la prueba del tiempo; y además, habiéndose  verificado en circunstancias muy diferentes de las nuestras, nunca  pueden ser imitadas por nosotros.  El rey no ha de ser mirado como enemigo del pueblo, sino como su padre; y  lejos de exponerle a la vista pública con las manos atadas, es  necesario presentarle rodeado de poder, de grandor y hasta de majestad y  de pompa; porque de otro modo no será posible que el trono llene las  altas funciones que le están encomendadas.  El rey ha de ser inviolable, y esta inviolabilidad es menester que no  sea de puro nombre, sino verdadera y efectiva, sin que pueda ser atacada  jamás bajo ningún pretexto. Es necesario que el monarca esté colocado  en una esfera superior al torbellino de las pasiones y partidos; cual  una divinidad tutelar, que enteramente ajena a toda mira mezquina, a  toda pasión baja, sea como el representante de la razón y de la  justicia”.  596 “Insensatos, han dicho sus adversarios, ¿no veis que para tener un  rey como le queréis vosotros, más valiera no tener ninguno?, ¿no veis  que el monarca entre vosotros será siempre el enemigo nato de la  constitución, pues que ella le sale siempre al paso por todas partes,  embarazándole, coartándole, humillándole?”  Cotejemos ahora esos adelantos científicos con las doctrinas dominantes  en Europa mucho antes de la aparición del Protestantismo; y resultará  demostrado que todo cuanto ellas entrañan de razonable, de justo, de  útil, era ya sabido, común en Europa, antes que obrasen sobre ella otras  influencias que las de la Iglesia católica.  Es necesario un rey, dice la escuela moderna; y merced a la influencia  de la religión católica, todas las grandes naciones de Europa tenían un  rey: el rey ha de ser mirado no como enemigo, sino como padre del  pueblo, y padre del pueblo se le apellidaba ya; el poder del rey ha de  ser grande: y ese poder era grande también; el rey ha de ser inviolable,  su persona ha de ser sagrada; y su persona era sagrada; y esta  prerrogativa se la aseguraba de muy antiguo la Iglesia con una ceremonia  solemne, augusta, la consagración.  “El pueblo es soberano, decía la escuela del siglo pasado; la ley es la  expresión de la voluntad general; los representantes del pueblo son,  pues, los únicos que tienen la facultad legislativa; el monarca no puede  contrariar esa voluntad: las leyes se sujetarán a su sanción por mera  fórmula; si se negase a darla, sufrirán a lo más un nuevo examen; pero  si la voluntad de los representantes del pueblo continuare la misma, se  la elevará a la esfera de ley; y el monarca, que negándole su sanción  había manifestado que la reputaba nociva al bien público, quedará  obligado a mandarla ejecutar, con mengua de su dignidad e  independencia”.  ¿Y qué dice a esto la escuela moderna?  “La soberanía del pueblo, o nada significa, o tiene un sentido muy  peligroso; la ley no ha de ser la expresión de la voluntad, sino de la  razón; la mera voluntad no basta para hacer leyes; son necesarias la  razón, la justicia, la conveniencia pública”; y todas esas ideas eran  comunes ya mucho antes del siglo XVI, no sólo entre los sabios, sino  también entre la gente más sencilla e ignorante.  Un doctor del siglo XIII lo había expresado con su acostumbrado y  admirable laconismo: ordenación de la razón, dirigida al bien común. “Si  queréis, continúa la escuela moderna, si queréis que el poder real sea  una verdad, es necesario señalarle el primer lugar entre los poderes  legislativos, es necesario el veto absoluto; y en las antiguas Cortes,  en los antiguos Estados y parlamentos, tenía el rey ese primer puesto  entre los poderes legislativos, y nada se hacía contra su voluntad:  poseía el veto absoluto”.  597 “Fuera toda clase, dicen los de la Asamblea constituyente, fuera,  toda distinción: el rey encarado directa, e inmediatamente, con el  pueblo; lo demás es un atentado contra los derechos imprescriptibles”.  “Sois unos temerarios, dice la escuela moderna, si no hay distinciones,  es menester crearlas; si en la sociedad no hay clases quede suyo puedan  formar un segundo cuerpo legislativo, un mediador entre el rey y el  pueblo, será menester fingir esas clases, será necesario crear por la  ley lo que no se halle en la sociedad; si no hay realidad, ha de haber  ficción”.  Y esas clases existían en la sociedad antigua, y tomaban parte en los  negocios públicos, y estaban organizadas en brazos, y formaban altos  cuerpos colegisladores.  Y pregunto yo ahora: ¿de semejante cotejo no resulta más, claro que la  luz del día, que lo que actualmente se apellida adelanto en: materias de  gobierno, es en el fondo un verdadero retroceso hacia lo que se hallaba  enseñado y practicado por todas partes antes del Protestantismo, bajo  la influencia de la religión católica?  Por cierto que con respecto a los hombres dotados de mediana comprensión  en materias sociales y políticas, podré dispensarme de insistir sobre  las diferencias que necesariamente deben mediar entre una y otra época.  Reconozco que el mismo curso de las cosas hubiera traído modificaciones  de importancia; siendo preciso acomodar las instituciones políticas a  las nuevas necesidades que se habían de satisfacer. Pero sostengo, sí  que en cuanto lo consentían las circunstancias, la civilización europea  marchaba por el buen camino hacia un mejor porvenir, que ella entrañaba  en su seno los medios que había menester para reformar sin trastornar.  Más para esto convenía que los acontecimientos se desenvolvieran con  espontaneidad, sin violencia de ningún género; convenía no olvidar que  la acción del hombre por sí sola vale muy poco; que los ensayos  repentinos son peligrosos; que las grandes producciones sociales se  asemejan a las de la naturaleza; unas y otras necesitan un elemento  indispensable: el tiempo.  Un hecho hay sobre el cual me parece que no se ha fijado la atención,  sin embargo de que en él viene encerrada la explicación de extraños  fenómenos que se han presenciado durante los tres últimos siglos. El  hecho es que el Protestantismo ha impedido que la civilización moderna  fuera homogénea; contrariándose una muy fuerte tendencia que conduce a  esta homogeneidad a todas las naciones ele Europa. No cabe duda que la  civilización de los pueblos recibe su naturaleza y caracteres de los  principios que le han comunicado el movimiento y la vida; y siendo estos  principios los mismos a poca diferencia para todas las naciones de  Europa, debían éstas parecerse mucho unas a otras.  598 La historia se halla en esta parte de acuerdo con la filosofía; y  así es que mientras las naciones europeas no tuvieron inoculado ningún  germen de división, se las veía desarrollar sus instituciones civiles y  políticas con una semejanza muy notable. Es cierto que se observaban  entre ellas aquellas diferencias que eran el resultado inevitable de la  diversidad de circunstancias; pero se conoce que llevaban camino de  asemejarse más y más, tendiendo a formar de la Europa un todo, de que  nosotros, acostumbrados como estamos a la división, no podemos formarnos  completa idea.  Esta homogeneidad hubiera llegado a su colmo por medio de la rapidez de  la comunicación intelectual y material, que se estableció con el aumento  y prosperidad de las artes y comercio, y sobre todo con la imprenta;  pues que el flujo y reflujo de las ideas hubiera allanado a toda prisa  las desigualdades que separaban a limas naciones de otras.  Pero desgraciadamente nació el Protestantismo, y separó a los pueblos  europeos en dos grandes familias que se profesaron desde su división un  odio mortal; odio que produjera encarnizadas guerras en que se vertieron  torrentes de sangre. Peor que estas catástrofes fue todavía el germen  de cisma civil, político y literario que dimanó de la falta de unidad  religiosa.  Las instituciones civiles y políticas, y todos los ramos de  conocimientos hayan nacido y prosperado en Europa bajo el influjo de la  religión; el cisma fue religioso, afectó la raíz misma, y por necesidad  se extendió a todos los ramos. Esta fue la causa de que se levantaran  entre unas y otras naciones esos muros de bronce que las tenían  separabas, de que se esparciese por todas partes el espíritu de sospecha  y desconfianza, de que lo que antes se hubiera juzgado como inocente o  de poca monta, se reputase después como altamente peligroso.  Bien se deja entender el malestar, la inquietud, la agitación, que  combinaciones tan funestas debían traer; y la historia de las  calamidades que afligieron a Europa en los tres últimos siglos puede  decirse que está encerrada en ese germen maligno. Las guerras de los  anabaptistas, la del imperio, la de los treinta años, a quien las debe  la Alemania? Las de los hugonotes, las escenas sangrientas de la Liga, a  quien las debe In Francia?  Lo quien debe esa causa profunda de división, ese semillero de  discordia, que empezó en los hugonotes, continuo en el jansenismo,  prosiguió con la filosofía y terminó en la Convención?  La Inglaterra, si no abrigara en su seno ese hormiguero de sectas que  nacieron en ellas con el Protestantismo, hubiera tenido que sufrir los  desastres de una revolución prolongada por tantos años? Si Enrique VIII  no se hubiese separado de la Iglesia católica, no habría pasado la Gran  Bretaña los dos tercios del siglo XVI en medio de las persecuciones  religiosas mas atroces, y del despotismo mas brutal, ni se hubiera visto  anegada en la mayor parte del siglo XVII en raudales de sangre vertida  por el fanatismo de las sectas.  599 Sin el Protestantismo, habría llegado al fatal estado en que se  halla la cuestión irlandesa, dejando apenas medio entre un  desmembramiento del imperio y una revolución espantosa?  Pueblos hermanos no hubieran encontrado medio de entenderse  amistosamente, si durante los tres últimos siglos no los separaran las  discordias religiosas con un lago de sangre?  Estas ligas ofensivas y defensivas entre naciones y naciones, que  dividían la Europa en dos partes no menos enemigas que cristianos y  musulmanes, esos odios tradicionales entre el norte y el mediodía, esa  profunda separación entre la Alemania protestante y la católica, entre  España e Inglaterra, y entre esta y Francia, debieron de contribuir  sobremanera a que se retardase la comunicación entre los pueblos  europeos, y a que sólo se lograse con el desarrollo de los medios  materiales, lo que se habría obtenido mucho antes con el auxilio de los  morales.  El vapor se encamina a convertir la Europa en una gran ciudad; quien  tiene la culpa de que se hayan odiado durante tres siglos, hombres que  habían de hallarse un día bajo un mismo techo?  El estrecharse mucho antes los corazones no hubiera anticipado el  momento feliz en que pudieran estrecharse las manos?  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXVI  El Catolicismo y la política en España. Se fija el estado de la  cuestión. Cinco causas que produjeron la ruina de las instituciones  populares en España. Diferencia entre la libertad antigua y la moderna.  Las comunidades de Castilla. Política de los reyes. Fernando el Católico  y Cisneros. Carlos V. Felipe II.  INCOMPLETA dejaría la aclaración de esta materia, si no soltase la  dificultad siguiente: “En España dominó exclusivamente el Catolicismo, y  a su lado prevaleció la monarquía absoluta, lo que indica que las  doctrinas católicas son enemigas de la libertad política”.  La mayor parte de los hombres no entra en profundo examen sobre la  verdadera naturaleza de las cosas, ni sobre el valor de las palabras; en  pudiéndose presentarles alguna cosa de bulto, y que hiere fuertemente  su imaginación, aceptan los hechos tales como se los ofrecen a primera  vista, y confunden sin reparo la causalidad con la coincidencia. No  puede negarse que el predominio de la religión católica coincidió en  España con el prevalecimiento de la monarquía absoluta; pero la  dificultad está en si fué la religión la verdadera causa de dicho  prevalecimiento; si fué ella quien echó por el suelo las antiguas  Cortes, asentando sobre las instituciones populares el trono de los  monarcas absolutos.  Antes de colocarnos en el terreno donde ha de agitarse la presente  cuestión, es decir, antes de descender al examen de las causas  particulares que destruyeron la influencia de la nación en los negocios  públicos, será bien recordar que en Dinamarca, en Suecia, en Alemania,  se estableció y arraigó el absolutismo al lado del Protestantismo; lo  que basta para manifestar que se puede fiar muy poco del argumento de  las coincidencias, pues que militando la misma razón en un caso que  otro, tendríamos también probado que el Protestantismo conduce a la  monarquía absoluta.  Y aquí advertiré, que cuando en los capítulos anteriores me propuse  manifestar que la falsa Reforma contribuyó a matar la libertad política,  si bien llamé la atención sobre las coincidencias, no me fundé  únicamente en ellas, sino en que el Protestantismo, sembrando doctrinas  disolventes, había hecho necesario un poder más fuerte; y destruyendo la  influencia política del clero y del Papa había trastornado el  equilibrio de las clases, dejado al trono sin contrapeso, y aumentado  además sus facultades, otorgándole la supremacía eclesiástica en los  países protestantes, y exagerando sus prerrogativas en los católicos.  Pero dejemos esas consideraciones generales, y fijemos la vista sobre  España. Esta nación tiene la desgracia de ser una de las menos  conocidas; pues que ni se hace un verdadero estudio de su historia, ni  se observa cual debe su situación presente. Sus agitaciones, sus  revueltas, sus guerras civiles, están diciendo en alta voz que no se  acierta en el verdadero sistema de gobierno; lo que indica bien a las  claras que se tiene poco conocida la nación que se ha de gobernar. Con  respecto a su historia, aun es mayor, si cabe, el desvarío; porque como  los sucesos se han alejado ya mucho de nosotros, y si influyen sobre lo  presente es de un modo secreto y no muy fácil de ser conocido,  satisfechos los observadores con una mirada superficial sueltan la  rienda al curso de sus opiniones, y quedan éstas sustituidas a la  realidad de los hechos.  Casi todos los autores que tratan de las causas por que se perdió en  España la libertad política, fijan principal o exclusivamente sus ojos  sobre Castilla, y atribuyen a la sagacidad de los monarcas mucho más de  lo que les señala el curso de los sucesos.  La guerra de las comunidades suele tomarse como punto de vista; al decir  de ciertos escritores, parece que sin la derrota de Villalar hubiera  medrado indefectiblemente la libertad española. Ni negaré que la guerra  de las comunidades sea un excelente punto de vista para estudiar esta  materia, ni que en los campos de Villalar se hiciera en algún modo el  desenlace del drama, ni que Castilla deba mirarse como el centro ele los  acontecimientos, ni que los monarcas españoles empleasen mucha  sagacidad en llevar a cabo su empresa; creo, sin embargo, que no es  justo dar a ninguna de esas consideraciones una preferencia exclusiva; y  además me parece también que por lo común no se atina en el verdadero  punto de la dificultad, que se toman a veces los efectos por las causas,  y lo accesorio por lo principal.  A mi juicio, las causas de la ruina de las instituciones libres fueron  las siguientes:  1°, el desarrollo prematuro y excesivamente lato de esas mismas  instituciones;  2° el haberse formado la nación española de miembros tan heterogéneos, y  que tenían todos instituciones muy populares;  3° el haberse asentado el centro del mando en medio de las provincias  donde eran menos amplias dichas formas, y más dominante el poder de los  reyes;  4° la excesiva abundancia de riquezas, de poderío y de gloria, de que se  vió rodeado el pueblo español, y que le adormecieron en brazos de su  dicha;  5° la posición militar y conquistadora en que se encontraron los  monarcas españoles; posición que cabalmente se halló en todo su auge y  esplendor, en los tiempos críticos en que debía decidirse la contienda  602 Examinaré rápidamente” estas causas, ya que la naturaleza de la obra  no me permite hacerlo con la extensión que reclaman la gravedad e  importancia del asunto. El lector me dispensará esta excursión política,  recordando el estrecho enlace que con la presente materia tiene la  cuestión religiosa.  Es un hecho fuera de duda que la España fué entre las naciones  monárquicas la que llevó la delantera en punto a formas populares. El  desarrollo fué prematuro y excesivo, y esto contribuyó a arruinarlas; de  la propia suerte que enferma y muere temprano el niño, que en edad  demasiado tierna llega a estatura muy alta, o manifiesta inteligencia  sobrado precoz.  Ese vivo espíritu de libertad, esa muchedumbre de fueros y privilegios,  esas trabas que embargan el movimiento del poder privándole de ejercer  su acción con rapidez y energía, ese gran desarrollo del elemento  popular de suyo inquieto y turbulento, al lado de las riquezas, poderío y  orgullo de la aristocracia, debían engendrar naturalmente muchos  disturbios; pues no era posible que funcionaran tranquilamente con  acción simultánea, tantos, tan varios y tan opuestos elementos, que  además no habían tenido aún el tiempo suficiente para combinarse cual  debieran, a fin de vivir en pacífica comunión y armonía.  El orden es la primera necesidad de las sociedades; a ellas deben  doblegarse las ideas, las costumbres y las leyes; y así es que viéndose  que existe algún germen de desorden continuo, por más arraigo que tenga  ese germen, se puede asegurar que o será extirpado, o al menos  amortiguado, hasta que no ofrezca perenne riesgo a la tranquilidad  pública.  La organización municipal y política de España tenía este inconveniente;  y he aquí una necesidad imperiosa de modificarla.  Tal era a la sazón el estado de las ideas y costumbres, que no era fácil  que parase la cosa en mera modificación; porque no había entonces como  ahora ese espíritu constituyente que crea con tanta facilidad numerosas  asambleas para formar nuevos códigos fundamentales o reformar los  antiguos; ni habían tomado las ideas esa generalidad por la cual  elevándose sobre todo lo que tiene algo de circunscrito a un pueblo  particular, se encumbran hasta aquellas altas regiones desde donde se  pierden de vista todas las circunstancias locales, y no se divisa más  que hombre, sociedad, nación, gobierno.  Entonces no era así; una carta de libertad concedida por un rey a alguna  ciudad o villa; alguna franquicia arrancada a un señor por sus vasallos  armados; algún privilegio obtenido por una acción ilustre en las  guerras, ora propia, ora de los ascendientes.  603 Una concesión hecha en Cortes por el monarca en el acto del  otorgamiento de alguna contribución, o como la llamaban, servicio; una  ley, una costumbre cuya antigüedad se ocultaba en la oscuridad de los  tiempos, y se confundía con la cuna de la monarquía; éstos y otros  semejantes eran los títulos en que estribaba la libertad de la nobleza y  del pueblo, títulos de que se mostraban ufanos, y de cuya conservación e  integridad eran celosísimos y acérrimos defensores.  La libertad de ahora tiene algo de más vago, y a veces de menos positivo  a causa de la misma generalidad y elevación a que se han remontado las  ideas; pero en cambio es también menos a propósito para ser destruida;  porque hablando un lenguaje entendido de todo, los pueblos, y  presentándose como una causa común a todas las naciones, excita  simpatías universales, y puede formar asociaciones mas vastas para  resguardarse contra los golpes que el poder intente descargarle.  Las palabras de libertad, de igualdad, de derechos del hombre, las de  intervención del pueblo en los negocios públicos, de responsabilidad  ministerial, de opinión pública, de libertad de imprenta, de tolerancia y  otras semejantes, entrañan ciertamente mucha variedad de sentidos,  difícil de deslindar y clasificar, cuando se trato de hacer de ellas  aplicaciones particulares; pero no dejan, sin embargo, de ofrecer al  espíritu ciertas ideas, que aunque complicadas y confusas, tienen alguna  falsa apariencia de sencillez y claridad.  Y como de otra parte presentan objetos de bulto, que deslumbran con  colores vivos y halagüeños, resulta que al pronunciarlas se los escucha  con, interés, son comprendidos de todos los pueblos, y parece que  constituyéndose en campeón de lo que por ellas viene expresado, se  elevan al alto rango de defensor de los derechos de la humanidad entera.  Pero presentaos entre los pueblos libres de los siglos XIV y XV, y os  hallaréis en situación muy diferente; tomad en manos una franquicia de  Cataluña o Castilla, y dirigíos a esos aragoneses que tan, bravos se  muestran al tratar de sus fueros; aquello no es lo suyo, ni excita su  celo ni su interés; mientras no hallen el nombre que le recuerde alguna  de sus villas o ciudades, aquel pergamino será para ellos una cosa  indiferente y extraña.  Este inconveniente que tenía su raíz en el mismo estado de las ideas, de  suyo limitada a circunstancias locales, subía de punto en España, donde  se andaban amalgamando debajo de un mismo cetro pueblos tan diferentes  en sus costumbres y en su organización municipal y política, y que  además no carecían de rivalidades y rencores.  604 En tal caso, era mucho más fácil que pudiera combatirse la libertad  de una provincia sin que las demás se creyeran ofendidas, ni temieran  por la suya. Si cuando, se levantaron en Castilla las comunidades contra  Carlos V hubiera existido esa comunicación de ideas y sentimientos,  esas vivas simpatías que a la sazón enlazan a todos los pueblos, la  derrota de Villalar habría sido una derrota y nada más; porque resonando  el grito de alarma en Aragón y Cataluña, a buen seguro que hubieran  dado mucho más que entender al inexperto y mal aconsejado monarca. Pero  no fue así: se hicieron esfuerzos aislados, y por lo mismo estériles.  El poder real, procediendo siempre sobre un mismo plan, podía ir  batiendo por partes aquellas fuerzas diseminadas, y el resultado no era  dudoso.  En 1521 perecieron en un cadalso Padilla, Bravo y Maldonado; en 1591  sufrieron igual suerte en Aragón D. Diego de Heredia, D. Juan de Luna y  el mismo justicia D. Antonio de Lanuza. y cuando en 1640 se sublevaron  los catalanes en defensa de sus fueros, a pesar de sus manifiestos por  atraerse partidarios, no encontraron quién les ayudase.  No existían entonces esas hojas sueltas que a cada mañana nos llaman la  atención hacia toda clase de cuestiones, y que nos alarman al menor  riesgo. Los pueblos apegados a sus usos y costumbres, satisfechos con  las nominales confirmaciones que de sus fueros iban haciendo cada día  los reyes, ufanos con la veneración que éstos manifestaban á las  antiguas libertades, no reparaban que tenían a su vista un adversario  sagaz que no empleaba la fuerza sino cuando era menester para un golpe  decisivo; pero que en todo caso la tenía siempre preparada para  aplastarlos con robusta mano.  Estudiando con reflexión la historia de España se observa desde luego,  que el plan de concentrar toda la acción gubernativa en manos del  monarca, excluyendo en cuanto fuera dable la influencia de la nación,  principió desde el reinado de Fernando e Isabel. Y no es extraño; porque  entonces hubo a un tiempo más necesidad y mayor facilidad de hacerlo.  Hubo más necesidad, porque partiendo la acción del gobierno de un mismo  centro, y extendiéndose a toda España, a la sazón tan varia en sus  leyes, usos y costumbres, se debía sentir más de lleno y con mayor  viveza el embarazo que oponía a la acción central, tanta diversidad de  cortes, de ayuntamientos, de códigos y privilegios; y como todo gobierno  desea que su acción sea rápida y eficaz, era natural que se apoderase  del consejo de los reyes de España el pensamiento de allanar, de  uniformar y centralizar.  605 Ya se deja entender que a un rey que se hallaba a la cabeza de  numerosos ejércitos, que disponía de soberbias flotas, que había  humillado en cien encuentros a poderosos enemigos, que se veía respetado  de las naciones extranjeras, no podía serle muy agradable el tener que  sujetarse a cada paso a celebrar Cortes, ora en Castilla, ora en Aragón,  después en Valencia, luego en Cataluña; y que le habían de repugnar  algún tanto aquellos repetidos juramentos de guardar los fueros y  libertades; aquella eterna cantinela que hacían resonar a sus oídos los  procuradores de Castilla, y los brazos de Aragón, de Valencia y de  Cataluña.  Ya se deja entender que aquello de tener que humillarse a pedir a las  Cortes algún servicio para los gastos del Estado, y en particular para  las guerras casi nunca interrumpidas, les había de caer tan poco en  gracia a los reyes, que sólo se resignarían a hacerlo, temiendo la fiera  altivez de aquellos hombres, que al paso que combatían como leones en  el campo de batalla cuando se trataba de su religión, de su patria y de  su rey, hubieran peleado intrépidos en las calles y en sus casas, si se  hubiese intentado arrebatarles los fueros y franquicias que habían  heredado de sus mayores.  Con sólo la reunión de las coronas de Aragón y Castilla, se preparó ya  de tal manera la ruina de las instituciones populares, que era poco  menos que imposible no viniesen al suelo. Desde entonces quedó el trono  en posesión demasiado elevada, para que pudieran ser barreras bastantes a  contenerle los fueros de los reinos que se habían unido.  Si quisiéramos imaginar un poder político que a la sazón fuera capaz de  hacer frente al trono, debiéramos figurarnos todas las asambleas que con  nombre de Cortes se veían de vez en cuando en varias partes del reino,  reunidas también, refundidas en una representación nacional,  aumentándose su fuerza de la propia manera que se había alimentado la de  los reyes; deberíamos imaginarnos aquella asamblea central, heredera de  sus componentes en celo por la conservación de los fueros y  privilegios, sacrificando en las aras del bien común todas las  rivalidades, y dirigiéndose a su objeto con paso firme, en masa  compacta, para que no fuera fácil abrirle ninguna brecha.  Es decir, que deberíamos figurarnos un imposible; imposible por el  estado de las ideas, imposible por el estado de las costumbres,  imposible por las rivalidades de los pueblos, imposible porque no eran  éstos capaces de comprender la cuestión bajo un aspecto tan grandioso,  imposible por la resistencia que a ello habrían opuesto los reyes, por  los embarazos y complicaciones que hubiera ofrecido la organización  municipal, social y política; en una palabra, deberíamos fingir cosas  tan imposibles de ser entonces concebidas, como ejecutadas.  606 Todas las circunstancias favorecían al engrandecimiento del poder  del monarca. No siendo ya solamente rey de Aragón o de Castilla, sino de  España, los antiguos reinos iban haciéndose muy pequeños ante la altura  y esplendor del solio; y como desde entonces ya empezaban a tomar el  puesto que después les había de caber, el de provincias. Ya el monarca  teniendo que ejercer una acción más extensa y complicada, no puede estar  en tan continuo contacto con sus vasallos; y cuando sea menester  celebrar Cortes en alguno de los reinos componentes, será preciso  aguardar mucho tiempo por hallarse ocupado en otro punto de sus  dominios.  Para castigar una sedición, para enfrenar un desmán, o reprimir una  demasía, ya no le será preciso acudir a las armas del país; con las de  Castilla podrá sojuzgar a los que se subleven en la Corona de Aragón, y  con el ejército de ésta podrá abatir a los rebeldes de Castilla. Granada  ha caído a sus pies, la Italia se humilla bajo la vencedora espada de  uno de sus generales, sus flotas conducen a Colón que ha descubierto un  nuevo mundo; volved entonces la vista hacia ese bullicio de cortes y  ayuntamientos, y desaparecerán a vuestros ojos como desaparecieron en la  realidad.  Si las costumbres de la nación hubieran sido pacíficas, si no hubiera  sido su estado ordinario el de la guerra, quizás fuera menos difícil que  se salvaran las instituciones democráticas. Dirigida exclusivamente la  atención de los pueblos hacia el régimen municipal y político, hubieran  podido conocer mejor sus verdaderos intereses; los mismos reyes no se  arrojaran tan fácilmente a todo linaje de guerra, perdiendo así el trono  parte del prestigio que le comunicaban el esplendor y el estruendo de  las armas; la administración no se hubiera resentido de aquella dureza  quebrantadora de que más o menos adolecen siempre las costumbres  militares; haciéndose de esta suerte menos difícil que se conservara  algún respeto a los antiguos fueros.  Cabalmente España era entonces la nación más belicosa del mundo. El  campo de batalla era su elemento; siete siglos de combates habían hecho  de ella un verdadero soldado; las recientes victorias sobre los moros,  las proezas de los ejércitos de Italia, los descubrimientos de Colón,  todo contribuía a engreírla, y a darle aquel espíritu caballeresco que  por tanto tiempo fue uno de sus más notables distintivos. El rey había  de ser un capitán; y podía estar seguro de cautivar el ánimo de los  españoles, mientras se hiciera ilustre con brillantes hechos de armas. Y  las armas son muy temibles para las instituciones populares; porque  habiendo vencido en el campo de batalla, acostumbran a trasladar a las  ciudades el orden, y la disciplina de los campamentos.  607 Ya desde el tiempo de Fernando e Isabel se levanta tan alto el solio  de los reyes de Castilla, que en su presencia apenas se divisan las  instituciones libres; y si después de la muerte de la reina vuelven a  aparecer sobre la escena los grandes y el pueblo, es porque con la mala  inteligencia entre Fernando el Católico y Felipe el Hermoso, había  perdido el trono su unidad, y por consiguiente su fuerza. Así es que tan  pronto como cesan aquellas circunstancias; sólo se ve figurar el trono;  y esto no sólo en los últimos días de Fernando, sino también bajo la  regencia de Cisneros.  Exasperados los castellanos con las demasías de los flamencos, y  alentados tal vez con la esperanza de la debilidad que suele llevar  consigo el reinado de un monarca muy joven, volvieron a levantar su voz.  Las reclamaciones y quejas degeneraron luego en disturbios,  convirtiéndose después en abierta insurrección. A pesar de las muchas  circunstancias que favorecían sobremanera a los comuneros, a pesar de la  irritación que debía de ser general a todas las provincias de la  monarquía, notamos sin embargo que el levantamiento, si bien es  considerable, no es tal sin embargo que presente la extensión y gravedad  de un alzamiento nacional; manteniéndose buena parte de la Península en  una verdadera neutralidad, e inclinándose otra a la causa del monarca.  Si no me engaño, esta circunstancia indica el inmenso prestigio que  había adquirido el trono, y que era mirado ya como la institución más  dominante y poderosa.  Todo el reinado de Carlos V fué lo más a propósito para llevar a cabo la  obra comenzada; pues habiéndose inaugurado bajo el auspicio de la  batalla de Villalar, continuó con no interrumpida serie de guerras, en  que los tesoros y la sangre de los españoles se derramaron por todos los  países de Europa, África y América con prodigalidad excesiva.  Ni siquiera se daba a la nación el tiempo para cuidar de sus negocios;  estaba privada casi siempre de la presencia de su rey, y convertida en  provincia de que disponía a su talante el emperador de Alemania y  dominador de Europa.  Es verdad que las Cortes de 1538 levantaron muy alto la voz, dando a  Carlos una lección severa en lugar del servicio que pedía; pero era ya  tarde, el clero y la nobleza fueron arrojados de las Cortes, y limitada  en adelante la representación de Castilla a los solos procuradores; es  decir, condenada a no ser más que un mero simulacro de lo que era antes,  y un instrumento de la voluntad de los reyes.  608 Mucho se ha dicho contra Felipe II; pero a mi juicio no hizo más que  colocarse en su lugar propio, y dejar que las cosas siguieran su curso  natural. La crisis había pasado ya, la cuestión estaba decidida; para  que la nación volviese a recobrar la influencia que había pendido, era  necesario que pasase sobre España la innovadora acción de los siglos.  Mas no debe creerse por esto, que la obra de cimentar el poder absoluto  estuviera ya tan acabada que no quedase ningún vestigio de la antigua  libertad; pero refugiada ésta en Aragón y Cataluña, nada podía contra el  gigante que la enfrenaba desde el centro de un país ya del todo  dominado, desde la capital de Castilla. Quizás los monarcas hubieran  podido hacer un ensayo atrevido, cual era el descargar de una vez un  golpe recio sobre cuanto los embarazaba; pero por más probabilidades que  tuvieran de buen éxito, atendidos los poderosos medios de que  disponían, se guardaron muy bien de hacerlo; permitieron a los  habitantes de Navarra y de la Corona de Aragón el disfrutar  tranquilamente de sus franquicias, fueros y privilegios; cuidaron que no  se pegase el contagio a las otras provincias; y con los ataques  parciales, y sobre todo con el desuso, lograron que se fuera enfriando  el celo por las libertades antiguas, y que insensiblemente se  acostumbraran los pueblos a la acción niveladora del poder central .  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXVII  La libertad política y la intolerancia religiosa. Desarrollo europeo  bajo la sola influencia del Catolicismo. Cuadro de Europa desde el siglo  XI hasta el XVI. Condiciones del problema social a fines del siglo XV.  Poder temporal de los papas. Su carácter, origen y efectos.  EN EL CUADRO que acabo de bosquejar, y cuya rigurosa exactitud nadie es  capaz de poner en duda, no se ve la opresora influencia del Catolicismo,  no se descubre la alianza entre el clero y el trono para matar la  libertad; sólo se presenta a nuestros ojos el curso regular y natural de  las cosas, el sucesivo desarrollo de acontecimientos, contenidos los  unos en los otros como la planta en su semilla.  Por lo tocante a la Inquisición, creo haber dicho lo suficiente en los  capítulos donde traté de ella; sólo observaré ahora que no es verdad que  se prostituyese a la voluntad de los monarcas, y que estuviese en manos  de éstos como instrumento político.  609 Su objeto era religioso; y tanto distaba de apartarse de él para  lisonjear la voluntad del soberano, que, como hemos visto ya, no tenía  reparo en condenar las doctrinas que ensanchaban injustamente las  facultades del rey.  Si se me objeta que la Inquisición era intolerante por su misma  naturaleza, y que así se oponía al desarrollo de la libertad, replicaré  que la tolerancia, tal como ahora la entendemos, no existía a la sazón  en ningún país de Europa; y que en medio de la intolerancia religiosa se  emanciparon los comunes, se organizaron las municipalidades, y se  estableció el sistema de las grandes asambleas, que bajo distintos  nombres intervenían más o menos directamente en los negocios públicos.  No se habían entonces trastornado las ideas, dando a entender que la  religión era amiga y auxiliar de la opresión de los pueblos; muy al  contrario, éstos abrigaban un vivo anhelo de libertad, de adelanto, que  se avenía muy bien en sus espíritus con una fe ardiente, entusiasta, que  consideraba como muy justo y saludable que no se tolerasen creencias  opuestas a la enseñanza de la Iglesia romana.  La unidad en la fe católica no constriñe a los pueblos como mano de  hierro; no les impide el moverse en todas direcciones; la brújula que  preserva del extravío en la inmensidad del Océano, jamás se apellidó la  opresora del navegante.  La antigua unidad de la civilización europea, ¿carecía por ventura de  grandor, de variedad y de belleza?  La unidad católica que presidía a los destinos de la sociedad,  ¿embargaba acaso su movimiento, ni aun en los siglos bárbaros? ¿Habéis  fijado la vista sobre el grandioso y placentero espectáculo que  presentan los siglos anteriores al XVI?  Parémonos un momento a considerarle, que así comprenderá mejor con  cuánta verdad he afirmado que el curso de la civilización fue torcido  por el Protestantismo.  Con el inmenso sacudimiento producido por la colosal empresa, de las  cruzadas, obsérvase cual hierven los poderosos elementos depositados en  el seno de la sociedad. Avivada su acción con el choque y el roce,  multiplicadas con la unión las fuerzas, despliégase por doquiera y en  todos sentidos, un movimiento de calor y de vida, seguro anuncio del  alto grado de civilización y cultura a que en breve debía encumbrarse la  Europa.  Cual si una voz poderosa hubiese llamado a la vida las ciencias y las  artes, preséntanse de nuevo en la sociedad, reclaman a voz en grito  protección y distinguido acogimiento; y los castillos del feudalismo,  legado de las costumbre de los pueblos conquistadores, se ven de repente  iluminados con una ráfaga de luz, que recorre con la velocidad del rayo  todos los climas y países.  Aquellas bandas de hombres que escarbaran fatigosos la tierra en  provecho de sus señores, levantan erguida su frente; y con el brío en el  corazón y la franqueza en los labios, demandan una parte en los bienes  de la sociedad; dirigiéndose recíprocamente una mirada de inteligencia,  se unen, y reclaman de mancomún que se sustituyan las leyes a los  caprichos.  Entonces se forman, se engrandecen, se muran las poblaciones; nacen y se  desenvuelven las instituciones municipales; y acechando tamaña  oportunidad los reyes, juguete hasta entonces del orgullo, ambición y  terquedad de los señores, forman causa común con los pueblos. Amenazado  de muerte el feudalismo, entra con denuedo en la lucha; pero en vano;  una fuerza más poderosa que los aceros de sus mismos adversarios le  detiene; cual si le oprimiera el ambiente que le rodea, siente  embargados sus movimientos y debilitada su energía; y desconfiando ya de  la victoria, se abandona a los goces con que le brinda el adelanto de  las artes.  Trocando la cerrada cota por el delicado traje, el robusto escudo por el  blasón lujoso, el ademán y continente guerrero por los modales  cortesanos, zapa por su misma base todo su poder, deja que se  desenvuelva completamente el elemento popular y que tome creces cada día  mayores el poder de los monarcas.  Robustecido el cetro de los reyes, desenvueltas las instituciones  municipales, socavado y debilitado el feudalismo, cayendo de continuo a  los golpes de tantos adversarios los restos de barbarie y de opresión  que se notaran en las leyes, se veían un número considerable de grandes  naciones, presentando, y esto por la primera vez en el mundo, mostrando  el apacible espectáculo de algunos millones de individuos reunidos en  sociedad, y que disfrutaban de los derechos de hombre y de ciudadano.  Hasta entonces se había tenido siempre el cuidado de asegurar la  tranquilidad pública, y hasta la existencia de la sociedad, separando  del juego de la máquina a gran parte de los hombres por medio de la  esclavitud; y esto probaba a la vez la degradación, y la flaqueza  intrínseca de las constituciones antiguas.  La religión cristiana, con el animoso aliento que inspiran el  sentimiento de las propias fuerzas y el ardiente amor de la humanidad,  no dudando de que tenía a la mano muchos otros medios para contener al  hombre, sin que necesitase apelar a la degradación y a la fuerza, había  resuelto el problema del modo más grande y generoso. Ella había dicho a  la sociedad: “¿Temes esa inmensa turba que no cuenta con bastantes  títulos para poseer tu confianza?  611 Pués yo salgo fiador por ella; tú la sojuzgas con una cadena de  hierro al cuello, yo domeñaré su mismo corazón; suéltala libremente, y  esa muchedumbre que te hace temblar como manada de bestias feroces, se  convertirá en clase útil para sí y para ti misma.” Y había sido  escuchada esta voz; y libres ya del férreo yugo todos los hombres,  trabábase aquella noble lucha que debía equilibrar la sociedad, sin  destruirla ni desquiciarla.  Ya hemos visto más arriba que se hallaban a la sazón, cara a cara,  adversarios muy poderosos; y si bien eran inevitables algunos choques  más o menos violentos, nada había que hiciese presagiar grandes  catástrofes, con tal que combinaciones funestas no vinieran a romper el  freno, único capaz de dominar ánimos tan briosos y tal vez exasperados,  quitando de en medio aquella voz robusta que hubiera dicho a los  combatientes: basta; aquella voz que hubiera sido escuchada con más o  menos docilidad, pero lo suficiente para templar el calor de las  pasiones, moderar el ímpetu de los ataques y prevenir escenas  sangrientas.  Dando una ojeada sobre Europa a fines del siglo XV y principios del XVI,  buscando los elementos que campeaban en la sociedad, y que entrando en  reñida competencia podían turbar su sosiego, se descubre el poder real  elevado ya a grande altura, sobre los señores y los pueblos.  Si bien se le observa todavía complaciendo a sus rivales, y abalanzarse  hacia unos por sojuzgar a los otros, se conoce fácilmente que aquel  poder es ya indestructible; y que más o menos coartado por los recuerdos  altaneros del feudalismo, y por la fuerza siempre creciente e invasora  del brazo popular, debía quedar no obstante, como un centro que pusiese a  cubierto a la sociedad de violencias y demasías. Tan marcada era la  dirección hacia este punto, que con más o menos claridad, con caracteres  más o menos semejantes, se presenta por doquiera el mismo fenómeno.  Las naciones eran grandes en extensión y abundantes en número; abolida  la esclavitud se había sancionado el principio de que el hombre debía  vivir libre en medio de la sociedad, disfrutando de sus beneficios más  esenciales, quedándole ancho campo para ocupar un grado más o menos  elevado en la jerarquía, según fueran los medios que emplease para  conquistarlo. Desde entonces la sociedad había dicho a todo individuo:  “Te reconozco como a hombre y como a ciudadano, desde ahora te aseguro  estos títulos; si deseas una vida sosegada en el seno de tu familia,  trabaja y ahorra; y nadie te arrebatará el fruto de tus sudores, ni  limitará el uso de tus facultades; si codicias grandes riquezas, mira  cómo las adquieren los otros, y despliega tú, como ellos, igual grado de  actividad y de inteligencia; si anhelas la gloria, si ambicionas los  grandes puestos, los títulos brillantes, ahí están las ciencias y las  armas; si tu familia te ha trasmitido un nombre ilustre, podrás  acrecentar su esplendor; cuando no, tú mismo podrás adquirírtelo.”  612 He aquí cómo se presentaban las condiciones del problema social a  fines del siglo XV. Todos los datos se hallaban a la vista; todos los  grandes medios de acción estaban descubiertos y se iban desenvolviendo  rápidamente; la imprenta trasmitía ya el pensamiento de un extremo a  otro del mundo con la rapidez del relámpago, y aseguraba su conservación  para las generaciones venideras; la comunicación de los pueblos, el  renacimiento de las bellas letras y de las artes, el cultivo de las  ciencias, el espíritu de viaje y de comercio, el descubrimiento de un  rumbo nuevo para las Indias orientales, y el de las Américas, la afición  a las negociaciones políticas para arreglar las relaciones  internacionales, todo se había combinado ya para que recibieran los  ánimos aquel fuerte impulso, aquel sacudimiento, que despierta y  desarrolla a la vez todas las facultades del hombre, comunicando a los  pueblos una nueva vida.  Apenas puede alcanzarse, cómo en vista de datos tan positivos y ciertos,  de tanto bulto que basta abrir la historia para tropezar con ellos, se  haya podido decir seriamente que el Protestantismo hizo progresar al  linaje humano.  Si anteriormente a la reforma de Lutero, se hubiera visto a la sociedad  estacionaria, sin salir del caos en que la sumergieran las irrupciones  de los bárbaros; si los pueblos no hubieran acertado a constituirse en  grandes naciones, con formas de gobierno más o menos bien organizadas,  pero que sin disputa llevaban ventaja a cuantas hasta entonces habían  existido.  Si la administración de justicia, más o menos bien ejercida, no hubiese  tenido ya un sistema de legislación muy moral, muy razonable y  equitativo, donde pudiera fundar sus fallos; si los pueblos no hubiesen  sacudido en gran parte el yugo del feudalismo, adquiriendo abundantes  medios para la conservación y defensa de las libertades; si el régimen  administrativo no hubiese ya dado gigantescos pasos con el  establecimiento, extensión y mejora de las municipalidades.  Si engrandeciéndose, robusteciéndose y solidándose el poder real no se  hubiese creado en medio de la sociedad un centro fuerte para ejecutar el  bien, impedir el mal, contener las pasiones, prevenir luchas funestas, y  velar por los intereses generales dispensándolos perenne protección y  eficaz fomento; si no se hubiera ya visto desde entonces en todos los  pueblos una sagaz previsión del escollo en que peligraba de estrellarse  la sociedad, por dejar sin ningún linaje de contrapeso el poderío de los  reyes.  613 Si esto se hubiera verificado después de la revolución religiosa del  siglo XVI, entonces tuviera el aserto alguna verosimilitud, o al menos  no habría el inconveniente de verle desde luego en clara oposición con  las más reparables y ciertas fechas.  Por de pronto quiero conceder que en toda clase de materias sociales,  políticas y administrativas, se hayan hecho desde entonces grandes  adelantos; ¿síguese de esto que sean debidos a la reforma protestante?  Lo que era necesario es que dos sociedades enteramente semejantes en  posición y circunstancias, separadas empero por larga distancia de  tiempo para que no se pudieran afectar recíprocamente, hubiesen estado  sujetas, la una a la influencia católica, y la otra a la protestante; en  tal caso habrían podido presentarse ambas religiones y decir: esto es  mi obra.  Pero comparar ahora tiempos muy diferentes, circunstancias nada  parecidas, posiciones excepcionales con épocas comunes; y no considerar  que los primeros pasos en todas las cosas son siempre los más difíciles,  y que el mayor mérito es el de la invención; y aun después que se ha  incurrido en tan palpables defectos de lógica, empeñarse en atribuir a  un hecho todos los otros hechos sólo porque han venido después de el,  esto es no tener un deseo sincero de la verdad, es empeñarse en  adulterar la historia.  La organización de la sociedad europea, tal como la encontró el  Protestantismo, no era ciertamente lo que debía ser; pero era si todo lo  que podía ser.  A menos que la Providencia hubiera querido conducir el mundo por medio  de prodigios, no era dable que en aquella sazón se hallase la Europa  constituida de otra manera más ventajosa.  Los elementos de adelanto, de felicidad, de civilización y cultura,  estaban en su seno, eran abundantes y poderosos; con la acción del  tiempo iban desenvolviéndose de un modo verdaderamente admirable; y ya  que a fuerza de dolorosas experiencias, las doctrinas disolventes van  menguando en prestigio y crédito, tal vez no esté lejos el día en que  todos los filósofos que examinen desinteresadamente esa época de la  historia, convengan en que la sociedad habría recibido entonces el  movimiento más acertado; y que viniendo el Protestantismo a torcerle el  curso, no hizo más que precipitarla por un rumbo sembrado de escollos,  donde ha estado ya a pique de zozobrar, y de donde zozobraría tal vez,  si la mano del Altísimo no fuese más poderosa que el débil brazo del  hombre.  614 Gloríanse los protestantes de haber hecho un gran servicio a la  sociedad, quebrantando en unas partes y enervando en otras el poder de  los papas; por lo que toca a la supremacía en relación a las cosas de  fe, basta lo dicho sobre las desastrosas consecuencias del espíritu  privado; y por lo concerniente a la disciplina, como no trato de  engolfarme en materias que llevarían sobrado lejos los límites de esta  obra, sólo rogaré a mis adversarios que reflexionen, si es prudente  dejar a una sociedad extendida por todo el mundo, sin legislador, sin  juez, sin árbitro, sin consultor, sin jefe.  Poder temporal. Esta palabra ha sido por mucho tiempo el espantajo de  los reyes, la enseña de los partidos anticatólicos, el lazo donde han  caído muchos hombres de buena fe, el blanco contra el cual han asestado  con más libertad sus tiros los políticos malcontentos, los escritores  ofendidos, los canonistas adustos; y nada más natural, pues que en esta  materia encontraban ancho campo para desfogar sus re-sentimientos, y  verter sospechosas doctrinas; seguros de que aparentando celo por el  poder de los monarcas, encontrarían para los azares que pudieran  ofrecerse decidida protección en los palacios de los reyes.  No es aquí el lugar de discutir una materia que ha dado campo a tan  acaloradas y eruditas disputas; y sería esto tanto menos oportuno,  cuanto no es regular que en la actualidad ninguna potencia abrigue  recelos con respecto a usurpaciones temporales de la Santa Sede. Ésta,  que, digan lo que quieran sus enemigos, ha mostrado en todas épocas,  hasta humanamente hablando, más prudencia, más tino, sufrimiento y  cordura que ninguna otra potestad de la tierra; ha sabido también en los  dificilísimos tiempos modernos colocarse en tal posición, que sin  disminuir su dignidad, sin apartarla de sus altos deberes, la dejase no  obstante desembarazada y flexible, para atemperarse a lo que reclamaban  circunstancias diferentes.  Es indudable que el poder temporal del Papa se había con el transcurso  de los tiempos elevado a tan grande altura, que ya no era sola-mente el  sucesor de San Pedro, sino un consultor, un árbitro, un juez universal,  de cuyo fallo era peligroso disentir, hasta con respecto a objetos  meramente políticos. Con el movimiento general de Europa se había este  poder debilitado algún tanto; conservaba sin embargo cuando la aparición  del Protestantismo tal ascendiente en los ánimos, inspiraba tales  sentimientos de veneración y respeto, y disponía de medios tan poderosos  para defender sus derechos, sostener sus pretensiones, apoyar sus  juicios y hacer respetar sus consejos, que aun los monarcas más  poderosos de Europa consideraban corno inconveniente de mucha gravedad  en un negocio cualquiera, el contar como adversaria a la corte de Roma;  por cuyo motivo, procuraban siempre con grande ahínco captarse su  benevolencia y alcanzar su amistad.  De manera que se había constituido Roma en centro general de  negociaciones, y no había asunto importante que pudiera sus-traerse a su  influencia.  615 Tanto se ha declamado contra ese poder colosal, contra esa  pretendida usurpación de derechos, que no parece sino que los papas  fueron una serie de profundos conspiradores, que con sus manejos y  artificios, a nada menos aspiraban que a la monarquía universal.  Ya que se ha querido blasonar de espíritu de observación y de análisis  de los hechos, era necesario reparar que el poder temporal de • los  papas se robusteció y extendió cuando aún no se hallaba verdaderamente  constituido ninguno de los otros poderes; así, el llamarle usurpación,  es no sólo una inexactitud, sino también un anacronismo.  En el trastorno general en que se hallaron sumidas todas las sociedades  europeas con la irrupción de los bárbaros, en la informe y monstruosa  amalgama que se hizo de razas, leyes, costumbres y tradiciones, no quedó  ninguna base sobre que pudiera labrarse la civilización y cultura,  ningún punto luminoso que iluminara aquel caos, ningún elemento bastante  a fecundar de nuevo las semillas de regeneración que yacían sepultadas  en medio de escombros y de sangre, sino el cristianismo; y así es que,  dominando, humillando, anonadan-do los restos de las otras religiones,  se eleva como solitaria columna en el centro de una ciudad arruinada,  como antorcha brillante en medio de un horizonte de tinieblas.  Bárbaros como eran los pueblos conquistadores, y engreídos con sus  triunfos, doblegan sin embargo su cerviz bajo el cayado de los pastores  del rebaño de Jesucristo; y estos hombres tan nuevos para ellos, que les  hablaban un lenguaje superior y divino, adquieren sobre los feroces  caudillos de aquellas hordas un ascendiente tan eficaz y duradero, que  no fue bastante a destruirle el transcurso de los siglos.  He aquí la raíz del poder temporal, y bien se alcanza que elevado el  Papa sobre todas los demás Pastores en el edificio de la Iglesia, como  la soberbia cúpula sobre las demás partes de un magnífico templo, su  poder debía también levantarse sobre el poder temporal de los simples  obispos, echando, además, raíces más profundas, más robustas, más  trabadas y extendidas.  Todos los principios de legislación, todas las bases de la sociedad,  todos los elementos de cultura, todo cuando había quedado de artes y de  ciencias, todo estaba en manos de la religión, y todo se puso por  consecuencia muy natural bajo la sombra del solio pontificio; como que  éste era el único poder que obraba con orden, concierto y regularidad,  el único que ofrecía prendas de estabilidad y firmeza.  Sucediéronse unas guerras a otras guerras, unos trastornos a otros  trastornos, unas formas a otras formas; pero el hecho grande, general,  dominante, fué siempre el mismo; y es cosa risible el oír a tanto  hablador apellidando un fenómeno tan natural, tan inevitable, y sobre  todo tan provechoso; “serie de atentados y de usurpaciones contra el  poder temporal.”  Para que un poder sea usurpado, es menester que exista; ¿y dónde existía  entonces? ¿En los reyes, juguete, y a menudo víctimas de orgullosos  barones? En los señores feudales, que estaban en lucha continua entre  sí, y con los reyes y con los pueblos?  ¿En el pueblo, tropa de esclavos, que, merced a los esfuerzos de la  religión, se iba lentamente emancipando? ¿Qué reuniéndose para resistir a  los señores, alzando la voz para reclamar la protección de los reyes, o  demandando a la Iglesia un auxilio contra los atropellamientos y  vejaciones de unos y otros, era no más que un confuso embrión de  sociedad, sin reglas fijas, sin gobierno, sin leyes?  ¿Con qué buena fe se han podido comparar nuestros tiempos con aquellos  tiempos, queriendo aplicar reglas de deslinde de autoridad, sólo  admisibles en sociedades que, habiendo ya desarrollado los elementos de  vida y civilización, y asentadas sobre bases firmes y duraderas, ordenan  las funciones de los poderes sociales, entrando en minuciosos detalles  sobre el limite de las respectivas atribuciones?  No debiera haberse olvidado que discurrir de otra manera es pedir orden  al caos, regularidad a las oleadas de una tormenta. No debiera haberse  olvidado tampoco un hecho general y constante, cómo fundado en la misma  naturaleza de las cosas, hecho de que da repetidas lecciones la historia  de todos los tiempos y países, y que señaladamente se ha mostrado de un  modo muy notable en las revoluciones de los pueblos modernos, cual es,  que siempre que hay un gran desorden en la sociedad, se presenta un  principio fuerte para contrarrestarle.  Empiézase la lucha, se repiten, se avivan, se multiplican los choques;  pero al fin cede el principio de desorden al principio de orden, y queda  dominante por largo tiempo en la sociedad el que ha obtenido el  triunfo.  Este principio será más o menos justo, más o menos racional, más o menos  violento, más o menos apto para llenar el objeto de su destino; pero  sea cual fuere, y como quiera, siempre prevalece, a menos que durante la  lucha no se presente otro mejor y más fuerte que pueda reemplazarle.  Ahora bien, en los siglos medios este principio era la Iglesia  cristiana; y ella era la única que podía serlo, porque en sus dogmas  tenía la verdad, en sus leyes la justicia, en su gobierno la regularidad  y la prudencia.  617 Ella era a la sazón el único elemento de vida, la depositaria del  gran pensamiento que debía reorganizar la sociedad; y este pensamiento  no era abstracto y vago, y sí positivo, práctico, aplicable, como  descendido de la boca de Aquel, cuya palabra fecunda la nada, y hace  brotar la luz en medio de las tinieblas.  Así debía suceder que habiendo penetrado hasta el corazón de la sociedad  sus dogmas sublimes, se apoderase también de las costumbres su moral  pura, fraternal y consoladora; y que las formas de gobierno, los  sistemas de legislación, participasen más o menos de su poderosa y suave  influencia.  Estos son hechos, nada más que hechos; y enlazándose con ellos otro,  cual es, que el centro de esta religión, que con tan legítimos títulos  iba extendiendo su provechoso predominio, estaba en manos del pontífice  romano, bien claro es que muy naturalmente debía encontrarse elevado su  poder sobre todos los otros de la tierra.  Después de contemplar ese magnífico cuadro que a nuestros ojos despliega  la fiel y sencilla narración de la historia, el pararse en los defectos  o vicios de algunos hombres, el alegar demasías, yerros o vicios,  patrimonio inseparable de la humanidad, el andar a caza de ellos a  través de larga serie de tenebrosos siglos, amontonarlos, reunirlos en  un punto de vista para que hieran con más fuerza, y sorprendan a la  credulidad e ignorancia, el insistir sobre los mismos, exagerándolos,  desfigurándolos y cubriéndolos de negros colores, es tener muy menguada  la vista, es conocer muy escasamente la filosofía de la historia; y  sobre todo, es acreditarse de espíritu parcial, de miras poco elevadas,  de sentimientos mezquinos y rencorosos.  Es preciso decirlo en alta voz, para que se oiga, es necesario repetirlo  una y mil veces, para que no se olvide: no se respetan los límites que  no existen, no se usurpa el poder cuando se crea, no se violan las leyes  cuando se forman, no se inducen perturbaciones en la sociedad cuando se  desembrolla el caos que la envuelve.  Esto hizo la Iglesia; esto hicieron los papas.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXVIII  Es falso que estén reñidas la unidad en la fe y la libertad política. La  impiedad se alía con la libertad o con el despotismo según a ella le  conviene. Revoluciones modernas. Diferencia entre la revolución de los  Estados Unidos y la de Francia. Malos efectos de la revolución francesa.  La libertad sin la moralidad es imposible. Notable pasaje de San  Agustín sobre las formas de gobierno.  EL DIVORCIO irrevocable que se ha querido suponer entre la unidad en la  fe y la libertad política, es una invención de la filosofía irreligiosa  del pasado siglo.  Sean cuales fueren las opiniones políticas que se adopten, importa mucho  estar en guardia contra semejante doctrina; conviene no olvidar que la  religión católica pertenece a esfera muy superior a todas las formas de  gobierno, que no rechaza de su seno, ni al ciudadano de los Estados  Unidos, ni al morador de la Rusia; que a todos los abraza con igual  cariño, que a todos les manda obedecer al gobierno legítimo establecido  en su país, que a todos los mira como hijos de un mismo padre, como  partícipes de una misma redención, como herederos de una misma gloria.  Importa mucho recordar que la irreligión se alía con la libertad o con  el despotismo, según a ella le interesa; que, si aplaude al ver que  furibunda plebe incendia los templos y degüella a los ministros del  Señor, también sabe lisonjear a los monarcas, exagerando desmedidamente  sus facultades, siempre que éstos acierten a merecer sus encomios,  despojando al clero, trastornando la disciplina, o insultando al Papa.  ¿Qué le importan los instrumentos, con tal que consume su obra? Será  realista cuando pueda dominar el ánimo de los reyes, expulsar a los  jesuitas de Francia, España y Portugal, y perseguirlos en todos los  ángulos de la tierra, sin darles tregua ni descanso; será liberal,  mientras haya asambleas que exijan al clero juramentos sacrílegos, y  envíen al destierro o al cadalso a los ministros fieles a su deber.  Preciso fuera haber olvidado la historia, preciso fuera haber cerrado  los ojos a bien reciente experiencia, para desconocer la verdad y  exactitud de lo que acabo de afirmar.  Con religión, con moral, pueden marchar bien todas las formas de  gobierno; sin ellas ninguna. Un monarca absoluto, imbuido en ideas  religiosas, rodeado de consejeros de sanas doctrinas, reinando sobre un  pueblo donde éstas dominen, puede hacer la felicidad de sus súbditos; y  la hará, a no dudarlo, en cuanto lo permitan las circunstancias del  lugar y tiempo.  619 Un monarca impío, o dirigido por consejeros impíos, dañará tanto más  cuanto más ilimitadas sean sus facultades; será más temible que la  revolución misma, porque combinara mejor sus designios, y los ejecutará  con más rapidez, con menos obstáculos, con más apariencias de legalidad,  con más pretextos de conveniencia pública, y por tanto con más  seguridad de buen éxito y estabilidad del resultado.  Las revoluciones han causado ciertamente muchos daños a la Iglesia; pero  no se los han causado menores aquellos monarcas que se han arrojado a  la persecución. Un capricho de Enrique VIII estableció el Protestantismo  en Inglaterra; la codicia de otros príncipes produjo el mismo efecto en  los países del norte, y en nuestros días, un decreto del autócrata de  Rusia fuerza a vivir en el cisma a millones de almas.  Infiérese de esto que la monarquía pura, si no es religiosa, no es  apetecible; la irreligión, como de suyo es inmoral, tiende naturalmente a  la injusticia, y por consiguiente a la tiranía. Si llega a sentarse en  un trono absoluto, o señorea el ánimo de quien le ocupa, sus facultades  no tienen límites; y yo no conozco cosa más horrible que la omnipotencia  de la impiedad.  La democracia europea de los últimos tiempos se ha señalado tristemente  por sus criminales atentados contra la religión; y esto lejos de  favorecer su causa, la ha dañado sobremanera. Porque un gobierno más o  menos lato puede concebirse cuando hay virtudes en la sociedad, cuando  hay moral, cuando hay religión; pero faltando éstas es imposible.  Entonces no hay otro medio de gobierno que el despotismo, que el imperio  de la fuerza; porque es la única que puede regir a los hombres sin  conciencia y sin Dios.  Si reflexionamos sobre las diferencias que mediaron entre la revolución  de los Estados Unidos y la de Francia, hallaremos que no es una de las  menores el que aquélla fue esencialmente democrática, y ésta  esencialmente impía; en los manifiestos con que se inauguraba aquélla,  se ve por todas partes el nombre de Dios, de la Providencia; los hombres  que se han lanzado a la arriesgada empresa de emanciparse de la Gran  Bretaña, no blasfeman del Señor, le invocan en su auxilio, creyendo que  la causa de la independencia es la causa de la razón y de la justicia.  En Francia se comienza haciendo el apoteosis de los corifeos de la  irreligión, se derriban los altares, se salpican con la sangre de los  sacerdotes los templos, las calles v los cadalsos, se ofrece a los  pueblos como emblema de la revolución el ateísmo abrazado con la  libertad.  620 Esta insensatez ha producido su fruto; pegándose el fatal contagio a  las demás revoluciones de los últimos tiempos, se ha inaugurado el  nuevo orden de cosas con atentados sacrílegos, y la proclamación de los  derechos del hombre ha comenzado con la profanación de los templos de  Aquel de quien emanan todos los derechos.  Verdad es, que los modernos demagogos no han hecho más que imitar a sus  predecesores, los protestantes, husitas y albigenses; sólo que en  nuestros tiempos se ha manifestado abiertamente la impiedad al lado de  su digna compañera, la democracia de sangre y lodo, mientras  antiguamente se asociaba esta última con el fanatismo de las sectas.  Las doctrinas disolventes del Protestantismo hicieron necesario un poder  mas fuerte, precipitaron las ruinas de las antiguas libertades, e  hicieron que la autoridad hubiese de estar continuamente en acecho y en  actitud de herir. Debilitada la influencia del Catolicismo, fue preciso  llenar el vacío con el espionaje y la fuerza.  No olvidéis este ejemplo, oh vosotros que hacéis la guerra a la religión  apellidando libertad; no olvidéis que las mismas causas producen  idénticos efectos; que si no existen las influencias morales será  menester suplirlas con la acción física; que si quitáis a los pueblos el  suave freno de la religión no dejáis otros medios de gobierno que, la  vigilancia de la policía y la fuerza de las bayonetas. Medid y escoged.  Antes del Protestantismo, la civilización europea, colocada bajo la  égida de la religión católica, tendía evidentemente a esa armonía  general, cuya falta ha producido la necesidad de un excesivo empleo de  la fuerza. Desapareció la unidad de la fe, y con esto se introdujo la  licencia del pensamiento y la discordia religiosa; se destruyó en unas  partes y se debilitó en otras la influencia del clero y con esto se  rompió el equilibrio de las clases, y se inutilizó la que por su  naturaleza estaba destinada a ser mediadora; se enflaqueció el poder de  los papas, y con esto se quitó a los pueblos y a los gobiernos un freno  suave que los templaba sin abatirlos, y corregía sin humillarlos; así  quedaron frente a frente los reyes y los pueblos, sin una clase  autorizada que pudiese interponerse en caso de conflicto, sin un juez  que, amigo de todos y desinteresado en las contiendas, pudiese terminar  imparcialmente las desavenencias; el gobierno contó con los ejércitos  regulares que a la sazón se organizaron, el pueblo con la insurrección.  621 Ni vale alegar que en las naciones donde prevaleció el Catolicismo  también se verificó en el orden político un fenómeno semejante al de los  países protestantes; yo afirmo que ni aun en los católicos siguieran  los acontecimientos el curso que les era natural, a no haber sobrevenido  la malhadada Reforma.  La civilización europea, para desenvolverse bien y cumplidamente, había  menester la unidad que la había engendrado; sólo así le era dable  alcanzar la armonía de los varios elementos que en su seno abrigaba. Le  faltó la homogeneidad, tan pronto como desapareció la unidad de la fe;  desde entonces cada nación se vio precisada a organizarse de la manera  conveniente, no sólo atendiendo a sus necesidades interiores, sino  también a los principios que dominaban en otras partes, y de cuya  influencia le importaba resguardarse.  ¿Creéis que la causa del gobierno español, constituído el defensor de la  causa del Catolicismo contra poderosas naciones protestantes, no debió  de resentirse profundamente de las circunstancias excepcionales y  sumamente peligrosas en que la España se encontraba?  Creo haber demostrado que la Iglesia no se ha opuesto al legítimo  desarrollo de ninguna forma política, que ha tomado bajo su protección a  todos los gobiernos, y que por consiguiente es una calumnia cuanto se  ha dicho de que era naturalmente enemiga de las instituciones populares.  He dejado también fuera de duda que las sectas separadas de la Iglesia  católica fomentando una democracia impía o cegada por el fanatismo,  lejos de contribuir al establecimiento de una justa y razonable  libertad, colocaron a los pueblos en la alternativa de optar entre el  desenfreno de la licencia y las ilimitadas facultades del poder supremo.  Esta lección de la historia la confirma la experiencia, y no la  desmentirá el porvenir. El hombre es tanto más digno de libertad cuanto  es más religioso y moral; porque entonces necesita menos el freno  exterior, a causa de llevarlo muy poderoso en la conciencia propia. Un  pueblo irreligioso e inmoral ha menester tutores que le arreglen sus  negocios; abusará siempre de sus derechos, y por tanto merecerá que se  los quiten.  San Agustín había comprendido admirablemente estas verdades; y en pocas  palabras explica con mucho tino las condiciones necesarias para las  diferentes formas de gobierno. El santo Doctor establece que las  populares serán buenas, si el pueblo es morigerado y concienzudo; mas si  fuere corrompido, será preciso o la aristocracia reducida a muy pocos, o  la monarquía pura. No dudo que se leerá con agrado el interesante  pasaje, que en forma de diálogo se encuentra en su Lib. I del Libre  Albedrío, cap. 6.  “Agustín. Los hombres ni los pueblos, ¿tienen acaso tal naturaleza, que  sean del todo eternos, y no puedan ni perecer ni mudarse?  - Evodio. ¿Quién duda que son mudables y están sujetos a la acción del  tiempo?  - Ag. Luego si el pueblo es muy templado y grave, y además muy solícito  del bien común, de manera que cada cual prefiera la conveniencia pública  a la utilidad propia, ¿no es verdad que será bueno establecer por ley  que este pueblo se elija él mismo los magistrados para la administración  de la república?  -Evod. Ciertamente.  - Ag. Pero si el mismo pueblo llega a pervertirse de manera que los  ciudadanos pospongan el bien público al privado, si vende sus votos, y  corrompido por los ambiciosos, entrega el mando de la república a  hombres malvados y criminales como él, ¿no es verdad que si hay algún  varón recto y además poderoso, hará muy bien en quitarle a ese pueblo la  potestad de distribuir los honores, y concentrar este derecho en manos  de pocos buenos, o también de uno solo?  - Evod. No cabe duda.  - Ag. Y pareciendo tan opuestas estas leyes, que la una otorga al pueblo  la potestad de los honores, lo que la otra le niega; y siendo imposible  que ambas se hallen vigentes a un mismo tiempo, ¿por ventura debemos  decir que alguna de ellas es injusta, o que no fué conveniente su  establecimiento?  - Evod. De ninguna manera.”  623 Helo aquí dicho todo en pocas palabras. ¿Pueden ser legítimas y  hasta convenientes la monarquía, la aristocracia, la democracia? Sí. ¿A  qué debe atenderse para resolver sobre esta legitimidad y conveniencia? A  los derechos existentes, y a las circunstancias del pueblo a que dichas  formas se han de aplicar. ¿Lo que antes era bueno podrá pasar a ser  malo? Ciertamente; porque todas las cosas humanas están sujetas a  mudanza. Estas reflexiones, tan sólidas como sencillas, preservan de  todo entusiasmo exagerado por estas o aquellas formas; no hay aquí una  cuestión de mera teoría, sino también de prudencia; y la prudencia no da  su dictamen sino después de haber considerado todas las circunstancias  con detenida reflexión.  Pero descuella en la doctrina de San Agustín el pensamiento que llevo  indicado más arriba, a saber, la necesidad de mucha virtud y  desprendimiento en los gobiernos libres. Mediten sobre las palabras del  insigne Doctor aquellos que quieren fundar la libertad política sobre la  ruina de todas las creencias.  ¿Cómo queréis que el pueblo ejerza amplios derechos, si procuráis  incapacitarle para ello, extraviando sus ideas v corrompiendo sus  costumbres? Decís que en las formas representativas se recogen por medio  de las elecciones la razón y la justicia, y se las hace obrar en la  esfera del gobierno; y sin embargo, no trabajáis para que esta justicia y  razón existan en la sociedad de donde se deberían sacar. Sembráis  viento, y por esto cogéis tempestades; por esto en vez de modelos de  sabiduría y de prudencia, les ofrecéis a los pueblos escenas de  escándalo.  Nos decís que condenamos al siglo, pero que el siglo marcha a pesar  nuestro; nosotros no desechamos lo bueno, pero no podemos menos de  reprobar lo malo.  El siglo marcha, es verdad, pero ni vosotros ni nosotros sabemos adónde  va.  Una cosa sabemos los católicos, y para esto no necesitamos ser profetas:  que con hombres malos no se puede formar una sociedad buena; que los  hombres inmorales son malos; que faltando la religión, la moral carece  de base. Firmes en nuestras creencias os dejaremos que andéis ensayando  varias formas, buscando paliativos al mal, y engañando al enfermo con  palabras lisonjeras; sus frecuentes convulsiones y su continuo malestar  revelan vuestra impotencia; y dichoso el si conserva este desasosiego,  indicio seguro de que todavía no habéis conquistado plenamente su  confianza; que si algún día consiguieseis infundírsela, y se durmiese  tranquilo en vuestros brazos, aquel día se podría asegurar que toda  carne ha corrompido su camino, aquel día se pudiera temer que Dios  quiere borrar al hombre de la faz de la tierra.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXIX  El Catolicismo en sus relaciones con el desarrollo del entendimiento.  Examinase la influencia del principio de la sumisión a la autoridad. Se  investiga cuáles son sus efectos con respecto a todas las ciencias.  Cotejo de los antiguos con los modernos. Dios. El hombre. La sociedad.  La naturaleza.  BIEN ASENTADO queda en el decurso de esta obra, que la falsa Reforma no  contribuyó en nada a la perfección de individuo ni de la sociedad; de lo  que se infiere muy naturalmente que nada le debe tampoco el desarrollo  de la inteligencia. Sin embargo, no quiero dejar esta última verdad en  la esfera de un mero corolario, porque me parece que es susceptible de  peculiar ilustración. Puede abrirse discusión directa sobre las ventajas  que proporcionó el Protestantismo a los varios ramos del saber humano,  sin que el Catolicismo haya de temer ningún linaje de desaire.  Cuando se trata de examinar objetos de tal naturaleza que abarcan tantas  y tan varias relaciones, no basta pronunciar algunos nombres  brillantes, ni citar con énfasis uno que otro hecho; de esta manera no  se coloca la cuestión en su terreno propio, ni se la ventila como, es  debido. Quedando limitada a reducido círculo, no puede presentar toda su  extensión y variedad, o divagando por un espacio indefinido, remeda a  los ojos poco observadores, la universalidad, la elevación, el atrevido  vuelo, cuando en realidad no hace más que fluctuar incierta, sin rumbo  fijo, a merced de toda clase de contradicciones.  Si esta cuestión ha de ser examinada cual merece, necesitase a mi juicio  tomar en manos el principio católico y el protestante, desentrañarlos  hasta en sus más recónditos pliegues, para ver hasta qué punto pueden  envolver algo que ayude o embarace el desarrollo del espíritu humano.  No contento con este examen el observador, debe hacer todavía más; debe  recorrer la historia del entendimiento, pararse muy en particular sobre  aquellas épocas en que habrá podido ser mayor el influjo del principio  cuyas tendencias y efectos se quieren conocer; y entonces, si no se hace  caso de excepciones extrañas que nada prueban en pro ni en contra, si  se desprecian aquellos hechos que por su pequeñez y aislamiento nada  influyen en el curso de los sucesos, si se eleva la mirada a la altura  correspondiente, con espíritu de observación, con sincero deseo de  encontrar la verdad, se descubrirá si las consideraciones filosóficas  están de acuerdo con los hechos, y se habrá resuelto cumplidamente el  problema.  625 Uno de los principios fundamentales del Catolicismo y de sus  caracteres distintivos, es la sujeción del entendimiento a la autoridad  en materias de fe.  Éste es el punto contra que se han dirigido siempre, y se dirigen  todavía los ataques de los protestantes; lo que es muy natural, pues que  ellos profesan como principio fundamental y constituyente la  resistencia a la autoridad; y todos sus demás errores son corolarios que  fluyen de ese manantial corrompido.  Si algo se encuentra en el Catolicismo que pueda embargar el movimiento  de nuestro espíritu, y rebajar la altura de su vuelo, debe de hallarse  sin duda en el principio de la sumisión a la autoridad; a el deberá  achacarse toda la culpa, si es que de alguna sea responsable en este  punto la religión católica.  No puede negarse que quien oiga hablar de sujeción del entendimiento a  una autoridad, quien oiga pronunciar esta palabra sin que se explique su  verdadero significado, sin que se determinen los objetos con respecto a  los cuales se entiende dicha sujeción, recelará que no haya aquí algo  que se oponga al desarrollo del entendimiento; y si es amante de la  dignidad del hombre, si es entusiasta de los adelantos científicos, si  le agrada ver cuál despliega sus hermosas alas el espíritu humano para  lucir su vigor, agilidad y osadía, no dejará de sentir un tanto de  aversión hacia un principio que parece entrañar la esclavitud, abatiendo  el vuelo de la mente, dejándola cual ave débil y rastrera.  Pero si se examina el principio tal como es en sí, si se le aplica a  todos los ramos científicos, y se observa cuáles son los puntos de  contacto que con ellos tiene, ¿qué se encontrará de fundado en esos  temores y sospechas?, ¿qué de verdadero en las calumnias de que ha sido  blanco el Catolicismo?, ¿cuánto no se hallará de vacío, de pueril, en  las declamaciones que a este propósito se han publicado?  Entremos de lleno en la ventilación de esa dificultad, tomemos en manos  el principio católico, examinándole a los ojos de una filosofía  imparcial; llevémosle luego a través de todas las ciencias,  interroguemos el testimonio de los hombres más grandes; y si hallamos  que se haya opuesto al verdadero desarrollo de algún ramo de  conocimientos, si al presentarnos ante las tumbas de los genios mas  insignes, ellos levantan su cabeza del sepulcro para decirnos que el  principio de la sujeción a la autoridad encadenó su entendimiento,  oscureció su fantasía, o secó su corazón, entonces tendrán razón los  protestantes en los cargos que por esta causa dirigen de continuo a la  religión católica.  Dios, el hombre, la sociedad, la naturaleza, la creación entera, he aquí  los objetos en que puede ocuparse nuestro espíritu; no cabe salir de  esa región, porque es infinita; y además, porque fuera de ella no hay  nada.  Ni por lo que toca a Dios, ni al hombre, ni a la sociedad, ni a la  naturaleza, embaraza el principio católico el progreso del  entendimiento; en nada le embarga, en nada se le opone; lejos de serle  dañoso, puede considerarse como un gran faro que, en vez de contrariar  la libertad del navegante, le sirve de guía para no extraviarse en la  tinieblas de la noche.  ¿Qué puede encontrarse en el principio católico que se oponga al vuelo  del entendimiento humano, en todo lo que pertenece a la Divinidad? No  dirán ciertamente los protestantes que se haya de enmendar en algo la  idea que la religión católica nos da de Dios. Ellos están acordes con  nosotros en que la idea de un Ser eterno, inmutable, infinito, creador  del cielo y tierra, justo, santo, bondadoso, premiador del bien y  vengador del mal, es la única que pueda presentarse como razonable al  entendimiento del hombre.  La religión católica une a dicha idea un misterio inconcebible,  profundo, inefable, cubierto con cien velos a los ojos del débil mortal:  el augusto arcano de la Trinidad; pero en esta parte nada pueden  echarnos en cara los protestantes, a no ser que se quieran declarar  abiertamente partidarios de Socino.  Los luteranos, los calvinistas, los anglicanos, y muchas otras sectas,  condenan con nosotros a los que niegan el augusto misterio; siendo  notable que Calvino hiciera quemar en Ginebra a Miguel Servet, por sus  doctrinas heréticas sobre la Trinidad.  No ignoro los estragos que ha hecho el socinianismo en las iglesias  separadas, a causa que el espíritu privado y el derecho de examen en  materias de fe, convierten a los cristianos en filósofos incrédulos;  pero esto no impide que el misterio de la Trinidad haya sido respetado  largo tiempo por las principales sectas protestantes, y que lo sea  todavía, a lo menos en lo exterior, en la mayor parte de ellas.  Además que yo no alcanzo cuál es la traba que ese misterio pone a la  razón en sus contemplaciones sobre la Divinidad. ¿Acaso la veda  espaciarse por un horizonte inmenso?, Estrecha, oscurece por ventura,  ese piélago de ser y de luz, que viene encerrado en la palabra de Dios?  Cuando alzándose el espíritu del hombre sobre las regiones criadas,  desprendiéndose por algunos momentos del cuerpo que le agrava, gusta de  abandonarse a meditaciones sublimes sobre el Ser infinito, hacedor del  cielo y de la tierra, ¿le sale tal vez al paso ese augusto misterio para  detenerle ni embarazarle?  627 Díganlo los innumerables volúmenes escritos sobre la Divinidad;  ellos son un elocuente e irrefragable testimonio de la libertad que le  queda al entendimiento del hombre en los países dominados por la  religión católica.  Bajo dos aspectos pueden ser consideradas las doctrinas católicas sobre  la Divinidad: en cuanto se refieren a misterios que sobrepujan la  comprensión humana, o en cuanto nos enseñan lo que está al alcance de la  razón.  Lo primero se halla en región tan elevada, versa sobre objetos tan  superiores a todo pensamiento criado, que aun cuando éste se abandonara a  las investigaciones más dilatadas, más profundas y al propio tiempo más  libres, no fuera posible, a no preceder la revelación, que le ocurriese  ni la más remota idea de tan inefables arcanos. Mal pueden embarazarse  cosas que no se encuentran, que pertenecen a un orden del todo  diferente, que se hallan a inmensa distancia. El entendimiento puede  meditar sobre una de ellas, abismarse, sin ni aun pensar en la otra: la  órbita de la luna, ¿qué tiene que ver con la del astro que gira en la  más lejana región de las estrellas fijas?  ¿Teméis que la revelación de un misterio limite el espacio donde se  explaya vuestra razón? ¿Teméis ahogaros de estrechez, al divagar por la  inmensidad? ¿Faltó anchuroso campo al genio de Descartes, Gassendi y  Malebranche? ¿ sé quejaron nunca que su entendimiento se hallaba  limitado, aprisionado? ¿Ni cómo podían hacerlo, si no sólo ellos, sino  cuantos sabios modernos han tratado de la Divinidad, no pueden menos de  reconocer que deben al cristianismo los más altos y sublimes  pensamientos con que han enriquecido las páginas de sus escritos?  Cuando nos hablan de la Divinidad los antiguos filósofos se quedan a una  distancia inmensa del menor de nuestros teólogos y metafísicos; el  mismo Platón, ¿qué será si le comparamos con Granada, Fray Luís de León,  Fenelón o Bossuet?  Antes de aparecer sobre la tierra el cristianismo, antes que la fe de la  cátedra de San Pedro se hubiese apoderado del mundo, borradas como  estaban las primitivas nociones sobre la Divinidad, la inteligencia  humana divagaba a merced de mil errores y monstruosidades; y sintiendo  la necesidad de un Dios, ponía en su lugar las creaciones de la  fantasía.  Pero desde que apareció aquel inefable resplandor, que descendiendo del  seno del Padre de las luces alumbra toda la tierra, han quedado las  ideas sobre la Divinidad, tan fijas, tan claras, tan sencillas, y al  mismo tiempo tan grandes y sublimes, que han ensanchado la razón humana,  han levantado el velo que cubría el origen del universo, han señalado  cuál era su destino, y dado la llave para la explicación de tantos  prodigios como ve el hombre en sí mismo y en cuanto le rodea.  Los protestantes sintieron la fuerza de esta verdad: su odio a todo  cuanto les venía de los católicos rayaba en fanatismo; mas por lo que  toca a la idea de Dios, generalmente hablando, puede decirse que la  respetaron. Aquí es donde tuvo menos cabida el espíritu innovador: ¡ah!,  no podía ser de otra manera; el Dios de los católicos era sobrado  grande para que pudiera ser reemplazado por otro dios; Newton y  Leibnitz, abarcando en sus cálculos y meditaciones el cielo y la tierra,  nada encontraron que decirnos sobre el Autor de tantas maravillas que  no nos lo hubiera dicho de antemano la religión católica.  Dichosos los protestantes, si en medio de sus extravíos conservaran al  menos este precioso tesoro; si no apartándose de las huellas de sus  predecesores, rechazasen esa filosofía monstruosa que amenaza resucitar  todos los errores antiguos y modernos, comenzando por sustituir el  informe panteísmo al Dios sublime de los cristianos.  Que no estén desprevenidos los protestantes que profesan amor a la  verdad, que se interesan por el honor de su comunión, por el bien de su  patria, por el porvenir del mundo; si el panteísmo llega a dominar, no  será la filosofía espiritualista la que habrá salido triunfante, sino la  materialista. En vano se entregan los filósofos alemanes a la  abstracción y al enigma, en vano condenan la filosofía sensualista del  pasado siglo: un Dios confundido con la naturaleza no es Dios; un Dios  que se identifica con todo, es nada; el panteísmo es la divinización del  universo, es decir, la negación de Dios.  Dolorosas reflexiones sugiere la dirección que van tomando los espíritus  en diferentes países de Europa, y muy particularmente en Alemania; los  católicos habían dicho que se comenzaba por resistir a la autoridad  negando un dogma, pero que al fin se acabaría por negarlos todos,  precipitándose en el ateísmo; y el curso de las ideas en los tres  últimos siglos ha confirmado plenamente la predicción.  Pero ¡cosa notable!, la filosofía alemana se empeño en promover una  reacción contra la escuela materialista, y con todo su espiritualismo ha  venido a ser panteísta.  Parece que la Providencia quiso esterilizar para la verdad el suelo de  donde salieran los heraldos del error. Fuera de la Iglesia todo es  vértigo y delirio; se abrazan con la materia y se hacen ateos, divagan  por regiones ideales, andan en busca del espíritu, y se hacen  panteístas. ¡Ah! ¡Dios aborrece todavía el orgullo, y repite con  frecuencia el tremendo castigo de la confusión de Babel! ¡Esto es un  triunfo para la religión católica; pero es un triunfo bien triste!  Tampoco alcanzo cómo puede el Catolicismo cortar el vuelo a la  inteligencia, en lo que tiene relación con el estudio del hombre. En  este punto, ¿qué exige de nosotros la Iglesia? ¿Cuál es la enseñanza que  nos da? ¿Cuál es el círculo en que se encierran las doctrinas a las que  nos está vedado contradecir?  Los filósofos se han dividido en dos escuelas: materialistas y  espiritualistas;  los primeros afirman que nuestra alma no es más que una porción de  materia que, modificada de cierta manera, produce dentro de nosotros eso  que llamamos pensar y querer;  los segundos pretenden que la actividad que consigo llevan el  pensamiento y la voluntad, son incompatibles con la inercia de la  materia; que lo divisible, lo que se compone de muchas partes, y por  tanto de muchos seres, no puede avenirse con la unidad simple que por  necesidad se ha de hallar en el ser que piensa, que quiere, que se da  cuenta a sí mismo de todo, y que posee el profundo sentimiento de un yo;  y así sostienen que la opinión contraria es falsa y absurda, y esto lo  confirman con todo linaje de razones.  La Iglesia católica, mezclando en la contienda su voz, ha dicho: “el  alma del hombre no es corpórea, es un espíritu; quien quiera ser  católico, no puede ser materialista.”  Pero preguntadle a la Iglesia cuál es el sistema con que deben  explicarse las ideas, las sensaciones, los actos de la voluntad, los  sentimientos del hombre; preguntádselo, y os responderá que quedáis en  plena libertad de pensar sobre esto lo que os pareciese más razonable;  el dogma no desciende a las cuestiones particulares que pertenecen a  aquel mundo que entregara Dios a las disputas de los hombres.  Antes de la luz del Evangelio estaban las escuelas de los filósofos en  las tinieblas de la más profunda ignorancia sobre nuestro origen y  destino, ninguno de ellos sabía cómo explicar esas monstruosas  contradicciones que en el hombre se notan; ninguno de ellos atinaba a  señalar la causa de esa informe mezcla de grandor y de pequeñez, de  bondad y de malicia, de saber y de ignorancia, de elevación y de bajeza.  Vino la religión y dijo: “el hombre es obra de Dios; su destino es  unirse a Dios para siempre; la tierra es para él un destierro; no es tal  ahora como salió de las manos del Criador; todo el linaje humano sufre  las consecuencias de una gran caída”;  y yo emplazo a todos los filósofos antiguos y modernos, para que me  muestren cómo en la obligación de creer todo esto se encierra algo que  se oponga a los progresos de la verdadera filosofía.  Tan distante se halla el dogma católico de contrariar en nada los  adelantos filosóficos, que antes bien es de todos ellos fecunda semilla.  No es poco cuando se trata de adelantar en alguna ciencia, el tener un  polo alrededor del cual como punto seguro y fijo, pueda girar el  entendimiento; no es poco evitar ya desde el principio una muchedumbre  de cuestiones, de cuyos laberintos o no se saldría jamás, o se saldría  para caer en los mayores absurdos; no es poco, si se quieren examinar  estas mismas cuestiones, el tenerlas ya resueltas de antemano en lo que  encierran de más importancia el saber dónde está la verdad, dónde el  peligro de extravíos. Entonces el filósofo es como aquel que seguro de  la existencia de una mina en algún lugar, no gasta el tiempo en vano  para descubrirla; sino que fijándose luego sobre el verdadero terreno,  aprovecha ya desde un principio todas sus investigaciones y trabajos.  Aquí está la razón de la inmensa ventaja que llevan en estas materias  los filósofos modernos a los antiguos; éstos marchaban en tinieblas, a  tientas; aquéllos caminan precedidos de brillante luz, con paso firme y  seguro, en derechura al objeto. No importa que digan tan a menudo que  prescinden de la revelación; no importa que a veces la miren con desvío,  o quizás la combatan abiertamente; aun en este caso la religión los  alumbra, ella guía con frecuencia sus pasos porque no pueden olvidar mil  y mil ideas luminosas tomadas de la religión, ideas que han encontrado  en los libros, aprendido en los catecismos, chupado con la leche; ideas  que andan en boca de todos, que se han esparcido por todas partes, y que  como un elemento vivificante y benéfico, impregnan, por decirlo así, la  atmósfera que respiramos.  Cuando los modernos desechan la religión, llevan muy allá su ingratitud,  porque al propio tiempo que la insultan, se aprovechan de sus  beneficios.  No es aquí el lugar de entrar en pormenores sobre esta materia; fácil  sería aducir abundantes pruebas para confirmar cuanto acabo de  establecer; bastándome abrir las obras de un filósofo cualquiera de los  modernos y cotejarlo con los antiguos.  Pero semejante trabajo no fuera suficiente para los que no estén  versados en tales materias, y sería inútil para los que se han ocupado  en ellas. A la inteligencia y a la imparcialidad abandono la cuestión  con entera confianza; y estoy, seguro ele que convendrán conmigo en que  siempre que los filósofos modernos hablan del hombre con verdad y  dignidad, se encuentra en su lenguaje el sabor de las ideas cristianas.  631 Si tal es la influencia del Catolicismo con respecto a ciencias que,  limitándose al orden puramente especulativo, dan lugar a que campee y  con mayor libertad y lozanía el ingenio del filósofo; si, con respecto a  esas ciencias, lejos de limitar en nada la extensión del entendimiento,  le ensancha sobremanera; si lejos de abatir su vuelo, sólo hace que sea  éste más alto, más osado, pero más seguro, más libre de vaguedad y de  extravío; ¿qué diremos si fijamos nuestra consideración en las ciencias  morales?  Todos los filósofos juntos, ¿que han descubierto en moral que no se  halle en el Evangelio? En pureza, en santidad, en elevación, ¿hay  doctrina que se aventaje a la enseñada por la religión católica? Preciso  es en esta parte hacer justicia a los filósofos, aun a los más enemigos  de la religión cristiana; han atacado sus dogmas, se han burlado de su  divinidad, pero llegándose a tratar de la moral la han respetado; no sé  qué fuerza secreta los ha impelido a hacer una confesión que debía  serles muy dolorosa: “sí, han dicho todos, no puede negarse, su moral es  excelente.”  Hay en el Catolicismo algunos dogmas, que ni puede decirse que  pertenezcan directamente a Dios, ni al hombre, ni a la moral, en el  sentido que damos por lo común a esta palabra. Claro es que siendo la  religión católica religión revelada, de un orden muy superior a todo  cuanto puede concebir el entendimiento humano, destinada a conducirnos a  un fin que con solas nuestras fuerzas no podríamos alcanzar ni imaginar  siquiera; y partiendo además del principio que la naturaleza está caída  y corrompida, y que por consiguiente necesita una reparación y  purificación, debía encerrar algunos dogmas que enseñasen el modo con  que se habían hecho en general y con que se hacían en particular dicha  reparación y purificación, y explicasen cuáles eran los medios de que  Dios quería servirse para conducir a los hombres a la bienaventuranza  eterna.  He aquí los dogmas de la Encarnación, de la Redención, de la Gracia y de  los Sacramentos. Ancho campo abrazan, vastas son las relaciones que  tienen con Dios y los hombres; y en todos ellos es y ha sido siempre  inalterable la fe de la Iglesia católica. Y ¡cosa notable!, a pesar de  esa amplitud, no se encuentra siquiera un solo punto en que pueda  decirse que embargan la libre acción del entendimiento en todo linaje de  investigaciones.  La razón es la misma que llevo indicada. Cuantos hayan hecho un estudio  comparativo de las ciencias filosóficas y de las teológicas habrán  podido observar que por lo tocante a los extremos indicados, anda la  teología en una región tan diferente, tan superior, que apenas es  atmósfera filosófica.  Son dos órbitas, ambas grandes, ir que ocupan posición muy distante en  la inmensidad, y el hombre quiere aproximarlas a veces, quiere que se  crucen, quiere que una ráfaga de luz terrenal penetre en aquella región  de arcanos incomprensibles; pero apenas sabe cómo hacerlo; él mismo  siente su debilidad, y le oiréis confesar que habla por congruencias,  por analogías, no más que para darlo a entender mejor; y la Iglesia se  lo tolera en gracia de su buena voluntad, y a veces le estimula a  hacerlo así, para que en cuanto cabe, los dogmas incomprensibles se  acomoden algún tanto a la capacidad de los pueblos.  Después de haber discurrido tanto los filósofos sobre los atributos de  la Divinidad, y sobre las relaciones del hombre con Dios, ¿han  encontrado nada que se oponga a esos dogmas del Catolicismo?  ¿Han tropezado nunca con ellos, como con un embarazo que no les  consintiera pasar adelante en sus investigaciones?  En la revolución filosófica provocada por Descartes en el siglo XVIl,  hay que notar un hecho singular que arroja mucha luz sobre la materia.  Conocida es la doctrina de la religión católica con respecto al augusto  misterio de la Eucaristía; sabido es también en qué consiste el dogma de  la transustanciación, y que muchos teólogos para explicar el fenómeno  sobrenatural que se verifica después de consumado el milagro, apelaban a  la doctrina de los accidentes y a su distinción de la sustancia.  La teoría de Descartes, y de casi todos los filósofos modernos, era  incompatible con esa explicación, pues que negaban la existencia de los  accidentes como distintos de la sustancia; por lo cual parecía a primera  vista que había de resultar de aquí algún compromiso para la doctrina  católica, y que la Iglesia se había de poner en lucha con los sistemas  de los filósofos.  ¿Y ha sucedido así? No; examinada a fondo la cuestión, se ha encontrado  que el dogma católico estaba en una región mucho más elevada, a la que  no podían alcanzar las vicisitudes de la doctrina filosófica que tanto  parecía rozarse con él; y por más que hayan disputado los teólogos, por  más cargos que se hayan hecho unos a otros, por más consecuencias que se  hayan querido sacar de la nueva doctrina para presentarla como  peligrosa, la Iglesia se ha mostrado ajena a sus disputas, superior a  los pensamientos de los hombres, y se ha mantenido en aquella actitud  grave, majestuosa, inalterable, que tan bien asienta en la conservadora  del sagrado depósito que le fué encomendado por Jesucristo.  Ésta es la libertad que deja la Iglesia a los filósofos para explayar su  ingenio en todas materias; no necesita andar siempre con restricciones y  cortapisas; los sagrados dogmas de que es depositaria se hallan en  región tan encumbrada, que apenas puede encontrarse con ellos el hombre,  que en sus investigaciones no quiera apartarse de los senderos de la  verdadera filosofía.  633 Pero esta razón tan grande, y al propio tiempo tan débil, se hincha a  veces en demasía, levanta con orgullo una frente altanera e insultante;  en nombre de la libertad y de la independencia pide el derecho de  blasfemar de Dios, de negar al hombre su libre albedrío, y al alma su  espiritualidad, su inmortalidad, y la elevación de su origen y destinos;  entonces sí, lo confesamos, y lo confesamos con noble orgullo, entonces  la Iglesia levanta su voz, no para oprimir, no para tiranizar el  entendimiento del hombre, sino para defender los derechos del Ser  supremo, y de la dignidad humana; entonces se opone con firmeza  inflexible a esa libertad insensata, que consiste en el funesto derecho  de decir todo linaje de desvaríos.  Esta libertad no la tenemos los católicos, pero tampoco la queremos;  porque sabemos que también en estas materias hay un linde sagrado que  distingue entre la libertad y la licencia.  Dichosa esclavitud, por la cual quedamos privados de ser ateos o  materialistas, de dudar que nuestra alma viene de Dios y se dirige a  Dios; de que en pos de los sufrimientos que agobian en esta vida al  infortunado mortal, hay preparada por los méritos de un Hombre-Dios otra  vida eternamente feliz.  Por lo que toca a las ciencias que versan sobre las sociedad, me parece  que podré excusarme de vindicar a la religión católica del cargo de  opresora del entendimiento humano, cuando las extensas consideraciones  en que llevo expuestas sus doctrinas, y su influencia con respecto a la  naturaleza y extensión del poder, y a la libertad civil y política de  los pueblos, dejan más claro que la luz del día, que la religión  católica sin descender al terreno de pasiones y pequeñez en que se  agitan los hombres, enseña la doctrina más a propósito para la verdadera  civilización y bien entendida libertad de las naciones.  Trataré, pues, brevemente de las relaciones del principio católico en lo  que toca al estudio de la naturaleza. Ciertamente que no es fácil ver  en qué puede dañar dicho principio al adelanto del espíritu humano en  las ciencias naturales. Digo que no es fácil verlo, y podría añadir que  es imposible atinarlo; y todo esto por una razón muy sencilla, fundada  en un hecho que está al alcance de todo el mundo, y es, que la religión  católica se manifiesta en extremo reservada en todo cuanto pertenece a  conocimientos puramente naturales. Diríase que Dios se propuso dar una  severa lección a nuestra excesiva curiosidad; leed la Biblia y os  quedaréis convencido de cuanto acabo de asentar.  Y no es que en la Biblia no se hable de la naturaleza, sino que allí se  nos la presenta bajo su aspecto hermoso, grande, sublime, donde se  ofrece todo en grupo, todo animado, con sus vastas relaciones, con sus  altos fines, pero sin análisis, sin descomposición de ninguna clase; el  pincel del pintor, la fantasía del poeta encontrarán allí magníficos  modelos; pero el filósofo observador se hallará sin los datos que busca.  No quería el Espíritu Santo hacer naturalistas, sino virtuosos; por  esto, sólo nos presenta los portentos de la creación bajo el aspecto más  a propósito para excitar en nosotros la admiración y gratitud hacia el  Autor de tantas maravillas y beneficios. La naturaleza tal como viene  mostrada en el sagrado texto, satisface poco la curiosidad filosófica;  pero en cambio, recrea y engrandece la fantasía, hiere y penetra en el  corazón.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXX  Examen histórico de la influencia del Catolicismo en el desarrollo del  en tendimiento humano. Se combate la opinión de Al. Guizot. Juan  Erigena. Roscelín y Abelardo. San Anselmo.  POR LA RÁPIDA ojeada que acabamos de dar sobre los varios ramos  científicos en sus relaciones con la autoridad de la Iglesia, resulta  bien en claro que la pretendida esclavitud del entendimiento de los  católicos es un vano espantajo; que es falso que nuestra fe impida ni  entorpezca en nada el adelanto de las ciencias.  Pero como sucede a menudo que los raciocinios al parecer más sólidos  flaquean por alguna parte desconocida, y que cuando se los pone al lado  de los hechos se descubre su vicio, será bien hacer la prueba en la  cuestión que nos ocupa; pues no dudo que ganará mucho con ello la causa  de la verdad. Tomaremos la cosa desde su principio.  Afirma M. Guizot que la lucha entre la Iglesia y los defensores del  libre pensar comenzó en los siglos medios. Después de habernos recordado  los esfuerzos de Juan Erigena, Roscelín y Abelardo, y la alarma que  esas tentativas causaron a la Iglesia, nos dice: “entonces empezó la  lucha entre el clero y los que se declaraban defensores del libre  pensamiento; entonces tuvo principio ese grande hecho que tanto lugar  ocupa en los siglos XI y XII, que tantos efectos produjo en la Iglesia  teocrática y monástica.” (Historia general de la civilización europea.  Lección 6.)  635 Se conoce por todo el texto de la obra de M. Guizot que en su  opinión el cargo más fundado que hacerse podía a la Iglesia católica era  el de cortar el vuelo al pensamiento, siendo éste el punto en que el  sistema protestante llevaba mucha ventaja al Catolicismo.  Esta idea que se proponía desenvolver más cumplidamente al tratar de  propósito de la revolución religiosa del siglo XVI, debía estar ya como  en semilla en lo que hubiese asentado en sus lecciones anteriores; pues,  de otra manera, se hubiese presentado el hecho aislado, y hubiera  perdido de su importancia.  Además, era menester también que la resistencia de los protestantes a la  Iglesia católica no pareciese un hecho cualquiera, sino que se  ofreciese como la expresión de un pensamiento grande y generoso, como la  proclamación de la libertad del espíritu humano.  Para alcanzar estos extremos era necesario que por una parte se nos  mostrase la Iglesia como si hubiera salido en los siglos medios con una  pretensión que no había tenido anteriormente; y que por otro lado se  ensalzasen ciertos escritores que resistieron a pretensiones semejantes,  y se ponderase sobremanera la vasta extensión de sus miras.  Este es el hilo del discurso de M. Guizot; y aquí se encuentra la razón  de los esfuerzos que hace en el lugar citado para preparar el triunfo de  sus opiniones. Anduvo empero con tan poco acierto, que no parece sino  que había olvidado los hechos más palpables de la historia de la  Iglesia, y que no sabía siquiera cuáles fueron las doctrinas de los tres  campeones cuyos nombres invoca con tanta complacencia.  Para que no se diga que procedo de ligero, citaré literalmente palabras;  helas aquí: “Presentaba la Iglesia el mejor aspecto, y parecía ya que  todo se había convertido en provecho de su unidad, cuando se levantaron  en su seno mismo algunos hombres emprendedores, que, sin atacar en lo  más mínimo los dogmas y las creencias establecidas, pedían a voz en  grito el derecho de hacer intervenir el examen en materias religiosas y  en asuntos de fe.  Juan Erigena, Roscelín, Abelarlo : he aquí los sabios que se declararon  intérpretes ele la razón humana, defensores de su libre ejercicio,  impugnadores acérrimos de la autoridad del hombre como justo criterio en  asuntos de religión: he aquí los que agregaron sus esfuerzos a los  esfuerzos reformadores de Hildebrando y, de San Bernardo. Al investigar  la naturaleza y carácter de ese movimiento, no se ve que tendiese a un  cambio radical en las opiniones, que encerrase una revolución contra las  creencias recibidas: nada de esto; sólo se pretendía raciocinar 636  libremente, romper hasta en cuestiones de fe las trabas de la  autoridad.” (Historia general de la civilización europea. Lección S.)  Dejemos aparte la singular extrañeza de presentar unidos los esfuerzos  de Juan Erigena, Roscelín y Abelardo, con los esfuerzos reformadores de  Hildebrando, o sea san Gregorio, y de san Bernardo; éstos trataban de  reformar la Iglesia por medios legítimos, de hacer al clero más  venerable haciéndole más virtuoso, de conciliar más acatamiento a la  autoridad santificando las personas que la ejercían; aquéllos, según M.  Guizot, combatían esa autoridad en materias de fe, es decir, que  trataban de derribar, y por eso aplicaban la segur a la misma raíz;  éstos eran reformadores; aquéllos devastadores; y sin embargo ¡sus  esfuerzos se nos muestran unidos, como si conspiraran al mismo fin, cual  si se encaminaran al mismo objeto!  Pobre cosa fuera la filosofía de la historia si consentir pudiese tal  confusión de ideas; menguado progreso harán en esta ciencia los que se  contenten con tan extraña manera de observar los hechos.  Mas dejemos, repito, tan singulares aberraciones, para fijarnos  particularmente en dos objetos: la importancia de los tres escritores  que tanto se nos ensalzan, y la idea que se nos da de su movimiento de  resistencia. Estoy seguro que los nombres de Juan Erigena y de Roscelín  se pronuncian ya con respeto por los que, deseando pasar por filósofos  en la historia sin haberla leído siquiera, se ven precisados a  contentarse con esas lecciones fáciles, que se escuchan en breve rato, o  se estudian en una velada: les bastará que se los haya nombrado con  énfasis, y apellidado hombres emprendedores, sabios, intérpretes de la  razón humana, defensores de su libre ejercicio, para creer que las  ciencias no les deben menos a Erigena y a Roscelín, que a Descartes o  Bacón.  A no recordar las observaciones arriba emitidas sobre la posición en que  se encontraba Guizot, no sería fácil atinar por qué quiso presentar  como nuevo y extraordinario lo que era viejo y común; cómo pudo decir  que empezó la Iglesia a luchar con la libertad del pensamiento, por  haber reprimido a Erigena, Roscelín y Abelardo; cómo señaló a estos tres  escritores cual si su influencia hubiera sido muy trascendental, cuando  no tuvieron otra que la de cualesquiera sectarios, de que tantos  ejemplos se habían visto en los tiempos anteriores.  Y a la verdad ¿quién era ese Juan Erigena?  Un escritor que, poco versado en las ciencias teológicas, y engreído con  el favor que le dispensaba Carlos el Calvo, esparció unos cuantos  errores sobre la Eucaristía, sobre la predestinación y la gracia; aquí  no se ve otra cosa que un hombre que se aparta de la doctrina de la  Iglesia; y cuando Nicolás I trata de reprimirle, vemos un papa que  cumple con su deber.  637 ¿Qué hay en todo eso de nuevo, de extraordinario? ¿Acaso en la  historia de la Iglesia, ya desde el tiempo de los apóstoles, no  encontramos una cadena de hechos semejantes?  Lo repito: es imposible atinar cómo pudo juzgarse oportuno el  recordarnos el nombre de Erigena, cuando ni sus errores tuvieron  notables consecuencias, ni la misma época en que vivió puede mirarse  como muy influyente en el desarrollo del entendimiento en los tiempos  sucesivos.  Juan Erigena vivía en el siglo XI, el cual no pertenece al movimiento de  los siguientes; pues es cosa sabida que el siglo X fue el máximun de la  ignorancia de los siglos medios, y que sólo comenzó el movimiento  intelectual a fines del X y principios del XI. Entre Erigena y Roscelín  median dos siglos.  Por lo que toca a Roscelín y Abelardo, es más fácil de concebir por qué  se nos citan a este propósito; pues nadie ignora el ruido que metió en  el mundo Abelardo por sus doctrinas, y más tal vez por sus aventuras; y  en cuanto a Roscelín, no deja también de llamar la atención, no sólo por  sus errores, sino y principalmente por haber sido el maestro de  Abelardo.  Para dar una idea del espíritu que guiaba a esos hombres, y del aprecio  que debe hacerse de sus intentos, es necesario entrar en algunos  pormenores sobre su vida y doctrinas. Era Roscelín uno de los hombres  más cavilosos de su tiempo: dialéctico sutil, y ardiente partidario de  la secta de los nominales, sustituyó sus opiniones a la enseñanza de la  Iglesia; llegando a errar gravísimamente sobre el augusto misterio de la  Trinidad.  La historia nos ha conservado un hecho que prueba de un modo  incontestable su insigne mala fe, y su falta ele probidad y de pudor.  Cuando propalaba Roscelín sus errores, vivía san Anselmo, que después  fue arzobispo de Cantorberi, y que a la sazón era abad de Bec.  Había muerto algún tiempo antes Lanfranco, arzobispo de la nombrada  silla, con una reputación de virtud y de buena doctrina que nada dejaba  de desear. Roscelín creyó que sus errores ganarían mucho concepto si  podían verse autorizados con un nombre respetable; y echando mano de la  más negra calumnia, afirmó que sus opiniones eran las mismas del  arzobispo Lanfranco, y de Anselmo, abad de Bec.  No podía responderle Lanfranco porque había muerto ya; pero el abad de  Bec se defendió vigorosamente de tan injusta imputación, vindicando al  propio tiempo a Lanfranco, que había sido su maestro. Las obras de san  Anselmo no nos dejan duda alguna sobre cuáles eran los errores de  Roscelín, pues que en ellas los encontramos formulados con toda  precisión. A decir verdad, tampoco se puede atinar por qué M. Guizot dio  tanta importancia a ese hombre, ni por qué nos lo había de señalar como  uno de los principales defensores de la libertad del pensamiento,  cuando no encontrarnos en él nada que le distinga de los demás herejes.  638 Es un hombre que cavila, que sutiliza y que yerra; pero esto es una  cosa tan trivial en la historia de la Iglesia, que ni siquiera causa la  menor novedad.  Mas digno es de que llame nuestra atención el famoso Abelardo, dado que  su nombre se ha lecho tan célebre, que no hay quien no esté al corriente  de sus tristes aventuras. Discípulo de Roscelín, e igualmente hábil que  su maestro en la dialéctica de su siglo, dotado de grandes talentos y  sediento de ostentarlos en las principales arenas literarias, llegó a  granjearse más alta reputación que no alcanzara jamás el dialéctico de  Compiegne.  Sus errores en gravísimas materias acarrearon males de cuantía a la  Iglesia, y no dejaron de ocasionarle a él mismo muy graves disgustos.  Más no es verdad lo que dice con respecto a él M. Guizot, que no tanto  fueron reprobadas sus doctrinas como su método: y que tanto él como su  Maestro Roscelín, no se proponían un cambio radical de doctrinas.  Afortunadamente tenernos testimonios irrecusables que no nos dejan  ninguna duda de que no fue el método lo que se culpó en Roscelín, sino  su error sobre la Trinidad; así como se conservan todavía en forma de  artículos los varios errores entresacados de las obras de Abelardo.  Sabemos por san Bernardo que sobre la Trinidad pensaba como Arrio, sobre  la Encarnación como Nestorio, y sobre la Gracia como Pelagio: y ya se  ve que todo esto no sólo tendía a un cambio radical de doctrinas, sino  que ya de suyo lo era.  No se no oculta que Abelardo pretendió ser falsos semejantes cargos,  pero ya sabemos lo que valen tales negativas; y lo cierto es que en la  fangosa asamblea de Seas, provocada por el mismo Abelardo, no pudo  responder palabra al santo abad de Claraval que le echó en cara sus  errores, presentando las mismas proposiciones entresacadas de sus obras,  e invitándole a que o las defendiese o las abjurase.  En tan terrible apuro se encontró Abelardo al verse cara a cara con  adversario tan respetable, que por de pronto no atino a responder -otra  cosa sino que apelaba a Roma. Y si en el concilio de Sens por respeto a  la Santa Sede se abstuvo de condenar la persona del novador, no dejó por  eso de condenar sus errores; condenación que fue aprobada por el Sumo  Pontífice y extendida a la misma persona. Por los artículos que  contienen los errores de Abelardo, no se ve que este escritor tuviera  como idea capital la proclamación de la libertad del pensamiento.  Se conoce, sí, que se abandonaba demasiado a sus propias cavilaciones;  pero no hacía más que dogmatizar erróneamente sobre los puntos más  graves, cosa que habían hecho ya todos los herejes que le habían  precedido.  639 M. Guizot debía saber todo esto, y no se por qué lo olvidó, ni por  qué quiso atribuir a dichos autores una importancia que en realidad no  merecen.  Buscando la razón que pudo inducir a M. Guizot a recordarnos con tanto  énfasis los nombres de Roscelín y Abelardo, ocurre desde luego que se  proponía buscar a los protestantes algunos predecesores ilustres; y como  quiera que Roscelín y Abelardo no carecieron de talentos y ye saber, y  por otra parte vivieron en la misma época en que se desplegaba en Europa  el movimiento intelectual, debió parecerle muy oportuno sacar a la  escena a estos novadores, para manifestar que ya desde el principio del  desarrollo del entendimiento habían levantado la voz en pro de la  libertad de pensar los hombres mas famosos.  Aun cuando pudiera probarnos M. Guizot que Erigena, Roscelín y Abelardo  sólo se propusieron proclamar el examen privado en materias de fe, no se  seguiría de aquí que aquellos novadores no quisieran un cambio radical  en las doctrinas, ya que nada puede haber más radical en materias de fe  que lo que ataca la raíz de la certeza, que es la autoridad. No se  inferiría tampoco que la Iglesia condenando sus errores se hubiese  alarmado por un simple método, pues si este método había de consistir en  sustraer el entendimiento al yugo de la autoridad aun en materias de  fe, era ya de sí un error gravísimo, combatido en todos los tiempos por  la Iglesia católica, que jamás ha consentido ni tolerado que se pusiese  en duda su autoridad en cuestiones dogmáticas.  Sin embargo, si los citados novadores se hubiesen presentado combatiendo  principalmente la autoridad en materias de fe, hubiera tenido razón M.  Guizot en hacernos notar sus nombres, como que indicaban una nueva  época; pero ¡cosa singular! no se halla que formulasen principalmente  sus proposiciones en favor de la independencia del pensamiento y contra  la autoridad en materias de fe, no se halla que la Iglesia los condenara  sólo por tal motivo, pero sí por otros errores. ¿Dónde están, pues, la  exactitud, ni la verdad histórica en que parece debían de estribar un  hombre como M. Guizot? ¿Cómo se permitía esa libertad de introducir sus  pensamientos en lugar de los hechos, dirigiéndose como se dirigía a un  auditorio numeroso?  Bien conocía M. Guizot que estas son materias que todo el mundo trata, y  que pocos profundizan, y que para excitar simpatías en los hombres  superficiales, bastaba hablarles pomposamente de la libertad del  pensamiento, pronunciar nombres que muchos oirían sin duda por la  primera vez, como Erigena y Roscelín, y sobre todo mentar el apellido  del infortunado amante de Eloísa.  Como a M. Guizot no podía ocultársele que flaqueaban un tanto las  observaciones que iba emitiendo sobre aquella época, trató de remediarlo  insertándonos un trozo de la Introducción a la Teología, de Abelardo:  texto que a mi juicio está muy lejos de probar lo que se propone el  publicista.  Se nos quiere persuadir que empezaba ya a reinar entonces un fuerte  espíritu de resistencia a la autoridad de la Iglesia en materias de fe, y  que el entendimiento del hombre estaba ya impaciente por romper las  trabas con que se le tenía encadenado. Según M. Guizot, parece que a  ruego de sus propios discípulos se arrojó Abelardo a sacudir el yugo de  la autoridad, y que los escritos del novador fueron ya en cierto modo la  expresión de una necesidad que se hacía sentir con mucha fuerza, de un  pensamiento que se agitaba de antemano en muchas cabezas.  He aquí las palabras a que me refiero: “Al investigar -dice M. Guizot-  la naturaleza y carácter de ese movimiento, no se ve que tendiese a un  cambio radical en las opiniones, que encerrase una revolución contra las  creencias recibidas; nada de esto; sólo se pretendía raciocinar  libremente, romper hasta en cuestiones de fe las trabas de la  autoridad”.  Ya hemos visto cuán ajeno está de toda verdad lo que asienta aquí el  escritor; y que, aun cuando se hubiese atacado solamente el principio de  autoridad, esto ya encerraba un cambio radical en las opiniones, una  revolución contra las creencias recibidas; pues que la infabilidad de la  Iglesia era un dogma en sí, y además era la base de todas las  creencias.  Harto me parece que lo ha demostrado la experiencia, desde la aparición  del Protestantismo en el primer tercio del siglo XVI. Pero dejemos  proseguir a M. Guizot: “Dísenos el mismo Abelardo en su Introducción a  la Teología, que sus discípulos le pedían argumentos propios para  satisfacer la razón; que les enseñase no a repetir sus explicaciones,  sino a comprenderlas; porque nadie sabría creer sin haber antes  comprendido, y hasta ridículo sería enseñar cosas que no habían de  comprender ni el profesor ni los discípulos. . .”  ¿Cuál puede ser el objeto de una sana filosofía sino conducirnos al más  perfecto conocimiento de Dios, donde deben ir a parar todas nuestras  meditaciones, todos nuestros estudios? ¿Con qué miras se permite a los  fieles la lectura de las cosas del siglo, y hasta de los libros de los  gentiles, sino para disponer su inteligencia a alcanzar las verdades de  la Santa Escritura, para adiestrar su discurso en defenderlas?  Es por lo mismo indispensable emplear todas las fuerzas de la razón, a  fin de impedir que en cuestiones tan difíciles y complicadas como las  que se ofrecen a cada paso en el estudio de las doctrinas del Evangelio,  no alteren jamás la pureza de nuestra fe las sutilezas de sus enemigos.  641 No puede negarse que en la época en que figuraba Abelardo se había  despertado una viva curiosidad, que excitaba al espíritu a emplear sus  fuerzas para darse razón de las cosas que creía; pero no es verdad que  la Iglesia se opusiera a ese movimiento, considerado como un método  científico, en cuanto no saliese de los límites legítimos, extendiéndose  a combatir o socavar los dogmas de fe.  No cabe presentar la Iglesia de un modo más desfavorable del que lo hace  M. Guizot en este lugar: no cabe un olvido, mejor diré, una alteración  mas completa de los hechos. “A pesar -dice- de hallarse ocupada la  Iglesia en su reforma interior, no dejó por esto de sentir y comprender  la trascendencia de aquel movimiento; se alarmó vivamente de los  ulteriores resultados que pudiera dar de sí, y declaró inmediatamente la  guerra a los innovadores, tanto más temibles, cuanto eran sus métodos y  no sus doctrinas los que amenazaban el golpe”.  He aquí a la Iglesia conspirando contra el desarrollo del pensamiento, y  sofocando con mano fuerte las tentativas que hacía para dar sus  primeros pasos en el camino de las ciencias; hela aquí prescindiendo ele  las doctrinas y combatiendo los métodos; y todo esto introducido como  una novedad; pues según M. Guizot, “entonces empezó la lucha entre el  clero y los que se declaraban defensores del libre pensamiento, entonces  tuvo principio ese grande hecho que tanto lugar nos ocupa en los siglos  XI y XII que tantos efectos produjo en la Iglesia teocrática y  monástica.  Las quejas de Abelardo y hasta cierto punto las de San Bernardo, los  concilios de Soissons y Sens que condenaron al primero, son una  verdadera expresión de aquel hecho, que por un oculto eslabonamiento de  resultados se ha perpetuado hasta los tiempos más modernos”.  Siempre la misiva confusión de ideas. Ya lo he dicho, y es preciso  repetirlo: la Iglesia no ha condenado ningún método, lo que ha condenado  son errores; a no ser que se entienda el método que tanto agrada M.  Guizot, de “romper hasta en cuestiones de fe las trabas ele la  autoridad”; lo que no es un simple método, sino un error de alta  trascendencia.  Al reprobar una doctrina perniciosa, subversiva de toda fe, cual es la  que niega la infalibilidad de la Iglesia en puntos de dogma, no tuvo  ésta ninguna pretensión nueva; su conducta fue la misma que había tenido  desde el tiempo de los apóstoles y que ha observado después. En  propagándose alguna doctrina que ofrezca peligro, la examina, la coteja  con el sagrado depósito de verdad que le está confiado: si la doctrina  no repugna a la verdad divina, la deja correr a sus anchuras, porque no  ignora que Dios ha entregado el mundo a las disputas de los hombres;  pero, si se opone a la fe, es condenada irremisiblemente, sin  consideración ni condescendencia.  642 Que si lo contrario hiciera, se negaría a sí misma, dejaría de ser  quien es, no sería la celosa depositaria de la verdad divina. Si  consintiese que se pusiera en duda su autoridad infalible, desde aquel  momento se olvidaría de una de sus obligaciones más sagradas, y, no  tendría derecho a que se la creyese; pues que manifestando que le es  indiferente la verdad, mostraría bien a las claras que no es una  religión bajada del cielo, y por consiguiente entraría en la esfera de  las ilusiones humanas.  Cabalmente a la época a que se refiere M. Guizot, hay un hecho que  indica que la Iglesia dejaba campo libre donde pudiera espaciarse el  pensamiento. Sabido es de cuanta reputación disfrutó san Anselmo todo el  tiempo de su vida, y en cuanta estima fue tenido por los pontífices de  su tiempo; y sin embargo san Anselmo pensaba con la mayor libertad, y en  el prólogo de su Monólogo nos dice que algunos le suplicaban que les  enseñase a explicar las cosas por la sola razón, y prescindiendo de la  Sagrada Escritura.  No teme el santo condescender a sus súplicas, y se propone contentarlos  escribiendo a este propósito el citado opúsculo, y no deja de adoptar en  otras partes el mismo método. Como ahora pocos se cuidan de escritores  antiguos, quizás no serán muchos los que hayan leído alguna vez las  obras de este santo; y no obstante se encuentra en ellas una claridad de  ideas, una solidez de razones, y sobre todo un juicio tan sobrio y  templado, que apenas parece posible que desde el principio del  movimiento intelectual se elevase tan alto el pensamiento. Allí se ve la  mayor libertad de pensar unida con el respeto debido a la autoridad de  la Iglesia: y qué lejos de que este respeto debilitase en nada el vigor  del pensamiento, sólo servía para alumbrarle y robustecerle.  Allí se ve que no era sólo Abelardo quien enseñaba no a repetir sus  lecciones, sino a comprenderlas; pues que algunos años antes estaba  haciendo esto mismo san Anselmo, con una claridad y solidez muy  superiores a lo que podía esperarse de su tiempo. Se ve también, que se  trataba en la Iglesia católica de servirse de la razón hasta donde fuera  posible; sabiendo empero respetar los lindes que le señala su propia  debilidad, e inclinándose respetuosamente ante el sagrado velo que  encubre augustos misterios.  En las obras de este sabio escritor se verá que no era Abelardo quien  había de enseñar al mundo que “el objeto de una sana filosofía es  conducirnos al más perfecto conocimiento de Dios, y que es indispensable  emplear todas las fuerzas de la razón a fin de impedir que en  cuestiones tan difíciles y complicadas como las que se ofrecen a cada  paso en el estudio de las doctrinas del Evangelio, no alteren jamás la  pureza de nuestra fe las sutilezas de sus enemigos”.  643 Pero en la profunda sumisión que muestra el santo a la autoridad de  la Iglesia, en la cándida entereza con que reconoce los límites del  entendimiento humano, échase de ver que estaba en la persuasión de que  nos es posible creer antes de comprender; pues que no es lo mismo estar  cierto de la existencia de una cosa, que conocer claramente su  naturaleza.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXXI  La religión y el entendimiento en Europa. Diferencia del desarrollo  intelectual entre los pueblos antiguos y los europeos. Causas de que en  Europa se desarrollase tan pronto el entendimiento. Causas del espíritu  de sutileza. Servicio prestado por la Iglesia al entendimiento,  oponiéndose a las cavilaciones de los innovadores. Comparación entre  Roscelín y San Anselmo. Reflexiones sobre San Bernardo. Santo Tomás de  Aquino. Utilidad de su dictadura escolástica. Grandes beneficios que  produjo al espíritu humano la aparición de Santo Tomás.  YA QUE nos hemos trasladado a los siglos XI y XII, para examinar cuál  había sido en ellos la conducta de la Iglesia con respecto a los  novadores, detengámonos algunos instantes en la misma época, como en un  excelente punto de vista, para observar desde allí la marcha del  espíritu humano.  Se ha dicho que el desarrollo del entendimiento había sido en Europa  enteramente teológico; esto es verdad, y, verdad necesaria. La razón es  muy sencilla: todas las facultades del hombre se desenvuelven conforme a  las circunstancias que le rodean: y así como su salud, su temperamento,  sus fuerzas y hasta su color y estatura, dependen del clima, de los  alimentos, del tenor de vida, y otras circunstancias que le afectan, así  también las facultades intelectuales y morales llevan el sello de los  principios que preponderan en la familia y sociedad de que forma parte.  En Europa el elemento predominante era la religión; se la oye, se la ve,  se la encuentra en todos los objetos; sin ella no se descubre en ningún  punto un principio de acción y de vida; y así era preciso que todas las  facultades del europeo se desenvolviesen en un sentido religioso. Si  bien se observa, no era sólo el entendimiento el que presentaba ese  carácter: era también el corazón, hasta las pasiones, todo el hombre  moral; de suerte que así como no se puede dar un paso en ninguna  dirección de Europa sin tropezar con algún monumento religioso, tampoco  se puede examinar ninguna facultad del europeo sin encontrar la huella  de la religión.  644 Lo que sucedía en el individuo, se verificaba también en la familia y  en la sociedad: la religión era igualmente dueña de éstas que de aquél.  Un fenómeno semejante encontramos en todas partes donde el hombre haya  caminado hacia un estado más perfecto; pudiendo asegurarse como un hecho  constante en la historia del linaje humano, que jamás ninguna sociedad  adelantó por el camino de la civilización a no ser bajo la dirección e  impulso de los principios religiosos.  Verdaderos o falsos, razonables o absurdos, se los encuentra en todas  partes donde el hombre se perfecciona; y bien que sean dignos de lástima  algunos pueblos, por las monstruosidades supersticiosas en que se  precipitaron, todavía se debe confesar que bajo aquella superstición se  ocultaban gérmenes de bien, que no dejaban de proporcionar considerables  ventajas. Los egipcios, los fenicios, los griegos, los romanos, todos  eran muy supersticiosos; y sin embargo hicieron tantos adelantos en la  civilización y cultura, que nos asombran aún con sus monumentos y  recuerdos.  Fácil es reírse de una práctica extravagante o de un dogma descabellado;  pero no debe nunca olvidarse que hay una porción de principios morales  que sólo medran o se conservan estando bajo la sombra de las creencias;  principios indispensables para que el individuo no se convierta en un  monstruo, y no se quebranten todos los lazos de la sociedad y de la  familia.  Se ha hablado mucho contra la inmoralidad tolerada, consentida, y a  veces predicada por algunas religiones; por cierto que nada hay tan  lamentable como que sirva para extraviar al hombre aquello que debiera  ser su principal guía; pero si miramos al través de aquellas sombras,  que tanto nos chocan a primera vista, no dejaremos de descubrir algunas  ráfagas de luz, que nos harán mirar a las falsas religiones, no con  indulgencia, pero sí con menos horror que a las sistemas impíos que no  reconocen otro ser que la materia, ni otro Dios que el placer.  La sola conservación de la idea del bien y del mal moral, idea que sólo  tiene sentido en el supuesto de existir una divinidad, ya es de suyo un  beneficio inapreciable; y este beneficio lo traen siempre consigo las  religiones, aun las que permiten o mandan aplicaciones monstruosas o  criminales. Sin duda que se han visto en los pueblos antiguos, y se ven  todavía en los no iluminados por el cristianismo, aberraciones  lamentables; pero en medio de estas mismas aberraciones hay siempre  alguna luz; luz que por poco que brille, por pálidos y endebles que sean  sus rayos, vale incomparablemente más que las densas tinieblas del  ateísmo.  645 Entre los pueblos antiguos y los europeos había una diferencia muy  notable, y es que aquéllos marcharon hacia la civilización saliendo de  su infancia, y éstos se dirigían al mismo punto saliendo de aquel estado  indefinible, que resultó de la confusa mezcla que en la invasión de los  bárbaros se hizo de una sociedad joven con otra decrépita, de pueblos  rudos y feroces con otros civilizados y cultos, o más bien afeminados.  De aquí provino que en los pueblos antiguos se desplegó primero el  entendimiento que la imaginación.  En aquéllos, lo primero que se encuentra es la Poesía; en éstos, al  contrario, lo primero que hallamos es la Dialéctica y la Metafísica.  Investiguemos la causa de tamaña diferencia. Cuando un pueblo está en la  infancia, ya sea propiamente dicha, o bien porque habiendo vivido largo  tiempo en la estupidez, se encuentre en situación semejante a la de un  pueblo niño, abunda de sensaciones y se halla escaso de ideas.  La naturaleza con toda su majestad, con todas sus maravillas y secretos,  es lo que le afecta más vivamente; su lenguaje es magnífico,  pintoresco, poético; las pasiones no son refinadas, pero en cambio son  enérgicas y violentas; y el entendimiento que busca con candor la región  de la luz, ama la verdad pura y sencilla, la confiesa, la abraza sin  rodeos, y no es a propósito para sutilezas, cavilaciones y disputas. La  cosa de menos importancia le sorprende y admira con tal que hiera  vivamente los sentidos y la imaginación; y si un hombre le ha de  inspirar entusiasmo, es menester que le presente algo de sublime y  heroico.  Observando el estado de los pueblos de Europa en los siglos medios, se  nota desde luego que ofrecían alguna semejanza con un pueblo niño; pero  que eran también muchas y muy reparables las diferencias. Tenían las  pasiones mucha energía, agradaba también sobremanera lo extraordinario,  lo maravilloso; y a falta de realidades creaba la fantasía sombras  gigantescas. 37  La profesión de las armas era la ocupación favorita; las aventuras más  peligrosas eran buscadas con afán, y arrostradas con increíble osadía.  Todo esto indicaba desarrollo de sentimiento y de imaginación, en lo que  estas facultades encierran de más fuerte y brioso; pero ¡cosa notable!  mezclábase con tales disposiciones una afición singular a los objetos  puramente intelectuales; al lado de la realidad más viva, más ardiente y  pintoresca, se levantaban las abstracciones más frías y descarnadas.  Un caballero cruzado, ricamente vestido, rodeado de trofeos, radiante  con la gloria adquirida en cien combates; y un dialéctico sutil,  disputando sobre el sistema de los nominales y llevando las  abstracciones y cavilaciones hasta un punto ininteligible: he aquí dos  objetos por cierto poco parecidos; y sin embargo estos objetos  coexistían en la sociedad; y no como quiera, sino con mucho prestigio,  favorecidos con toda clase de obsequios y seguidos por ardientes  entusiastas.  646 Aun atendiendo a la situación extraña en que, según llevo indicado,  se encontraron las naciones de Europa, no es fácil explicar la razón de  esta anomalía. Se deja entender sin dificultad que los pueblos europeos,  en su mayor parte salidos de los bosques del Norte, y que habían vivido  por mucho tiempo en guerra, ya entre sí, ya con los conquistados,  debían de conservar con su hábitos guerreros, imaginación viva y fuerte,  y pasiones enérgicas y violentas; lo que no se concibe tan bien es su  inclinación a un orden de ideas puramente metafísico y dialéctico. No  obstante, profundizando la cuestión, no deja de conocerse que esta  anomalía tenía su origen en la misma naturaleza de las cosas.  ¿Por qué un pueblo en su infancia abunda de imaginación y de  sentimientos? Porque abundan los objetos que excitan esas facultades, y  porque éstos pueden ejercer su acción con más fuerza, a causa de que el  individuo se halla expuesto de continuo a la influencia de las cosas  exteriores. El hombre primero siente e imagina, después entiende y  piensa; así lo exigen en su naturaleza el orden y dependencia de las  facultades. Y he aquí la razón de que primero se desarrollen en un  pueblo la imaginación y las pasiones, que no el entendimiento: aquéllas  encuentran desde luego su objeto y su pábulo, éste no; y por lo mismo,  precedió siempre la edad de los poetas a la de los filósofos.  Infiérese de aquí que los pueblos niños piensan poco, porque carecen de  ideas; y en esto se halla una diferencia capital que los distingue de  los de Europa en la época de que hablamos: en Europa abundan las ideas.  Lo que explica por qué se hacía tanto aprecio de lo puramente  intelectual, aun en medio de la más profunda ignorancia; y por qué se  esforzaba el entendimiento en descollar también, cuando parece que no  había llegado su hora. Las verdaderas ideas de Dios, del hombre y de la  sociedad estaban ya esparcidas por todas partes, merced a la incesante  enseñanza del cristianismo; y como quedaban muchos rastros de la  sabiduría antigua, ya cristiana, ya gentil, resultaba que el  entendimiento de un hombre de alguna instrucción se hallaba en realidad  lleno de ideas.  A pesar de tamañas ventajas, claro es que por efecto de la ignorancia  acarreada por tantos trastornos, habíase de encontrar el entendimiento  abrumado y confuso con aquella mezcla que se le presentaba de erudición y  de filosofía; y que había de escasear de discernimiento y buen juicio,  para hacer de una manera provechosa el simultáneo estudio de la Biblia,  escritos de los Santos Padres, derecho civil y canónico, obras de  Aristóteles, y comentarios de los árabes.  647 Todo esto no obstante se estudiaba a la vez, de todo se disputaba  con ardor; y al lado de los errores y desvaríos que eran en tal caso  inevitables, marchaba la presunción, inseparable compañera de la  ignorancia. Para explicar con acierto varios puntos de la Biblia, de los  Santos Padres, de los códigos, de las obras de los filósofos, era  necesario prepararse con grandes trabajos, como lo ha enseñado la  experiencia de los siglos posteriores. Era preciso estudiar las lenguas,  registrar archivos, desenterrar monumentos, recoger de todas partes un  gran cúmulo de materiales; y luego ordenar, comparar, discernir; en una  palabra, era menester un gran fondo de erudición alumbrado por la  antorcha de la crítica.  Todo esto faltaba a la sazón, ni era dable adquirirlo, sino con el  transcurso de los siglos. ¿Y qué sucedía? Lo que por precisión debía  suceder, habiendo el prurito de explicarlo todo: ¿se ofrecía una  dificultad?, ¿faltaban datos, noticias para resolverla? Se echaba por el  atajo: en vez de estribar sobre un hecho, se estribaba sobre un  pensamiento; en lugar de un raciocinio sólido, se ponía una abstracción  cavilosa; ya que no era posible formar un cuerpo de sabia doctrina, se  amontonaba un confuso fárrago de ideas y palabras. ¿Quién, por ejemplo,  no se ríe o no se compadece de Abelardo, al verle ofrecer a sus  discípulos la explicación del profeta Ezequiel, y con la condición de no  tomarse sino un tiempo muy escaso para prepararse, y cumplir luego su  oferta?  ¿No les parece a los lectores, que en el siglo XII, y tratándose del  profeta Ezequiel, y estando poco preparado el maestro, debió de ser la  explicación muy, feliz e interesante?  Fue tanto el ardor con que se abrazó el estudio de la dialéctica y de la  metafísica, que en poco tiempo llegaron a eclipsar todos los demás  conocimientos. Esto acarreó gravísimo daño al espíritu; porque absorbida  toda su atención en su objeto predilecto, miró con indiferencia la  parte sólida de las ciencias, cuidó poco de la historia, no pensó en  literatura, resultando de aquí que no se desarrolló sino a medias.  Postergado todo lo relativo a imaginación y afectos, quedó dueño del  campo el entendimiento; y no en su parte útil, como lo es la percepción  clara y cabal, juicio maduro, y raciocinio sólido y exacto, sino en lo  que tiene de más sutil, caviloso y extravagante.  Me atreveré a decir que los hombres que culpan a la Iglesia por la  conducta que a la sazón observó con los novadores, han comprendido muy  mal la situación científica y religiosa en que entonces se encontraba la  Europa.  648 Ya hemos visto que cuando el entendimiento se apartó del verdadero  camino el desarrollo intelectual era religioso; y de aquí es que aún  conservó todavía este carácter; de lo que dimanó que se vieron aplicadas  a los más sublimes misterios las sutilezas más extrañas.  Casi todos los herejes de la época eran famosos dialécticos, y empezaron  a extraviarse por un exceso de sutilezas.  Roscelín era uno de los principales dialécticos de su tiempo, fundador  de la secta de los nominales, o al menos uno de sus principales  caudillos; Abelardo era célebre por su talento sutil, por su habilidad  en las disputas, y por su destreza en explicarlo todo conforme a su  talante; el abuso del ingenio le condujo a los errores de que he hablado  más arriba; errores que habría podido evitar si no se hubiera entregado  con tanto orgullo a sus vanos pensamientos. El espíritu de sutilizarlo  todo condujo a Gilberto de la Poirée a los errores más lamentables sobre  la Divinidad; y Amaurí, otro filósofo célebre al estilo de la época, se  calentó tanto el cerebro con la materia prima de Aristóteles, que llegó  a decir que esa materia era Dios.  La Iglesia se oponía con todas sus fuerzas a aquel hormiguero de errores  nacidos de cabezas alucinadas con fútiles argumentos, y desvanecidas  por un orgullo insensato; y es necesario desconocer enteramente los  verdaderos intereses de las ciencias, para no convenir en que la  resistencia de la Iglesia a los sueños de los novadores era muy  beneficiosa al progreso del entendimiento.  Aquellos hombres fogosos, que sedientos de saber se lanzaban con ardor  sobre la primera sombra que forjaban sus fantasías, habían menester en  gran manera las amonestaciones de una voz juiciosa que les inspirara  sobriedad y templanza. Daba apenas el entendimiento los primeros pasos  en la carrera del saber, y ya se figuraba saberlo todo; todo pretendía  conocerlo; excepto el necio, el no sé; como le echa en cara San Bernardo  al vanidoso Abelardo.  ¿Quién no se alegra para el bien de la humanidad y honor del humano  entendimiento, al ver a la Iglesia condenando los errores de Gilberto,  errores que a nada menos tendían que a trastornar las ideas que tenemos  de Dios; y los de Amaurí y su discípulo David de Dinant, que  confundiendo al Criador con la materia primera, destruían de un golpe la  idea de la Divinidad? ¿Le había de ser muy, saludable a Europa el  empezar su movimiento intelectual, arrojándose desde luego a la sima del  panteísmo?  Si el entendimiento humano hubiera seguido en su desarrollo el camino  por el cual le guiaba la Iglesia, se habría adelantado la civilización  europea, cuando menos, dos siglos; el siglo X hubiera podido ser el XVI.  Para convencerse de esta verdad no hay, más que comparar escritos con  escritos, hombres con hombres: los más adictos a la fe de la Iglesia se  levantaron a tal altura que dejaron muy atrás a su siglo.  649 Roscelín tuvo por adversario a San Ansemo; éste se mantuvo siempre  sumiso a la autoridad, aquél le fue rebelde; y ¿quién podría comparar al  sabio arzobispo de Cantorberi con el dialéctico de Compiegne?  ¡Qué diferencia tan grande entre el profundo y juicioso metafísico autor  del Monologio y Prosologio, y el frívolo disputador corifeo de los  nominales!  Las sutilezas y cavilaciones de Roscelín ¿valen algo si se las compara  con los elevados pensamientos del hombre que en el siglo XI llevaba ya  tan adelante sus ideas metafísicas, que para probar la existencia de  Dios sabía desprenderse de palabras vanas y quisquillosas, concentrarse  dentro de sí mismo, consultar sus ideas, analizarlas, compararlas con su  objeto, y fundar la demostración de la existencia de Dios en la misma  idea de Dios, adelantándose cinco siglos a Descartes?  ¿Quién entendía mejor los verdaderos intereses de la ciencia? ¿Dónde  está el funesto influjo que para apocar y estrechar el entendimiento de  San Anselmo, debió de ejercer esa autoridad tan temible de la Iglesia,  esa usurpación de los papas sobre los derechos del espíritu humano?  Y Abelardo, el mismo Abelardo, ¿puede acaso ponerse en parangón con su  adversario católico, con San Bernardo? Ni como hombre, ni como escritor,  ¿qué es Abelardo comparado con el insigne abad de Claraval?  Abelardo se empapa en todas las sutilezas de la escuela, se disipa en  disputas ruidosas, se desvanece con los aplausos de sus discípulos  alucinados por el talento y osadía del maestro, y más todavía por la  extravagancia científica dominante en aquel siglo; y sin embargo ¿que se  han hecho de sus obras?, ¿quién las lee?, ¿quién recurre a ellas para  encontrar una página bien razonada, la descripción de un grande suceso,  algún cuadro de las costumbres de la época, es decir, nada de cuanto  puede interesar a la ciencia o a la historia? ¿Y quién es el hombre  instruido que no haya buscado varias veces todo esto en los inmortales  escritos de San Bernardo?  No cabe más sublime personificación de la Iglesia combatiendo con los  herejes de su tiempo, que el ilustre abad de Claraval, luchando con  todos los novadores, y llevando, por decirlo así, la palabra en nombre  de la fe católica.  No cabe encontrar más digno representante de las ideas, de los  sentimientos que la Iglesia procuraba inspirar y difundir, ni expresión  más fiel del curso que el Catolicismo hubiera hecho seguir al espíritu  humano.  Parémonos un momento a la vista de esa columna gigantesca que se levanta  a una inmensa altura sobre todos los monumentos de del siglo; de ese  hombre extraordinario que llena el mundo con su nombre, que le levanta  con su palabra, le domina con su ascendiente; que le alumbra en la  oscuridad, que sirve como de misterioso eslabón para unir dos épocas tan  distantes como son la de San Jerónimo y San Agustín, y la de Bossuet y  Bourdaloue.  650 La relajación y la corrupción le rodean, y él se abroquela contra  sus ataques con la observancia más rígida, con la más delicada pureza de  costumbres; la ignorancia ha cundido en todas las clases, él estudia  día y noche para ilustrar su entendimiento; un saber falso y postizo se  empeña en ocupar el puesto de la verdadera sabiduría, él le conoce, le  desdeña, le desprecia, y con su vista de águila descubre a la primera  ojeada que el astro de la verdad marcha a una distancia inmensa de ese  mentido esplendor, de ese fárrago informe de sutileza e inepcias, que  los hombres de su tiempo llamaban filosofía.  Si en alguna parte podía a la sazón encontrar una ciencia útil, era en  la Biblia, en los escritos de los Santos Padres; y San Bernardo se  abandona sin reserva a su estudio. Lejos de consultar a los frívolos  habladores que cavilaban y declamaban en las escuelas, él pide sus  inspiraciones al silencio del claustro, y a la augusta majestad de los  templos; y si quiere salirse de allí, contempla en el gran libro de la  naturaleza estudiando las verdades eternas en la soledad del desierto; o  como él mismo nos dice, en medio de los bosques de hayas.  Así este grande hombre, elevándose sobre las preocupaciones de su  tiempo, logró evitar el daño producido en los demás por el método a la  sazón dominante; cual era apagar la imaginación y el sentimiento,  falsear el juicio, aguzar excesivamente el ingenio, y confundir y  embrollar las doctrinas.  Leed las obras del santo abad de Claraval, y notaréis, desde luego, que  todas las facultades marchan, por decirlo así, hermanadas y de frente.  ¿Buscáis imaginación? Allí encontraréis hermosísimos cuadros, retratos  fieles, magníficas pinturas.  ¿Buscáis efectos? Le oiréis insinuándose sagazmente en el corazón,  hechizarle, sojuzgarle, dirigirle; ora amedrenta con saludable terror al  pecador obstinado, trazando con enérgica pincelada lo formidable de la  justicia de Dios y de su venganza perdurable; ora consuela y alienta al  hombre abatido por las adversidades del mundo, por los ataques de sus  pasiones, por los recuerdos de sus extravíos, por un temor inmoderado de  la justicia divina.  ¿Queréis ternura? Escuchadle en sus coloquios con Jesús, con María;  escuchadle hablando de la Santísima Virgen con dulzura tan embelesante,  que parece agotar todo cuanto sugerir pueden de más hermoso y delicado  la esperanza y el amor.  ¿Queréis fuego, queréis vehemencia, queréis aquel ímpetu irresistible  que allana cuanto se le opone, que exalta el ánimo, que le saca fuera de  sí, que le inflama del entusiasmo más ardiente, que le arrebata por los  más difíciles senderos, y le lleva a las empresas más heroicas?  651 Vedle enardeciendo con su palabra de fuego a los pueblos, a los  señores y a los reyes, sacarlos de sus habitaciones, armarlos, reunirlos  en numerosos ejércitos, y arrojarlos sobre el Asia para vengar el santo  sepulcro.  Este hombre extraordinario se halla en todos lugares, se le oye por  todas partes: exento de ambición, tiene sin embargo la principal  influencia en los grandes negocios de Europa; amante de la soledad y del  retiro, se ve forzado a cada instante a salir de la oscuridad del  claustro para asistir a los consejos de los príncipes y de los papas;  nunca duda, nunca lisonjea; jamás hace traición a la verdad, jamás  disimula el sacro ardor que hierve en su corazón; y no obstante es  escuchado por doquiera con profundo respeto, y hace resonar su voz  severa en la choza del pobre como en el palacio del monarca; amonesta  con terrible austeridad al monje más oscuro, como al soberano pontífice.  A pesar de tanto calor, de tanto movimiento, nada pierde su espíritu en  claridad ni precisión; si explica un punto de doctrina, se distingue por  su desembarazo y lucidez; si demuestra, lo hace con vigoroso rigor; si  arguye, es con una lógica que estrecha, que acosa a su adversario, sin  dejarle salida; y si se defiende, lo ejecuta con suma agilidad y  destreza. Sus respuestas son amplias y exactas, sus réplicas son vivas y  penetrantes; y sin que se haya formado con la sutileza de la escuela,  deslinda primorosamente la verdad del error, la razón sólida de la  engañosa falacia.  He aquí un hombre entera y exclusivamente formado por la influencia  católica; he aquí un hombre que ni se apartó jamás del gremio de la  Iglesia, ni pensó en sacudir de su entendimiento el yugo de la  autoridad; y que sin embargo se levanta como pirámide colosal sobre  todos los hombres de su tiempo.  Para honor eterno de la Iglesia católica, para rechazar más y más el  cargo que se le ha hecho de apocadora del entendimiento humano, es  menester observar que no fue sólo San Bernardo quien se elevó sobre su  siglo, e indicó el camino que debía seguirse para el verdadero adelanto.  Puede asegurarse que los hombres más esclarecidos de aquella época, los  que menos parte tuvieron en los lamentables extravíos, que por tanto  tiempo llevaron al entendimiento humano en pos de vanidades y de  sombras, fueron cabalmente aquellos que más adictos se mostraban al  Catolicismo.  Ellos dieron el ejemplo de lo que debía hacerse, si se quería progresar  en las ciencias; ejemplo que, aunque poco imitado por mucho tiempo, hubo  al fin de seguirse en los siglos posteriores; habiendo marchado las  ciencias en la misma razón en que se le ha ido poniendo en planta: hablo  del estudio de la antigüedad.  652 El principal objeto de los trabajos de aquella época eran las  ciencias sagradas; pues que siendo el desarrollo del entendimiento en un  sentido teológico la dialéctica y la metafísica se estudiaban con la  mira de hacer aplicaciones teológicas. Roscelín, Abelardo, Gilberto de  la Poirée, Amaurí, decían: “Discurramos, sutilicemos, apliquemos  nuestros sistemas a toda clase de cuestiones; nuestra razón sea nuestra  regla y guía, de otra manera es imposible saber”.  San Anselmo, San Bernardo, Hugo de San Víctor, Ricardo de San Víctor,  Pedro Lombardo, dijeron: “Veamos lo que nos enseña la antigüedad,  estudiemos las obras de los Santos Padres, analicemos y cotejemos sus  textos; no hay mucho que fiar en puros raciocinios, que unas veces serán  peligrosos y otras infundados”.  De esos juicios, ¿cuál ha confirmado la posteridad? De esos métodos,  ¿cuál es el que se adoptó cuando se trató de hacer serios progresos?,  ¿no se apeló a un estudio ímprobo de los monumentos antiguos?, ¿no se  hubieron de arrumbar las cavilaciones dialécticas?  Los mismos protestantes, ¿no se glorían de haber seguido este camino?;  sus teólogos, ¿no tienen a mucha honra el poder llamarse versados en la  antigüedad?, ¿no tendrían a mengua que se los apellidase puro  dialécticos? ¿De qué parte, pues, estaba la razón?  ¿De los herejes o de la Iglesia?  ¿Quién comprendía mejor cuál era el método más conveniente para el  progreso del entendimiento?,  ¿Quién seguía el camino más acertado: los dialécticos herejes o los  doctores católicos? Esto no tiene réplica; porque son pensamientos, son  hechos; no es una teoría, es la historia de las ciencias, tal como la  sabe todo el mundo, tal como la presentan monumentos irrefragables; y  los hombres que estuviesen preocupados por la autoridad de M. Guizot, no  podrán por cierto quejarse de que yo haya divagado, de que haya  esquivado las cuestiones históricas, ni pretendido que se me creyese  sobre mi palabra.  Desgraciadamente, la humanidad parece condenada a no encontrar el  verdadero camino, sino después de grandes rodeos: y así es que,  siguiendo el entendimiento la dirección peor, se fue en pos de las  sutilezas y cavilaciones, y abandonó el sendero señalado por la razón v  el buen sentido. A principios del siglo XII estaba tan adelantado el  mal, que no era liviana empresa el tratar de remediarle; y no es fácil  diferentes sentidos hubieran sobrevenido, si la Providencia, que no  descuida jamás el orden físico ni el moral del universo, no hubiera  hecho nacer un genio extraordinario, que levantándose a inmensa altura  sobre los hombres de su siglo, desembrollase aquel caos; y viera atinar a  qué extremo habrían llegado las cosas, y los males y que cercenando,  añadiendo, ilustrando, clasificando, sacase de aquella indigesta mole un  cuerpo de verdadera ciencia.  653 Los versados en la historia científica de aquellos tiempos no  tendrán dificultad en conocer que hablo de Santo Tomás de Aquino, a  quien es menester contemplar desde el punto de vista indicado, si  queremos comprender toda la extensión de su mérito. Siendo este doctor  uno de los entendimientos más claros, más vastos y penetrantes con que  puede honrarse el linaje humano, parece a veces que estuvo como mal  colocado en el siglo XIII; y como que uno se duele de que no viviera en  los posteriores, para disputar la palma a los hombres más ilustres de  que puede gloriarse la Europa moderna.  Sin embargo, cuando se reflexiona mas profundamente, se descubre ser  tanta la extensión del beneficio dispensado por él al humano  entendimiento, se conoce tan a las claras la oportunidad de que  apareciese en la época en que apareció, que el observador no puede menos  de admirar los profundos designios de la Providencia.  ¿Qué era la filosofía de su tiempo? La dialéctica, la metafísica, la  moral, ¿a dónde hubieran ido a parar, en medio de la torpe mezcla de  filosofía griega, filosofía árabe e ideas cristianas?  Ya hemos visto lo que de sí empezaban a dar tamañas combinaciones,  favorecidas por la grosera ignorancia, que no permitía distinguir la  verdadera naturaleza de las cosas, y fomentadas por el orgullo que  pretendía saberlo ya todo; y sin embargo, el mal sólo estaba en sus  principios; a medida que se hubiera desarrollado habría ofrecido  síntomas más alarmantes.  Afortunadamente, se presentó ese grande hombre; de un solo empuje hizo  avanzar la ciencia en dos o tres siglos; y ya que no pudo evitar el mal,  al menos lo remedió; porque alcanzando una superioridad indisputable,  hizo prevalecer por todas partes su método y doctrina, se constituyó  como un centro de un gran sistema alrededor del cual se vieron  precisados a girar todos los escritores escolásticos; reprimiendo de  esta manera un sinnúmero de extravíos que de otra suerte hubieran sido  poco menos que inevitables.  Halló las escuelas en la más completa anarquía, y él estableció la  dictadura. Dictadura sublime de que fue investido por su entendimiento  de ángel, embellecido y realzado con su santidad eminente. Así comprendo  la misión de Santo Tomás, así la comprenderán cuantos se hayan ocupado  en el estudio de sus obras, contentándose con la rápida lectura de un  artículo biográfico.  Y este hombre era católico y es venerado sobre los altares de la Iglesia  católica; y sin embargo, su mente no se halló embarazada por la  autoridad en materias de fe, y su espíritu campeó libremente por todos  los ramos del saber, reuniendo tal extensión y profundidad de  conocimientos que parece un verdadero portento, atendida la época en que  vivió.  Y es de advertir que en Santo Tomás, a pesar de ser su método tan  escolástico, se nota no obstante lo mismo que hemos hecho observar ya  con respecto a los escritores católicos que más se distinguieron en  aquellos siglos. Raciocina mucho, pero se conoce que desconfía de la  razón, con aquella desconfianza cuerda, que es señal inequívoca de  verdadera sabiduría. Emplea las doctrinas de Aristóteles, pero se  advierte que se hubiera valido menos de ellas, y se habría ocupado más  en el análisis de los Santos Padres, si no hubiera seguido su idea  capital, que era hacer servir para la defensa de la religión la  filosofía de su tiempo.  Mas no se crea por esto que su metafísica y su filosofía moderna sean un  fárrago de cavilaciones inexplicables, cual parece debiera prometerlo  su época; no: y quien así lo creyera manifestaría haber gastado pocas  horas en su estudio. Por lo que toca a metafísica, no puede negarse que  se conoce cuáles eran las opiniones a la sazón dominantes; pero también  es cierto que se encuentran a cada paso en sus obras trozos tan  luminosos sobre los puntos más complicados de ideología, cosmología y  psicología, que parece que estamos oyendo a un filósofo que escribiera  después que las ciencias han hecho los mayores adelantos.  Ya hemos visto cuáles eran sus ideas en materias políticas; y si  menester fuese, y lo consintiera la naturaleza del escrito, podría  presentar aquí muchos trozos de su Tratado de leyes y de justicia, donde  se nota tanta solidez de principios, tanta elevación de miras, un tan  profundo conocimiento del objeto de la sociedad, sin olvidar la dignidad  del hombre, que no asentarían mal en las mejores obras de legislación  que se han escrito en los tiempos modernos.  Sus tratados sobre las virtudes y vicios en general y en particular,  agotan la materia; y bien se podría emplazar a todos los escritores que  le han sucedido, para que nos presentasen una sola idea de alguna  importancia, que no estuviese allí desenvuelta, o cuando menos indicada.  Sobre todo, lo que se repara en sus obras, y esto es altamente conforme  al espíritu del Catolicismo, es una moderación, una templanza en la  exposición de las doctrinas, que si la hubiesen imitado todos los  escritores, a buen seguro que el campo de las ciencias se hubiera  parecido a una academia de verdaderos sabios, y no a una ensangrentada  palestra donde combatían encarnizadamente furibundos campeones.  Basta decir que es tanta su modestia, que no recuerda un solo hecho de  su vida privada ni pública; allí no se oye más que la palabra de la  inteligencia que va desenvolviendo sosegadamente sus tesoros; pero el  hombre, con sus glorias, con sus adversidades, con sus trabajos, y todas  esas vanidades con que nos fatigan generalmente otros escritores, todo  esto allí desaparece, nada se ve.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXXII  Marcha del entendimiento humano desde el siglo XI al presente. Sus  diferentes fases. El Protestantismo Y el Catolicismo con respecto a la  erudición, a la crítica, a las lenguas sabias, a la fundación de las  universidades, al progreso de la literatura y de las artes, a la  mística, a la elevada filosofía, metafísica y moral, a la filosofía  religiosa, a la filosofía de la historia.  CREO HABER vindicado completamente a la Iglesia católica de los cargos  que le hacen sus enemigos por la conducta que observó en los siglos XI y  XII con respecto al desarrollo del espíritu humano. Sigamos a grandes  pasos la marcha del entendimiento hasta nuestros tiempos, y veamos  cuáles son los títulos que la Reforma nos presenta, para que pueda  merecer la gratitud de los amantes del progreso del humano saber.  Si no me engaño, las fases del entendimiento después de la restauración  de las luces comenzada en el siglo XI, fueron las siguientes: primero se  sutilizó, amontonando al propio tiempo erudición indigesta; en seguida  se criticó, entablando oportunamente graves controversias sobre lo que  de sí arrojaban los monumentos; y por fin se meditó, inaugurando la  época de la filosofía.  Dialéctica y fárrago de erudición caracterizan al siglo XI y siguientes  hasta el XVI  Crítica y controversia forman el distintivo del XVI, y parte del XVII;  El espíritu filosófico comienza a dominar a mediados del XVII, y  continúa dominando todavía en nuestros tiempos.  ¿Qué provecho trajo el Protestantismo con respecto a la erudición?  Ninguno. La encontró ya amontonada; lo probaré de una manera bien  sencilla: brillaban a la sazón Erasmo y Luís Vives.  ¿Contribuyó a fomentar el estudio de la crítica? Sí: como una enfermedad  que diezma a las naciones promueve el adelanto de la medicina.  Mas no se crea que sin la falsa Reforma, no hubiera cundido la afición a  esta clase de trabajos; a medida que se desenterraban monumentos, que  se difundía el conocimiento de las lenguas, que se poseían noticias más  claras y exactas sobre la historia, natural era que se tratase de  discernir lo apócrifo de la auténtico. Los documentos estaban a la  vista, se los estudiaba de continuo, por ser éste el gusto favorito de  la época: ¿cómo era posible que no se despertase afición al examen de  los títulos por los cuales se atribuían a este o aquel autor, a tal o  cual siglo, y hasta qué punto la ignorancia o la mala fe habían  alterado, quitado o añadido?  A este propósito recordaré lo que sucedió con las fangosas Decretales de  Isidoro Mercator. Corrían sin contradicción en los siglos anteriores al  XV, merced a la ignorancia de la antigüedad y de la crítica; pero tan  pronto como se tuvo mayor copia de datos y conocimientos, comenzó a  bambolear el edificio del impostor. Ya en el siglo XV, atacó el cardenal  de Cusa la autenticidad de algunas Decrétales que se suponían  anteriores al Papa Siricio; las reflexiones del sabio cardenal abrieron  el camino a los que se propusieron combatir las otras.  Entablóse seria disputa, y como era natural tornaron parte en ella los  protestantes; pero ciertamente que lo mismo se habría verificado entre  los escritores católicos. Cuando se leían los códigos de Teodosio y  Justiniano, las obras de los autores antiguos, y las colecciones de los  monumentos eclesiásticos, era imposible que no se advirtiese que en las  falsas Decrétales se hallaban sentencias y fragmentos de escritos que  pertenecían a épocas posteriores al tiempo en que se las suponía; y que  por consiguiente no viniera primero la sospecha, y luego la demostración  del engaño.  Lo propio que de la crítica, puede decirse de la controversia; no habría  ésta faltado, aun suponiendo la unidad de la fe; y en prueba de esta  verdad, basta recordar lo que aconteció entre las escuelas católicas. Y  si esto se verificaba cuando tenían a la vista al enemigo común, bien se  deja entender que a no estar distraídas por él, se habrían entregado a  la polémica con más vivacidad y calor.  Ni con respecto a la crítica ni a la controversia llevan ventaja los  protestantes a los católicos; porque si bien es verdad que no todos  nuestros teólogos comprendieron la necesidad de hacer frente a los  enemigos de la fe con armas más sólidas y mejor templadas que las que se  tomaban del arsenal de la filosofía aristotélica, también es cierto que  fueron muchos los que se levantaron a la altura debida, haciéndose  cargo de toda la gravedad de la crisis, y de la urgente necesidad de  introducir en los estudios teológicos modificaciones profundas.  Belarmino, Melchor Cano, Petau y otros muchos que fuera fácil citar, son  hombres que en nada ceden a los más aventajados protestantes, por más  que se quiera exagerar el mérito científico de los defensores del error.  657 El conocimiento de las lenguas sabias debía contribuir sobremanera  al progreso de la crítica y de la bien entendida polémica; y yo no veo  que ni en la latina, ni en la griega, ni en la hebrea se quedaran  rezagados los católicos. ¿Fueron por ventura enseñados en la escuela  protestante Antonio de Nebrija, Erasmo, Luis Vives, Lorenzo Valla,  Leonardo Aretino, el cardenal Bembo, Sadoleto, Pogge, Melchor Cano y  otros innumerables que podría recordar?  ¿No fueron los papas quienes dieron el principal impulso a aquel  movimiento literario? ¿No fueron ellos quienes protegían con la mayor  liberalidad a los eruditos, quienes les dispensaban honores, quienes les  suministraban recursos, quienes costeaban la adquisición de los mejores  manuscritos? ¿Se ha olvidado por ventura que se llevó hasta el extremo  la afición a la culta latinidad, y que algunos eruditos escrupulizaban  en leer la Vulgata por temor de contagiarse con el encuentro de palabras  poco latinas?  En cuanto al griego, no hay más que recordar las causas de su  propagación en Europa, para convencerse de que el adelanto en esta  lengua no es debido a la falsa Reforma. Sabido es que con la toma de  Constantinopla por los turcos, aportaron a las costas de Italia los  restos literarios de aquella infortunada nación; en Italia comenzó el  estudio serio de la lengua griega; y desde la Italia se extendió a la  Francia y demás países de Europa.  Medio siglo antes de la aparición del Protestantismo, ya enseñaba en  París la lengua griega el italiano Gregorio de Tiferno. En la misma  Alemania florecía a fines del siglo XV y principios del XVI el célebre  Juan Reuchlin, que enseñó el griego con lustre y gloria, primero en  Orleáns y Poitiers, y últimamente en Ingolstad. Reuchlin poseía este  idioma con tanta perfección, que hallándose en Roma interpretó tan  felizmente y leyó con pronunciación tan pura un pasaje de Tucídides en  presencia del célebre Argyropilo, que admirado éste, exclamó: Grecia  postra exilio transvolavit Alpes.  Por lo tocante al hebreo, insertaré un notable pasaje del abate Goujet:  “Los protestantes -dice- quisieran el honor de pasar por los  restauradores de la lengua hebrea en Europa; pero les es preciso  reconocer que si algo saben en este punto, lo deben a los católicos, que  han sido sus maestros, y de quienes nos ha venido todo lo que tenemos  de mejor y más útil relativo a las lenguas orientales. Juan Reuchlin,  que pasó la mayor parte de su vida en el siglo XV, era ciertamente  católico, y fue uno de los más hábiles en la lengua hebrea, el primero  de los cristianos que la redujo a un arte. Juan Wessel de Groningue le  había enseñado en París los elementos de dicho idioma, y él a su vez  tuvo otros discípulos a quienes comunicó la afición a su estudio. El  ardor por la lengua hebrea se avivó en Occidente por el impulso de Pico  de la Mirándola, perteneciente también a la comunión de la Iglesia  romana.  658 De los herejes del tiempo del concilio de Trento que sabían esta  lengua, la habían aprendido los más en el seno de la Iglesia que habían  abandonado; y sus vanas sutilezas sobre el sentido del Texto excitaron  más y más a los verdaderos fieles a profundizar una lengua que tanto  podía contribuir a su propio triunfo y a la derrota de sus enemigos. En  esto no hacían más que seguir el espíritu del Papa Clemente V, quien ya  desde principios del siglo XIV había mandado que para instrucción de los  extranjeros se enseñasen públicamente el griego, el hebreo, el caldeo y  el árabe en Roma, París, Oxford, Bolonia y Salamanca.  El designio de este Papa, que tan bien conocía las ventajas que resultan  de hacer los estudios con solidez, era hacer brotar del estudio de las  lenguas un mayor raudal de luces a propósito para ilustrar a la Iglesia,  y formar doctores capaces de defenderla contra el error. Proponíase  particularmente renovar el estudio de los Libros Santos con el de las  lenguas, y sobre todo del hebreo; quería que la Sagrada Escritura, leída  en su original, pareciese todavía más digna del Espíritu Santo que la  dictó; y que conocidas más de cerca su elevación y sencillez, se la  acatase con más reverencia, de suerte que sin perder nada el respeto  debido a la versión latina, se sintiese que el conocimiento del Texto  original era todavía más útil a la Iglesia para apoyar la solidez de la  fe y cerrar la boca a la herejía”. (El abate Goujet, Discurso sobre la  renovación de los estudios eclesiásticos desde el siglo XIV).  Una de las causas que más contribuyeron al desarrollo del entendimiento  humano fue la creación de grandes centros de enseñanza, donde se  reuniese lo más ilustre en talento y sabiduría; y desde los cuales se  difundieran los rayos de la luz en todas direcciones. Yo no se cómo se  ha echado en olvido que este pensamiento nada debe a la falsa Reforma, y  que la mayor parte de las universidades de Europa son fundadas mucho  tiempo antes del nacimiento de Lutero.  La de Oxford fue establecida en el año 895;  la de Cambridge, en 1280;  la de Praga, en Bohemia, en 1358;  de la Lovaina, en Bélgica, en 1425;  la de Viena, en Austria, en 1365;  la de Ingolstad, en Alemania, en 1372;  la de Leipzig en 1408;  la de Basilea, en Suiza, en 1469;  la de Salamanca en 1200;  la de Alcalá en 1517; no siendo preciso recordar la antigüedad de las de  París, Bolonia, Ferrara y otras muchas, que se habían adquirido el más  alto renombre largo tiempo antes de que apareciese el Protestantismo.  Sabido es que los papas intervenían en la fundación de las  universidades, que les otorgaban privilegios y las favorecían con  ilustres distinciones; ¿cómo se ha podido, pues, afirmar que en Roma se  abrigaba el designio de ahuyentar la luz de las ciencias, manteniendo a  los pueblos en las tinieblas de la ignorancia?  659  Cual si la Providencia hubiese querido confundir a los futuros  calumniadores, apareció el Protestantismo precisamente en la época en  que bajo la protección de un gran Papa se desplegaba el más vivo  movimiento en las ciencias, en las letras y en las artes.  La posteridad, que juzgará imparcialmente nuestras disputas,  pronunciará, a no dudarlo, un fallo muy severo contra los pretendidos  filósofos que se empeñan en encontrar en la historia pruebas  irrefragables de que el Catolicismo embarazaba la marcha del  entendimiento humano, y de que los progresos de las ciencias fueron  debidos al grito de libertad levantado en el centro de Alemania. Sí: a  los hombres juiciosos de los siglos venideros, como también del  presente, les bastará para fallar con acierto el recordar que Lutero  comenzó a propalar sus errores en el siglo de León X.  No era a la sazón el oscurantismo el cargo que se podía hacer a la corte  de Roma; ella marchaba a la cabeza de todos los adelantos, ella los  impulsaba con el celo más vivo, con el entusiasmo más ardoroso. Por  manera que si, algo había que reprender, si algo había que pudiese  desagradar era más bien el exceso que el defecto. No lo dudemos: si un  nuevo San Bernardo se hubiese dirigido al Papa León X, por cierto que no  le reconviniera de abuso de autoridad en contra del entendimiento  humano, ni en daño del progreso de las luces.  “La Reforma -dice Chateaubriand-, penetrada del espíritu de su fundador,  fraile envidioso y bárbaro, se declaró enemiga de las artes. Quitando  la imaginación de entre las facultades del hombre, cortó al genio sus  alas, y le puso a pie. Estalló con motivo de algunas limosnas destinadas  a levantar para el mundo cristiano la Basílica de San Pedro; los  griegos no hubieran ciertamente negado los socorros pedidos a su piedad  para edificar el templo de Minerva.  “Si la Reforma desde el principio hubiese alcanzado un completo triunfo,  habría establecido, al menos por algún tiempo, una nueva barbarie.  Tratando de superstición la pompa de los altares, y de idolatría las  obras maestras de escultura, arquitectura y pintura, se encaminaba a  desterrar del mundo la elocuencia y la poesía, en lo que tienen de más  grande y elevado, a determinar el gusto repudiando los modelos, a  introducir algo de seco, frío y quisquilloso en el espíritu, a sustituir  una sociedad dura y material a otra sociedad acomodada e intelectual, a  poner las máquinas y el movimiento de una rueda en lugar de las manos y  la operación mental. Estas verdades las confirma la observación de un  hecho.  660 “Las diversas ramificaciones de la religión reformada han  participado más o menos de lo bello, a proporción que se han alejado más  o menos de la religión católica. En Inglaterra, donde se ha conservado  la jerarquía eclesiástica, las letras han tenido su siglo clásico; el  luteranismo conserva todavía algunas centellas de imaginación, que el  calvinismo procura apagar; y así van descendiendo las sectas, hasta el  cuákero que quisiera reducir la vida social a la grosería de los modales  y a la práctica de los oficios.  “Según todas las probabilidades, Shakespeare era católico; Milton es  evidente que imitó algunas partes de los poemas de Sainte Avite y de  Masenius; Klopstoch ha tomado lo principal ele las creencias romanas. En  nuestros tiempos la elevada imaginación no se ha manifestado en  Alemania, sino cuando el espíritu del Protestantismo se ha enflaquecido,  y desnaturalizado.  Goethe y Schiller encontraron de nuevo su genio tratando objetos  católicos; Rousseau y madame de Stáel son ilustres excepciones de esta  regla; pero, ¿eran tal vez protestantes a la manera de los primeros  discípulos de Calvino?  A Roma acuden los pintores, los arquitectos y los escultores de las  sectas disidentes, a buscar las inspiraciones que la tolerancia  universal les permite recoger. La Europa, mejor diré, el mundo está  cubierto de monumentos de la religión católica; a ella es debida esa  arquitectura gótica que por sus detalles rivaliza con los monumentos de  la Grecia, y que los sobrepuja en grandor. Tres siglos van desde el  nacimiento del Protestantismo; es poderoso en Inglaterra, en Alemania,  en América; es practicado por millones de hombres; y ¿qué es lo que ha  edificado?  Os manifestará ruinas que ha hecho, entre las cuales ha plantado algunos  jardines o establecido algunas manufacturas. Rebelde a la autoridad de  las tradiciones, a la experiencia de los tiempos, a la sabiduría de los  antiguos, el Protestantismo se separo de todo lo pasado, para fundar una  sociedad sin raíces.  Reconociendo por padre a un fraile alemán del siglo XVI, renunció a la  magnífica genealogía que hace remontar al católico por una serie de  santos y de grandes hombres hasta Jesucristo, y de allí hasta los  patriarcas, hasta la cuna del universo. El siglo protestante desde sus  primeros momentos rehusó todo parentesco con el siglo de aquel León,  protector del mundo civilizado contra Atila, y con el siglo de ese otro  León, que poniendo fin al mundo bárbaro, embelleció la sociedad, cuando  ya no era necesario defenderla”. (Estudios históricos sobre la caída del  imperio romano, y el nacimiento y progresos del cristianismo).  Es sensible que el autor de tan bello pasaje y que tan atinadamente  juzgaba los efectos del Protestantismo en lo tocante a las letras y a  las artes, haya dicho que “la Reforma fue propiamente hablando la verdad  filosófica, que, revestida de una forma cristiana, atacó la verdad  religiosa”. (Ibid. Prefacio).  661 ¿Qué significan estas palabras? Para decidirlo con acierto, veamos  cómo las entiende el ilustre autor. “La verdad religiosa -dice- es el  conocimiento de un Dios único, expresado por un culto; la verdad  filosófica es la triple ciencia de las cosas intelectuales, morales y  naturales”. (Estudios históricos, Exposición).  No es fácil concebir cómo, admitiendo la verdad de la religión católica,  y por tanto reconociendo la falsedad de la protestante, se podrá llamar  a ésta verdad filosófica en pugna con aquélla, que es la verdad  religiosa.  Así en el orden natural como en el sobrenatural, en el filosófico como  en el religioso, todas las verdades vienen de Dios, todas van a parar a  Dios. No cabe, pues, la lucha entre las verdades de un orden y las  verdades de otro; no cabe lucha entre la religión y la verdadera  filosofía, entre la naturaleza y la gracia.  Lo que es verdadero es la realidad, porque la verdad está en los mismos  seres, o mejor diremos, no es otra cosa que los seres, tales como  existen, como son en sí; por lo mismo es muy inexacto el decir que la  verdad filosófica estuvo nunca en lucha con la verdad religiosa.  Según el mismo autor: “la verdad filosófica es la independencia del  espíritu del hombre, ella tiende a descubrir, a perfeccionar en las tres  ciencias de su competencia: la intelectual, la moral y la natural”;  “pero la verdad filosófica -prosigue-, tendiendo hacia el porvenir, se  ha hallado en contradicción con la verdad religiosa, que está unida a lo  pasado, porque participa de la inmovilidad de su principio eterno”.  Con el respeto debido al inmortal autor del Genio del cristianismo y  cantor de Los Mártires, me atreveré a decir que hay aquí una lastimosa  confusión de ideas. La verdad filosófica de que nos habla Chateaubriand  ha de ser, o la ciencia misma en cuanto encierra un conjunto de verdades  o la reunión de conocimientos, comprendiendo en ellos así la verdad  como el error; o los hombres que los poseen, en cuanto forman una clase  muy influyente de la sociedad.  Si lo primero, es imposible que la verdad filosófica esté en lucha con  la religiosa, es decir, con el Catolicismo;  Si lo segundo, no será extraño que exista esta oposición, porque  habiendo mezcla de errores, algunos de éstos podrían estar en  contradicción con los dogmas católicos;  Si lo tercero, entonces por desgracia será verdad que muchos hombres  distinguidos por sus talentos y saber habrán combatido la enseñanza  católica; pero, como en cambio los ha habido en no menor número y no  menos aventajados, que la han sostenido victoriosamente, será muy  impropio afirmar que, ni aun en este sentido, la verdad filosófica se  haya encontrado en oposición con la verdad religiosa.  662 No me propongo dar a las palabras del ilustre autor un sentido  malicioso; y antes me inclino a creer que en su mente la verdad  filosófica no era más que un espíritu de independencia, considerado en  general, de una manera vaga, indeterminada, sin aplicación a estos o  aquellos objetos.  Sólo así se podrán conciliar unos textos con otros textos, porque es  bien claro que quien condena con tanta severidad la Reforma protestante,  no debía de admitir que ésta entrañase la verdad filosófica propiamente  dicha, en lo que se hallaba en oposición con las doctrinas católicas.  En tal caso, ciertamente no habrá sido muy exacto el lenguaje del  ilustre escritor; lo que no será de extrañar, reflexionando que la  exactitud en ciencias filosófico-históricas no suele ser el distintivo  de los genios acostumbrados a dejarse llevar por regiones elevadas, a  impulso de los arranques de sublime poesía.  El movimiento filosófico, en lo que tiene de más libre y atrevido, no  tuvo su origen en Alemania, no en Inglaterra, sino en la católica  Francia.  Descartes, que inauguró la nueva época, que destronó a Aristóteles, que  impulsó el adelanto de la lógica, de la física y de la metafísica, era  francés y católico.  La mayor parte de sus más aventajados discípulos pertenecieron también a  la comunión de la Iglesia romana. La filosofía, pues, en lo que  encierra de más elevado, nada le debe al Protestantismo.  Hasta Leibnitz, apenas se señaló la Alemania por un filósofo de  nombradía; y las escuelas inglesas que han adquirido más o menos  celebridad fueron posteriores a Descartes. Si bien se mira, la Francia  fue el centro del movimiento filosófico desde fines del siglo XVI;  épocas en que todos los países protestantes estaban tan atrasados en  este linaje de estudios, que apenas llamaba su atención el vivo  desarrollo que experimentaba la filosofía entre los católicos.  La afición a las meditaciones profundas sobre los secretos del corazón,  sobre las relaciones del espíritu humano con Dios v la naturaleza, la  abstracción sublime que concentra al hombre, que le despoja de su  cuerpo, que le hace divagar por las altas regiones que al parecer sólo  debieran recorrer los espíritus celestes, comenzó también en el seno de  la Iglesia católica. La mística, en lo que tiene de más puro, de más  delicado y sublime, ¿no se encuentra por ventura en nuestros escritores  del Siglo de Oro? Todo cuanto se ha publicado en los tiempos  posteriores, ¿no se halla en Santa Teresa de Jesús, en San Juan de la  Cruz, en el venerable Ávila, en fray Luís de Granada, en fray Luís de  León?  663 ¿Era, por ventura protestante uno de los más briosos pensadores del  siglo XVII, el genio de quien recordamos todavía con dolor que fuese  alucinado durante algún tiempo por una secta hipócrita y seductora, el  insigne Pascal?  ¿No fue él quien planteó esa escuela filosófico-religiosa que, ora se  lanza en las profundidades de la religión, ora en las de la naturaleza,  ora en los misterios del espíritu humano, haciendo brotar en todas  direcciones rayos de vivísima luz en pro de la causa de la verdad? ¿No  fueron sus Pensamientos el libro que consultaron con predilección los  apologistas de la religión cristiana, así católicos como protestantes,  que tuvieron que luchar contra la incredulidad y la indiferencia?  Los profesores de la filosofía de la historia son tal vez los que más se  han señalado por su prurito en achacar a la Iglesia el cargo de enemiga  de las luces, y de presentar a la falsa Reforma como ilustre defensora  de los derechos del entendimiento.  Por gratitud siquiera debían proceder con más circunspección; cuando no  podían olvidar que el verdadero fundador de la filosofía de la historia  era un católico; que la primera y más excelente obra que se ha escrito  sobre la materia, salió de la pluma de un obispo católico: Bossuet, en  su inmortal Discurso sobre la historia universal, fue quien enseñó a los  modernos a contemplar la vida del humano linaje desde un punto de vista  elevado; a abarcar con una sola ojeada todos los grandes  acontecimientos que se han verificado en el transcurso de los siglos, a  verlos en todo su grandor, en todo su encadenamiento, todas sus fases,  con todos sus efectos y sus causas, y a sacar de allí saludables  lecciones para enseñanza de príncipes y de pueblos.  Y Bossuet era católico, y era uno de los más ilustres adalides contra la  Reforma protestante, y agrandó, si cabe, su nombradía con otra obra en  que redujo a polvo las doctrinas de los innovadores, probándoles sus  variaciones continuas, demostrándoles que habían tomado el camino del  error, dado que la variedad no puede ser el carácter de la verdad. Bien  se puede preguntar a los fautores del Protestantismo si el vuelo de  águila del insigne obispo de Meaux se resiente de las pretendidas trabas  de la religión católica, cuando, al echar una ojeada sobre el origen y  destino de la humanidad, sobre la caída del primer padre y sus  consecuencias, sobre las revoluciones de Oriente y Occidente, traza con  tan sublime maestría el camino seguido por la Providencia.  Tocante al movimiento literario, casi podría dispensarme de vindicar al  Catolicismo de los cargos que le pueden hacer sus enemigos. ¿Qué era la  literatura en todos los países protestantes, cuando la Italia y la  España producían los oradores y los poetas, que han sido en los tiempos  posteriores el modelo de cuantos se han ocupado en este linaje de  estudios?  664 Así en Inglaterra como en Alemania, no se conocían muchos géneros de  literatura que estaban va vulgarizados en los países católicos; y  cuando en los últimos tiempos se ha tratado de enmendar esta falta, uno  de los mejores medios que se ha excogitado para llenar el vacío, es  tomar por modelos a los escritores españoles, sujetos al oscurecimiento  católico y a las hogueras de la Inquisición.  El entendimiento, el corazón, la fantasía, nada le deben al  Protestantismo; antes que él naciese, se desarrollaban con gallarda  lozanía; después de su aparición se desenvolvieron también en el seno de  la Iglesia católica, con tanto lustre y gloria como en los tiempos  anteriores. Hombres insignes, radiantes con la magnífica aureola que  ciñeron con unánime aplauso de todos los países civilizados,  resplandecen en las filas de los católicos; luego es una calumnia cuanto  se ha dicho sobre la tendencia de nuestra religión a esclavizar y  oscurecer la mente.  No, no podía ser así: la que ha nacido del seno de la luz, no puede  producir las tinieblas; lo que es obra de la misma verdad, no ha  menester huir de los rayos del sol, no necesita ocultarse en las  entrañas de la tierra; puede marchar a la claridad del día, puede  arrostrar la discusión, puede llamar alrededor de sí a todas las  inteligencias, con la seguridad de que han de encontrarla tanto más  pura, más hermosa y embelesante, cuanto la contemplen con más atención,  cuanto la miren más de cerca.  IR A CONTENIDO  CAPÍTULO LXXIII  Resumen de la obra y declaración del autor, sujetándola al juicio de la  Iglesia romana.  AL LLEGAR al término de mi difícil empresa, séame lícito volver la vista  atrás, como el viajero que se repone de sus fatigas, dando una mirada  al dilatado espacio que acaba de recorrer. El temor de que se  introdujera en mi patria el cisma religioso, la vista de los esfuerzos  que se hacían para inculcarnos los errores de los protestantes, la  lectura de algunos escritos en que se establecía que la falsa Reforma  era favorable al progreso de las naciones, todas estas causas reunidas  me inspiraron la idea de trabajar una obra en que se demostrase que ni  el individuo, ni la sociedad, nada le debían al Protestantismo, bajo el  aspecto religioso, bajo el político y literario.  665 Me propuse examinar lo que sobre esto nos dice la historia, lo que  nos enseña la filosofía. No desconocía la inmensa amplitud de las  cuestiones que trataba de abordar, ni me lisonjeaba de poder  dilucidarlas cual ellas demandan; emprendí, no obstante, el camino con  el aliento que inspiran el amor a la verdad y la certeza de que se  defiende su causa.  Al considerar el nacimiento del Protestantismo, procuré levantar la  mirada tan alto como me fue posible; haciendo la debida justicia a los  hombres, atribuí gran parte del daño a la mísera condición de la  humanidad, a la flaqueza de nuestro espíritu, a ese legado de maldad y  tinieblas, que nos trasmitió la caída del primer padre.  Lutero, Calvino, Zuinglio, desaparecieron a mi vista: colocados en el  inmenso cuadro de los acontecimientos, se presentaron a mis ojos como  figuras pequeñas, imperceptibles, cuya individualidad no merecía ni de  mucho la importancia que se les diera en otros tiempos. Leal en mis  convicciones y sincero en mis palabras, confesé con sencillez, bien que  con dolor, la existencia de algunos abusos que se tomaron por pretexto  para romper la unidad de la fe; reconocí que también les cabía una parte  de culpa a los hombres; pero observé que, cuanto más resaltaban su  debilidad o su malicia, tanto mas resplandecía la providencia de Aquel  que prometió estar con su Iglesia hasta la consumación de los siglos.  Echando mano del raciocinio y de la irrefragable experiencia, probé que  los dogmas fundamentales del Protestantismo suponían poco conocimiento  del espíritu del hombre, que eran un semillero fecundo de error y de  catástrofes.  En seguida, volviendo mi atención al desarrollo de la civilización  europea, establecí un incesante parangón entre el Protestantismo y el  Catolicismo; y creo poder asegurar que no me he aventurado a una sola  proposición de alguna trascendencia, que no la haya confirmado con la  prueba de los hechos históricos.  Me ha sido necesario recorrer todos los siglos desde el establecimiento  del cristianismo, y observar las diferentes fases que en ellos había  presentado la civilización; porque no me era posible de otro modo  vindicar cumplidamente a la religión católica.  El lector habrá podido observar que el pensamiento dominante de la obra  es el siguiente: “Antes del Protestantismo, la civilización europea se  había desarrollado tanto como era posible; el Protestantismo torció el  curso de esta civilización, v produjo males de inmensa cuantía a las  sociedades modernas; los adelantos que se han hecho después del  Protestantismo, no se han hecho por él, sino a pesar de él”.  He procurado consultar la historia, y he tenido sumo cuidado en no  falsearla: porque recuerdo muy bien aquellas palabras del Sagrado Texto:  ¿Acaso necesita Dios de vuestra mentira?  666 Ahí están los monumentos a que me he referido, ahí están en todas  las bibliotecas, prontos a responder a quien los interrogue; leed y  juzgad.  Ignoro si en la muchedumbre de cuestiones que se me han ofrecido, y que  me ha sido indispensable ventilar, habré resuelto algunas de un modo  poco conforme a los dogmas de la religión que me proponía defender;  ignoro si en algún pasaje de la obra habré asentado proposiciones  erróneas o me habré expresado en términos mal sonantes. Antes de darla a  luz, la he sometido a la censura de la autoridad eclesiástica; y sin  vacilar me hubiera prestado a su más ligera insinuación, enmendando,  corrigiendo o variando lo que me hubiese señalado como digno de  variación, corrección o enmienda.  Esto no obstante, sujeto toda la obra al juicio de la Iglesia Católica,  Apostólica, Romana; y desde el momento que el Sumo Pontífice, sucesor de  San Pedro y vicario de Jesucristo sobre la tierra, hablase contra  alguna de mis opiniones, me apresuraría a declarar que la tengo por  errada, y que ceso de profesarla.               
				