cisma
CISMA, DEFINICION CONTEXTUAL. I. IDEAS GENERALES, CARÁCTER MORAL Y SANCIONES PENALES Cisma (del griego schisma, separación, división) es, en el lenguaje de la teología y el derecho canónico, la ruptura de la unidad y unión eclesiásticas, i.e. ya sea el acto por el cual uno de los fieles corta los vínculos que le unen a la organización social de la Iglesia y que le hacen miembro del cuerpo místico de Cristo, o el estado de disociación o separación que resulta de dicho acto. En su sentido etimológico y pleno el término aparece en los libros del Nuevo Testamento. Mediante este nombre San Pablo caracteriza y condena los partidos formados en la comunidad de Corinto (I Cor x, 12) : «Os ruego, hermanos», escribe, «.... no haya cisma entre ustedes; antes sean acordes en el mismo pensar y en el mismo sentir». La unión de los fieles, dice en otra parte, debe manifestarse en la mutua comprensión y la acción convergente de manera similar a la cooperación armoniosa de nuestros miembros que Dios ha dispuesto «de manera que no pueda haber cisma en nuestro cuerpo» (I Cor xii, 25). Así entendido, el cisma es un género que abarca dos especies distintas: un cisma herético o mixto y un cisma puro y simple. El primero tiene como origen o acompañamiento la herejía; el segundo, el cual la mayoría de los teólogos designa como cisma propia-mente dicho, es la ruptura del vínculo de subordinación sin ir acompañado de un error persistente, directamente opuesto a un dogma definido. Esta distinción fue delineada por San Jerónimo y San Agustín. «Entre herejía y cisma», explica San Jerónimo, «hay esta diferencia, que la herejía pervierte el dogma, mientras que el cisma, por la rebelión contra el obispo, separa de la Iglesia. Sin embargo, no hay cisma que no invente una herejía para justificar su alejamiento de la Iglesia (En Ep. ad Tit. iii, 10). Y San Agustín: «Mediante las falsas doctrinas referentes a Dios los heréticos hieren la fe; mediante inicuas disensiones los cismáticos se apartan de la caridad fraterna, aunque creen lo que nosotros creemos» (De fide et symbolo, ix). Pero como San Jerónimo observa, práctica e históricamente, herejía y cisma casi siempre van de la mano; el cisma conduce casi invariablemente a la negativa de la primacía papal. El cisma, por tanto, usualmente es mixto, en cuyo caso, considerado desde el punto de vista moral, su perversidad se debe principalmente a la herejía que contiene. En otro aspecto y siendo cisma puro, es contrario a la caridad y la obediencia; contra la primera porque corta los vínculos de la caridad fraterna, contra la segunda porque el cismático se rebela contra la jerarquía divinamente constituida. Sin embargo, no toda desobediencia es un cisma; para que tenga este carácter debe incluir aparte de la trasgresión a las órdenes de los superiores, la negativa del derecho divino para ordenar. Por otra parte, el cisma no necesariamente implica adhesión, pública o privada, a un grupo disidente o a una secta aparte, mucho menos la creación de tal grupo. Llega a ser cismático cualquiera que, aunque desee permanecer siendo cristiano, se rebele contra la autoridad legítima, sin llegar al rechazo de la Cristiandad como un todo, lo que constituye el delito de apostasía. Anteriormente se consideraba correctamente que un hombre era cismático cuando hacía caso omiso de la autoridad de su obispo; de allí las palabras de San Jerónimo citadas arriba. Antes de él San Cipriano había dicho: «Debe entenderse que el obispo está en la Iglesia y ésta en el obispo, y no está en la Iglesia quién no esté con el obispo» (Epis., Ixvi, . Mucho tiempo antes, San Ignacio de Antioquía asentó este principio: «Donde está el obispo, allí está la comunidad, así como donde está Cristo allí está la Iglesia Católica» (Smym., viii, 2). Ahora sin embargo la evolución centralizadora que enfatiza el papel preponderante del Soberano Pontífice en la constitución de la unidad eclesiástica, el mero hecho de rebelarse contra el obispo de la diócesis es a menudo un paso hacia el cisma; no es un cisma en aquél que permanece, o reclama permanecer, sujeto a la Santa Sede. En el sentido material de la palabra existe un cisma, que es la ruptura del cuerpo social, si hubiera dos o más reclamantes del Papado, cada uno de los cuales, teniendo de su lado ciertas comparecencias de derecho y consecuentemente un número más o menos numeroso de partidarios. Pero bajo estas circunstancias la buena fe puede, al menos por un tiempo, evitar un cisma forma; éste se inicia cuando la legitimidad de uno de los pontífices llega a ser tan evidente como para hacer inexcusable la adhesión a un rival. El cisma es considerado por la Iglesia como una falla muy grave y se castiga con las mismas penas reservadas a la herejía, debido a que usualmente ésta lo acompaña. Las penas son: excomunión en la que se incurre ipso facto y que queda reservada al Soberano Pontífice (cf. “Apostolicae Sedis, I, 3); ésta es seguida por la pérdida de toda jurisdicción ordinaria e incapacidad de recibir cualesquier beneficios o dignidades eclesiásticos. Comunicar in sacris con cismáticos, p.e. recibir los sacramentos de sus ministros, asistir a los Oficios Divinos en sus templos, está estrictamente prohibido para los fieles. Algunos teólogos distinguen entre cisma “activo” y “pasivo”. Por el primero entienden apartarse deliberadamente del cuerpo de la Iglesia, renunciando libremente al derecho de formar parte de él. Llaman cisma pasivo a la condición de aquellos que la Iglesia por sí misma rechaza de su seno en virtud de la excomunicación, en vista de que emprenden esa separación al hacerse merecedores de ella, independientemente de que la deseen o no. Por tanto, este artículo tratará directamente en forma exclusiva con el cisma activo, o cisma propiamente dicho. Es claro, sin embargo, que el llamado cisma pasivo no solamente no excluye el otro, sino que a menudo lo supone tanto en teoría como de hecho. Desde este punto de vista es imposible comprender la actitud de los protestantes que siguen responsabilizando de la separación a la Iglesia que abandonaron. Se prueba a través de todos los monumentos históricos y especialmente mediante los escritos de Lutero y Calvino que, antes del anatema pronunciado contra ellos en el Concilio de Trento, los líderes de la Reforma habían proclamado y repetido que la Iglesia Romana era la “Babilonia del Apocalipsis, la sinagoga de Satán, la sociedad del Anticristo”; que ellos debían alejarse de ella y que lo ha-cían así para re-entrar al camino de la salvación. Y en esto ajustaron la acción a sus palabras. Así el cisma lo completaron cabalmente antes de que fuera solemnemente establecido por la autoridad que ellos rechazaban y que transformado por dicha autoridad en una justa sanción penal. II. EL CISMA A LA LUZ DE LA ESCRITURA Y LA TRADICION Como el cisma en su definición y pleno sentido es la negación práctica de la unidad eclesial, la explicación del primero requiere una clara definición de la segunda y probar la necesidad de ésta para establecer la malicia intrínseca del cisma. En realidad los textos de la Escritura y la Tradición muestran que estos aspectos de la misma verdad están tan estrechamente unidos que el paso de uno a otro es constante y espontáneo. Cuando Cristo construyó sobre Pedro como fundamento firme del edificio indestructible de su Iglesia, de ese modo Él indicó su unidad esencial y especial mente su unidad jerárquica (Mt xvi, 18). Él expresó el mismo pensamiento cuando se refirió a los fieles como un Reino y como un rebaño: «Tengo otras ovejas, que no son de este redil: también debo traerlas y ellas oirán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn x, 16). La unidad de la fe y adoración es indicada más explícitamente por las palabras que esbozan la solemne mi-sión de los Apóstoles: «Vayan pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt xxviii, 19). Estas diversas formas de unidad son el obje to de la oración después de la Ultima Cena, cuando Cristo ruega por Él mismo y pide «que sean uno» como el Padre y el Hijo son uno (Jn xvii, 21-22). Aquellos que violan las leyes de la unidad llegarán a ser extraños a Cristo y a su familia espiritual: «Y si él no escucha a la Iglesia, sea para ti como gentil o publicano» (Mt xviii, 17). A imitación fiel de la enseñanza de su Maestro, San Pablo a menudo se refiere a la unidad de la Iglesia, describiéndola como un edificio, como un cuerpo, un cuerpo entre cuyos miembros existe la misma solidaridad que hay entre los miembros del cuerpo humano (1 Cor xii; Ef 4). Él ennumera sus diversos aspectos y fuentes: «Porque en un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un solo cuerpo.... y hemos bebido en un solo Espíritu» (1 Cor xii, 13); porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo, todos los que participamos de un mismo pan» (1 Cor x, 17). Él lo resume en la siguiente fórmula: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu....un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef iv, 4-5). Finalmente llega a la conclusión lógica cuando anatematiza las novedades doctrinales y a sus autores (Gal i, 9), igualmente cuando escribe a Tito: «Al hombre que es hereje, después de la primera y segunda amonestación, evítalo» (Tit iii, 10); y de nuevo cuando con tanta energía condena las disensiones de la comunidad de Corinto: «Hay discordias entre ustedes... cada uno de ustedes dice: Yo, en realidad, soy de Pablo; y yo soy de Apolo; y yo de Cefás; y yo de Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Entonces Pablo fue crucificado por ustedes, o fueron bautizados en su nombre? (1 Cor i, 11-13). «Ahora, les ruego hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos hablen la misma cosa y no haya cismas entre uste- des; sino que tengan el mismo pensar y el mismo sentir» (1 Cor i, 10). San Lucas hablando en elogio de la primitiva Iglesia menciona su unanimidad de creencia, de obediencia y de adoración: «Ellos perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la unión, en la fracción del pan y en la oración» (He ii, 42). Toda la primera carta de San Juan está dirigida contra los innovadores y cismáticos contemporáneos; y el autor, en contraste a los miembros de la Iglesia, “los Hijos de Dios”, los considera como extraños a ésta y les llama “los hijos del diablo” (1 Jn iii, 10); los hi-jos “del mundo” (iv, 5), e incluso Anticristo (ii, 22; y iv, 3). La misma doctrina es encontrada en todas las evidencias de la Tradición, comenzando por las más antiguas. Antes del fin del primer siglo San Clemente escribiendo a la Iglesia de Corinto para restablecer la paz y la armonía fuertemente inculca la necesidad de la sumisión al “heugomenos” (1 Cor i, 3), «a los guías de nuestras almas» (lxiii, 1) y a los «presbíteros» (xlvii, 6; liv, 2; lvii, 1). Es, dice, un «grave pecado» despreciar la autoridad de ellos como lo están haciendo los corintios (xliv, 3, 4, 6; xlvii, 6); es un deber honrarles (i, 3; xxi, 6). No debe haber división en el cuerpo de Cristo (xlvi, 6). La razón fundamental para todo esto es el orden jerárquico divinamente instituio. La obra de Cristo es de hecho continuada por los Apóstoles, a quienes envió Cristo como Él fue enviado por Dios (xlii, 1, 2). Fueron ellos quienes establecieron los «episcopi y diáconos» (xlii, 4) y decidieron que otros deberían sucederlos en su ministerio (xliv,2). Así explica él la gravedad del pecado y la severidad de las reprimendas dirigidas a los fomentadores de problemas. «¿Por qué habría de haber entre ustedes diputas, querellas, disensiones, cismas y guerra? ¿No tenemos un único y el mismo Dios, un único y el mismo Cristo? ¿No es el mismo espíritu de gracia que ha sido derramado sobre nosotros? ¿No tenemos una vocación común en Cristo? ¿Por qué dividir y separar a los miembros de Cristo?, ¿por qué estar en guerra con nuestro propio cuerpo?, ¿por qué ser tan tontos como para olvidar que somos miembros un so lo cuerpo?» (xlvi, 5-7). San Ignacio insiste no menos enérgicamente en la necesidad de la unidad y el peligro del cisma. Él es el primer autor en quien encontramos la unidad episcopal claramente delineada, y ruega a los fieles se coloquen al lado de los “presbíteros” y diáconos y especialmente a través de ellos y con ellos se coloquen al lado del obispo: «Es adecuado que ustedes tengan una misma mente con el obispo, como la tienen, porque el venerable presbiterado de ustedes está ad-herido al obispo como las cuerdas a la lira» (Eph, vi, 1); «ustedes no deben aprovecharse de la edad de su obispo, sino, estando atentos al poder de Dios Padre, muéstrenle de todas las maneras (posibles) el respeto, como lo hacen los santos sacerdotes» (Magn., iii, 1). El obispo es centro y pivote de la Iglesia: «Donde está él, allí debería estar la comunidad» (Smyrn., xi, 1). Los deberes de los fieles hacia la jerarquía están resumidos en uno: estar unidos a ella en sentimiento, fe y obediencia. Deben ser siempre sumisos al obispo, al presbiterado y a los diáconos (“Eph.”, ii, 2; v, 3; xx, 2; “Magn.”, ii; iii, 1; vi, 1,2; xiii, 2; “Trall.”, ii, 1,2; xiii, 2; “Philad.”, vii, 1; “Smyrn.”, viii, 1; “Polyc.”, vi, 1). Jesucristo siendo la palabra del Padre y el obispo estando en la doctrina de Cristo (en Iesou christou gnome) es adecuado adherirse a la doctrina del obispo (Eph., iii, 2; iv, 1); «Aquellos que pertenecen a Dios y a Jesucristo se alían ellos mismos con el obispo. Hermanos, no se dejen engañar; cualquiera que sigue a un cismático no heredará el Reino del Cielo» (Phi-lad., iii, 2,3). Finalmente como el obispo es el centro doctrinal y disciplinario así también es el centro litúrgico: «Que la Eucaristía es lícita cuando la consagra el obispo o a quién él designe.... está prohibido bautizar o celebrar el ágape sin el obispo; lo que él aprueba es lo agradable a Dios, para que todo lo que se haga sea estable y válido» (Smyrn., viii, 1,2). Hacia el fin del siglo segundo San Ireneo alaba en términos resplandecientes la unidad de la Iglesia universal «la cual tiene un solo corazón y una sola alma, cuya fe está a su cuidado» y que parece «como el único sol que ilumina el mundo entero» (Adv. haeres., i, 10). Condena toda división doctrinal, basando sus argumentos en la autoridad magisterial de la Iglesia en general y de la Iglesia Romana en particular. La doctrina de salvación, predicada por los Apóstoles, es preservada en las Iglesias fundadas por ellos; pero puesto que tomaría demasiado tiempo preguntar a todas las Iglesias Apostólicas es suficiente volverse a la de Roma: «Porque la Iglesia entera, que son todos los fieles del mundo, deberían estar de acuerdo con esta Iglesia Romana, debido a su preeminencia superior; y en la que todos los fieles han preservado la tradición Apostólica» (iii, 2, 3). Es por tanto de la máxima necesidad adherirse a esta Iglesia porque donde está ella, hay toda la gracia y el espíritu es la verdad (iii, 24). Pero adherirse a esta Iglesia es someterse a la jerarquía, a su viviente e infalible magisterio: «Los sacerdotes de la Iglesia han de ser obedecidos, aquellos que son los sucesores de los Apóstoles y quienes con la sucesión episcopal han recibido un carisma cierto y seguro de verdad.... Aquellos que dejan a los sucesores de los Apóstoles y se reúnen en un lugar separado deben ser considerados con sospecha o como heréticos, como hombres de malvadas doctrinas, o como cismáticos. Los que rompen la unidad de la Iglesia recibirán el castigo divino dado a Jeroboam; todos ellos deben ser evitados» (iv, 26). Al inicio del tercer siglo, Clemente de Alejandría describe la Iglesia como la ciudad del Logos que debe ser buscada porque es la reunión de todos aquellos a quienes Dios desea salvar (“Strom.”, iv, 20; vii, v; “Paedag.”, i, 6; iii, 12). Orígenes es más explícito; para él la Iglesia es también la ciudad de Dios (Contra Cels., iii, 30), y agrega: «Que nadie sea engañado; fuera de es ta morada, esto es fuera de la Iglesia, nadie se salva. Si alguien la deja, él mismo será responsable de u muerte» (In lib. Jesu Nave, Hom., iii, 5). En Africa, Tertuliano igualmente condena toda separación de la Iglesia existente. Es famosa su “De praescriptionibus”, y la tesis fundamental de la obra, inferida de su mismo título, es resumida en la prioridad de la verdad y la relativa novedad del error (principalitatem veritatis et posteritatem mendacii), implicando así la prohibición de retirarse de la guía del magisterio viviente: «Si el Señor Jesucristo envió a Sus Apóstoles a predicar, debemos concluir que no debemos recibir a otros predicadores más que los nombrados por Él. Lo que ellos han predicado, en otras palabras, lo que Cristo les reveló, solamente puede ser establecido por las Iglesias fundadas por los Apóstoles mismos, a quienes ellos predicaron el Evangelio de palabra y por escrito» (De praescri., xxi). Pero el gran campeón africano de la unidad eclesiástica fue San Cipriano, contra los cismáticos de Roma y de Cartago. Él concibió esta unidad como descansando en la autoridad de los obispos, en su mutua unión y en la preeminencia del Romano Pontífice: «Dios es uno, Cristo es uno, una es la Iglesia y una la sede fundada sobre Pedro por la palabra del Señor» (Epist. lxx); «Nosotros los obispos que gobernamos la Iglesia, debemos sostener y apoyar esta unidad, para mostrar que el episcopado en sí mismo es uno e indiviso» (De ecclesiae unit., v); «Sepan que el obispo está en la Iglesia y ésta en el obispo, y que si alguien no está con el obispo, tampoco está con la Iglesia.... La Iglesia Católica es una sola, formada por la armoniosa unión de los pastores quienes se apoyan mutuamente» (Epist. lxxvi, 5). Para la unidad de la fe debe haber unidad litúrgica: «Un segundo altar y un nuevo sacerdocio no pueden establecerse al lado del único altar y del único sacerdocio» (Epist. lii, 24). Cipriano no veía ninguna razón legítima para el cisma porque «que bribón, que traidor, que loco estaría tan extraviado por el espíritu de discordia para creer que está permitido desgarrar, o quién se atrevería a rasgar la unidad divina, la vestimenta del Señor, la Iglesia de Jesucristo?» (De eccles. unit., viii); «La esposa de Cristo es casta e incorruptible. Quienquiera que abandona la Iglesia para seguir a una adúltera, renuncia a las promesas de la Iglesia. El que abandona a la iglesia de Cristo no recibirá las recompensas de Cristo. Llega a ser un extraño, un impío, un enemigo. Dios no puede ser el Padre para aquel quien la Iglesia no es su madre. Lo mismo que pudo salvarse alguien fuera del Arca de Noé, así puede salvarse fuera de la Iglesia.... Quien no respecta su unidad (de la Iglesia), no respetará la ley de Dios; ése no tiene fe en el Padre y el Hijo, sin vida, sin salvación» (op.cit., viii). Desde el siglo cuarto la doctrina de la unidad de la Iglesia fue tan clara y universalmente admitida que es casi superfluo citar testimonios particulares. Las largas polémicas de Optato de Milevis (“De Schism. Don.”, P. L. XI) y de San Agustín (especialmente en “De unit.eccl.”, P.L., XLIII) contra los donatistas, a quienes acusa de estar separados del antiguo y primitivo tronco de la Cristiandad. Y para aquellos que representan su grupo como una porción de la Iglesia universal, San Agustín respondió: «Si ustedes están en comunión con el mundo cristiano, envíen cartas a las Iglesias Apostólicas y enséñenos sus respuestas» (Ep., xliv, 3). Estas cartas (litteræ formatæ) entonces constituían una de las marcas y elementos auténticos de la unidad visible. Respecto a las diversas formas de esta unidad que él explica, San Agustín concuerda con San Cipriano al mantener que fuera de ella no hay salvación: «Salus extra ecclesiam non est» (De bapt., iv, 24), y agrega en confirmación de esto que fuera de la Iglesia los medios de salvación, el bautismo y aun el martirio no servirán para nada, porque el Espíritu Santo no es comunicado. Durante el mismo siglo la supremacía romana empezó a enfatizarse como factor de unidad. Jesucristo, dice San Optato, quiso adjuntar la unidad a un centro definido; con este fin, El hizo a «Pedro cabeza de todos los Apóstoles; a él (Cristo) le dio primero la sede episcopal de Roma, en cuya única sede debe preservarse la unidad para todos; es, por tanto, un pecador y cismático aquel que erige otra sede en oposición a ella» (De schism. Don., ii, 2); «El cuidado por asegurar la unidad hizo que el bendito Pedro fuera preferido antes que todos los Apóstoles y recibiera, él solo, las llaves del Reino de los Cielos, para que pueda admitir a otros» (vii, 3). Paciano de Barcelo también dice que Cristo dio únicamente a Pedro el poder de las llaves «para hacerlo, a él solo, fundamento y principio de la unidad» (ad unum ideo ut unitatem fundaret ex uno Epist., iii, 11). Escritores más contemporáneos en la Iglesia Latina, Hilario, Victorino, San Ambrosio, el Ambrosiaster, San Jerónimo, hablan de manera similar y bastante explícita. Todos consideran a Pedro como el fundamento de la Iglesia, el Príncipe de los Apóstoles, que fue constituido cabeza perpetua para cortar cualquier intento de cisma. «Donde está Pedro,» concluye San Ambrosio, «allí está la Iglesia; donde está la Iglesia no hay muerte sino vida eterna» (In Ps., xl, 30). Y San Jerónimo: «Ese hombre es mi elección quién permanece en unión con la silla de Pedro» (Epist., xvi, 2). Ambos declaran, como San Optato, que estar fuera de la comunión romana es estar fuera de la Iglesia, pero ponen especial énfasis en la autoridad jurisdiccional y magisterial del centro de la unidad. Sus textos son clásicos: «Debemos tener recurso a tu clemencia, rogándote que no dejes la cabeza del mundo romano, la Iglesia Romana, y que no se altere la santísima Fe Apostólica; porque de ella derivan todos los derechos de la comunión católica» (Ambrosio, “Ep.”, xi, 4). «Yo, que no sigo otra guía que Cristo, estoy en comunión con Su Santidad, esto es con la silla de Pedro. Yo sé que la Iglesia está construida sobre esta roca. Quienquiera que comparte el Cordero fuera de esta casa comete sacrilegio. Quien contigo no recoge, desparrama: en otras palabras, quién no está con Cristo está con el Anticristo» (Jerónimo, WEpist.”, xv, 2). El Oriente también vio en Pedro y en la sede episcopal por él fundada la piedra angular de la unidad. Dídimo llama a Pedro «el corifeo, la cabeza, quien fue primero entre los Apóstoles, a través de quien los demás recibieron las llaves» (De Trinit., i, 27, 30; ii, 10, 18). Epifanio también lo considera como «el corifeo de los Apóstoles, la roca firme sobre la que descansa la fe inamovible» (“Anchor.”, ix, 34; “Hær.”, lix, 7, y San Crisóstomo habla incesantemente de los privilegios conferidos a Pedro por parte de Cristo. Adicionalmente los griegos reconocieron en la Iglesia Romana una preeminencia y consecuentemente un indiscutible papel unificador reconociendo su derecho a intervenir en las querellas de las Iglesias particulares, como está probado por los casos de Atanasio, Marcelo de Ancira y Crisóstomo. En este sentido San Gregorio Nazianceno llama a la antigua Roma «el presidente del universo, ten proeodron ton olon” (Carmen de vita sua), y es también la razón por la que aun los partidarios de Eusebio estuvieron dispuestos a que el caso de Atanasio, después que ellos lo habían aprobado, debiera ser sometido al juicio del Papa (Atan., “Apol.contra Arian”, 20). III. INTENTOS DE LEGITIMAR EL CISMA Los textos anteriores son suficientes para establecer la gravedad del cisma desde el punto de vista de la economía de la salvación y de la moral. A este respecto puede ser de interés citar la opinión de Bayle, un escritor libre de la sospecha de parcialidad y de juicio tolerante: «No conozco», escribe, «un crimen más grave que el de desgarrar el cuerpo místico de Jesucristo, Su Iglesia que Él compró con Su propia sangre, la madre que nos engendró para Dios, la que nos nutrió con la le che de la comprensión, la que nos guía a la vida eterna» (Supplement to Philosophical Comment, prefacio). Varios motivos se han alegado para justificar el cisma: (1) Algunos han reclamado que la introducción de abusos en la Iglesia, novedades dogmáticas o litúrgicas, supersticiones, con las cuales no se les permite, e incluso se les fuerza a no, aliarse. Sin entrar en los fundamentos de tales acusaciones debería notarse que los autores citados arriba no mencionan ni admiten una sola excepción. Si aceptamos sus declaraciones, la separación de la Iglesia es necesariamente un mal, un acto dañino y culpable, el abandono del verdadero camino de salvación y esto, independientemente de todas las circunstancias contingentes. Además las doctrinas de los Padres excluyen a priori cualquier intento de justificación; para usar sus palabras, está prohibido para los individuos o para las Iglesias nacionales o particulares, constituirse en jueces de la Iglesia universal; el mero hecho de tener tal intento conlleva su propia condenación. San Agustín resumió toda su controversia contra los donatistas en la máxima: «El mundo entero sin vacilar los declara equivocados a quienes por sí mismos se separan del mundo entero en cualquier porción del mismo» (quapropter secururs judicat orbis terrarum bonos non esse qui se dividunt ab orbe terrarum, in quacumque parteorbis terrarum). Aquí puede citarse nuevamente a Bayle: «Los protestantes presentan sólo razones discutibles; no ofrecen nada convincente, ninguna demostración: prueban y objetan, pero hay réplicas a sus pruebas y objeciones; responden y se les contesta incesantemente; ¿por esto vale la pena crear un cisma?» (Dict. crit., art. Nihusius). (2) Otros cismáticos han defendido la división de los artículos del Credo en fundamentales y no fundamentales. Bajo ARTICULOS FUNDAMENTALES se muestra que esta distinción, total-mente desconocida hasta el siglo dieciséis y repugnante a la concepción misma de la fe divina, es condenada en la Escritura y, queriendo una clara línea de demarcación, autoriza las más monstruosas divergencias. La indispensable unidad de la fe se extiende a todas las verdades reveladas por Dios y transmitidas por los Apóstoles. La Tradición repite, a través de diferentes formas, todo lo que Ireneo escribió: «La Iglesia extendida por toda la tierra, recibió de los Apóstoles y sus discí-pulos la fe en un solo Dios» (aquí siguen las palabras del Credo), luego el escritor continúa: «Depositaria de esta predicación y de esta fe, la Iglesia que se multiplica a través de todo el mundo, las vigila tan diligentemente como si ella habitara en una sola casa. Ella cree unánimemente en estas cosas como si tuviera un solo corazón y una sola alma; ella las predica, las enseña y da testimonio de ellas como si no tuviera sino una sola boca. Aunque hay en el mundo diferentes lenguajes no hay sino una única e idéntica corriente de tradición. Ni las Iglesias fundadas en Galia, ni las establecidas entre los iberos, ni las de los países de los celtas, ni las del Oriente, ni las de Egipto, ni las de Libia, ni las del centro del mundo presentan alguna diferencia de fe o de predicación; pero como el sol creado por Dios es uno y el mismo a través de todo el mundo, así una sola luz, una única predicación de la verdad, ilumina todos los lugares e ilustra a todos los hombres que quieren lograr el conocimiento de la verdad» (Adv. Hær., i, 10). Se ha mostrado arriba cómo el Obispo de Lyons declaró que los continuadores del ministerio Apostólico eran los «presbíteros de la Iglesia», y que un hombre era cristiano y católico sólo a condición de obedecerlos sin reservas. (3) La teoría del feliz punto medio o via media defendida por los anglicanos, especialmente por los líderes de Oxford a principios del siglo XIX como una vía de escape de las dificultades del sistema de artículos fundamentales, es igualmente inaceptable. Newman demostró y exaltó al máximo de su talento su “Via Media”, pero pronto reconoció su debilidad, la abandonó y rechazó aun antes de su conversión al Catolicismo. De acuerdo a esta teoría para salvaguardar la unidad y evitar el cisma bastaba permanecer firme mediante la Escritura como es interpretada por cada in-dividuo bajo la dirección, o con la ayuda de, la tradición. En cualquier caso la Iglesia no debería ser considerada como infalible, sino sólo como testigo digno de confianza con respecto al verdadero sentido del texto inspirado cuando ella testifica de una interpretación recibida de los tiempos Apostólicos. Parece innecesario señalar el carácter iluso y casi contradictorio que tal regla asigna a la autoridad magistral viviente; obviamente no reúne las condiciones para la unidad de creencia que requiere conformidad con la Escritura y, no menos, con la autoridad viviente de la Iglesia, o más exactamente, que implica la obediencia absoluta a la infalible autoridad magistral -tanto para la que interpreta la Escritura como para la que preserva y transmite bajo cualquier otra forma el depósito de la Revelación. San Ireneo es más explícito en todos estos puntos: de acuerdo a él la fe es probada, y sus enemigos confundidos igualmente, por la Escritura y la tradición (Adv. Hær., iii, 2), pero el auténtico guardián de ambas es la Iglesia, i.e. los obispos como sucesores de los Apóstoles: «La tradición Apostólica se manifiesta a través de todo el mundo y en todas partes en la Iglesia está al alcance de aquellos que desean conocer la verdad; porque podemos enumerar los obispos establecidos por los Apóstoles, así como sus sucesores hasta el día de hoy (op.cit., iii). A estos guardianes, y a ellos únicamente, deberíamos recurrir con confianza: «La verdad que es fácil de conocer a través de la Iglesia no debe ser buscada en otro lado; en la Iglesia en la que como rico tesoro, los Apóstoles depositaron la totalidad de lo que atañe a la verdad: de ella quien lo desee recibirá la poción de vida. Ella es la puerta de la vida; todos los demás son ladrones y salteadores» (iii, 4). Tal es la autoridad de la tradición viva que, a falta de Escritura, debe recurrirse a la tradición sola. «¿Qué seríamos si los Apóstoles no nos hubieran dejado las Escrituras? ¿No tendríamos que recurrir a la tradición que ellos confiaron a quien encargaron del gobierno de las Iglesias? Esto es lo que hacen muchos pueblos bárbaros que creen en Cristo y que guardan la ley de la salvación escrita en sus corazones por el Espíritu Santo, sin tinta o papel y que fielmente conservan la antigua tradición» (iii, 4). Es claro que con la asistencia del Espíritu Santo la autoridad didáctica de la Iglesia es preservada del error; «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia con todas las gracias y con el Espíritu de verdad» (iii, 24). «Esto es el por qué debe darse obediencia a los presbíteros que están en la Iglesia, y que habiendo sucedido a los Apóstoles, junto con la sucesión episcopal han recibido por voluntad del Padre un cierto carisma de verdad» (iv, 26). Esto se encuentra bastante alejado de las afirmaciones del camino-medio y las restricciones de la Escuela de Oxford. La misma conclusión puede sacarse de la declaración de Tertuliano sobre la imposibilidad de resolver una dificultad o terminar una querella recurriendo a la Escritura sola (De præscript., xix), y de las palabras de Orígenes: «Puesto que entre los muchos que presumen de una doctrina en conformidad con la de Cristo hay algunos que no concuerdan con sus predecesores, todos adhirámonos a la doctrina eclesiástica trasmitida de los Apóstoles vía la sucesión y preservada en la Iglesia hasta el día de hoy: no tenemos ninguna ver-dad en la cual creer sino la que no se desvía de la tradición eclesiástica y Apostólica» (De princip., præf., 2). IV. PRINCIPALES CISMAS En este mundo la Iglesia es militante y como tal, expuesta a conflictos y prebas. Siendo la que es la condición humana, los cismas locales o parciales han de producirse: «Oigo», dice San Pablo, «que .... hay cismas entre ustedes; y en parte lo creo. Porque es preciso que haya herejías, a fin de que se destaquen los de probada virtud entre ustedes (1 Cor xi, 18-19). En el pleno y primitivo sentido de la palabra cada seria ruptura de la unidad y consecuentemente cada herejía es un cisma. Este artículo, sin embargo, pasará por alto la larga serie de herejías y tratará solamente aquellas deserciones o sectas religiosas a las que los historiadores comúnmente dan el nombre específico de cismas, porque muy frecuentemente, y al menos al comienzo de cada una de tales divisiones sectarias, el error doctrinal solamente fue un accesorio. Serán tratadas en orden cronológico y las más importantes en forma breve, siendo éstas objeto de artículos especiales en la ENCICLOPEDIA. (1) Ya se ha hecho mención de los “cismas” de la naciente Iglesia de Corinto, cuando se dijo entre sus miembros: «Yo, en realidad, soy de Pablo; y yo de Apolo; y yo de Cefas; y yo de Cristo». La enérgica intervención de San Pablo les puso fin. (2) De acuerdo a Hegesipo, la sección más avanzada de judaizantes o Ebionitas en Jerusalén siguieron al obispo Thebutis contra San Simeón y después de la muerte de Santiago en el año 63 de nuestra era, se separaron de la Iglesia. (3) Hubo numerosos cismas locales en los siglos tercero y cuarto. En Roma el Papa San Calixto (217-22) fue combatido por un partido que tomó de pretexto la suavidad con que él aplicaba la disciplina penitencial. Hipólito se colocó a sí mismo como obispo a la cabeza de estos malcontentos y el cisma se prolongó bajo los dos sucesores de San Calixto, San Urbano I (222-30) y San Ponciano (230-35). No hay duda que Hipólito volvió al redil de la Iglesia (cf. d’Alès, “La théol. de s.Hippolyte”. Paris, 1906, introducción). (4) En el 251 cuando San Cornelio fue electo a la Sede de Roma una minoría estableció a Novaciano como antipapa, siendo de nuevo el pretexto el perdón que San Cornelio prometió a aquellos que después de haber apostatado se arrepintieran. A través de un espíritu de contradicción Novaciano fue tan lejos como para negar el perdón aun a los agonizantes y la severidad fue extendida a otras categorías de pecados graves. Los novacianos buscaban formar una Iglesia de santos. En Oriente se denominaron a sí mismos katharoi, los puros. Grandemente bajo el influjo de esta idea administraron un segundo bautismo a los que habían desertado del Catolicismo y retornado a sus filas. La secta se desarrolló grandemente en los países de Oriente, donde subsistieron hasta el siglo VII, siendo reclutados no solamente de la defección de católicos sino también del ascenso de los Montanistas. (5) Durante el mismo período la Iglesia en Cartago fue también presa de divisiones intestinas. San Cipriano sostuvo en medida razonable los principios tradicionales referentes a la penitencia y no dio a las cartas de los confesores, llamadas libelli pacis, la importancia deseada por algunos. Uno de los principales adversarios fue el sacerdote Donato Fortunato quien llegó a ser el obispo del partido, pero el cisma, que fue de corta duración tomó el nombre del diácono Felicísimo quien jugó un papel importante. (6) Con la llegada del siglo IV Egipto fue el escenario del cisma de Melesio, obispo de Lycópolis, en la Tebaida. Sus causas no son conocidas con certidumbre; algunos autores antiguos lo atribuyen a tendencias rigoristas en la penitencia, mientras que otros dicen que fue ocasionado por la usurpación del poder por parte de Melesio, notablemente el hacer ordenaciones fuera de su diócesis. El Concilio de Nicea trató con este cisma, pero no tuvo éxito en erradicarlo en su totalidad; y hubo vestigios de él hasta el siglo V. (7) Algo más tarde el cisma de Antíoco, originado por los problemas del Arrianismo, presenta complicaciones peculiares. Cuando el obispo Eustacio fue depuesto en el 330 una pequeña parte de su rebaño le permaneció fiel, aunque la mayoría siguió a los arrianos. El primer obispo creado por ellos fue sucedido (en el 361) por Melesio de Sebaste en Armenia, quien por la fuerza de las circunstancias llegó a ser líder de un segundo partido ortodoxo. De hecho Melesio no se apartó fundamentalmente de la Fe de Nicea, y pronto fue rechazado por los arrianos; por otro lado, no fue reconocido por los eustacianos, quienes vieron en él la elección de los heréticos y también lo censuraron por algunas diferencias meramente terminológicas. El cisma duró hasta cerca del 415. Paulino (m.388) y Evagrio (m.392), obispos eustacianos, fueron reconocidos en Occidente como los verdaderos pastores, mientras que en Oriente los obispos seguidores de Melesio fueron considerados como legítimos. (8) Después del destierro del Papa San Liberio en el 355, el diácono Félix fue escogido para reemplazarlo y tuvo seguidores aun después del regreso del Papa legítimo. El cisma, apagado un tiempo por la muerte de Félix, fue revivido a la muerte de San Liberio y la rivalidad produjo sangrientos enfrentamientos. Tomó varios años después de la victoria de San Dámaso para que la paz quedara totalmente restaurada. (9) El mismo período testimonió el cisma de los Luciferianos. Lucifer, obispo de Calaris o Cagliari, se disgustó con Atanasio y sus amigos quienes en el Sínodo de Alejandría (362) habían perdonado a los semi-arrianos arrepentidos. Él mismo había sido culpado por Eusebio de Vercelli por su prisa en ordenar a Paulino, obispo de los eustacianos, en Antioquía. Por estas dos razones, se separó de la comunión de los obispos católicos. Por algún tiempo el cisma ganó adherentes en Cerdeña, donde se había originado, y en España, donde Gregorio, obispo de Elvira, fue su principal instigador. (10) Pero el cisma más importante de los cismas del siglo IV fue el de los Donatistas (q.v.). Estos sectarios fueron notables por su obstinación y fanatismo, así como por los esfuerzos y los escritos que más bien inútilmente multiplicaron contra ellos San Agustín y San Optato de Milevis. (11) El cisma de Acacio pertence al final del siglo V. Está conectado a la promulgación hecha por el emperador Zenón del edicto conocido como Henoticon. Emitido con la intención de poner fin a las querellas cristológicas, este documento no satisfizo ni a católicos ni a monofisitas. El Papa San Félix II excomulgó a sus dos verdaderos autores, Pedro Mongo, obispo de Alejandría y a Acacio de Constantinopla. Siguió un rompimiento entre Oriente y Occidente que duró durante treinta y cinco años. A instancias del general Vitaliano, protector de la ortodoxia, Anastasio, sucesor de Zenón, prometió satisfacción a los adherentes al Concilio de Calcedonia y la convocatoria de un concilio general, pero mostró tan poca voluntad en la cuestión de la unión que no se restauró hasta el 519 por medio de Justino I. La reconciliación recibió sanción oficial en una profesión de Fe la cual fue suscrita por los obispos griegos y que, dado que fue enviada por el Papa San Hormisdas, es conocida en la historia como la Fórmula de Hormisdas. (12) En el siglo VI el cisma de Aquilea fue causado por el consentimiento del Papa Vigilio a la condenación de los Tres Capítulos (553). Las provincias eclesiásticas de Milán y Aquilea se negaron a aceptar esta condena como válida y se separaron por un tiempo de la Sede Apostólica. La invasión lombarda en Italia (568) favoreció la resistencia, pero desde el 570 los milaneses volvieron gradualmente a la comunión con Roma; la porción de Aquilea sujeta a los bizantinos volvió en el 607, después del cual el cisma contó con pocas iglesias. Se extinguió totalmente bajo el Papa San Sergio I, al final del siglo VII. (13) El siglo IX trajo el cisma de Focio, el cual, aunque transitorio, preparó el camino nutriendo un espíritu de desafío hacia Roma hasta la defección final de Constantinopla. (14) Este tuvo lugar menos de dos siglos después bajo Miguel Cerulario (q.v.) quien de un golpe (1053) cerró todas las iglesias de los latinos en Constantinopla y confiscó sus conventos. El deplorable cisma griego (ver IGLESIA GRIEGA), que aun subsiste y que a su vez se dividió en varias comuniones, quedó consumado. Los dos acuerdos de reunificación concluidos en el Segundo Concilio de Lyons en 1274 y el de Florencia en 1439, desafortunadamente no tuvieron resultados duraderos. (15) El cisma de Anacleto en el siglo XII, como el de Félix V en el siglo XV, se debió a la existencia de un antipapa lado a lado con un Pontífice legítimo. A la muerte de Honorio II (1130) Inocente II había sido electo en forma regular, pero una numerosa y poderosa facción se alzó contra él y escogió al cardenal Pedro de la familia Pierleoni. Inocente fue obligado a huir, dejando Roma en manos de sus adversarios. Él encontró refugio en Francia. San Bernardo defendió ardientemente su causa, como lo hizo también San Norberto. Dentro del lapso de un año casi toda Europa se había declarado en su favor, salvo Escocia, el sur de Italia y Sicilia, que constituían el otro partido. El emperador Lotario trajo a Inocente II de regreso a Roma, pero apoyado por Roger de Sicilia el antipapa (Anacleto II) retuvo la Ciudad Leonina, donde murió en 1138. Su sucesor Víctor IV, dos meses después de su elección, buscó y obtuvo el perdón y la reconciliación con el legítimo Pontífice. El caso de Félix V fue más simple. Félix V fue el nombre que tomó Amadeo de Saboya, elegido por el Concilio de Basilea, cuando entró en rebeldía abierta contra Eugenio IV, negándose a dispersar sus fuerzas e incurriendo así en excomunión (1439). El antipapa no fue aceptado más que en Saboya y Suiza. Él continuó por breve tiempo con el pseudoconcilio que lo había nombrado. Ambos se sometieron en 1449 a Nicolás V, que había sucedido a Eugenio IV. (16) El Gran Cisma de Occidente es objeto de un artículo especial (CISMA DE OCCIDENTE); véase también CONSTANZA, CONCILIO DE; PISA, CONCILIO DE. (17) Todo mundo sabe los escandalosos orígenes del cisma de Enrique VIII, que fue el preludio de la introducción del Protestantismo en Inglaterra. El voluptuoso monarca se vio obstaculizado en sus proyectos de divorcio y nueva boda por la oposición del Papa, así que se separó de éste. Tuvo tanto éxito que en 1531 la asamblea general del clero y el Parlamento lo proclamaron cabeza de la Iglesia nacional. Warham, Arzobispo de Canterbury, había al principio originado la adopción de una cláusula restrictiva: «mientras la ley divina lo permita». Pero esta importante reserva no fue respetada, porque la ruptura con la Corte Romana siguió casi inmediatamente. En 1534 el Acta de Supremacía fue votada conforme a los términos de que el rey llegaría a ser la única cabeza de la Iglesia de Inglaterra y que gozaría de todas las prerrogativas que hasta entonces habían pertenecido al Papa. La negativa de reconocer la nueva organización fue castigada con la muerte. Varios cambios siguieron: supresión de los conventos, destrucción de reliquias y de numerosas pinturas y estatuas. Pero el dogma no fue de nuevo atacado bajo Enrique VIII, quien persiguió con igual rigor la adhesión al Papa y a las doctrinas de los Reformadores. (18) En los artículos JANSENIO Y JANSENISMO se han descrito la formación y vicisitudes del cisma de Utretch, la infeliz consecuencia del jansenismo, no obstante que nunca se difundió más allá de un puñado de fanáticos. Los cismas subsecuentes pertenecen al fin del siglo XVIII y al siglo XIX. (19) El primero fue causado en Francia por la Constitución Civil del clero de 1790. Por esta ley la Asamblea Nacional constituyente se propuso imponer sobre la Iglesia una nueva organización que esencialmente modificaba su condición y la regulaba mediante la ley eclesiástica pública. Los 134 obispos del reino fueron reducidos a 83, conforme a la división territorial en departamentos; la elección de párrocos cayó en electores nombrados por miembros de las asambleas distritales; la de obispos por electores nombrados por las asambleas de los departamentos; y la institución canónica devuelta al metropolitano o a los obispos de la provincia. Todos los beneficios sin cuidado de almas fueron suprimidos. Una ordenanza posterior hizo de la obediencia a estos artículos un requisito para la admisión a cualquier oficio eclesiástico. Un gran número de obispos y sacerdotes, en total, de acuerdo a algunas fuentes, cerca de un sexto del clero, y de acuerdo a otros documentos casi un tercio, fueron suficientemente débiles para tomar el juramento. De allí en adelante el clero francés se dividiría en dos facciones: los juramentados y los no-juramentados, y el cisma fue llevado al máximo extremo cuando intrusos bajo el nombre de obispos reclamaron ocupar las sedes departamentales, durante el tiempo de vida y aun en desafío a los derechos de los verdaderos titulares. La condena de la Constitución Civil por parte de Pío VI en 1791 abrió los ojos de algunos, pero otros persistieron hasta que su «Iglesia Constitucional» decayó vergonzosamente y desapareció irremediablemente durante el torbellino de la Revolución. (20) Un cisma de naturaleza diferente y de menor importancia fue el de la llamada Petit Eglise o los Incomunicantes, formada al principio del siglo XIX por grupos insatisfechos con el Concordato y el clero del mismo. En las provincias del occidente de Francia el partido adquirió cierta estabilidad desde 1801 hasta 1815; en esta última fecha había llegado a ser una secta distinta. Languideció aun hasta 1830 y eventualmente se extinguió por falta de sacerdotes que la perpetuaran. En Bélgica algunos de sus miembros se llaman a sí mismos Stevenistas, abusando así del nombre de un reputado eclesiástico, Corneille Stevens, quien fue vicario general capitular de la Diócesis de Namur hasta 1802, quién después escribió contra los Artículos Orgánicos, pero aceptó el Concordato y murió en 1828, como había vivido, en sumisión a la Santa Sede. (21) En 1831 el abate Chatel fundó la Iglesia Católica Francesa, un pequeño grupo que nunca adquirió importancia. El fundador, quien al principio reclamaba haber retenido todos los dogmas, había sido consagrado obispo por Fabre Palaprat, un autoproclamado obispo del tipo “Constitucional”; Chatel pronto rechazó la infalibilidad de la enseñanza de la Iglesia, el celibato de los sacerdotes y la abstinencia. No reconoció ninguna regla de fe excepto la evidencia individual y ofició en francés. La secta estaba ya a punto de morir por el ridículo cuando sus lugares de reunión fue-ron cerrados por el gobierno en 1842. (22) Aproximadamente en la misma época hubo en Alemania la escena de un cisma parecido. Cuando en 1844 el Manto Sagrado fue expuesto en Tréveris para la veneración de los fieles, un sacerdote suspendido, Johannes Ronge, aprovechó la ocasión para publicar un violento panfleto contra Arnoldi, Obispo de Tréveris. Algunos descontentos se pusieron de su lado. Casi simultáneamente Juan Czerski, un vicario despedido, fundó en la provincia de Posen, una “comunidad Católica Cristiana”. Tuvo imitadores. En 1845 los “Católicos Alemanes”, como se autodenomina ron estos cismáticos, sostuvieron un sínodo en Leipzig en el cual rechazaron entre otras cosas la primacía del Papa, la confesión auricular, el celibato eclesiástico, la veneración de los santos y suprimieron el Canon en su Liturgia Eucarística, la cual llamaron “liturgia alemana”. Ganaron adeptos en pequeña cantidad hasta 1848, pero luego de esa fecha decayeron, estando en malos términos con los gobiernos quienes al principio los habían apoyado pero luego les mostraron mala voluntad debido a sus agitaciones políticas. (23) Mientras esta secta declinaba otra apareció en contra del Concilio Vaticano I. Los oponentes de la recién definida doctrina de infalibilidad, los viejos católicos, al principio se contentaron con una simple protesta; en el Congreso de Munich en 1871 resolvieron constituir una Iglesia separa-da. Dos años más tarde escogieron como obispo al profesor Reinkens de Breslau, quien fue reconocido como obispo por Prusia, Baden y Hesse. Gracias al apoyo oficial los rebeldes tuvieron éxito en apoderarse de un cierto número de iglesias católicas y pronto, como los Católicos Alemanes y cismáticos en general, introdujeron novedades disciplinarias y doctrinales; sucesivamente abandonaron el precepto de la confesión (1874), el celibato eclesiástico (1878), la liturgia romana, que fue reemplazada (1880) por una liturgia alemana, etc. En Suiza también la oposición al Concilio Vaticano I resultó en la creación de una comunidad separada, que también disfrutó del apoyo gubernamental. Se fundó una facultad Católica Antigua en Berna para la enseñanza de teología y E. Herzog, un profesor de dicha facultad, fue electo obispo de la secta en 1876. Un congreso organizado en 1890, en el cual la mayoría de los grupos disidentes, jansenistas, viejos católicos, etc. tu-vieron representantes, resolvieron unir todos estos diversos elementos en la fundación de una Iglesia. Como una cuestión de hecho, todos estos grupos están en la ruta del librepensamiento y el racionalismo. En Inglaterra un reciente intento de cisma bajo el liderazgo de Herbert Beale y Arthur Howarth, dos sacerdotes de Nottingham, y Arnold Mathew, han fallado en alcanzar proporciones dignas de un aviso serio.
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