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altarcatolico

la libertad religiosa


R. P. Julio Meinvielle

Título: La Libertad Religiosa
Autor: R. P. Julio Meinvielle (Teólogo)


Contenido:


i. LA DECLARACIÓN CONCILIAR SOBRE LIBERTAD RELIGIOSA Y LA DOCTRINA TRADICIONAL
Prólogo
ii. EL HECHO DE LA LIBERTAD RELIGIOSA HOY
iii. LA OBLIGACIÓN DE PROFESAR LA RELIGIÓN VERDADERA
iv. EL DERECHO DE SEGUIR CULTOS FALSOS EN LA DOCTRINA TRADICIONAL Y EN LA DECLARACIÓN CONCILIAR
v. ¿ESTAMOS ANTE UNA DOCTRINA NUEVA QUE CAMBIA LA ANTERIOR?
vi. ¿ES CONVENIENTE EL CAMBIO OPERADO EN LA FORMULACIÓN DE LA DOCTRINA?
vii. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA Y LA LIBERTAD RELIGIOSA
viii. EL ESTADO, COMO CUSTODIO DEL JUSTO ORDEN PÚBLICO PUEDE FORZAR LA LIBERTAD RELIGIOSA EN LA DECLARACIÓN CONCILIAR
ix. MÁS SOBRE LA NATURALEZA DE LA LIBERTAD RELIGIOSA
x. EL ESTADO Y LA LIBERTAD RELIGIOSA
Notas

 
i. LA DECLARACIÓN CONCILIAR SOBRE LIBERTAD RELIGIOSA Y LA DOCTRINA TRADICIONAL Prólogo La reciente Declaración conciliar sobre Libertad Religiosa suscita diversos y graves problemas que atañen a la filosofía y a la teología y que merecen por lo mismo una detenida consideración. En primer lugar, y después de una lectura superficial, pareciera que la nueva Declaración conciliar de Vaticano II modificara la doctrina católica tradicional sobre la materia. Sin embargo, esto debe ser firmemente excluido y rechazado porque lo excluye y lo rechaza la misma Declaración en su parte introductoria. Leemos allí, en efecto: “Finalmente, como la libertad religiosa que exigen los hombres en el cumplimiento del deber que tienen de dar culto a Dios mira a la inmunidad de coerción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica sobre la obligación moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y para con la Iglesia única de Cristo”. Aunque la Declaración conciliar nada señalara al respecto, habría, sin embargo, que buscar la coherencia interna entre una y otra doctrina, ya que un cambio y modificación de la misma en punto tan importante y vital, como es el hecho religioso, pondría muy seriamente en cuestión la asistencia del Espíritu Santo al magisterio de la Iglesia y pondría en cuestión asimismo la santidad de la misma Iglesia, que habría obrado durante siglos ejerciendo normas completamente contrarias a las ahora sancionadas y que serían reclamadas por la dignidad permanente de la persona humana. Además, si así fuera, el valor de la nueva enseñanza y doctrina del Documento conciliar también quedaría gravemente cuestionado. Porque si la Iglesia hasta aquí, por boca de su magisterio ordinario, enseñó constantemente una doctrina diferente de la que es ahora presentada, ¿qué seguridad puede dar el Concilio de su propia inerrancia en la nueva doctrina si niega la inerrancia de la enseñanza anterior dos veces milenaria? ¿Por qué se le ha de atribuir sumisión y acatamiento interior a la enseñanza que nos propone hoy la Iglesia si se nos dice que estuvo equivocada en la enseñanza de ayer? Es fácil exhibir casi un centenar de documentos eclesiásticos que, unánimemente, desde la condenación de la Enciclopedia en el Decreto Ut Primum de Clemente XIII, 3/9/1759, hasta la memorable alocución Ci riesci de 6/12/1953, de Pío XII, establecen la doctrina tradicional que niega el derecho a la profesión pública de los cultos falsos y que acuerda al Estado la obligación y el derecho de reprimirlos. Este es precisamente el punto donde se hace más sensible la discrepancia entre esa doctrina tradicional y la ahora enunciada por la Declaración conciliar, que habla explícitamente de un derecho y de un derecho fundado en la dignidad de la persona humana a la profesión de cultos falsos. Siendo la persona humana un valor permanente e inmutable que subsiste a través de los siglos cristianos, ¿no habrá habido violación del mismo en los siglos pasados por parte de la Iglesia si aceptamos los términos de la Declaración conciliar? Porque si es cierto que la Iglesia jamás aceptó que nadie fuera forzado a abrazar contra su voluntad la religión católica, como enseña León XIII en la Inmortale Dei, también es cierto que negó el derecho a la profesión pública de cultos falsos y errores religiosos y sostuvo la obligación y el derecho de la autoridad pública a reprimirlos siempre que no mediaran razones superiores que prescribieran la tolerancia. Estamos pues, aparentemente al menos, ante dos enseñanzas que discrepan. Nada adelantaríamos si dijéramos que la Iglesia sostuvo la doctrina condenatoria de los cultos falsos cuando tuvo poder público y que la niega y rechaza ahora que se ve privada del mismo. Porque ello sería acusarla de oportunismo en materia moral y jurídica, lo cual redundaría en acusación grave contra su magisterio y su santidad. Creemos que la solución del presente problema es otra. Por de pronto, no hay cambio de doctrina aunque lo puede haber en su formulación. Una misma doctrina recibe dos formulaciones diferentes para dos situaciones históricas también diferentes. De esto nos ocuparemos más detenidamente en el presente estudio. Alguien pensará que la Declaración conciliar de Vaticano II viene a confirmar las posiciones que años atrás defendió tan brillantemente Jacques Maritain en su Humanismo Integral y que fueran censuradas enérgicamente en mi libro De Lamennais a Maritain. No lo creemos. Porque la posición de Maritain, lo mismo que la de Lamennais, su verdadero inventor, así como la de todo el liberalismo católico tan vivamente censurado en los documentos de Gregorio XVI, Pío IX y León XIII, se funda en una concepción progresiva de la historia y del hombre; progreso que determinaría la adquisición de nuevos derechos que corresponderían al nuevo estado de adultez del hombre y que no podrían adjudicársele en aquellos siglos de infancia e inmadurez. Por otra parte, Maritain califica de “natural inviolable” el derecho que tendría la persona humana “frente al Estado, a la comunidad temporal y al poder temporal de escoger su vía religiosa a sus riesgos y peligros” (Les Droits, pág. 103), lo cual le asigna un carácter que rebasa la índole de secundario y condicionado que reviste dicho derecho en la Declaración conciliar(1). Además, Maritain se empeña en caracterizar y calificar de “Nueva Cristiandad” y de “sociedad vitalmente cristiana” una sociedad que no alcanzaría los caracteres de “teísta” y que más bien debiera considerarse agnóstica, si no abiertamente atea y materialista. Porque el problema con Maritain no estriba en el reconocimiento del hecho de que hoy, no es aplicable la doctrina tradicional que subrayaba los derechos de la verdad religiosa, y es únicamente aplicable, y debe ser aplicada aún por Prudencia política, la que subraya la libertad. El problema estriba en la filosofía de los valores y de la historia que funda y explica este nuevo hecho que determina la aplicación de nuevos derechos. El hombre moderno que reclama libertad, ¿significa, en sí y absolutamente, s mpliciter en lenguaje escolástico, un progreso sobre el hombre de la Cristiandad, que reclama(2) la verdad? ¿O, en cambio, es un hombre enfermo y decadente que se ha hecho incapaz de soportar el derecho fuerte que se ha de aplicar al hombre sano? ¿El cambio que en la formulación de la doctrina sobre libertad religiosa impone hoy el Concilio Vaticano II está exigido por un progreso verdaderamente humano que se ha efectuado en el hombre o, por el contrario, está exigido por un verdadero regreso? Es claro que, al determinar este problema, hemos de partir del texto y del contexto de la Declaración conciliar, examinando a la luz de toda la doctrina secular de la misma Iglesia, sin que interese la opinión particular que hayan podido sustentar los Padres conciliares al respecto; porque el acto verdaderamente conciliar, como acto de la Iglesia, y que merece la asistencia del Espíritu Santo, es el texto en su plena formulación objetiva, aprobado por acto definitivo de la Asamblea conciliar y del Soberano Pontífice. Es claro también que la interpretación auténtica de la Declaración conciliar ha de darla el magisterio de la Cátedra romana, al cual debemos todos los cristianos acatamiento pleno. Fiesta de San Juan Bosco de 1966. IR A CONTENIDO . . ii. EL HECHO DE LA LIBERTAD RELIGIOSA HOY La Declaración conciliar sobre Libertad Religiosa comienza por situarse en un hecho, que se da hac nostra aetate, en esta nuestra edad. Este hecho es el de que los hombres se hacen más y más conscientes de su dignidad de persona humana y de que aumenta el número de los que exigen que en el obrar los hombres gocen y usen de su propio consejo y libertad, no movidos por la fuerza, sino guiados por la conciencia del deber. Piden asimismo la limitación jurídica del poder público para que no se circunscriban excesivamente los límites de la libertad honesta tanto de las personas como de las asociaciones. Este hecho a que alude la Declaración conciliar no bastaría para legitimar una nueva condición jurídica si no fuera acompañado de otras circunstancias que ponen de relieve y llevan al primer plano esta apetencia de libertad. Porque ansias de libertad las hubo y las ha de haber siempre. Pero en otras épocas, en que dominaba el sentido de la Verdad y de la virtud, la apetencia de libertad se hallaba condicionada por ese sentido y a él subordinada. Hoy, en cambio, en que las sociedades sufren de anarquía intelectual, sobre todo en materia religiosa, los hombres buscan la libertad y únicamente la libertad para determinarse cada vez más por lo que les parece mejor. Además, antes, cuando el hombre se encontraba en la verdad y en la verdad humana, que satisfacía el ámbito de sus aspiraciones, su anhelo de libertad revestía un carácter pacífico y normal, mientras que hoy, cuando el hombre se siente como empujado y predestinado hacia la servidumbre de la sociedad máquina, también siente en sí agudizada esta ansia de libertad, libertad que en cierto modo se aleja de sus realizaciones efectivas. Ante la amenaza de una civilización de mecanismos automáticos que manejarían las cosas y los hombres, se trata urgentemente de salvar lo más posible la libertad de la persona humana, sobre todo en materia religiosa. La Declaración conciliar alude expresamente a la amenaza de nuestro tiempos Fnostrae aetatisF, a la pérdida de libertad. Este hecho, del cual parte la Declaración conciliar, ha de ser suficientemente subrayado para entender la naturaleza y alcance del nuevo régimen jurídico que propone para la situación histórica del hombre de hoy. Porque esta situación histórica, la única que se nos da hoy como posible, es la que determina el abandono de ese otro régimen jurídico que, aunque bueno en sí, no es posible ya en su aplicación, y la que legitima el régimen jurídico de libertad religiosa, sancionado por el Concilio. Entiéndase bien, sin embargo, que no es el hecho nuevo, ni la nueva situación histórica la que constituye el nuevo derecho. Porque si así fuera, estaríamos en pleno oportunismo y daríamos valor de derecho al hecho consumado, sino que, al surgir nuevas e inéditas situaciones, prevalecen derechos que se hallaban antes, pero que estaban dominados por derechos superiores y dejan, en cambio, de actuar estos últimos ante la imposibilidad que se les presenta en la nueva situación histórica. Entiéndase también que estos derechos que prevalecen sobre (3) aquellos que pierden su vigencia han de ser derechos secundarios y condicionados de la persona humana. Porque si lo fueran primarios y absolutos, como, por ejemplo, el que nadie pueda ser obligado a cometer un pecado, habían de considerarse inmutables y permanentes para cualquier situación histórica y, por lo mismo, en vigencia continua en toda circunstancia. IR A CONTENIDO . . iii. LA OBLIGACIÓN DE PROFESAR LA RELIGIÓN VERDADERA Después de haber destacado el hecho nuevo y la nueva situación histórica dentro de la cual va a proponer le Declaración conciliar su doctrina sobre libertad religiosa, pasa a establecer la obligación que compete a todo hombre de buscar la verdad objetiva, y una vez conocida, de abrazarla y seguirla; verdad objetiva que ha hecho conocer Dios a todo el género humano y que se halla en la Iglesia Católica y Apostólica, a la cual se le ha dado el mandato de ir y predicar a todos los pueblos. Al poner de relieve la Declaración conciliar esta obligación a una verdad religiosa objetiva cierra el camino a todo indiferentismo religioso. El hombre está obligado a buscar y a seguir la verdad que la Iglesia enseña. Y esto por mandato de Cristo, quien como Legado Divino se hizo presente en la humanidad para revelarle la voluntad de Dios. Esta obligación fundamental que pesa sobre las personas humanas implica simultáneamente en la misma un derecho primario y absoluto, frente a cualquier poder humano, a seguir y a profesar la verdad católica. Porque es la obligación ante Dios la que funda el derecho ante los hombres. Y el derecho a seguir la verdad católica no tiene la misma fuerza ni el mismo valor jurídico que pueda invocar el hombre para seguir, aunque sea de buena fe, el error religioso. Este podrá ser un derecho derivado, secundario y condicionado. Aquél es un derecho primario y absoluto. El hombre sólo tiene derecho absoluto e incondicionado al Dios vivo y verdadero, que Jesucristo nos ha revelado. Porque sólo la verdad objetiva de este Dios calma como fin todas las aspiraciones y apetencias humanas. El fin del hombre es la Verdad de Dios. El hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios, dice con sencillez y profundidad el catecismo. Pero el hombre ha de llegar a esta verdad de Dios con su libertad. Y el Concilio dice que “estas obligaciones (las de seguir la verdad) tocan y atan la conciencia de los hombres, pero que la verdad no se impone sino por fuerza de la verdad misma, que penetra en las mentes de modo al mismo tiempo suave y fuerte”. Si el hombre tiene derecho a la verdad y si a la verdad se llega libremente, el hombre tiene derecho a la libertad. Pero tiene de suyo, derecho en la medida en que busque la verdad y a ella se ordene. El derecho a la verdad es superior al derecho de la libertad. Porque aquél funda a éste, que no ha de ser aplicado sino en la medida en que lo requiera aquel fundante(4). Si el derecho a la verdad es primario y absoluto, el derecho a la libertad no es tan primario ni tan absoluto. Pero, sin embargo, la libertad a seguir la verdad religiosa, en privado y en público, es un derecho primario y absoluto. Hasta aquí,(5) esta es la doctrina católica unánime y constante antes y después de Vaticano II. El derecho de la libertad a la religión verdadera mantiene su fuerza delante de Dios y de los hombres. IR A CONTENIDO . . iv. EL DERECHO DE SEGUIR CULTOS FALSOS EN LA DOCTRINA TRADICIONAL Y EN LA DECLARACIÓN CONCILIAR La dificultad comienza con la cuestión del derecho a la profesión de cultos falsos y, en consecuencia, con la obligación y el deber del Estado a reprimirlos en la órbita del derecho público. La doctrina tradicional en esta materia está magníficamente expuesta por León XIII en dos documentos celebérrimos y harto conocidos: La Inmortale Dei del 1/11/85 y la Libertas proestatissimum(6) del 20/6/88. Allí León XIII condena los principios del llamado derecho nuevo que considera iguales a todas las religiones, lo que lleva al ateísmo, y condena igualmente la libertad de conciencia en el sentido falso, mientras defiende la libertad de conciencia para obedecer a Dios. Sin embargo, hace constar expresamente León XIII, que la Iglesia no condena a los jefes de Estado que, en virtud de un bien que se ha de conseguir o de un mal que se ha de impedir, toleran que en la práctica estos diversos cultos tengan cada uno su sitio en el Estado. Señala(7) igualmente la costumbre universal de la Iglesia de velar con gran cuidado porque nadie sea forzado a abrazar la fe católica contra su voluntad, porque, como lo advierte San Agustín: “El hombre no puede creer sino de plena voluntad”. También señala León XIII que no se ha de abusar del principio de tolerancia, sino que se ha de aplicar en la medida en que lo requiera el bien común(8). Fácil es advertir que en la doctrina tradicional no se habla de derecho sino únicamente para la verdad y el bien. Respecto de la falsedad y del mal se habla de tolerancia, la cual pertenece a la esfera civil, en la que el Estado o Poder público ha de permitir, según lo aconseje la prudencia política en las diversas circunstancias, una circulación mayor o menor de la falsedad y del mal, en vista del mayor bien común. La Declaración conciliar sobre Libertad Religiosa habla, en cambio, de derecho de la persona humana y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa y niega el derecho de intervención del Estado a forzar la profesión de un culto, aunque sea el verdadero, o de reprimir la de otros, aunque sean falsos. Como es fácil advertir, la Declaración conciliar se coloca en el plano civil(9) de los derechos. LM habla del plano de la conciencia frente a Dios, porque eso lo ha considerado ya en la introducción y allí ha reconocido sólo derechos a la verdad religiosa objetiva. ¿Cómo funda la Declaración conciliar este derecho a la libertad, aún para el error, y ello no sólo para la conciencia de buena fe sino también para la de la mala fe? Los funda diciendo que “el ejercicio de la religión, por su misma índole, consiste primeramente en actos internos voluntarios y libres, por los cuales el hombre se ordena a Dios directamente: y tales actos no pueden ser mandados o prohibidos por un poder puramente humano”. Esto, como se ve, por lo que respecta a la profesión privada de cultos falsos. Pero la Declaración conciliar justifica igualmente el derecho de la persona humana a la profesión pública de estos mismos cultos y así añade que: “La misma naturaleza social del hombre exige que éste exprese externamente los actos internos de religión, que comunique con otros en materia religiosa y profese su religión de modo comunitario”. Y para que nadie piense que esto se limita a la profesión privada y pública de cultos erróneos practicados de buena fe, cuando la Declaración conciliar declara la naturaleza del acto psicológico de buscar la verdad religiosa y por lo mismo la necesidad de que proceda inmune de coerción externa, añade: “El derecho a la libertad religiosa se funda no en la disposición subjetiva de la persona sino en su misma naturaleza”. Y a continuación expresa: “Por lo cual el derecho a esta inmunidad persevera aún en aquellos que no satisfacen a la obligación de buscar la verdad y de adherir a ella; su ejercicio no puede ser impedido mientras se respete el justo orden público”. En consecuencia, la Declaración conciliar sostiene el derecho civil de la persona humana a la profesión, incluso de mala fe, de cultos falsos, y niega el derecho civil del Estado de reprimirlos o el de forzar la profesión pública del culto verdadero. Por aquí aparece claro en qué concuerdan y en qué se diferencian una y otra formulación. Colocada una y otra en una situación histórica en que el bien público hace imposible la represión de los cultos falsos, la una, la tradicional, habla tan sólo de tolerancia; la otra, la de la Declaración conciliar, habla de derechos de la persona humana. IR A CONTENIDO . . v. ¿ESTAMOS ANTE UNA DOCTRINA NUEVA QUE CAMBIA LA ANTERIOR? Esta es la primera cuestión que surge al estudiar una y otra exposición doctrinaria. ¿Es esta, la Declaración conciliar, una doctrina nueva que cambia la anteriormente sostenida, o es la misma doctrina, con una formulación nueva, que deja en pie la doctrina anterior?(10) La respuesta nMs la da la misma Declaración conciliar, que expresamente afirma en uno de sus primeros párrafos que “la libertad religiosa, que los hombres exigen en el cumplimiento del deber de dar culto a Dios, deja íntegra la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de hombre y sociedades para con la verdadera religión y para con la única Iglesia de Cristo”. La concordancia entre una y otra doctrina hay que buscarla en el punto que fija que, dada la situación histórica actual que hace imposible la represión de los cultos falsos y el apoyo público al verdadero, o sea, dado que la situación del principio de tolerancia, de que hablaba León XIII, se ha como institucionalizado, hay que partir de esta situación en el orden civil, y reconocer derechos a la profesión inmune de coerción del acto religioso; derechos que existían anteriormente porque están vinculados con la naturaleza del acto religioso, pero que no podían ser actualizados por la prevalencia de derechos superiores, cuales eran los del Poder público a hacer respetar los derechos de la verdad religiosa; derecho del poder público que ha caducado por la evolución de la sociedad civil y por la defección del mismo poder público que, como veremos más adelante, ha declinado su función religiosa y se ha convertido en un Poder puramente material con fines también materiales solamente. Esta doctrina de la caducidad de un régimen jurídico y la vigencia de otro nuevo implica que se trata de derechos secundarios de la persona humana. Y, en efecto, el derecho a la profesión pública del error religioso es un derecho derivado de aquel absoluto y primario que sólo acuerda derecho a la verdad. Per se, de suyo, no puede existir sino derecho a la verdad. Este es un derecho primario y absoluto. Pero como la libertad a la verdad se hace muy riesgosa e imposible, en materia religiosa que de suyo pertenece al foro interno de la conciencia, si no se le otorga también derecho al error, hay que reconocer en la persona humana, per accidens, es a saber, por una razón circunstancial y derivada, un derecho al error. Este derecho es, por consiguiente, secundario, derivado y condicionado. Y a su vez, la obligación y, en consecuencia, el derecho del Estado a imponer protección del derecho público a la verdad religiosa depende del derecho fundamental y primario, cual es la del bien común que es el fin mismo de la sociedad y de la autoridad civil. Si las personas humanas tienen derecho a la verdad religiosa, como derecho primario y absoluto, tienen también, ante otras personas, el derecho a que éstas no le induzcan al error ni le desvíen de la verdad. Sobre todo, este derecho se hace tanto más imperioso cuando se trata del pueblo sencillo e ignorante. Luego, al Poder público pertenece la protección del derecho a la verdad religiosa, la que no puede conseguirse sino por una represión de la profesión pública de errores religiosos. Este derecho es también secundario y derivado. El derecho a la libertad pública al error religioso puede entrar en conflicto con el derecho del Poder público a la protección de la verdad religiosa. Ellos es harto claro y evidente, y en tal caso la Prudencia y la Prudencia política habrá de decidir en las diversas circunstancias cuál derecho haya de prevalecer. Hechas estas aclaraciones, al que preguntare: ¿cómo puede ser una misma doctrina la que acuerda un derecho fundado en la dignidad humana y aquella otra, la tradicional, que no acordaba derecho, sino que tan sólo toleraba, por razones de bien común, la práctica privada y pública de falsos cultos?, habría que contestarle que la relación del hombre con respecto a Dios incluye dos elementos esenciales en la dignidad de la persona humana. El uno, que el hombre se mueva hacia el fin, que es la verdad objetiva del mismo Dios; y el otro que se mueva por sí mismo, por la verdad de su conciencia, sin que sufra coerción alguna externa. Dos elementos, uno que mira al fin, la verdad de la persona humana; y otro, que mira al medio, la libertad de la persona humana. Hablando en absoluto el hombre tiene obligación de moverse hacia Dios, y sólo hacia Dios. De esta obligación le nace el derecho frente a sus semejantes de que no le coaccionen ni le impidan moverse libremente hacia Dios. Es decir, que tiene un derecho absoluto y primario de moverse con libertad hacia la religión verdadera, que solamente le comunica con su fin. Bajo este aspecto, sólo la Verdad tiene derecho absoluto, que no lo puede tener el error. Porque aunque la persona humana sea sujeto de derechos, el título o razón que confiere este derecho es la verdad y no el error. Colocándose en este punto absoluto, la doctrina tradicional no acordaba derecho al hombre sino sólo y únicamente para practicar la religión verdadera. Permitía, como un mal menor, que era preferible tolerar la práctica privada y pública de los cultos falsos. Sostenía asimismo como un deber del Poder Público esta tolerancia de los cultos falsos. Esta obligación —relativa— del Poder público, determinada por razones de prudencia política, creaba, en cierto modo, un derecho también relativo en los ciudadanos para practicar cualquier culto, verdadero o falso. Un derecho puramente civil, vale decir, con vigencia en la esfera de la civilidad, pero no en la de la moralidad. No hay duda de que esta exposición y formulación de la doctrina es perfecta y la Declaración conciliar de Vaticano II expresa que debe ser mantenida. Pero se puede tomar como punto de partida no una consideración absoluta sino una relativa, es a saber, la situación histórica en que se halla el hombre hoy frente a la práctica de muchas religiones en una misma sociedad civil, y establecer en esas condiciones el derecho relativo o condicional —derecho civil—, que corresponde a cada hombre y a cada comunidad religiosa de profesar privada y públicamente cualquier culto. Es claro que esta consideración, aunque legítima, ha de considerarse también imperfecta si se la compara con la consideración tradicional expuesta por la Iglesia desde la Mirari Vos de Gregorio XVI hasta la Libertas de León XIII, exposición a que se ha ajustado la Iglesia hasta ahora en los documentos oficiales. Consideración imperfecta porque, en lugar de considerar el orden jurídico civil como en continuidad de la esfera de la moralidad y formando una parte de ella, introduce en cierto modo una como separación entre civilidad y moralidad, lo que implica cierta deshumanización o amoralización del Estado o de la sociedad civil. Luego, se ha producido un cambio, pero no en profesión de doctrina sino en su formulación. De aquí que se haya de destacar la importancia que tiene esta introducción de la Libertad Religiosa que nos propone la Declaración conciliar de Vaticano II. IR A CONTENIDO . . vi. ¿ES CONVENIENTE EL CAMBIO OPERADO EN LA FORMULACIÓN DE LA DOCTRINA? ¿Es conveniente o puede dejar de serlo este cambio en la formulación de la doctrina? Entendemos que esta pregunta puede merecer varias respuestas, según sea el punto de vista desde donde se miren las cosas. Primeramente, hay un punto de vista de Dios que desde toda la eternidad ha fijado el plan de la historia. Y en este sentido, aunque lo que acaezca no tiene que ser absolutamente lo mejor, pues Dios es libre en sus determinaciones y no está obligado a elegir lo mejor, sin embargo, ha de considerarse lo mejor, en cuanto ha de ser, en definitiva, el cumplimiento de su voluntad, al menos permisiva y consecuente. Bajo este aspecto, hemos de decir que, estando la Iglesia de Jesucristo bajo la dirección especial del Espíritu Santo, un cambio en la formulación de una doctrina tan vital que hace a la esencia misma del acto religioso, y un cambio en una tradición dos veces milenaria, pareciera significar singulares designios de Dios para los tiempos que vivimos y para los que se aproximan. Estos designios singulares pudieran estar vinculados con acontecimientos apocalípticos, que lo mismo pueden culminar en lo que San Pablo llama Plenitudo Gentium (Rom. 11, 25) la entrada en plenitud de los pueblos en el seno de la Iglesia, entrada libre y amorosa; o también en el acercamiento a lo que el mismo Apóstol llama la apostasía universal (2 Tes. 2, 3). Sea de ello lo que fuere, conviene siempre tener presente que la Historia y sobre todo la Historia de la Iglesia, se mueve por caminos misteriosos que sólo Dios conoce y sólo conduce. Por ello, dejando el punto de vista de Dios, que se nos escapa en absoluto, hemos de limitarnos a las hipótesis posibles desde un punto de vista puramente humano, aunque tengamos en cuenta los datos de la Divina Revelación. Colocándonos en un punto de vista puramente humano, hemos de decir que, al formular en una expresión imperfecta la doctrina tradicional, la Iglesia cumple un acto de misericordia para cMn el hombre de hoy. No se dispensa un trato igual a un hombre maduro y sano que el que se dispensa a un enfermo. No se dispensa un trato igual a un hombre —o a una civilización— que se mueve en la verdad que a aquel otro que habiendo perdido el sentido de la verdad se mueve en la idea de la libertad. El hombre hoy no sabe dónde está la verdad ni cómo hay que encontrarla. Sólo reclama libertad. Pero el hombre, lejos de la verdad, es un hombre enfermo, que ni siquiera tiene libertad. Ya que sólo la verdad nos hace libres (Juan, 8, 32). De aquí que se cometería un gravísimo error si se tomara este acto de misericordia de la Iglesia en la Declaración conciliar de Libertad Religiosa como un argumento de madurez del hombre actual. El hombre actual podrá haber efectuado muchos progresos en aspectos parciales de su existencia. Pero en lo que respecta a su alejamiento de la Iglesia Católica, que corre parejo con su alejamiento de Cristo y de Dios, está sufriendo una terrible crisis y enfermedad que afecta a lo esencial de su existencia. Porque se aleja de Cristo que se le ha dado como Salvación, de Cristo, que es verdad de su entendimiento y Gracia de su Voluntad. Y, al perder el bien de lo fundamental de su ser, el hombre de hoy se hace incapaz de usar bien de aquellos progresos parciales que habría efectuado en muchos aspectos de su actividad. De una apreciación errónea con respecto al significado del acto conciliar puede seguirse una actitud también errónea con respecto a la orientación que se haya de atribuir a toda la vida del hombre. Porque si se toma la nueva formulación como un acto de misericordia que tiene la Iglesia en vista de la enfermedad de que está aquejado el hombre de hoy que prefiere la libertad a la verdad, se ha de concluir que, partiendo de la libertad, hacia la que se dirigen las apetencias vitales del hombre actual, debe marcharse hacia la adquisición de la Verdad, porque sólo ésta le ha de salvar. Si, en cambio, se toma la nueva formulación, en base a la libertad, como un acto al que se ha visto obligada la Iglesia para satisfacer la madurez que ha alcanzado el hombre de hoy en su alejamiento de la misma Iglesia, habría que concluir que será necesario acelerar esa marcha en el camino de la libertad aunque ella determine un mayor alejamiento religioso del hombre frente a la Iglesia y frente a Dios. Porque si la libertad, y no precisamente la verdad, le salva, será menester orientarse siempre en un camino de mayor libertad. Esto nos hace ver la importancia que tiene la justa apreciación del acto conciliar, la cual sería equivocada y aún nefasta, si se tomara como una medida que sería adoptada contra la doctrina y la práctica anterior de dos mil años de Iglesia; cuando en realidad se toma como punto de partida, en atención al estado enfermizo del hombre actual, para de aquí llevarle al goce de la salud perfecta que sólo se encuentra en la profesión plena de toda la doctrina. Esta imperfección de un régimen de libertad frente al de la verdad no impide que pueda haber un verdadero progreso en la libertad si no se realiza contra la verdad sino dentro de ella. El régimen moderno de libertad es precisamente malo porque se ha erigido contra la verdad. Pero si se mantiene el derecho pleno de la verdad, y de la verdad religiosa en la vida humana, no hay duda que cuanto más se realice ese derecho de la verdad en un clima de libertad, haya de considerarse más perfecto. Estas consideraciones nos muestran cómo detrás del acto conciliar sobre Libertad Religiosa se mueve toda una Teología de la Historia, la cual puede formularse en términos correctos o (11) equivocados. En términos correctos si se toma como criterio de salvación del hombre, incluso en el plano temporal, su acercamiento a la Iglesia, Sacramento Universal de Salud; o, en términos equivocados, si se adopta cualquier otro valor. Porque si se adopta aquel primer criterio, habrá que concluir que el mundo moderno en la medida en que erige como salvación del hombre otros valores que aquél que erigió la civilización cristiana, está perdiendo al hombre, por muchas y grandes que sean las adquisiciones que en el plano material pueda ofrecerle. Al contrario, cuanto mayores sean estas adquisiciones, si no están acompañadas de la auténtica energía espiritual conque(12) la Iglesia sana y robustece al hombre, más grande ha de ser la catástrofe en que ellas han de desembocar. De todo esto hemos de concluir que la Libertad Religiosa, que nos propone la Iglesia en la Declaración conciliar, tiene un sentido diametralmente opuesto al que pregonan hasta aquí los enemigos seculares de la Iglesia. En éstos, la libertad religiosa es un fin en sí mismo que sirve para alejarnos de la Verdad. En la Declaración conciliar, en cambio, la libertad es un simple medio, de especial significación en el estado de salud del hombre actual, que debe ser adoptado en vista del fin, que es llevar al hombre a la salud, que sólo se encuentra en la Verdad católica. La importancia de estas reflexiones debe ser medida teniendo en cuenta el poderío de que gozan los enemigos de la Iglesia en el campo de las comunicaciones, y que sin duda han de emplear para desvirtuar el recto sentido y significado del acto conciliar. Para ellos, el cambio en la formulación de la doctrina tradicional ha de ser interpretado como una victoria del iluminismo masónico, que por fin ha logrado imponerse aún dentro de la Iglesia sobre el reaccionarismo intolerante. Lamentablemente, estos enemigos han de encontrar un poderoso apoyo en teorías teológicas que se han dejado influir por el liberalismo del pasado siglo después de las concepciones audaces de Lamennais y de sus numerosos seguidores. Existe el peligro de que una organizada propaganda, realizada en todos los niveles de la mentalidad humana, interprete la Libertad Religiosa de Vaticano II como una expresión de las corrientes de indiferentismo religioso y sirva de este modo a aumentar el caudal de los que, confundidos por la multitud de creencias y de opiniones en el campo religioso, acaban en el ejército, cada vez más numeroso, de los sin Dios. Aunque señalemos estos peligros bien reales, abrigamos, sin embargo, la confianza de que el acto de misericordia de la Iglesia demostrado en Vaticano II puede a su vez conmover los corazones de los “hombres de buena voluntad” y suscitar una corriente de conversiones. Porque si es cierto que el ateísmo se acrecienta en un mundo en que la vida pública se laiciza, también lo es que en este mundo que se disgrega y se atomiza, los millones de seres que experimentan en lo íntimo del corazón y de la inteligencia el llamado de Dios, se sienten cada vez más fuertemente impulsados hacia la Iglesia Católica, donde se mantiene intacta la fe en el Dios Vivo y verdadero. Lo esencial es que los católicos, lejos de entregarse a la insensata aventura de querer liquidar el tesoro de teología y de espiritualidad de sus dos mil años de vida cristiana, profundicen en ese tesoro y la hagan fructificar en formas aún inéditas de una verdad que, al comunicarse con Dios, está por encima de todo tiempo y de toda historia. Lo nuevo ha de enlazarse con la tradición de lo pasado. Porque si la enseñanza del siglo XX desautoriza lo enseñado en el siglo XIX, se condena a sí misma, porque con igual derecho ha de ser desautorizada en el siglo XXI. Es de esperar que la aventura del Progresismo cristiano, que tan fuertemente se ha apoderado de muchos núcleos católicos y que puede prosperar con una interpretación falsa de los actos conciliares, deje lugar a manifestaciones más sensatas y legítimas de renovación religiosa. IR A CONTENIDO . . vii. LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA Y LA LIBERTAD RELIGIOSA En el párrafo 2, el Concilio Vaticano II declara que “la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa”. Y declara a continuación en qué consiste esta libertad. “Consiste, dice, en que todos los hombres deben ser inmunes de coerción de parte de hombres particulares y de parte de grupos sociales y de cualquier poder humano, de tal suerte que en cuestión religiosa, nadie debe estar coaccionado a obrar contra su conciencia ni tampoco ha de estar impedido a que obre según su conciencia, sea privada, sea públicamente, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”. Ha de señalar el Concilio a continuación que este derecho a la libertad se refiere “a buscar la verdad religiosa” y que, una vez conocida, “a adherir a ella y a ordenar toda su vida según las exigencias de la misma verdad”. Pero advierte algo que es muy importante y dice: “Por lo cual el derecho a esta inmunidad persevera aún en aquellos que no satisfacen a la obligación de buscar la verdad y de adherir a ella; por lo cual no se puede impedir su ejercicio con tal que se guarde el justo orden público”. Los derechos fundados en la dignidad de la persona humana. El hombre tiene derechos porque tiene obligaciones. La obligación funda el derecho. Las obligaciones vienen de su carácter de creatura racional inteligente y libre. Como inteligente y libre tiene dominio de sus actos y como creatura está obligado a efectuar sus actos de acuerdo con la voluntad y disposición del Creador. El hombre tiene la obligación fundamental de ordenar toda su vida hacia su Creador. Su vida debe ser religiosa en aquella manera y camino(13) en que su creador se lo haya hecho conocer, en caso de que exista una religión positiva impuesta por el creador. El hombre tiene obligación de adherir a esta verdad y conformar de acuerdo con ella toda su vida. Esta es una obligación ineludible de su ser y su cumplimiento dignifica por sí mismo su carácter de persona. Porque la persona humana se dignifica cuando alcanza el fin que la perfecciona. Y este fin es Dios en la Verdad religiosa. De esta obligación, fundamental y primera por su importancia ontológica, nacen los derechos que el hombre tiene frente a otro hombre. Porque tiene obligación bajo su responsabilidad de llegar a Dios, tiene derecho a que todo hombre o grupo humano ni le coaccione a seguir un camino religioso diferente de la Verdad ni le impida seguir aquel determinado que le lleva a la Verdad. El hombre tiene derecho primeramente a la Verdad religiosa. Y porque tiene derecho a la verdad religiosa tiene derecho también, en segundo lugar, a la libertad religiosa. De suyo y en absoluto el derecho a la libertad religiosa está en función de la verdad religiosa. El hombre no tiene derecho, de suyo y en absoluto, incondicionado, sino sólo a la libertad que le conduzca a la verdad religiosa y en la medida en que a esta verdad le conduzca. Esto no quiere decir que los actos internos religiosos que no conduzcan a la verdad religiosa puedan ser forzados. Ya que éstos, al ser internos, no pueden caer bajo la jurisdicción de ningún poder de la tierra, que sólo la tienen externa y en lo que de algún modo sea del foro público. Los actos externos religiosos pueden ser de suyo y en general forzados. Ya que el Poder Público puede prescribir la comisión de ciertos actos o proscribir otros. Este poder de jurisdicción que compete al Estado sobre los actos religiosos externos de los ciudadanos se halla condicionado y modificado en el mundo desde la presencia de la Iglesia de Jesucristo. Modificado en el sentido de que el Estado no lo puede ejercitar sino bajo la jurisdicción de la Iglesia, que ha recibido poder sobre lo religioso del propio Jesucristo. Y así la Iglesia ha prescripto en toda su legislación y práctica que no fueran forzados ni judíos ni paganos. Con respecto a los cristianos, el Estado, bajo la autorización de la Iglesia, pudo en tiempos pasados legítimamente forzar a herejes y a apóstatas al cumplimiento de los compromisos que adquirieron en el bautismo. Esto que fue legítimo en las edades cristianas, deja ya de serlo con la nueva Declaración conciliar sobre “Libertad Religiosa”, en la que la Iglesia prescribe que el Poder Civil no tenga ninguna jurisdicción sobre los actos religiosos, exceptuando lo que se refiere al justo orden público. ¿Es doctrina nueva esta de que los hombres no puedan ser forzados en su vida religiosa? No es nueva con respecto a judíos y a paganos, salvo algunas excepciones que no pueden imputarse a la Iglesia en cuanto tal. Para ello, baste recordar la enseñanza clara y terminante al respecto de Santo Tomás, quien niega que se pueda coaccionar a abrazar la fe a judíos y a paganos, aunque considera lícito que si se puede reprimir al que adultera la moneda, con mayor razón ha de serlo el que se castigue, aún con penas, al que pervierte y adultera la fe católica (Suma, 2-2, 10, . Esta doctrina nueva, en consecuencia, con respecto a los herejes y a apóstatas, establece nuevas normas a los Estados de las que estuvieron en vigor en otro tiempo. Ello quiere decir que con el acto conciliar la Iglesia sanciona oficialmente el derecho de que gozaban los Estados con respecto a los actos religiosos externos y dispone que, de aquí en adelante, no puedan ejercer ninguna jurisdicción no sólo sobre judíos y sobre paganos, pero ni tampoco sobre cristianos. En consecuencia, los actos religiosos de todos los hombres por sanción del Poder religioso universal —la Iglesia Católica Romana—, salvo en lo que se refiere al justo orden público, quedan sustraídos al Poder y jurisdicción de los Estados civiles, que no pueden ya ejercer sobre ellos ningún tipo de violencia. ¿Existe alguna razón para que la Iglesia adopte hoy esta norma nueva con respecto a los cristianos? Sin duda que existe, y ella consiste en la mayor sensibilidad del hombre actual con respecto a la libertad, mientras el hombre de antes era más sensible a los derechos de la verdad. Esta mayor sensibilidad del hombre moderno por la libertad podía haberse actualizado manteniendo el sentido de la verdad. Pero se ha actualizado contra la verdad. De aquí que no resulta un progreso humano sustancial sino una caída y un regreso. El hombre actual, en efecto, ha perdido el sentido del valor de la verdad y de la unidad religiosa y el sentido de la gravedad de los pecados que atentan directamente contra esta verdad y unidad. ¿Esta pérdida del sentido de la verdad religiosa y este aumento del sentido de la libertad significan un progreso con respecto al hombre de antes o más bien un regreso? Esta cuestión la hemos tratado anteriormente y su solución depende de lo que llevamos expuesto. Es claro que el derecho a la libertad es secundario y tiene razón de medio con respecto al derecho que tiene el hombre a la verdad religiosa. Porque la verdad religiosa tiene razón de fin. El hombre está hecho para Dios. Luego Dios es el fin del hombre. Si el hombre estuviera hecho para sí mismo, su libertad tendría razón de fin. El hombre se dignificaría primeramente por el ejercicio de su libertad. Pero si el hombre está hecho para otro, su dignidad se alcanza primeramente en la medida en que se conforme con este otro para cuyo fin está hecho. Esto no quiere decir que la libertad no constituya una dignidad del hombre. Sólo demuestra que no es su dignidad constitutiva primera, y que si se hace contra la verdad, implica una caída y una pérdida. Un orden de civilización que tenga en cuenta los derechos de la verdad religiosa como dignidad primera del hombre ha de considerarse superior a un orden que tenga en cuenta como dignidad primera los meros derechos de la libertad. De aquí que el orden secular de la Cristiandad que rindió homenaje a los derechos de la verdad del hombre ha de considerarse superior al orden de la vida moderna que considera sobre todo y ante todo las derechos de la libertad. De modo que no se ha de dudar en dar respuesta a la cuestión planteada y contestar que el camino de un orden de civilización que del reconocimiento y estima de los derechos de la verdad ha ido pasando a otro orden que, posponiendo aquel reconocimiento y aquella estima, se ha movido solamente por los derechos de la libertad, significa una declinación y un regreso de la esencia del hombre. Porque si el hombre precisamente se realiza, se plenifica y se dignifica en absoluto —simpliciter— sólo cuando logra el fin para el que ha sido creado, aquella otra dignificación que alcanza en su libertad o en cualquier otro valor, fuera del esencial, sólo le dignifica parcialmente y en un aspecto, secundum quid, para hablar en términos de la Escuela. Este orden de civilización más imperfecto determina y funda derechos nuevos, pero también más imperfectos si se lo compara con el derecho de aquella civilización que se movió por la fuerza de la verdad. Que sea más imperfecta no significa que en sí, o sea considerado no precisamente con la relación a la dignidad que le confiere la verdad, este derecho a la libertad religiosa no tenga su fundamento, como dice la Declaración conciliar, “en la dignidad de la persona, cuyas exigencias más plenamente se han hecho conocer por la experiencia de los siglos”. Si esta libertad religiosa hubiera progresado manteniendo los fueros de la verdad, entonces sí podría considerarse como un progreso y una perfección substancial. En consecuencia, el derecho a la libertad religiosa, aun en el caso de que ésta se ejercite a sabiendas y a conciencia en los errores y en los cultos falsos es un derecho de la persona humana, no absoluto ni primero, sino sólo condicionado, determinado por una situación histórica que puede justificar la fundación de un verdadero derecho nuevo. Así como no se administra a un hombre enfermo el mismo régimen alimenticio a que tiene derecho el hombre sano, así igualmente no se le puede dispensar igual régimen jurídico al hombre de una civilización que se mueve por los derechos de la verdad y a aquel que se mueve sólo por los de la libertad. Si la libertad descansa en la dignidad de naturaleza de la persona humana, ¿no violó dicha dignidad un orden de civilización que forzó aquella libertad? Esta cuestión ha sido suficientemente aclarada al explicar cómo la dignidad de la persona humana que implica la libertad religiosa en el orden externo de la vida a l a profesión de los cultos falsos no ha de considerarse como absoluta ni primaria sino condicionada y secundaria respecto a aquella otra dignidad que descansa en el ajuste del hombre con su verdad. Tenemos aquí dos dignidades de la persona humana, la una absoluta y primaria, ya que sólo ella la dignifica por constituir su fin propio y esencial; y la otra, condicionada y secundaria en función de aquella absoluta y primaria. Estas dos dignidades, con los derechos que una y otra implican, pueden entrar en conflicto. El derecho del Estado cristiano a mantener en el orden público la verdad cristiana puede verse en conflicto con la libertad del ciudadano a profesar errores y cultos falsos. El derecho y la obligación del Estado cristiano a velar por la protección de los ciudadanos a su verdad religiosa pueden verse en conflicto con el derecho de otros ciudadanos a profesar errores religiosos. Si el Estado tiene la obligación de proteger a sus ciudadanos contra los que adulteran las monedas o cualquier otra mercancía, ¿no ha de tenerla de suyo también contra los que adulteran la verdad religiosa que hace al fin mismo del hombre? La respuesta se impone por sí misma, mientras se dé la condición de una sociedad donde el hombre corriente comprenda dónde está la verdad religiosa y cuál sea su importancia primera entre todos los valores de la vida. Si por cualquier circunstancia histórica el hombre se hace incapaz de comprender los derechos y exigencias de la verdad religiosa y pierde el sentido de la jerarquía de valores y derechos, cambia en cierto modo en su naturaleza moral y jurídica fundamental, al menos en sus derechos secundarios, para dar lugar al fundamento de otros derechos cMndicionados, relativos y derivados de su nueva situación histórica. Le pasa analógicamente lo que acaece con el hombre en su condición histórica de pecado original, que debe vivir en un régimen de propiedad privada de bienes, cosa que, como enseña Santo Tomás, no había de realizarse si hubiera mantenido la justicia original, ya que entonces habría conocido una perfecta comunidad de bienes y servicios. Una situación histórica diferente, que lejos de ser de progreso en el caso de su sensibilidad a la libertad contra la verdad, puede ser de enfermedad y ruina, determina nuevos derechos acomodados a esa nueva situación. Es claro que el cambio de derechos se verifica con respecto a derechos secundarios de la persona humana, cuales son los derechos civiles de protección o de libertad de la verdad o falsedad religiosa. IR A CONTENIDO . . viii. EL ESTADO, COMO CUSTODIO DEL JUSTO ORDEN PÚBLICO PUEDE FORZAR LA LIBERTAD RELIGIOSA EN LA DECLARACIÓN CONCILIAR Que a la autoridad pública le corresponda el derecho a la intervención en la esfera religiosa lo demuestra a las claras el caso de que en la misma Declaración conciliar sobre libertad religiosa no ha sido posible excluir toda intervención. Porque hay casos en que algunos ciudadanos, invocando la libertad religiosa, pudieran practicar actos directamente violatorios de derechos absolutos y primarios de otros ciudadanos, como serían los derechos a la vida, a la honra y a otros bienes humanos; y es lógico que el Estado, custodio de los derechos humanos, tiene el derecho y la obligación de ejercer la correspondiente protección y tutela de los mismos. De aquí que la Declaración conciliar señale la atribución y el derecho que compete a la sociedad civil de “protegerse contra los abusos que se pueden cometer bajo el pretexto de la libertad religiosa, y cómo sobre todo pertenece al poder civil la protección de esta libertad; lo cual no ha de hacerse de modo arbitrario o con favoritismo, sino según las normas jurídicas conformes al orden moral objetivo, las que están reclamadas por la tutela eficaz de los derechos para todos los ciudadanos y para su convivencia pacífica y por la promoción suficiente de la sana paz política que es la convivencia ordenada en la verdadera justicia, y por la debida guarda de la moralidad pública”. Por aquí es fácil hacer un argumento en defensa de la civilización medieval que comprendió que en “el justo orden público” había que incluir los derechos a l a protección pública de la verdad religiosa contra los diversos adulteradores que, bajo la invocación de novedades en el orden del pensamiento y de la vida, debían pretender modificar el depósito de verdades dadas por Dios al hombre. IR A CONTENIDO . . ix. MÁS SOBRE LA NATURALEZA DE LA LIBERTAD RELIGIOSA En el párrafo 3 de la Declaración conciliar, se aclara prolijamente el proceso moral del acto religioso. Se establece allí primeramente que existe una norma suprema de la vida humana y que ésta consiste en la ley divina, eterna, objetiva y universal, por la cual Dios, en el consejo de su sabiduría y de su amor, ordena, dirige y gobierna el universo mundo y los caminos de la humana comunidad. A esta regla y norma debe acomodarse el hombre, por lo que tiene la obligación y el derecho de buscar la verdad en lo que a la religión se refiere y para ello ha de emplear los medios idóneos para llegar a través de su conciencia moral a la adquisición de la verdad religiosa objetiva. Por aquí aparece espléndidamente cómo la verdad objetiva de la ley divina funda el derecho primero, absoluto e incondicionado de la verdad religiosa y la libertad religiosa. Consiguientemente luego, y siempre en función de esta verdad religiosa objetiva, viene también el derecho absoluto e incondicionado, aunque no tan primero, de decidirse libremente, sin coacción de ningún poder humano y movido sólo por la fuerza objetiva de la verdad, también objetiva, a esta verdad religiosa. Pero este proceso inquisitivo de búsqueda de la verdad en la práctica humana se hace muy difícil y no siempre, aunque se haga con la mayor buena fe, nos ha de asegurar el arribo a buen término. Puede terminar en una verdad puramente subjetiva, que a los ojos de la conciencia moral parece la verdad, pero que en realidad no es la verdad sino que es un error. ¿Qué derecho tiene entonces el hombre a que se le respete en la profesión, sobre todo pública, de ese error? Puede invocar un derecho, porque si tiene que decidirse por la verdad religiosa libremente y no puede hacerlo con esa libertad sin correr el riesgo del error y del error invencible, es claro que se le ha de reconocer cierto derecho al error religioso. Pero ya este derecho no puede ser absoluto e incondicionado, porque no depende directamente de la verdad religiosa objetiva ni está suspendido directamente de la misma. Sólo es absoluto e incondicionado el movimiento de la libertad religiosa que conduce efectivamente a la verdad religiosa, porque es esta verdad la que funda los derechos posteriores de la libertad. Directamente y de suyo no tiene derecho a la profesión del error religioso. Pero atendiendo a la naturaleza del proceso inquisitivo de la verdad religiosa, que en su complejidad no puede dejar de correr el riesgo del error, sobre todo en una sociedad cada vez más confundida con respecto a la verdad religiosa, se ha de sostener que indirectamente y accidentalmente, indirecta y per accidens, hay que reconocer un derecho fundado en la persona humana al error religioso. Este derecho a la libertad del error religioso puede entrar en colisión cMn los derechos que tienen las otras personas humanas a que no sean contagiadas con errores religiosos. Es claro que en esta colisión de derechos se puede dar la primacía a los derechos de la verdad religiosa sobre los de la libertad o, por el contrario, a los de la libertad sobre los de la verdad. Mejor una situación histórica humana que permita dar la primacía a los derechos de la verdad, ya que ésta funda los derechos de la libertad del error religioso. Pero si de hecho esto no es posible porque el error religioso ha alcanzado enorme difusión, no queda otra alternativa que reconocer como primero y anterior de hecho los derechos de la libertad aún al error religioso. Y entonces surge un derecho público civil, condicionado a una situación histórica humana, que otorga la primacía de los derechos al error religioso sobre los de la verdad religiosa. Hasta aquí hemos considerado el caso de la libertad al error religioso en la conciencia de buena fe. Pero es claro que esta libertad hay que extenderla indistintamente a cualquier error religioso, ya sea por la dificultad de demostrar la buena o mala fe, ya sea por la insensibilidad que se ha formado en la opinión pública actual para apreciar la gravedad del error religioso en general. Por ello, el Concilio Vaticano II establece expresamente que siendo la libertad religiosa un derecho de la persona humana, un derecho del cual puede hacerse mal uso, “persevera aún en aquellos que no satisfacen a la obligación de buscar la verdad o de adherir a ella; y que su ejercicio no puede ser impedido mientras no altere el justo orden público”. Aquí establece el Concilio una norma práctica adecuada a la presente situación histórica que, como hemos repetido ya, se ha hecho sensible a los derechos de la libertad sobre los de la verdad. Es claro que este derecho sancionado por el Concilio, aún para los que de mala fe profesan públicamente errores religiosos, tiene un fundamento en la persona humana aún más remoto y condicionado que aquel que tienen los que yerran de buena fe. Así como éstos, los que yerran de buena fe, gozan de un derecho secundario y condicionado cMn respecto al derecho absoluto e incondicionado de los que piden libertad para la profesión de la verdad religiosa. IR A CONTENIDO . . x. EL ESTADO Y LA LIBERTAD RELIGIOSA La Declaración conciliar sobre “Libertad Religiosa” insiste repetidas veces en que esta libertad consiste en la inmunidad de coerción por parte de la autoridad civil que ni debe forzar a los ciudadanos en favor de ninguna religión determinada ni tampoco ha de impedirles la profesión de la que quisieran escoger. La Declaración conciliar pareciera, en consecuencia, inclinarse por una estricta neutralidad religiosa. Esto crea un problema especial y es el de si ha de seguir sosteniendo como hasta aquí que el Estado debe con su poder coactivo ayudar de algún modo a la verdad religiosa. La Declaración conciliar tiene al respecto en el párrafo 3 unas palabras que merecen especial consideración. Allí leemos: “Además los actos religiosos, por los cuales los hombres se dirigen a Dios privada y públicamente de acuerdo con el parecer de su conciencia, trascienden por su naturaleza el orden terrestre y temporal; el Poder civil, cuyo fin propio es procurar el bien común temporal, debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos, pero traspasaría sus límites si pretendiera dirigir o impedir los actos religiosos”. La elucidación del problema presente nos va a exigir el desarrollo en varias proposiciones: a) El Estado y, en general, la vida pública no puede dejar de influir favoreciendo u obstaculizando la libertad y aún la verdad religiosa. De donde no existe estrictamente neutralidad religiosa. El Estado es una causa universal que tiene gran influencia en la vida pública de un pueblo y, a través de la vida pública, en la vida privada. Porque el Estado dispone del poder político, el cual hace la legislación, administración y justicia de un país. Por ello, el Estado maneja elementos importantes de la economía, derecho y cultura, todo lo cual va modelando la mentalidad de los ciudadanos y creando hábitos de pensar y comportamiento. Por mucho que el Estado se despersonalice y se maquinice, necesariamente ha de manejar elementos que contribuyen a la humanización y a la deshumanización del hombre. Elementos que, de un modo u otro, contribuyen a la educación de su inteligencia, imaginación, vida afectiva y voluntad. Cuando se habla del Estado, nMs referimos en general a la vida pública, que hoy se halla influenciada por otros poderes más o menos privados que manejan la publicidad y los medios de comunicación, pero que también dependen de la regulación que les imprime el Estado. Estos poderes se hallan hoy en pocas manos que, disponiendo de grandes medios financieros, manejan la prensa, radio-televisión, órganos de opinión, llegando también y en cierto modo a ejercer gran influencia sobre el Estado mismo. Por ello, cuando hablamos de Estado, nos referimos a esa serie de factores que contribuyen a crear la vida cultural y el modo de civilización de un pueblo determinado y, en general, de una región de pueblos y hoy, por la comunicación de los pueblos entre sí y sobre todo por la influencia del núcleo de naciones más desarrolladas, a esa como civilización y cultura universal que va modelando de modo homogéneo todas las regiones de la tierra. Pues bien, el Estado en sí mismo y como factor principal de la vida pública con los otros elementos que contribuyen a forjarla, no puede dejar de influir favoreciendo o impidiendo, de modo más o menos remoto o cercano, el desarrollo de la vida religiosa. Porque esa vida pública, al ser expresión y manifestación del hombre, lleva en sí la impronta del mismo, y con ella influye sobre toda la vida de un pueblo. Esa manifestación no puede dejar de reflejar la actitud del hombre con respecto a un problema tan decisivo y vital, como es la supervivencia en un más allá, la existencia de un Ser personal, Creador del Universo y justo recompensador del hombre. De manera que esa expresión con respecto a la religión habrá de ser de simpatía, indiferencia u hostilidad, cMn los mil matices que caben dentro de la misma. b) En la relación religiosa del Estado-civilización frente a la Iglesia caben infinitos grados que van de una hostilidad total, como la que preconiza el comunismo, a una protección total, como la de la concordia del sacerdocio y del imperio de épocas pasadas. Este punto es claro por sí mismo. El hecho importante ha sido señalado en el párrafo anterior cuando se ha excluido la posibilidad de una estricta neutralidad entre Estado-civilización e Iglesia. De cualquier modo como se conciban las cosas, Estado e Iglesia no se pueden desconocer e ignorar. Porque la Iglesia tiene normas sobre la vida humana sobre la cual también actúa el Estado, y entonces será necesario que se encuentren en muchos casos y vitales para la existencia humana. Además que la Iglesia se presenta al Mundo como una Personalidad Pública Universal con una misión y un mensaje sobrenatural exigiendo reconocimiento y libertad para el ejercicio de esta su misión. Frente a esta posición de la Iglesia caben por parte del Estadocivilización una hostilidad absoluta, rechazando el carácter benéfico del hecho religioso y excluyéndolo totalmente de la vida que, para el comunismo, entra toda ella dentro de la esfera pública. En la práctica esta hostilidad hacia el hecho religioso puede revestir muchas modalidades como lo demuestra el comunismo en China, Rusia, Cuba, Yugoslavia(14), Polonia y Hungría. El grado de esta hostilidad ha de depender de la fuerza con que la Iglesia y la religión, en general, se hallen implantadas en la vida del pueblo y asimismo del poderío que pueda alcanzar el comunismo en su ansia de dominación. Asimismo cabe una oposición diametralmente opuesta a la anterior en las relaciones de Estado-civilización con la Iglesia y ella se alcanza cuando el Estado con la vida pública se pone al servicio de los fines de la Iglesia. La historia conoció el florecimiento de estas relaciones en ciertos períodos privilegiados de la concordia del sacerdocio y del imperio. León XIII ha dejado páginas gloriosas en la Inmortale Dei haciendo el elogio de aquella época en que la unión del Poder temporal y del espiritual contribuían a la formación plena de la vida humana alcanzando alto grado de valor en la filosofía, la teología, el arte, la política y, en general, en la santidad de todas las manifestaciones de la vida humana. Pero no es de los hombres mantener por mucho tiempo el justo equilibrio del poder. Li de los hombres del mundo ni de los hombres de la Iglesia. Aquella gloriosa concordia cayó en luchas estériles y nefastas por el predominio del poder. Y se llegó a pensar que lo que debe considerarse normal en el plano de las esencias debía ser imposible en el plano de la realización y de las existencias. Y aquel régimen de subordinación del poder temporal al servicio del espiritual declinó primero en uno de subordinación de lo espiritual a lo temporal y luego en uno de cada vez mayor hostilidad entre los dos poderes. Una larga historia nos muestra formas extrañas de josefismo, regalismo y anticlericalismo. Mientras tanto, se ha ido operando una transformación en las funciones del Poder público que en cierto modo ha ido abandonando las funciones de ingerencia en lo espiritual y religioso para entregarse exclusivamente a funciones administrativas y económicas. El hecho es que la Iglesia hoy reclama libertad y sólo libertad para el cumplimiento de su misión. Lejos de las experiencias pasadas, a veces amargas, del brazo secular, la Iglesia prefiere hoy, y así lo expresa abiertamente la Declaración conciliar, un régimen, si no de separación, sí tal, que en él, el Estado se desentienda todo lo posible de lo que atañe a la esfera religiosa y deje a ésta en manos de la Iglesia,(15) de otras comunidades religiosas o de los particulares. c) La Iglesia no quiere, para la actual situación de la historia humana, sino una neutralidad benévola que reconozca su personalidad Pública Sobrenatural y que favorezca, aunque no sea de modo positivo, la libertad de su misión. Toda la Declaración conciliar, aunque habla de la libertad religiosa como de un derecho fundado en la persona humana, se refiere a una situación histórica bien determinada, como lo expresa su párrafo introductorio y como lo hemos comentado anteriormente. Ese derecho existió siempre y siempre fue reconocido aunque no adquirió un relieve de primer plano como hoy porque fue oscurecido y dominado por derechos más altos y superiores. Al haber aumentado la significación del derecho a la libertad religiosa, aún para los errores y cultos falsos, se ha amenguado la función del Estado en su protección de la verdad religiosa. Uno y otro derecho andan, en cierto modo, en proporción inversa. El hecho histórico registra la marcha en proporción inversa de una libertad de los cultos falsos que aumenta y un poder de protección del Estado sobre la verdad religiosa que disminuye. La Declaración conciliar señala ambos hechos y establece una norma práctica para la presente situación histórica, que limita los deberes y derechos del Estado en esta materia. La prescripción de la Iglesia, respecto a los nuevos deberes y derechos del Estado en materia religiosa para la situación presente, exigiría una larga explicación sobre la atribución que compete a la Iglesia por disposición de Cristo para legislar en esta materia, de suerte que sus sanciones obligan al poder civil. Pero baste consignar el hecho. Todo Estado que de alguna manera rinde homenaje al carácter sobrenatural de la Iglesia está obligado, de aquí en adelante, a conformar su legislación con el nuevo dictado de la Declaración conciliar. El pretendido derecho de patronato de nuestra Constitución se halla directamente afectado. Para justificar el rebajamiento que se le consigna al Estado en la nueva situación histórica, enuncia la Declaración conciliar conceptos que en rigor son incompatibles con los que enunciaban los documentos eclesiásticos de las épocas en que se reclamaba el servicio del Poder Público a los fines de la Iglesia. Se dice que los actos religiosos por los cuales los hombres se dirigen a Dios en privado y en público trascienden el orden terrestre y temporal, que constituye propiamente la esfera del poder temporal. Pareciera que se sometieran a censura los conceptos y el lenguaje de los Documentos eclesiásticos en que se exigía la obligación de profesión religiosa del Poder público y que se diera razón a la argumentación de los liberales y laicistas que negaban esta obligación de profesión religiosa, invocando precisamente el carácter terrestre y temporal del Estado. Pero no sería lícita tal interpretación porque tornaría falsa la afirmación de la Declaración conciliar cuando en su párrafo primero dice que la libertad religiosa, en su nueva formulación, deja “intacta la entera doctrina católica tradicional sobre el deber 31 moral de los hombres y de las sociedades para con la religión verdadera y la única Iglesia de Cristo”. La única interpretación correcta que cabe debe darse dentro de los términos de nuestro comentario. La Declaración conciliar reconoce la verdad y la validez de la enseñanza tradicional que, al levantar al Estado a las funciones espirituales y religiosas al servicio de lo sobrenatural, le dignificaba. El Estado y el Poder civil no se salían de su misión ni de su esfera sino que se empleaba en el cometido más alto que le puede competir sirviendo, en la medida en que era capaz, a los fines más altos de todos los valores. Pero, al haberse hecho imposible esta condición del Estado al servicio de lo religioso, al haberse hecho incapaz el Poder civil para la dignidad de servir a lo sobrenatural, se le condena en cierto modo y se le reduce a una función inferior que no rebase el plano de lo terrestre y temporal. La Declaración conciliar implica como una sanción contra el laicismo y el agnosticismo del Estado moderno. Este Estado, al haber abandonado sus funciones altas que ejercía en épocas pasadas de mantener en la vida pública normas de religiosidad y de moralidad, ha ido cayendo cada vez más en un puro ente material y mecánico, ocupado en asegurar necesidades puramente materiales del hombre. El Estado moderno ha ido perdiendo su autoridad para convertirse en una fuerza ciega de puro poder. El Estado moderno ha dejado de ser humano y se ha embrutecido. Se ha hecho una máquina, en la cual se va convirtiendo la misma sociedad. El rebajamiento del Estado moderno por la Declaración conciliar no es sino la sanción jurídica que la Iglesia, en su carácter de Sacramento de Salud Sobrenatural con poder sobre el Universo, pronuncia sobre un hecho ya consumado. La Iglesia pareciera considerar al Estado moderno como irremediablemente perdido para el cumplimiento de la misión que le compete de ser con su autoridad representante de Dios. Non est enim potestas nisi a Deo (Rom., 13, 2). Prefiere entonces que se reduzca en su autoridad para que no pueda emplearla en la perdición y ruina del hombre. Por aquí aparece la significación de la Declaración conciliar en este momento gravísimo de la historia humana. El peligro que amenaza hoy al hombre no consiste en el extralimitarse en el ejercicio de su libertad. Sino, al contrario, en que deje de ejercitarla y se convierta en un autómata, manejado también automáticamente por los grandes mecanismos en que se han convertido el Estado y la sociedad moderna. 32 Recuérdese al respecto toda la literatura actual, en especial la sociológica, psicológica y publicitaria, en que se expresa el automatismo del hombre de hoy. El libro reciente de Vance Packard intitulado La Sociedad Desnuda, es una muestra clara del peligro, tanto más significativa cuanto se refiere a la sociedad de los Estados Unidos, que está sirviendo de ejemplo y de meta para todos los países. Téngase presente en especial los medios, cada vez más poderosos, que se están empleando hoy para el acondicionamiento y control de la mente y de la condición humana. Frente a esta situación, que no es una amenaza hipotética sino un peligro real y actuante que viene a sumarse al peligro colectivista que domina grandes sectores humanos desde hace cincuenta años, la Iglesia llama la atención al hombre de hoy sobre la necesidad de responsabilidad y expresa el deseo de que “la libertad religiosa sirva y se ordene para que los hombres en el cumplimiento de sus obligaciones en la vida social procedan con mayor responsabilidad”. Sin embargo, por mucho que el Estado y la sociedad se automaticen y maquinicen, tornándose en entes totalmente neutrales a lo religioso, no puede alcanzarse una extrañación total de lo humano y por lo mismo una verdadera neutralidad religiosa. Aun en los Estados Unidos, donde la neutralidad del Estado pareciera alcanzar una expresión pura, no hay tal. La Iglesia Católica es reconocida, al menos de hecho, como una Personalidad Pública Universal con misión espiritual. Se respeta su carácter estructural y jerárquico. Se tienen en cuenta y se asigna interés e importancia a las declaraciones del Sumo Pontífice, cabeza suprema de la Iglesia. Es éste un reconocimiento que rebasa el plano de la mera neutralidad. Aun en aquellos regímenes estatales en que la neutralidad debía justamente considerarse hostil, estaba implicado un reconocimiento reverencial hacia el Episcopado y las estructuras eclesiales que superaban también la mera neutralidad. Así, por ejemplo, en Francia, cuando la ley de la separación y de la persecución siguiente, la Iglesia, en medio de esa hostilidad, había alcanzado un alto grado de Personalidad que se imponía a sus perseguidores. Lo mismo hemos de decir hoy de países comunistas como Polonia, Yugoslavia(16) , Cuba y Hungría, donde la fuerza sobrenatural de la Iglesia se impone a la expectación pública con caracteres salientes que forzosamente trascienden la mera neutralidad del Poder Público. La Iglesia quiere hoy por parte de los poderes civiles una neutralidad que, reconociendo su Personalidad Pública sobrenatural, favorezca la libertad de su misión. Este favorecimiento implica en primer lugar que no se le ponga ningún obstáculo para desenvolverse en su constitución interna, lo que incluye la gestión de Obispos, formación de sacerdotes y religiosos, comunicación regular y ordinaria con el Romano Pontífice. Este favorecimiento puede implicar asimismo una serie de medidas que, aunque no importen una ayuda positiva, contribuyen a facilitar la misión de la Iglesia, tales, por ejemplo(17), como una legislación que aliente la salud moral pública en ideas y costumbres. La Declaración conciliar habla expresamente de que “el Poder civil… debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla”. No es posible entrar en mayores detalles en la cuestión presente porque la modalidad y los límites que debe revestir el favorecimiento de la religión y de la Iglesia ha de depender de las condiciones y circunstancias particulares de cada pueblo. En toda esta cuestión ha de ejercitarse de un modo peculiar la Prudencia política, la que ha de procurar realizar el mayor bien posible dentro de lo que permitan las circunstancias. La Declaración conciliar advierte expresamente en su párrafo 6 que “atendidas las circunstancias de los pueblos, puede atribuirse en la ordenación jurídica de la ciudad, a una comunidad religiosa determinada, un reconocimiento civil especial”. d) Esta neutralidad benévola del Estado y de la civilización para con la Iglesia ha de moverse hacia una situación que, lejos de obstaculizar, favorezca la influencia de la Iglesia sobre la vida de los pueblos. Los pueblos hoy necesitan como de primer bien, la influencia de la Iglesia. Porque si los pueblos tienen necesidades, la primera necesidad de que han menester es la de Dios, que se nos comunica por Jesucristo en su Iglesia Santa. No es la economía, ni la cultura, ni la política lo que está hoy primeramente deficiente. Es la vida religiosa auténtica, la que, al estar en crisis, trae aparejada una crisis en todas las otras manifestaciones del hombre. La Iglesia Católica Romana es la Institución puesta por Dios para remediar en plenitud esta deficiencia del hombre y de los pueblos. Luego, todo Poder civil está obligado a cumplir una política que, sin salirse de las normas de la Prudencia y dentro de las directivas nuevas de la Declaración conciliar, favorezca en el mayor grado esta benéfica e insustituible influencia para el bienestar de los pueblos. La Declaración conciliar tiene este sentido: despertar a los pueblos, en la situación histórica presente, la apetencia de una sana libertad, que lleve al reconocimiento de la “libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom., 8,21), la que se da en la Verdad. . . Notas 1 Este parágrafo falta en ed. 1966. 2 “reclamaba” en ed. 1966. 3 “o” en ed. 1966. 4 “Porque aquel funda este no ha de ser aplicado sino en la medida en que lo requiera el está fundado.”, erróneo en ed. 1966. 5 Omite coma en ed. 1966. 6 Libertas proestantissimum, n.d.e. 7 “Sañala”, error tipográf. ed. 1966. 8 En vez de “sino que se ha de aplicar en la medida en que lo requiera el bien común”, se lee en ed. 1966, erróneo: “ya que este otro derecho y el fundamento es superior a aquello que sobre él menor mal”. 9 civil, en cursiva, en ed. 1966. 10 Falta el signo de cierre de interrogación en ed. 1967. 11 “e”, error tipográf. ed. 1966. 12 “con que”, n.d.e. 13 …“debe ser religiosa y religiosa en aquella manera y camino”… etc., en ed. 1966. 14 “Yugoeslavia” en ed. 1966. 15 Coma omit. en ed. 1967. 16 “Yugoeslavia” nuevamente aquí en ed. 1966. 17 “p. ej.,” en ed. 1966.
 
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