En Torno al Origen de la Vida
Título: En Torno al Origen de la Vida
Autor: Raúl Osvaldo Leguizamón
Contenido
Sobre el Autor
DEDICATORIA
PROLOGO
PRESENTACIÓN GENERAL Y ABORDAJE DEL PROBLEMA
Introducción
¿Qué es la vida?
Hipótesis sobre el origen de la vida
¿Azar o ley?
Forma de abordar el problema
El abordaje experimental
Esquema general de la biogénesis
1ª ETAPA: LA SÍNTESIS DE LOS BIOMONOMEROS
La fuente de energía
La atmósfera primitiva
El experimento de Miller
2ª ETAPA: LA SÍNTESIS DE LOS BIOPOLIMEROS
El problema del agua
La fuente de energía
El argumento del tiempo
La asimetría molecular
El problema de la secuencia
LA TESIS DE LOS COACERVADOS
TERMODINÁMICA Y LA GÉNESIS DEL ORDEN
Las leyes de la termodinámica
Los intentos por esquivar la ley de la entropía
Biogénesis y cristalización
ORDEN, ORGANIZACIÓN, MORFOGÉNESIS
¿CÓMO SE HABRÍAN ORIGINADO LAS PRIMERAS PROTEÍNAS?
CONSIDERACIONES FINALES
EPÍLOGO
Notas
Sobre el Autor El Dr. Raúl Osvaldo Leguizamón es médico, egresado de la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Ha realizado su especialidad de Anatomía Patológica en las Universidades de Emory y Minnesota, EE.UU. También cursó estudios avanzados de Patología en la Universidad Juntendo, de Tokio, Japón. Durante 22 años se desempeñó como anatomopatólogo del Hospital San Roque, de la ciudad de Córdoba, Argentina, donde fue miembro de la Comisión de Bioética. Ha sido docente en la cátedra de Patología, Histología y Biología Celular de dicha Universidad y profesor de preparatoria en las asignaturas de Biología y Química. Desde hace muchos años se ha dedicado al estudio de la teoría de la evolución, sobre la cual ha escrito cinco libros: Y el mono se convirtió en hombre, La ciencia contra la fe, En torno al origen de la vida, Fósiles polémicos y Breve análisis crítico de la teoría de la evolución biológica, publicados en México y en Argentina, y numerosos artículos en diversas publicaciones de su país. También ha impartido conferencias y cursos sobre el tema. Actualmente, y desde el año 2003, se desempeña como profesor-investigador en el Centro de Estudios Humanísticos y en el Departamento de Filosofía y Ciencia de la Universidad Autónoma de Guadalajara. IR A CONTENIDO . . DEDICATORIA A mis padres, Tina y Raúl, por su abnegación, cariño y ejemplo. A mi esposa, Liliana, por su amor, comprensión y estímulo. A mis hijos, Raúl André y Sebastián, para que la Verdad ilumine sus pasos en la vida. “La cuestión relativa al origen de la vida pertenece al grupo de los problemas más importantes y básicos de las Ciencias Naturales… Sin ella, no puede, concebirse ni la más rudimentaria concepción del Mundo”. Oparin “La modestia conviene al estudioso, pero no a las ideas que posee y que debe defender”. Monod “Te doy gracias a ti, Dios Señor Creador nuestro, porque me dejas ver la belleza de tu creación, y me regocijo con las obras de tus manos. He proclamado la magnificencia de tus obras a los hombre que lean estas demostraciones, en la medida que pudo abarcarla la limitación de mi espíritu”. Kepler IR A CONTENIDO . . PROLOGO Numerosos científicos de las distintas áreas del conocimiento — al igual que la gran mayoría de los divulgadores sobre el tema — son prácticamente unánimes en sostener que la vida se habría originado a partir de la materia inanimada, por la sola acción de las leyes naturales y al margen de cualquier factor extramaterial. Frecuentemente — sobre todo en las obras de divulgación, libros de texto y programas televisivos — el tema es tratado en forma tal, que el lector no especializado sólo puede concluir que el origen de la vida a partir de la materia inanimada constituye no ya una teoría científica, sino un hecho demostrado, con pruebas abrumadoramente concluyentes a su favor. Salvo pequeñas dudas referidas a detalles de orden circunstancial, todo parece estar satisfactoriamente explicado: los átomos se unen espontáneamente para formar moléculas simples, que luego — en el seno del mar primitivo — forman moléculas más complejas, las cuales finalmente se unen entre sí, dando origen a la vida. Así de simple, así de claro, así de contundente. Aun cuando a nivel de las publicaciones especializadas hay científicos que expresan dudas y reservas sobre el tema, estas opiniones no llegan prácticamente nunca al lector corriente, el cual es ilustrado, con singular insistencia — en el esquema arriba descripto. Con raras excepciones éste es, sin duda, el consenso de opiniones del “establishment” científico y la actitud prudentes es, también sin duda, aceptar lo que los expertos dicen. Esta es la actitud prudente. Pero la actitud científica es justamente no aceptar lo que los científicos dicen. No, al menos, sin previo análisis crítico, puesto que la ciencia no debe basarse en la autoridad de nadie — ¡ni siquiera en la de los científicos! — sino en el análisis racional de la evidencia. Dada la trascendencia del tema, me pareció sería de interés brindar al lector no especializado algunas reflexiones sobre esta cuestión, a manera de una revisión crítica de la postura “oficial” del “establishment” científico, respecto del origen de la vida. Lo que, por otra parte, no es nada más que una actitud de fidelidad al método científico, que debe justamente basarse en la crítica — y no en la aceptación — de lo aceptado. Para realizar este trabajo, me he basado en las obras de destacados científicos que — quizás por no aceptar la hipótesis materialista del “establishment” — no tienen, en general, acceso a las grandes editoriales y medios de difusión y por consiguiente no son conocidos por el gran público. Aunque siempre es difícil hacer justicia a todos los autores con quienes se está en deuda intelectual, quiero mencionar a algunos de ellos, cuyas obras, por su profundidad y claridad, no puedo encomiar lo suficiente. Georges Salet, biólogo y matemático francés, autor de la magistral obra Azar y certeza. A. E. Wilder Smith, suizo-alemán, doctor en Química Orgánica por las universidades de Oxford, Ginebra y Zurich, autor, entre otras obras, de The Creation of Life y The Natural Sciences Know Nothing of Evolution. Duane Gish, bioquímico americano, autor de la estupenda monografía Speculations and Experiments Related to Theories on the Origin of Life. También he usado (y abusado) de las obras de Donald England, Henry Morris, James Coppedge, Leconte du Noüy, Leonardo Castellani, Etienne Gilson y otros que sería largo enumerar. El estudio de las obras de estos autores me ha sido imprescindible para entender y profundizar la cuestión, y este humilde opúsculo sólo pretende ser un reflejo — aunque precario, fiel — del pensamiento de estos brillantes científicos y filósofos, a quienes me permito llamar verdaderos maestros. Espero que, al menos en este caso, no se cumpla aquello que decía Papini, de que el Diablo suele vengarse de algunos maestros, dándoles discípulos. IR A CONTENIDO . . PRESENTACIÓN GENERAL Y ABORDAJE DEL PROBLEMA Introducción El origen de la vida ha sido un motivo permanente de reflexión por parte del pensamiento especulativo de todos los tiempos. El hombre siempre entendió que la aparición de la vida implicaba una nueva dimensión de la realidad, cuyo origen trató de explicar basándose en los conocimientos de la época. Como es sabido, desde la más remota antigüedad y hasta hace relativamente poco tiempo — apenas un siglo — , se pensaba que la vida podía originarse en forma espontánea, a partir de la materia inanimada. En efecto, toda la experiencia parecía confirmarlo, ya que era un hecho de observación corriente el ver gusanos por ej. apareciendo “espontáneamente” en la materia orgánica en putrefacción, mosquitos en los pantanos, etc., con lo que se concluía naturalmente que la materia orgánica en putrefacción originaba los gusanos, el agua estancada los mosquitos, etc. Lo cual — de acuerdo a los métodos de observación disponibles y a los conocimientos de la época — era una conclusión perfectamente lógica y razonable. Y también perfectamente equivocada, como hoy sabemos después de Pasteur. Este investigador demostró — definitivamente — que, bajo las condiciones actuales de la naturaleza, no existe generación de vida en forma espontánea a partir de la materia inanimada. Todo ser viviente proviene de otro ser viviente. Toda célula se origina a partir de otra célula de su misma estirpe. Pero, ¿y la primera manifestación de vida?, ¿de dónde provino? Este es uno de los problemas más apasionantes de la Biología en este momento, que explica que muchas universidades dediquen cuantiosos recursos a su investigación y que incluso forma parte importante de las motivaciones científicas detrás del proyecto espacial. Es conveniente aclarar que, a pesar de los experimentos de Pasteur, actualmente muchos científicos siguen creyendo en la generación espontánea de la vida a partir de la materia inanimada. Sólo que ahora no se la llama en general por ese nombre, sino por el más científico y elegante de “arquebiopoyesis” o “biogénesis primitiva”[1], afirmándose que los experimentos de Pasteur sólo demostraron que la generación espontánea no ocurre ahora, pero no, que no haya ocurrido en el pasado. George Wald, por ejemplo, premio Nobel de bioquímica y profesor de la Universidad de Harvard, dice: “Pienso que un científico no tiene otra opción que abordar el origen de la vida a través de una hipótesis de generación espontánea… (lo que Pasteur) demostró ser insostenible, es sólo la creencia de que los organismos vivientes se originan espontáneamente en las condiciones actuales”. Y continúa diciendo Wald: “Uno sólo tiene que contemplar la magnitud de esta tarea (evolución de la vida primitiva a partir de sustancias inorgánicas), para conceder que la generación espontánea de un organismo viviente es imposible. Y sin embargo aquí estamos, como resultado — creo yo — de la generación espontánea”[2]. Como se ve, para algunos científicos, la imposibilidad de un fenómeno no afecta su credibilidad. Vale decir, que la generación espontánea será imposible, pero cualquier otra explicación es increíble… Cabe señalar, que la nueva hipótesis de g.e. (generación espontánea) difiere de la antigua — de la de antes de Pasteur — en varios aspectos. La primera diferencia es que, en el antiguo concepto de g.e., la vida — se suponía — aparecía bajo las condiciones ambientales actuales. En el nuevo concepto, en cambio, la vida — se postula — habría aparecido bajo condiciones ambientales completamente distintas a las actuales. La segunda diferencia es que, en la vieja hipótesis, la g.e. tenía lugar rápidamente — en días o semanas — y de una sola vez. En la nueva, la g.e. requiere millones de años y se habría producido por etapas. Como consecuencia inmediata de estas dos diferencias, tenemos una tercera, y es que la vieja hipótesis era susceptible de un abordaje experimental directo. Lo que es obviamente imposible en el caso de la nueva. Además, la vieja hipótesis de g.e. era en realidad vitalista, ya que postulaba la existencia, en la intimidad de la materia, de ciertas “fuerzas vegetativas”, que en determinado momento producían la vida. La espontaneidad se refería sólo a la manifestación de la vida, no a su origen, el cual se atribuía a esas fuerzas seminales y no a la materia inanimada en sentido estricto. La nueva hipótesis, en cambio, al no reconocer ninguna “fuerza vegetativa” en la intimidad de la materia, atribuye no sólo la manifestación sino también el origen de la vida, en sentido estricto, a las propiedades inherentes a la materia inanimada. Finalmente, y sobre esto volveré más adelantes, la nueva hipótesis de biogénesis tiene claras implicaciones filosóficas y aun ideológicas, lo que no sucedía con la antigua. Adelantándome un poco en las conclusiones diré también que la vieja hipótesis era pre-científica, a diferencia de la nueva que es anticientífica. La antigua era producto de la ignorancia. La nueva es producto del saber… La antigua era un error. La nueva es un prejuicio. IR A CONTENIDO . . ¿Qué es la vida? Naturalmente que todos sabemos lo que es la vida. El asunto es definirla. Es decir ponerle los límites al concepto (de-finir). En esto como en todo, el problema comienza siendo de orden semántico, pues de la definición que demos de vida, dependerán en gran medida las conclusiones a que arribemos. En realidad no existe una definición formalmente aceptada de “vida”, ya que esta idea — que viene de Platón — es muy difícil, si no imposible, de precisar en términos científicos rigurosos. Por ello, en el momento de definir, la mayoría de los científicos prefieren el concepto aristotélico de “ser vivo”, el cual, al individualizar la idea, la hace más accesible a la delimitación que entraña una definición científica. Establecido primero lo que entendemos por “ser vivo”, hablamos luego de la “vida”, como el conjunto de atributos propios de los seres vivos. Una definición de “ser vivo” que entiendo contaría con el consenso de la mayoría de los científicos, y que tomo de la magistral obra Azar y certeza, del biólogo y matemático francés Georges Salet, es la siguiente: Un ser vivo es un ensamblado material autónomo, donde se realizan intercambios energéticos y químicos con el medio ambiente, ordenados a la asimilación, reproducción y adaptación[3]. No existe ningún ser vivo que no cumpla con estos criterios. No existe nada que cumpla con estos criterios y que no sea un ser vivo. Como se ve, una definición estrictamente mecanicista, o mejor, maquinicista. En el sentido de que no es vitalista. Y aclaro que sigo esta definición, no porque el vitalismo haya sido refutado científicamente[4], sino que para los fines del presente trabajo conviene adoptar esta postura, con el objeto de evitar un área adicional de análisis que podría desviarnos de la cuestión principal. Aun sin recurrir a ninguna “fuerza vital”, sino aceptando que la vida es sólo un nivel muy organizado de la materia — como sostienen la mayoría de los científicos — esto no demuestra, en modo alguno, que la vida se haya organizado espontáneamente a partir de aquélla, pues sigue siendo imprescindible, desde el punto de vista especulativo, explicar el origen de esa organización. Organización que no existe en la materia inanimada. Una estatua está ciertamente hecha de mármol; pero el mármol (o lo que sea), por sí mismo, no explica la estatua. Desde ya digamos que prácticamente todos los científicos coinciden en sostener que, en algún momento, la materia inanimada debe haber experimentado un proceso de organización hasta alcanzar el nivel de complejidad necesario para sustentar la vida. Puesto que no existe ningún elemento químico en los seres vivos que no esté presente en la materia inanimada, parece lógico pensar que esto haya sido así. Donde las posturas divergen sin embargo, en forma diametral, es respecto de si la materia por sí misma se habría organizado hasta producir la vida, o si por el contrario, ésta es en realidad inconcebible sin el recurso a factores extramateriales que expliquen su organización. En resumen: si desde el punto de vista biológico la vida es sólo una máquina, o si es además una máquina, esto es algo en mi humilde entender opinable. A los fines de nuestro análisis, adoptaremos la tesis menor, es decir, aceptaremos que es sólo una máquina y trataremos de discernir si las leyes del mundo físico que conocemos, pueden explicar la génesis de esta máquina. Atención: no el funcionamiento, sino la génesis. Dos cosas completamente distintas. Aunque varios investigadores otorgan categoría de seres vivientes a los virus, por su capacidad de reproducirse, éstos no cumplen ciertamente con los criterios mencionados arriba, ya que no son autónomos; es decir, capaces de vivir independientemente — en un medio de cultivo por ejemplo — debiendo, en forma imprescindible, parasitar una célula para poder hacerlo. De manera que los atributos vitales se encuentran, en su forma más elemental — aunque completa en sí misma — recién a nivel de la célula. No obstante — dicen estos investigadores — si bien los virus no cumplen en sentido estricto con los criterios de un ser vivo, sí ocupan un lugar “intermedio” entre la materia inanimada y la vida. Lo cual es muy cierto, en tanto este carácter “intermedio” no sea interpretado como una etapa previa al origen de la vida, es decir al origen de la célula, ya que esa es una suposición que está en contra de los hechos. Siendo los virus parásitos forzosos, que sólo pueden vivir y reproducirse dentro de una célula, entonces lógicamente, lo primero que tiene que haber existido es la célula. Dicho de otra forma: el que conceptualmente los virus ocupen un lugar intermedio entre la materia inanimada y la vida, no significa en absoluto, que cronológicamente los virus hayan precedido a las células. Mucho menos, que las hayan originado. Porque insisto: una célula puede existir sin virus; pero un virus no puede existir sin células. O sea que el problema del origen de la vida a partir de la materia inanimada equivale, en última instancia, al problema del origen de la célula. De todas maneras, las consecuencias que se desprenden del análisis que realizaremos en las páginas que siguen, el lector puede aplicarlas, si así lo prefiere, al problema del origen del virus. Lo mismo da. IR A CONTENIDO . . Hipótesis sobre el origen de la vida Las hipótesis corrientes sobre el origen de la vida, se inscriben en el marco de una concepción evolucionista global del mundo, según la cual, toda la realidad — cósmica, biológica, humana y social — sería consecuencia de la progresiva y espontánea complejización de la materia. Desde el átomo, hasta el hombre. Sin solución de continuidad. De acuerdo con esto, las hipótesis de biogénesis espontánea, si bien difieren en matices, son unánimes en sostener que el origen de la vida fue producto exclusivo de las propiedades inherentes a la materia inanimada. Esto es que la materia no viviente — por sí misma — se organizó hasta producir la vida. Cualquier referencia a la acción de factores extramateriales durante la biogénesis está excluida. Sistemáticamente. Todos los autores evolucionistas — y casi todos los teóricos de la biogénesis lo son — están de acuerdo en esto. Hasta aquí, la unanimidad es completa. Donde hay discrepancias, en cambio, es respecto del contexto y la significación del fenómeno vital. Algunos sostienen que la progresiva complejización de la materia — de la cual la vida sería una etapa — fue el resultado de un proceso orientado; de un proyecto ascendente y constructivo; de una finalidad, que concluye en el hombre y la sociedad. Este proyecto sería inmanente a la materia, tanto en su decurso, cuanto en su origen. No sólo no habría habido una intervención especial desde afuera del sistema, mas tampoco una programación previa del mismo. No, al menos, una programación por una inteligencia. Esta es la postura del materialismo dialéctico, que sostiene que la vida es sólo una forma particular del movimiento de la materia y su expositor más articulado es el bioquímico soviético Oparin, uno de los investigadores de mayor prestigio en este tema. Otros autores aceptan también esta idea del proyecto universal, pero dicen que la finalidad actuante en la materia sería inmanente sólo en su decurso, mas no en su origen, que atribuyen a Dios. Durante la biogénesis no habría habido una intervención especial, pero sí una programación previa del sistema. Esta es la postura de Teilhard de Chardin, por ejemplo, y de muchos evolucionistas creyentes que no hilan demasiado fino, y que en resumen postulan que la vida se originó espontáneamente de la materia inanimada porque Dios así lo dispuso. Para estos dos grupos, que creen en un proyecto actuando en la naturaleza (con origen en Dios para unos, en la misma materia para otros), la aparición de la vida sería una consecuencia no sólo previsible, sino aun inevitable, de la acción de las leyes de la materia inanimada. Hay otros autores en cambio, que niegan categóricamente la existencia de un proyecto, al menos científicamente demostrable, en la naturaleza. La vida sería totalmente imprevisible. Una novedad absoluta. Un accidente, producto del azar. El propugnador más lúcido de esta postura es el brillante científico francés, premio nobel de Medicina, Jaques Monod. Está también el grupo de los que no saben en realidad de qué se trata y se limitan simplemente a afirmar la biogénesis espontánea, sin tener la menor idea de estas cuestiones del proyecto, el azar, la inmanencia, etc. Este grupo es desde luego el más numeroso. Y finalmente está el insignificante e insolente grupo de inadaptados, que no estamos de acuerdo con ninguna de las posturas anteriormente delineadas. No en forma total, pero sí en lo fundamental. En realidad, las tres posturas arriba descriptas tienen algo en común, que las unifica más allá de las diferencias. Y es que las tres postulan el origen espontáneo de la vida a partir de la materia inanimada. Están de acuerdo en este hecho. Discrepan en su interpretación. Por ellos es que, respecto de la biogénesis, no hay diferencias científicas entre estas tres posturas. Las diferencias son de orden filosófico. El planteo científico consiste en analizar si es cierto que la vida se originó a partir de la materia inanimada. Si esto es o no posible. Porque este enfoque nos lleva inevitablemente a platear la clásica pregunta de la ciencia: “cómo”; de qué manera; mediante qué mecanismo. Pero querer discernir si la vida forma parte o no de un proyecto, nos lleva a plantearnos algo que no tiene nada que ver con la ciencia y que es típico de la reflexión filosófica: “para qué”; con qué objeto; con qué finalidad[5]. En una postura hay que plantearse el “cómo”. En la otra hay que plantearse el “cosmos”. Para analizar el “cómo”, utilizamos una hipótesis científica. Para inteligir el “cosmos”, necesitamos una “cosmovisión”. Si la vida se originó en forma espontánea a partir de la materia inanimada, ¿cómo podría la ciencia demostrar si forma parte o no de un proyecto universal? Podrá sugerirlo; podrá aportar elementos de juicio por sí o por no. Pero no puede demostrarlo. Y la ciencia es demostración. Pero si la vida realmente se originó en forma espontánea, a partir de la materia inanimada, la ciencia debe ser capaz de explicar el mecanismo que hizo esto posible. Proyecto o no proyecto. En síntesis: en el problema de la biogénesis sólo hay dos posturas científicamente discernibles, porque sólo hay dos posibilidades. O la vida se originó espontáneamente a partir de la materia inanimada, o no. Esto es lo único que puede ser evaluado científicamente. Y esto es lo que trataremos de hacer en el curso de los próximos capítulos. IR A CONTENIDO . . ¿Azar o ley? Según acabamos de ver, entre los propugnadores de la biogénesis espontánea hay algunos que sostienen que la vida sería producto del azar mientras que otros creen que sería consecuencia de leyes del mundo físico. J. Monod por ejemplo, en su fascinante obra El azar y la necesidad, dice: “. . .sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. . . El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecarlo”[6]. Otros científicos, sin embargo, no están de acuerdo con esto. G.G. Simpson, por ejemplo, profesor de Paleontología de los Vertebrados en la Universidad de Harvard y uno de los autores de mayor renombre en estos temas, dice: “Los estudios actuales sugieren que no sería un milagro, ni siquiera una improbabilidad estadística muy grande, que las moléculas vivas hubieran aparecido espontáneamente bajo condiciones especiales. . . Esto no equivale a decir que la vida se originó al azar o mediante alguna intervención sobrenatural, sino que lo hizo siguiendo las grandes y eternas leyes físicas del universo”[7]. De manera que entre los científicos que postulan la biogénesis espontánea, hay algunos que la atribuyen al azar y otros a las leyes físicas. ¿Cómo se explica esta contradicción? En realidad esta contradicción es sólo aparente y producto, a mi juicio, de una confusión epistemológica, ya que azar y ley física, lejos de excluirse, se corresponden. Las leyes fisicoquímicas — únicas actuantes antes de la aparición de la vida — están justamente basadas en el azar, ya que dependen del movimiento desordenado o imprevisible de los átomos y moléculas, que sólo obedecen al sentido termodinámico de la reacción y a la ley de los grandes números. Si los átomos y moléculas no actuaran al azar, no se cumplirían las leyes fisicoquímicas, cuya regularidad depende precisamente del comportamiento “perfectamente” desordenado de aquéllos. Regularidad que por esta razón es estadística, o sea probabilística. Para que tenga validez el cálculo estadístico, es imprescindible que todos y cada uno de los elementos intervinientes en un fenómeno, obedezcan sólo al azar. De otra manera es imposible. Si arrojamos una moneda al suelo cien veces, obtendremos aproximadamente 50 % de cada una de las caras. Y esto lo podemos predecir. Es científico. Responde a leyes. Pero si la moneda tiene alguna alteración que favorezca alguna de sus caras — es decir, que no obedezca al azar — entonces nuestro cálculo no funcionará. Si existieran átomos y moléculas que pudieran de algún modo elegir su propio curso de acción (. . . ), no se cumplirían las leyes físicas. Todas las leyes científicas son de naturaleza estadística, y están basadas en la hipótesis de que los átomos y moléculas no obedecen a otras leyes que las del azar. Por ello, decir que la vida se originó por las acción de las leyes físicas del universo es — en cuanto a su mecanismo — exactamente lo mismo que decir que lo hizo gracias al movimiento al azar de los átomos y moléculas. Sostener por otra parte que la biogénesis espontánea se habría debido “exclusivamente” al azar”, aunque correcto epistemológicamente, deja de serlo si se pretende ver en el azar algo distinto (¡y peor aún opuesto!, a la acción de las leyes físicas. Al estar la materia inanimada regida por leyes, todo lo que ocurre en el mundo físico, todo fenómeno material (como según estos autores, sería el origen de la vida), tiene necesariamente que ser el resultado de procesos naturales, regidos por alguna ley. Por ejemplo: si durante la biogénesis los aminoácidos se unieron espontáneamente para formar proteínas, quiere decir entonces que debe necesariamente existir una ley física que haga esto posible. Es decir, que sea capaz — espontáneamente — de unir los a.a. para formar proteínas. ¿Cómo se habrían formado si no? Cuando un efecto físico se produce al azar, siendo el azar una ausencia de causa y no pudiendo existir un efecto sin causa, se sigue entonces que la causa de ese fenómeno tiene que estar lógicamente en la naturaleza. Y de la misma manera que una ley física no produce nada (ni existe en realidad) sin una causa para hacerla actuar (el agua hierve a 100º siempre que le apliquemos calor), así también una causa sólo puede actuar (producir un efecto) en el marco de una ley. En otras palabras: cuando un efecto físico ocurre al azar, eso no significa que el azar “produzca” ese efecto. El efecto lo producen siempre las leyes de la naturaleza. Por ello es que el azar no puede “producir” cualquier cosa, como algunos autores parecieran dar a entender. Sólo puede producir un efecto acorde con una ley (o varias) ya que el azar no es sino una ocasión imprevisible, para que se manifiesten las leyes del mundo físico. No es una entidad “aparte” de las leyes físicas, sino estas mismas leyes actuando sin coordinación intencional. El que un fenómeno ocurra al azar es la demostración más concreta de que debe existir una ley que lo produzca. Si usted tropieza y se cae, el tropiezo es al azar (una combinación de circunstancias imprevisibles), pero la caída (el efecto) no es al azar, ¡es hacia abajo! O sea, según la ley de la gravedad. En cuanto a los fenómenos físicos, el azar — que representa un conjunto de circunstancias imprevisibles — no es nada más que el punto de inserción de una ley, en relación a un sistema. Y a partir del momento que actúa una ley, el efecto es previsible y explicable. Cuando un fenómeno físico ocurre al azar, eso quiere decir que no podemos determinar con anterioridad (prever) el lugar o el momento de su ocurrencia. Pero esto no se aplica al mecanismo y al efecto del fenómeno producido al azar, que no pueden sino corresponder a la manifestación de alguna ley. De manera que sostener que la vida se originó al azar, supone también decir que lo hizo por la acción de las leyes del mundo físico. Y esto es así, porque hablar de leyes físicas y de azar, en relación a la materia inanimada, es hablar de dos aspectos de la misma realidad: la espontaneidad del movimiento desordenado e imprevisible de los átomos y moléculas de la materia no viviente, que se expresa a través de leyes basadas en el azar. Azar y ley física no sólo no se excluyen, como algunos parecieran creer, sino que son la misma cosa vista desde extremos opuestos. Son contrarios, pero de ninguna manera contradictorios. Los contrarios se oponen. Por esa misma razón se suponen. En síntesis: decir que la vida se originó al azar a partir de la materia inanimada, es — en cuanto a su mecanismo — exactamente o mismo que sostener que se originó espontáneamente a partir de ella y que lo hizo por la acción de las leyes físicas. Lo que estos científicos en realidad quieren decir, es que no hubo una inteligencia detrás del origen de la vida. IR A CONTENIDO . . Forma de abordar el problema Al ser el origen de la vida un hecho que tuvo lugar en el remoto pasado y que escapa, por consiguiente, al método científico — basado en la observación y reproducción del fenómeno — , la única manera de abordarlo científicamente es en forma indirecta; esto es, analizando las hipótesis propuestas de biogénesis — y sobre todo sus presupuestos e implicaciones — a la luz del conocimiento que tenemos del comportamiento actual de la naturaleza. Dado que una hipótesis que aspire a ser científica, no puede obviamente estar en contradicción con las leyes científicas bien establecidas — incluidas las del azar — , la especulación teórica legítima en este tema debe estar dirigida fundamentalmente a determinar la existencia o no de contradicciones, a fin de establecer así el grado de rigor científico de la hipótesis en cuestión. Si la hipótesis es científica, vale decir si está en coherencia con las leyes científicas conocidas, esto no nos demuestra desde luego cómo fue realmente el origen de la vida (fenómeno en sí irreproducible); sólo cómo podría haber sido. Pero si la hipótesis está en contradicción con las leyes científicas bien establecidas, entonces estamos en condiciones de afirmar que los hechos no pueden haber sido como los propone la hipótesis. De manera que la ciencia, aun cuando nunca podrá decirnos en forma positiva cómo fue el origen de la vida — por ser esto metodológicamente imposible — , si nos dirá, en forma negativa, cómo no podría haber sido este origen. Lo cual es de la esencia del conocimiento científico, que consiste siempre en una limitación. Paradójicamente, las hipótesis que sobre el origen de la vida nos proponen eminentes científicos del “establishment”, al estar en contradicción con las leyes científicas conocidas, son justamente cómo no podría haber sido tal origen. Naturalmente que para hacer este abordaje indirecto del problema, debemos aceptar el siguiente supuesto, a saber: que las leyes del mundo físico eran las mismas en el remoto pasado, que en la actualidad. Esto, como dije, es una suposición, ya que no tenemos certeza absoluta de que así haya sido, ni tampoco manera de averiguarlo. Pero por una elemental razón metodológica, debemos partir de este supuesto. De otra manera, ¿en base a qué podríamos especular? En ciencia sólo podemos especular en base a lo que conocemos. Hasta que los hechos nos obliguen a cambiar. IR A CONTENIDO . . El abordaje experimental Estas hipótesis de biogénesis espontánea van acompañadas de modelos experimentales, que tratan de “sintetizar la vida” en el laboratorio, reproduciendo las condiciones materiales que se supone habrían existido durante la biogénesis. He usado esta expresión “síntesis de vida”, pues así es como aparece frecuentemente en las noticias periodísticas, aunque me apresuro a aclarar que todas las así llamadas “síntesis de vida” que uno escucha, de más está decir que no se refieren ni remotamente a la síntesis de una célula. Sólo a la de algunos de sus componentes. Y de éstos, ya veremos cuáles y en qué circunstancias. Vale la pena aclarar también, que si un experimento pretende ser un modelo sobre el origen espontáneo de la vida a partir de la materia no viviente, las condiciones experimentales deben naturalmente reflejar estos postulados. Es decir, no debe haber vida previa — o sustancias extraídas de seres vivos — y la planificación del experimento debe ser mínima o inexistente. Si un experimento de biogénesis es efectuado mediante una rigurosa planificación y/o el uso de sustancias extraídas — o copiadas — de seres vivos (enzimas por ejemplo), creo que todo ser pensante estará de acuerdo en que esto no puede constituir un modelo experimental sobre el origen espontáneo de la vida a partir de la materia no viviente (!). Ya sé que es bastante idiota aclarar algo tan obvio. No obstante me pareció oportuno hacerlo, pues más de una vez, ciertos experimentos, en que — con sofisticados recursos técnicos y el uso de enzimas extraídas de seres vivos — se han sintetizado (copiado) ácidos nucleicos por ejemplo, ¡son mostrados al público no especializado como un argumento en favor de la biogénesis espontánea! A menos que hayamos perdido por completo el raciocinio — y habría que ver si este no es el caso con algunos científicos — , experimentos de este tipo demuestran exactamente lo contrario de lo que algunos pretenden. Si mediante una sofisticada planificación y el uso de sustancias extraídas de seres vivos, es posible obtener un ácido nucleico por ejemplo, ¡la única conclusión lógica es que ello no puede ocurrir en forma espontánea a partir de la materia inanimada! Aunque en sentido estricto no existen experimentos completamente espontáneos de biogénesis, ya que en todos ellos hay planificación y manipulación de condiciones experimentales, el que más se aproxima a lo espontáneo — y ha servido de modelo para los posteriores — es el realizado allá en 1953 por Stanley Miller, investigador de la Universidad de Chicago. Este es el experimento clásico de biogénesis y analizaremos sus aspectos más significativos en el próximo capítulo. IR A CONTENIDO . . Esquema general de la biogénesis Según habíamos visto, las hipótesis de biogénesis sostienen que la vida se originó a partir de la organización espontánea de la materia inanimada. Esta organización de la materia, desde simples átomos y moléculas inorgánicas, hasta una célula — llamada evolución química o molecular — , se habría realizado por etapas de complejidad creciente, en el curso de millones de años, por la sola acción de leyes fisicoquímicas. En una primera etapa, se habrían producido las moléculas orgánicas elementales — aminoácidos, bases nitrogenadas, azúcares, etc. — que forman parte de las grandes moléculas características de los seres vivos. Esta primera etapa se habría desarrollado en la atmósfera. En una segunda etapa, la polimerización espontánea de las moléculas orgánicas elementales habría dado origen a las moléculas complejas constitutivas de los seres vivos. Sobre todo, proteínas y ácidos nucleicos. Esta segunda etapa se habría desarrollado en el mar. En una tercera etapa, por unión de las proteínas y los ácidos nucleicos, se habrían formado — también en el mar — las primeras células. En resumen: moléculas inorgánicas –> biomonómeros –> biopolímeros –> células. Todo esto — insisto — en forma espontánea, por el azar de los movimientos moleculares, de acuerdo con las leyes que rigen la materia inanimada. Desde ya le aclaro, lector, que es mi perversa intención tratar de mostrarle que todas esta especulación no sólo es completamente hipotética, sino además anticientífica, ya que está en franca contradicción con las leyes científicas conocidas. Es oportuno señalar finalmente que las así llamadas hipótesis de biogénesis, apenas son, en realidad, frágiles intentos por explicar el origen de los componentes químicos de la vida. En especial de las proteínas. Salvo las usuales y cuasi mágicas invocaciones a la “evolución”, la “selección natural” y otras vaciedades por el estilo[8], no existen intentos especulativos, medianamente serios, para explicar el origen de una célula. Esto sigue siendo, por el momento, especulativamente inaccesible. Consecuentemente, para evaluar de alguna manera estas hipótesis de biogénesis, analizaremos los problemas que plantea el origen espontáneo de estos componentes químicos, sobre todo de las proteínas. Huelga destacar que la vida es infinitamente más que proteínas. No obstante, al ser éstas un componente esencial de todo ser viviente, cualquier hipótesis de biogénesis que no pueda explicar satisfactoriamente su origen, queda — por ese solo hecho — descalificada. IR A CONTENIDO . . 1ª ETAPA: LA SÍNTESIS DE LOS BIOMONOMEROS En esta primera etapa hay dos cuestiones fundamentales que es necesario analizar. Una, es la composición química de la atmósfera primitiva, de la cual provendrían los materiales para la síntesis de los biomonómeros. La otra, es la fuente de energía necesaria para dicha síntesis. Comenzaremos por esta última. IR A CONTENIDO . . La fuente de energía Esto es fundamental, ya que todas y cada una de las reacciones químicas de la biogénesis necesitan energía para llevarse a cabo. Hace falta por consiguiente una abundante provisión de energía para que la biogénesis — o al menos la especulación sobre ella — marche viento en popa. Yo suponía que este asunto estaba ya completamente aclarado, pues es frecuente leer en las obras sobre el tema, aseveraciones muy sueltas de cuerpo en el sentido de que la energía vino del sol. Y efectivamente el sol tiene mucha energía. Pero no. No está tan aclarado como parecen creer muchos autores. Richard Dickerson por ejemplo, profesor de Química en el Instituto de Tecnología de California y uno de los principales investigadores mundiales en este tema, dice que los fotones de la porción visible y también de la infrarroja de la luz solar, no tienen energía suficiente para formar enlaces químicos, y que las radiaciones ultravioletas, únicas que podrían hacerlo, sólo son absorbidas en un 1 %, por las moléculas intervinientes en esta etapa de la biogénesis. Por consiguiente este autor concluye que la energía solar no podría haber desempeñado un papel importante en la biogénesis y cree que las descargas eléctricas atmosféricas fueron lo más significativo en este sentido[9]. Como ve usted, las razones de este científico son por demás convincentes y a mí personalmente me convenció. Pero luego, al leer a Oparin, que es en cierta manera el decano de los investigadores en este tema, me encuentro con que este autor sostiene que la electricidad atmosférica posee una importancia mucho menor que la luz ultravioleta, en las síntesis prebiológicas. Por varias razones, que sería largo enumerar, este autor cree que la radiación ultravioleta del sol ha constituido una fuente de energía infinitamente [sic] más importante que las descargas eléctricas[10]. Y también me convenció. Dos máximos expertos en el tema sustentan posiciones diametralmente opuestas respecto de algo tan básico como la fuente de energía. Obviamente, los dos no pueden tener razón en lo que afirman. Pero sí podrían tenerla en lo que niegan. Esto es, que ni las radiaciones ultravioletas (por las razones de Dickerson), ni las descargas eléctricas (por las razones de Oparin), hayan podido constituir una adecuada fuente de energía para las síntesis prebiológicas. Aclaro que nada hay más lejos de mi ánimo, que quitarle toda esperanza de llegar a ser biomonómeros a las moléculas elementales, negándoles una adecuada fuente de energía. No. Traje este asunto a colación simplemente para mostrar el alto grado de incertidumbre que rodea todas estas especulaciones. Incertidumbre que — lamentablemente — muy rara vez se refleja luego en las publicaciones destinadas al gran público. Pero cono dije, no es el caso de ponerse aquí a impedir la biogénesis, cuestionando la fuente de energía. Para nada. Aún a riesgo de nuestra coherencia mental vamos a aceptar, con Oparin, que la fuente de energía fueron las radiaciones ultravioletas del sol; con Dickerson, que fueron las descargas eléctricas; con M. Clavin, que fueron emanaciones del potasio radioactivo; y con quien esto escribe, que fue el rayo de HE-MAN. Esto último, por cierto, no reconocido por el mundo académico, en vista de su carácter fuertemente antropomórfico. IR A CONTENIDO . . La atmósfera primitiva Como parte de las hipótesis de biogénesis, se propone también un modelo de la composición química de la atmósfera primitiva, que vale la pena examinemos aunque sea brevemente. Por lo pronto, la atmósfera que se postula es completamente distinta a la actual, ya que no habría tenido nada de oxígeno y sí, cualquier cantidad de hidrógeno, metano y amoníaco. ¿Y por qué razón se postula una atmósfera completamente distinta a la que conocemos? ¿No contraría esto el principio científico básico del uniformismo metodológico, según el cual, el presente explica el pasado? Naturalmente que sí. El problema es que en una atmósfera como la actual — fuertemente oxidante — no podrían jamás haber ocurrido las reacciones químicas de la biogénesis, que se llevan a cabo, justamente, perdiendo oxígeno. De manera que los científicos que aceptan la biogénesis espontánea, se ven obligados — por razones teóricas — a postular una atmósfera primitiva sin oxígeno. También por razones fundamentalmente de orden especulativo, se postula que esta atmósfera primitiva contenía, como dije, abundante hidrógeno, metano y amoníaco. Algunos autores destacan que la atmósfera de ciertos planetas — Júpiter por ejemplo — tiene una composición química semejante a la postulada para la Tierra primitiva, lo cual — según estos autores — daría una base empírica a la especulación sobre la atmósfera. Pero esto es irrelevante. Pues no se ve francamente qué fundamento — aún indirecto — podría darnos la composición de la atmósfera de Júpiter — o el planeta que fuese — para la de la Tierra.. Si aceptamos no obstante, que hay que trasladar a la Tierra las condiciones materiales de Júpiter u otro planeta, seamos entonces coherentes y traslademos todas. No sólo aquellas que favorecen la hipótesis que queremos demostrar. Digo esto, porque en Júpiter — al igual que en todo el resto del universo conocido (con excepción de la Tierra naturalmente) — , no existe agua en forma líquida. Ni una gota. Ahora, el agua en forma líquida es absolutamente esencial para la vida. Sin ella es imposible concebir la biogénesis. Pero si las condiciones de Júpiter pongamos por caso, constituyen una indicación de cómo era la Tierra primitiva, entonces estamos obligados a postular también la ausencia de agua en forma líquida — de Júpiter — para nuestro planeta en aquellos días. En otras palabras: o aceptamos como base de nuestra especulación las condiciones de la Tierra — agua y oxígeno — , o aceptamos las condiciones de otros planetas — ausencia de agua y oxígeno — . Como en ambos casos la biogénesis espontánea es inconcebible, entonces se toma de la tierra lo que conviene — la presencia de agua — y de los otros planetas, también lo que conviene — la ausencia de oxígeno — para los fines de la hipótesis. Lo cual, si bien no contribuye al progreso de la ciencia, sí facilita enormemente el macaneo sobre el tema. Como analizar en algún detalle la opinión de los distintos autores respecto de la composición de la “atmósfera primitiva” escapa a los límites de este trabajo, quiero simplemente señalar que no existe ningún elemento de esta supuesta atmósfera, que no sea cuestionado por alguna autoridad en la materia y refiero al lector interesado en profundizar la cuestión, a los trabajos de Abelson[11], Brinkman[12] y Davidson[13] al respecto. Allí verá cuán frágiles son los fundamentos de toda esta especulación respecto de la atmósfera primitiva. Bástenos aquí decir que el asunto es por demás discutible y que la evidencia para una atmósfera primitiva como la que propugnan los partidarios de la biogénesis espontánea dista mucho de ser convincente. Pero no olvidemos que para que la b.e. pueda siquiera concebirse, es absolutamente imprescindible que la atmósfera primitiva haya sido tal como la postulan estos científicos. Si lo de la atmósfera es discutible, el resto de la especulación queda también en la atmósfera. Es decir, en el aire. De todas maneras y a los fines del argumento, vamos a aceptar nomás que la atmósfera primitiva no tenía oxígeno y sí mucho hidrógeno, metano y amoníaco. Si a esta atmósfera le añadimos el sol — que por supuesto estaba — y frecuentes descargas eléctricas, ya tenemos el escenario listo para que de un momento a otro comience la biogénesis. Casi me olvidaba decir que por encima de todo esto y dirigiendo el proceso según designios impenetrables, existe una presencia misteriosa, infinita en recursos, asombrosa en realizaciones, origen último de la vida y el cosmos. Me estoy refiriendo claro, al omnipotente Azar, cuyo nombre francamente no me atreví a escribir con minúscula, habida cuenta de las maravillas que lo veremos realizar. Si usted, lector, creía ingenuamente que el azar era una simple ausencia de causa o razón, se dará cuenta cuán equivocado estaba y verá, con sus propios ojos, de lo que es capaz este Azar. O al menos, de lo que son capaces de atribuirle algunos científicos. IR A CONTENIDO . . El experimento de Miller Esta primera etapa de la biogénesis cuenta con un modelo experimental, que es el clásico experimento realizado por Miller, quien, lanzando una serie de descargas eléctricas, a través de una mezcla de los gases que se suponen constituían la atmósfera primitiva, obtuvo algunos aminoácidos. Como se ve, estamos a varios años luz de una célula. Y también de una proteína. De todas maneras — dicen muchos investigadores — el primer paso ya está dado. Si de esta forma se han obtenido a.a., la síntesis de vida ya se vislumbra en el horizonte. (Dios les conserve la vista a estos científicos francamente. Y de paso, no estaría mal que les desarrollara un poco el sentido crítico). Y bien, ¿qué diremos de este experimento? Hay varias cosas que se podrían decir de éste y otros experimentos semejantes, pero para no alargar el asunto, me limitaré a señalar un par de hechos que rara vez son mencionados en las publicaciones sobre el tema, y que creo serán de interés para el lector. Uno de ellos es que los a.a. formados en el experimento de Miller deben ser retirados inmediatamente del sistema,. para evitar la destrucción por la misma fuente de energía que los generó. Esto, como dije, muy rara vez lo encontrará, lector, explicitado en el texto, pero si usted se fija en alguna ilustración del aparato de Miller, verá que en la parte inferior del tubo existe un acodamiento en forma de U, donde se coleccionan los a.a. formados, a fin de que queden aislados de la fuente de energía, evitando de esta manera su destrucción. ¿Y por qué razón, la misma fuente de energía que sintetiza los a.a., de seguir actuando los destruye? Porque el influjo de energía — las descargas eléctrica o las radiaciones ultravioletas — rompe los enlaces químicos de las moléculas presentes en el tubo de Miller (metano, hidrógeno, amoníaco, etc.) y hace que algunas (sólo algunas, muy pocas) se unan — al azar — formando aminoácidos. Al igual que otras sustancias. Los a.a. formados — y que son los más simples — están muy cerca, desde el punto de vista de la complejidad molecular, de sus átomos constitutivos. Por eso es que pueden formarse al azar. No obstante, son más complejos que ellos, y por esa misma razón, más inestables químicamente. Por ello, si continúan sometidos a la acción de la energía que los formó, serán — esta vez la inmensa mayoría de ellos — destruidos. Esto es muy importante, ya que durante la biogénesis, es de suponer, no había ningún bioquímico — ni siquiera primitivo — para realizar esta tarea de aislamiento de los a.a. ¿Cómo hicieron entonces los pobres a.a., durante la biogénesis, para escapar al degüello energético? Pues se zambulleron en el mar. Es decir, luego de ser sintetizados en la atmósfera, cayeron al mar, escapando así a la acción destructiva de la fuente energética. Esto es lo que dicen que ocurrió, los teóricos de la biogénesis espontánea. Explicación que por supuesto explica. Como todas las explicaciones. No obstante, de vez en cuando aparece algún científico que analiza esto en serio, con resultados francamente desoladores para este tipo de especulaciones. El Dr. D. E. Hull por ejemplo, fisicoquímico de USA, basándose en las propias estimaciones de Miller sobre la concentración de los elementos de la atmósfera primitiva, y teniendo en cuenta que la radiación ultravioleta destruiría el 97 % de las moléculas formadas, antes de que tuvieran tiempo de caer al mar, llega a la conclusión de que la concentración de glicina (el a.a. más simple) en el mar primitivo, habría sido entre 10-27 y 10-12 molar (!). Cantidad por cierto absolutamente irrisoria para cualquier posibilidad de reacción química ulterior[14]. Aminoácidos más complejos habría tenido concentraciones mucho menores todavía. Las conclusiones de Hull son demoledoras para la hipótesis de biogénesis, y sugiero al lector interesado, que consulte este artículo[15]. Allí verá lo que es una especulación científica — y no una payada — sobre biogénesis. Hay otro hecho de importancia decisiva en relación a este experimento y que también, muy rara vez es mencionad en las obras sobre el tema. Precisamente por ser de importancia decisiva, quisiera lector con su permiso, dejar para más adelante su tratamiento. No sólo por razones de hilación, sino también porque si lo digo ahora, ya no tendría gracia… Me he detenido un poco en la argumentación respecto de los a.a., pues al ser éstos los elementos constitutivos de las proteínas, representan de alguna manera el eje del problema. Pero en realidad, durante esta primera etapa de la biogénesis, hay que explicar la formación no sólo de a.a., sino también de azúcares, bases nitrogenadas, lípidos, etc. Vale decir, todas las sustancias químicas que entran en la composición de una célula. Y claro, la síntesis de cada una de estas sustancias plantea, a su vez, problemas adicionales. No sólo en sí mismas, sino también en relación a las otras. Esto es muy importante, pues ha de saber, lector, que las condiciones materiales del medio ambiente primitivo — donde se habría desarrollado la biogénesis — varían de acuerdo a los distintos autores. Así por ejemplo, los investigadores que trabajan en la génesis de los azúcares proponen el formol como uno de los constituyentes del medio ambiente primitivo. ¿Y por qué el formol? Bueno, quizá haya otras razones, pero yo sospecho que la fundamental, es simplemente que a partir del formol se puede — en el laboratorio — sintetizar azúcares. Otros investigadores en cambio, que trabajan en la línea de las bases nitrogenadas, proponen el ácido cianhídrico, como componente del medio ambiente primitivo. Y también — rara casualidad — a partir de esta sustancia se puede, en el laboratorio, obtener bases nitrogenadas. Y así sucesivamente. Todo lo cual es sobremanera interesante y altamente demostrativo de la imaginación e inteligencia de los brillantes científicos que trabajan en estos experimentos — muchos de ellos verdaderos genios — , pero es sumamente improbable que todo esto tenga algo que ver con la biogénesis primitiva (!) Y la prueba más contundente de ello es ver qué pasaría si mezclamos todos los componentes químicos propuestos por los distintos autores, para el medio ambiente primitivo. ¡No queda nada! La mayor parte de estas sustancias se destruyen o anulan entre sí. De manera que una cosa son las reacciones químicas que se efectúan en el laboratorio, para obtener determinados productos, y otra muy distinta, los acontecimientos que — en forma espontánea — hubieran podido tener lugar en la naturaleza. Es fundamental tener esto siempre presente. De todas formas, yo desearía pedirle al lector que dejemos de lado las objeciones formuladas y que — a los fines del argumento — aceptemos estos experimentos, como modelos satisfactorios para explicar el origen de los biomonómeros. Es más, siempre a los fines del argumento, vamos a ser más entusiastas que los propios investigadores e ir más allá de lo que ellos dicen. Si alguien sostiene que mediante estos mecanismos se podrían haber formado unos pocos a.a., azúcares, etc. (que es lo máximo que se puede sostener), responderemos con enfático acento: ¡por favor!, toneladas de estos productos. La cantidad que quieran y más también. Pues si todo esto es altamente hipotético, a partir de aquí deja de ser hipotético, para pasar a ser imposible. IR A CONTENIDO . . 2ª ETAPA: LA SÍNTESIS DE LOS BIOPOLIMEROS En esta segunda etapa — de acuerdo a las hipótesis de biogénesis — se habrían formado las grandes moléculas características de los seres vivos, esto es, proteínas, ácidos nucleicos, carbohidratos y lípidos complejos, etc., a partir de la polimerización espontánea de las moléculas orgánicas elementales de la etapa anterior. Como es imposible analizar las dificultades que plantea la síntesis de todas estas sustancias, me limitaré a señalar algunos de los problemas fisicoquímicos relacionados con la síntesis de las proteínas[16]. Como dije antes, la vida es mucho más que proteínas; pero no menos que ellas. Para la biogénesis, las proteínas no son suficientes; pero sí imprescindibles. Por consiguiente, en el curso de este capítulo haremos hincapié en el problema del origen de las proteínas. En la síntesis de las proteínas hay varios problemas a resolver. El primero de ellos es la disponibilidad de materia prima, es decir a.a., que son las unidades elementales en que se descompone una molécula de proteína. Este punto — aunque altísimamente improbable — lo damos por resuelto (por el momento). Aceptamos que por el mecanismo propuesto por Miller y otros, se hayan sintetizado toneladas de a.a. en la atmósfera primitiva, que han caído luego en el mar formando una solución rica en tales compuestos. Y toneladas tendrían que ser, pues fíjese lector que si el volumen total de agua presente en la superficie de la Tierra primitiva era, más o menos, semejante al actual, entonces habría habido unos 500 millones de km2 de dicho elemento. De manera que para que los a.a. pudieran alcanzar una concentración químicamente significativa, en el seno del mar primitivo, tendrían — como dije — que haberse sintetizado de a toneladas. Personalmente creo, siguiendo a Hull y otros, que el mecanismo propuesto para la síntesis de los biomonómeros no puede explicar ni siquiera la formación de a.a. en cantidades químicamente detectables. ¡Otra que toneladas! No obstante para poder continuar con la especulación, vamos a suponer que sí. Vamos a aceptar que la atmósfera primitiva, junto con frecuentes descargas eléctricas y/o radiaciones ultravioletas, era un gigantesco laboratorio de síntesis química, capaz de producir un verdadero diluvio de aminoácidos. No hay mayor problema en aceptar esto. Es a partir de este momento que la especulación se torna francamente ilusoria y en clara contradicción con las más elementales leyes de la física y de la química. Y el primer problema lo plantea justamente, la presencia de esa sustancia maravillosa, única exclusiva de la tierra y sin la cual no es posible — paradójicamente — concebir el origen de la vida. Me refiero naturalmente a aquello que forma la mayor parte de la composición química de los seres vivos y que — aunque de uso predominantemente externo — algunos tienen la insólita costumbre de beber. Su fórmula: H2O. Su nombre: óxido de hidrógeno. Para los amigos: agua (a secas…). Sin ella, no hay biogénesis. ¡Pero con ella tampoco! IR A CONTENIDO . . El problema del agua Hemos visto que los a.a. — y otros productos — , sintetizados en la atmósfera primitiva, han caído al mar, formando una solución que se ha dado en llamar la “sopa” o el “caldo” primitivo. No contentos con esto — y siempre de acuerdo a las hipótesis de b.e. — , los a.a. se habrían unido entre sí para formar “dipéptidos” (dos a.a.), tripéptidos” (tres a.a.), “polipéptidos” (varios a.a.) y así sucesivamente hasta llegar a las “proteínas” (muchos a.a.). Cuando dos moléculas de a.a. se unen — formando una unión que se llama “péptidica” — el grupo ácido de una, reacciona con el grupo amino de la otra, liberando una molécula de agua. Reacción que por ello se llama de condensación. Ahora bien. Siendo ésta una reacción reversible, el sentido de la misma depende — por la ley de acción de masas — de la concentración de los respectivos elementos de la reacción. Si predominan los a.a., se forma el “péptido”; pero al formarse el péptido se acumula el agua y si esta predomina, la reacción se invierte y el péptido se hidroliza. Vale decir que si las moléculas de agua, liberadas durante la reacción, no son retiradas del sistema (que es lo que se hace en el laboratorio para sintetizar un péptido), al acumularse, invierten la reacción y el péptido se hidroliza, descomponiéndose otra vez en sus a.a. constitutivos. En otras palabras: la condensación de a.a. para formar péptidos no tiene lugar, si hay exceso de agua. Pero recordemos que según la hipótesis de b.e., esta reacción se está llevando a cabo ¡en el océano primitivo! Y está claro, por lo que acabamos de ver, que dicho océano es absolutamente el último lugar donde sería conceptualmente imaginable la condensación de los a.a. para formar péptidos. Esta reacción es químicamente imposible. ¿Y por qué se propugna este desatino? Porque esto no sólo parece un desatino, sino que efectivamente lo es. Es que no hay otra salida. Pues recordemos que la supuesta atmósfera primitiva, no tenía oxígeno (lo cual venía como anillo al dedo, para la primera etapa). Pero si no tenía oxígeno, tampoco tenía ozono (gas que se forma a partir del oxígeno), y por consiguiente no había entonces protección contra los rayos ultravioletas, que normalmente son filtrados por este gas. Como es sabido, si las radiaciones ultravioletas no fueran filtradas por la capa de ozono, no existiría ninguna posibilidad de vida sobre la superficie del planeta, debido justamente a la acción letal de estas radiaciones — no filtradas — sobre los seres vivientes y productos orgánicos en general. Por ello es que se postula que la vida se habría originado en las profundidades del mar. Para proteger así a las sustancias intervinientes en la biogénesis, de la acción destructiva de las radiaciones ultravioletas no filtradas. Lo cual es salir de Guatemala para caer en Guatepeor. La síntesis de proteínas no puede realizarse si hay exceso de agua. IR A CONTENIDO . . La fuente de energía Pero para formar péptidos o proteínas a partir de la condensación de a.a., no basta con extraer el exceso de agua. Hace falta también proveer de energía, a fin de vencer el equilibrio de la reacción, que está a favor de la hidrólisis y no de la condensación. ¿Cómo se habría logrado todo esto, en forma espontánea, en el mundo prebiológico? Las especulaciones abundan. Algunos autores se limitan a decir que la energía habría venido del sol, a través de las radiaciones ultravioletas? Lo cual debe ser una broma de estos autores, pues, como acabamos de ver, los a.a. estaban refugiados en las profundidades del mar primitivo, justamente para evitar ser destruidos por las radiaciones ultravioletas. Hace falta por consiguiente, sustancias que sirvan como intermediarios para este proceso; es decir, que puedan captar la energía de las radiaciones ultravioletas en la superficie del mar y transportarla hacia las profundidades del mismo, donde los a.a. esperan ansiosamente la oportunidad de transformarse en péptidos e iniciar así el glorioso camino que los llevará algún día hasta seres humanos. Algunos científicos sostienen que ciertas sustancias como el cianógeno, la dicianamida y el cianoacetileno — poseedoras de enlaces químicos de alto valor energético — podrían haberse formado por acción de las radiaciones ultravioletas en la superficie del mar y actuado luego como agentes de polimerización y transfiriéndoles así la energía de sus propios enlaces químicos[17]. El problema es que todas estas sustancias tienen mucha mayor tendencia a unirse con las moléculas de agua, que las de los a.a. a polimerizar. De manera que estamos en la misma. Si hay agua, esto no funciona. Para intentar resolver esta dificultad se postula entonces que los agentes de polimerización no serían en realidad sustancias como el cianógeno, sino los polifosfatos también de alto valor energético[18]. ¿Y de dónde salieron los polifosfatos? Habrían sido sintetizados — se dice — por sustancias como el cianógeno. Yo no sé, francamente, si es cierto que el cianógeno puede sintetizar polifosfatos (me gustaría saber si esto es factible, aun en el laboratorio), pero, desde luego, ello no sería posible en un medio acuoso. Si hay agua, lo que el cianógeno va a hacer es unirse a ella. ¿De qué síntesis de polifosfatos están hablando? Tan grave es este asunto del exceso de agua, que algunos tratan de solucionarlo cambiando el escenario de la biogénesis. Así, en lugar de situar a nuestros a.a. ancestrales en las profundidades del mar primitivo, los ubican en una lagunita superficial, que al desecarse solucionaría al fin, el maldito problema del exceso de agua[19]. Desecación que por cierto de nada nos servirá, ya que al no existir una buena capa de agua que detuviera las radiaciones ultravioletas, nuestros antepasados habrían quedado ciertamente secos. En todo sentido. Otros autores recurren a las arcillas. Efectivamente. Algunos científicos han logrado sintetizar pequeños péptidos, sobre la superficie de adsorción que brindan las capas de sílice de las arcillas[20] y creen, por consiguiente que de esta manera se explicaría la condensación de a.a., durante la biogénesis. Claro que el experimento se realizó con una ayudita: los a.a. utilizados habían sido previamente acoplados al ácido adenílico, nucleótido de alto valor energético, que no aparece jamás en forma espontánea y que se obtiene por hidrólisis de los ácidos nucleicos de las células. Lo cual demuestra una vez más que con vida previa, la biogénesis es mucho más fácil… Como ve lector, con todos estos mecanismos no resolvemos absolutamente nada. Hay que pensar otra cosa. Se ha pensado otra cosa. Un autor ha demostrado que se pueden obtener péptidos sencillos, calentando una mezcla seca de a.a. a 175º de temperatura y cree, por consiguiente, que, en base a estas condiciones — sequedad y 175º de temperatura — habría sido posible la condensación de los a.a. durante la biogénesis[21]. Para explicar el origen de las condiciones arriba descriptas, este autor — premio nobel de Bioquímica — nos propone el siguiente mecanismo. Los a.a. estaban — como vimos — en las profundidades del mar. De pronto, hete aquí que un volcán entra en erupción. Cae lava al mar. Por el contacto con el agua se enfría y solidifica formando una costra, en cuyo rescoldo el agua se evapora. Simultáneamente, los movimientos del agua han traído los a.a. desde las profundidades del mar y depositado en la costra volcánica, donde se habrían desecado. La lava hirviente tiene alrededor de 1000º de temperatura, pero supongo que en algún momento — al enfriarse — y a alguna distancia de la boca de erupción, debe haber sin duda una zona con los 175º requeridos. Consecuentemente, los a.a. situados a la distancia apropiada y en el momento oportuno, disfrutarán entonces de la temperatura y sequedad necesarias para su polimerización. Pero este no es el final de la historia. Como los péptidos formados en el experimento que comentamos deben ser retirados del calor, en pocas horas, para evitar su destrucción, se postula entonces que durante la biogénesis, luego de formarse los péptidos en la costra de lava volcánica, una oportuna lluvia los habría arrastrado nuevamente al mar. Como se ve, el Azar no deja nada librado al azar. ¡Y después dicen que los científicos no creen en milagros! Lejos de mí, por cierto, cuestionar que todo esto haya podido ocurrir. Pero, cabe la objeción de que, si un huevo pasado por agua (esto es a 100º de temperatura, durante 3 minutos) no sirve para empollar, es decir para originar la vida, ¿cómo diablos podría servir un péptido sometido a 175º de temperatura? Un péptido así formado no tendría significación para la biogénesis. Otros autores finalmente, ante la obvia imposibilidad de establecer un mecanismo razonable de condensación para los a.a., optan por negar la condensación misma y proponen un mecanismo totalmente distinto. Tanto que, según estos autores, los péptidos no se habrían formado por la polimerización de a.a., sino del cianuro de hidrógeno[22]. Reacción ésta, que necesita condiciones rigurosamente anhidras para llevarse a cabo y que es muy difícil imaginarse puedan haber existido durante la biogénesis. Además, si no había agua, tampoco había protección contra las radiaciones ultravioletas, ¿y cómo hicieron entonces los péptidos para sobrevivir? Me disculpará, lector, si lo he aburrido un poco con todo este asunto del agua y de la energía, pero me pareció de interés hacer esta reseña para que viera las cosas que pueden llegar a decirse en este tema, las cuales, si bien exentas de todo rigor científico, revelan sí una capacidad imaginativa que haría palidecer de envidia al mismísimo von Daniken. En el mejor de los casos, estos mecanismos propuestos son sólo reacciones de laboratorio, que suponen condiciones perfectamente controladas — y por ende planificadas — de temperatura, humedad, pH, concentración de los reactivos, etc. ¿Qué tiene que ver todo esto con lo que podría ocurrir al azar, en las profundidades del mar primitivo? Creo sinceramente que no vale la pena tomar estas cosas demasiado en serio y tratar de refutarlas, pues es de nunca acabar. A menos que usted se odie profundamente, mi consejo sería que no se ponga en la tarea de analizar en detalle estas especulaciones, pues no sólo no va a aprender nada, sino que puede llegar a deteriorar seriamente el poco o mucho equilibrio mental que tenga. ¡Se lo digo por experiencia propia! Y no vale la pena analizar todas estas posibles “fuentes de energía” en detalle, por la sencilla razón de que el verdadero problema no está ahí. Los problemas que hay que resolver o al menos plantear no tienen fundamentalmente que ver con el cianógeno, los polifosfatos, las arcillas o la lava ardiente. Estas son sólo argucias químicas, que ocultan el problema. Y para plantear adecuadamente este problema, hace falta otro enfoque. Esto es lo que los superexpertos nunca nos explican y es lo que seguidamente trataremos de analizar. A los fines del argumento vamos a aceptar que las fuentes de energía pudieran haber sido los polifosfatos, el cianógeno, o lo que usted quiera. Esto no es lo fundamental. Porque lo fundamental con la energía — en este contexto — no es tanto su existencia, sino su aplicación. Vale decir, no si hay o no energía, sino cómo se aplica la energía en un sistema. Todas las especulaciones de los teóricos de la biogénesis, están dirigidas a establecer la posibilidad de la existencia de fuentes de energía. Pero la sola existencia de la energía no basta; lo fundamental es la forma en que actúa esa energía. Para que la energía sirva de algo, tiene que seguir especificaciones de cómo aplicarse. Si no, es positivamente destructiva; es decir, tiende a aumentar el desorden del sistema. Y cuanto más complejo es el producto final, más detalladas habrán de ser las especificaciones que la energía deba cumplir. Si arrojamos un ladrillo contra un televisor, estamos ciertamente realizando un aporte de energía. Si soltamos un elefante (o uno de mis hijos) en un bazar, también. Una carga de dinamita en un edificio, lo mismo. Se me argumentará que tanto el televisor, como el bazar o el edificio, poseen ya un orden y aquí se trata de la génesis del orden, no de la preservación del mismo. Las dos cosas están íntimamente relacionadas, pero para hacer el ejemplo más pertinente, supongamos ahora que tenemos las piezas constitutivas del televisor, la vajilla del bazar o los ladrillos del edificio, amontonados en desorden. Repetimos el experimento. Obviamente seguirá sin haber televisor, bazar o edificio. Ninguna persona sensata esperaría otra cosa. Salvo quizá algún científico evolucionista. No tiene caso que lo hagamos una vez más, o un millón de veces más. Lo único que conseguiremos será aumentar progresivamente el desorden de las piezas. Esto no significa, que la energía ciega de la explosión ( por ejemplo) no pueda lograr que dos o tres ladrillos caigan por azar uno sobre el otro; es decir, que se genere un pequeño grado de orden. Pero no sólo no se dispondrán los ladrillos formando un edificio ( ni siquiera una pared), sino que ante nuevas explosiones, los dos o tres ladrillos ordenados, se desordenarán a su vez y a la larga de continuar el influjo de energía ni ladrillos quedarán. La energía ciega — esto es, sin especificaciones — , no sólo no genera orden, sino que — de tener la magnitud suficiente — destruye el orden preexistente, o el pequeño grado de orden que ella misma por azar pudiera generar. Y esto es así, porque la energía sin especificaciones lo único que hace, es aumentar la tendencia natural de la materia hacia la desorganización. Se podrá objetar que el ejemplo del edificio y la dinamita es exagerado, ya que a nadie se le ocurriría construir un edificio a base de explosiones. Que para eso hacen falta obreros. Estoy de acuerdo. Pero para construir una proteína, también hacen falta obreros. Proponer la síntesis de una proteína, a partir sólo de los materiales y de energía sin especificaciones, es caer redondamente en el ejemplo de arriba. Una vez más, esto no significa que un influjo ciego de energía no pueda lograr que — por azar — se unan unos pocos a.a. y formen un péptido sencillo (y efímero). Pero una proteína, nones. ¿Qué requisitos debe cumplir entonces la energía para poder sintetizar una proteína?. Antes que nada debemos recordar que para que la energía simplemente actúe en un sistema (constructiva o destructivamente, no importa aquí), debe, por lógica, tener acceso a dicho sistema, es decir conectarse de alguna manera con él. Digo esto, pues las especulaciones sobre las fuentes de energía (cianógeno, polifosfatos, etc.), se limitan a postular la posibilidad de la existencia de estas sustancias, en el seno del mar primitivo. Pero insisto. Para que la energía actúe en un sistema, debe estar en contacto con él. Ahora, ¿se imagina lector el menudo problema que habrían tenido los polifosfatos, por ejemplo (en el improbable caso de que se hubieran formado), para encontrarse con los a.a. (también en el caso de que se hubieran formado), en la inmensidad del océano (!) y transmitirles así la energía? ¿Cómo se habría realizado este encuentro? Afortunadamente, el Azar estaba agazapado en el fondo del mar, listo para entrar en acción y conectar la fuente de energía con los a.a. Y ya sabemos que si actúa el Azar, el éxito está asegurado. De todas maneras, vamos a suponer que tenemos (no me pregunten cómo) los a.a. en contacto con la fuente de energía. ¿Qué pasa ahora? Algo sumamente interesante y que se refiere a lo siguiente. Como la formación de una proteína es una reacción que comprende muchas etapas (hay que unir cientos o miles de a.a.), es imprescindible contar no sólo con una fuente apropiada de energía en contacto con el sistema, sino también, que este influjo de energía debe ser dirigido en un sentido específico. De otra manera es imposible. Por ejemplo: si usted quiere construir una pared, debe naturalmente apilar los ladrillos uno sobre el otro. Eso le ocasionará ciertamente un gasto de energía. Pero si usted no coloca los ladrillos uno sobre el otro, sino que los desperdiga al azar, colocando uno por aquí, tres por allá, dos más allá, etc., aun con el mismo gasto energético, usted no tiene la pared. En otras palabras: a menos que se aplique una dirección a la energía, no se puede construir la pared. Incluso disponiendo de gran cantidad de energía. Lo mismo con la síntesis de una proteína. Para formar una proteína o un péptido complejo, es menester unir cientos o miles de a.a. en una molécula. Para ello es preciso que el influjo de energía acople en contra de las probabilidades estadísticas y del equilibrio fisicoquímico — los a.a. en una estructura y no, que los desperdigue al azar. Si tenemos una solución de a.a. y hacemos un aporte ciego de energía, podemos — por azar — obtener (supongamos) un dipéptido. Si hacemos otra descarga de energía, es mucho más fácil obtener otro dipéptido — o que el dipéptido anterior se hidrolice — , que obtener un tripéptido. Y si hacemos un nuevo aporte de energía, es muchísimo más probable que obtengamos (con suerte) un nuevo dipéptido — o la disolución de los anteriores — que la formación de un tetrapéptido. Esto es así, no sólo por razones probabilísticas, sino también por razones de equilibrio fisicoquímico. Un tripéptido es más inestable y tiende a su disolución más fácilmente que un dipéptido. Y un tetrapéptido, más que un tripéptido. Y así sucesivamente. Que un influjo no direccional de energía pueda al azar sintetizar un péptido sencillo, es perfectamente posible. Pero este influjo de energía o un millón de ellos no puede ir ensamblando los cientos o miles de a.a. que componen una molécula de proteína. Para eso hace falta que la energía se aplique en una dirección y no en cualquiera. De manera que si la energía no tiene dirección, no hay síntesis de proteínas. Como implicaciones inevitables de esta dirección, hay dos requisitos adicionales que la energía debe tener, para servir como agente efectivo de síntesis. Como cada enlace peptídico (unión de dos a.a.) requiere una determinada cantidad de energía para formarse, hace falta por consiguiente una importante cantidad de energía para sintetizar la proteína total. Pero esta energía no puede ser aplicada de una sola vez; destruiría el sistema. De la misma manera que la construcción de una pared se resume en una serie de pequeños esfuerzos por cada ladrillo, así también, la energía total que requiere la síntesis de una proteína, debe ser fraccionada en cantidades separadas para cada enlace peptídico. Vale decir, que la energía debe ser graduada y aplicada sucesivamente en cada enlace. Es muy importante además recordar que todas las etapas que comprende la síntesis de una proteína, están en contra del equilibrio fisicoquímico. Por lo que, desde el punto de vista termodinámico, la reacción es “hacia arriba”, hacia el desequilibrio químico, hacia el aumento de la improbabilidad. Cada enlace peptídico requiere para su formación, un determinado aporte de energía. Vale decir que no es espontáneo. Hay que forzarlo. Lo espontáneo es que se rompa (o que no se forme, en primer lugar). En una proteína de 400 a.a., por ejemplo, habrá entonces 399 eslabones que requieren energía para su formación y que por consiguiente son inestables y tienden a romperse. Para obtener la proteína, son necesarios 399 enlaces. Ninguno de los cuales se forma espontáneamente. Pero para destruirla, basta con que uno de ellos se rompa. Y eso es lo que tienden a hacer. Por ello, para obtener una proteína hace falta, además de lo que hemos visto, estabilizar estos enlaces, hábiles desde el punto de vista energético. Es decir, hace falta un mecanismo capaz de “trabar” la energía de los enlaces peptídicos e impedir así, la disolución del compuesto. Sin todos estos atributos que hemos visto y que podemos resumir en el término dirección, la energía no sólo no es constructiva, sino que es positivamente destructiva. Volvamos a los ejemplos de la dinamita en el edificio, el elefante en el bazar, el ladrillo en el televisor y absolutamente cualquier otro ejemplo que usted quiera imaginar, en que la energía no cumpla con estos requisitos. ¡Aquí está la esencia del problema! ¡Qué polifosfatos ni qué ocho cuartos! Lo que hay que explicar — o al menos plantear, por más que quede sin respuesta — es cómo podría la energía haber cumplido con estos requisitos, durante la biogénesis. Es decir, cómo habría hecho para conectarse con los a.a., actuar en un sentido determinado, graduarse, estabilizarse, etc. En una palabra, cómo habría adquirido dirección. Sólo conocemos dos formas en que esto puede ocurrir. por la acción de un químico en el laboratorio, o por la acción de las enzimas en una célula. Pero en forma espontánea a partir de la materia inanimada, esto no puede ocurrir. Y no puede ocurrir, porque para que la energía vaya en una dirección específica, hace falta naturalmente una meta, un objetivo, un fin preestablecido. Hace falta lo que los griegos designaron con la hermosa palabra “telos”. Que indica justamente un fin concebido con anterioridad a la acción. Este “telos” está presente en la mente del químico que realiza la síntesis y en la información que aportan las enzimas de una célula. ¡Pero no está presente en la materia inanimada! En otras palabras: para sintetizar una proteína hace falta una energía teleonómica. Y la energía fisicoquímica no es teleonómica. Sabemos con toda certeza que no lo es. Para que lo fuera, tendríamos que postular que tiene inteligencia (¡!). Única forma de concebir un “telos”. Y postular eso está en contra de los supuestos más básicos de la física y de la química. La energía fisicoquímica, repito, no es teleonómica por eso no puede — en forma espontánea — construir, es decir crear orden. Aquí no hay polifosfatos o arcillas que valgan. Vuelvo a la pregunta clave: ¿cómo se las arregló entonces la energía para adquirir dirección, durante la biogénesis, y poder sintetizar proteínas? La respuesta, naturalmente, es que esto jamás ocurrió. Me refiero a que no ocurrió en forma espontánea. No al menos, si las leyes fisicoquímicas eran las mismas entonces que en la actualidad. IR A CONTENIDO . . El argumento del tiempo Es conveniente abordar a esta altura, un argumento que es frecuentemente utilizado como una suerte de varilla mágica, para intentar resolver estas dificultades. Todos los investigadores en este tema reconocen que los fenómenos que estamos analizando son altamente improbables, pero — dicen — si hay una gran cantidad de tiempo a disposición, en algún momento estos fenómenos tendrán lugar. El tiempo haría que lo imposible se haga posible. Es más, que lo posible se torne probable y aun inevitable. El tiempo nos informan realiza milagros. E inmediatamente nos recuerdan el famoso ejemplo de Huxley, quien decía que si se pusiera a un mono a golpear indiscriminadamente sobre las teclas de una máquina de escribir, durante millones y millones de años, al final estaría predestinado a componer (por ejemplo) un poema de Shakespeare. Personalmente no me cabe ninguna duda de que un mono (o cualquier otro animal) golpeando al azar las teclas de una máquina de escribir, pueda — y sin necesidad de millones de años — pergeñar algún poema considerablemente superior a los de muchos “poetas” de vanguardia. Pero el que sea de Shakespeare — o de José Hernández, para el caso — hace que la cuestión se torne por demás dudosa. De todas maneras, este ejemplo del mono aplicado a la biogénesis es un perfecto sofisma, basado en dos errores. El primero — de orden circunstancial — es que en el caso de la biogénesis no disponemos de tantos millones de años. Apenas 3 ó 4 mil millones de ellos[23], que si bien son muchos, no son suficientes para posibilitar cualquier cosa. Por ejemplo un acontecimiento químico que necesitara más de 1080 probabilidades, para tener lugar[24]. El segundo error — esta vez de orden conceptual — es que, en el ejemplo de Huxley las palabras escritas, al azar, por el mono, escritas quedan y al irse acumulando es concebible que, por una fantástica casualidad, produjeran eventualmente el resultado final que decía Huxley. No así en cambio, los productos intermedios de la síntesis de proteínas, que son inestables y se degradan con el tiempo, no pudiendo por consiguiente acumularse. Las reacciones químicas que tienen lugar durante la síntesis de una proteína ( y en toda la biogénesis por cierto) son, como vimos, reacciones reversibles, que no dependen del tiempo, sino del equilibrio del sistema, es decir, del sentido termodinámico de la reacción. De manera que al aumentar el tiempo, si bien se aumentan teóricamente las probabilidades de la síntesis, también se aumentan las probabilidades de la reversión de la síntesis, es decir, de la descomposición. Esto teóricamente. Pero como en el caso concreto de la formación de las proteínas, el equilibrio de la reacción está del lado de la hidrólisis y no de la síntesis, el tiempo — al aumentar las probabilidades de que se logre el estado de mayor equilibrio (que es el estado de mayor probabilidad) — sólo contribuirá a la hidrólisis y descomposición de las proteínas y no a su formación. En otros términos: el tiempo, no sólo no favorece la aparición del orden (y cuanto más compleja es una molécula, más orden tiene), sino que aumenta la probabilidad de que aparezca desorden adicional, ya que cuando más tiempo estén las moléculas expuestas a las fuerzas desordenadas de la agitación térmica de los átomos (energía no teleonómica), tanto más desordenadas devendrán. El tiempo sólo aumenta las probabilidades de lo termodinámicamente probable; no de lo improbable. Y por ello es que a la larga sólo puede favorecer lo que naturalmente acontece. Para dar un ejemplo: cuanto más tiempo transcurra, mayor erosión provocará un curso de agua en su lecho y en sus orillas. Pero por más que transcurriesen millones de años, no veríamos — por ese hecho — que el río invirtiese su curso, por ejemplo, y comenzara a fluir agua arriba. Esto está en contra de la barrera termodinámica, que hace que la materia busque siempre el estado de mayor equilibrio. En síntesis: el tiempo sólo aumenta las probabilidades de que se alcance un estado de mayor equilibrio (el estado más probable). Y este equilibrio no está ciertamente del lado de la síntesis de una molécula de proteína — que posee un altísimo desequilibrio — , sino de su disolución. El que no entiende esto, francamente, es que no lo quiere entender. De manera que el tiempo, no sólo no resuelve el problema sino que lo complica aún más. Al estar los procesos de la biogénesis en contra del equilibrio termodinámico, cuanto más tiempo se le dé a estos fenómenos, tanto más difícil será vencer este desequilibrio y tanto más improbables los mismos serán. Por ello es que entre todas las tonterías que se dicen en tema de la biogénesis, ésta es una de las más esplendentes. ¡Cómo si el tiempo pudiese lograr que lloviese para arriba! El tiempo, repito, sólo hace que la biogénesis sea aún más improbable de lo que ya es. Los teóricos de la biogénesis parecieran no darse cuenta de que lo que tendrían que hacer para mejorar las probabilidades, es postular que la biogénesis ocurrió en segundos. Los fenómenos improbables e inestables (como son todos y cada uno de los procesos de la biogénesis) son, por su misma naturaleza, efímeros. Aumentar el tiempo de los mismos es condenarlos a la desaparición. El tiempo barre inexorablemente lo inusual, lo improbable, lo inestable, y establece la tiranía de la ley, del equilibrio, de lo probable; de la estabilidad, de la muerte, de lo inanimado. Por ello es que la vida es efímera y la roca, perenne. En suma; apelar a vastos períodos de tiempo para resolver las dificultades de la biogénesis es apenas un sofisma, que ni siquiera tiene la disculpa de ser sutil. IR A CONTENIDO . . La asimetría molecular Sin ánimo de resultar excesivamente alarmista, quiero advertirle, lector, que si lo que llevamos visto hasta aquí le parece que plantea dificultades formidables para la hipótesis de biogénesis espontánea, créame que esto no es nada en comparación con lo que viene ahora. Casi podríamos decir que las dificultades recién comienzan, ya que si lo analizado hasta ahora se refería a problemas de orden fundamentalmente químico y termodinámico, lo que analizaremos a continuación plantea problemas que son de otra naturaleza. Tanto que — a los fines del argumento — podríamos aceptar que gracias a algún milagro biogenético (del tipo de la lava ardiente, por ejemplo), se hubiese solucionado el problema del exceso de agua y de la dirección de la energía y se hubiera formado un péptido sencillo. Le aseguro que no estamos ni un ápice más cerca de resolver las dificultades especulativas que plantea el origen espontáneo de las proteínas. Y esto es así, porque dicho origen plantea otro enorme problema teórico, que ya Pasteur había señalado como el enigma más profundo de la constitución química de los seres vivos y que es el de la asimetría óptica, o sea la capacidad que tienen ciertas sustancias — como las proteínas — de desviar la luz polarizada (que vibra en un solo plano) en sentido diferente, a la derecha o a la izquierda (cuando todas las moléculas en una solución son del mismo tipo óptico), o no desviarla, si se mezclan cantidades iguales de moléculas de tipo óptico opuesto. Las moléculas que desvían la luz polarizada a la izquierda, se llaman levógiras (L); las que lo hacen a la derecha, dextrógiras (D) y las que no desvían, racémicas (LD). Esta propiedad depende de que la misma molécula puede tener dos configuraciones espaciales distintas (isómeros) que son imágenes en espejo una de la otra (como las manos derecha e izquierda; simétricas, pero no superponibles) y que aun cuando son exactamente iguales desde el punto de vista de la fórmula química, son sin embargo, completamente distintos en cuanto a su actividad óptica y a sus propiedades biológicas. Todas las proteínas que forman parte de los seres vivos son ópticamente activas y prácticamente todas son levógiras. No existe ningún ser viviente constituido por proteínas racémicas. Ahora bien. Por su misma naturaleza, las reacciones químicas no pueden jamás producir — en forma espontánea — un compuesto formado exclusivamente por un isómero óptico, ya sea L o D. Esto es estadísticamente imposible. Lógicamente. Una reacción química enfrenta, al azar, enormes cantidades de átomos y moléculas que no tienen poder de decisión individual y que sólo obedecen al sentido termodinámico de la reacción y a la ley probabilística de los grandes números. Podemos predecir con todo rigor el resultado final de la reacción, porque sabemos que millones de moléculas de una sustancia, se unirán con millones de moléculas de otra. Pero qué molécula se une con qué otra, eso está librado totalmente al azar. Y al estar librado al azar, conducirá indefectiblemente al logro de una igualdad porcentual en la distribución de las mismas. En las reacciones químicas de la materia inanimada, esto funciona perfectamente, porque todas las moléculas de cada una de las sustancias intervinientes en una reacción son exactamente iguales entre sí. De manera que es indistinto cuál se une con cuál. Pero recordemos que cada molécula de a. a. tiene dos formas ópticas: L y D; y que ambas son idénticas desde el punto de vista químico. Vale decir, que un a. a. L, por ejemplo, no tiene forma de reconocer si el a. a. con el que se va a unir es L o D. Por consiguiente, al producirse la condensación de muchos a, a. (y de no mediar una selección especifica, extraña a la reacción química en sí), el compuesto formado incluirá fatalmente moléculas de ambos tipos ópticos. Es decir, será racémico y por ende, no apto para la vida. Esto es así, teórica y experimentalmente. No hay discusión al respecto. Lo mismo se aplica, por. cierto, a la formación de los a.a. en sí. Cuando en el laboratorio se sintetiza un a. a., eso no significa, claro, que se sintetice una molécula del mismo. Aun en las cantidades más insignificantes de productos de laboratorio, hay implicadas millones de moléculas. De manera que cuando decimos que se forma “un” a. a., en realidad estamos diciendo que se forman millones de moléculas de un a. a. determinado. Si todas estas moléculas son de forma óptica L, el a. a. formado será L. si todas son D, el a. a. será D; y si las moléculas L y D están mezcladas, el a. a. será racémico. Algún lector me dirá : ¿y cómo son los a. a. que se forman en el experimento de Miller? Bueno, este es precisamente el punto que había quedado pendiente al tratar dicho experimento, pues me pareció más apropiado desarrollarlo aquí, en vista de la estrecha relación que guarda con este problema. Los a.a. obtenidos en el experimento de Miller y semejantes, son todos, sin excepción, racémicos. Vale decir, absolutamente inútiles desde el punto de vista biológico. Esto constituye una demostración adicional de que, en realidad, estos experimentos de biogénesis, no sólo son irrelevantes, sino además engañosos. Los a.a. así obtenidos, no sirven para la vida. No es que sirvan poco. Es que no sirven en absoluto. Y este hecho del carácter racémico, es decir, no biológico, de los a.a. del experimento de Miller, nos indica una vez más, que las hipótesis de biogénesis espontánea no disponen, en realidad, de un modelo experimental para explicar ni siquiera la aparición de la materia prima de las proteínas. Por ello llama ciertamente la atención que en las publicaciones sobre el tema, casi nunca se haga referencia a este hecho, tan importante, del carácter racémico de los a.a. del experimento de Miller. Consulte lector cualquier obra sobre biogénesis y lo comprobará. Carl Sagan, por ejemplo, en su obra Cosmos, trata específicamente este tema del experimento de Miller y dice, que si bien los a. a. producidos no son la vida (¡más vale!), sí serían los bloques constructivos esenciales de ella[25]. Pero esto no es cierto. Absolutamente no lo es. Estos a.a. ni siquiera constituyen los bloques esenciales de la vida. Son racémicos. Inactivos. Inútiles desde el punto de vista biológico. Un científico del nivel de Sagan no puede desconocer este hecho. Si no lo dice, será para no confundir al lector… Y bien, ¿cómo explican los teóricos de la biogénesis espontánea, la aparición de la asimetría óptica? En realidad no hay forma, pero, como para decir algo, estos autores recurren en sus especulaciones a los cristales de cuarzo o a la luz polarizada circular, pues mediante el uso de estos elementos es posible, en el laboratorio, obtener un cierto grado de resolución óptica. Resolución óptica que es, por cierto, absolutamente insignificante y que no puede explicar jamás — excepto en las especulaciones de estos autores — la aparición de compuestos químicos con el 100% de sus moléculas de un solo tipo óptico. Sólo existen dos maneras en que puede aparecer asimetría óptica de significación. Una es por acción de las enzimas (dentro o fuera de una célula). La otra, cuando un químico dirige la reacción, utilizando una sustancia ya ópticamente activa ( la estricnina, por ejemplo). En ambos casos, lo que sucede es que se introduce una información específica en la reacción química, a fin de lograr la resolución óptica. Información que no depende de las leyes fisicoquímicas, por la sencilla razón de que las moléculas a discriminar ópticamente, son químicamente idénticas. Y las reacciones químicas de la materia inanimada, no son discriminativas. Por eso es que no hay forma de obtener compuestos ópticamente activos, por la sola acción de las leyes físico-químicas. Para ello es imprescindible una información que es de otra naturaleza y que debe existir previa a la aparición de la asimetría óptica. Sin esta información es absolutamente imposible obtener otra cosa que compuestos racémicos. Sólo para dar una idea de la dificultad que esta asimetría óptica plantea, digamos que las probabilidades de que una proteína relativamente sencilla (400 a.a.) tuviera por azar — o sea por la sola acción de las leyes fisicoquímicas — todos sus a.a. en forma L, sería de 1 en 10123 ([26]). IR A CONTENIDO . . El problema de la secuencia Si desde el punto de vista especulativo, lo anterior era una verdadera catástrofe, lo que sigue es directamente el acabóse. Porque el mecanismo de la biogénesis espontánea debe enfrentarse con otro problema gigantesco, cual es el de la secuencia de los a.a. en la molécula de proteína. Como se sabe, las propiedades de una proteína dependen no sólo de la cantidad y de los diferentes tipos de a.a. presentes en la molécula, sino también de la secuencia, es decir del orden en que estos a.a. están dispuestos. Este orden es altamente específico, ya que un solo a.a. fuera de lugar, puede alterar las propiedades de la proteína. Pero desde el punto de vista de las leyes fisicoquímicas — que dependen del azar — todas las secuencias químicamente posibles (o sea todas) tienen exactamente la misma probabilidad de formarse. De lo cual se desprende, que a menos que exista también una información específica, que determine qué secuencia debe formarse, todas las secuencias posibles, son igualmente probables. La génesis de esta secuencia específica plantea problemas teóricos formidables, pues recordemos que para una proteína sumamente sencilla, de alrededor de 300 a.a. y de peso molecular de 34.000, existen aproximadamente a 10300 (!) diferentes moléculas que pueden formarse, por alteración de la secuencia de sus a.a. constitutivos. Y si el azar de las reacciones químicas de la materia inanimada es el responsable del origen de las proteínas, entonces debiéramos contar con que se formaron — por simple probabilidad estadística — una buena parte de estas 10300 moléculas. Si se formara sólo una molécula de cada una de las 10300 posibles, obtendríamos una masa de proteínas que pesaría alrededor de 10280gramos. Cifra ésta que comienza. a adquirir alguna significación, cuando recordamos que el peso de la Tierra es de sólo 1027 gr. Vale decir que toda la Tierra — ¡qué digo toda la Tierra!; ¡todo el universo conocido! — no alcanzaría a contener una parte de las moléculas de proteína que podrían formarse, por alteración de la secuencia de los a.a. de una sola de ellas, sin variar su constitución química. Ahora bien: no todas las proteínas son aptas para la vida. Sólo algunas, con determinadas secuencias lo son. ¡Pero los pobres a.a. desconocen esto! Sus uniones son al azar y todas igualmente probables. De manera que si durante la síntesis de una proteína, no se efectúa una rigurosa selección y un perfecto ordenamiento de los a.a., es totalmente imposible obtener nada que sirva. Esto es lo que realiza, en forma permanente, el maravilloso mecanismo de síntesis protéica de las células. Y esto es también lo que los científicos — copiando esforzadamente a las células — están hoy comenzando a realizar en el laboratorio, con las proteínas más sencillas. Pero en forma espontánea a partir de la materia inanimada, esto no puede ocurrir. No puede en absoluto. Incluso aceptando — a los fines del argumento — que gracias a una inconcebible cantidad de tentativas, se formara — al azar — una proteína con la secuencia apropiada para la vida, como en estas tentativas se habrían formado también una buena parte de las otras secuencias posibles, la proteína apta para la vida se vería entonces inmersa en una masa astronómica de proteínas con secuencias no apropiadas, quedando así bloqueada e inutilizada para la biogénesis. El azar no puede originar una secuencia determinada, por la muy sencilla razón de que puede originar todas. Es por todas estas razones que hemos visto — exceso de agua, ausencia de energía teleonómica, asimetría óptica y secuencia específica — , es por estas razones, digo, que el origen espontáneo de una proteína — aun relativamente sencilla — está mas allá de toda probabilidad. De todas maneras, con una proteína, no haríamos absolutamente nada. Necesitamos por lo menos unas 500, que es la cantidad se estima tendría la célula teóricamente más sencilla (aunque podrían ser mil o dos mil, nadie sabe en realidad). 500 proteínas no sólo aptas para la vida, sino también específicas para cada una de las funciones y estructuras de una célula. Claro que incluso disponiendo de estas proteínas, ni comenzamos a explicar la célula. Pero de todas maneras, hacen falta. 500 proteínas que además tendrían que coincidir exactamente en un lugar determinado (en la inmensidad del océano) y en un momento preciso (en los millones de años que habría durado la biogénesis). Si no, tampoco nos sirven. No debemos olvidar, por último, que las proteínas se descomponen en forma bastante rápida. De manera que si en pocos días o semanas, no se ha concretado la cita, ¡hay que comenzar todo otra vez desde el principio! Más vale sentarse a esperar que esto ocurra. Pero no se aflija, lector. Para su tranquilidad le informo que los expertos en el tema no creen que el origen espontáneo de las proteínas implique mayores problemas. Lo cual no deja de ser un verdadero alivio. Al fin y al cabo, ¡estamos hechos de proteínas! ¿Qué tal si descubriéramos que no tenemos derecho a existir? Por ello, si a lo largo de estas páginas usted ha. quedado con la impresión de que el origen espontáneo de las proteínas es imposible, o al menos, que existen graves problemas a resolver, entonces vuelva por favor a leer este capítulo, muy críticamente pues le advierto que la opinión de los teóricos de la biogénesis es casi unánime en sentido contrario. No me refiero a que acepten el origen espontáneo de las proteínas. Es que al parecer, ni siquiera ven mayores dificultades en ello. J. Monod, por ejemplo, en su obra El azar y la necesidad, se limita a decir, en relación a este tema, que el origen espontáneo de las proteínas por polimerización de los a.a. en la sopa prebiótica no plantea grandes dificultades([27]). Theodosius Dobzhansky, famoso genetista de EE. UU, en un libro de 400 páginas sobre la evolución, dedica seis renglones al problema del origen de las proteínas, diciendo que su formación espontánea es poco probable, pero como hubo mucho tiempo a disposición, ese acontecimiento tuvo lugar([28]). Teilhard de Chardin, en su libro El grupo zoológico humano, dice que es imposible no suponer que se hayan formado, espontáneamente, sustancias de tipo proteico([29]). Carl Sagan, en Cosmos, despacha el problema del origen de las proteínas en un cuarto de página, también sin encontrar aparentemente ninguna dificultad de orden especulativo([30]). Y así la mayoría. Como estos autores son muchísimo más inteligentes y saben infinitamente más que quien esto escribe, no hace falta lector que le diga la sensación de ridículo que siento, cuando me veo obligado a señalar que estos científicos — en este tema — están haciendo cualquier cosa, menos ciencia. Pero es así. Porque la ciencia comienza justamente cuando hay problemas. Más allá de que estemos o no de acuerdo con las soluciones propuestas para resolver estas dificultades, si un científico sostiene que el origen espontáneo de las proteínas no plantea mayores problemas, eso quiere decir entonces, que el problema está a nivel de las proteínas del científico. En las del cerebro naturalmente. No quiero cerrar este capítulo, sin antes hacer una última reflexión sobre el tema. Ella se refiere al papel que los expertos en biogénesis atribuyen al azar. Ya hemos analizado anteriormente el verdadero significado de este concepto y creo que no hace falta insistir sobre lo que el azar realmente es. Pero sí sobre lo que parece ser, en las especulaciones de biogénesis. Como se ha visto, todo el mecanismo de la biogénesis espontánea se basa en el azar. Todo. Desde sintetizar los a.a., conectarlos con la fuente de energía, procurar la fuente de energía, darle dirección, seleccionar los a.a. de forma L, originar secuencias específicas, etc. Ahora, si el azar es capaz de realizar todo este cúmulo de maravillas, entonces no se trata obviamente del mismo azar que habíamos visto antes. Es decir, del azar en sentido científico. Aquí estamos en presencia de otra cosa. Por eso dije, que si este azar pudo hacer semejantes cosas, entonces había que escribirlo con mayúscula. Sin duda. El azar, azar, y más con la ayuda del tiempo, sólo puede lograr uniformidad, equilibrio, igualdad porcentual, racemización, desorden. Vale decir, todo lo contrario de lo que necesitamos para sintetizar una proteína. El azar, en su cabal significado, ¡es el peor enemigo de la biogénesis! Pero el azar, Azar (así, con mayúscula), pareciera ser todo lo contrario. Esto es, capaz de lograr desequilibrio, dirección, selección, orden. Es decir que el Azar, ¡iría en contra de las leyes del azar! De otra manera es imposible lograr todas estas cosas. En realidad, lo que creo les sucede a muchos científicos, respecto del azar, es que — inconscientemente — están creando una realidad, donde sólo hay un concepto. Y encima, una realidad con mayúscula. Porque insisto, si este Azar fuera capaz de realizar semejantes maravillas, desde luego que habría que escribirlo con mayúscula. De todas maneras, en mi carácter de Director del Centro de Investigaciones Biogenéticas de la Universidad de Cachicoya — aquí nomás, a 60 km. al sur de Córdoba, por la ruta 9 — quisiera proponer al lector, que aceptásemos, con algunas modificaciones, esta idea del Azar. Como este Azar no tiene nada que ver con el azar, habría que cambiarle el nombre, a fin de evitar confusiones. Es más, dado que el Azar de las especulaciones sobre biogénesis, es en realidad, la antítesis del azar científico, podríamos llamarlo Antiazar. Término éste creado — a tal efecto — por el ilustre biólogo francés Lucien Cuenot. Pero el nombre es lo de menos. Lo que importa es la idea. Esta idea de una “cosa” — como una entidad aparte de las leyes fisicoquímicas — , capaz de realizar todas las proezas de la biogénesis constituye, a mi juicio, una de las más importantes contribuciones intelectuales efectuadas por los teóricos de la misma. Deberíamos por cierto, conservar la mayúscula y llamarla “Cosa”. Ahora, si esa “Cosa” ha sido capaz de realizar la biogénesis, debe entonces participar de todos los atributos de ella. Esto es, debe ser capaz de elegir, seleccionar, dirigir, fijar objetivos, ordenar, etc. En una palabra, debe ser un “telos”. O peor, un “Telos”… Y a esta altura, estimado lector, debo hacer un repliegue estratégico. Los aullidos de los expertos en biogénesis me impiden continuar. IR A CONTENIDO . . LA TESIS DE LOS COACERVADOS Dije en el capítulo anterior que la mayoría de los expertos en biogénesis creen que el origen espontáneo de las proteínas no plantea mayores dificultades. Pero hay excepciones. Aunque parezca una contradicción, existen algunos investigadores en este campo, que aun aceptando el origen de la vida a partir de la materia inanimada, creen que el origen espontáneo de las proteínas ¡es imposible! Se va a asombrar, lector, cuando le diga el nombre de uno de estos investigadores pues se trata nada menos que del más famoso propugnador de la biogénesis espontánea (!). Me estoy refiriendo claro, al prestigioso científico soviético Oparin, cuyo libro El origen de la vida es un clásico en este tema([31]). Oparin niega categóricamente que las proteínas puedan aparecer primariamente en forma espontánea. Y lo niega con estas palabras: “(las proteínas) representan órganos del protoplasma, dotados de una elevada eficiencia y una estructura racional. Es por ello que la hipótesis según la cual éstas habrían surgido primariamente, para luego a su vez, dar nacimiento al protoplasma vivo, recuerda hasta cierto punto… la absurda y equivocada… concepción del antiguo filósofo griego Empédocles sobre el origen inicial de los organismos”([32]). Y también: “Seria tan incorrecto el suponer la génesis primaria aislada de las proteínas, como la de los ácidos nucleicos…Toda la evidencia concreta de que se dispone en la actualidad, es contraria a esta tesis”([33]). Como ve lector — en contra de lo que parecía — no estamos tan solos en esto de negar el origen espontáneo de las proteínas. Oparin coincide con nosotros… Esto no significa, desde luego, que quienes afirmamos que el origen espontáneo de las proteínas es imposible, no estemos todos locos. Pero tal parece entonces, que los locos somos más de cuatro. En realidad, no tiene ninguna importancia si somos cuatro o cuatro millones; cuerdos, locos o fronterizos. La verdad es la verdad, así lo digan cuatro. Lo que es, es, así lo diga un cuerdo… Lo importante es lo que se dice y no quién lo dice. O cuántos. De todas maneras, Oparin sostiene que el origen espontáneo de las proteínas es imposible y dedica un capítulo entero de su libro — tan famoso como poco leído — a demostrarlo. (Es su mejor capítulo. Al menos el único de carácter científico). Y en esto Oparin tiene razón. Aunque en lo demás esté equivocado. Curiosamente, casi ningún autor menciona este hecho de que Oparin no acepte el origen primario espontáneo de las proteínas. A nadie pareciera llamarle la atención. Lo cual es muy extraño. Pues si los autores que creen en el origen primario espontáneo de las proteínas están realmente convencidos de lo que dicen, lo que tendrían que hacer es refutar la postura de Oparin. Sobre todo considerando que este autor es, por así decir, el decano de los investigadores sobre el tema. A menos que no tuviesen argumentos para ello. En cuyo caso se explica sí el silencio. O también podría ser que no lo hayan leído. Lo cual, estimado lector, no es tan increíble como pudiera parecer. Oparin es uno de esos autores a quienes mucha gente cita (vagamente) pero que muy pocos leen. Y menos aún estudian con sentido crítico. Lo mismo pasa con Darwin. En realidad — como trataré de demostrar en el curso de este capítulo la postura de Oparin es ficticia. Aun que aparente negarlo, el también acepta — por izquierda — la aparición espontánea de las proteínas. Pero no diga nada, lector. Los otros expertos en biogénesis no se han dado cuenta todavía. Como la tesis de Oparin gira alrededor de los coacervados, es imprescindible que comencemos este capítulo explicando dicho concepto. Si tomamos un poco de gelatina y goma arábiga (dos sustancias coloidales complejas) en solución acuosa y las tratamos con sustancias deshidratantes, la gelatina y la goma arábiga se unen formando como una gotita en el seno del agua. Es decir, formando un acúmulo individualizado de moléculas, con mayor densidad que el medio y con una superficie donde se pueden absorber ciertas sustancias. Como de alguna manera, una célula es también un acúmulo de moléculas, con mayor densidad que el medio y que posee una superficie, comprenderá lector que la tentación era demasiado grande para que este fenómeno de la gotita no fuese propuesto como parte del mecanismo de la biogénesis. Y dicho y hecho. Según Oparin y otros, coacervados serían una suerte de “pre-células”, que establecerían el nexo entre la materia inanimada y la viviente. ¿Y de qué manera establecerían esta conexión ? Haciendo las veces de un “organismo”, el cual, selección natural mediante, iría “evolucionando”, es decir, perfeccionándose cada vez más y trasmitiendo su organización — cada vez más perfecta — a sus componentes (las moléculas). Para Oparin, no son las moléculas individualmente consideradas las que evolucionan, es decir, se perfeccionan, para luego formar un sistema — y eventualmente un organismo — (la postura de Monod, por ejemplo), sino que primero se formaría un sistema (la gota de coacervado), que al perfeccionarse daría lugar a las moléculas propias de los seres vivos (proteínas por ejemplo). De manera que no se trata en realidad de que Oparin niegue la aparición espontánea de las proteínas. Lo que el niega es que aparezcan individualmente. En otras palabras: la aparición de una proteína sería — según Oparin — un absurdo. La aparición de varias juntas, en cambio, una hipótesis racional… Por ello es que este autor, a pesar de que no duda de la biogénesis espontánea, niega como vimos — que las proteínas hayan podido formarse por sí solas en el medio acuoso del océano primitivo. Para decirlo con sus palabras: “las proteínas serían el resultado de la evolución de sistemas protoplasmáticos… no representando en ningún caso el producto de la evolución de moléculas o sustancias individuales” (p. 228). ¿Y cómo aparecieron entonces las proteínas? Fueron producidas — dice Oparin — gracias a los coacervados. En el sentido de que gracias a que las moléculas orgánicas estaban unidas formando un sistema polimolecular (la gotita de coacervado), pudieron interactuar con el medio y dar origen así a las proteínas. Cito nuevamente a Oparin: “Gracias a la prolongada evolución de estos sistemas (los coacervados)… pudieron aparecer aquellos tipos de organización que caracterizan a los seres vivos. De este modo surgió el metabolismo y se formaron las Proteínas…”(p. 230). De manera que para Oparin, los hechos se habrían desarrollado de la siguiente forma: moléculas orgánicas –> formación de sistemas polimoleculares (coacervados) –> proteínas… ¿Y a partir de qué moléculas orgánicas se habrían formado inicialmente los coacervados? A partir de las mismas que pueden formarse actualmente en el laboratorio; esto es, proteínas. Pero acaso, ¿no era que las proteínas aparecían como consecuencia de la formación de los coacervados? Bueno, eso era lo que Oparin dice en el capítulo VI de su libro (la cita de arriba). Pero en el capítulo VII, en cambio, dice: “El fenómeno de la coacervación posee para nosotros una especial importancia, muy en especial porque ha podido representar un poderoso factor (!) durante la evolución de las sustancias orgánicas, favoreciendo la concentración de los compuestos de elevado peso molecular y concretamente, la de los productos albuminoideos presentes en la hidrosfera terrestre”(p. 233). A pesar de la equivocidad del párrafo, podemos inferir, de acuerdo a esta cita, que los coacervados no transformarían en realidad moléculas no proteicas en proteínas, sino que simplemente concentrarían proteínas ya existentes. Se podría objetar que en el párrafo arriba citado, el autor no usa exactamente la palabra proteína, sino “productos albuminoideos”. Pero aparte de que si le preguntáramos a cualquier químico qué se entiende por “productos albuminóideos de elevado peso molecular”, nos dirá que se trata de una proteína o algo muy cercano a ella (un péptido complejo, por ejemplo), además de esto, en la página anterior a la de la cita, Oparin dice que un aspecto muy característico de los polímeros albuminóideos de elevado peso molecular consiste en la gran facilidad con que se unen a otras proteínas (p.232). Como la palabra “otra” significa una cosa igual a la descripta, tenemos entonces el derecho a concluir que, en el párrafo citado, “productos albuminóideos de elevado peso molecular” quiere decir proteínas. Consecuentemente — según Oparin — los coacervados “originarían” las proteínas mediante el recurso de concentrar las ya existentes… Para ponernos a salvo de la equivocidad de expresión de este autor y para que no se piense que hacemos cuestión de detalle (!), vamos a suponer que los productos albuminóideos — a partir de los cuales se habrían formado los coacervados — no eran proteínas, sino péptidos complejos, que habrían sido transformados luego — por el coacervado — en proteínas. Menos que esto no podemos suponer. Pero si esto es así, ¿cuál habría sido entonces el “poderoso factor” representado por los coacervados en la evolución de las sustancias orgánicas? ¿Transformar péptidos complejos en proteínas? No pareciera muy poderoso esto. Por otra parte, si fuera cierto que el choque al azar de las moléculas orgánicas elementales en el seno del mar primitivo pudo originar péptidos complejos, se hace difícil ver la razón por la que no habría podido — como sostiene Oparin — originar proteínas. En realidad, unos párrafos más adelante Oparin nos aclara que lo importante no es tanto si las moléculas orgánicas a partir de las cuales se habrían formado los coacervados eran proteínas o péptidos, sino que habrían sido compuestos proteicos no tan perfectos como los actuales. Es decir, más elementales, más rudimentarios; de tipo “primitivo” digamos. ¿Y qué sería una proteína “primitiva”? Sería aquella que — a diferencia de las actuales — no tendría sus aminoácidos dispuestos en una secuencia rigurosamente definida. Para que aparezca esta secuencia definida, hace falta una organización previa, cuya base serían los coacervados. Así Oparin dice: “Sin el concurso de una organización protoplasmática preexistente no se puede concebir la aparición de la… secuencia rigurosamente definida… propia de los compuestos proteicos actuales”. Esto, en la página 204. Sin embargo, en la página 247 dice: “Los diversos compuestos orgánicos de elevado peso molecular — polímeros de hidratos de carbono, aminoácidos (proteínas) y nucleótidos (ácidos nucleicos)~ surgidos primariamente en aguas del océano primigenio, no debieron diferenciarse sensiblemente, desde el punto de vista de sus propiedades coloidoquímicas, de sus homólogos actuales”. Huelga destacar que las propiedades coloidoquímicas de una proteína dependen justamente de la “secuencia rigurosamente definida” de sus aminoácidos. Secuencia que, según Oparin (pág.204), ¡no se puede concebir aparezca espontáneamente! ¿Y por qué en la página 204 no se puede concebir que los compuestos protéicos formados espontáneamente sean como los actuales, y en la página 247, por el contrario, no se diferencian sensiblemente de ellos? Porque en la página 204 Oparin necesita probar una cosa y en la 247 otra. La tesis de Oparin es que las moléculas de los seres vivos no pueden originarse en forma espontánea, con la perfección que las caracteriza. Deben “evolucionar” hasta llegar a ella. Y esta evolución no puede hacerse en forma individual, sino en conjunto. Formando parte de sistemas polimoleculares: los coacervados. Pero los coacervados se forman a base de proteínas (u otros coloides complejos). Es decir, son imprescindibles las propiedades coloidoquimicas de los compuestos protéicos — que dependen de sus secuencias rigurosamente definidas — para que se puedan formar los coacervados. Por ello, en la pág. 204 les niega secuencias definidas a los compuestos proteicos “primitivos”; para hacer la existencia de los coacervadas especulativamente necesaria. Y luego, en la pág. 247 afirma estas secuencias definidas en las proteínas primitivas; para hacer la formación de los coacervados químicamente posible. De todas maneras, para poder continuar con el argumento, vamos a suponer — siempre de acuerdo a Oparin — que las proteínas (o péptidos complejos) “primitivos” eran un vivo desorden y también, que esas proteínas, sin las secuencias definidas de las actuales. habrían podido — como las actuales — formar coacervados. También vamos a suponer — siempre de acuerdo a Oparin — que en la composición de esos coacervados entraban ácidos nucleicos (¡formados también espontáneamente!), los cuales, al igual que las proteínas”, tenían sus nucleótidos convenientemente “desordenados” (sin una secuencia definida). El curso de los acontecimientos habría sido entonces: proteínas y ácidos nucleicos “desordenados” -> formación de coacervados –> proteínas y ácidos nucleicos ordenados. Los coacervados serían así el medio para que aparecieran secuencias definidas, en los compuestos proteicos y ácidos nucleicos “primitivos” desprovistos de ellas. En otras palabras, los coacervados habrían desempeñado el papel de introducir orden, en el desorden de sus moléculas constitutivas. Pero si el orden no estaba originariamente en las moléculas del coacervado, ¿de dónde provino? De la interacción entre el coacervado y el medio ambiente — dice Oparin. He aquí, lector, una típica interpretación dialéctica del problema. El orden no estaba ni en el coacervado ni en el medioambiente. Pero aparece a consecuencia de la interacción de ambos. (Engels, el autor más citado por Oparin, se sentiría orgulloso de su epígono). ¿Y de qué manera se llevaría a cabo esta interacción generadora de orden, esta “evolución” del coacervado? Mediante la selección natural: “Gracias a la prolongada evolución de estos sistemas (los coacervados) de su interacción con el medio ambiente y su selección natural, pudieron aparecer aquellos tipos de organización que caracterizan a los seres vivos”(p. 230). Desde ya digamos que el uso — por parte de Oparin — del término “pudieron” (ver arriba), le quita carácter científico a este párrafo, por cuanto la ciencia no tiene por objeto establecer lo que “puede ser”, sino lo que no puede ser. Es decir, lo que está prohibido por alguna ley. Pero en realidad, este párrafo es anticientífico, ya que en él Oparin dice algo que muy concretamente no puede ser. Y es lo referente al papel de la selección natural en la evolución de los coacervados. Para que haya selección natural, tiene que haber reproducción. Precisamente, la definición de selección natural es reproducción diferencial, o sea que algunos organismos tienen más descendencia que otros. De manera que si no hay organismos capaces de reproducirse — para lo cual son imprescindibles proteínas y ácidos nucleicos con sus secuencias perfectamente definidas — es totalmente ilegítimo hablar de selección natural. Pero Oparin insiste. Además de la cita anterior, que era de la página 230, en la 267 nos dice que: “el principio de la selección natural es inaplicable a propósito de la evolución de las moléculas individuales. Por el contrario, las posibilidades son infinitamente mayores si lo aplicamos a la evolución de aquellas formaciones que en el capítulo anterior señalamos como iniciales en el desarrollo de la vida, es decir las gotas de coacervados”(p. 267). Sin embargo, después de usar varias veces la expresión “selección natural”, este autor, como quien no quiere la cosa, aclara que: “Por supuesto, este fenómeno de ‘selección’ era todavía muy primitivo no pudiendo de ninguna manera ser equiparado a la ‘selección natural’ de los biólogos” (comillas del autor) (p.269). ¡Caray! Ahora resulta que Oparin no estaba en realidad hablando de la selección natural de los biólogos (la única que conocemos, desde luego), sino de otra… ¡Con razón que no tenía sentido lo que decía! En fin, para no confundirnos con la selección natural de los biólogos, vamos a llamar a esta otra, la selección natural de Oparin. Como este autor — para evitar sin duda fatigar a los lectores — no define en ningún momento cuál sería la naturaleza de su selección natural, trataremos — indiscretamente — de hacerlo nosotros por él. En primer lugar, y contrariamente a la opinión del eminente bioquímico soviético, yo estimo que la selección natural de la que el habla es superior a la de los biólogos. Si Oparin dice que “era muy primitiva, no pudiéndose equiparar a la selección natural de los biólogos” (ver arriba), ello debe atribuirse, sin duda, a la modestia científica de este autor, ya que de ser cierta la acción que Oparin le atribuye a su selección natural, ella sería, sin lugar a dudas, superior a la de los biólogos. Esta última, si bien no hay maravilla que no pueda realizar (según los biólogos darwinistas), tiene un serio inconveniente. Necesita que se produzca una variación previa a nivel de una estructura invariante — los ácidos nucleicos — capaces, por eso mismo, de conservar esta variación. Esto es, necesita una novedad (mutación) a nivel de los genes, para luego seleccionar, positiva o negativamente, esa novedad. Es decir, que para poder actuar, la selección natural de los biólogos necesita ADN, genes, reproducción, célula. Produce “evolución”, pero necesita reproducción. En cambio la selección natural de Oparin no tendría este inconveniente. Puede actuar en cualquier momento en que su autor lo estime necesario. Sí. Incluso sin aparato reproductivo previo. Por eso es que Oparin, luego de aclarar que la selección natural de la que el habla no es la de los biólogos, dice: “No obstante, fue precisamente bajo su influencia (la de la selección natural) que los sistemas orgánicos individualizados (coacervados) fueron capaces de progresar evolutivamente”(p. 270). La selección natural de Oparin produce “evolución”, pero no necesita reproducción. Si esto no constituye una indicación de superioridad… ¿Y cómo actuaría la selección natural de Oparin? Estableciendo — nos dice su creador — un “riguroso control” sobre los coacervados, “que preservaba para una evolución ulterior tan sólo aquellos sistemas más perfectos”(p. 271). Una vez más se hace evidente el carácter decididamente superior de la selección natural de Oparin, sobre la de los biólogos. Según el consenso de opinión de las autoridades en el tema, la selección natural biológica (la de Darwin), se limita a producir resultados sólo en forma aproximada, por cuanto no siempre es efectiva([34]) y en última instancia lo que hace es simplemente brindar una mejor probabilidad de supervivencia([35]). Una selección natural como la de Oparin, capaz de establecer un “riguroso control” que preserva “tan sólo” lo “más perfecto”, es algo sin precedentes. ¡Qué no hubiera dado Darwin por descubrir una cosa así. Pero de todas formas, si la selección natural de Oparin es capaz de establecer un “riguroso control” sobre la evolución de los coacervados, quiere decir entonces que esta selección (cualquier cosa que ella signifique) no puede estar en los coacervados, sino fuera de ellos, en el medio ambiente. Es decir, a nivel del “caldo primitivo”, constituido por una solución acuosa de distintas sustancias orgánicas, sin una secuencia molecular definida, a partir de las cuales se habrían formado los coacervados. De manera que las moléculas desordenadas del caldo primitivo serían las encargadas de perfeccionar a los coacervados, es decir, serían las encargadas de establecer un “riguroso control” sobre ellos, preservando los más perfectos. En otras palabras: las moléculas desordenadas del caldo primitivo harían que los coacervados cumplieran con su cometido de introducir orden, en el desorden de sus moléculas constitutivas. Como se ve, este razonamiento termina irremediablemente en el absurdo. Y termina en el absurdo, porque esta selección natural de Oparin en realidad no existe. Lo que sí existe es una profunda confusión, que trataremos seguidamente de aclarar. Oparin (al igual que numerosos otros autores desde luego) toma la expresión “selección natural” (de Darwin) — que se aplica a los seres vivos — y la usa, analógicamente, en relación a sistemas moleculares no vivientes: los coacervados. De la misma manera que la selección natural de Darwin explicaría la supervivencia de determinados seres o especies y la extinción de otros, así también la “selección” natural de Oparin explicaría — supuestamente — la “supervivencia” de determinados coacervados y la “extinción” de otros. Como estos términos, supervivencia y extinción, suponen vida, lo correcto es que hablemos de mayor duración (estabilidad) y menor duración (inestabilidad) de los coacervados. ¿Y de qué depende la mayor o menor estabilidad de un coacervado? Depende naturalmente de su organización. “La existencia más o menos prolongada de un sistema determinado (coacervado) exigía una organización, capaz de facilitar conjuntos de reacciones útiles al respecto”(p. 269). Es la organización del coacervado lo que explica su existencia prolongada. Es decir, algunos coacervados tendrían una cohesión tal — dada por su organización — que les permitiría resistir la acción desintegradora de la agitación y el bombardeo molecular del caldo primitivo y otros no. Los coacervados más organizados — cohesivos — duran más; los menos organizados, duran menos. Lo mismo que en un edificio, por ejemplo; su estabilidad depende de su estructura (organización). Pero si la estabilidad del coacervado depende de su organización, ¿qué papel juega entonces la famosa selección natural? Ninguno, claro. Para jugar un papel, primero hay que existir. Con existencia propia. Y la selección natural de Oparin no existe con existencia propia. Lo que existe en la realidad son los coacervados y el medio ambiente ( caldo primitivo). El hecho de que algunos coacervados tengan mayor estabilidad que otros o, dicho de otra forma, que el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo destruya los coacervados menos organizados y “preserve” (en realidad, “no destruya”) los más organizados, no significa que haya aquí una “cosa”, con existencia propia, capaz de “seleccionar” los coacervados acorde con su nivel de organización (!). Lo que existe, repito, son los coacervados — con su orden propio — y el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo que, precisamente por ser al azar — esto es, desordenado — , tiende a destruir el orden de los coacervados. Podemos, en sentido figurado, llamar “selección natural” a esta destrucción de los coacervados más lábiles (menos organizados)([36]). De la misma manera que — también en sentido figurado — podemos llamar “selección natural” a la acción de los temblores, por ejemplo, capaces de destruir los edificios más frágiles (menos organizados) y dejar en pie los más resistentes. Pero atención que se trata de una metáfora. No confundir esto con la realidad. Cuando Oparin dice que la selección natural “destruye” los coacervados menos organizados y “preserva” los más organizados, lo que en realidad está diciendo es que el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo destruye los coacervados más lábiles y no destruye los más estables. Lo cual es totalmente cierto. Pero esta expresión, “selección natural”, genera una enorme confusión pues el verbo seleccionar implica la idea de elegir, escoger, preferir, discriminar, etc., actividades éstas para las que hace falta una intención, es decir, alguna forma de inteligencia. Y aquí sólo estamos hablando del movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo que — por representar un influjo de energía no teleonómica — tiende a destruir la organización de los coacervados. Creer realmente que existe aquí una “cosa”, independientemente de los coacervados y del caldo primitivo, llamada “selección natural”, capaz de seleccionar los coacervados de acuerdo a su nivel de organización (!) es tomarse en serio una metáfora. Sería lo mismo que llamar selección natural a la acción destructiva de los temblores sobre los edificios menos estables y luego creer que existe realmente una “cosa” que “selecclona” los edificios acorde con su nivel de organización. Esto sería atribuirles a los temblores una intención que éstos no tienen, ya que para seleccionar es imprescindible una intención. No. Los temblores — al igual que el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo — no seleccionan. Simplemente destruyen. Por eso es que lo que Oparin llama “selección natural” hay que llamar en realidad destrucción natural. ¡Ese es el nombre legítimo! Destrucción de los coacervados menos organizados por el bombardeo y agitación molecular de las sustancias del caldo primitivo. En otras palabras, destrucción del orden de los coacervados, por el desorden de las moléculas del caldo primitivo. ¿Y por qué no eliminamos la expresión selección natural y nos limitamos a decir que el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo destruye a los coacervados menos organizados? Lo cual es totalmente cierto y legítimo. Porque en el preciso momento que hacemos eso, se torna por demás evidente que la destrucción de los coacervados menos organizados, por el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo, no puede mejorar, complejizar, hacer progresar, en una palabra, perfeccionar a los coacervados. Sólo puede destruir los menos organizados, pero no puede perfeccionarlos, ya que para eso tendría que ser capaz de mejorar ese orden. De la misma manera que los temblores pueden destruir los edificios de mala calidad, pero ¡no pueden mejorarlos! Pero el absurdo no ha terminado lector. Pues fíjese que el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo — la “selección natural” que Oparin llama — destruiría los coacervados menos organizados. Con lo cual, repito, estamos de acuerdo. ¿Pero y a partir de dónde se habrían formado los coacervados? ¡A partir del movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo! De manera que el azar de los movimientos moleculares del caldo primitivo crearía, primero, coacervados más y menos organizados. Y luego ese mismo movimiento al azar — esta vez como “selección natural” — destruiría los menos organizados, “preservando” mediante “riguroso control”, “tan sólo” los “más perfectos”. En otras palabras: el azar, en un primer momento, sería capaz de crear algo tan perfecto que ni el mismo podría luego ser capaz de destruir (!). No me diga lector que esto no es una maravilla. En suma, después de quitar toda la hojarasca pseudocientífica y la tremenda confusión creada por el término “selección natural”, lo que queda de la tesis de Oparin — como la de todos los otros — es que las proteínas se habrían originado al azar. Y es que no hay escapatoria. Si se postula el origen de la vida — y de las proteínas por ende — a partir de la materia inanimada, se está postulando su origen al azar. La genialidad de Oparin consiste justamente, en enmascarar el azar, mediante el término selección natural. Porque si a cualquiera de nosotros nos dijeran que el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo puede crear orden, sabríamos a qué atenernos. Pero al decirnos que la “selección natural” lo hace, nos desorientan. Porque este término introduce — subrepticiamente — inteligencia en el sistema. Introduce un “telos”. Lo cual demuestra una vez más que — respecto del origen de las proteínas (y de la vida) — la única alternativa es o azar o inteligencia. No hay otra. Demostrada la no existencia de la selección natural de Oparin, los famosos coacervados siguen el mismo camino. Si el movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo puede generar orden, ¿para qué necesitamos los coacervados? Si no puede, ¿cómo habrían podido formarse aquéllos? En el primer caso, los coacervados son innecesarios. En el segundo, su formación es imposible. La tesis de los coacervados de Oparin es superflua, absurda y anticientífica. Todas estas contradicciones surgen — a mi modo de ver — de lo siguiente: Oparin, como brillante científico que es, ve claramente que las proteínas y ácidos nucleicos no pueden jamás aparecer espontáneamente, a partir del movimiento al azar de las moléculas del caldo primitivo. Pero, en razón de sus convicciones filosóficas, no puede resignarse frente a esta realidad. Por ello, mediante el término “selección natural”, personifica las fuerzas ciegas — por cuanto materiales — del medio ambiente. Las dota de intención. Y esto no es el producto de una simple confusión de Oparin. Esto es la consecuencia inexorable de su cosmovisión. Cosmovisión — el materialismo dialéctico — que realiza lo que Monod tan acertadamente llama la “proyección animista”. Es decir, la proyección — sobre la materia inanimada — del funcionamiento intensamente teleonómico, es decir, finalista, de nuestra propia mente. Por eso es que la “selección natural” de Oparin “explica” el origen de la vida. Porque tiene inteligencia… Oparin, como buen marxista, le atribuye a la materia inanimada propiedades que ésta no tiene. Y por esta misma razón — de orden filosófico — su respuesta frente a este problema es dialéctica y consiste en decir que las proteínas y ácidos nucleicos se habrían originado a partir de una suerte de “pre-células” (los coacervados), que si bien no eran todavía células propiamente dichas, participaban sí de algunos de sus atributos (la selección natural por ejemplo). De la interacción de estas “pre-células” con el medio ambiente — selección natural mediante — se habrían originado las proteínas y las células. Lo cual equivale en realidad a sostener que el origen de la vida hay que buscarlo en una forma de vida previa… Con lo cual estoy ciertamente de acuerdo, pero no en el sentido en que lo dice Oparin. Para no ser menos que este autor, yo también creo que la vida procede de la vida. Pero en un sentido que mucho me temo escandalizaría al insigne científico soviético. Porque la vida “originaria” — según Oparin — sería inferior, o sea menos “evolucionada” que la posterior. Pero esto es anticientífico por cuanto va en contra de la tendencia fundamental de la materia que — regida por las leyes de la termodinámica — tiende permanentemente a la degradación. Lo superior no puede originarse de lo inferior. Por mi parte estoy convencido de que la Vida originaria tiene que haber sido superior. Infinitamente superior… Estoy seguro que Oparin rechazaría esto categóricamente. IR A CONTENIDO . . TERMODINÁMICA Y LA GÉNESIS DEL ORDEN Según hemos visto, las proteínas no pueden originarse en forma espontánea a partir de la materia inanimada. Y esta imposibilidad no depende de una mera razón circunstancial. De la ausencia de algún modelo experimental adecuado, de la no disponibilidad de unos “cuantos” de energía más o menos, o de la falta de buena voluntad de nuestra parte que todo esto hubiera tenido lugar. No. Esta imposibilidad tiene que ver con razones muy profundas, que hacen a la esencia misma de las leyes que rigen la materia inanimada. Vale la pena entonces que examinemos, aunque sea en forma sucinta, la naturaleza de alguna de estas leyes. IR A CONTENIDO . . Las leyes de la termodinámica De especialísimo interés para el tema de la biogénesis, es el análisis de las leyes que rigen el comportamiento de la energía. Al ser todo lo que existe en el universo, una u otra forma de energía, y todo lo que acontece, un proceso de transformación de la misma, las leyes de la termodinámica — al determinar la tendencia fundamental de dichas transformaciones — constituyen, en realidad, las más básicas e importantes de todas las leyes físicas. Estas leyes de la termodinámica pertenecen a lo más riguroso y firmemente establecido de toda la ciencia moderna y su cumplimiento se ha verificado, desde el nivel de las partículas subatómicas, hasta el de las galaxias más lejanas. No existe ningún sistema, ningún proceso, ninguna dimensión, donde (se haya demostrado que) no se cumplan estas leyes. La 1ª ley es la de la conservación de la energía, que establece que la energía no se crea ni se destruye. Sólo se transforma. De manera que la energía total del universo es constante. La 2ª ley — particularmente significativa para el tema de la biogénesis — es la de la degradación de la energía, según la cual, en cada transformación que sufre la misma, hay una parte que se escapa — en forma de calor — y que ya no es posible volver a utilizar. Si bien la energía total del cosmos no varía, su disponibilidad disminuye en forma permanente. No existe — repito — ningún proceso espontáneo que podamos imaginar, en que no se cumpla esta ley. Si tomamos un leño y lo quemamos en la estufa, obtenemos calor, que podemos utilizar para pasarlo bien si hace frío, para hacer funcionar una caldera y efectuar un trabajo mecánico, o para calentar la pava del mate. Pero a partir de la ceniza, no podemos obtener el calor que obtuvimos a partir del leño. No hay forma. Ese calor se perdió para siempre. ¿Acaso desapareció ? No. Está en el cosmos. Pero ya no podemos volver a utilizarlo. No está disponible. Para designar esta energía que ya no está disponible, los físicos usan el término entropía. No existe ninguna transformación espontánea de energía, en que la entropía no aumente. Desde el péndulo que busca detenerse, el río que baja de la montaña, las reservas de combustible que se agotan y el sol que tiende a enfriarse. Esto último, de a poquito claro. Pero la ciencia nos dice que, inexorablemente, llegará un momento en que la energía disponible del sol se agotará y ese será el fin. Así es. Nuestro querido universo concluirá, nos guste o no, en una noche helada y sin término. (Esto no debe constituir motivo de alarma para nadie. Afortunadamente, no veremos ese horrible final. Mucho antes de que eso suceda, la 2ª ley de la termodinámica nos habrá transformado a todos nosotros en energía no disponible. No hay por lo tanto de qué preocuparse). Pero volvamos al ejemplo del leño en la estufa. La ceniza no sólo no tiene la energía del leño, sino que tampoco tiene — y por exactamente la misma razón — su organización, su estructura, su ordenamiento molecular. Por eso es que el leño tiene forma y la ceniza no . Otra manera entonces de formular la 2ª ley de la termodinámica es diciendo que en todo proceso espontáneo del mundo físico, el desorden siempre aumenta. O, lo que es lo mismo, que la materia siempre tiende a lograr un estado de mayor probabilidad. Precisamente. Porque los fenómenos de la materia dependen del movimiento desordenado y al azar de los átomos y moléculas. Y este movimiento, por su misma naturaleza, sólo puede generar mayor desorden. Y cuanto mayor desorden tiene un sistema, tanto más probable es. Y viceversa. Espontáneamente, el orden es improbable. Lo probable es el desorden. Una vez más, cualquier proceso material que podamos imaginar cursa con un aumento del desorden de sus elementos, con una pérdida de la forma, con un deterioro de la estructura. Los instrumentos se deterioran, los edificios y caminos se arruinan, los vehículos se desgastan, el metal se oxida, el vino se pica([37]), los billetes se arrugan (y las caras también), los dientes se caen, las arterias pierden elasticidad… Dejadas a sí mismas, las cosas siempre se deterioran. Porque la materia tiende inexorablemente hacia la desorganización, hacia el caos, hacia la degradación. En síntesis: la tendencia espontánea de la materia — regida por las leyes de la termodinámica — es siempre, de mayor energía a menor energía, o lo que es lo mismo, de menor entropía a mayor entropía; del orden al desorden; de lo improbable, a lo probable; de arriba a abajo; del desequilibrio al equilibrio; de la organización al caos; de lo superior a lo inferior; de lo inestable a lo estable; de lo difícil o lo fácil; de lo reactivo a lo inerte; de lo concentrado a lo disperso; de lo vertical a lo horizontal; de lo separado a la mezcla; de lo integrado a lo desintegrado; de lo orgánico a lo inorgánico; de la proteína a los a.a.; de la célula a sus componentes; de la vida a la muerte. Esta es la tendencia de la materia. Sólo el desconocimiento total de su naturaleza — propio de los materialistas — puede postular lo contrario. Es por estas razones que hemos visto, que la síntesis espontánea de una proteína a partir de la materia inanimada es imposible. Porque la síntesis de una proteína supone nada menos que la total reversión de la tendencia fundamental de la materia. Supone — ¡y a qué niveles! — disminuir la entropía, aumentar el orden, generar improbabilidad, producir desequilibrio. Por ello es que para obtener una proteína — sencillita nomás, como la insulina — un químico debe trabajar como negro, durante semanas en su laboratorio. Para revertir precisamente la tendencia espontánea de la materia, que va en sentido contrario. Pero según los teóricos de la biogénesis, ¡todo esto habría ocurrido en forma espontánea, en las aguas del océano primitivo! Vale decir, que en forma espontánea, se revertiría la tendencia espontánea de la materia hacia el desorden, hacia el equilibrio, hacia el aumento de la entropía. ¡Esto es esquizofrénico realmente! La tendencia de la materia no sólo no está en favor de la síntesis de una proteína, sino que está en contra. Los procesos materiales no sólo no generan orden: generan desorden. No es que la materia no ayude; entorpece. Proponer el origen espontáneo de las proteínas a partir de la materia inanimada es proponer una antinomia absoluta. Una contradicción total, irreductible, definitiva. No se trata de un error. Se trata de un absurdo. IR A CONTENIDO . . Los intentos por esquivar la ley de la entropía La mayor parte de los teóricos de la biogénesis espontánea se quedan callados como ostras, respecto de este problema de la termodinámica, no haciendo la más mínima alusión sobre el tema. Pero hay algunos que tratan de tomar al toro por las astas y compatibilizar, de alguna manera, los presupuestos teóricos de la biogénesis, con las implicaciones de la 2ª ley. A continuación haré un breve análisis de estas posturas que — como veremos — más parecieran ciertamente tomar al toro por otra parte. Así, algunos autores insisten, enfáticamente, en que esto del aumento de la entropía y el desorden se refiere sólo a los sistemas “cerrados” — es decir, sin influjo de energía del exterior — mas no a los sistemas “abiertos” a dicho influjo de energía, en los cuales no se cumpliría la ley. Pero esto no es cierto. En absoluto no lo es. En primer lugar tengamos presente que los sistemas “cerrados” son sólo una abstracción conceptual. En el mundo de la realidad ni siquiera existen, ya que todos los sistemas están abiertos, directa o indirectamente, a la energía del sol. Y en todos aumenta la entropía. En segundo lugar, el hecho de que para revertir la entropía haga falta un influjo de energía (sistema abierto) no significa que el influjo de energía — por sí mismo — revierta la entropía. Que el sistema sea “abierto”, es necesario. Pero de ninguna manera suficiente. Si dejamos un Fiat 600 a la intemperie — esto es, constituyendo un sistema perfectamente abierto al influjo de abundante energía del sol — durante unos 50 años, ¿aumenta o disminuye la entropía del Fiat? ¿Aumenta o disminuye su ordenamiento molecular? Después de 50 años, ¿encontramos un Fiat Regata, o un montón de hierros viejos? ¿Que encontramos?([38]) . Y sin embargo éste es un sistema perfectamente “abierto”. No. La reversión de la 2ª ley, esto es la disminución de la entropía, el aumento del orden y de la improbabilidad, no se logra con apelar simplemente a un sistema “abierto”. Porque al postular un sistema abierto, lo único que estamos haciendo — repito — es postular un influjo de energía al sistema. Y como habíamos visto al tratar de la síntesis de las proteínas, la sola energía no basta. Hay que rectificar esa energía. Es decir, darle dirección. Quitarle el carácter anárquico — y por ende destructivo — que la energía fisicoquímica, siguiendo la 2ª ley, espontáneamente tiene. Una vez más: para ser capaz de generar orden (revertir la entropía), la energía tiene que seguir especificaciones de cómo aplicarse. Tiene necesariamente que haber un programa, un plan, un proyecto, que indique lo que se debe hacer. Y además un mecanismo para aplicarla. De otra manera, la energía es destructiva. Hace falta — como habíamos visto — una energía teleonómica. Es decir, que “sepa” adónde tiene que llegar y de qué manera debe hacerlo. Esto es lo que acontece en los seres vivos, gracias al programa inscripto en los genes y a la maravillosa maquinaria metabólica de que disponen. Todo lo cual les permite captar energía del medio ambiente y revertir (temporariamente) la entropía, creando y manteniendo el orden de sus moléculas constitutivas([39]). Pero insisto: esto acontece únicamente en los seres vivos, cuya ley fundamental es justamente la teleonomía. ¡Pero no puede acontecer — en forma espontánea — a nivel de la materia inanimada, cuya ley fundamentales la entropía! No es el mero influjo de energía lo que genera orden en un ser vivo. Es la teleonomía del ser vivo, la que utiliza dicha energía para crear orden. O mejor dicho, es el ser viviente — gracias a sus mecanismos teleonómicos — quien es capaz de revertirla entropía, utilizando la energía del medio ambiente. Está claro, por consiguiente, que un ser vivo — capaz de revertir la entropía — es un sistema abierto. Pero pretender que con sólo ser abierto, un sistema puede revertir la entropía, es un postulado rayano en la imbecilidad. Otros autores tratan de resolver el problema, que para la génesis del orden representa la ley de la entropía, apelando al tiempo. Así — nos dicen — si bien la 2ª ley de la T. D. hace que la aparición espontánea de orden en la materia inanimada sea muy poco probable, en caso de que hubiera mucho tiempo a disposición, ya no sería tan improbable. Si el argumento anterior (el de los sistemas abiertos) era rayano en la imbecilidad, este otro, en cambio, entra en plena jurisdicción de ella. Ya hemos analizado esta falacia, en oportunidad de la síntesis de las proteínas, por lo que no es necesario insistir. Simplemente digamos — volviendo al ejemplo del Fiat — que en lugar de dejarlo a la intemperie durante 50 años, lo dejamos 500. En la esperanza de que aumente su ordenamiento molecular… Si a un fenómeno material le aumentamos el tiempo, sólo obtenemos más de lo mismo. El tiempo, al fin y al cabo, es una función de la materia. Más aún. El mismo concepto de tiempo implica la acción, sobre la materia, de la 2ª ley de la T. D. Precisamente, medimos el tiempo por el aumento de la entropía de un sistema: la cuerda de un reloj que se desenrolla, perdiendo su energía inicial. El tiempo no puede revertir la ley de la entropía, por la muy excelente razón de que se trata ¡de la misma entropía en acción! Algunos autores dicen que quizá, en algún lugar del cosmos, esta ley podría no cumplirse y que allí la materia inanimada tendiera a crear orden. Esto supongo que es perfectamente posible. Pero además de que sería irrelevante — ya que estamos hablando de la biogénesis en la tierra — , toda la evidencia de que disponemos indica que las leyes de la T. D. se cumplen en todo el universo conocido. Si en algún recoveco del cosmos esto no es así, habría que preguntárselo a un extraterrestre. (Podríamos encargarle esta tarea a Sagan, que está que se sale de la vaina por comunicarse con ellos). Otros autores sostienen, en cambio, que si bien esta tendencia de la materia se manifiesta en la actualidad, en todo el universo conocido, no sabemos que siempre haya sido así. Podría ser — dicen — que los fenómenos materiales del universo en su totalidad y las leyes que los rigen, fueran a manera de gigantescas ondulaciones, de millones de años de duración, y que lo que ahora vemos de la acción de dichas leyes fuese simplemente la parte descendente de una de estas ondulaciones. Y que en otros tiempos — en la parte ascendente de la onda — esta leyes generasen orden. Una vez más, es perfectamente posible que esto haya sido así. El problema con este postulado es que no es científico. La ciencia se basa en la evidencia. Es decir, en lo que se ve. Y lo que vemos nos indica que la tendencia actual de la materia es hacia el desorden. Que esto haya sido siempre así no lo sabemos. En realidad — y más allá de que este postulado no sea científico — al sostener que la ley de la entropía podría no haber estado siempre en acción, los expertos en el tema han realizado un nuevo y significativo aporte a nuestra interpretación del cosmos. Efectivamente. No se podría en absoluto descartar que haya habido una hermosa edad, en que no existía en la materia esta tendencia hacia el caos y la degradación. Donde reinaba el orden. Donde todo era armonía y belleza. Y que luego, en algún momento, haya comenzado a actuar esta ley — que más que ley parecería una maldición — con su secuela de desorden, dolor y muerte. Y espinas. Pero no creo que los autores que postulan que la ley de la entropía no habría actuado siempre estuviesen de acuerdo con esto. Pondrían el grito en el cielo… Otros autores, finalmente, tratan de resolver el dilema planteado por la 2ª ley de la T. D., diciendo que si bien esta ley establece la tendencia al desorden y el aumento de la entropía, podrían ocurrir — a nivel molecular — fluctuaciones en sentido contrario. Esto es, que generasen orden y disminución de la entropía. Como la 2ª ley de la T. D. — al igual que todas las leyes físicas — está formulada en términos estadísticos y describe el comportamiento global de enormes cantidades de átomos y moléculas, no se podría descartar que aun cuando el conjunto — siguiendo la 2ª ley — fuera hacia un estado de mayor entropía, probabilidad o desorden, no se podría descartar, digo, que algunos átomos se desviasen fugazmente de la dirección del conjunto y generasen orden. Vale decir que unos pocos átomos y moléculas, desviados fugazmente de la tendencia del conjunto, podrían generar orden, a pesar de que el conjunto genera desorden. En otras palabras: las desviaciones de la norma posibilitarían lo que la norma no permite. ¡Las fluctuaciones serían más importantes que la ley! Yo creo sinceramente que acá lo único fluctuante es el juicio de estos autores. Y no precisamente hacia la disminución de la entropía. No sólo no existe la más remota evidencia experimental de que las supuestas fluctuaciones puedan generar orden (revertir la entropía), sino que, además, este postulado de las fluctuaciones es simplemente absurdo, de no existir un mecanismo capaz de trabar y sumar estas fugaces desviaciones hacia el orden. Sería lo mismo que pretender recoger agua con un recipiente sin fondo. Por otra parte, si las fluctuaciones — esto es, las excepciones — de las leyes físicas son las que habrían producido orden y en última instancia vida, ¿qué pasa, entonces con el postulado básico de las hipótesis de biogénesis espontánea, en el sentido de que la vida se explica como consecuencia de las leyes del mundo físico? IR A CONTENIDO . . Biogénesis y cristalización Sin embargo, lector, hay después de todo una instancia, en que las fuerzas de la materia inanimada producen orden. Habrá que resignarse. Pero es así. Si tomamos una sustancia como la sal de cocina en solución y la desecamos — o enfriamos — , las moléculas de sal precipitan, formando cristales uniformes, que poseen una estructura definida. Vale decir, las moléculas se ordenan en un diseño geométrico determinado. No hace falta decir que este asunto de la cristalización ha suscitado un profundo fervor entre los teóricos de la biogénesis, por cuanto representa indudablemente un ejemplo de la aparición espontánea de orden, en la materia inanimada. Como el origen de la vida — de una proteína digamos — supone también la aparición de orden en la materia, entonces — según estos autores — en el fenómeno de la cristalización residiría, en alguna manera, el secreto de la biogénesis. Y el entusiasmo es generalizado. Para comenzar en forma suave, digamos que el fenómeno de la cristalización no tiene absolutamente nada que ver con la biogénesis. Es sólo un típico ejemplo de la mentalidad reduccionista que caracteriza a muchos científicos consistente en tomar elementos homólogos, aislarlos de su contexto y ensamblarlos en una categoría “semejante”, mediante un falso silogismo. Un ganso tiene plumas; el plumero también. Luego ganso y plumero son semejantes. El orden de un cristal no tiene nada que ver con el orden de una proteína. Son dos cosas diametralmente opuestas. Un cristal es una cosa completamente inerte, en perfecto estado de equilibrio, donde no tiene lugar ningún proceso, y que posee mayor entropía que la solución de donde precipitó. Es un estado más probable que la solución madre y un producto totalmente predecible de la acción de la 2ª ley de la T. D. ¿Que tiene que ver esto con una proteína, que es la negación de cada una de las características enumeradas anteriormente? Un bebé y un anciano no tienen dientes. Por consiguiente — de acuerdo con esta forma de razonar — estaríamos en presencia del mismo fenómeno. Pero no estamos en presencia del mismo fenómeno. Uno es vida que comienza y el otro es vida que termina. Uno está disminuyendo la entropía y al otro la entropía lo está disminuyendo. Uno va para arriba y el otro va para abajo. Lo que importa no es el hecho aislado — la ausencia de dientes — sino la dirección de las fuerzas que producen el hecho. Que son las que le dan significación al mismo. La estructura definida (orden) de una molécula de proteína obedece a fuerzas completamente distintas de las que producen la estructura definida de un cristal. En la proteína, el orden representa una reversión de la entropía, un aumento del desequilibrio un estado poco probable. En el cristal en cambio, el orden representa un aumento de la entropía, el logro del equilibrio, un estado probable. En la proteína, el orden es la consecuencia de fuerzas que van para arriba. En el cristal, el orden es la consecuencia de fuerzas que van para abajo. No es que haya aquí una diferencia de grado. La hay de naturaleza. Pretender que ambos fenómenos son semejantes es mucho más grave que confundir gordura con hinchazón. Es confundir un gordo con un barril. IR A CONTENIDO . . ORDEN, ORGANIZACIÓN, MORFOGÉNESIS El equivoco suscitado por el orden de un cristal, respecto de la biogénesis, se explica por el hecho de que esta palabra, orden, tiene, en realidad, muy distinta significación, según que la usemos en referencia a la materia inanimada o a la materia viviente. Orden, en sentido fisicoquímico, es sinónimo de regularidad, homogeneidad, equilibrio, simetría. En sentido biológico, en cambio, orden es sinónimo de diferenciación, heterogeneidad, desequilibrio, asimetría. En una palabra: orden, en sentido fisicoquímico, significa uniformidad. Pero orden, en sentido biológico, es todo lo contrario de uniformidad. En sentido biológico, orden significa organización. Organización que define tanto al ser viviente, como a sus productos. Es por ello que la materia inanimada se puede dividir, sin perder su naturaleza. Porque es uniforme. Es decir, es todo lo mismo. Es homogénea. Su estructura está basada en la repetición. Pero la materia organizada (viviente o no) no se puede dividir sin perder su naturaleza. Porque no es uniforme. Es heterogénea. Su estructura está basada en la complementación. Si a una roca le sacamos un pedacito, obtenemos un trozo de materia que es tan roca como aquélla de donde la sacamos. Participa de sus mismos atributos. Es exactamente la misma cosa, sólo que de menor tamaño. Pero si a un perro le sacamos una pata, ¡no obtenemos la misma cosa! Y quien dice un perro, dice una proteína. Si a una proteína le sacamos un pedacito, obtenemos un trozo de materia que no participa de los mismos atributos que la proteína de donde la sacamos, ya que estos atributos son patrimonio de la molécula entera y no de sus partes. Una proteína — como toda cosa organizada — no puede fragmentarse sin destruirse, ya que todas las partes se necesitan entre sí y no tienen significación fuera del todo. Esto tiene, como consecuencia directa, que en la materia inanimada, conocer una parte no sólo es conocer todas las partes, sino también conocer el todo. Que no es sino la repetición de partes iguales entre sí. Pero en la materia organizada, conocer una parte no sólo no es conocer todas las partes, sino que aun conociendo todas las partes, no conocemos el todo. Que se basa en la complementación de partes distintas. No es necesario que pongamos como ejemplo un ser viviente, o una proteína. Pensemos simplemente en un motor desarmado (en el caso de que no sepamos de mecánica), o en los pedazos de una estatua, cuya forma no conociéramos. En el mundo de la materia organizada, hay que conocer primero el todo, para poder interpretar las partes. Hay que conocer el todo, para poder ensamblar las partes. Hay que conocer el todo, para fabricar las partes. Hay que concebir primero el todo, para luego concebirlas partes. De manera que en la materia organizada, el conocimiento del todo, no sólo es distinto, sino además anterior, al conocimiento de las partes. Esto es así, repito, porque en la materia inanimada la estructura está basada en la repetición de las partes. Y esta repetición no agrega nada nuevo a lo que ya teníamos. El todo es la suma de las partes ¡El todo es las partes! Un trocito de mármol de 1 cm. es — en este sentido — exactamente igual que uno de 1 km. Pero en la materia organizada, el todo no es igual a la suma de las partes. Es superior. Es una cosa nueva. Supone algo más. Ese algo más es la idea del conjunto. Aquello para lo que el todo ha sido hecho. La finalidad con vistas a la cual han sido creadas las partes. Es decir, el fin. Por ello es que organizar implica estructurar y armonizar las partes de un todo, con vistas a un fin. No puede existir una organización sin un fin preconcebido. Es decir, sin un “telos”. En toda organización — desde una proteína hasta un club de barrio — es imprescindible conocer el fin, antes de comenzar a actuar. En otras palabras: para que aparezca una organización, debe necesariamente existir una inteligencia que conciba el fin con anterioridad. De otra manera es imposible. Y esto demuestra una vez más lo absurdo de pretender explicar el origen de la vida, a partir de la materia inanimada. Porque la vida — una proteína, digamos — representa un altísimo grado de organización de la materia. Organización que — como vimos — implica armonizar, integrar, coordinar, disponer las partes de un todo, con vistas a un fin previamente concebido. Y las leyes de la materia inanimada no pueden concebir un fin (!). No pueden pensar. No son depositarias de un proyecto. ¡No son teleonómicas! Y al no ser teleonómicas, no pueden crear una organización. Insisto. Aquí no se trata de que las probabilidades sean más o menos remotas; de si hay o no energía del sol; de si disponemos de muchos millones de años o de un poquito de lava ardiente para unir algunos aminoácidos. Aquí se trata de dos mundos diferentes! ¿En qué forma habrá que explicar esto para que los “cráneos” entiendan? Las fuerzas de la materia inanimada no necesitan saber adónde van, ni qué efecto producen. Obedecen sólo a su tendencia hacia el equilibrio, el desorden, el aumento de la entropía. Y para que se manifieste esta tendencia, sólo hace falta un desnivel: de mayor energía a menor energía (de menor entropía a mayor entropía). El agua que baja de la montaña; la vela que se consume; la comida que se enfría; el helado que se derrite. El agua que baja de la montaña no tiene por qué ir a un sitio determinado. Simplemente baja. Obedece a su tendencia, basada en el desnivel. Desde el punto de vista físico, no importa a qué lugar vaya. El asunto es que baje. Que logre el nivel. Que aumente su entropía. Pero para lograr un efecto determinado — ¡y ni qué hablar cuando ese efecto es una organización! — , las fuerzas que actúan no pueden obedecer simplemente a una tendencia basada en un desnivel, sino a una intención, basada en un designio. La tendencia no sabe adónde va. Es una deriva. Obedece a una inclinación. La intención necesita saberlo. Es un encaminarse. Obedece a una determinación. La tendencia impulsa; la intención dirige. La tendencia es general; la intención es particular. La tendencia uniformiza; la intención discrimina. La tendencia es una propensión; la intención es un propósito. La tendencia no puede dejar de ir de arriba hacia abajo. Como el agua. La intención puede ir de abajo hacia arriba. Como el pez. La tendencia produce únicamente efectos homogéneos. Sólo una intención puede producir efectos heterogéneos. ¿Qué quiere decir esto de homogéneo y heterogéneo? Es muy simple. Un curso de agua, por ejemplo, actuando sobre una roca, la desgasta. Pero no cambia su naturaleza. Sigue siendo roca. Del mismo género (homogéneo). Es decir del mismo origen (genus). Por eso es que no tenemos ni siquiera un nuevo sustantivo para designarla. Sólo un adjetivo: “desgastada”. Pero si un escultor actuando sobre una roca la desgasta en forma de estatua, estamos en presencia ahora de algo muy diferente. En este caso ha cambiado la naturaleza de la roca. Aunque la estatua tenga la misma composición físico química de la roca, ya no es de su mismo género. Es heterogénea. Ha aparecido algo nuevo. Que es justamente la forma de la estatua. Forma que hace que la estatua esté compuesta de partes diversas. A diferencia de la roca, que es uniforme. Por eso es que si le sacamos un pedacito a una estatua, no obtenemos una estatuita, sino una parte de ella, que sólo tiene significación si está incluida con el resto. Sola, no nos sirve para nada. El trocito que obtenemos, si bien participa del ser material de la estatua — la roca — no participa de los atributos de la estatua. La razón por la que esto es así, resulta evidente. La estatua tiene una forma determinada que la hace ser tal y el trocito de roca, no. Y la forma de la estatua es una cosa total. Ahora, el análisis fisicoquímico de la roca no puede explicar la forma de la estatua. No puede ni comenzar a hacerlo. Son dos cosas de naturaleza diferente. La forma de la estatua no es atribuible a las mismas fuerzas que produjeron la roca desgastada. Tiene distinta génesis. Es una forma que ha sido impuesta desde afuera([40]). Es un diseño. Y un diseño supone un designio. Para lo cual hace falta una inteligencia. Pero dejemos de lado este ejemplo, que es muy obvio (aunque del todo pertinente) y supongamos ahora que tenemos otro tipo de diseño. La casita de un hornero, por ejemplo. ¿Pueden las fuerzas de la materia inanimada construirla? ¿Acaso no hay disponibles en la naturaleza, cualquier cantidad de tierra, agua, briznas de pasto, etc., es decir todos los elementos materiales que los científicos han demostrado rigurosamente componen la casita del hornero?. ¿Acaso no hay abundante provisión de energía sol? (sistema “abierto”). ¿Acaso no existen vientos de suficiente intensidad, como para hacer “fluctuar” las partículas de polvo y elevarlas hasta la altura de las ramas? ¡Que perspectivas para una hipótesis de nidogénesis espontánea! Y sin embargo, ¿pueden las fuerzas de la materia inanimada construir la casita? Obviamente no. Porque lo fundamental de la casita, no es la materia de que está hecha, sino la forma que tiene, que la hace heterogénea respecto de la materia inanimada. Forma que no se origina a partir del barro, o de las briznas de pasto, o de la energía del sol, sino que es impuesta por el hornero. Forma que es un diseño. Y como tal, producto de un designio y de una inteligencia. ¿Pero es que acaso tienen inteligencia los horneros? Bueno, eso depende de la amplitud que le demos al término. Obviamente no la tienen, en el sentido abstracto, consciente, simbólico, propio del ser humano. Pero sin duda que tienen algo análogo a una inteligencia, que es su instinto. Es decir, una intención, no reflexiva, que los guía para hacer lo que hacen. No “entienden”, pero “saben”([41]). En resumen: la casita del hornero es una forma incorporada a una materia, Es una materia organizada. Toda materia organizada supone un ser viviente. Toda materia organizada supone alguna forma de inteligencia. Es inútil que utilicemos los más refinados métodos fisicoquímicos para analizar la materia de la casita del hornero, mientras no hagamos referencia a su forma. Ningún análisis fisicoquímico nos va a ilustrar sobre esta forma, porque ella no depende de la materia, sino que es impuesta — por el hornero — desde afuera. Y esto es así, porque en la materia inanimada, lo fundamental es la materia. Pero en la materia organizada, lo fundamental es la forma. O, lo que es lo mismo, que en la materia inanimada lo fundamental es la sustancia. Y en la materia organizada, lo fundamental es la organización. Una vez más, dejemos este ejemplo y vayamos a otro. Esperando, lector, sepa disculpar la reiteración, vamos a hablar otra vez de las proteínas. Como se dará cuenta, desde el principio de este trabajo estamos girando sobre el mismo tema. Primero analizamos los problemas fisicoquímicos que planteaba la síntesis de las proteínas. Luego examinamos la cuestión del origen del orden, a partir de las leyes fundamentales que rigen la materia inanimada. Y aquí finalmente, estamos analizando el mismo problema, desde un ángulo mucho más importante, cual es el del mero sentido común y la significación elemental de los conceptos. Por ello es conveniente, a esta altura del análisis, que consideremos a las proteínas desde una perspectiva algo diferente. Desde una óptica no propiamente científica, sino más bien estética. Haciendo hincapié en el todo, más que en las partes. En la forma, más que en la materia. En la organización, más que en la sustancia. Esto es fundamental. Porque decir que una proteína está compuesta por tales y tales a.a., con un peso molecular x, y una velocidad de sedimentación z, es contar sólo una pequeña parte de la historia. Es cierto — como habíamos visto — que una proteína está compuesta por determinados a.a., que deben unirse en una secuencia específica. Pero no por ello debemos pensar que la molécula de proteína es como una ristra de salame, en el sentido de una estructura longitudinal, con sus a.a. ensamblados unos detrás de los otros. No. La molécula se pliega y adopta una forma espacial — tridimensional — de una increíble complejidad (y belleza), que es justamente la que le permite cumplir con sus funciones. La rigurosa especificidad de acción de las proteínas se basa precisamente en la capacidad que tienen de reconocer a otras moléculas, gracias a su configuración espacial. Esta configuración espacial, esta forma — específica para cada proteína — es tan perfecta, su estructura está determinada con tanto detalle, que las variaciones en la posición de cada uno de los miles de átomos que la componen, ¡no pueden ser mayores que algunas fracciones de Angström!([42]) Esto es increíble. Pero real. Como en la tele. De manera que las proteínas son estructuras altamente organizadas. De una complejidad asombrosa. Son una forma, incorporada a una materia. O, si se prefiere, son una materia, determinada por una forma. ¿Y de qué depende esa forma? Depende de la secuencia de los a.a. en la molécula. Determinada secuencia, produce determinada forma. Rigurosamente. Existe algo, a nivel de las propiedades químicas de los a.a., que hace que cuando están unidos en determinada secuencia producen, automáticamente, determinada forma. Por ello es que para sintetizar una proteína, no sólo hay que ensamblar a.a. (con toda la dificultad que esto ya implica desde el punto de vista termodinámico), sino determinados a.a., en un orden específico. Y las leyes fisicoquímicas — por sí mismas — no pueden explicar esto. No pueden en términos absolutos. Así como habíamos visto que durante la formación del cloruro de sodio (ClNa), por ejemplo, es indistinto qué molécula de Cl se une con qué otra de Na — ya que todas las moléculas de Cl, por una parte, y todas las de Na, por otra, son idénticas entre sí y el producto final es uniforme (todas las moléculas de ClNa son también idénticas entre sí) — durante la síntesis de una proteína, en cambio, no es para nada indistinto qué a.a. se une con qué otro. ¡Deben hacerlo en una secuencia específica! En un orden riguroso. Porque los a.a. no son iguales entre sí y el producto final no es una estructura uniforme, sino organizada. ¡Y cómo podrían las fuerzas de la materia inanimada explicar la génesis de una organización! La causalidad mecánica — propia de la materia inanimada — es una causalidad lineal, repetitiva, no discriminativa. Es una tendencia. Sólo puede producir uniformidad. Para ser capaz de producir una organización. la causalidad tiene que ser recíproca, complementaria, discriminativa. Tiene que ser capaz de elegir, disponer, armonizar, prever. Para esto hace falta una intención. Hace falta un “telos”. En el caso concreto de la síntesis de una proteína, es imprescindible entonces discriminar cuidadosamente qué a.a. se une con qué otro. Para ello hay que conocer de antemano esa secuencia. Y conocerla en su totalidad. La idea de la molécula completa debe presidir la reacción. Es decir, debe existir previo a la misma. Como en toda organización, debe necesariamente existir alguna forma de inteligencia que conciba el fin — la idea de la molécula completa — para que aparezca una proteína. ¡Pero los aminoácidos no tienen inteligencia para concebir ese fin! Como sin el conocimiento previo del fin no puede haber organización, y como los a.a. no la tienen, hace falta entonces que una información — donde esté contenido ese fin — actúe durante la síntesis de una proteína, seleccionando y armonizando los a.a. con vistas a ese fin. Es imprescindible — repito — que una información específica interfiera la espontaneidad de la reacción y determine el tipo y la secuencia de cada uno de los cientos o miles de a.a. que componen una proteína, transformando así una reacción fisicoquímica — basada en el azar — , en una reacción biológica — basada en la teleonomía. Si no existe esta información específica que interfiera las uniones espontáneas — esto es, al azar — de los a.a., no hay síntesis de proteínas. Cuando una proteína es sintetizada en el laboratorio, esta información es introducida en la reacción por el químico que la lleva a cabo, quien tiene en su mente — hasta el último detalle — la idea de la proteína completa. Cuando una proteína es sintetizada por una célula, la información es provista por las enzimas encargadas de ello, quienes la reciben a su vez del código genético. ¿Y en el caso de las primeras proteínas? ¿Cómo se habrían producido estas secuencias específicas, sin químicos y sin células? Esta pregunta no tiene respuesta desde el punto de vista científico. Sólo puede ser de carácter conjetural. Pero si su paciencia todavía resiste, estimado lector, en el próximo capítulo haremos algunas reflexiones al respecto. IR A CONTENIDO . . ¿CÓMO SE HABRÍAN ORIGINADO LAS PRIMERAS PROTEÍNAS? Si bien no podemos decir cómo fue que se originaron las primeras proteínas, sí podemos decir cómo se originan en la actualidad, e inferir, a partir de ello, cómo podría haber sido durante la biogénesis. Como usted sabe, en la actualidad esto es sumamente fácil. Para eso están las células que las producen a una velocidad vertiginosa. Jamás sucede — en toda nuestra experiencia científica — que las proteínas aparezcan solas, sin células que las produzcan. De manera que la primera y fundamental premisa a tener en cuenta es que no pude haber proteínas sin células que las produzcan. Si en el curso de este trabajo hemos analizado los problemas que plantea la aparición espontánea de las proteínas, ello sólo ha sido a los fines del argumento. Es decir, para demostrar que — aun aceptando la premisa fundamental de las hipótesis de b. e. de que la vida se habría originado como consecuencia de la acumulación progresiva y al azar de los elementos químicos de una célula — estas hipótesis, repito, no pueden siquiera explicar el origen de las sustancias químicas de la vida. Pero ahora que ha llegado el momento de hablar en serio y dejarse de fantasías, la primera y fundamental premisa que nos brinda el conocimiento científico de la naturaleza es la que apunté arriba: NO PUEDEN EXISTIR PROTEÍNAS SIN CÉLULAS QUE LAS PRODUZCAN. Algún lector me dirá, ¿pero acaso no se pueden sintetizar proteínas en el laboratorio, sin células? Desde luego que sí. Pero además de que el científico que realiza la síntesis es también un conjunto de células (y a algunos les encanta creer que no son nada más que eso), en una síntesis de laboratorio siempre se utilizan enzimas extraídas de células. O copiadas previamente de las enzimas de una célula. O sea que, directa o indirectamente, siempre necesitamos células, para fabricar proteínas. La síntesis de las proteínas es un proceso de extraordinaria complejidad, que constituye una verdadera maravilla de cibernética molecular. En este proceso interviene la célula en su totalidad. Membranas, maquinaria metabólica, enzimas, ácidos nucleicos, etc. La organización y sincronización de este proceso es tan formidable, que la más sofisticada de las computadoras es apenas un juego de niños, comparada con la perfección de este mecanismo. A los fines de nuestra argumentación, vamos a aislar conceptualmente y analizar uno de los elementos fundamentales de este proceso. El más importante desde el punto de vista de las implicaciones teóricas que plantea. Me refiero al problema de la información biológica. Como hemos visto en repetidas oportunidades en el curso de este trabajo, las formidables dificultades que plantea la síntesis de las proteínas se resuelve en última instancia en un problema de información. Información para explicar la dirección de la energía durante la síntesis; información para lograr la asimetría óptica; información para especificar la secuencia de los aminoácidos, etc. Durante la síntesis proteica en el laboratorio, esta información la provee la inteligencia del científico que dirige la reacción([43]). Previo habérsela apropiado mediante el estudio de las proteínas sintetizadas por las células. En el caso de la célula, en cambio, esta información está contenida a nivel de las moléculas del ácido desoxirribonucleico (ADN), localizadas en el núcleo de la célula. Aquí está atesorada toda la información necesaria para la síntesis de las proteínas y, a través de esta síntesis, la información contenida en el ADN, controla todas las estructuras y funciones celulares. Vale decir que toda la estructura y el funcionamiento de una célula — la “vida” en última instancia — , están rigurosamente programados a nivel de la información que poseen las moléculas del ADN. Es innecesario aclarar que las hipótesis de biogénesis espontánea deben, naturalmente, postular también la aparición — al azar — de las moléculas del ADN, con toda su información (!!). De manera que el pobre Azar no sólo debe arreglárselas para sintetizar proteínas; también ácidos nucleicos… Como pretender que no sólo las proteínas, sino también los ácidos nucleicos, aparezcan espontáneamente, pareciera ser — incluso para los científicos evolucionistas — una píldora bastante difícil de tragar, la mayor parte de los autores optan por no decir esto demasiado explícitamente. Pero de vez en cuando hay científicos que se juegan y lo dicen con todas las letras. Sagan es uno de ellos. Este autor dice que el antepasado (?) del ADN, es decir una molécula capaz de reproducirse por sí misma, apareció un día en la sopa prebiótica “por puro accidente”([44]). Vale decir que la colisión al azar de las moléculas del caldo primitivo produjo — con los consabidos millones de años, claro — un ácido nucleico (!). Completito. Cargado de información. Listo para autorreproducirse. Se da cuenta, lector, qué fácil. No hay ninguna necesidad de devanarse los sesos. Una vez más, el Azar lo hace todo. Le aclaro que no es que yo piense que esto se trata de un error. En mi modesta opinión, se trata de un disparate. Un error es un fallo en el raciocinio, un defecto de la razón. Pero aquí no hay un defecto de la razón, sino una ausencia total de ella. Para comenzar digamos que no existe ninguna molécula autorreplicativa. En el sentido de una molécula que, abandonada a sí misma, pueda replicarse. Esto es puro cuento. El ADN se autorreplica dentro de la célula. O mejor expresado, la célula se reproduce, replicando — haciendo copias — de su ADN. Hablar de la “autorreplicación” del ADN como de algo autónomo, que podría ocurrir independientemente de una célula (o de un químico que mediante complejísimas reacciones de laboratorio provea las condiciones necesarias para ello), es una completa falacia. Pero la confusión de estos autores está a un nivel mucho más profundo. A nivel del concepto mismo de la teoría de la información. Como la información de la molécula del ADN tiene estrecha analogía con un lenguaje — de hecho es un lenguaje, ya que utiliza “palabras” compuestas por letras químicas, que son sus bases nitrogenadas — es conveniente que analicemos sucintamente algunos aspectos básicos de la relación entre lenguaje e información. Es decir, entre el mensaje o código que constituye la información y el medio material que la transmite. Y el punto fundamental a destacar es que toda información se transmite a través de un ordenamiento de la materia, pero no tiene su esencia en dicho ordenamiento. Si escribimos la palabra ADIÓS, por ejemplo, estamos transmitiendo una información, a través del ordenamiento de las moléculas de tinta — el medio material — que forman las letras A-D-I-Ó-S. Las letras son un ordenamiento de la materia. Es decir, una disposición poco probable de las moléculas de tinta. Por eso es que las letras no pueden aparecer espontáneamente. Para ello es imprescindible ordenar la tinta en una forma específica. Si se nos derrama el tintero, no se forman las letras. Precisamente, usamos ordenamientos poco probables de las moléculas de tinta, para que no se nos confundan las letras con una mancha de tinta. Vale decir, para preservar la información de la espontaneidad de los fenómenos materiales — una mancha — que por su misma naturaleza tienden a generar desorden y a deteriorar por consiguiente la información. De manera que en la palabra ADIÓS, para volver al ejemplo de arriba, tenemos un ordenamiento poco probable (en realidad, altísimamente improbable) de las moléculas de tinta, que transmite una idea, un concepto, una información. Pero atención que no se trata “simplemente” de un problema de ordenamiento molecular. Con todas las formidables dificultades de orden fisicoquímico que ello implica. Porque con el mismo grado de ordenamiento molecular — las mismas letras — podemos escribir la palabra DIOSA, por ejemplo, y transmitir una información completamente distinta. Y también podemos escribir OSDIA o ASIOD (y así doce “palabras” más) que no tienen ningún sentido. Al menos en castellano. Y esto es así, repito, porque la información utiliza un orden material para vehiculizarse, pero no se confunde con él. La información “cabalga”, por así decir, sobre un medio material ordenado en forma altamente improbable pero su sentido, su significado, no se origina en el. Ningún análisis químico que realicemos de las moléculas de tinta de una palabra nos dará la menor idea sobre el significado de esta palabra. Porque el significado de una palabra se basa en una convención. No se origina a partir de las moléculas de tinta, sino de afuera de ellas. Es algo impuesto desde afuera sobre dichas moléculas. Arbitrariamente. Esto es precisamente, lo que los lingüistas llaman el carácter arbitrario del signo lingüístico. Pretender explicar el origen de la información que vehiculiza el ADN, a partir del análisis químico de sus moléculas, es como pretender explicar el significado de una palabra, a partir del análisis químico de las moléculas de tinta (!). Esta es la confusión capital de los teóricos de la biogénesis espontánea. Identificar la información del ADN, con el vehículo material que la transporta. Por eso es que para estos científicos, el problema del ADN se reduce a una cuestión química. Es decir, a tratar de explicar desde el punto de vista fisicoquímico, la formación de la molécula del ADN. Y así, los mismos disparates que se proponen para “explicar” la aparición de las proteínas (azar, millones de años, descargas eléctricas, etc.), se proponen también para explicar la aparición de los ácidos nucleicos (ADN). Y de la misma manera que en forma espontánea no puede aparecer ni un aminoácido ópticamente activo, así tampoco puede — en forma espontánea — aparecer ni siquiera un nucleótido (unidad de construcción de los ácidos nucleicos). Pero insisto. Además de esta imposibilidad de orden fisicoquímico y termodinámico, la molécula del ADN plantea un problema que es de otra naturaleza. Y que es el problema específico de la información. Pretender explicar esto mediante la química, es simplemente no entender de qué se trata. O en su defecto, entenderlo demasiado bien… Porque una información, un código, un mensaje, supone — inevitablemente — la acción de una inteligencia. Es absolutamente inconcebible el origen de una información, sin una inteligencia para crearla. Y esto es lo que los expertos en biogénesis no se resignan a “entender”. Pues esa inteligencia, obviamente, habría sido una inteligencia pre-biológica; es decir, que existió antes que la vida y que creó la información necesaria para la aparición de aquélla. De la misma manera que el plano es anterior al edificio — que no es sino su materialización — así también el código de la vida y la inteligencia que lo creó son anteriores a la vida misma. Conclusión ésta verdaderamente horripilante para muchos científicos, que están más dispuestos a aceptar la cuadratura del círculo, que este postulado — especulativamente imprescindible — de una inteligencia anterior a la vida. Es importante señalar que, en la opinión de los más destacados biólogos — Monod, por ejemplo — la estructura del código genético es químicamente arbitraria([45]). Es decir que no existe ninguna razón química que explique la secuencia específica de los nucleóticos en la molécula del ADN. Con lo cual este autor concluye que la formación de las primeras secuencias — durante la biogénesis — debió ser producto del azar (!). ¡Pero esto es un desatino! El carácter arbitrario del código genético, vale decir, la ausencia de razones químicas que expliquen la secuencia específica de los nucleótidos, ¡se debe precisamente a que se trata de un lenguaje! Lenguaje que supone — inevitablemente — arbitrariedad en sus signos e inteligencia en su formación. Como sabemos, por otra parte, que esa inteligencia o teleonomía no existe en la materia inanimada, nos vemos obligados a postular entonces que provino desde afuera de ella. Vale decir, que en algún momento, esa inteligencia, teleonomía, logos o como queramos llamarlo, tiene necesariamente que haberse introducido desde fuera del sistema, complejizando la materia, para producir el nivel de organización necesario para la vida. En resumen : el origen de la vida es inconcebible, a menos que una inteligencia haya actuado sobre la materia organizándola. Y con esto no creo estar proponiendo sino el orden lógico de los hechos. De la misma manera que cuando vemos — no digamos una computadora — mas una simple punta de flecha, concluimos, lógicamente, que una inteligencia ha debido actuar sobre la materia para producir esa forma. Aunque no hayamos visto esa acción. Aunque no sepamos quién lo hizo, ni los métodos que utilizó. No obstante concluimos, sin ningún drama, que una inteligencia ha debido actuar sobre la materia para producir esa forma. Es precisamente lo que conocemos sobre la acción de las fuerzas naturales, lo que nos indica que una punta de flecha no es debida a la acción de esas fuerzas. Es precisamente lo que sabemos de las leyes fisicoquímicas, lo que nos indica que la vida no ha podido originarse por la acción de dichas leyes. Existe aquí una discontinuidad que sólo la inteligencia puede salvar. Desde luego que esta conclusión establece evidentísimas consecuencias de orden filosófico. Pero el planteo en sí de la inteligencia como explicación del origen de la vida, es estrictamente racional. En el sentido de ser una conclusión lógica e inevitable basada en el conocimiento que tenemos de las leyes del mundo físico. Nos consta — por la experiencia de laboratorio — que si una inteligencia actúa sobre la materia, se puede producir algo aproximado a la vida (una proteína digamos). Por consiguiente, si las leyes de la naturaleza no han cambiado, entonces la única conclusión lógica es que una inteligencia debió actuar sobre la materia para producir la primera manifestación de vida. Esto es lo que indica la experiencia de laboratorio. Esto es lo que indica el funcionamiento de una célula. Esto es lo que indica el sentido común. Negar la inteligencia y postular el azar para explicar el origen de la vida obedece, en cambio, a las exigencias dogmáticas de una filosofía materialista. Pero hay más aún. Según habíamos visto, en el mundo de la materia organizada — viviente o no — el todo es superior y anterior a las partes. ¿Pero acaso no se fabrican primero las partes de un motor, por ejemplo antes de armar el motor? ¿Es decir, que primero existirían las partes y luego el todo? Efectivamente. Pero la idea del todo — en la mente del fabricante — precede y determina la fabricación y el ensamblado de las partes. Por eso es que las partes de un motor pueden existir antes que el motor mismo, ¡pero no antes que el fabricante! De manera que sigue siendo cierto que en la materia organizada, el todo — al menos la idea del todo — precede a las partes. Pero distingamos. En la materia organizada no viviente, el todo es anterior a las partes en sentido conceptual o, si usted prefiere, ontológico. Pero en el sentido material y cronológico, las partes existen antes que el todo. En un motor, las partes son fabricadas primero y ensambladas después. Pero en el ser vivo, las partes son fabricadas y ensambladas simultáneamente. Ontológicamente, el todo sigue siendo anterior a las partes. Pero cronológicamente, son simultáneas. ¡Las partes no pueden existir antes que el todo! Esto es así, porque en un motor, por ejemplo, la forma es impuesta desde afuera. En el ser viviente, en cambio, la forma es generada desde adentro. En la materia organizada no viviente, el “telos” está afuera. En el ser viviente, el “telos” está adentro. En la materia organizada no viviente — un motor, para seguir con el ejemplo — las partes son pasivas, el ensamblado es progresivo y el todo recién comienza a existir al final de la operación. En el ser viviente, las partes son activas, el ensamblado es simultáneo y el todo existe desde el principio. He aquí, una vez más, la razón por la que las proteínas no pueden existir antes que la célula. Esto, que es de elemental sentido común, encuentra su más acabada confirmación en los brillantes descubrimientos de los últimos años sobre el mecanismo de acción del código genético y su relación con la síntesis de las proteínas. Porque hoy sabemos que si bien la información inscripta en la molécula del ADN, antecede conceptualmente a la síntesis de proteínas — es decir, al mecanismo básico de la vida — esta información necesita, para poder traducirse, la presencia simultánea de ciertas enzimas — o sea proteínas — ¡que sólo son producidas por la información contenida en el ADN! Como dice Monod, la información del ADN no tiene validez si no se traduce y esta información sólo puede ser traducida por los productos de la propia traducción (!!). Vale decir, que ADN y proteínas traductoras del mensaje del ADN están en causalidad recíproca. Ambos son imprescindibles y ninguno puede darse sin el otro. Esto es sencillamente maravilloso y la demostración más contundente sobre el carácter absurdo e irracional de las hipótesis de biogénesis basadas en la acumulación progresiva y al azar de los componentes químicos de las células. Pues quiere decir entonces que el cierre de este círculo — ADN y proteínas traductoras — sólo puede haber sido simultáneo. Pero hablar de ADN y proteínas traductoras en causalidad recíproca es — repito — sólo una abstracción. Formidable en cuanto a las implicaciones teóricas que plantea, pero abstracción al fin. Porque — como habíamos visto — ADN y proteínas traductoras no pueden tampoco existir ni actuar aisladamente. En la “sopa pre-biótica” por ejemplo. Para poder hacerlo necesitan, imprescindiblemente, una serie de complejísimas cadenas enzimáticas — ordenadas en el tiempo y en el espacio — y de una complicada maquinaria metabólica que provea la energía teleonómica necesaria para efectuar estas reacciones. Y esta complicada maquinaria metabólica exige, además, un sofisticado y delicadísimo sistema de membranas, para separar compartimientos y proveer superficies de reacción. Y las membranas suponen, además de proteínas, la presencia de carbohidratos y lípidos complejos — al igual que otras sustancias — que no existen en la materia inanimada y que son sintetizadas también por el ADN a través de las enzimas traductoras y efectoras. Y finalmente es imprescindible que todo lo anterior esté perfectamente coordinado para que funcione como un todo. Es decir, para que funcione simplemente. Porque esto, o funciona como un todo, o no funciona en absoluto. Y cuando tenemos toda esta maravilla funcionando, entonces tenemos una célula. Lo cual significa — para horror y escándalo de los expertos en biogénesis — que la célula tiene, necesariamente, que haber aparecido de repente. Completa. Perfecta. Funcionando. Viviente. No hay escapatoria. Le aclaro lector que no se trata simplemente de que yo crea que ésta es la conclusión más racional y coherente. Estoy convencido que es la única. ¿Y cómo se explica esta aparición súbita, completa, funcionante de la célula? Científicamente esto no tiene explicación. No puede tenerla. Pierden el tiempo — y la sensatez — los expertos en biogénesis. ¡Es imposible explicar el origen de la vida a partir de los elementos químicos que la componen! Y esta imposibilidad no depende del estado actual de nuestros conocimientos. En el sentido de que el avance científico pudiera explicarlo en el futuro. No. Es precisamente el formidable avance científico de los últimos años — especialmente en el campo de la biología molecular — lo que hace imposible dicha explicación. Que en la época de Darwin se pudiera especular muy suelto de cuerpo, sobre el asunto de la lagunita con algunas sales de nitrógeno y de fósforo, como “explicación” del origen de la vida, vaya y pase. Seguir con este cuento hoy — porque en sustancia es el mismo cuento, un poco más remozado — es una verdadera burla a la inteligencia. Lo que el progreso científico en el campo de la biología ha hecho es tornar cada vez más ilusoria — hasta el punto del ridículo y la insensatez — este tipo de “explicaciones”. No se trata de que la ciencia no pueda todavía explicar el origen de la vida. Lo que realmente no se puede explicar es que todavía haya científicos que acepten la biogénesis espontánea. Porque el verdadero conocimiento científico indica la absoluta imposibilidad de que la vida pueda haberse originado al azar, a partir de la materia inanimada. Por ello es que los científicos que ven con claridad del problema, como Monod, por ejemplo, se dan cuenta perfectamente que las leyes de la materia inanimada no conducen a la vida. (Como creen, anticientíficamente, Oparin, Teilhard de Chardin y otros). Que la vida es un fenómeno impredecible a partir de dichas leyes. Una novedad absoluta. Tan “probable” que aparezca en forma espontánea, como que el Aconcagua se eleve espontáneamente en el aire y comience a danzar el vals “Sobre las Olas”. Como Monod es ateo, no le queda otra escapatoria que refugiarse en el azar. Pero como las leyes de la materia inanimada se basan — como habíamos visto — en el movimiento al azar de los átomos y moléculas y Monod es consciente de esto, recurre entonces al sofisma de decir que el origen de la vida fue un fenómeno único. Y sobre fenómenos únicos la ciencia no puede decir nada. Es decir, no puede refutarlos. No puede decir que es imposible que existan o hayan existido. Pero esto, como dije, es un sofisma de Monod. Porque el origen de la vida es efectivamente un fenómeno único en cuanto a su significado. ¡Pero no en cuanto a su mecanismo! Que involucra millones de hechos concatenados. Piense, lector, simplemente en la suma de hechos necesarios para sintetizar una proteína. Multiplique esto por uno o dos mil proteínas de tipo diferente y específico. Agréguele los ácidos nucleicos (!!). Los carbohidratos, los lípidos, las membranas, etc. Millones y millones de hechos concatenados. ¿A qué fenómeno único se refiere Monod? En suma: el origen de la vida es un misterio absoluto. Un enigma impenetrable. Frontera última del conocimiento. Infranqueable. Inabordable. Inalcanzable. Lo único que racionalmente podemos decir, es que este origen tiene que haberse dado como un todo desde el principio y que detrás de ese origen tiene, necesariamente, que haber existido una Inteligencia de orden extramaterial. Aquellos a quienes un prejuicio materialista impide considerar esta posibilidad, están condenados irremediablemente a creer en la biogénesis espontánea. Aquellos, en cambio, que están libres de este prejuicio, podrán analizar objetivamente las dos alternativas y optar por la que posea mejores títulos racionales. IR A CONTENIDO . . CONSIDERACIONES FINALES Cerca ya del final, quisiera hacer algunas reflexiones sobre el tema, que no se refieren al aspecto científico de la biogénesis, pero que hacen sí al trasfondo humano de la cuestión. Durante la elaboración de este trabajo, frecuentemente me he preguntado: ¿cómo es posible que los expertos en biogénesis — y numerosos científicos en general — afirmen tan rotundamente esta absurda y anticientífica tesis de la que la vida se habría originado espontáneamente a partir de la materia inanimada? ¿Cómo puede ser que no digan una palabra — especialmente cuando hablan o escriben para el gran público — sobre las colosales dificultades que el origen de una simple proteína plantea? ¿Cómo se explica que científicos de calibre — que debieran saber mejor que nadie — pretendan “resolver” este tremendo enigma, recurriendo a los millones de años, la lava hirviendo, algún cristal de cuarzo, o tonterías por el estilo? ¿Es esto ciencia? Más pareciera inconsciencia. Entendámonos. No es que me parezca cuestionable que crean en la biogénesis espontánea. Y traten de “demostrarla”. Sí me parece cuestionable en cambio — y mucho — que presenten esta creencia como “ciencia”. Porque no lo es. Más aún. Esta absurda creencia en la biogénesis espontánea está absolutamente en contra del verdadero conocimiento científico. Presentarla como “ciencia” ante un público no especializado y desprevenido es una verdadera impostura. ¿Y por qué esta convicción de muchos científicos respecto de la biogénesis espontánea? ¿Por qué tanto fervor biogenético? ¿Cómo se explica que ni siquiera vean las dificultades inherentes al tema? Porque el conocimiento debe lógicamente agudizar la visión. Es como una lupa. Nos ayuda a ver. Y al ver, se hacen más obvias las dificultades; más patentes los problemas. Pero en este tema pareciera que es al revés. Pareciera que el conocimiento oculta los problemas, borra las dificultades, elimina los interrogantes. Como el conocimiento no puede jamás hacer esto, y como estos autores tienen muchos conocimientos, sólo me resta concluir que esta negativa a ver los problemas es resultado de un prejuicio. Materialista en este caso. Porque creo que está claro que el que rechaza la posibilidad de la acción de una Inteligencia de orden extramaterial durante la biogénesis, no puede aducir ninguna razón científica o racional para ello. ¡Todo lo contrario! Cuando estos científicos rechazan dicha posibilidad, lo hacen por razones de orden estrictamente filosófico. Lo cual, en tanto opinión personal, es del todo legítimo naturalmente. Lo que es ilegítimo es no reconocer esto francamente e incluso aducir razones científicas (!). En otras palabras: al científico que, debido a sus convicciones filosóficas, ha descartado cualquier posibilidad de la acción de una Inteligencia extramaterial durante la biogénesis, no le queda otra opción que sostener — a capa y espada — que la vida se originó espontáneamente a partir de la materia inanimada. Postura — insisto — completamente legítima, en tanto opinión personal. Por absurda que sea. Pero presentar esta opinión como basada en la “ciencia”, ante un público indefenso, es un verdadero abuso. Tratado de esta forma, el tema de la biogénesis pasa a ser una excusa para predicar una cosmovisión materialista. Esto no significa, desde luego, que los científicos que esta postura sostienen, sean miembros activos y conscientes de una especie de conspiración materialista dirigida a lavarnos el cerebro. Claro que no. Aunque en algunos casos sea efectivamente así — de lo cual tampoco me cabe duda — creo que la mayoría de los sofistas de la biogénesis espontánea son simplemente ciegos. O mejor dicho enceguecidos por un prejuicio materialista. Tampoco debemos olvidar que en este tema hay muchos científicos que simplemente no saben de qué están hablando. Para adentrarse en el meollo de la biogénesis, hay que ser capaz de manejar ideas. Y los científicos, en general, no están programados para eso. Lo están para manejar observaciones, mediciones, experimentos, cálculos, y a lo sumo razonamientos. Pero ideas, poco. Los científicos que menciono en el prólogo. por ejemplo, manejan ideas. Monod también. Oparin maneja ideología (que es distinto). Los demás expertos en biogénesis son, en general, sólo científicos. Alguien podría objetar que el científico necesita — por una razón de método — asumir, taxativamente, que todos los fenómenos bajo análisis deben ser de orden exclusivamente material. No estoy para nada seguro de que esto deba ser así. Pero de todas maneras, aceptemos que sea así. Sin embargo, el origen de la vida — como hemos visto — escapa al método científico. Es ilegítimo, por consiguiente, aplicar los cánones del método científico a lo que está fuera de ese método y que es esencialmente especulativo. Una cosa es excluir lo extramaterial del método científico y otra, excluirlo de la realidad. Hay quienes sostienen que la hipótesis materialista del origen de la vida (esto es la hipótesis de biogénesis espontánea) es nociva desde el punto de vista religioso, pues le haría a la gente perder la fe. Puede que esto sea así efectivamente. Pero personalmente creo que lo que la hipótesis materialista del origen de la vida le hace perder a la gente, no es tanto la fe, sino en todo caso, la razón. Lo que la hipótesis de biogénesis espontánea erosiona fundamentalmente no es la religión sino el cerebro. En el sentido de que desordena la mente. Al fin y al cabo, la fe — por definición — trasciende la razón y su esencia está, necesariamente, mucho más allá de cualquier hipótesis científica. Además, siendo Dios causa primera, uno puede aceptar la hipótesis de b. e. y — sin hilar demasiado fino — ser creyente. Lo que no puede en cambio hacer es aceptarla e hilando fino, ser coherente. La religión puede darse el lujo de no ser racionalista. Pero la ciencia debe necesariamente serlo. Si alguien dice que existe el alma, por ejemplo, la ciencia no puede probar ni refutar este aserto. Pero si decimos que los aminoácidos en una proteína se pueden unir en una secuencia específica, en forma espontánea, estamos obligados a demostrarlo científicamente. O al menos, proponer una explicación coherente. Si no tenemos esta explicación. ni tampoco la suficiente honestidad científica para decir “no se sabe”, vamos a terminar haciendo lo que los teóricos de la b. e. Esto es, tratar de buscarle la vuelta al asunto para “demostrar” lo que queremos demostrar. De ahí salen los “argumentos” que hemos visto: el azar, los millones de años, los sistemas abiertos, la lava ardiente, las fluctuaciones, los coacervados, o cualquier otra idiotez disponible, a fin de “explicar” lo inexplicable. Con lo cual se perjudica la ciencia. O mejor, el cerebro de los científicos. Y de todos aquellos que — en este tema — toman demasiado en serio a los científicos. Este afán de los expertos en biogénesis por “explicar” a toda costa es altamente sospechoso. Denota falta de límites. Y la ciencia es limitación. Indica que se está tratando de “probar”. Cuando la ciencia consiste en tratar de refutar. Trasunta fervor. Y la ciencia es objetividad. Desde luego que toda especulación — y sobre todo de biogénesis — supone, naturalmente, aventurarse más allá de lo conocido y aceptado. Pero una cosa es especular y, otra, tocar la mandolina. Hay especulaciones y especulaciones. Y las de un científico deben, necesariamente, estar limitadas por el conocimiento que tiene de la naturaleza y de sus leyes. Este es uno de los inconvenientes del conocimiento. Que siempre limita. En el sentido de que impide decir cualquier cosa. Para el tipo de “esclarecimiento” que nos infligen, con toda impunidad, muchos expertos en el tema, sería mucho mejor que nos dejasen en la ignorancia. ¡Pero muchísimo mejor! Pues siempre es más difícil llegar a la verdad a partir del error, que a partir de la ignorancia. Aprender es fácil. Lo difícil es desaprender. Nada hay más peligroso para la mente que el error. Por ello que siempre es preferible la falta de conocimientos, que el falso conocimiento. De la misma manera que es mejor ayunar que ingerir veneno. La falta de conocimientos engendra ansias de conocer y humildad. El falso conocimiento engendra conformismo y, frecuentemente, soberbia. De más está que le aclare, lector, que este opúsculo no ha sido escrito para los expertos en biogénesis (¡más vale!), ni tampoco para los científicos en general, que defienden la hipótesis de biogénesis espontánea. Con ellos es casi imposible la discusión racional sobre el tema. Saben demasiado y es muy difícil que entiendan nada. Si un científico, en conocimiento de todas las dificultades planteadas, opta por seguir diciendo que la vida fue producto del azar, no hay ya ningún argumento racional que uno pueda presentarle. De la misma manera que ningún argumento racional sería efectivo, frente a una persona que se empeñara en sostener que la catedral de Córdoba fue producto del azar. Frente a esto, cualquier argumento es inútil. Por ello, lo único que cabe — y que es lo que ha motivado estas páginas — es proteger a los inocentes, inmunizándolos contra disparates como éste de la biogénesis espontánea. Dije a los inocentes y no a los ignorantes. Estos — ¡alabado sea el Señor! — no necesitan protección. Al no tener su juicio deformado por la “cultura”, no es tan fácil embaucarlos. Por inocentes me refiero a los jóvenes estudiosos, del secundario o la universidad (sobre todo a los buenos alumnos que son los más expuestos), a los adultos con inquietudes culturales, a los que leen los diarios y revistas “serias” (y les creen), o a los que ven “Cosmos” (¡y también le creen!). Gracias a Dios, en este tema es muy fácil inmunizar. Basta con mostrar claramente el problema y cualquier persona sensata sabe a qué atenerse. Toda la estrategia de los expertos en biogénesis consiste en ocultar la verdadera naturaleza del problema, sus dificultades inconmensurables, sus enigmas impenetrables, merced a un lenguaje complejo, difícil, lleno de tecnicismos y vacío de contenido. Cosa de que nadie entienda nada y nadie cuestione nada. Lo que los expertos en biogénesis sostienen es tan insensato, que la mejor refutación consiste simplemente en explicitarlo. IR A CONTENIDO . . EPÍLOGO Lector: De la misma manera que en el prólogo me tomé la libertad de recomendarle que bajo ningún concepto había que aceptar — sin previo análisis crítico — lo que los científicos dicen, así también quiero pedirle ahora, encarecidamente, que no acepte una palabra de lo que aquí ha leído, sin someterlo a un examen crítico riguroso. Ya sé que no soy científico, pero no por eso estoy exento de decir disparates como el mejor de ellos. Es más, como hipótesis de trabajo, usted debe tratar de demostrar que la tesis aquí expuesta es errónea. Esta es la esencia del método científico. Tratar de refutar una tesis.. No tratar de confirmarla. Para ello — en caso de que no tuviera conocimientos específicos sobre el tema — deberá hacer lo mismo que tuve que hacer yo. Estudiar, pensar, copiar… Después de eso, créame que ya no tendrá ninguna importancia lo que aquí haya leído. Usted sabrá del tema, tanto o más que quien esto escribe y podrá formar su propio criterio. Que es lo que importa. Si este trabajo ha contribuido a su esclarecimiento sobre el problema del origen de la vida, deseo una vez más recordarle que el mérito pertenece, en lo inmediato, a los autores mencionados en el prólogo, que a través de sus obras han brindado la sustancia intelectual de los argumentos aquí desarrollados. Y en lo mediato — y fundamental, por cierto — de la verdad. Por ser tan simple, tan clara, tan racional y tan hermosa, que hasta los de más humilde entendimiento podemos comprenderla. Mi único aporte personal es el de haber intentado ser lo más claro y didáctico posible en la presentación del tema. Si en ocasiones mi crítica le ha parecido excesivamente mordaz y agresiva, espero no lo tome a mal. A manera de disculpa debo decir que en este trabajo he tenido que asumir la poco recomendable tarea de adoptar una postura crítica, frente a autores de fama y prestigio internacionales. Eximios investigadores en sus temas específicos. Y cuando un pigmeo se enfrenta con un gigante — por elementales razones de estatura — a veces sólo le queda golpear en las “canillas”. Es innecesario aclarar que el cuestionamiento realizado a estos autores se refiere exclusivamente al tema de la biogénesis. De ninguna manera a la capacidad, integridad y conocimientos de los científicos criticados, en sus áreas específicas. Pero lo blanco es blanco y lo negro, negro. Y el prestigio de un autor, por eminente que sea, no es razón suficiente para aceptar lo contrario. ¡Que lindo sería que fuese de otra manera! Pero lamentablemente no lo es. Por eso es que cuando un científico — por más premio Nobel que sea — dice que lo blanco es negro, que el cuadrado es redondo, o que la vida se originó espontáneamente a partir de la materia inanimada, tenemos el sagrado derecho — y deber — de plantear nuestro desacuerdo. Y esto, por si hiciera falta aclararlo, no constituye una falta de humildad. Muy por el contrario. Esta es la verdadera humildad. Decir lo que uno entiende es la verdad, aun cuando no coincida con la autoridad Si es cierto que la realidad es la única verdad, no lo es menos, que la verdad es la única humildad. Y si uno entiende que ha visto la verdad, debe decirlo con toda la voz que tiene. Aun a riesgo de parecer petulante. Porque el que cree estar diciendo la verdad está más allá, no sólo de la soberbia, sino también de la modestia. La modestia es pensar: qué pequeño soy. La soberbia es pensar: qué grande soy. La humildad es pensar: qué grande es la verdad. Y olvidarse de todo lo demás. De la fama, de los prestigios, de las autoridades y — lo que es más importante — del temor de hacer el ridículo. Por eso es que en el curso de este trabajo no he vacilado en criticar — a veces duramente — a autores eminentes, pero que entiendo están equivocados. Eso no significa que no los admire y que no deseara ser un poquito de lo dedicados e inteligentes que son ellos. El que estén irremediablemente equivocados en el tema de la biogénesis no disminuye — en otros sentidos — sus méritos. Todo es Gracia, decía León Bloy. Supongo que equivocarse también. Ya en el final, quisiera una vez más reiterar que no tengo ninguna autoridad para escribir sobre el tema. Por consiguiente, los argumentos aquí expresados sólo tendrán el valor que por sí mismos merezcan y no, en absoluto, por quién los ha presentado. Esta es una de las desventajas de no ser autoridad: que los argumentos deben valer por sí mismos… Pero es una gran ventaja desde el punto de vista del lector, ya que le otorga plena libertad frente al autor. De disentir, de corregir, de criticar. De mandar a paseo incluso, si así lo estima conveniente. Si a algún lector pudiera parecerle inapropiado que un don nadie se permita corregir a una autoridad, debo recordarle aquello de que un enano, parado sobre los hombros de un gigante, ve más que el gigante. Sobre todo si el gigante tiene los ojos vendados. Vale más — infinitamente más — un burro rebuznando la verdad, que mil genios predicando sofismas. Esto quizá constituya un cierto motivo de escándalo, para quienes creen que el descubrir la verdad debe, necesariamente, ser una consecuencia de los méritos de un autor. Pero esto no es cierto. Descubrir la verdad, es esencialmente un don. Para el cual nunca tenemos méritos suficientes. Un científico eminente e inteligentísimo puede no descubrir la verdad en toda su vida. Un diletante cualquiera puede tropezar inmerecidamente con ella. No me explico por qué esto es así. Pero es así. De todas maneras, las personas no interesan. Todos somos barro. Proteínas si usted quiere. Lo importante es la verdad. Y el camino para llegara ella. El resto es vanidad de vanidades. IR A CONTENIDO . . Notas [1] Algunos autores prefieren el término “abiogénesis” para referirse al origen de la vida a partir de la materia inanimada. [2] George Wald, “The Origin of Life”, Sci. Amer., 191, 45 (1954), p. 46. [3] Georges Salet, Azar y certeza, ed. Alhambra, 1975, p. 38. [4] Los conocimientos científicos actuales no sugieren la existencia de una “fuerza vital” en los seres vivos. Pero esto no constituye una refutación en sentido estricto. [5] Hablo naturalmente de la finalidad universal o extrínseca. No de la finalidad intrínseca a los seres vivos, que sí forma parte de la ciencia. Quizá no de su método, pero sí de sus conclusiones. El ojo está hecho para ver. [6] Jacques Monod, El Azar y la necesidad, Tusquets Editores, 1984, ps. 125 y 157. [7] G. G. Simpson, El sentido de la evolución, Eudeba, 1977, p. 13. [8] Vaciedades en este contexto. La evolución — de existir — no sería un mecanismo. Y lo que hay que explicar es justamente dicho mecanismo. O sea, cómo fue que se unieron las moléculas para formar una célula. Decir que “la evolución” lo hizo, es no decir nada, o peor aún, es proponer una pseudoexplicación que oculta el problema. Pues si decimos que la evolución explica la organización de las moléculas hasta producir la célula — esto es, la evolución química o molecular — en realidad estamos diciendo que la evolución explica la evolución. Una tautología. Hablar, por otra parte, de selección natural durante la organización de las moléculas para producir células — esto es, antes de la aparición de ellas — es totalmente ilegítimo, ya que la selección natural es un proceso que sólo tiene lugar si hay reproducción; es decir, si ya hay células. ¡Las moléculas no pueden experimentar selección natural! Esto es un absurdo! [9] Richard Dickerson, Evolution (A Scientific American Book), 1978, p.37. [10] A. Oparin, Origen de la vida sobre la Tierra, Ed. Tecnos, 1979, ps. 131 y 146. [11] P.H. Abelson, Proc. Nat. Acad. Sci., 55, 1966, p. 1365. [12] R. T. Brinkman, J. Geophys. Res., 74, 1969, p. 5355. [13] C. F. Davidson, Proc. Nat. Acad. Sci., 53, 1955, p. 1194. [14] Para formarse, una molécula de glicina necesita 1.000.000 de cuantos de energía; para destruirse, 1 solo (!). De manera que el ritmo de destrucción de la glicina es un millón de veces más intenso que el de su producción. No hay que extrañarse entonces de que en el experimento de Miller, los a.a. deban ser retirados inmediatamente del sistema, una vez formados. [15] D. E. Hull, Nature, 186, Nº 4726, 1960, p.693. [16] Si usted lector no sabe fisicoquímica, no se aflija. Yo tampoco. [17] Richard Dickerson, Evolution (A Scientific American Book), 1978, p. 40. [18] Ibíd. [19] Ibíd. [20] Ibíd. [21] Sidney Fox y K. Harada, J. Amer. Chem. Soc., 82, 1960, p. 3745. [22] C. Matthews y R. Moser, Nature, 215, 1967, p. 1230. [23] Aclaro que lo de los miles de millones de años, es sólo una conjetura basada en la hipótesis evolucionista. No es el resultado de una medición, sino de una cosmovisión. No es una datación. Es una suposición. Y mejor aún, una necesidad especulativa. Hace algunos años, cuando recién comenzaban a vislumbrarse las formidables dificultades que plantea la biogénesis, los teóricos de la misma calculaban que ella habría necesitado 1 ó 2 mil millones de años para llevarse a cabo. Actualmente se postulan 3 ó 4 mil. Me imagino que en un par de años más serán 6 ó 7. ¡Ni que fuera la deuda externa argentina! A los fines del argumento — y para seguirles un poco la corriente a los teóricos de la b. e. — aceptaremos los 3 ó 4 mil millones de años propuestos. Por una parte, porque para los motivos de este trabajo, no tiene realmente ninguna importancia cuándo se originó la vida, ni cuánto demoró para ello, sino cómo lo hizo. Por la otra, entiendo que la b. e. es tan imposible en 3 mil, como en 300 mil millones de años. De manera que no hay problema en aceptar los 3 ó 4 mil millones. Aunque, repito, ello no significa que estos millones de años sean reales. [24] Esta cifra 1080 es producto de un cálculo matemático, que tomo — casi textualmente — del libro Azar y certeza de G. Salet. Para efectuar este cálculo vamos a suponer que tenemos a disposición, para la biogénesis, toda la edad de la Tierra, que se estima seria de aproximadamente 5 mil millones de años, vale decir — redondeando cifras 1018 segundos. Supondremos también, que en los procesos de la biogénesis hubiesen intervenido todos los átomos que componen el globo terrestre (lo cual obviamente no es el caso). El peso de la Tierra se estima seria de 1027 gramos. En cada gramo de materia hay aproximadamente 1024 átomos. Por consiguiente, la cantidad total de átomos del planeta seria de 1051. Por otra parte, un enlace químico no puede establecerse o romperse, en menos de 10 -14 segundos, que es el tiempo que se calcula demoraría un electrón para dar una vuelta completa alrededor del núcleo, en la órbita más cercana al mismo. De manera que en un segundo, sólo podrían ocurrir 10 14 enlaces químicos, por cada átomo. En suma : — Cantidad de átomos intervinientes: 1051 — Tiempo a disposición (en segundos): 1018 — Acontecimientos químicos posibles ( por segundo y por átomo): 10 14 Multiplicando estas cifras (es decir, sumando los exponentes), obtenemos 10 83 . Aproximadamente 1080 sería entonces la cantidad máxima de reacciones químicas que podrían haber ocurrido en la Tierra, en toda su historia. Por consiguiente, un fenómeno que requiriese una cantidad de probabilidades más grande que esta cifra, para tener lugar, sería estadísticamente imposible. De todas maneras, lo que realmente quiero significar con este cálculo, es que 3 ó 4 millones de años también plantean límites a la especulación. No permiten cualquier cosa, como algunos autores dan a entender. [25] Carl Sagan, Cosmos, ed. Planeta, 1985, p. 38. [26] James Coppedge, Evolution : Possible or Impossible?, Zondervan (USA), 1980, p. 74. Coppedge es director del Centro de Investigaciones de Probabilidad en Biología, de Northridge, California. Aquellos a quienes interese el enfoque estadístico de este problema (y que gusten de los números…), se darán un verdadero festín con esta magnifica obra. Por cierto que las conclusiones de Coppedge son categóricas en este sentido. El origen espontáneo de las proteínas es absolutamente imposible. [27] J. Monod, El azar y a necesidad, Tusquets Editores, 1984, p.154. [28] T. Dobzhansky, La evolución, la genética y el hombre, Eudeba, 1966, p. 20. [29] T. de Chardi, El grupo zoológico humano, Taurus, 1967, p. 32. [30] C. Sagan, Cosmos, ed. Planeta, p. 30. [31] A. Oparin, Origen de la vida sobre la Tierra, ed. Tecnos,1979. Todas las citas que haré en este capítulo, pertenecen a esta obra. Salvo que especifique lo contrario, los énfasis y los paréntesis de las citas son míos. La suspicacia para analizarlas también. [32] Obra citada, p. 204. [33] Obra citada, p. 228. [34] George G. Simpson, El sentido de la evolución, Eudeba, 1977, p. 152. [35] Ernst Mayr, Animal Species and Evolution, Harvard University Press, p. 184. [36] A los fines del argumento estoy aceptando la idea implícita en el razonamiento de Oparin, de que a mayor organización de un coacervado, mayor estabilidad. Pero esto sólo a los fines del argumento. En la realidad ello no tiene por qué ser necesariamente asi. Y puede muy bien ser a la inversa. ¿Que estructura tiene mayor organización, una flor o una piedra? ¿Cuál es más estable? [37] Para evitar que el vino se pique, hay que bebérselo todo antes que la entropía nos lo arruine. [38] En realidad no encontraríamos nada, ya que sería muy poco probable que alguien no hubiera decídido dismínuir la entropía de su patrimonio, aumentando la del nuestro. [39] En los seres vivos y en sus productos, claro, que no son sino la proyección, sobre la materia inanimada, de la teleonomia de aquellos. El ser viviente puede crear orden, dentro y fuera de si mismo. Una máquina, un panal de abejas, un edificio, un libro, lo que usted quiera. En el caso de un libro, la reversión de la entropía se logra a expensas de un aumento de la misma en el cerebro del autor. (¡Y frecuentemente también en el lector!). [40] En realidad, nos corregiría un estudiante de filosofía, la forma ha sido educida desde afuera. Estaba adentro en potencia. El escultor la actualiza, quitando el exceso de roca. [41] Algo semejante les ocurre a muchos científicos e intelectuales en general, que saben, pero no entiende. [42] Angström: diez millonésima de milímetro. [43] A menos que se trate de un partidario de la biogénesis espontánea, en cuyo caso supongo que mezclará todos los aminoácidos y se irá luego a tomar mate, hasta que la proteína se forme por sí sola… [44] Carl Sagan, Cosmos, ed. Planeta, 1985, p, 30. [45] Jacques Monod, El azar y la necesidad, Tusquests Editores, 1984, p. 155.
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