El Apocalipsis según Leonardo Castellani
					Título: El Apocalipsis según Leonardo Castellani
Autor: R. P. Alfredo Sáenz, S. J.
Contenido:
Introducción
I. Apocalipsis y la Teología de la Historia
1. Tipo y Antitypo
2. El estilo profético
3. Los signos de los tiempos
II. Las reluctancias frente al Apocalipsis
III. El Apocalipsis como drama
1. Cristo y El Dragón
IV. La victoria de Cristo y el Milenio
1. El Caballero del Blanco Corcel
2. La Primera Resurrección
3. El Milenio
a. El Séptimo Milenio
b. Tipos de Milenismo
c. El Reino de Cristo
V. El último remezón
VI. Ni optimismo ni pesimismo, sino esperanza
 
Introducción  En  nuestro libro El fin de los tiempos y seis autores modernos (Asociación  pro-cultura occidental, A.C., Guadalajara 1962, 402 pgs.), expusimos el  pensamiento sobre este tema en los escritores Dostoiewski, Soloviev,  Benson, Thibon, Pieper y Castellani. En esta breve obra presente  reproducimos sólamente el último capítulo, que expone lo que el P.  Leonardo Castellani nos dice acerca de las ultimidades de la historia.  Los cuatro primeros pensadores aludidos, Dostoievski, Soloviev, Benson y  Thibon, se expresaron prevalentemente mediante el recurso literario,  sin dejar de lado, por cierto, las cosas que de los tiempos postreros se  leen en el Apocalipsis. En lo que toca a Josef Pieper, investigó el  mismo tema desde el punto de vista filosófico-teológico. El P.  Castellani, que cita frecuentemente a algunos de los autores nombrados,  apelará a los dos expedientes, el del novelista y el del teólogo. Lo que  en algunas de sus obras nos lo dice de manera novelada, lo reitera en  otras de modo más sistemático.  Para muchos, señala nuestro autor, el Apocalipsis es un libro  enigmático, prácticamente hermético, y por consiguiente resulta inútil  leerlo. Pero cuesta pensar que Dios haya legado a su Iglesia una  revelación tan impresionante -«Apocalipsis» significa descubrimiento,  develación-, sabiendo que resultaría inaccesible al entendimiento de la  mayoría. Un enigma insoluble es lo contrario de una revelación.  Castellani se abocará a su interpretación, con la ayuda de la gran  tradición patrística de la Iglesia, y de autores más recientes como  Newman, Billot, Benson y Pieper. Los Padres vieron mucho, sin duda, pero  en cierto modo nosotros podemos ver más, encaramados sobre sus hombros y  con la experiencia de los hechos que ya han sucedido o que se van  volviendo predecibles.  Por otra parte, el mundo actual se muestra ansioso de atisbar el futuro  que la historia le depara. Nada de extraño, ya que semejante inquietud  se suele acrecentar en las épocas tempestuosas y preñadas de amenazas.  ¿A dónde se dirige el acontecer histórico?, se preguntan todos. De ahí  el pulular de falsas profecías, de apariciones insólitas, de pronósticos  peregrinos. Por eso hoy se vuelve más apremiante que nunca poner sobre  el tapete el gran tema de la esjatología. A decir verdad, algunas de las  interpretaciones que nos ofrecerá el genial Castellani son muy  personales y no estamos obligados a hacerlas nuestras. Con todo, sus  intuiciones resultan frecuentemente brillantes y, según decíamos, se  respaldan en el aval de grandes pensadores.  IR A CONTENIDO  .  .  I. El Apocalipsis y la Teología de la Historia  Un primer aspecto que estudia nuestro autor es la relación del  Apocalipsis con lo que se ha dado en llamar «el sentido teológico de la  historia».  .  .  1. Typo y Antitypo  Entre los discursos de Cristo que consigna el Evangelio se encuentra el  denominado «Discurso Esjatológico». Allí el Señor anunció que hacia el  fin de los tiempos estallaría una gran tribulación, tras la cual Él  reaparecería, lleno de poder y majestad. En el transcurso de dicho  sermón, encontramos esta afirmación tan categórica como desconcertante:  «En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todas estas  cosas sucedan. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no  pasarán» (Mc 13, 30-31). Aquellos que lo oían murieron y, sin embargo,  no llegó el anunciado fin de los tiempos. ¿Se equivocó Cristo?  Castellani juzga que acá se esconde la clave que explica el sentido de  la interpretación profética. Toda profecía se desenvuelve en dos planos y  se refiere a la vez a dos sucesos: uno próximo, llamado typo, y otro  remoto, llamado antitypo. El profeta describe sucesos lejanísimos, para  los cuales hasta las palabras resultan deficientes, pero proyectándolos  analógicamente desde sucesos cercanos. «El profeta se interna en la  eternidad desde la puerta del tiempo y lee por transparencia  trascendente un suceso mayor indescriptible en un suceso menor próximo;  es el modo que existe también analógicamente en los grandes poetas».  De este modo Isaías profetizó la redención de la humanidad en la  liberación del pueblo judío del cautiverio babilónico, así como San Juan  describió la Segunda Venida en la destrucción de la Roma imperial, y el  mismo Cristo previo el fin del mundo en la caída de Jerusalén. Cuando,  pues, dijo «no pasará esta generación sin que»… se refería a la vez a  los apóstoles allí presentes, con referencia al typo, que es el fin de  Jerusalén; y también a la descendencia de los apóstoles, con referencia  al antitypo, el fin del mundo. Los apóstoles vieron el fin de Jerusalén,  la Iglesia verá el fin del mundo. Así lo puso en claro un gran teólogo,  el Cardenal Billot, en su libro La Parousie, donde afirma que el  profeta ve el futuro lejano e inescrutable a la luz o por transparencia  de un suceso cercano, también futuro, pero más inteligible y obvio. O,  si se quiere, en el caso del Apocalipsis, percibiendo el vidente los  tiempos propiamente parusíacos, profetiza en esquema todos sus  prolegómenos y su germinación histórica latente en las tres primeras  visiones que resumen cabalmente la historia de la Iglesia en forma  simbólica: el Mensaje a las Siete Iglesias, los Siete Sellos y las Siete  Tubas.  El mismo San Juan afirma en el Apocalipsis que la Parusía -palabra  griega que aplicada a Cristo significa su presencia justiciera en la  historia humana- está cerca. Lo hace desde el comienzo, cuando titula el  libro «Revelación de Jesucristo para manifestación de lo que ha de  suceder pronto» (Ap 1, 1), hasta el final, donde reiteradamente le hace  repetir a Cristo: «Mira, vengo pronto» (Ap 22, 7.12.20).  Digamos una vez más que Cristo no se equivocó. Porque, como señala  Castellani, este «vengo pronto» puede ser entendido de tres modos. Ante  todo trascendentalmente, en cuanto que el período histórico de los  últimos días, o sea el tiempo que corre de la Primera a la Segunda  Venida será muy breve, cotejado con la duración total del mundo. Según  una antigua tradición judeo-cristiana, «este siglo», es decir, el tiempo  que va desde Adán al Juicio Final, tendría una duración de siete  milenios, a semejanza de los siete días de la creación: dos milenios  corresponden a la Ley Natural, dos milenios a la Ley Mosaica, dos  milenios a la Ley Cristiana, siendo el último milenio el de «los tiempos  finales», el domingo de la historia, la época parusíaca de los nuevos  cielos y de la nueva tierra. Así, pues, en un sentido trascendental,  Cristo pudo decir con verdad que su Segunda Venida estaba cerca.  En segundo lugar, la promesa «vengo pronto» puede ser entendida  místicamente, en el sentido de que todos debemos considerarnos próximos  al juicio en razón de la muerte, que puede sobrevenir en cualquier  momento, resultando siempre sorpresiva e inesperada para las  expectativas e ilusiones humanas. La pedagogía de Cristo en el Evangelio  fue siempre alertar sobre el carácter imprevisto que tiene la muerte  para cada uno de los hombres: «Necio, esta misma noche morirás. Lo que  has juntado, ¿para quién será?» (Lc 12, 20). Y no sólo respecto de los  hombres individuales sino también en un sentido más universal: «Como  sucedió en los días de Noé -dijo Jesús-, así será también en los días  del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el  día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a  todos… Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste»  (Lc 17, 26-27.30). Lo sensato será, pues, pensar que el fin está  siempre cerca, para tener aceite en el candil, como las vírgenes  prudentes.  Por fin la expresión «vengo pronto» puede ser interpretada literalmente.  Porque ese «pronto» de Cristo, un presente justiciero, se cumplió al  poco tiempo en la destrucción de Jerusalén, y luego en el derrumbe del  Imperio Romano, los dos typos del fin del siglo, o sea, el término del  ciclo. Se cumplió en su primera fase para los contemporáneos del Señor, y  se cumplirá quizá en su forma plenaria para nosotros, que pensamos  menos en los fines últimos que los primeros cristianos, siendo que  estamos más cerca que ellos.  IR A CONTENIDO  .  .  2. El estilo profético  Hay exégetas que han interpretado la totalidad del Apocalipsis en un  sentido alegórico, lo que se presta a las más fabulosas fantasías. San  Agustín y Santo Tomás dejaron una regla de oro para la interpretación de  las Escrituras en general, y es que todo lo que en ellas se puede  entender en sentido literal, debe ser así comprendido. Por cierto que  «literal» no se contrapone a «simbólico». El Apocalipsis es un conjunto  de símbolos plásticos, según se estila en todas las literaturas  primitivas. Como sabemos, símbolo es una cosa o imagen concreta de algo  que no se ve; por ejemplo, el anillo del obispo representa su autoridad.  Alegoría, en cambio, es una imagen concreta de un concepto abstracto,  como la barquilla del poema de Lope representa la vida humana. Las  visiones del Apocalipsis son, por cierto, metafóricas, y no pueden  entenderse en un sentido «literalísimo», pero sí en un sentido  literal-simbólico. En razón de la teoría del typo y el anti-typo, dicho  sentido es doble. Así la Primera Bestia puede significar simultáneamente  a Nerón y al Anticristo, la Mujer calzada de luna a la Iglesia y al  pueblo de Israel, la Gran Ramera a la Roma Pagana y a la ciudad que será  la capital del Anticristo…  El tema central del Apocalipsis es la persecución de los fieles y el  triunfo final de Cristo y de la Iglesia. En torno a dicho asunto se  concentran las diversas visiones, que se desenvuelven tanto en el cielo  como en la tierra y su tiempo histórico, con la ayuda de símbolos  plásticos, como la Bestia, la Mujer Coronada, la Gran Ramera, los Dos  Testigos. Su género literario tiene algo de polifonía: los espectáculos  celestiales se conjugan con las diversas intervenciones de Dios en las  vicisitudes religiosas de la historia humana. La contemplación del Trono  divino abre la trama del texto sagrado, le confiere un marco litúrgico  en toda su extensión, y la clausura en la última visión de la Jerusalén  celestial. Mientras tanto, los hombres se debaten en el devenir de la  historia. Y así «el autor de este drama divino se mueve continuamente  del cielo a la tierra y otra vez al cielo, hasta que la tierra y el  cielo quedan unidos y como compenetrados, nuevos cielos y nueva tierra,  la Jerusalén Celeste».  La gran dificultad para penetrar en el sentido del Apocalipsis es su  estilo. No debe ser interpretado, señala Castellani, como si se tratase  de una historia lineal, sino según las leyes propias del hablar  profético. Como se sabe, en el Apocalipsis encontramos diversos  septenarios: el de las Iglesias, que examina los diversos estadios de la  historia de la Iglesia; el de las Trompetas o Tubas, que recorre las  sucesivas herejías que se han ido manifestando en el curso de los  siglos, hasta la última; el de los Sellos, que describe la curva del  progreso y de la decadencia del cristianismo en el mundo; el de las  Copas o Redomas, que preanuncia las calamidades de los tiempos  postreros, los castigos de Dios a la Gran Apostasía. Dichos septenarios  siguen un método recapitulatorio, es decir, en algún momento el escritor  detiene su relato y vuelve atrás en una nueva visión; cuando se acerca a  la Parusía, recomienza en una inesperada perspectiva, o desde un punto  más cercano a ella. La marcha no es así recta ni lineal, sino en  espiral. Es el mismo tema general visto desde diferentes enfoques,  «sinfonizado» por visiones que lo van explicando cada vez más, hasta la  visión de la Jerusalén celestial, que es el objeto y término de las  otras. Como dice San Victorino mártir, autor del siglo III: «No hay que  buscar en el Apocalipsis el orden [cronológico] sino el sentido». Y San  Agustín: «Con muchas palabras repite la misma cosa, cuando procura decir  lo mismo de otra manera». Por lo que no hay que perder de vista el  sentido de la imagen total.  IR A CONTENIDO  .  .  3. Los signos de los tiempos  De lo que se trata es, fundamentalmente, de percibir los signos de los  tiempos. Como Castellani le hace decir al protagonista de su novela  teológica Los papeles de Benjamín Benavides: «La Venida Segunda es  imprevisible y es previsible a la vez… Es imprevisible desde lejos y en  cuanto al tiempo exacto; pero a medida que se aproxime se irá haciendo…  no diré cierta, pero sí, como dicen, «inminente». Se olerá en el aire,  como las tormentas; pero no por todos, ciertamente, sino por muy pocos».  Le pasa al Apocalipsis lo que a todos los libros proféticos, que sólo se  vuelven claros a medida que se van cumpliendo las profecías. Es natural  que habiendo pasado dos mil años desde la Primera Venida, y  encontrándonos nosotros más cerca del fin de la historia, estemos más  capacitados para entender mejor las cosas relativas a las ultimidades.  Por eso algunos autores de los tiempos recientes han logrado inteligir  los hechos con más claridad que los mismos Padres de la Iglesia, si bien  en continuidad con ellos. Cuando una profecía se cumple, entonces todos  aquellos que la guardan en su corazón creyente, y solamente ellos, ven  con claridad que no podía ser de otra manera.  Al igual que Pieper, Castellani observa cómo algunas de las cosas  anunciadas en el Apocalipsis, que antaño pudieron parecer irrealizables y  hasta ridículas, hoy se las ve como perfectamente posibles. Hace sólo  un siglo Renan se permitía burlarse del apóstol Juan y de su  «imaginación oriental delirante y desmesurada», tan diferente del sereno  equilibrio y elegante compostura de la imaginación griega. «¡Un  ejército de doscientos millones de hombres!», dice con sorna, aludiendo a  Ap 9, 16. Pues bien, en la última guerra ha habido cerca de doscientos  millones de combatientes, contando los obreros de las fábricas de armas.  ¡Ciudades enteras que se derrumban en un instante y se convierten en  ruinas! ¡Fuego que cae del cielo! Todo ello es hoy factible con las  bombas nucleares. ¡La imagen de la Bestia que se ve en todo el mundo!  Hoy es posible por la televisión satelizada. Renan paladea con gusto los  «absurdos» de Juan, imposibles de aceptar en la edad del Progreso, de  la Civilización y de la Ciencia Moderna.  La percepción de los signos de los tiempos resulta, pues, insoslayable  para entender tanto la complejidad como el cumplimiento del Apocalipsis  que, al decir de San Agustín, «abarca todos los acontecimientos grandes  de la Iglesia, desde la primera venida de Cristo hasta el fin de este  siglo, en que será su segunda venida». Una gran profecía que engloba lo  que se ha dado en llamar «el tiempo de la Iglesia», es decir, el tiempo  que corre entre la Ascensión de Cristo -en que un ángel anunció a los  discípulos el Retorno del Señor- hasta su Segunda Venida, con el acento  puesto en el término. O, como escribe Castellani: «El Apokalypsis es una  profecía referente a la Segunda Venida de Cristo (dogma de fe que está  en el Credo) con todo cuanto la prepara y anuncia, que es ni más ni  menos que el desarrollarse en continua pugna de las Dos Ciudades, la  Ciudad de Dios y la del Hombre». Por el hecho de que dicha Segunda  Venida se basa en el Sermón Esjatológico de Cristo y en su exégesis  auténtica hecha por Juan bajo la inspiración del Espíritu Santo, el  Apocalipsis constituye «la cúspide y clave de todas las profecías del  Antiguo y Nuevo Testamento, así como de la Metafísica de la Historia de  la Iglesia; y del Mundo por extensión». Lo que explica que ningún libro  de la Escritura haya tenido tantos comentaristas y dado lugar a tantas  extravagancias.  Nosotros afirmamos que el Mesías ya ha venido -contra lo que sostienen  los judíos-, de modo que las profecías mesiánicas ya se han cumplido en  su primera parte, pero también afirmamos que han de realizarse de manera  plenaria y más espléndida en su segunda venida. Afirma San Juan que  Cristo es o wn kai o hn kai o ercomenod (Ap 1,  , el que es, el que era  y el que va a venir. Con la expresión el que es, el nombre mismo que  Dios se dio cara a Moisés, se alude, escribe Castellani, a la existencia  eterna de Dios; al decirse el que era, se quiere significar la  existencia temporal de Cristo, que tuvo principio y término en la  tierra; y con la fórmula el que vendrá, el que está por venir, el  erjómenos, se hace referencia al futuro de quien está viniéndose.  IR A CONTENIDO  .  .  II. Las reluctancias frente al Apocalipsis  Tal es la gran enseñanza del Apocalipsis. Por eso quizás en el Adviento,  al celebrarse la Expectativa de la Primera Venida del Señor, se  comienza por recordar y «expectar» la Segunda, pues si ésta no  existiera, en cierta manera la Parusía quedaría trunca. El Apocalipsis  nos recuerda que este mundo terminará. Pero dicho término se verá  precedido por una gran tribulación, y una gran apostasía, tras las  cuales sucederá el advenimiento de Cristo y de su Reino, que no ha de  tener fin.  La llegada del Señor, decíamos, será precedida por cataclismos,  primordialmente cósmicos. En su Discurso Esjatológico, el Señor dice que  «habrá en diversos lugares hambres y terremotos…, el sol se oscurecerá,  la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo» (Mt  24, 7.29). El sol en la Escritura representa a veces la verdad  religiosa; la luna, la ciencia humana; las estrellas figuran a los  sabios y doctores. Pregúntanse los exégetas si aquellos «signos en el  cielo» tan extraordinarios, serán físicos o metafóricos; si hay que  tomar esas palabras como símbolos de grandes trastornos y perturbaciones  morales, o si efectivamente las estrellas caerán y la luna se pondrá  color sangre. Castellani piensa que las dos cosas; porque al fin y al  cabo el universo físico no está separado del universo espiritual, y  estas dos realidades, materia y espíritu, que se nos muestran como  separadas y aun opuestas, en el fondo no son sino dos caras de una misma  realidad.  Pero más allá de tales señales en la tierra y en el cielo, Cristo dio  tres signos troncales de la inminencia de su Segundo Advenimiento: la  predicación del Evangelio en todo el mundo (cf. Mt 24, 14), el término  del vasallaje de Jerusalén en manos de los Gentiles (cf. Lc 21, 24), y  un período de «guerras y rumores de guerras» (Mt 24, 6). Los tres signos  parecen haberse cumplido. El Evangelio ha sido traducido ya a todas las  lenguas del mundo y los misioneros han recorrido los cinco continentes.  Jerusalén, que desde su ruina el año 70 ha estado sucesivamente bajo el  poder de los Romanos, Persas, Árabes, Egipcios y Turcos, ha vuelto a  manos de los Judíos con la consiguiente implantación del «Estado de  Israel». Y en lo que toca a las guerras, nunca existió antes en el mundo  una situación semejante a la de las últimas décadas, en que la guerra,  según dijo Benedicto XV en 1919 «parece establecida como institución  permanente de toda la humanidad». Estos síntomas no son aún el fin, pero  están como preludiando el fin que será el Reinado Universal del  Anticristo, quien perseguirá a todo el que crea de veras en Dios, hasta  que finalmente sea vencido por Cristo.  Bien señala Castellani que todo el mundo, o casi, acepta que Cristo ha  existido, ha nacido en Belén. Tanto Rousseau como Renan, tanto los  modernistas como los judíos lo reconocen como un gran hombre de nuestra  raza, y en cierto modo como Dios, sin concretar mucho si ese modo es el  de Arrio, el de Nestorio, el de Mahoma, o el de Dante y Tomás de Aquino.  Pero lo que distingue a los verdaderos cristianos es su fe en la  Segunda Venida. «Hoy día ser verdadero cristiano es desesperar de todos  los remedios humanos y renegar de todos los pseudosalvadores de la  Humanidad que desde la Reforma acá surgen continuamente con panaceas  universales», escribe Castellani.  A semejanza de Pieper, sostiene Castellani que frente al trascendental  tema del «sentido de la historia», se han dado dos posiciones igualmente  falsas, o mejor, dos actitudes heterodoxamente proféticas: una agorera y  otra eufórica, que pueden ejemplificarse con facilidad en la actual  literatura social o filosófica.  La primera de ellas podría enunciarse así: «Todo es inútil, no se puede  hacer absolutamente nada». Dicha tesitura es advertible en el  existencialismo ateo, así como en diversas obras al estilo de El ocaso  de Occidente de Spengler, quien documentó con admirable erudición el  estado de ánimo del pesimismo radical: nuestra civilización ha llegado  al término de su devenir, al agotamiento senil e irreversible, contra lo  cual no hay nada que hacer. Una posición semejante la encontramos en  Luis Klages, Benedetto Croce, y tantos otros, que desahucian al  Occidente de manera implacable, extendiendo el certificado de defunción  al acontecer histórico.  La otra posición, de euforia atolondrada e infantil, es la más  generalizada. Quizás haya encontrado su mejor expresión en la teoría  espejista del Progreso Indefinido, que tanta vigencia tuvo en el siglo  pasado, y que se opone tan directamente a la palabra de Cristo de que el  final intraterreno será catastrófico, de que una terrible lucha  precederá como agonía suprema la resolución del drama de la Historia.  Oigamos si no lo que decía Renan: «El Anticristo ha cesado de  alarmarnos. Nosotros sabemos que el fin del mundo no está tan cerca.  Operará por medio del frío en centenares de centurias, cuando el planeta  Tierra haya agotado los recursos de los senos del viejo Sol para  proveer a su curso». Y tras mostrar su admiración por las leyes del  progreso de la vida, sólo veía en este mundo brotes y yemas de un gran  árbol que se va elevando por siglos sin fin. Por eso, concluye, «el  Apocalipsis no puede dejar de regocijarnos. Simbólicamente expresa el  principio fundamental de que Dios no tanto “es”, cuanto que “llegará a  ser”». Lo que dice Renan, el padre del modernismo, no es por cierto lo  que dice Cristo, quien nos habló de una tribulación como no se ha visto  otra en el mundo, de guerras terribles, pestes, terremotos, y de una  acción desatada de Satanás.  Detengámonos un tanto en esta segunda posición, tan francamente  optimista. El mundo ha vivido ya cientos de millones de años, afirman  sus sostenedores, y por lo tanto puede pensarse que seguirá existiendo  cientos de siglos más. Todas las dificultades por las que pasamos, no  pueden ser sino una especie de gripe, que necesariamente pasará para  dejar al organismo más sano y más robusto. No son dolores de agonía sino  de parto. La Ciencia y la Civilización convertirán a este mundo en el  Edén del Hombre Emancipado. Esta idea está muy impregnada en el  ambiente, y con ella podemos tropezar por doquier, en forma de argumento  o de espectáculo. Es la gran Esperanza del Mundo Moderno, poseído del  «espíritu de la tierra», el mesianismo del Progreso o milenarismo de la  «Ciencia», sobre el que tantos pseudo-profetas de hoy escriben páginas  tan brillantes. No hacen sino cumplir lo que preanunciaba San Pedro:  «Sabed que en los últimos días vendrán hombres llenos de sarcasmos,  guiados por sus propias pasiones, que dirán en son de burla: ¿Dónde  queda la promesa de su Segunda Venida? Pues desde que murieron los  padres [los fieles de la primera generación], todo sigue como al  principio de la creación» (2 Pe 3, 3-4). Los hombres, como en los días  de Noé, comerán, beberán, harán negocios, sin abrigar la menor duda  sobre la continuidad indefinida del mundo. Por eso, como dice  Castellani, «la última herejía será optimista y eufórica, «mesiánica»».  Será como el resumen de todas las anteriores.  Nuestro autor insiste en este punto, capital para la inteligencia de su  obra: la enfermedad mental específica del mundo moderno es pensar que  Cristo «no vuelve más». En base a ello, y tras declarar que el  cristianismo ha fracasado, el mundo inventa sistemas, a la vez  fantásticos y atroces, para solucionar todos los problemas, nuevas  Torres de Babel en orden a escalar el cielo. Pululan los profetas que  dicen: «Yo soy. Aquí estoy. Éste es el programa para salvar el mundo. La  Carta de la Paz, el Pacto del Progreso, la Liga de la Felicidad, la  Una, la Onu, la Inam, la Unesco. ¡Mírenme a mí! ¡Yo soy!» Y así,  encerrándose en su inmanencia, negando explícitamente la Segunda Venida  de Cristo, lo que el mundo hace, en el fondo, es negar su Mesianismo,  negar el proceso divino y providencial de la historia. «Con retener todo  el aparato externo y la fraseología cristiana, falsifica el  cristianismo, transformándolo en una adoración del hombre; o sea,  sentando al hombre en el templo de Dios, como si fuese Dios. Exalta al  hombre como si sus fuerzas fuesen infinitas. Promete al hombre el reino  de Dios y el paraíso en la tierra por sus propias fuerzas». Esto se  llamó sucesivamente filosofismo, naturalismo, laicismo, protestantismo,  catolicismo liberal, comunismo, modernismo, corrientes diversas, por  cierto, pero que confluyen ahora en una religión que todavía no tiene  nombre. «Todos los cristianos que no creen en la Segunda Venida de  Cristo se plegarán a ella. Y ella les hará creer en la venida del Otro»,  como llamó Cristo al Anticristo: «Porque yo vine en nombre de mi Padre y  no me recibisteis; pero otro vendrá en su propio nombre y a ése lo  recibiréis» (Jn 5, 43).  De ahí la importancia de ese dogma que recitamos en el Credo, casi como  de paso: «Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar vivos y muertos». Un  dogma bastante olvidado y nada meditado. Su traducción es ésta: el mundo  no continuará desenvolviéndose indefinidamente, ni acabará por azar, o  por un choque cósmico, sino por una intervención directa del Creador.  «El Universo no es un proceso natural, como piensan los evolucionistas o  naturalistas -escribe Castellani-, sino que es un poema gigantesco, un  poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y  el desenlace; que se llaman teológicamente Creación, Redención y  Parusía». El día en que el Señor ascendió, dijeron los ángeles: «Éste  que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá tal como le habéis  visto subir al cielo» (Act 1, 11). De donde concluye nuestro autor: «El  dogma de la Segunda Venida de Cristo, o Parusía, es tan importante como  el de su Primera Venida, o Encarnación».  Por eso San Pablo dijo: «El tiempo es corto» (1 Cor 7, 29), recordando  las enseñanzas de Cristo sobre la vigilancia que es preciso mantener  frente a la muerte, el «ladrón nocturno», dirigida ahora no ya solamente  a los particulares sino a toda la historia, así como a sus grandezas  caducas y sus ilusiones de pervivencia terrena y de «progreso  indefinido». Lo preocupante es que muchos cristianos consienten a dicha  tentación. Porque, como escribe Castellani, «la señal más cierta de la  aproximación del Anticristo será cuando la Iglesia no querrá ocuparse de  él, conforme dice San Pablo: “cuando digan, henos aquí en plena paz y  prosperidad, entonces súbito vendrá la pataleta” (1 Tes 5, 3)».  IR A CONTENIDO  .  .  III. El Apocalipsis como drama  Entremos ahora en el contenido mismo del Apocalipsis. El libro sagrado  nos expone un drama impresionante, el de la secular lucha entre el bien y  el mal, ahora llegada a su culminación, y por ende radicalizada. El P.  Castellani lo escruta con toda la inteligencia y la inspiración del  teólogo y del poeta que es a la vez.  Detengámonos con él en los principales personajes -los dramatis  personæ-, que actúan, a veces bajo la forma de símbolos, en este drama  teológico.  IR A CONTENIDO  .  .  1. Cristo y el Dragón  En el telón de fondo aparecen los dos grandes protagonistas, por así  decirlo. Ante todo Cristo, el Señor de la Historia. Porque no es otro  que el Señor, el Kyrios, el Cordero, quien abre el libro sellado,  manifestando así su dominio plenario sobre los acontecimientos  históricos. Él es el Liturgo que preside en el cielo el majestuoso culto  de los ancianos, los ángeles y los seres vivientes. Es también el  Guerrero, montado sobre blanco corcel, con su túnica salpicada en la  sangre de su martirio victorioso, que galopa seguido por los ejércitos  de los cielos, también en caballos blancos, y en cuyo muslo está grabado  su nombre: Rey de Reyes y Señor de Señores.  IR A CONTENIDO  .  .  IV. La victoria de Cristo y el Milenio  Mientras tanto, sobre la tierra, el Anticristo tiene los días contados.  El Apocalipsis nos describe la victoria de Cristo y la instauración de  su Reino. He aquí la sucesión de los hechos.  .  .  1. El Caballero del Blanco Corcel  En el clímax de la persecución, en el ápice mismo de la Gran Apostasía y  la tribulación más espantosa de la historia, cuando los fieles estén  casi por desfallecer, según las palabras del mismo Cristo: «Cuando venga  el Hijo del hombre, ¿acaso hallará fe sobre la tierra?» (Lc 18,
, el que es, el que era  y el que va a venir. Con la expresión el que es, el nombre mismo que  Dios se dio cara a Moisés, se alude, escribe Castellani, a la existencia  eterna de Dios; al decirse el que era, se quiere significar la  existencia temporal de Cristo, que tuvo principio y término en la  tierra; y con la fórmula el que vendrá, el que está por venir, el  erjómenos, se hace referencia al futuro de quien está viniéndose.  IR A CONTENIDO  .  .  II. Las reluctancias frente al Apocalipsis  Tal es la gran enseñanza del Apocalipsis. Por eso quizás en el Adviento,  al celebrarse la Expectativa de la Primera Venida del Señor, se  comienza por recordar y «expectar» la Segunda, pues si ésta no  existiera, en cierta manera la Parusía quedaría trunca. El Apocalipsis  nos recuerda que este mundo terminará. Pero dicho término se verá  precedido por una gran tribulación, y una gran apostasía, tras las  cuales sucederá el advenimiento de Cristo y de su Reino, que no ha de  tener fin.  La llegada del Señor, decíamos, será precedida por cataclismos,  primordialmente cósmicos. En su Discurso Esjatológico, el Señor dice que  «habrá en diversos lugares hambres y terremotos…, el sol se oscurecerá,  la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo» (Mt  24, 7.29). El sol en la Escritura representa a veces la verdad  religiosa; la luna, la ciencia humana; las estrellas figuran a los  sabios y doctores. Pregúntanse los exégetas si aquellos «signos en el  cielo» tan extraordinarios, serán físicos o metafóricos; si hay que  tomar esas palabras como símbolos de grandes trastornos y perturbaciones  morales, o si efectivamente las estrellas caerán y la luna se pondrá  color sangre. Castellani piensa que las dos cosas; porque al fin y al  cabo el universo físico no está separado del universo espiritual, y  estas dos realidades, materia y espíritu, que se nos muestran como  separadas y aun opuestas, en el fondo no son sino dos caras de una misma  realidad.  Pero más allá de tales señales en la tierra y en el cielo, Cristo dio  tres signos troncales de la inminencia de su Segundo Advenimiento: la  predicación del Evangelio en todo el mundo (cf. Mt 24, 14), el término  del vasallaje de Jerusalén en manos de los Gentiles (cf. Lc 21, 24), y  un período de «guerras y rumores de guerras» (Mt 24, 6). Los tres signos  parecen haberse cumplido. El Evangelio ha sido traducido ya a todas las  lenguas del mundo y los misioneros han recorrido los cinco continentes.  Jerusalén, que desde su ruina el año 70 ha estado sucesivamente bajo el  poder de los Romanos, Persas, Árabes, Egipcios y Turcos, ha vuelto a  manos de los Judíos con la consiguiente implantación del «Estado de  Israel». Y en lo que toca a las guerras, nunca existió antes en el mundo  una situación semejante a la de las últimas décadas, en que la guerra,  según dijo Benedicto XV en 1919 «parece establecida como institución  permanente de toda la humanidad». Estos síntomas no son aún el fin, pero  están como preludiando el fin que será el Reinado Universal del  Anticristo, quien perseguirá a todo el que crea de veras en Dios, hasta  que finalmente sea vencido por Cristo.  Bien señala Castellani que todo el mundo, o casi, acepta que Cristo ha  existido, ha nacido en Belén. Tanto Rousseau como Renan, tanto los  modernistas como los judíos lo reconocen como un gran hombre de nuestra  raza, y en cierto modo como Dios, sin concretar mucho si ese modo es el  de Arrio, el de Nestorio, el de Mahoma, o el de Dante y Tomás de Aquino.  Pero lo que distingue a los verdaderos cristianos es su fe en la  Segunda Venida. «Hoy día ser verdadero cristiano es desesperar de todos  los remedios humanos y renegar de todos los pseudosalvadores de la  Humanidad que desde la Reforma acá surgen continuamente con panaceas  universales», escribe Castellani.  A semejanza de Pieper, sostiene Castellani que frente al trascendental  tema del «sentido de la historia», se han dado dos posiciones igualmente  falsas, o mejor, dos actitudes heterodoxamente proféticas: una agorera y  otra eufórica, que pueden ejemplificarse con facilidad en la actual  literatura social o filosófica.  La primera de ellas podría enunciarse así: «Todo es inútil, no se puede  hacer absolutamente nada». Dicha tesitura es advertible en el  existencialismo ateo, así como en diversas obras al estilo de El ocaso  de Occidente de Spengler, quien documentó con admirable erudición el  estado de ánimo del pesimismo radical: nuestra civilización ha llegado  al término de su devenir, al agotamiento senil e irreversible, contra lo  cual no hay nada que hacer. Una posición semejante la encontramos en  Luis Klages, Benedetto Croce, y tantos otros, que desahucian al  Occidente de manera implacable, extendiendo el certificado de defunción  al acontecer histórico.  La otra posición, de euforia atolondrada e infantil, es la más  generalizada. Quizás haya encontrado su mejor expresión en la teoría  espejista del Progreso Indefinido, que tanta vigencia tuvo en el siglo  pasado, y que se opone tan directamente a la palabra de Cristo de que el  final intraterreno será catastrófico, de que una terrible lucha  precederá como agonía suprema la resolución del drama de la Historia.  Oigamos si no lo que decía Renan: «El Anticristo ha cesado de  alarmarnos. Nosotros sabemos que el fin del mundo no está tan cerca.  Operará por medio del frío en centenares de centurias, cuando el planeta  Tierra haya agotado los recursos de los senos del viejo Sol para  proveer a su curso». Y tras mostrar su admiración por las leyes del  progreso de la vida, sólo veía en este mundo brotes y yemas de un gran  árbol que se va elevando por siglos sin fin. Por eso, concluye, «el  Apocalipsis no puede dejar de regocijarnos. Simbólicamente expresa el  principio fundamental de que Dios no tanto “es”, cuanto que “llegará a  ser”». Lo que dice Renan, el padre del modernismo, no es por cierto lo  que dice Cristo, quien nos habló de una tribulación como no se ha visto  otra en el mundo, de guerras terribles, pestes, terremotos, y de una  acción desatada de Satanás.  Detengámonos un tanto en esta segunda posición, tan francamente  optimista. El mundo ha vivido ya cientos de millones de años, afirman  sus sostenedores, y por lo tanto puede pensarse que seguirá existiendo  cientos de siglos más. Todas las dificultades por las que pasamos, no  pueden ser sino una especie de gripe, que necesariamente pasará para  dejar al organismo más sano y más robusto. No son dolores de agonía sino  de parto. La Ciencia y la Civilización convertirán a este mundo en el  Edén del Hombre Emancipado. Esta idea está muy impregnada en el  ambiente, y con ella podemos tropezar por doquier, en forma de argumento  o de espectáculo. Es la gran Esperanza del Mundo Moderno, poseído del  «espíritu de la tierra», el mesianismo del Progreso o milenarismo de la  «Ciencia», sobre el que tantos pseudo-profetas de hoy escriben páginas  tan brillantes. No hacen sino cumplir lo que preanunciaba San Pedro:  «Sabed que en los últimos días vendrán hombres llenos de sarcasmos,  guiados por sus propias pasiones, que dirán en son de burla: ¿Dónde  queda la promesa de su Segunda Venida? Pues desde que murieron los  padres [los fieles de la primera generación], todo sigue como al  principio de la creación» (2 Pe 3, 3-4). Los hombres, como en los días  de Noé, comerán, beberán, harán negocios, sin abrigar la menor duda  sobre la continuidad indefinida del mundo. Por eso, como dice  Castellani, «la última herejía será optimista y eufórica, «mesiánica»».  Será como el resumen de todas las anteriores.  Nuestro autor insiste en este punto, capital para la inteligencia de su  obra: la enfermedad mental específica del mundo moderno es pensar que  Cristo «no vuelve más». En base a ello, y tras declarar que el  cristianismo ha fracasado, el mundo inventa sistemas, a la vez  fantásticos y atroces, para solucionar todos los problemas, nuevas  Torres de Babel en orden a escalar el cielo. Pululan los profetas que  dicen: «Yo soy. Aquí estoy. Éste es el programa para salvar el mundo. La  Carta de la Paz, el Pacto del Progreso, la Liga de la Felicidad, la  Una, la Onu, la Inam, la Unesco. ¡Mírenme a mí! ¡Yo soy!» Y así,  encerrándose en su inmanencia, negando explícitamente la Segunda Venida  de Cristo, lo que el mundo hace, en el fondo, es negar su Mesianismo,  negar el proceso divino y providencial de la historia. «Con retener todo  el aparato externo y la fraseología cristiana, falsifica el  cristianismo, transformándolo en una adoración del hombre; o sea,  sentando al hombre en el templo de Dios, como si fuese Dios. Exalta al  hombre como si sus fuerzas fuesen infinitas. Promete al hombre el reino  de Dios y el paraíso en la tierra por sus propias fuerzas». Esto se  llamó sucesivamente filosofismo, naturalismo, laicismo, protestantismo,  catolicismo liberal, comunismo, modernismo, corrientes diversas, por  cierto, pero que confluyen ahora en una religión que todavía no tiene  nombre. «Todos los cristianos que no creen en la Segunda Venida de  Cristo se plegarán a ella. Y ella les hará creer en la venida del Otro»,  como llamó Cristo al Anticristo: «Porque yo vine en nombre de mi Padre y  no me recibisteis; pero otro vendrá en su propio nombre y a ése lo  recibiréis» (Jn 5, 43).  De ahí la importancia de ese dogma que recitamos en el Credo, casi como  de paso: «Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar vivos y muertos». Un  dogma bastante olvidado y nada meditado. Su traducción es ésta: el mundo  no continuará desenvolviéndose indefinidamente, ni acabará por azar, o  por un choque cósmico, sino por una intervención directa del Creador.  «El Universo no es un proceso natural, como piensan los evolucionistas o  naturalistas -escribe Castellani-, sino que es un poema gigantesco, un  poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y  el desenlace; que se llaman teológicamente Creación, Redención y  Parusía». El día en que el Señor ascendió, dijeron los ángeles: «Éste  que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá tal como le habéis  visto subir al cielo» (Act 1, 11). De donde concluye nuestro autor: «El  dogma de la Segunda Venida de Cristo, o Parusía, es tan importante como  el de su Primera Venida, o Encarnación».  Por eso San Pablo dijo: «El tiempo es corto» (1 Cor 7, 29), recordando  las enseñanzas de Cristo sobre la vigilancia que es preciso mantener  frente a la muerte, el «ladrón nocturno», dirigida ahora no ya solamente  a los particulares sino a toda la historia, así como a sus grandezas  caducas y sus ilusiones de pervivencia terrena y de «progreso  indefinido». Lo preocupante es que muchos cristianos consienten a dicha  tentación. Porque, como escribe Castellani, «la señal más cierta de la  aproximación del Anticristo será cuando la Iglesia no querrá ocuparse de  él, conforme dice San Pablo: “cuando digan, henos aquí en plena paz y  prosperidad, entonces súbito vendrá la pataleta” (1 Tes 5, 3)».  IR A CONTENIDO  .  .  III. El Apocalipsis como drama  Entremos ahora en el contenido mismo del Apocalipsis. El libro sagrado  nos expone un drama impresionante, el de la secular lucha entre el bien y  el mal, ahora llegada a su culminación, y por ende radicalizada. El P.  Castellani lo escruta con toda la inteligencia y la inspiración del  teólogo y del poeta que es a la vez.  Detengámonos con él en los principales personajes -los dramatis  personæ-, que actúan, a veces bajo la forma de símbolos, en este drama  teológico.  IR A CONTENIDO  .  .  1. Cristo y el Dragón  En el telón de fondo aparecen los dos grandes protagonistas, por así  decirlo. Ante todo Cristo, el Señor de la Historia. Porque no es otro  que el Señor, el Kyrios, el Cordero, quien abre el libro sellado,  manifestando así su dominio plenario sobre los acontecimientos  históricos. Él es el Liturgo que preside en el cielo el majestuoso culto  de los ancianos, los ángeles y los seres vivientes. Es también el  Guerrero, montado sobre blanco corcel, con su túnica salpicada en la  sangre de su martirio victorioso, que galopa seguido por los ejércitos  de los cielos, también en caballos blancos, y en cuyo muslo está grabado  su nombre: Rey de Reyes y Señor de Señores.  IR A CONTENIDO  .  .  IV. La victoria de Cristo y el Milenio  Mientras tanto, sobre la tierra, el Anticristo tiene los días contados.  El Apocalipsis nos describe la victoria de Cristo y la instauración de  su Reino. He aquí la sucesión de los hechos.  .  .  1. El Caballero del Blanco Corcel  En el clímax de la persecución, en el ápice mismo de la Gran Apostasía y  la tribulación más espantosa de la historia, cuando los fieles estén  casi por desfallecer, según las palabras del mismo Cristo: «Cuando venga  el Hijo del hombre, ¿acaso hallará fe sobre la tierra?» (Lc 18,  ,  llegará inesperadamente el momento de la victoria, de la victoria no  última sino penúltima, que cerrará el primer combate esjatológico.  «Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo  monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y juzga, y combate con justicia» (Ap  19, 11). Es Cristo que viene para deponer a su Adversario. «Y los  ejércitos del cielo -prosigue el texto-, vestidos de lino blanco puro,  le seguían sobre caballos blancos» (ibid. 14). Ya lo había anunciado el  profeta al decir: «Vendrá el Señor Dios mío y todos los santos con él»  (Zac 14, 5), lo que San Judas refrendó en su epístola: «He aquí que  viene el Señor, con miles de santos suyos» (1, 14).  Luego, leemos en el texto del Apocalipsis, el Ángel, de pie sobre el  sol, «llamó a todas las aves que volaban por lo alto del cielo»,  invitándoles a comer «carne de reyes, carne de caballos y de sus  jinetes» (Ap 19, 17-18). En su libro sobre las Parábolas, Castellani  relaciona este texto con una extraña frase que se encuentra en el libro  de Job: «Donde está el cuerpo se juntan las águilas» (38, 27). Varias  interpretaciones se han dado de estas últimas palabras. Nuestro autor  prefiere, siguiendo a San Beda, Santo Tomás y Maldonado, aplicarlas al  mundo de los últimos días, cuerpo muerto y descompuesto, a pesar del  tremendo poder político y militar que lo rige; ese mundo homogeneizado  por obra del Anticristo, contra el cual se lanzarán repentinamente, con  la subitaneidad de un relámpago, las potencias espirituales del Cosmos  -los ángeles- para hacerlo pedazos. Si se trata de una predicción de dos  acontecimientos sucesivos, typo y antitypo, veamos lo que acaece en  ambos. En el primero, las «águilas», que serían las divisiones romanas,  confluyeron de todas partes a Jerusalén, según lo relata Josefo, para  ocupar cruentamente la capital de los judíos. En el segundo, el objetivo  será la gran ciudad capitalista, imperial y sacrílega, sede de la  Bestia. Cuando ese mundo apóstata esté hecho cadáver, desechada la fe  cristiana que le dio siglos de vida y esplendor, entonces las águilas  del Espíritu caerán de las alturas sobre él y sobre su Usurpador,  precediendo al verdadero Señor del mundo, Nuestro Señor Jesucristo. Pero  no adelantemos la trama.  Porque ante ese ataque en picada, escribe el hagiógrafo, «vi a la Bestia  y a los reyes de la tierra con sus ejércitos reunidos para entablar  combate contra el que iba montado en el corcel y contra sus ejércitos».  La conclusión es gloriosa: «Apresada fue la Bestia, y con ella el  Pseudoprofeta…, los dos fueron arrojados vivos al lago de fuego que arde  con azufre» (Ap 19, 19-20). En cuanto a los demás, «fueron exterminados  por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las  aves se hartaron de sus carnes» (ibid. vers. 21).  IR A CONTENIDO  .  .  2. La Primera Resurrección  A continuación, el vidente observó a un Ángel, quizás el mismo Mikael,  «que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y  aprehendió al Dragón, la antigua serpiente, que es el Diablo y Satanás, y  lo encadenó por mil años» (Ap 20, 1-2). Hemos llegado a un tema  espinoso, el del Milenio. Su tratamiento no es nada fácil. Antes de  considerarlo como corresponde, será conveniente decir algo sobre lo que  sigue en el texto sagrado.  Háblase allí de unos tronos donde «los que revivieron» (Ap 20, 4) se  sentaron para juzgar. Trátase, al parecer, de una «primera resurrección»  (ibid. 5), donde revivirán sólo algunos; el resto de los muertos no  volverán a la vida hasta que se acaben los mil años.  ¿Quiénes resucitarán primero? Según varios comentaristas, solamente los  mártires, los apóstoles y algunos santos, conforme a lo escrito en el  Apocalipsis, donde se lee que revivirán «los que fueron decapitados por  el testimonio de Jesús, y todos los que no adoraron a la Bestia ni a su  imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en sus manos» (Ap 20, 4).  Quizás sea precisamente por ello que recibirán este privilegio y  galardón peculiar, ya que soportaron la lucha más terrible. No en vano  decía San Agustín que «los mártires de los últimos tiempos serán los más  grandes de todos, porque los primeros mártires lucharon contra los  Emperadores, pero los últimos combatirán con Satanás mismo». Los que  sostuvieron el peso más arduo de la lucha recibirán un premio que no  será común a los otros muertos, y es el privilegio de poder sentarse en  el trono para juzgar, que según el uso de la Escritura es sinónimo de  regir y gobernar el mundo, juntamente con Cristo, a quien, por haberse  humillado hasta la muerte, le fue dado el poder reinar sobre todo el  mundo y juzgar a todos los hombres. En cambio los impíos e impenitentes,  que caerán con el Anticristo, no resucitarán para acompañar al Señor en  la victoria que seguirá a su Parusía. Es la cizaña reservada hasta la  siega para ser luego quemada (cf. Mt 13, 30).  Otros autores interpretan que en esta primera reviviscencia resucitarán  todos los justos. Para ello se apoyan también en textos de la Escritura,  especialmente de San Pablo, por ejemplo aquél donde dice: «Del mismo  modo que en Adán todos mueren, así también todos revivirán en Cristo;  pero cada uno en su orden: Cristo, como primicia, el primero; luego los  que son de Cristo en su Parusía; luego, el final, cuando entregue el  Reino a Dios Padre, después de haber destruido todo Principado,  Dominación y Potestad, pues es preciso que él reine hasta poner bajo sus  pies todo enemigo. El último enemigo en ser destruido será la muerte»  (1 Cor 15, 22-26). El orden de la resurrección sería, pues, el  siguiente: primero, Cristo; después, «los que son de Cristo», o sea,  todos los justos en el tiempo de su Retorno; por último, todos los  hombres, cuando la misma Muerte sea destruida, y nadie más haya de  morir. Tales exégetas añaden otro texto del Apóstol en su favor, donde  se dice: «El Señor en persona, a la orden dada por la voz del Arcángel y  por la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo  resucitarán en primer lugar» (1 Tes 4, 16). Como «los muertos en Cristo»  son todos los justos, por eso estiman que todos ellos resucitarán  primero en la Parusía.  En cuanto a los que se negaron a prosternarse ante el Anticristo ni  tampoco fueron por él asesinados, saldrán transfigurados al encuentro  del Señor. Los que cedieron al Anticristo, recibiendo su marca en la  frente o en la mano, no por complicidad sino por temor, que serán los  más, una vez vencido el Anticristo harán penitencia, e integrarán la  Iglesia de los viadores durante el Milenio, escribe Castellani.  Tras la ruina del Anticristo, dice el Apocalipsis que el Demonio será  encadenado. El Ángel «lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los  sellos, para que no seduzca más las naciones hasta que se cumplan los  mil años» (Ap 20, 3). Sostienen los milenistas que Satanás ya no tendrá  contacto con los hombres, lo que será una de las principales causas de  felicidad en el Reino de Cristo.  IR A CONTENIDO  .  .  3. El Milenio  Acabamos de aludir al Milenio y el Reino de Cristo «por mil años» (Ap  20, 3.6). Estos versículos han traído verdaderos dolores de cabeza. Por  lo general, nadie sostiene que el número mil haya de entenderse de  manera literal. Mil años significa un largo período de la historia.  IR A CONTENIDO  .  .  a. El séptimo milenio  Es la cuestión del milenarismo, que Castellani prefiere llamar  «milenismo», según lo denomina San Agustín; interpretación que, tomando  el Milenio como reinado efectivo de Cristo, coloca esos mil años de que  habla el Apocalipsis (cf. 20, 2-7) entre dos resurrecciones, la primera  de las cuales, a que se refieren los versículos 4-6, se atribuye sólo a  los justos, y la segunda y general, que se menciona en los versículos  12-13, se reserva para el juicio final.  Castellani se ha esmerado en demostrar, sobre todo en el libro La  Iglesia patrística y la Parusía, que el milenismo fue propiciado por  buena parte de los primeros Padres de la Iglesia. Así, por ejemplo, un  Padre tan importante como San Ireneo sostuvo que el mundo duraría seis  mil años desde Adán hasta la Segunda Venida de Cristo: «En cuantos días  fue hecho el mundo, en otros tantos milenios será consumado. Por eso  dice el Génesis: “Concluyéronse, pues, los cielos y la tierra y todo su  mobiliario, y consumó Dios en el día sexto todas las obras suyas que  había hecho, y descansó el día séptimo de todas las obras que hizo” (Gen  2, 1-2). Esto es a la vez narración de lo pasado y profecía de lo  porvenir. Si, pues, “un día de Dios es como mil años” (Ps 89, 4), y en  seis días consumó la creación, manifiesto es que en seis milenios  consumará la historia» (Adv. hær. V, 28, 3). Pues bien, prosigue Ireneo,  al fin del sexto milenio o al comienzo del séptimo, aparecerá el  Anticristo, quien «recapitulará» todas las herejías: «Viniendo, pues,  aquél y resumiendo toda apostasía en sí mismo transferirá a Jerusalén su  Reino y se sentará en el templo de Dios, seduciendo a los que le  adoraren “como si él fuese Cristo”… Y habiéndolo devastado todo este  Contracristo, reinando en el mundo tres años y medio y sentándose en el  templo solimitano, entonces vendrá el Señor de entre las nubes y en la  gloria de su Padre; y al otro y a los que le obedecen arrojará al  estanque ardiente; y llevará a los justos al Tiempo del Reino, es decir,  del Descanso, al Séptimo Santificado Día»… (ibid. 25, 27, 30).  También San Agustín dividió la historia del mundo en siete períodos. El  primero es el que va de Adán hasta Noé, el segundo de Noé hasta Abraham,  el tercero de Abraham hasta David, el cuarto de David hasta la  deportación a Babilonia, el quinto de la deportación a Babilonia hasta  la llegada de Cristo nuestro Señor. Con la venida de Cristo comienza el  sexto período, que es aquel en que estamos. Y así como el hombre fue  hecho a imagen de Dios en el sexto día (cf. Gen 1, 26), de manera  semejante en este tiempo, que es el sexto del gran ciclo histórico, nos  regeneramos por el bautismo, recibiendo la semejanza de nuestro  Modelador. Cuando pasare el sexto día, vendrá el descanso sabático para  los santos y justos de Dios. Después del séptimo, iremos al reposo  final, retornando al origen. «Pues así como pasados los siete días se  llega al octavo que es a la vez el primero, así terminadas y cumplidas  las siete edades de este ciclo fugitivo, volvemos a aquella felicidad  inmortal de la cual decayó el hombre» (Sermo 259: PL 38, 1197).  IR A CONTENIDO  .  .  b. Tipos de Milenismo  Abundemos un tanto en este asunto. Tres son los tipos de milenismo que  ha conocido la historia, escribe Castellani.  Ante todo el milenismo craso o carnal, que designa una tendencia poco  menos que novelesca de los primeros siglos, según la cual Cristo  triunfaría en esta tierra de una manera temporal y mundana, con un  cortejo de satisfacciones, revanchas y deleites groseros para los  resucitados. Se la atribuye originalmente a Cerinto, contemporáneo de  los Apóstoles, que nació en Egipto, de padres judíos. Imbuido en la  filosofía alejandrina, abrazó el cristianismo, conservando al parecer  elementos judaicos. Dicho personaje, cuya herejía recibió el nombre  técnico de «quiliasmo», imaginó para los justos, después de la  resurrección primera en esta tierra, una vida jubilosa por muchos  siglos, retomando viejas costumbres del Antiguo Testamento, como la  circuncisión imperada por la Ley de Moisés; de las colinas fluirían  leche y miel, habría grandes banquetes y festichongas, entendiéndose a  la letra lo que se encuentra en diversos lugares de la Escritura, y ello  a modo de compensación por lo sufrido antes del milenio. Algo semejante  sostuvieron los llamados «ebionitas», que si bien adherían al  cristianismo, conservaban también la ley de Moisés; Cristo, al venir,  restauraría el Templo y restablecería los sacrificios judaicos,  siguiéndose mil años de delicias.  El segundo tipo de milenismo es el espiritual, que no promete a los  justos resucitados ni bodas ni francachelas, ni nada de lo que ha  perimido en la ley mosaica, entendiendo que lo que la Escritura, con  tropos e imágenes orientales, promete de felicidad en la Nueva Jerusalén  ha de entenderse simbólicamente. Será preciso atenerse a lo esencial:  un Milenio ha sido preanunciado, dicho período aún no ha tenido lugar,  en qué consiste a punto fijo no lo sabemos; cuando se dé, lo sabremos.  Durante el período patrístico, muchos herejes sostuvieron el milenismo  craso. Dicho milenismo se hizo especialmente peligroso en el siglo IV,  por lo que fue duramente atacado por San Jerónimo y por el mismo San  Agustín. Éste había sido primero milenista, pero después, por influjo de  San Jerónimo, que le advirtió de los riesgos muy reales entonces del  quiliasmo, propuso una interpretación más benigna, orientada  principalmente a impugnar los abusos del milenismo carnal. En cuanto al  milenismo espiritual, fue defendido por casi todos los Padres de los  primeros siglos, así como por varios destacados teólogos a lo largo de  la historia.  La tercera clase de milenismo es el alegorista, cuyos fautores sostienen  que el Milenio no es sino este tiempo en que vivimos, es decir, todo  «el tiempo de la Iglesia», desde la Ascensión de Cristo hasta el fin del  mundo. Según sus sostenedores, el capítulo 20 del Apocalipsis debe  entenderse como una «alegoría» de la actual vida de la Iglesia, excepto  tres versículos, del 7 al 10, que ésos sí se refieren literalmente al  fin del mundo. De donde no hay «resurrección primera y segunda», como  dice el texto, sino una sola, la terminal. Algunos intérpretes de esta  escuela afirman que el Milenio ya pasó, correspondiendo al tiempo de la  Cristiandad, que comenzó en Carlomagno y terminó en 1789; ahora, tras el  Milenio, el demonio estaría desatado, como parece indicarlo la oración a  San Miguel Arcángel que León XIII imperó se rezase al término de la  Misa.  Pregúntase Castellani por qué será que se fue virando de una  inteligencia literal-simbólica, como él la llama, a una inteligencia de  tipo alegorizante, que es la que hoy prevalece mayoritariamente. Lo  explica diciendo que durante la época de las persecuciones, los  cristianos vivieron acorralados en el Imperio, sin ninguna salida a la  vista. La Parusía significaba la victoria sobre la persecución, y por  eso el Apocalipsis se volvió de actualidad. Tras la conversión de  Constantino, la situación cambió sustancialmente. Las iglesias están  llenas, exclamaba eufórico San Agustín, cuyo viraje interpretativo fue  seguido por gran parte de la exégesis medieval, que poco pensó en la  Parusía. Ocupados en edificar la Cristiandad, no tenían prisa en  profetizar sobre su fin. Sin embargo también entonces se hubiera podido  aplicar la clave typo-antitypo. El typo de las profecías mesiánicas era  precisamente ese mundo nuevo que se estaba gestando, ese triunfo de  Cristo, también temporal, lo que implicaba enseñar, edificar, ordenar,  más que consolar. Pero dicho «typo» sólo habría alcanzado su  inteligibilidad total si hubiese sido visto a la luz del Milenio, su  «antitypo», lo que no sucedió.  Hoy los tiempos han cambiado y se han vuelto de nuevo duros,  persecutorios y apocalípticos, por lo que se torna una vez más al tema  olvidado. De donde concluye Castellani: «La exégesis del Apocalipsis  tiene dos polos, que son el typo y el antitypo de la profecía. De la  ocupación intensa en el antitypo, que es el Reino de Cristo después de  su Segunda Venida, ella osciló fuertemente hacia el typo, que es el  Reino después de la Primera Venida; reino espiritual, invisible y lleno  de cizañas; para volver de nuevo a su objeto principal, el propio y más  importante, que responde al sentido literal; sin el cual es vicioso el  sentido moral y alegórico».  Nuestro autor no ignora todas las alergias que hoy suscita el tema del  Milenio. Él lo cree plenamente coherente con la doctrina de la Iglesia.  El milenismo espiritual no ha sido jamás condenado por la Iglesia, ni lo  será nunca, sostiene, por la simple razón de que la Iglesia no podría  condenar a la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos,  entre ellos a los más grandes.  Es cierto que hace varias décadas el Santo Oficio dio a conocer sobre  este asunto dos decretos disciplinares para América del Sur, donde se  prohibía la enseñanza del «milenarismo mitigado». En el primero de  ellos, de 1941, se definía claramente en qué consiste dicho tipo de  milenarismo, a saber, «el de los que enseñan que antes del juicio final,  con previa o sin previa resurrección de justos, Cristo volvería a la  tierra a reinar corporalmente». En 1944 apareció el segundo decreto, de  índole aclaratoria, donde en vez de «corporalmente» se pone  «visiblemente», ya que el primer adverbio resultaba inadecuado si se  aplicaba a la época de la Iglesia en la tierra, donde Cristo está  siempre «corporalmente» en el Santísimo Sacramento. Lo que está  prohibido, sostiene Castellani, es enseñar «que Cristo reinará  visiblemente desde un trono en Jerusalén sobre todas las naciones;  presumiblemente con su Ministro de Agricultura, de Trabajo y Previsión y  hasta de Guerra si se ofrece». Lo cual, obviamente, ningún Santo Padre o  teólogo serio sostiene.  IR A CONTENIDO  .  .  c. El Reino de Cristo  Cristo, pues, retornará del cielo, hará su Parusía, su Última Venida, en  gloria y majestad. ¿Con qué fin? Para reinar y juzgar, juntamente con  los suyos: «Luego vi unos tronos y se sentaron en ellos, y se les dio el  poder de juzgar…, revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20,  4). Dijimos hace poco que las palabras «reinar» y «juzgar» son casi  sinónimos en la Escritura, dado que los reyes antiguos eran «los jueces»  que «daban a cada uno lo suyo», en lo cual consiste esencialmente la  virtud de la justicia. El Reino de Cristo es denominado con propiedad  Juicio, dice Castellani, pues en su inicio acaecerá el juicio y castigo  del Anticristo y de todos sus secuaces, así como se otorgará el premio  de la resurrección primera a los mártires o a todos los justos en  general. En este mismo sentido escribió San Pablo a Timoteo: «Te conjuro  delante de Dios y de Jesucristo, que ha de venir a juzgar a vivos y  muertos, por su Venida y por su Reino»… (2 Tim 4, 1), de donde se deduce  que por su Advenimiento y por su Reino se llevará a cabo el Juicio de  vivos y muertos. La Resurrección general y el Juicio Final no serán sino  el acto conclusivo y consumante de dicho Reino. Por eso rectamente en  el Credo se lo profesa a su término.  ¿Cómo será el Reino milenario de Cristo? Sólo podemos barruntarlo.  Sabemos de cierto que la Iglesia no cambiará sustancialmente, ni en su  régimen, ni en su doctrina, ni en los sacramentos, si bien alcanzará en  todo ello sublime perfección.  Será un Reino verdaderamente universal, cumpliéndose así las profecías  veterotestamentarias: «A él se le dio el poder, la gloria y el reino, y  todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán» (Dan 7, 14); «le  adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le servirán»  (Ps 71, 11). Será un Reino de justicia y de paz (cf. Is 60, 18; 32, 17;  Ps 71, 3). Será un Reino de prosperidad, consecuencia de la paz y la  justicia (cf. Ez 34, 26-27; Os 2, 23-24; Am 9, 13). Será sobre todo un  Reino de amor, en que Dios se mostrará especialmente afectuoso con los  hombres (cf. Is 66, 12-13).  La sede del Reino será en aquellos días Jerusalén. En la Sagrada  Escritura, y particularmente en los Evangelios, la «Ciudad del Gran Rey»  es Jerusalén (cf. Mt 5, 35). Actualmente no lo es, por la infidelidad  del pueblo elegido; pero quitada ésta, y si el Gran Rey o su  representante deben reinar un día sobre la tierra, nada impide que se  alleguen a su Ciudad propia, y ello tanto más cuanto en aquel tiempo la  mejor y más ardorosa porción de sus súbditos serán los israelitas.  Varios profetas parecen refrendar esta idea (cf. por ej. Jer 3, 17; Joel  4, 21; Is 49, 17 ss.; Is 54, 2-17). La Jerusalén futura será, pues, la  sede del Reino de Cristo, y por tanto también de la Iglesia, renovada  por su Segunda Venida.  Todos los milenistas suponen que habrá cierta comunicación entre los  viadores y los santos, entre la tierra y el cielo, de donde se derivarán  muchos bienes. ¿En qué forma será ello? Quizás el estilo del trato que  había entre Cristo glorificado y sus apóstoles en los cuarenta días que  precedieron a la Ascensión del Señor, esbozo de estado glorioso de los  Mil años. Posiblemente Cristo, la Santísima Virgen y los santos se  aparecerán a los hombres, o al menos a algunos de ellos, de manera más  frecuente que ahora…  Cerremos este espinoso asunto del milenismo. En Su Majestad Dulcinea  señala Castellani que el problema es si Cristo ha de volver a consumar  su Reino antes del fin del mundo o juntamente con el fin del mundo. Si  la Parusía, el Reino de Dios, el Juicio Final y el Fin del Mundo, son  cosas simultáneas, es muy probable que antes de esa consumación alboree  en la historia un gran triunfo de la Iglesia y un período de oro para el  cristianismo, el último período, por cierto, donde se acaben de cumplir  las profecías, sobre todo la de la conversión del Pueblo Judío y la  unidad de todos en un Único Rebaño bajo un Solo Pastor. Dicho período no  podrá ser largo, durando quizás el tiempo de una vida humana. Después  volverán a desatarse las tremendas fuerzas demoníacas previas al Triunfo  Final de Cristo.  Pero si Cristo ha de venir antes, a vencer al Anticristo, y a reinar por  un tiempo en la tierra; es decir, si la Parusía y el Juicio Final no  coinciden, sino que son dos sucesos separados, según lo sostienen los  Padres más antiguos, entonces no hay que esperar aquel próximo triunfo  temporal de la Iglesia. La persecución se irá haciendo cada vez más  intensa, casi insoportable, debiendo ser abreviada por la Segunda Venida  de Cristo, que inaugurará un largo período de gloria y de paz.  Como resulta obvio, nuestro autor se inclina decididamente por la  segunda variante, si bien lo hace con modestia: «Nosotros realmente no  sabemos si el milenarismo es dogmáticamente o apodícticamente verdadero;  ni tampoco lo contrario. Sabemos que es por lo menos una hipótesis  (digamos) científica que nos satisface más; y que no se combate con  insultos y con espantajos, sino con razones… Podemos, si no enseñarlo en  cualquiera de sus formas, al menos tenerlo en cuenta en su forma  espiritual más sesuda como una interpretación posible, no condenada», y  hasta recomendada, como dijo San Jerónimo, a pesar de ser antimilenista,  «por innumerables santos y mártires de ambas Iglesias latina y griega».  IR A CONTENIDO  .  .  V. El último remezón  «Cuando se terminen los mil años -prosigue el texto revelado-, será  Satanás soltado de su prisión y saldrá a seducir a las naciones de los  cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, y a reunirlos para la  guerra, numerosos como la arena del mar» (Ap 20, 7-8).  No sabemos por qué tendrá que ser soltado de nuevo Satanás, comenta  Castellani. Algunos opinan que aunque el demonio haya sido ligado, y por  ende las tentaciones graves se encuentren amenguadas, el hombre no  estará inmune de entibiarse. Es cierto que las manifestaciones  frecuentes de Cristo y de sus santos fomentarán singularmente las  virtudes, pero con todo, el hombre es veleidoso, y no hay cosa que a la  larga no le infunda desgano. La paz, la tranquilidad y la abundancia de  aquel tiempo podrán suscitar incuria o desidia, de modo que las pasiones  se vuelvan a encender y se multipliquen las faltas, tornándose raras  las apariciones de los santos. Será preciso trillar de nuevo el campo de  las almas. El esplendor anterior, inficionado por la tibieza, requerirá  una última purificación.  ¿Quiénes son Gog y Magog? Hay que recordar acá los capítulos 38 y 39 de  Ezequiel, de índole apocalíptica, donde se describe un terrible combate  contra el príncipe Gog, rey de Magog, su ulterior derrota, y la  consiguiente glorificación de Israel. Al parecer, el profeta alude a los  infieles de los últimos tiempos, los cuales, como dice el Apocalipsis,  «cercaron el campamento de los santos y de la Ciudad Amada» (Ap 20, 9).  La Ciudad Amada es Jerusalén, donde vive la Israel convertida, reunida  de entre todas las naciones, y habitando en paz la Tierra Santa.  Sigue diciendo el Apocalipsis: «Pero bajó fuego del cielo y los devoró. Y  el Diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde  están también la Bestia y el Falso Profeta, y serán atormentados día y  noche por los siglos de los siglos» (Ap 20, 9-10). Esto recuerda el  texto de Ezequiel, a que acabamos de aludir (cf. 38, 22). La Ciudad  Santa no será, pues, ocupada, ni el Reino de los Santos destruido,  aunque peligre por un momento.  Los milenistas defienden porfiadamente, observa Castellani, que la  derrota del Anticristo y la del ejército Gog-Magog son dos cosas  distintas, inasimilables. Se apoyan para ello en el texto mismo de San  Juan: en el primer caso, la guerra era dirigida por la Bestia y el Falso  Profeta, en el segundo, por el Demonio; allá fueron vencidos por el  Verbo de Dios, el caballero del blanco corcel, que bajó con sus santos  desde las nubes, acá son devorados por el fuego del cielo, sin que  Cristo se mencione para nada; allá no se habla de campamentos ni de  ciudades, acá es asediada la Ciudad Santa; allá los judíos se  convierten, acá aparecen ya convertidos, viviendo juntos y serenamente  en su tierra. Trátase, por consiguiente, de dos guerras diferentes, la  del Anticristo, antes de comenzar el Milenio, y la de Gog y Magog, a su  término.  ¿Quiénes son concretamente los que se rebelaron? Según algunos, grupos  diversos de disconformes y recalcitrantes, que habrían resistido el  Señorío de Cristo durante el Milenio en distintos rincones de la tierra,  como de hecho sucedió en Europa durante la Cristiandad medieval, cuando  había enclaves de paganos pertinaces. Serán ellos quienes integren el  ejército rebelde de Gog y Magog.  Tras el relato de la derrota de estos últimos, el Apocalipsis describe  la resurrección final y el juicio postrero: «Vi a los muertos, grandes y  pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y  luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron  juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras… El que no  se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego»  (Ap 20, 12.15). El Juicio postrero es el umbral de la vida eterna.  Dicha vida no implicará la destrucción del Reino de Cristo sino su  compleción, de modo que resulta equitativo decir que el Reino Milenario  será imperecedero, según se afirma en el Credo: «Cuyo Reino no tendrá  fin».  Culmina San Juan su visión: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva,  porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no  existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del  cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su  esposo» (Ap 21, 1-2).  Se habla, ante todo, de «un cielo nuevo y una tierra nueva». Nuestra  tierra y nuestro cielo, después de haber sido purgados por la llama, se  mostrarán transfigurados, como nuevos. Porque también este mundo debe  ser restaurado; no solamente las almas individuales, sino también los  cuerpos, la naturaleza, las plantas, los animales, los astros, todo debe  ser purificado plenamente de las consecuencias del Pecado, que no son  otras que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a ello, bien valió la pena  haber pasado por una gran Angostura.  Asimismo el vidente habla de «la nueva Jerusalén», que desciende de lo  alto. Los exégetas no coinciden en la interpretación de lo que significa  esta ciudad esplendorosa. Según el P. Castellani, hay dos Jerusalenes,  la celestial y la terrena. La Jerusalén celestial es la actual asamblea  de los santos, o sea, lo que llamamos el Cielo. Pero esta Jerusalén  celeste no es la que ve bajar ahora el Profeta. No es la esposa de Dios,  sino la novia del Cordero, que desciende del cielo a la tierra en el  resplandor de las piedras preciosas y el fulgor del jaspe. Trátase de  una ciudad amurallada y medida, con doce puertas y doce pilares, en  forma de cubo perfecto. La luz que la ilumina no es otra que el Cordero.  Un río de agua viva la surca, y en medio de la plaza, a uno y otro lado  del río, hay árboles de Vida, cuyas hojas son medicinales (cf. Ap 21, 9  – 22, 2).  Así la describe el Profeta. Y la promete para los últimos tiempos, para  después de la Segunda Venida. Bien observa Castellani que la historia de  la humanidad se enmarca entre dos ciudades, descritas respectivamente  en el primero y en el último libro de las Escrituras. La ciudad inicial  es Babel, ciudad de confusión, que los hombres prometeicos se  propusieron edificar pelagianamente con sus propios músculos, y la  segunda es la Nueva Jerusalén, ciudad de la gracia, que desciende de lo  alto. El Anticristo pretendió usurpar el ideal de unidad del género  humano mediante la instauración perversa de su Imperio Universal. Todo  en vano, ya que sólo Cristo es el Señor de la Historia, y el verdadero  principio de cohesión del Universo. Por eso Juan describe a la Nueva  Jerusalén como una Ciudad, símbolo de la unidad social del hombre  restaurado.  Ciérrase el Apocalipsis con el Cielo Eterno, o sea el Mundo de la Visión  Beatífica.  IR A CONTENIDO  .  .  VI. Ni optimismo ni pesimismo, sino esperanza  El esplendor del cielo y el Cristo glorioso abren las visiones del  último libro de la Sagrada Escritura, y las cierran la Nueva Jerusalén y  la visión beatífica. No es, pues, el Apocalipsis, como se atrevió a  decir Borges, un «libro de amenazas atroces y de júbilos feroces». Tras  las huellas de Pieper, señala Castellani que la esjatología cristiana  incluye dos elementos diversos: el fin catastrófico intrahistórico de la  humanidad y el fin triunfal extrahistórico. Lo intrahistórico depende  de la voluntad del hombre y las intervenciones metahistóricas provienen  de Dios.  Resulta curioso, pero el Señor, en su Discurso Esjatológico, tras  preanunciar las cosas más espeluznantes: Será la tribulación más grande  que ha existido desde el principio del mundo hasta el presente ni  volverá a haberla; los hombres se morirán de terror y de ansiedad por  las cosas que vendrán sobre el mundo; las fuerzas cósmicas se desatarán…  (cf. Mt 24, 21 ss.; Lc 21, 23 ss.), concluye: «Entonces cobrad ánimo y  levantad la cabeza, porque está cerca vuestra salvación» (Lc 21, 28). Es  la actitud compleja del cristiano, cuya fe le asegura que este aión,  este ciclo de la Creación, tendrá su fin, precedido por una tremenda  agonía, pero será seguido de una espléndida reconstrucción. Bien señala  nuestro autor que, por una paradoja de la psicología profunda, esta  literatura «pesimista» ha sostenido el «optimismo» constructivo del  Cristianismo. En las épocas en que la Iglesia vivió en el temblor y en  la proclamación osada de la «inminente Parusía» es cuando proyectó la  Cristiandad, como en los tiempos de San Pablo, de San Ireneo, de San  Agustín…  Por otra parte, el conocimiento y la previsión de las catástrofes  apocalípticas sirvió a los pueblos fieles para sobrellevar con entereza  las catástrofes del momento, lo cual responde adecuadamente a las leyes  de la psicología. «Cuando las inmensas vicisitudes del drama de la  Historia -escribe Castellani-, que están por encima del hombre y su  mezquino racionalismo, llegan a un punto que excede a su poder de  medicación y aun a su poder de comprensión -como es el caso en nuestros  días- sólo el creyente posee el talismán de ponerse tranquilo para  seguir trabajando». Como si dijera: Todo esto ya estaba previsto y aún  mucho más, pero después vendrá la victoria definitiva. Para eso se nos  ha dado la profecía del Apocalipsis, para nuestro consuelo. Si no la  tuviéramos, la tribulación se haría insoportable y su desenlace  inextricable. En la Escritura, como ha señalado el Crisóstomo, se nos  anuncian los males futuros, para que cuando vengan, no nos aplasten.  Frente al tema de las ultimidades, reiterémoslo por última vez con  Castellani, caben posiciones erróneas y contradictorias entre sí. El  Iluminismo de los siglos XVIII y XIX despreció la esjatología cristiana  junto con toda la religión revelada, burlándose del Anticristo y del  Dragón como de cuentos medievales. El resultado fue que cayó en una  esjatología espúrea, o mejor, desembocó en dos esjatologías opuestas,  fragmentos de la síntesis cristiana: la optimista, del Progreso  Indefinido, y la pesimista, del Nihilismo sin sentido.  La primera visión, la visión optimista, encuentra un alto exponente en  Kant, como ya lo hemos visto al desarrollar el pensamiento de Pieper.  Kant creyó en el Reino instaurado por la sola fuerza de la Razón Pura,  profetizando la paz perpetua sobre el fundamento del ideario de la  Revolución francesa. También el progresismo católico moderno considera  la historia, sobre todo a partir del Renacimiento, como un progreso  indeclinable hacia el Punto Omega. Trátase siempre de una esjatología  inmanente, cismundana, a la que de algún modo es reductible la teoría  del «eterno retorno» de los hindúes, propugnada en Occidente por René  Guénon, según la cual tras la Kali-Yuga retornará necesariamente la Edad  de Oro.  Para ilustrar dicha actitud, Castellani trae a colación la parábola de  las vírgenes necias. Porque también esa parábola tiene que ver con el  Retorno del Señor, inserta como está en el Sermón Parusíaco de Cristo  (cf. Mt 24-25). Ya desde el comienzo de la misma, Jesús alude a su  Vuelta, y la cierra con un apremiante: «Velad, pues» (Mt 25, 13), que  por otra parte había ya reiterado seis o siete veces en el sermón  antedicho. Pero la parábola aporta algo peculiar, al esbozar un cuadro  simbólico y vigoroso del «apurón» de la Parusía y de sus adjuntos  principales, cifrando plásticamente el Sermón Profético anterior. Las  vírgenes necias no eran impías, sino negligentes, saliendo al encuentro  de Cristo con las lámparas vacías. Representan a los cristianos  adormecidos en su «tibieza», justamente lo que se achaca en el  Apocalipsis a la última Iglesia, la Iglesia de Laodicea. Lo que la  parábola nos quiere decir es lo siguiente: la Parusía será inopinada, y  la mayor parte de la gente estará dormida, pues aparentemente el tiempo  sigue transcurriendo y «Cristo no vuelve más», como piensa la mayoría, o  se demora mucho, como opinan numerosos cristianos. Cuando acaezca, se  hará un gran clamor, y el desconcierto será total. Las providencias que  tomen los que no se hayan preparado fracasarán todas, pues ya no será  momento de previsiones.  Tal es la gran herejía de nuestro tiempo, la negación u olvido de la  Parusía, en la espera de salvaciones intramundanas. Entre dichas  esperanzas inmanentes hay que poner la expectativa del  internacionalismo, concebido como panacea universal. Dice Castellani que  en la actualidad hay dos posibles internacionalismos, el de Rousseau y  el de San Agustín, el de la Ciudad de Dios y el de la Ciudad del Hombre.  «Si admitimos que la pacificación de la Humanidad en una gran familia  es un asunto específicamente religioso, no quedan para realizarlo sino  dos religiones que son de veras internacionales: la Iglesia Católica y  la Anti-Iglesia, o sea la Sinagoga. La Iglesia es internacional por  divina vocación. La Sinagoga es internacional por divina maldición. La  Iglesia y la Sinagoga representan las dos concreciones más fuertes y  focales del sentimiento religioso que existen en el mundo. El pueblo  cristiano y el pueblo judío representan por expresa declaración de Dios  los dos pueblos sacerdotales que existen en la tierra: son el fermento  de todo el resto, la sal de la tierra; la sal que ha perdido su salazón y  no puede ya por nadie ser salada, y la otra sal, que debe salar todo».  Los demás internacionalismos, el mahometano, el liberal, el bolchevique,  son ramas provenientes de la Anti-Iglesia. Porque también el último,  que tiene raíz judaica, es mesiánico, anticristiano y esjatológico, y  por tanto se mueve en el plano religioso, de una religión inmanente, la  del hombre divinizado.  De por sí, la empresa de congregar a todos los hombres es algo bueno,  propio de la Iglesia Católica, que justamente quiere decir universal. El  hombre no es instintivamente cosmopolita. Instintivamente los hombres  se enjambran en grupos, en corporaciones, en clases, en razas. Solamente  podrán reconocerse como hermanos, escribe nuestro autor, cuando se  reconozcan como hijos de un mismo Padre que está en los cielos. No como  hijos de un mismo padre que está encima de un árbol, el antropopiteco de  Darwin. Ni de una madre que está en la estratosfera, como la «Diosa  Humanidad» de Comte. Sólo los cristianos tenemos nuestra Mesa, que es  sagrada, y sabemos que comunicando en ella volverán los pueblos del  mundo a sentirse hermanos. Ninguna paz duradera será concertable en la  Mesa Redonda de Londres o en la Mesa Directiva de Ginebra, si se  prescinde del visto bueno de esta humilde Mesa de los cristianos, que  fue instituida expresamente para que «todos sean uno, Padre mío, como tú  y yo somos uno» (Jn 17, 22).  Concluyendo, pues: La unión de las naciones en grupos regionales,  primero, y después, en un solo Imperio Mundial, sueño fascinante del  mundo de hoy, no puede realizarse sino por Cristo o contra Cristo. Lo  que se puede hacer sólo con la ayuda de Dios, y que de hecho Dios hará  al final, conforme está prometido, febrilmente intenta el mundo moderno  construirlo al margen del designio divino, orillando a Dios, abominando  del antiguo proyecto de unidad que se llamó la Cristiandad, y  violentando incluso la naturaleza humana, con la supresión intentada de  la familia y de las patrias. En frase categórica de Castellani: «Todo lo  que hoy día es internacional, o es católico o es judaico».  La segunda visión acerca del futuro, la visión pesimista, ha sido  expuesta principalmente por nihilistas como Schopenhauer y Nietzsche,  que heredaron el otro fragmento de la concepción cristiana. «Nietzsche  vio la catástrofe impendente en el nihilismo europeo; y su refugio  desesperado en la esperanza del Superhombre, la cual no es más que la  programación del Anticristo», escribe nuestro autor. No deja de ser  aleccionador observar cómo las viejas utopías eran todas de un optimismo  delirante, en cambio los últimos ensayos sobre el porvenir son con  frecuencia espeluznantes.  Así las dos partes inseparables de la Teología fermentaron y se pusieron  en las manos de estos antiteólogos. «Esas dos corrupciones ideológicas  perduran en el ateísmo contemporáneo, esperando la hora que el  Anticristo las reúna en amalgama perversa… Cuando venga el Anticristo no  necesitará más que tomar a Kant y Nietzsche como base programal de su  religión autoidolátrica».  Tal es la situación en que hoy nos desenvolvemos. El «odio formal» a  Dios, escribe Castellani, es el pecado más grave que puede cometer un  hombre. Es el pecado del demonio y será el pecado del Anticristo. Pues  bien, en nuestro siglo hemos sido testigos presenciales del odio a Dios  encarnado en manifestaciones sociológicas y hasta políticas. Hemos  visto, en el Este, la aparición de una «nación atea», oficial y  constitucionalmente «anti-tea», con organizaciones contra Dios, museos  contra Dios, y toda una «cultura» abocada a la destrucción de la idea de  Dios. Y en el ámbito occidental, hemos presenciado y seguimos  presenciando la universalización de un género de vida, ampliamente  promocionado por los medios de comunicación, que parece suponer que «no  hay Dios», que «no hay otra vida», y que lo único que se debe propiciar  es una sociedad signada por la inmanencia y el hedonismo.  No hace tanto blasfemaba Heine: «El cielo se lo dejamos a los ángeles y a  los gorriones». Atinadamente escribe Castellani: «Todo lo que impida  fabricar un edén en la tierra y un rascacielos que efectivamente llegue  hasta el cielo debe ser combatido con la máxima fuerza y por todos los  medios -según estos hombres. Los que de cualquier modo atajen o estorben  la creación de esa Sociedad Terrena Perfecta y Feliz deben ser  eliminados a cualquier costo. Todas las inmensas fuerzas del Dinero, la  Política y la Técnica Moderna deben ser puestas al servicio de esta gran  empresa de la Humanidad, que un gran político francés, Viviani, definió  con el tropo bien apropiado de «apagar las estrellas». Esos hombres no  son solamente los masones, ni solamente los judíos, ni solamente los  herejes; ni tampoco son dellos todos los judíos y todos los herejes;  aunque es cierto que a esa trenza de tres se pueden reducir como a su  origen todos los que hoy día están ocupados -¡y con qué febril  eficiencia, a veces!- en ese trabajito de pura cepa demoníaca».  Por eso, ni optimismo ni pesimismo, posiciones ambas sustentadas por  todos «los que no tienen el sello de Dios en sus frentes» (Ap 9, 4). El  mundo se dirige hacia una catástrofe intrahistórica, que quizás asuma la  forma de un suicidio colectivo, pero dicha catástrofe condiciona una  gloriosa transfiguración de la vida del hombre y del mundo. Por sobre el  pesimismo y el optimismo -categorías psicológicas-, el Apocalipsis  levanta la divisa de la esperanza, que es una virtud teologal. Como  escribe Castellani, el Apocalipsis se encuentra por sobre el optimismo y  el pesimismo; «es juntamente pesimista al máximo y optimista al máximo,  y por ende supera por síntesis estas dos posiciones sentimentales». El  proceso de la Kali-Yuga o Edad Sombría está relatado en él con los  términos más crudos, pero también y paralelamente, el proceso de la  final Restauración en Cristo, «dependiente no de las fuerzas humanas  sino de la potencia superhistórica que gobierna la Historia». El  Apocalipsis es, pues, un libro de esperanza, no un libro hecho para  infundir miedo, sino para consolar y fortificar a los que se sienten  acosados por el temor de un futuro pavoroso.  Un auténtico católico no puede sino desear la Segunda Venida, recordando  que el que una vez vino es también el que vendrá, el erjómenos. Pero  hoy más que nunca este anhelo se vuelve apremiante. Siempre que ha  habido una crisis histórica grave, la atención de los cristianos se  dirigió casi como por instinto a las profecías. La crisis actual, con el  peligro atómico y nuclear, que no deja de pender como la espada de  Damocles, es mayor que todas las precedentes, engendrando angustia  generalizada. En el campo espiritual, la crisis de la Iglesia, la  inmanentización de las virtudes teologales, la organización de la Gran  Apostasía religiosa, agravan infinitamente la situación.  El querido e inolvidable P. Castellani ha hecho con sus libros sobre la  esjatología un servicio relevante a la cultura religiosa. Tras las  huellas de Soloviev, nos recuerda que la función del «Profeta», que  especula sobre el futuro, es necesaria a una nación tanto o más que la  función del «Sacerdote» y la función del «Monarca». Si se arroja por la  borda la profecía, se cae necesariamente en la pseudoprofecía  (fantaciencia, literatura de pesadilla o ensayos de utopía). En su  espléndida novela Juan XXIII (XXIV), le hace decir al simpatiquísimo  Papa argentino de la ficción: «Mira, andaluz: cuando la Iglesia anda mal  no coincide la vocación del sacerdote con la del profeta; y esto es  señal infalible, que entonces los sacerdotes desconocen y aun persiguen a  los profetas -y eso pasaba en mi patria. Pero cuando la Iglesia anda  bien, entonces es compatible el ser sacerdote con el ser guerrero, ser  sabio, ser artista, ser poeta, ser»…  La conclusión de este análisis sobre el Apocalipsis no es permanecer con  los brazos cruzados, sino preparar el espíritu para épocas bravías,  disponiéndonos convenientemente a enfrentar la apostasía con lucidez y  coraje, al tiempo que trabajando en favor de la verdad conculcada. Dicho  propósito no será estéril, ni quedará sin recompensa.
,  llegará inesperadamente el momento de la victoria, de la victoria no  última sino penúltima, que cerrará el primer combate esjatológico.  «Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo  monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y juzga, y combate con justicia» (Ap  19, 11). Es Cristo que viene para deponer a su Adversario. «Y los  ejércitos del cielo -prosigue el texto-, vestidos de lino blanco puro,  le seguían sobre caballos blancos» (ibid. 14). Ya lo había anunciado el  profeta al decir: «Vendrá el Señor Dios mío y todos los santos con él»  (Zac 14, 5), lo que San Judas refrendó en su epístola: «He aquí que  viene el Señor, con miles de santos suyos» (1, 14).  Luego, leemos en el texto del Apocalipsis, el Ángel, de pie sobre el  sol, «llamó a todas las aves que volaban por lo alto del cielo»,  invitándoles a comer «carne de reyes, carne de caballos y de sus  jinetes» (Ap 19, 17-18). En su libro sobre las Parábolas, Castellani  relaciona este texto con una extraña frase que se encuentra en el libro  de Job: «Donde está el cuerpo se juntan las águilas» (38, 27). Varias  interpretaciones se han dado de estas últimas palabras. Nuestro autor  prefiere, siguiendo a San Beda, Santo Tomás y Maldonado, aplicarlas al  mundo de los últimos días, cuerpo muerto y descompuesto, a pesar del  tremendo poder político y militar que lo rige; ese mundo homogeneizado  por obra del Anticristo, contra el cual se lanzarán repentinamente, con  la subitaneidad de un relámpago, las potencias espirituales del Cosmos  -los ángeles- para hacerlo pedazos. Si se trata de una predicción de dos  acontecimientos sucesivos, typo y antitypo, veamos lo que acaece en  ambos. En el primero, las «águilas», que serían las divisiones romanas,  confluyeron de todas partes a Jerusalén, según lo relata Josefo, para  ocupar cruentamente la capital de los judíos. En el segundo, el objetivo  será la gran ciudad capitalista, imperial y sacrílega, sede de la  Bestia. Cuando ese mundo apóstata esté hecho cadáver, desechada la fe  cristiana que le dio siglos de vida y esplendor, entonces las águilas  del Espíritu caerán de las alturas sobre él y sobre su Usurpador,  precediendo al verdadero Señor del mundo, Nuestro Señor Jesucristo. Pero  no adelantemos la trama.  Porque ante ese ataque en picada, escribe el hagiógrafo, «vi a la Bestia  y a los reyes de la tierra con sus ejércitos reunidos para entablar  combate contra el que iba montado en el corcel y contra sus ejércitos».  La conclusión es gloriosa: «Apresada fue la Bestia, y con ella el  Pseudoprofeta…, los dos fueron arrojados vivos al lago de fuego que arde  con azufre» (Ap 19, 19-20). En cuanto a los demás, «fueron exterminados  por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las  aves se hartaron de sus carnes» (ibid. vers. 21).  IR A CONTENIDO  .  .  2. La Primera Resurrección  A continuación, el vidente observó a un Ángel, quizás el mismo Mikael,  «que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y  aprehendió al Dragón, la antigua serpiente, que es el Diablo y Satanás, y  lo encadenó por mil años» (Ap 20, 1-2). Hemos llegado a un tema  espinoso, el del Milenio. Su tratamiento no es nada fácil. Antes de  considerarlo como corresponde, será conveniente decir algo sobre lo que  sigue en el texto sagrado.  Háblase allí de unos tronos donde «los que revivieron» (Ap 20, 4) se  sentaron para juzgar. Trátase, al parecer, de una «primera resurrección»  (ibid. 5), donde revivirán sólo algunos; el resto de los muertos no  volverán a la vida hasta que se acaben los mil años.  ¿Quiénes resucitarán primero? Según varios comentaristas, solamente los  mártires, los apóstoles y algunos santos, conforme a lo escrito en el  Apocalipsis, donde se lee que revivirán «los que fueron decapitados por  el testimonio de Jesús, y todos los que no adoraron a la Bestia ni a su  imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en sus manos» (Ap 20, 4).  Quizás sea precisamente por ello que recibirán este privilegio y  galardón peculiar, ya que soportaron la lucha más terrible. No en vano  decía San Agustín que «los mártires de los últimos tiempos serán los más  grandes de todos, porque los primeros mártires lucharon contra los  Emperadores, pero los últimos combatirán con Satanás mismo». Los que  sostuvieron el peso más arduo de la lucha recibirán un premio que no  será común a los otros muertos, y es el privilegio de poder sentarse en  el trono para juzgar, que según el uso de la Escritura es sinónimo de  regir y gobernar el mundo, juntamente con Cristo, a quien, por haberse  humillado hasta la muerte, le fue dado el poder reinar sobre todo el  mundo y juzgar a todos los hombres. En cambio los impíos e impenitentes,  que caerán con el Anticristo, no resucitarán para acompañar al Señor en  la victoria que seguirá a su Parusía. Es la cizaña reservada hasta la  siega para ser luego quemada (cf. Mt 13, 30).  Otros autores interpretan que en esta primera reviviscencia resucitarán  todos los justos. Para ello se apoyan también en textos de la Escritura,  especialmente de San Pablo, por ejemplo aquél donde dice: «Del mismo  modo que en Adán todos mueren, así también todos revivirán en Cristo;  pero cada uno en su orden: Cristo, como primicia, el primero; luego los  que son de Cristo en su Parusía; luego, el final, cuando entregue el  Reino a Dios Padre, después de haber destruido todo Principado,  Dominación y Potestad, pues es preciso que él reine hasta poner bajo sus  pies todo enemigo. El último enemigo en ser destruido será la muerte»  (1 Cor 15, 22-26). El orden de la resurrección sería, pues, el  siguiente: primero, Cristo; después, «los que son de Cristo», o sea,  todos los justos en el tiempo de su Retorno; por último, todos los  hombres, cuando la misma Muerte sea destruida, y nadie más haya de  morir. Tales exégetas añaden otro texto del Apóstol en su favor, donde  se dice: «El Señor en persona, a la orden dada por la voz del Arcángel y  por la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo  resucitarán en primer lugar» (1 Tes 4, 16). Como «los muertos en Cristo»  son todos los justos, por eso estiman que todos ellos resucitarán  primero en la Parusía.  En cuanto a los que se negaron a prosternarse ante el Anticristo ni  tampoco fueron por él asesinados, saldrán transfigurados al encuentro  del Señor. Los que cedieron al Anticristo, recibiendo su marca en la  frente o en la mano, no por complicidad sino por temor, que serán los  más, una vez vencido el Anticristo harán penitencia, e integrarán la  Iglesia de los viadores durante el Milenio, escribe Castellani.  Tras la ruina del Anticristo, dice el Apocalipsis que el Demonio será  encadenado. El Ángel «lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los  sellos, para que no seduzca más las naciones hasta que se cumplan los  mil años» (Ap 20, 3). Sostienen los milenistas que Satanás ya no tendrá  contacto con los hombres, lo que será una de las principales causas de  felicidad en el Reino de Cristo.  IR A CONTENIDO  .  .  3. El Milenio  Acabamos de aludir al Milenio y el Reino de Cristo «por mil años» (Ap  20, 3.6). Estos versículos han traído verdaderos dolores de cabeza. Por  lo general, nadie sostiene que el número mil haya de entenderse de  manera literal. Mil años significa un largo período de la historia.  IR A CONTENIDO  .  .  a. El séptimo milenio  Es la cuestión del milenarismo, que Castellani prefiere llamar  «milenismo», según lo denomina San Agustín; interpretación que, tomando  el Milenio como reinado efectivo de Cristo, coloca esos mil años de que  habla el Apocalipsis (cf. 20, 2-7) entre dos resurrecciones, la primera  de las cuales, a que se refieren los versículos 4-6, se atribuye sólo a  los justos, y la segunda y general, que se menciona en los versículos  12-13, se reserva para el juicio final.  Castellani se ha esmerado en demostrar, sobre todo en el libro La  Iglesia patrística y la Parusía, que el milenismo fue propiciado por  buena parte de los primeros Padres de la Iglesia. Así, por ejemplo, un  Padre tan importante como San Ireneo sostuvo que el mundo duraría seis  mil años desde Adán hasta la Segunda Venida de Cristo: «En cuantos días  fue hecho el mundo, en otros tantos milenios será consumado. Por eso  dice el Génesis: “Concluyéronse, pues, los cielos y la tierra y todo su  mobiliario, y consumó Dios en el día sexto todas las obras suyas que  había hecho, y descansó el día séptimo de todas las obras que hizo” (Gen  2, 1-2). Esto es a la vez narración de lo pasado y profecía de lo  porvenir. Si, pues, “un día de Dios es como mil años” (Ps 89, 4), y en  seis días consumó la creación, manifiesto es que en seis milenios  consumará la historia» (Adv. hær. V, 28, 3). Pues bien, prosigue Ireneo,  al fin del sexto milenio o al comienzo del séptimo, aparecerá el  Anticristo, quien «recapitulará» todas las herejías: «Viniendo, pues,  aquél y resumiendo toda apostasía en sí mismo transferirá a Jerusalén su  Reino y se sentará en el templo de Dios, seduciendo a los que le  adoraren “como si él fuese Cristo”… Y habiéndolo devastado todo este  Contracristo, reinando en el mundo tres años y medio y sentándose en el  templo solimitano, entonces vendrá el Señor de entre las nubes y en la  gloria de su Padre; y al otro y a los que le obedecen arrojará al  estanque ardiente; y llevará a los justos al Tiempo del Reino, es decir,  del Descanso, al Séptimo Santificado Día»… (ibid. 25, 27, 30).  También San Agustín dividió la historia del mundo en siete períodos. El  primero es el que va de Adán hasta Noé, el segundo de Noé hasta Abraham,  el tercero de Abraham hasta David, el cuarto de David hasta la  deportación a Babilonia, el quinto de la deportación a Babilonia hasta  la llegada de Cristo nuestro Señor. Con la venida de Cristo comienza el  sexto período, que es aquel en que estamos. Y así como el hombre fue  hecho a imagen de Dios en el sexto día (cf. Gen 1, 26), de manera  semejante en este tiempo, que es el sexto del gran ciclo histórico, nos  regeneramos por el bautismo, recibiendo la semejanza de nuestro  Modelador. Cuando pasare el sexto día, vendrá el descanso sabático para  los santos y justos de Dios. Después del séptimo, iremos al reposo  final, retornando al origen. «Pues así como pasados los siete días se  llega al octavo que es a la vez el primero, así terminadas y cumplidas  las siete edades de este ciclo fugitivo, volvemos a aquella felicidad  inmortal de la cual decayó el hombre» (Sermo 259: PL 38, 1197).  IR A CONTENIDO  .  .  b. Tipos de Milenismo  Abundemos un tanto en este asunto. Tres son los tipos de milenismo que  ha conocido la historia, escribe Castellani.  Ante todo el milenismo craso o carnal, que designa una tendencia poco  menos que novelesca de los primeros siglos, según la cual Cristo  triunfaría en esta tierra de una manera temporal y mundana, con un  cortejo de satisfacciones, revanchas y deleites groseros para los  resucitados. Se la atribuye originalmente a Cerinto, contemporáneo de  los Apóstoles, que nació en Egipto, de padres judíos. Imbuido en la  filosofía alejandrina, abrazó el cristianismo, conservando al parecer  elementos judaicos. Dicho personaje, cuya herejía recibió el nombre  técnico de «quiliasmo», imaginó para los justos, después de la  resurrección primera en esta tierra, una vida jubilosa por muchos  siglos, retomando viejas costumbres del Antiguo Testamento, como la  circuncisión imperada por la Ley de Moisés; de las colinas fluirían  leche y miel, habría grandes banquetes y festichongas, entendiéndose a  la letra lo que se encuentra en diversos lugares de la Escritura, y ello  a modo de compensación por lo sufrido antes del milenio. Algo semejante  sostuvieron los llamados «ebionitas», que si bien adherían al  cristianismo, conservaban también la ley de Moisés; Cristo, al venir,  restauraría el Templo y restablecería los sacrificios judaicos,  siguiéndose mil años de delicias.  El segundo tipo de milenismo es el espiritual, que no promete a los  justos resucitados ni bodas ni francachelas, ni nada de lo que ha  perimido en la ley mosaica, entendiendo que lo que la Escritura, con  tropos e imágenes orientales, promete de felicidad en la Nueva Jerusalén  ha de entenderse simbólicamente. Será preciso atenerse a lo esencial:  un Milenio ha sido preanunciado, dicho período aún no ha tenido lugar,  en qué consiste a punto fijo no lo sabemos; cuando se dé, lo sabremos.  Durante el período patrístico, muchos herejes sostuvieron el milenismo  craso. Dicho milenismo se hizo especialmente peligroso en el siglo IV,  por lo que fue duramente atacado por San Jerónimo y por el mismo San  Agustín. Éste había sido primero milenista, pero después, por influjo de  San Jerónimo, que le advirtió de los riesgos muy reales entonces del  quiliasmo, propuso una interpretación más benigna, orientada  principalmente a impugnar los abusos del milenismo carnal. En cuanto al  milenismo espiritual, fue defendido por casi todos los Padres de los  primeros siglos, así como por varios destacados teólogos a lo largo de  la historia.  La tercera clase de milenismo es el alegorista, cuyos fautores sostienen  que el Milenio no es sino este tiempo en que vivimos, es decir, todo  «el tiempo de la Iglesia», desde la Ascensión de Cristo hasta el fin del  mundo. Según sus sostenedores, el capítulo 20 del Apocalipsis debe  entenderse como una «alegoría» de la actual vida de la Iglesia, excepto  tres versículos, del 7 al 10, que ésos sí se refieren literalmente al  fin del mundo. De donde no hay «resurrección primera y segunda», como  dice el texto, sino una sola, la terminal. Algunos intérpretes de esta  escuela afirman que el Milenio ya pasó, correspondiendo al tiempo de la  Cristiandad, que comenzó en Carlomagno y terminó en 1789; ahora, tras el  Milenio, el demonio estaría desatado, como parece indicarlo la oración a  San Miguel Arcángel que León XIII imperó se rezase al término de la  Misa.  Pregúntase Castellani por qué será que se fue virando de una  inteligencia literal-simbólica, como él la llama, a una inteligencia de  tipo alegorizante, que es la que hoy prevalece mayoritariamente. Lo  explica diciendo que durante la época de las persecuciones, los  cristianos vivieron acorralados en el Imperio, sin ninguna salida a la  vista. La Parusía significaba la victoria sobre la persecución, y por  eso el Apocalipsis se volvió de actualidad. Tras la conversión de  Constantino, la situación cambió sustancialmente. Las iglesias están  llenas, exclamaba eufórico San Agustín, cuyo viraje interpretativo fue  seguido por gran parte de la exégesis medieval, que poco pensó en la  Parusía. Ocupados en edificar la Cristiandad, no tenían prisa en  profetizar sobre su fin. Sin embargo también entonces se hubiera podido  aplicar la clave typo-antitypo. El typo de las profecías mesiánicas era  precisamente ese mundo nuevo que se estaba gestando, ese triunfo de  Cristo, también temporal, lo que implicaba enseñar, edificar, ordenar,  más que consolar. Pero dicho «typo» sólo habría alcanzado su  inteligibilidad total si hubiese sido visto a la luz del Milenio, su  «antitypo», lo que no sucedió.  Hoy los tiempos han cambiado y se han vuelto de nuevo duros,  persecutorios y apocalípticos, por lo que se torna una vez más al tema  olvidado. De donde concluye Castellani: «La exégesis del Apocalipsis  tiene dos polos, que son el typo y el antitypo de la profecía. De la  ocupación intensa en el antitypo, que es el Reino de Cristo después de  su Segunda Venida, ella osciló fuertemente hacia el typo, que es el  Reino después de la Primera Venida; reino espiritual, invisible y lleno  de cizañas; para volver de nuevo a su objeto principal, el propio y más  importante, que responde al sentido literal; sin el cual es vicioso el  sentido moral y alegórico».  Nuestro autor no ignora todas las alergias que hoy suscita el tema del  Milenio. Él lo cree plenamente coherente con la doctrina de la Iglesia.  El milenismo espiritual no ha sido jamás condenado por la Iglesia, ni lo  será nunca, sostiene, por la simple razón de que la Iglesia no podría  condenar a la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos,  entre ellos a los más grandes.  Es cierto que hace varias décadas el Santo Oficio dio a conocer sobre  este asunto dos decretos disciplinares para América del Sur, donde se  prohibía la enseñanza del «milenarismo mitigado». En el primero de  ellos, de 1941, se definía claramente en qué consiste dicho tipo de  milenarismo, a saber, «el de los que enseñan que antes del juicio final,  con previa o sin previa resurrección de justos, Cristo volvería a la  tierra a reinar corporalmente». En 1944 apareció el segundo decreto, de  índole aclaratoria, donde en vez de «corporalmente» se pone  «visiblemente», ya que el primer adverbio resultaba inadecuado si se  aplicaba a la época de la Iglesia en la tierra, donde Cristo está  siempre «corporalmente» en el Santísimo Sacramento. Lo que está  prohibido, sostiene Castellani, es enseñar «que Cristo reinará  visiblemente desde un trono en Jerusalén sobre todas las naciones;  presumiblemente con su Ministro de Agricultura, de Trabajo y Previsión y  hasta de Guerra si se ofrece». Lo cual, obviamente, ningún Santo Padre o  teólogo serio sostiene.  IR A CONTENIDO  .  .  c. El Reino de Cristo  Cristo, pues, retornará del cielo, hará su Parusía, su Última Venida, en  gloria y majestad. ¿Con qué fin? Para reinar y juzgar, juntamente con  los suyos: «Luego vi unos tronos y se sentaron en ellos, y se les dio el  poder de juzgar…, revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20,  4). Dijimos hace poco que las palabras «reinar» y «juzgar» son casi  sinónimos en la Escritura, dado que los reyes antiguos eran «los jueces»  que «daban a cada uno lo suyo», en lo cual consiste esencialmente la  virtud de la justicia. El Reino de Cristo es denominado con propiedad  Juicio, dice Castellani, pues en su inicio acaecerá el juicio y castigo  del Anticristo y de todos sus secuaces, así como se otorgará el premio  de la resurrección primera a los mártires o a todos los justos en  general. En este mismo sentido escribió San Pablo a Timoteo: «Te conjuro  delante de Dios y de Jesucristo, que ha de venir a juzgar a vivos y  muertos, por su Venida y por su Reino»… (2 Tim 4, 1), de donde se deduce  que por su Advenimiento y por su Reino se llevará a cabo el Juicio de  vivos y muertos. La Resurrección general y el Juicio Final no serán sino  el acto conclusivo y consumante de dicho Reino. Por eso rectamente en  el Credo se lo profesa a su término.  ¿Cómo será el Reino milenario de Cristo? Sólo podemos barruntarlo.  Sabemos de cierto que la Iglesia no cambiará sustancialmente, ni en su  régimen, ni en su doctrina, ni en los sacramentos, si bien alcanzará en  todo ello sublime perfección.  Será un Reino verdaderamente universal, cumpliéndose así las profecías  veterotestamentarias: «A él se le dio el poder, la gloria y el reino, y  todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán» (Dan 7, 14); «le  adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le servirán»  (Ps 71, 11). Será un Reino de justicia y de paz (cf. Is 60, 18; 32, 17;  Ps 71, 3). Será un Reino de prosperidad, consecuencia de la paz y la  justicia (cf. Ez 34, 26-27; Os 2, 23-24; Am 9, 13). Será sobre todo un  Reino de amor, en que Dios se mostrará especialmente afectuoso con los  hombres (cf. Is 66, 12-13).  La sede del Reino será en aquellos días Jerusalén. En la Sagrada  Escritura, y particularmente en los Evangelios, la «Ciudad del Gran Rey»  es Jerusalén (cf. Mt 5, 35). Actualmente no lo es, por la infidelidad  del pueblo elegido; pero quitada ésta, y si el Gran Rey o su  representante deben reinar un día sobre la tierra, nada impide que se  alleguen a su Ciudad propia, y ello tanto más cuanto en aquel tiempo la  mejor y más ardorosa porción de sus súbditos serán los israelitas.  Varios profetas parecen refrendar esta idea (cf. por ej. Jer 3, 17; Joel  4, 21; Is 49, 17 ss.; Is 54, 2-17). La Jerusalén futura será, pues, la  sede del Reino de Cristo, y por tanto también de la Iglesia, renovada  por su Segunda Venida.  Todos los milenistas suponen que habrá cierta comunicación entre los  viadores y los santos, entre la tierra y el cielo, de donde se derivarán  muchos bienes. ¿En qué forma será ello? Quizás el estilo del trato que  había entre Cristo glorificado y sus apóstoles en los cuarenta días que  precedieron a la Ascensión del Señor, esbozo de estado glorioso de los  Mil años. Posiblemente Cristo, la Santísima Virgen y los santos se  aparecerán a los hombres, o al menos a algunos de ellos, de manera más  frecuente que ahora…  Cerremos este espinoso asunto del milenismo. En Su Majestad Dulcinea  señala Castellani que el problema es si Cristo ha de volver a consumar  su Reino antes del fin del mundo o juntamente con el fin del mundo. Si  la Parusía, el Reino de Dios, el Juicio Final y el Fin del Mundo, son  cosas simultáneas, es muy probable que antes de esa consumación alboree  en la historia un gran triunfo de la Iglesia y un período de oro para el  cristianismo, el último período, por cierto, donde se acaben de cumplir  las profecías, sobre todo la de la conversión del Pueblo Judío y la  unidad de todos en un Único Rebaño bajo un Solo Pastor. Dicho período no  podrá ser largo, durando quizás el tiempo de una vida humana. Después  volverán a desatarse las tremendas fuerzas demoníacas previas al Triunfo  Final de Cristo.  Pero si Cristo ha de venir antes, a vencer al Anticristo, y a reinar por  un tiempo en la tierra; es decir, si la Parusía y el Juicio Final no  coinciden, sino que son dos sucesos separados, según lo sostienen los  Padres más antiguos, entonces no hay que esperar aquel próximo triunfo  temporal de la Iglesia. La persecución se irá haciendo cada vez más  intensa, casi insoportable, debiendo ser abreviada por la Segunda Venida  de Cristo, que inaugurará un largo período de gloria y de paz.  Como resulta obvio, nuestro autor se inclina decididamente por la  segunda variante, si bien lo hace con modestia: «Nosotros realmente no  sabemos si el milenarismo es dogmáticamente o apodícticamente verdadero;  ni tampoco lo contrario. Sabemos que es por lo menos una hipótesis  (digamos) científica que nos satisface más; y que no se combate con  insultos y con espantajos, sino con razones… Podemos, si no enseñarlo en  cualquiera de sus formas, al menos tenerlo en cuenta en su forma  espiritual más sesuda como una interpretación posible, no condenada», y  hasta recomendada, como dijo San Jerónimo, a pesar de ser antimilenista,  «por innumerables santos y mártires de ambas Iglesias latina y griega».  IR A CONTENIDO  .  .  V. El último remezón  «Cuando se terminen los mil años -prosigue el texto revelado-, será  Satanás soltado de su prisión y saldrá a seducir a las naciones de los  cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, y a reunirlos para la  guerra, numerosos como la arena del mar» (Ap 20, 7-8).  No sabemos por qué tendrá que ser soltado de nuevo Satanás, comenta  Castellani. Algunos opinan que aunque el demonio haya sido ligado, y por  ende las tentaciones graves se encuentren amenguadas, el hombre no  estará inmune de entibiarse. Es cierto que las manifestaciones  frecuentes de Cristo y de sus santos fomentarán singularmente las  virtudes, pero con todo, el hombre es veleidoso, y no hay cosa que a la  larga no le infunda desgano. La paz, la tranquilidad y la abundancia de  aquel tiempo podrán suscitar incuria o desidia, de modo que las pasiones  se vuelvan a encender y se multipliquen las faltas, tornándose raras  las apariciones de los santos. Será preciso trillar de nuevo el campo de  las almas. El esplendor anterior, inficionado por la tibieza, requerirá  una última purificación.  ¿Quiénes son Gog y Magog? Hay que recordar acá los capítulos 38 y 39 de  Ezequiel, de índole apocalíptica, donde se describe un terrible combate  contra el príncipe Gog, rey de Magog, su ulterior derrota, y la  consiguiente glorificación de Israel. Al parecer, el profeta alude a los  infieles de los últimos tiempos, los cuales, como dice el Apocalipsis,  «cercaron el campamento de los santos y de la Ciudad Amada» (Ap 20, 9).  La Ciudad Amada es Jerusalén, donde vive la Israel convertida, reunida  de entre todas las naciones, y habitando en paz la Tierra Santa.  Sigue diciendo el Apocalipsis: «Pero bajó fuego del cielo y los devoró. Y  el Diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde  están también la Bestia y el Falso Profeta, y serán atormentados día y  noche por los siglos de los siglos» (Ap 20, 9-10). Esto recuerda el  texto de Ezequiel, a que acabamos de aludir (cf. 38, 22). La Ciudad  Santa no será, pues, ocupada, ni el Reino de los Santos destruido,  aunque peligre por un momento.  Los milenistas defienden porfiadamente, observa Castellani, que la  derrota del Anticristo y la del ejército Gog-Magog son dos cosas  distintas, inasimilables. Se apoyan para ello en el texto mismo de San  Juan: en el primer caso, la guerra era dirigida por la Bestia y el Falso  Profeta, en el segundo, por el Demonio; allá fueron vencidos por el  Verbo de Dios, el caballero del blanco corcel, que bajó con sus santos  desde las nubes, acá son devorados por el fuego del cielo, sin que  Cristo se mencione para nada; allá no se habla de campamentos ni de  ciudades, acá es asediada la Ciudad Santa; allá los judíos se  convierten, acá aparecen ya convertidos, viviendo juntos y serenamente  en su tierra. Trátase, por consiguiente, de dos guerras diferentes, la  del Anticristo, antes de comenzar el Milenio, y la de Gog y Magog, a su  término.  ¿Quiénes son concretamente los que se rebelaron? Según algunos, grupos  diversos de disconformes y recalcitrantes, que habrían resistido el  Señorío de Cristo durante el Milenio en distintos rincones de la tierra,  como de hecho sucedió en Europa durante la Cristiandad medieval, cuando  había enclaves de paganos pertinaces. Serán ellos quienes integren el  ejército rebelde de Gog y Magog.  Tras el relato de la derrota de estos últimos, el Apocalipsis describe  la resurrección final y el juicio postrero: «Vi a los muertos, grandes y  pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y  luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron  juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras… El que no  se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego»  (Ap 20, 12.15). El Juicio postrero es el umbral de la vida eterna.  Dicha vida no implicará la destrucción del Reino de Cristo sino su  compleción, de modo que resulta equitativo decir que el Reino Milenario  será imperecedero, según se afirma en el Credo: «Cuyo Reino no tendrá  fin».  Culmina San Juan su visión: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva,  porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no  existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del  cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su  esposo» (Ap 21, 1-2).  Se habla, ante todo, de «un cielo nuevo y una tierra nueva». Nuestra  tierra y nuestro cielo, después de haber sido purgados por la llama, se  mostrarán transfigurados, como nuevos. Porque también este mundo debe  ser restaurado; no solamente las almas individuales, sino también los  cuerpos, la naturaleza, las plantas, los animales, los astros, todo debe  ser purificado plenamente de las consecuencias del Pecado, que no son  otras que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a ello, bien valió la pena  haber pasado por una gran Angostura.  Asimismo el vidente habla de «la nueva Jerusalén», que desciende de lo  alto. Los exégetas no coinciden en la interpretación de lo que significa  esta ciudad esplendorosa. Según el P. Castellani, hay dos Jerusalenes,  la celestial y la terrena. La Jerusalén celestial es la actual asamblea  de los santos, o sea, lo que llamamos el Cielo. Pero esta Jerusalén  celeste no es la que ve bajar ahora el Profeta. No es la esposa de Dios,  sino la novia del Cordero, que desciende del cielo a la tierra en el  resplandor de las piedras preciosas y el fulgor del jaspe. Trátase de  una ciudad amurallada y medida, con doce puertas y doce pilares, en  forma de cubo perfecto. La luz que la ilumina no es otra que el Cordero.  Un río de agua viva la surca, y en medio de la plaza, a uno y otro lado  del río, hay árboles de Vida, cuyas hojas son medicinales (cf. Ap 21, 9  – 22, 2).  Así la describe el Profeta. Y la promete para los últimos tiempos, para  después de la Segunda Venida. Bien observa Castellani que la historia de  la humanidad se enmarca entre dos ciudades, descritas respectivamente  en el primero y en el último libro de las Escrituras. La ciudad inicial  es Babel, ciudad de confusión, que los hombres prometeicos se  propusieron edificar pelagianamente con sus propios músculos, y la  segunda es la Nueva Jerusalén, ciudad de la gracia, que desciende de lo  alto. El Anticristo pretendió usurpar el ideal de unidad del género  humano mediante la instauración perversa de su Imperio Universal. Todo  en vano, ya que sólo Cristo es el Señor de la Historia, y el verdadero  principio de cohesión del Universo. Por eso Juan describe a la Nueva  Jerusalén como una Ciudad, símbolo de la unidad social del hombre  restaurado.  Ciérrase el Apocalipsis con el Cielo Eterno, o sea el Mundo de la Visión  Beatífica.  IR A CONTENIDO  .  .  VI. Ni optimismo ni pesimismo, sino esperanza  El esplendor del cielo y el Cristo glorioso abren las visiones del  último libro de la Sagrada Escritura, y las cierran la Nueva Jerusalén y  la visión beatífica. No es, pues, el Apocalipsis, como se atrevió a  decir Borges, un «libro de amenazas atroces y de júbilos feroces». Tras  las huellas de Pieper, señala Castellani que la esjatología cristiana  incluye dos elementos diversos: el fin catastrófico intrahistórico de la  humanidad y el fin triunfal extrahistórico. Lo intrahistórico depende  de la voluntad del hombre y las intervenciones metahistóricas provienen  de Dios.  Resulta curioso, pero el Señor, en su Discurso Esjatológico, tras  preanunciar las cosas más espeluznantes: Será la tribulación más grande  que ha existido desde el principio del mundo hasta el presente ni  volverá a haberla; los hombres se morirán de terror y de ansiedad por  las cosas que vendrán sobre el mundo; las fuerzas cósmicas se desatarán…  (cf. Mt 24, 21 ss.; Lc 21, 23 ss.), concluye: «Entonces cobrad ánimo y  levantad la cabeza, porque está cerca vuestra salvación» (Lc 21, 28). Es  la actitud compleja del cristiano, cuya fe le asegura que este aión,  este ciclo de la Creación, tendrá su fin, precedido por una tremenda  agonía, pero será seguido de una espléndida reconstrucción. Bien señala  nuestro autor que, por una paradoja de la psicología profunda, esta  literatura «pesimista» ha sostenido el «optimismo» constructivo del  Cristianismo. En las épocas en que la Iglesia vivió en el temblor y en  la proclamación osada de la «inminente Parusía» es cuando proyectó la  Cristiandad, como en los tiempos de San Pablo, de San Ireneo, de San  Agustín…  Por otra parte, el conocimiento y la previsión de las catástrofes  apocalípticas sirvió a los pueblos fieles para sobrellevar con entereza  las catástrofes del momento, lo cual responde adecuadamente a las leyes  de la psicología. «Cuando las inmensas vicisitudes del drama de la  Historia -escribe Castellani-, que están por encima del hombre y su  mezquino racionalismo, llegan a un punto que excede a su poder de  medicación y aun a su poder de comprensión -como es el caso en nuestros  días- sólo el creyente posee el talismán de ponerse tranquilo para  seguir trabajando». Como si dijera: Todo esto ya estaba previsto y aún  mucho más, pero después vendrá la victoria definitiva. Para eso se nos  ha dado la profecía del Apocalipsis, para nuestro consuelo. Si no la  tuviéramos, la tribulación se haría insoportable y su desenlace  inextricable. En la Escritura, como ha señalado el Crisóstomo, se nos  anuncian los males futuros, para que cuando vengan, no nos aplasten.  Frente al tema de las ultimidades, reiterémoslo por última vez con  Castellani, caben posiciones erróneas y contradictorias entre sí. El  Iluminismo de los siglos XVIII y XIX despreció la esjatología cristiana  junto con toda la religión revelada, burlándose del Anticristo y del  Dragón como de cuentos medievales. El resultado fue que cayó en una  esjatología espúrea, o mejor, desembocó en dos esjatologías opuestas,  fragmentos de la síntesis cristiana: la optimista, del Progreso  Indefinido, y la pesimista, del Nihilismo sin sentido.  La primera visión, la visión optimista, encuentra un alto exponente en  Kant, como ya lo hemos visto al desarrollar el pensamiento de Pieper.  Kant creyó en el Reino instaurado por la sola fuerza de la Razón Pura,  profetizando la paz perpetua sobre el fundamento del ideario de la  Revolución francesa. También el progresismo católico moderno considera  la historia, sobre todo a partir del Renacimiento, como un progreso  indeclinable hacia el Punto Omega. Trátase siempre de una esjatología  inmanente, cismundana, a la que de algún modo es reductible la teoría  del «eterno retorno» de los hindúes, propugnada en Occidente por René  Guénon, según la cual tras la Kali-Yuga retornará necesariamente la Edad  de Oro.  Para ilustrar dicha actitud, Castellani trae a colación la parábola de  las vírgenes necias. Porque también esa parábola tiene que ver con el  Retorno del Señor, inserta como está en el Sermón Parusíaco de Cristo  (cf. Mt 24-25). Ya desde el comienzo de la misma, Jesús alude a su  Vuelta, y la cierra con un apremiante: «Velad, pues» (Mt 25, 13), que  por otra parte había ya reiterado seis o siete veces en el sermón  antedicho. Pero la parábola aporta algo peculiar, al esbozar un cuadro  simbólico y vigoroso del «apurón» de la Parusía y de sus adjuntos  principales, cifrando plásticamente el Sermón Profético anterior. Las  vírgenes necias no eran impías, sino negligentes, saliendo al encuentro  de Cristo con las lámparas vacías. Representan a los cristianos  adormecidos en su «tibieza», justamente lo que se achaca en el  Apocalipsis a la última Iglesia, la Iglesia de Laodicea. Lo que la  parábola nos quiere decir es lo siguiente: la Parusía será inopinada, y  la mayor parte de la gente estará dormida, pues aparentemente el tiempo  sigue transcurriendo y «Cristo no vuelve más», como piensa la mayoría, o  se demora mucho, como opinan numerosos cristianos. Cuando acaezca, se  hará un gran clamor, y el desconcierto será total. Las providencias que  tomen los que no se hayan preparado fracasarán todas, pues ya no será  momento de previsiones.  Tal es la gran herejía de nuestro tiempo, la negación u olvido de la  Parusía, en la espera de salvaciones intramundanas. Entre dichas  esperanzas inmanentes hay que poner la expectativa del  internacionalismo, concebido como panacea universal. Dice Castellani que  en la actualidad hay dos posibles internacionalismos, el de Rousseau y  el de San Agustín, el de la Ciudad de Dios y el de la Ciudad del Hombre.  «Si admitimos que la pacificación de la Humanidad en una gran familia  es un asunto específicamente religioso, no quedan para realizarlo sino  dos religiones que son de veras internacionales: la Iglesia Católica y  la Anti-Iglesia, o sea la Sinagoga. La Iglesia es internacional por  divina vocación. La Sinagoga es internacional por divina maldición. La  Iglesia y la Sinagoga representan las dos concreciones más fuertes y  focales del sentimiento religioso que existen en el mundo. El pueblo  cristiano y el pueblo judío representan por expresa declaración de Dios  los dos pueblos sacerdotales que existen en la tierra: son el fermento  de todo el resto, la sal de la tierra; la sal que ha perdido su salazón y  no puede ya por nadie ser salada, y la otra sal, que debe salar todo».  Los demás internacionalismos, el mahometano, el liberal, el bolchevique,  son ramas provenientes de la Anti-Iglesia. Porque también el último,  que tiene raíz judaica, es mesiánico, anticristiano y esjatológico, y  por tanto se mueve en el plano religioso, de una religión inmanente, la  del hombre divinizado.  De por sí, la empresa de congregar a todos los hombres es algo bueno,  propio de la Iglesia Católica, que justamente quiere decir universal. El  hombre no es instintivamente cosmopolita. Instintivamente los hombres  se enjambran en grupos, en corporaciones, en clases, en razas. Solamente  podrán reconocerse como hermanos, escribe nuestro autor, cuando se  reconozcan como hijos de un mismo Padre que está en los cielos. No como  hijos de un mismo padre que está encima de un árbol, el antropopiteco de  Darwin. Ni de una madre que está en la estratosfera, como la «Diosa  Humanidad» de Comte. Sólo los cristianos tenemos nuestra Mesa, que es  sagrada, y sabemos que comunicando en ella volverán los pueblos del  mundo a sentirse hermanos. Ninguna paz duradera será concertable en la  Mesa Redonda de Londres o en la Mesa Directiva de Ginebra, si se  prescinde del visto bueno de esta humilde Mesa de los cristianos, que  fue instituida expresamente para que «todos sean uno, Padre mío, como tú  y yo somos uno» (Jn 17, 22).  Concluyendo, pues: La unión de las naciones en grupos regionales,  primero, y después, en un solo Imperio Mundial, sueño fascinante del  mundo de hoy, no puede realizarse sino por Cristo o contra Cristo. Lo  que se puede hacer sólo con la ayuda de Dios, y que de hecho Dios hará  al final, conforme está prometido, febrilmente intenta el mundo moderno  construirlo al margen del designio divino, orillando a Dios, abominando  del antiguo proyecto de unidad que se llamó la Cristiandad, y  violentando incluso la naturaleza humana, con la supresión intentada de  la familia y de las patrias. En frase categórica de Castellani: «Todo lo  que hoy día es internacional, o es católico o es judaico».  La segunda visión acerca del futuro, la visión pesimista, ha sido  expuesta principalmente por nihilistas como Schopenhauer y Nietzsche,  que heredaron el otro fragmento de la concepción cristiana. «Nietzsche  vio la catástrofe impendente en el nihilismo europeo; y su refugio  desesperado en la esperanza del Superhombre, la cual no es más que la  programación del Anticristo», escribe nuestro autor. No deja de ser  aleccionador observar cómo las viejas utopías eran todas de un optimismo  delirante, en cambio los últimos ensayos sobre el porvenir son con  frecuencia espeluznantes.  Así las dos partes inseparables de la Teología fermentaron y se pusieron  en las manos de estos antiteólogos. «Esas dos corrupciones ideológicas  perduran en el ateísmo contemporáneo, esperando la hora que el  Anticristo las reúna en amalgama perversa… Cuando venga el Anticristo no  necesitará más que tomar a Kant y Nietzsche como base programal de su  religión autoidolátrica».  Tal es la situación en que hoy nos desenvolvemos. El «odio formal» a  Dios, escribe Castellani, es el pecado más grave que puede cometer un  hombre. Es el pecado del demonio y será el pecado del Anticristo. Pues  bien, en nuestro siglo hemos sido testigos presenciales del odio a Dios  encarnado en manifestaciones sociológicas y hasta políticas. Hemos  visto, en el Este, la aparición de una «nación atea», oficial y  constitucionalmente «anti-tea», con organizaciones contra Dios, museos  contra Dios, y toda una «cultura» abocada a la destrucción de la idea de  Dios. Y en el ámbito occidental, hemos presenciado y seguimos  presenciando la universalización de un género de vida, ampliamente  promocionado por los medios de comunicación, que parece suponer que «no  hay Dios», que «no hay otra vida», y que lo único que se debe propiciar  es una sociedad signada por la inmanencia y el hedonismo.  No hace tanto blasfemaba Heine: «El cielo se lo dejamos a los ángeles y a  los gorriones». Atinadamente escribe Castellani: «Todo lo que impida  fabricar un edén en la tierra y un rascacielos que efectivamente llegue  hasta el cielo debe ser combatido con la máxima fuerza y por todos los  medios -según estos hombres. Los que de cualquier modo atajen o estorben  la creación de esa Sociedad Terrena Perfecta y Feliz deben ser  eliminados a cualquier costo. Todas las inmensas fuerzas del Dinero, la  Política y la Técnica Moderna deben ser puestas al servicio de esta gran  empresa de la Humanidad, que un gran político francés, Viviani, definió  con el tropo bien apropiado de «apagar las estrellas». Esos hombres no  son solamente los masones, ni solamente los judíos, ni solamente los  herejes; ni tampoco son dellos todos los judíos y todos los herejes;  aunque es cierto que a esa trenza de tres se pueden reducir como a su  origen todos los que hoy día están ocupados -¡y con qué febril  eficiencia, a veces!- en ese trabajito de pura cepa demoníaca».  Por eso, ni optimismo ni pesimismo, posiciones ambas sustentadas por  todos «los que no tienen el sello de Dios en sus frentes» (Ap 9, 4). El  mundo se dirige hacia una catástrofe intrahistórica, que quizás asuma la  forma de un suicidio colectivo, pero dicha catástrofe condiciona una  gloriosa transfiguración de la vida del hombre y del mundo. Por sobre el  pesimismo y el optimismo -categorías psicológicas-, el Apocalipsis  levanta la divisa de la esperanza, que es una virtud teologal. Como  escribe Castellani, el Apocalipsis se encuentra por sobre el optimismo y  el pesimismo; «es juntamente pesimista al máximo y optimista al máximo,  y por ende supera por síntesis estas dos posiciones sentimentales». El  proceso de la Kali-Yuga o Edad Sombría está relatado en él con los  términos más crudos, pero también y paralelamente, el proceso de la  final Restauración en Cristo, «dependiente no de las fuerzas humanas  sino de la potencia superhistórica que gobierna la Historia». El  Apocalipsis es, pues, un libro de esperanza, no un libro hecho para  infundir miedo, sino para consolar y fortificar a los que se sienten  acosados por el temor de un futuro pavoroso.  Un auténtico católico no puede sino desear la Segunda Venida, recordando  que el que una vez vino es también el que vendrá, el erjómenos. Pero  hoy más que nunca este anhelo se vuelve apremiante. Siempre que ha  habido una crisis histórica grave, la atención de los cristianos se  dirigió casi como por instinto a las profecías. La crisis actual, con el  peligro atómico y nuclear, que no deja de pender como la espada de  Damocles, es mayor que todas las precedentes, engendrando angustia  generalizada. En el campo espiritual, la crisis de la Iglesia, la  inmanentización de las virtudes teologales, la organización de la Gran  Apostasía religiosa, agravan infinitamente la situación.  El querido e inolvidable P. Castellani ha hecho con sus libros sobre la  esjatología un servicio relevante a la cultura religiosa. Tras las  huellas de Soloviev, nos recuerda que la función del «Profeta», que  especula sobre el futuro, es necesaria a una nación tanto o más que la  función del «Sacerdote» y la función del «Monarca». Si se arroja por la  borda la profecía, se cae necesariamente en la pseudoprofecía  (fantaciencia, literatura de pesadilla o ensayos de utopía). En su  espléndida novela Juan XXIII (XXIV), le hace decir al simpatiquísimo  Papa argentino de la ficción: «Mira, andaluz: cuando la Iglesia anda mal  no coincide la vocación del sacerdote con la del profeta; y esto es  señal infalible, que entonces los sacerdotes desconocen y aun persiguen a  los profetas -y eso pasaba en mi patria. Pero cuando la Iglesia anda  bien, entonces es compatible el ser sacerdote con el ser guerrero, ser  sabio, ser artista, ser poeta, ser»…  La conclusión de este análisis sobre el Apocalipsis no es permanecer con  los brazos cruzados, sino preparar el espíritu para épocas bravías,  disponiéndonos convenientemente a enfrentar la apostasía con lucidez y  coraje, al tiempo que trabajando en favor de la verdad conculcada. Dicho  propósito no será estéril, ni quedará sin recompensa.               				 
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