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lo negro no es blanco

No es posible creer que es negro lo que vemos blanco

 
El amigo Marcelo me envió este interesantísimo texto de José Antonio Ullate Fabo. El texto está dividido en tres partes, pero he decidido publicar todas juntas en Sursum Corda.
Buena lectura y mil gracias Marcelo por éste texto.


No es posible creer que es negro lo que vemos blanco


Dios me crió hombre y no espera de mí que deje de serlo. No le agrada y no lo pide, porque todo lo hace bien y si hubiera querido que fuese ángel o jumento, pues así hubiera sido. Jesucristo me quiere perfecto, como su Padre del Cielo, pero me quiere hombre. Por eso, la famosa “terdécima” regla de San Ignacio para sentir con la Iglesia, salvada la intención del gran vasco, es una inquietante bomba de relojería. “Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina”, dice allí nuestro proto-jesuíta. Yo pienso que los libros de los Ejercicios no debían imprimirse sin una nota en este punto que dijera castizamente: “Aquí el santo no anduvo fino”. Como es lógico y piadoso, se le han intentado echar capotes, diciendo que en realidad se refería a las verdades sobrenaturales. Pero eso no tiene sentido, pues en la misma naturaleza de la verdad sobrenatural está el ser conocida por la Revelación y concretamente “por lo que determina la Iglesia jerárquica”. La fe consiste en asentir a esas proposiciones porque Dios las ha revelado, vea yo las cosas como las vea, y hasta ese momento no tengo fe. Por lo tanto, si la regla se refiriese a eso, no trataría del “sentir con la Iglesia” sino lisa y llanamente de tener fe. Que conste que le tengo devoción a gure patroi aundia, pero el ejemplo que puso es desafortunado (la aprehensión sensible de un color, ni más ni menos). El problema es que después de él muchos católicos han pensado que hacían un acto piadoso –carentes del buen sentido del san guipuzcoano– al poner hasta sus percepciones sensibles a disposición del juicio de la Iglesia, como signo de humilde obsequiosidad. ¡Cómo si la Iglesia, en toda su historia, hubiese pretendido jamás juzgar de esas cosas! Eso es lo que se llama ser más papista que el Papa. Yo soy tan papista como los Papas, pero ni un milímetro más, porque no sé si será verdad lo que decía el abominable Gide de que con buenos sentimientos se hace mala literatura, pero desde luego, se hace pésima Teología.
Verbigracia, Santo Tomás jamás hubiera puesto un ejemplo semejante. Para él, de suyo, el acto de la aprehensión es infalible. No por nada, sino porque no está en nuestra mano el influir en él.
Lo que la regla “terdécima” demanda de la inteligencia, lasConstituciones de la Compañía lo piden de la voluntad: “los que viven en obediencia se debe dexar llevar y regir de la divina Providencia por medio del Superior, como si fuese un cuerpo muerto que se dexa llevar adondequiera y tratar como quiera, o como un bastón de hombre viejo, que en dondequiera y en qualquiera cosa, que dél ayudarse querrá el que le tiene en la mano, sirve”, escribió allí el santo, haciéndonos pensar que algo había en el ambiente intelectual de su tiempo que empujaba a tales expresiones extremas. Siendo todavía jesuita, el Padre Castellani ya advertía que si estas expresiones se tomaban literalmente engendrarían “una monstruosidad”. Intelectualmente estamos muy lejos de la obediencia como “oblación razonable” como le gustaba decir a Santo Tomás. El cristiano deberá obedecer, según su estado, como obedece un hombre libre, no como un cadaver.
Hay que tener mucho ojo con lo que se escribe, porque “uno ya se entiende”, pero los que vienen detrás entienden sólo lo que está escrito y sacan conclusiones que ni de lejos se imaginaba el autor.
La cosa es que las frases de San Ignacio, en manos de los fideístas de hoy, por ejemplo, han hecho estragos. Ha
n contribuido a generar no poca angustia, y lo que es peor, han paralizado a muchos en su legítima aspiración a comprender mejor su acto de fe. La Iglesia no tiene miedo de la razón, pero los clericales, le tienen auténtico pavor. Por eso, el uso clerical de lo de “lo blanco que yo veo creer que es negro” tiene múltiples ejemplos y ninguno bueno.
Desde que hace va para quince años un buen amigo pusiera en mis manos el mamotreto de Amerio Iota unum, mi mente empezó a inquietarse con lo que se me aparecían como piezas que no encajaban puzzle. Después vendría la lectura de la Pascendi y el sentirme retratado en aquel documento escrito noventa años antes y luego mandar a paseo once años de militancia en uno de los llamados “nuevos movimientos” y vivir a la intemperie de ese tipo de cobijos. Antes de eso ya me empecé a habituar a escuchar lo de “a ti lo que te pasa es que eres un soberbio” y a modernizadas versiones de "lo que tienes que hacer es creer que es negro..."
No se me ocurriría defender un anarquismo de la razón ni el libre pensamiento de aquellos llamados espíritus fuertes. Todo lo contrario. Aunque sólo sea por la experiencia vivida, tengo bien aprendido que la razón humana es incapaz, ella solita, de remontar el vuelo hasta la intimidad con Dios y que dejada a sus solas fuerzas, poco suele tardar en perjudicarnos. Pero la común paternidad del orden natural y del sobrenatural hace que nada de lo que la Iglesia nos enseña veje la razón. Sencillamente, la supera, exaltándola.
Así que nada de reclamar la independencia de mi razón. Dejado eso claro, no me interesa ahora tanto lo que San Ignacio quiso decir cuanto el posterior y actual uso de los textos que he citado. ¿En qué consiste tal uso? En una práctica fideísta de “matonismo” espiritual; en obviar que la naturaleza sobrenatural del acto de fe requiere también que ese acto sea humano, y por lo tanto razonable, lo mismo que la naturaleza sobrenatural del acto de obediencia exige igualmente que el acto obediente sea libre. Libre no quiere decir solamente voluntario: quiere decir también razonable.
Quienes abusan del “creer que es negro” –llamémoslo así, de forma sintética– recurren a una añagaza, la de crear la confusión y la culpa en los destinatarios de sus censuras: “Hay que creer lo que la Iglesia enseña y punto”, “hay que obedecer y punto”, “si no, eres un soberbio...”. Pero el terne interlocutor recuerda, empecinado: “Sí, pero primero tengo que saber qué es lo que la Iglesia enseña”...
En muchos ambientes está extendida la especie de que somos tanto más piadosos cuanto más radical y ciega sea nuestra renuncia al juicio propio, sin más distingos.
He hecho la prueba de preguntar: ¿quién te parece más piadoso, el que ante el muro blanco somete hasta su percepción de la blancura a un eventual juicio de la Iglesia o el que no lo hace? Las apariencias engañan y es fuerte la tentación de responder que el que está dispuesto a renunciar hasta a sus percepciones (no ya a sus juicios) ante el (hipotético) juicio de la Iglesia es ciertamente el más piadoso, el más religioso. El mejor. Mi siguiente pregunta es: ¿Y cómo conocerás tú el juicio de la Iglesia? Breve silencio y luego: “Leyendo los textos del Magisterio” o bien “escuchando a alguien me los explica”. Entonces, la última de mis preguntas: “Y si aceptas que hasta tus aprehensiones pueden ser falsas, ¿cómo estarás seguro que de lo que lees es lo que la Iglesia enseña, de que lo que escuchas es lo que la Iglesia te dice; de que las frases que escribe un Papa son las mismas que tú entiendes?” Habiendo inmolado hasta las aprehensiones de la razón en el ara de la piedad, la piedad misma se vuelve imposible.
Dios, a diferencia de estos “guardianes del fideísmo” no busca la humillación del hombre. La humillación, cuando es necesaria, es purificación, es medio.
Necesitamos tener certezas naturales para tenerlas sobrenaturales y la razón natural, sometiéndose a la fe, no se desvirtúa, se ensalza. La fe no crece a costa de la razón.
Por muy tranquilizador que a primera vista pueda parecer, renunciar a la propia razón abdicándola en el juicio de otros es tan inhumano como impío, y tras un fugaz sentimiento de tranquilidad abre paso a nuevas angustias.
Sentado el principio, veamos algunos corolarios.
Hay dos campos abonados para la aplicación de estos falsos principios. El primero se refiere sobre todo al aspecto voluntarista de la obediencia. A la “obediencia del bastón”. Es el de las relaciones de dependencia dentro de la Iglesia. No me refiero principalmente a la dependencia de la jerarquía eclesiástica (aunque lamentablemente también ahí tienen su cabida), sino a los jefes, jefecillos, superiores y demás personas erigidas –canónicamente o no– en alguna responsabilidad sobre otros cristianos. Los llamados “nuevos movimientos”, los grupos parroquiales, y hasta las comunidades religiosas, ofrecen material interesante para explorar cómo se ha convertido en algo casi endémico el percibir toda dificultad del inferior como una amenaza a la “autoridad” del superior. En estos casos lo más llamativo suele ser la falta de formación de quien reclama “ver negro” como última ratio eclesiástica. Su incapacidad para iluminar racionalmente el problema. Entonces, un legítimo deseo de comprender es deformado hasta presentarlo como un acto de diabólica soberbia. Mi experiencia en estos casos es que una adecuada dosis de humildad por parte de quien ocupa un puesto de responsabilidad, admitiendo que ignora la forma de responder a una duda resulta mucho más edificante y más humano. Tristemente, no es lo más frecuente.
Estos casos, dolorosísimos, pueden sin embargo ofrecer al cristiano que los padece una excelente ocasión de conformidad con la voluntad de Dios, de ofrecimiento por los propios pecados, de renuncia a ese orgullo que, efectivamente, nos acompaña como legado de Adán. No por eso la actuación del “superior” será laudable, pero en sí misma no será un obstáculo invencible, una excusa justa para abandonar el camino espiritual (siempre que sólo se trate de la necedad de un superior y no, como tantas veces ocurre hoy, de completos sistemas doctrinales y organizaciones parasitarios de la religión católica, pero ése es otro cantar). El caso de Santa Rita obedeciendo durante largo tiempo una orden completamente irracional ejemplifica cómo una orden absurda pero no directamente inmoral puede ser ocasión de gran provecho espiritual y aun de edificar a quien abusó de su superior posición. Pero recuerdo que eso no convierte en humano un acto de suyo inhumano, como es la orden de regar un palo seco.
El segundo campo abonado para estas prácticas es mucho más grave, pues en estos casos no queda la posibilidad de soportarlas con paciencia. En él se aplica estrictamente el “creer que es negro”. Es el caso de quienes pretenden silenciar los problemas de las conciencias que exigen suficiente claridad racional en las proposiciones que debemos creer. No se trata en absoluto de plantear un litigio racionalista frente al dogma, sino de la necesidad inexcusable de que mi acto de fe sea un acto humano (y por lo tanto mío), para lo cual debo tener clara la proposición a la cual presto asentimiento.
Entendámonos: la Iglesia me dice que debo creer en la Trinidad de personas en Dios. Sería absurdo que yo reclamara agotar racionalmente lo que ese misterio encierra o tener una intrínseca evidencia de ello, pero para que ese acto sobrenatural sea a la vez humano, yo debo conocer suficientemente la formulación de lo que se me exige creer. ¿Habrá quien objete a esto? Pues parece que sí. Para algunos, eso es mucho pedir.
En parte comprendo a estos auto-designados custodios de la Iglesia. Sólo en parte. Les comprendo porque como católico no albergo duda alguna sobre las promesas de Cristo ni sobre su Iglesia. Pero por eso mismo, no los acabo de entender. La Iglesia no tiene nada que esconder y no necesita ese tipo de protección, que supone una violencia preventiva sospechosa. Casi diríamos que en ellos “accusatio manifesta”.
Un torcido uso de las máximas ignacianas ha alimentado el espejismo de que es posible abdicar de la razón para ser mejor cristiano. Para ser el cristiano ideal. De modo que el mero hecho de que alguien se pregunte “¿cómo se reconcilian tal y cual doctrina, aparentemente enseñadas las dos por la Iglesia y que no veo cómo emparejar?” suscita una hiperestésica reacción de sospecha de larvado –o manifiesto– cisma o apostasía.
Si superasen su propio miedo, esos celosos guardianes de la pax eclesiastica, deberían pararse a considerar que quizás quienes así se expresan no hacen sino obedecer el mandato inexcusable de su conciencia: el de defender su fe. Sentirían así una saludable empatía con estos atribulados.
Cuando alguien se plantea y plantea, por ejemplo, su dificultad para reconciliar algunas doctrinas cristianas de siempre con las que ahora parecen enseñarse, no faltan –¡qué digo: abundan!– quienes, por toda respuesta, sentenciosamente espetan: “Eres un soberbio, un orgulloso”; “hay que ser más humilde”; o bien: “la doctrina no ha cambiado y punto”.
No creo que nadie –al menos yo no– decida formular esas inquietudes sin haber pasado muchas zozobras interiores, muchos combates por apuntalar un edificio intelectual bajo el que se había refugiado durante mucho tiempo y donde se sentía ya en casa.
En definitiva, exteriorizar este malestar no es sino la quiebra de una previa seguridad, pero una seguridad que se barruntaba falsa. La respuesta no puede estar en un voluntarismo que soluciona el problema negándolo, sino en una profundización serena en la verdad.
Cuando yo era joven y empezaba a expresar mis inquietudes en este terreno (¡convencido, como lo estoy hoy, de que tenía que haber una explicación, pues nunca he perdido la fe, gracias a Dios!), las violentas reacciones de estos guardianes sí me hacían mella. Durante mucho tiempo sirvieron para cuestionarme: “Soberbio lo soy, quizás ésa es la explicación”. Como la soberbia es un cardo endémico de profundas raíces y para erradicarlo apenas basta una vida entera de oración y ascética, pues claro, quién en su examen de conciencia no confiesa: “Sí que soy soberbio, sí”. Hala, pues eso. Pues no, no es eso.
La queja de la conciencia regresaba. Regresa siempre que no está en paz. La soberbia, pecado capital, está detrás de muchos de nuestros pecados, pero no da razón de que una conciencia sea incapaz de armonizar dos juicios. Aquí ya no estamos ante la aprehensión sensible, pero estamos ante otro caso de infalibilidad del conocimiento humano: el hábito de los primeros principios intelectuales. Concretamente, del principio de contradicción.
Razonando, yo puedo llegar a la conclusión de que la afirmación de la necesidad de medio del bautismo e incorporación a la Iglesia se repugna con un acto de oración común con miembros de otras religiones. Se trata de una proposición comparada no con su contraria sino con otra derivada de una hipotética contraria. Es un razonamiento y por lo tanto, susceptible de error. Pero cuanto más sencillo sea el razonamiento más fuerte será mi certeza, pues descansará con mayor proximidad sobre el principio de contradicción. De modo que si se trata de comparar una afirmación y una contraria a ella (un ejemplo: la libertad religiosa como delirio y la libertad religiosa como derecho civil fundado en la revelación y en la dignidad humana), obtengo la máxima certeza posible en el orden natural. En este caso, de que es imposible asentir a esas dos proposiciones a la vez.
¿Qué tiene que ver el orgullo o la humildad con esa estructura de mi inteligencia humana? El orgullo puede cegarme, cierto, pero eso puede ocurrir en la determinación de los términos del problema, no en el hecho mismo de la aplicación del principio de contradicción, en sí mismo infalible.
Por lo tanto, si el orgullo o cualquier pasión ha provocado que yo haga un mal planteamiento del problema, lo oportuno será un sencillo ejercicio de la primera obra de misericordia espiritual. No una censura preventiva, que más parece censurar la indómita exigencia de la naturaleza humana de obrar conforme a su razón.
Henos aquí, pues, ante un cristiano que expone en voz alta su dificultad no para creer algo, sino para determinar el objeto de su fe.
Cuando se ha intentado pacientemente explicar al guardián de la paz eclesiástica de turno que no, que uno no hace sino cumplir con un deber universal de claridad en las proposiciones que debe creer y que en absoluto cuestiona la más mínima iota de la doctrina católica, aun no ha superado todo el armamento de esos pseudo-censores. Todavía puede tener que escuchar a modo de punto final un nervioso: “¡Yo creo lo que la Iglesia enseñe!” ¿Cabe mayor muestra de obediencia filial, de fe sin reservas, en un cristiano? Pues, depende. Si con esa protesta se quiere manifestar, de modo sintético, que se cree en la Iglesia y en todo lo que la Iglesia católica enseña, no habrá católico que deje de alabar la afirmación.. Pero si semejante declaración se utiliza para evitar hacer un juicio tan simple como qué cosa enseña la Iglesia en un particular, entonces admitamos que estamos ante un problema. Claro, yo también creo lo que la Iglesia enseñe. El problema, ya lo hemos visto, es tener claridad sobre qué enseña.
Aunque nuestro acto de fe incluye virtualmente todo lo que la Iglesia haya enseñado y nosotros no conozcamos y lo que pueda enseñar en el futuro, de hecho debe tener necesariamente como objeto algunas proposiciones enseñadas por la Iglesia. No existe ninguna fórmula del Credo que diga: “Creo en todo lo que enseña la Iglesia”. Ésa es reducible a una proposición de la tercera parte del Credo, pero ni la fe ni la Teología se acaban ahí.
Creo que era obligado hacer una reflexión sobre estas nocivas prácticas muy presentes entre los cristianos. Primero para recordar que querer conocer y discernir nuestra fe no tiene nada de sospechoso, sino de meritorio. Y segundo para contribuir a liberar también las conciencias de los que se sienten empujados a ejercer este tipo de censuras creyendo así que hacen un servicio a la Iglesia... o a su fe personal. Esto suscita lógicamente otro problema, para otra ocasión, que es el de la sorprendente dificultad que hoy tenemos los cristianos para hacer ese discernimiento que debiera ser facilitado por quienes tienen elmunus docendi.
En esto, como en todo, la verdad nos hará libres.
 
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