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Dr. D. Jaime Luciano Antonio Balmes y Urpià (1842)

El Protestantismo Comparado con el Catolicismo y sus Relaciones con la Civilización Europea, por el Dr. D. Jaime Luciano Antonio Balmes y Urpià.




TOMO 1
EL Protestantismo Comparado con el Catolicismo y sus Relaciones con la Civilización Europea (TOMO 1) Título: EL Protestantismo Comparado con el Catolicismo y sus Relaciones con la Civilización Europea (TOMO 1) Autor: Dr. D. Jaime Luciano Antonio Balmes y Urpià (1842) Contenido del Tomo I: INTRODUCCIÓN A LA OBRA PRÓLOGO CAPÍTULO PRIMERO Naturaleza y nombre del Protestantismo. En medio de las naciones civilizadas un hecho muy grave, por la naturaleza de las materias sobre que versa; muy trascendental, por la muchedumbre, variedad e importancia de las relaciones que abarca; interesante en extremo, por estar enlazado con los principales acontecimientos de la historia moderna: este hecho es el Protestantismo. CAPÍTULO II Investigación de las causas del Protestantismo. Examen de la influencia de sus fundadores. Varias causas que se le han señalado. Equivocaciones que se han padecido en este punto. Opiniones de Guizot y de Bossuet. Se designa la verdadera causa del hecho, fundada en el mismo estado social de los pueblos europeos. CAPÍTULO III Nueva demostración de la divinidad de la Iglesia católica sacada de sus relaciones con el espíritu humano. Fenómeno extraordinario que se presenta en la cátedra de Roma. Superioridad del Catolicismo sobre el Protestantismo. Confesión notable de Guizot; sus consecuencias. CAPÍTULO IV El Protestantismo lleva en su seno un principio disolvente. Tiende de suyo al aniquilamiento de todas las creencias. Peligrosa dirección que da al entendimiento. Descripción del espíritu humano. CAPÍTULO V Instinto de fe. Se extiende hasta las ciencias. Newton. Descartes. Observaciones sobre la historia de la filosofía. Proselitismo. Actual situación del entendimiento. CAPÍTULO VI Diferentes necesidades religiosas de los pueblos en relación a los varios estados de su civilización. Sombras que se encuentran al acercarse a los primeros principios dé las ciencias. Ciencias matemáticas. Carácter particular de las ciencias morales. Ilusiones de algunos ideólogos modernos. Error cometido por el Protestantismo en la dirección religiosa del espíritu humano. CAPÍTULO VII Indiferencia y fanatismo: dos extremos opuestos acarreados a la Europa por el Protestantismo. Origen del fanatismo. Servicio importante por la Iglesia a la historia del espíritu humano. La Biblia abandonada al examen privado sistema errado y funesto del Protestantismo. Texto notable de OCallaghan. Descripción de la Biblia. CAPÍTULO VIII El fanatismo. Su definición. Sus relaciones con el sentimiento religioso. Imposibilidad de destruirle. Medios de atenuarle. El Catolicismo ha puesto en práctica esos medios muy acertadamente. Observaciones sobre los pretendidos fanáticos católicos. Verdadero carácter de la exaltación religiosa de los fundadores de órdenes religiosas. CAPÍTULO IX La incredulidad y la indiferencia religiosa acarreadas a la Europa por el Protestantismo. Síntomas fatales que se manifestaron desde luego. Notable crisis religiosa ocurrida en el último tercio del siglo XVII. Bossuet y Leibnitz. Los jansenistas: su influencia. Diccionario de Bayle: observaciones sobre la época de su publicación. Deplorable estado de las creencias entre los protestantes. CAPÍTULO X Se resuelve una importante cuestión sobre la duración del Protestantismo. Relaciones del individuo y de la sociedad con el indiferentismo religioso. Las sociedades europeas con respecto al mahometismo y al paganismo. Cotejo del Catolicismo y Protestantismo en la defensa de la verdad. Íntimo enlace del cristianismo con la civilización europea. CAPÍTULO XI Doctrinas del Protestantismo. Su clasificación en positivas y negativas. Fenómeno muy singular; la civilización europea ha rechazado uno de los dogmas más principales de los fundadores del Protestantismo. Servicio importante prestado a la civilización europea par el Catolicismo con la defensa del libre albedrío. Carácter del error. carácter de la verdad. CAPÍTULO XII Examen de los efectos que produciría en España el Protestantismo. Estado actual de las ideas irreligiosas. Triunfos de la religión. Estado actual de la ciencia y de la literatura. Situación de las sociedades modernas. Conjeturas sobre su porvenir y sobre la futura influencia del Catolicismo. Sobre las probabilidades de la introducción del Protestantismo en España. La Inglaterra. Sus relaciones con España. Pitt. Carácter de las ideas religiosas en España. Situación de España. Sus elementos de regeneración. CAPÍTULO XIII Empieza el cotejo del Protestantismo con el Catolicismo en sus relaciones con el adelanto social de los pueblos. Libertad. Vago sentido de esta palabra. La civilización europea se debe principalmente al Catolicismo. Comparación del Oriente con el Occidente. Conjeturas sobre los destinos del Catolicismo en las catástrofes que pueden amenazar a la Europa. Observaciones sobre los estudios filosófico-históricos. Fatalismo de cierta escuela Histórica moderna. CAPÍTULO XIV Estado religioso, social y científico del mundo a la época de la aparición del cristianismo. Derecho romano. Conjeturas sobre la influencia ejercida por las ideas cristianas sobre el derecho romano. Vicios de la organización política del imperio. Sistema del cristianismo para regenerar la sociedad: su primer paso se dirigió al cambio de las ideas. Comparación del cristianismo con el paganismo en la enseñanza de las buenas doctrinas. Observaciones sobre el púlpito de los protestantes. CAPÍTULO XV La Iglesia no fue tan sólo una escuela grande y fecunda, sino también una asociación regeneradora. Objetos que tuvo que llenar. Dificultades que tuvo que vencer. La esclavitud. Quién abolió la esclavitud. Opinión de Guizot. Número inmenso de esclavos. Con qué tino debía procederse en la abolición de la esclavitud. La abolición repentina era imposible. Se Impugna la opinión de Guizot. INTRODUCCIÓN A LA OBRA Balmes comprendió mejor que ningún otro español moderno el pensamiento de su nación, le tornó por lema, y toda su obra está encaminada a formar, en religión, en filosofía, en ciencias sociales, en política. Durante su vida, por desgracia tan breve, pero tan rica y tan armónica, fue, sin hipérbole, el doctor y el maestro de sus conciudadanos. España entera pensó con él, y su magisterio continuó después de la tumba. ¡A cuántos preservaron sus libros del contagio de la incredulidad! ¡En cuántos entendimientos encendió la primera llama de las ciencias especulativas! ¡A cuántos mostró por primera vez los principios cardinales del Derecho público, las leyes de la Filosofía de la Historia, y sobre todo las reglas de la lógica práctica, el arte de pensar sobrio, modesto, con aplicación continua a los usos de la vida, con instinto certero de moralista popular! Por la forma clarísima de sus escritos, reflejo de la lucidez de su entendimiento, por la templanza de su ánimo libre de toda violencia y exageración, por el sano eclecticismo de su ciencia hospitalaria, Balmes estaba predestinado para ser el mejor educador de la España de su siglo, y era tal concepto no le aventajó nadie. “El Criterio”, el “Protestantismo”, la misma “Filosofía fundamental” eran los primeros libros serios que la juventud de mi tiempo leía, y por ellos aprendimos que existía una ciencia difícil y tentadora llamada Metafísica y cuáles eran sus principales problemas. Si hay algún español educado en aquellos días que afirme que su inteligencia nada debe a Balmes, habrá que compadecerle o dudar de la veracidad de su testimonio. La filosofía moderna, aun en lo que tiene de huís opuesto a la doctrina de nuestro pensador, el idealismo kantiano y sus derivaciones en Fichte y Schelling (puesto que de Hegel alcanzó poca noticia) entraron en España principalmente por las exposiciones y críticas de Balmes, que fueron razonadas y concienzudas dentro de lo que él pudo leer. Su vigoroso talento analítico suplió en parte las deficiencias de la desinformación, y le hizo adivinar la trascendencia de algunos sistemas que sólo pudo conocer en resumen y como en cifra. No poseía la lengua alemana, ni apenas la inglesa: tuvo que valerse de las primeras traducciones francesas, que distaban mucho de ser buenas y completas; si con tan pobres recursos alcanzó tanto, calcúlese qué impulso hubiera dado a nuestra enseñanza filosófica, viviendo algunos años más. ; ¡Qué distinta hubiera sido nuestra suerte si el primer explorador intelectual de Alemania, el primer viajero filósofo que nos trajo noticias directas de las universidades del Rin, hubiese sido D. Jaime Balmes y no D. Julián Sanz del Río! Con el primero hubiéramos tenido una moderna escuela de filosofía española, en que el genio nacional, enriquecido con todo lo bueno y sano de otras partes, y trabajando con originalidad sobre su propio fondo, se hubiese incorporado en la corriente europea, para volver a elaborar, como en, mejores días, algo sustantivo y cristiano. Con el segundo caímos bajo el yugo de una secta lóbrega y estéril, servilmente adicta a la palabra de un solo maestro, tan famoso entre nosotros como olvidado en su patria. Para su, gloria, Balmes hizo bastante. “Consuininatus in brevi explevit tenzpora multa”. Fue el único filósofo español de la pasada centuria cuya palabra llegó viva y eficaz a nuestro pueblo, y le sirvió de estímulo y acicate para pensar. Fue el único que se dejó entender de todos, porque profesaba aquel género de filosofía activa, que desde el gran moralista cordobés es nota característica del pensamiento de la raza. No fue un pirro metafísico, un solitario de la ciencia, sino un combatiente intelectual, un admirable polemista. Sus facultades analíticas superaban a las sintéticas: quizá eso ha dejado una construcción filosófica que pueda decirse enteramente suya, pero tiene extraordinaria novedad en los detalles y en las aplicaciones. Santo Tomás, Descartes, Leibnitz, la escuela escocesa, muy singularmente combinados, son los principales elementos que integran la «Filosofía fundamental”, y, sin embargo, este libro es un organismo viviente, no un mecánico sincretismo. Balmes se asimila con tanto vigor al pensamiento ajeno, que vuelve a crearle, le infunde vida propia y personal y le hace servir para nuevas teorías. Ocasiones hay en que parece llegar a las alturas del genio, sobre todo cuando su fe religiosa y su talento metafísico concurren a una misma demostración. Pero estos relámpagos no son frecuentes: lo que sobresale en él es la pujanza dialéctica, el grande arte de la controversia, gire en manos tan honradas corno las suyas no degenera nunca en logomaquia ni en sofistería. No es la “Filosofía fundamental”, a pesar de su título, un tratado completo de la ciencia primera, sino una serie de disertaciones metafísicas, a cuyo orden y enlace habría gire poner algunos reparos. Pero tal como está parece un prodigio si se considera que fue escrita por un autor de treinta años y en el ambiente menos propicio a la serena y elevada especulación intelectual, como lo era el de España al salir de la primera guerra civil. Y no sólo conserva esta superioridad respecto de los raquíticos arbolillos que luego hemos visto levantarse trabajosamente de nuestro agostado suelo, sino que hace buena figura en los anales de la ciencia, al lado o enfrente de las filosofías incompletas y transitorias que entonces escribían los pensadores de raza latina: la de Cousin y Jouf froy, en Francia; las de Galuppi, Rosmini y Gioberti en Italia, obras todas más caducas hoy que la de nuestro doctor ausetano. Balmes escribió antes de la restauración escolástica, y sólo en sentido muy lato puede decirse que su libro pertenezca a ella, porque en realidad es una independiente manifestación del espiritualismo cristiano. Pero no cabe duda que conocía profundamente la doctrina de Santo Tomás, y que la había tenido por primero y nunca olvidado texto. Exponiéndola y vindicándola, no sólo en la esfera ideológica, sino en lo tocante a la filosofía de las leyes, hizo más por el tomismo que muchos tomistas de profesión, y mereció el nombre de discípulo del Doctor Angélico más que muchos serviles repetidores de los artículos de la “Suma”; aunque se apartase de ella en puntos importantes, aunque interpretase otros conforme a la mente de Suárez y otros grandes maestros de la escolástica española, aunque hiciese a la filosofía cartesiana concesiones que hoy nos parecen excesivas. Lo que había de perenne y fecundo en la enseñanza tradicional de las escuelas cristianas tomó forma enteramente moderna en sus libros. Si hubiese alcanzado los progresos de las ciencias biológicas, ocuparía en el movimiento filosófico actual una posición análoga a la de la moderna escuela de Lovaina, de la cual es indudable precursor. Como padre de una nueva ciencia en muchas cosas distinta de la Escolástica está considerado nuestro autor en una reciente tesis latina de la Facultad de Letras de París, cuyo autor, discípulo del insigne Boutroux, procura refutar en parte, y en parte acepta y corrige, la doctrina de Balmes acerca de la certeza (“De facultare veritin assequendi secunduzn Balmesiuni”, por A. L eclér, 1900). Las ideas de Balmes prosiguen siendo objeto de discusión en Europa, mientras en su patria no faltan osados pedantes que le desdeñen. Es el único de nuestros filósofos modernos que ha pasado las fronteras y que ha obtenido los honores de la traducción en diversas lenguas. No digo gire haya sido el único que lo mereció, aun sin salir de Cataluña, donde la psicología escocesa encontró una segunda patria y donde el malogrado Comellas trazó un surco tan original en su dirección al ideal de la ciencia. Otros hubo muy dignos de recuerdo en varias partes de España y aun en la América española, pero ninguno entró en el comercio intelectual del mundo más que Balmes. La reputación de Donoso Cortés fue grande y universal, pero mucho más efímera, ligada en parte a las circunstancias del momento, y debida más bien a la elocuencia deslumbradora del autor que a la novedad de su doctrina, cuyas ideas capitales pueden encontrarse en De Maistre, en Bonald y en los escritos de la primera época de Lamennais. Balmes parece un pobre escritor comparado con el regio estilo de Donoso, pero ha envejecido mucho menos que él, aun en la parte política. Sus obras enseñan y persuaden, las de Donoso recrean y a veces deslumbran, pero nada edifican, y a él se debieron principalmente los rumbos peligrosos que siguió el tradicionalismo español durante mucho tiempo. Balmes hizo cuanto pudo para divulgar la ciencia filosófica y hacerla llegar a las inteligencias más humildes. Sus tratados elementales, demasiado elementales par las condiciones del público a quien se dirigía, no son indignos de su nombre, especialmente el de Ética y Teodicea; pero su gloria como filósofo popular es “El Criterio”, una especie de juguete literario que pueden entender hasta los niños, una lógica familiar amenizada con ejemplos y caracteres, una higiene del espíritu formulada en sencillas reglas, un código de sensatez y cordura, que bastaría a la mayor parte de los hombres para recorrer sin grave tropiezo el camino de la vida. Las cualidades de fino observador y moralista ingenioso que había en Balmes campean en este librito, que puede oponerse sin desventaja a los mejores de pensamientos, máximas y consejos de que andan ufanas otras literaturas, con la ventaja de tener “El Criterio” un plan riguroso y didáctico, en medio de la ligereza de su forma y de la extrema variedad de sus capítulos. Con ser Balmes filósofo tan señalado, todavía vale mas como apologista de la religión católica contra incrédulos y disidentes. Prescindo de las “Cartas a un escéptico”, de los excelentes artículos de “La Sociedad”, de Idus de “La Civilización”, todavía no coleccionados, y de otros opúsculos de menos importancia; porque toda la atención se la lleva “El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la civilización europea”, que es la obra más célebre de Balmes, la mas leída en su tiempo, y ahora la que interesa a mayor número de espíritus cultos, la que por su carácter mixto de historia y filosofía abarca un círculo mas vasto y satisface mejor los anhelos 13 de la cultura media, que no gusta de separar aquellas dos manifestaciones de la ciencia y de la vida. El instinto certero de los lectores no se ha equivocado sobre la verdadera trascendencia de la obra de Balmes, cuyo título no da exacta idea de su contenido. No es una refutación directa del Protestantismo ni una historia de sus evoluciones, asunto de poco interés en España, donde la teología protestante es materia de pura erudición, que entonces sólo cultivaba algún bibliófilo excéntrico, como don Luis Usoz. Balmes había estudiado a los grandes controversistas católicos, especialmente a Belarmino y Bossuet, pero le fueron inaccesibles los primitivos documentos de la Reforma, las obras de los heresiarcas del siglo XVI, y para su plan le hubieran sido inútiles, porque no escribía como teólogo, sino como historiador de la civilización, y no estudiaba el protestantismo en su esencia dogmática ni en la variedad de sus confesiones, sino en su influjo social. No hay, pues, que buscar en el libro lo que su autor no pudo ni quiso poner. Las grandes demostraciones apologéticas de la doctrina ortodoxa contra sus disidentes han nacido donde debían nacer, es decir, en las escuelas católicas de Alemania e Inglaterra, únicas que conocen a fondo el enemigo a quien combaten y con quien parten el campo. Un libro como la “Simbólica” de Moehler, hubiera sido imposible en España, y para nada hubiera servido. Los liberales del tiempo de Balmes no habían pasado de las “Ruinas de Palmira”, y cualquier cosa podían ser, menos protestantes. El fracaso de la romántica propaganda del célebre misionero bíblico Jorge Borrow, que se vio reducido a buscar adeptos entre los presidiarios y los gitanos y acabó por traducir el Evangelio de San Lucas al “caló”, basta para evidenciarlo. Balmes, entendimiento positivo y práctico, conocía el estado de su pueblo y no luchaba con enemigos imaginarios. Sólo como un mero fermento de incredulidad podía obrar el protestantismo sobre la masa española, y aun este riesgo parecería entonces muy lejano. El adversario que verdaderamente combate Balmes en aquel libro, sin salir del Campo de la Historia, es la escuela ecléctica, y su expresión mas concreta, el doctrinarismo político, que se había enseñoreado de las inteligencias mas cultivadas de España. El partido moderado, del cual fue Balmes juez mas o menos benévolo, pero nunca cómplice ni siquiera aliado, había convertido en oráculo suyo a un seco y honrado hugonote, gran historiador de las instituciones todavía mas que de los hombres, y muy mediano filósofo de la historia porque su rígido y abstracto dogmatismo, aspirando a simplificar los fenómenos sociales, le hacía perder de vista muchos de los hilos con que se teje la rica urdimbre de la vida. El que por espíritu sectario o por estrechez de criterio pretendió borrar de la historia de la civilización europea el nombre de España no parecía muy calificado para ser maestro de españoles, y, sin embargo, aconteció todo lo contrario. Ese primer curso de Historia de la Civilización, que hoy nos parece el más endeble de los libros de Guizot y el que menos manifiesta sus altas dotes de investigador crítico, fue en algún tiempo el Alcorán de nuestros publicistas y hombres de estado. Refutar algunos puntos capitales de estas “Lecciones”, ya en lo que toca a la acción civilizadora de la Iglesia durante los siglos medios, ya al influjo atribuido a la Reforma en el desarrollo de la cultura moderna, fue el primer propósito de Balmes, y sin duda el germen de su obra. Pero el plan se fue agrandando en su mente, y Guizot y el protestantismo vinieron a quedar en segundo término. Así, lo que había empezado con visos de polémica adquirió solidez y consistencia de obra doctrinal, y se convirtió en uno de los más excelentes tratados de Filosofía de la Historia que con criterio católico se han escrito, sin caer en el misticismo vago y nebuloso de Federico Schlegel y los románticos alemanes, ni en la apología ciega e inconsiderada de las instituciones de la Edad Media que puede notarse en muchos autores franceses de la llamada escuela neocatólica. Los capítulos que Balmes dedica a analizar la noción del “individualismo” y el sentimiento de la dignidad personal, que Guizot consideraba característico de los invasores germánicos; las páginas de noble elevación donde expone la obra santa de la Iglesia en dulcificar primero y abolir después la esclavitud, en dar estabilidad y fijeza a la propiedad, en organizar la familia y vindicar la indisolubilidad del matrimonio, en realzar la condición de la mujer, en templar los rigores de la miseria, en fundar el poder público sobre la base inconmovible de la justicia divina, conservan el mismo valor que cuando se escribieron, salvo en la parte de erudición histórica, que no era el fuerte de Balmes, y en que no pudo adelantarse a su tiempo. Pero tampoco incurre en error grave, y “El Protestantismo”, mas que ninguna de sus obras, manifiesta una lectura extensa y bien digerida, que no se pierde en fútiles pormenores y sabe interpretar los hechos verdaderamente significativos en la historia del linaje humano, mostrando no vulgar conocimiento de las fuentes. Contiene, además, esta obra insigne un caudal de Materiales apologéticos, que pueden considerarse como estudios y disertaciones sueltas, aunque todos tengan natural cabida dentro del vasto programa que Balmes fue desenvolviendo con tan serena y majestuosa amplitud. Uno de los temas que con más extensión y acierto trata, hasta el punto de formar por sí solo una tercera parte de la obra, es la Filosofía católica de las Leyes, Materia de singular importancia en los tiempos de confusión política en que Balmes escribía. No puede decirse que la admirable doctrina de Santo Tomás sobre el concepto de la ley, sobre el origen del poder civil y su transmisión a las sociedades, estuviese olvidada, puesto que entre otros la había expuesto y defendido con gran penetración y notable vigor dialéctico el dominico sevillano Fr. Francisco Alvarado. Pero ni los liberales ni los absolutistas habían querido entenderla, y con sus opuestas exageraciones, fanáticamente profesadas, habían llenado de nieblas los entendimientos y de saña los corazones. Balmes tuvo la gloria de restablecer la verdadera noción jurídica que es uno de los mejores timbres de la Escuela, sobre todo en la forma Magistral que la dieron nuestros grandes teólogos del siglo XVI, Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y el eximio Suárez. Balmes, que en este punto se enlaza con la ciencia nacional más que en ningún otro, reivindica estos precedentes y los de otros varios políticos y moralistas españoles. Entre los modernos ninguno mostró tanto tino como él en acomodar la doctrina escolástica “de legibus” y “de justitia et jure” a las condiciones didácticas del tiempo presente, y en concordarla con las ideas de otros publicistas, no tan apartadas corno pudiera creerse de aquella sabiduría tradicional. Balmes, que en ciencias sociales tuvo intuiciones y presentimientos que rayan con el genio, no era un político meramente especulativo: era también un gran ciudadano, que intervino con su palabra y su consejo en los más arduos negocios de su tiempo y ejerció cierta especie de suave dominio sobre muy nobles y cultivadas inteligencias. No era hombre de partido, pero fue el oráculo de un grupo de hombres de buena voluntad, de españoles netos que, venidos de opuestos campos, aceptaban, no una transacción sino una fusión de derechos, una legalidad que amparando a todos hiciese imposible la renovación de la guerra civil y trajese la paz a los espíritus. La fórmula de Balmes no triunfó, acaso por ser prematura, pero de la pureza de sus móviles e intenciones no dudó nadie, ni tampoco de la habilidad con que condujo aquella memorable campaña. No falta quien lamente que en ella emplease tanta parte de su energía mental para cosechar al fin desengaños y sinsabores que entristecieron sus últimos anos. Hay quien opina que Balmes hubiese filosofado más y mejor si no hubiera pensado tanto en la boda del Conde de Montemolín y en otros negocios del momento. Pero no reparan los que tal dicen, que Balmes no era de aquella casta de pensadores que se embebecen en el puro intelectualismo, sino de aquellos otros que hacen descender la filosofía a las moradas de los hombres y ennoblecen el arte de gobernar enlazándole con los primeros principios. Fichte fue mas grande en sus “Discursos a la nación alemana” después de la derrota de Jena que en su trascendental idealismo. La metafísica de Balmes no fue obstáculo para que su política tuviese una base real y positiva, en la cual consiste su fuerza. Sus conclusiones son análogas a las de la escuela histórica que ya contaba prosélitos en Cataluña cuando él comenzó a escribir, pero desciende de mas alto origen y bien se ve que no han sido elaboradas al tibio calor de la erudición jurídica. Otros habían penetrado mucho mas adelante que él en el examen de las antiguas instituciones nacionales: bastaría el gran nombre de Martínez Marina para probarlo. Pero la pasión política les ofuscó a veces en la interpretación, haciéndoles confundir la libertad antigua con la moderna y la democracia privilegiada del municipio con el dogma de la soberanía del pueblo. Balmes, que conocía mucho menos el texto de las franquicias de los siglos medios, entendió mejor el sentido de nuestra constitución interna, aunque a veces le formulase con demasiado apresuramiento. Como periodista político Balmes no ha sido superado en España si se atiende a la firmeza y solidez de sus convicciones, a la honrada gravedad de su pensamiento, al brío de su argumentación, a los recursos fecundos y variados, pero siempre de buena ley, que empleaba en sus polémicas, donde no hay una frase ofensiva para nadie. Su gloria sería tan indiscutible corno lo es la de Larra en el periodismo literario y satírico si le hubiese acompañado el don del estilo, el admirable talento de prosista que encumbra a Larra sobre todos sus coetáneos. Los artículos de Balmes son un tesoro de ideas que no se han agotado todavía, pueden considerarse además corno la historia verídica y profunda de su tiempo; pero la forma es redundante, monótona, descuidada. La prosa de Balmes tiene el gran mérito de ser extraordinariamente clara, pero carece de condiciones artísticas, no tiene color ni relieve. Suponen algunos que esto procede de que no escribía en su lengua nativa y tenía que vaciar su pensamiento en un molde extraño. Pero creo que se equivocan, porque precisamente las cualidades que más le faltan son el nervio y la concentración sentenciosa, que son característica de los autores genuinamente catalanes, sea cualquiera la lengua en que hayan expresado sus conceptos. Balmes hablaba y escribía con suma facilidad la castellana y nunca había empleado otro instrumento de comunicación científica, fuera del latín de las escuelas. Tiene muchas incorrecciones, pero la mayor parte no son resabios provinciales (como entonces se decía), sino puros galicismos, en que incurrían tanto o más que él los escritores castellanos de mas nombradía en aquel tiempo, salvo cuatro o cinco que por especial privilegio o por la índole particular de sus estudios salieron casi inmunes del contagio. Balmes procuró depurar su lenguaje, y en parte lo consiguió, con la lectura de nuestros clásicos, especialmente de Cervantes y Fr. Luís de Granada, cuyas obras frecuentó mucho; pero no llegó a adquirir, ni era posible, las dotes estéticas que le faltaban. Tuvo además la desgracia de prendarse, en la literatura contemporánea, de los modelos menos adecuados a su índole reposada y austera, y cuando quiere construir prosa poética a estilo de Chateaubriand o de Lamennais fracasa irremediablemente. Pero en sus obras la retórica es lo que menos importa, y sólo en prueba de imparcialidad se nota esto. Fue el Dr. D. Jaime Balmes varón recto y piadoso, de intachable pureza, de costumbres verdaderamente sacerdotales, de sincera modestia que no excluía la conciencia del propio valer ni la firmeza en sus dictámenes; meditabundo y contemplativo, pero no ensimismado; algo esquivo en el trato de gentes, pero pródigo de, sus afectos en la intimidad de sus verdaderos amigos que naturalmente fueron pocos; tolerante y benévolo con las personas, pero inflexible con el error; operario incansable de la ciencia hasta el pinito de haber dado al traste con su salud, que nunca fue muy robusta; previsor y cuidadoso de sus intereses, no por avaricia, como fingieron sus émulos, sino por el justo anhelo de conquistar con su honrado trabajo la independencia de su pensamiento y de su pluma, que jamás cedieron a ninguna sugestión extraña. Su vida interior, que fue grande, se nutría con la oración y con la lectura de libros espirituales, sobre todo con la del Kempis, que revisaba diariamente. Tal fue, aunque dibujado por mí en tosca semblanza, el grande hombre cuyo primer aniversario conmemoramos hoy. Quiera Dios que su inteligencia simpática y generosa continúe velando sobre esta España que tanto amó, que le debió la mejor parte de su pensamiento en el siglo XIX y que por él vio renacer sus antiguas glorias filosóficas. MARCELINO MENENDEZ Y PELAYO Estas páginas de Menéndez y Pelayo, que hemos juzgado el mejor prefacio para esta edición, forman parte de un discurso que pronunciara el ilustre polígrafo santanderino en la sesión de clausura del Congreso Internacional de Apologética, celebrado el 11 de septiembre de 1910. (N. del E.). IR A CONTENIDO PRÓLOGO ENTRE los muchos y gravísimos males que han sido el necesario resultado de las hondas revoluciones modernas, figura un bien sumamente precioso para la ciencia, y que probablemente no será estéril para el linaje humano: la afición a los estudios que tienen por objeto al hombre y la sociedad. Tan recios han sido los sacudimientos, que la tierra, por decirlo así, se ha entreabierto bajo nuestras plantas; y la inteligencia humana, que poco antes marchaba altiva y desvanecida sobre una carroza triunfal, no oyendo más que vítores y aplausos, y como abrumada de laureles, se ha estremecido también, se ha detenido en su carrera, y absorta en un pensamiento grave, y dominada por un sentimiento profundo, se ha dicho a sí misma: ¿quién soy?, ¿de dónde salí?, ¿cuál es mi destino? De aquí es que han vuelto a recobrar su alta importancia las cuestiones religiosas; de manera que mientras se las creía disipadas por el soplo del indiferentismo, o reducidas a muy pequeño espacio por el sorprendente desarrollo de los intereses materiales, por el progreso de las ciencias naturales y exactas, y por la pujanza siempre creciente de los debates políticos, se ha visto que lejos de estar ahogadas bajo la inmensa balumba que parecía oprimirlas, se han presentado de nuevo con toda su grandeza, con su forma gigantesca, sentadas en la cúspide de la sociedad, con la cabeza en el cielo y los pies en el abismo. En esta disposición de los espíritus, era natural que llamase su atención la revolución religiosa del siglo XVI; y que se preguntase qué es lo que había hecho esa revolución en pro de la causa de la humanidad. Desgraciadamente, se han padecido en esta parte equivocaciones de cuantía; o bien por mirarse los hechos a través del prisma de las preocupaciones de secta, o por considerarlos tan sólo por lo que presentaban en su superficie: y así se ha llegado a asegurar que los reformadores del siglo XVI contribuyeron al desarrollo de las ciencias, de las artes, de la libertad de los pueblos, y de todo cuanto se encierra en la palabra civilización, y que así dispensaron a las sociedades europeas un señalado beneficio. ¿Qué dice sobre esto la historia?, ¿qué enseña la filosofía? Bajo el aspecto religioso, bajo el social, bajo el político y el literario, ¿qué es lo que deben a la reforma del siglo XVI el individuo y la sociedad? ¿Marchaba bien Europa bajo la sola influencia del Catolicismo? Éste, ¿embargaba en nada el movimiento de la civilización? He aquí lo que me he propuesto examinar en esta obra. Cada época tiene sus necesidades; y fuera de desear que todos los escritores católicos se convenciesen de que una de las más imperiosas en la actualidad es el analizar a fondo ese linaje de cuestiones: Ballarmino y Bossuet trataron las materias conforme a las necesidades de su tiempo; nosotros debemos tratarlas cual lo exigen las necesidades del nuestro. Conozco la inmensa amplitud de las cuestiones que arriba he indicado; así no me lisonjeo de poder dilucidarlas cual ellas demandan: como quiera, emprendo mi camino con el aliento que inspira el amor a la verdad; cuando mis fuerzas se acaben me sentaré tranquilo, aguardando que otro que las tenga mayores dé cumplida cima a tan importante tarea. Dr Jaime Balmes 1842 IR A CONTENIDO CAPÍTULO PRIMERO: Naturaleza y nombre del Protestantismo. En medio de las naciones civilizadas un hecho muy grave, por la naturaleza de las materias sobre que versa; muy trascendental, por la muchedumbre, variedad e importancia de las relaciones que abarca; interesante en extremo, por estar enlazado con los principales acontecimientos de la historia moderna: este hecho es el Protestantismo. Ruidoso en su origen, llamó desvíe luego la atención de la Europa entera, sembrando en unas partes la alarma, y excitando en otras las más vivas simpatías; rápido en su desarrollo, no dió lugar siquiera a que sus adversarios pudiesen ahogarle en su cuna; y al contar muy poco tiempo desde su aparición, ya dejaba apenas esperanza de que pudiera ser atajado en su incremento, ni detenido en su marcha. Engreído con las consideraciones y razonamientos, tomaba bríos su osadía y se acrecentaba su pujanza; exasperado con las medidas coercitivas, o las resistía abiertamente, o se replegaba y concentraba para empezar de nuevo sus ataques con más furiosa violencia; y de la misma discusión, de las mismas investigaciones críticas, de todo aquel aparato erudito y científico que se desplegó para defenderle o combatirle, de todo se servía tonto de vehículo para propagar su espíritu y difundir sus máximas. Creando nuevos y pingües intereses, se halló escudado por protectores poderosos; mientras convidando con los más vivos alicientes todo linaje de pasiones, las levantaba en su favor, poniéndolas en la combustión más espantosa. Echaba mano alternativamente de la astucia o de la fuerza, de la seducción o de la violencia, según a ello se brindaban las varias ocasiones y circunstancias; y empeñado en abrirse paso en todas direcciones, o rompiendo las barreras o salvándolas, no paraba hasta alcanzar en los países que iba ocupando el arraigo que necesitaba para asegurarse estabilidad y duración. Logróle así en efecto; y a más de los vastos establecimientos que adquirió, y conserva todavía en Europa, fue llevado en seguida a otras partes del mundo, e inoculado en las vena de pueblos sencillos e incautos. Para apreciar en su justo valor un hecho, para abarcar cumplidamente sus relaciones, deslindándolas como sea menester señalando a cada una su lugar, e indicando su mayor o menor importancia, es necesario examinar si seria dable descubrir el principio constitutivo del hecho; o al menos, si se puede notar algún rasgo característico que pintado, por decirlo así, en su fisonomía, nos revele su íntima naturaleza. Difícil tarea por cierto, al tratar de hechos de tal género y tamaño como es el que nos ocupa; ya por la variedad de los aspectos que se ofrecen, ya por la muchedumbre de relaciones que se cruzan y enmarañan. En tales materias, amontónanse con el tiempo un gran número de opiniones, que como es natural han buscado todas, sus argumentos para apoyarse; y así se encuentra el observador con tantos y tan varios objetos, que se ofusca, se abruma .y se confunde: y si se empeña en mudar de lugar por colocarse en un punto de, vista más. A propósito, halla esparcidos por el suelo tanta abundancia de materiales, que le obstruyen el paso; o cubriendo el verdadero camino, le extravían en su marcha. Con sólo dar una mirada al Protestantismo, ora se le considere, en su estado actual, ora en las varias fases de su historia, siéntese desde luego la suma dificultad de encontrar en él nada de constante, nada que pueda señalarse como su principio constitutivo: porque incierto en sus creencias las modifica de continuo, y las varía de mil maneras; vago en sus miras, y fluctuante en sus deseos, ensaya todas las formas, tantea todos los caminos, y sin que alcance jamás, una existencia bien determinada, sigue siempre con paso mal seguro nuevos rumbos, no logrando otro resultado que enredarse en más intrincados laberintos. Los controversistas católicos le han perseguido y acosado en todas direcciones; pero si les preguntáis con qué resultado, os dirán que han tenido que habérselas con un nuevo Proteo, que próximo a recibir un golpe le eludía, cambiando de forma. Y en efecto, si se quiere atacar al Protestantismo en sus doctrinas, no se sabe adónde dirigirse; porque no se sabe nunca cuáles son éstas, y aun él propio lo ignora; pudiendo decirse que bajo este aspecto el Protestantismo es invulnerable, porque invulnerable es lo que carece de cuerpo. Esta es la razón de no haberse encontrado arma más a propósito para combatirle que la empleada por el ilustre Obispo de Meaux: tú varías, y lo que varía no es la verdad. Arma muy temida por el Protestantismo, y por cierto digna de serlo; pues que todas las transacciones que se empleen para eludir su golpe, sólo sirven para serle más certero y más recio. ¡Qué pensamiento tan cabal el de grande hombre! El solo título de la obra debió hacer temblar los protestantes; es la Historia de las variaciones: y una historia de clones es la historia del error Esta variedad, que no debe mirarse como extraña en el Protestantismo, antes sí como natural y muy propia, al paso que nos indica de él no está en posesión de la verdad, nos revela también que el principio que le mueve y le agita, no es un principio de vida, sino un elemento disolvente. Hasta ahora siempre se le ha pedido en vano que asentase en alguna parte el pie, y presentase un cuerpo uniforme y compacto; y en vano será también pedírselo en adelante porque vano es pedir asiento fijo a lo que está fluctuando en la vaguedad de los aires, y mal puede formarse un cuerpo compacto por medio de un elemento, que tiende de continuo a separar las partes disminuyendo siempre su afinidad, y comunicándoles vivas fuerzas para repelerse y rechazarse. Bien se deja entender que estoy hablando del examen privado en materias de fe; ya sea que para el fallo se cuente con la sola luz de la razón, o con particulares inspiraciones del cielo. Si algo puede encontrarse de constante en el Protestantismo, es este espíritu de examen; es el sustituir a la autoridad pública y legítima el dictamen privado: esto se encuentra siempre junto al Protestantismo, mejor diremos en lo más íntimo de su seno; éste es el único punto de contacto de todos los protestantes, el fundamento de su semejanza; y es bien notable que se verifica todo esto a veces sin su designio, a veces contra su expresa voluntad. Pésimo y funesto como es semejante principio, si al menos los Corifeos del Protestantismo le hubieran proclamado como seña de combate, apoyándole empero siempre con su doctrina, y sosteniéndole con su conducta, hubieran sido consecuentes en el error; y al verlos caer de precipicio en precipicio, se habría conocido que era efecto de un final sistema, pero que bueno o malo, era al menos un. sistema. Pero ni esto siquiera: y examinando las palabras y hechos de los primeros novadores, se nota que, si bien echaron .mano de ese funesto principio, fue para resistir a la autoridad que los estrechaba; pero por lo demás nunca pensaron en establecerle completamente. Trataron sí de derribar la autoridad legítima, pero con el fin de usurpar ellos el mando: es decir, que siguieron la conducta de los revolucionarios de todas clases, tiempos y países; quieren echar al suelo el poder existente para colocarse ellos en su lugar. Nadie ignora hasta qué punto llevaba Lutero su frenética intolerancia; no pudiendo sufrir ni en sus discípulos, ni en los demás, la menor contradicción a cuanto le pluguiese a él establecer, sin entregarse a los más locos arrebatos, sin permitirse los más soeces dicterios. Enrique VIII, el fundador en Inglaterra de lo que se llama independencia del pensamiento, enviaba al cadalso a cuantos no pensaban; como él; y a instancias de Calvino fue quemado vivo en Ginebra Miguel Servet. Llamo tan particularmente la atención sobre este punto, porque (me parece muy importante el hacerle): el hombre es muy orgulloso, y al oír que se deja como sentado ante los novadores del siglo XVI proclamaron la independencia del pensamiento, sería posible que algunos incautos tomaran por aquellos corifeos un secreto interés, ni brindo sus violentas peroratas como la expresión de un arranque generoso, y contemplando sus esfuerzos como dirigidos a la vindicación de los derechos del entendimiento. Sépase, pues, para no olvidarse jamás, que aquellos hombres proclamaban el principio del libre examen sólo para escudarse contra la legítima autoridad; pero, que en seguida trataban (le imponer a los demás el yugo de las doctrinas que ellos se habían forjado. Se proponían destruir la autoridad emanada de Dios, y sobre las ruinas de ella establecer la suya propia. Doloroso es verse precisado a presentar las pruebas de esta aserción; ¡no porque no se ofrezcan en abundancia, sino porque si se debe echar mano de las mas seguras e incontestables, hay que recordar palabras y, hechos, que si cubren de oprobio a los fundadores del Protestantismo, tampoco es grato el traerlos a la memoria; porque al pronunciar tales cargos la frente se ruboriza, y al consignarlos en un escrito parece que el error se ensancha . Mirado en globo el Protestantismo, sólo se descubre en él un informe conjunto de innumerables sectas, todas discordes entre sí, y acordes solo en un punto: ellos protestan contra la autoridad de la Iglesia. Esta es la causa que sólo se oigan entre ellas nombres particulares y exclusivos, por lo común solo derivados del fundador de la secta; y por mas esfuerzos que hayan hecho, no han alcanzado jamás a darse un nombre general, expresivo al mismo tiempo de una idea positiva; de suerte que hasta ahora sólo se denominan a la manera de las sectas filosóficas. Luteranos, calvinistas, zuinglianos, anglicanos, socinianos, arminianos, anabaptistas, y la interminable cadena que podría recordar, son nombres que muestran plenamente la estrechez y mezquindad del círculo en que se encierran sus sectas: basta pronunciarlos para notar que no hay en ellos nada de genialidad y nada de grande. A quien conozca medianamente la religión cristiana, parece que esto debería bastarle para convencerse que estas sectas no son verdaderamente cristianas; pero lo singular, lo más notable, es lo que ha sucedido con respecto a encontrar un nombre general. Recorred su historia, y veréis que tantea varios, pero ninguno le cuadra en encerrándose en ellos algo de positivo, algo de cristiano ; pero al ensayar uno como recogido al acaso en la Dieta de Spira, uno que en sí propio lleva su condenación, porque repugna al origen, al espíritu, a las máximas, a la historia entera de la religión cristiana; un nombre que nada expresa de unidad, ni de unión es decir de aquello que es inseparable del nombre cristiano, un decir, nada de envuelve ninguna idea positiva, que nada explica, nada determina al ensayar éste, se le ha ajustado perfectamente nada explica, todo el mundo se lo ha adjudicado por unanimidad, por aclamación: y es porque era el suyo: Protestantismo . En el vago espacio señalado por este nombre todas las sectas se acomodan, todos los errores tienen cabida: negad con los luteranos el libre albedrío, renovad con los arminianos los errores de Pelagio, admitid la presencia real con los unos, desechadla luego con los Zwinglianos y calvinistas; si queréis negad con los socinianos la divinidad de Jesucristo, adheríos a los episcopales o a los puritanos, daos si os viniere en gana a las extravagancias de los cuákeros, todo esto nada importa, no dejáis por ello de ser protestantes porque todavía protestáis contra la autoridad de la Iglesia. Es ése un espacio tan anchuroso del que apenas podréis salir por grandes que sean vuestros extravíos: es todo el vasto terreno que descubrís en saliendo fuera de las puertas de la Ciudad Santa. IR A CONTENIDO CAPÍTULO II Investigación de las causas del Protestantismo. Examen de la influencia de sus fundadores. Varias causas que se le han señalado. Equivocaciones que se han padecido en este punto. Opiniones de Guizot y de Bossuet. Se designa la verdadera causa del hecho, fundada en el mismo estado social de los pueblos europeos. PERO ¿cuáles fueron las causas de que apareciese en Europa el Protestantismo, y de que tomase tanta extensión e incremento? Digna; es por cierto tal cuestión de ser examinada con mucho detenimiento, ya por la importancia que encierra, ya también porque llamándonos a investigar el origen de semejante plaga, nos guía al lugar más a propósito para que podamos formarnos una idea más cabal de la naturaleza y relaciones de ese fenómeno, tan observado como mal definido. Cuando a efectos de la naturaleza y tamaño del Protestantismo se trata de señalarles sus causas, es poco conforme a razón el recurrir a hechos de poca importancia; ya porque lo sean de suyo, o porque estén limitados a determinados lugares y circunstancias. Es un error el suponer que de causas muy pequeñas pudiesen resultar efectos muy grandes; pues que, si bien es verdad que las cosas grandes tienen a veces su principio en las pequeñas, también lo es que no es lo mismo principio que causa, y que el principiar una cosa por otra, y el ser causada por ella, son expresiones de significado muy diferente. Una leve chispa produce tal vez un espantoso incendio; pero es porque encuentra abundancia de materias inflamables. Lo que es general ha de tener causas generales, lo que es muy duradero y arraigado, causas muy duraderas y profundas. Ésta es una ley constante, así en el orden moral como en el físico, pero ley, cuyas aplicaciones son muy difíciles, particularmente en el orden moral; pues en él a veces están las cosas grandes encubiertas con velos tan modestos, está cada efecto enlazado con tantas causas, y por medio de tan delicadas hebras y tan complicada contextura, que al ojo más atento y perspicaz, o se le escapa enteramente, o se le pasa como cosa liviana y de poco resultado, lo que tenía tal vez la mayor importancia e influjo; y al contrario, andan las cosas pequeñas tan cubiertas de oropel, tan adornadas y relumbrantes, tan acompañadas de ruidoso cortejo, que es muy fácil que engañen al hombre, ya muy propenso de suyo a juzgar por meras apariencias. Insistiendo en los principios que acabo de asentar, no puedo inclinarme a dar mucha importancia, ni a la rivalidad excitada por la predicación de las indulgencias, ni a las demasías que pudieran cometer en esta materia algunos subalternos; pudo todo esto ser una ocasión, un pretexto, una señal de combate, pero en sí era muy poca cosa para poner en conflagración el mundo. Aunque tal vez sea más plausible, no es sin embargo más puesto en razón, el buscar “las, causas del nacimiento y extensión del Protestantismo en el carácter y circunstancias de los primeros novadores. Pondérase con énfasis la fogosa violencia de los escritos y palabras de Lutero; y se hace notar cuán a propósito eran para inflamar el ánimo de los pueblos, arrastrarlos en pos de los nuevos errores e inspirarles un encarnizado odio contra la Iglesia Romana: se encarecen no menos la sofística astucia, el estilo metódico, la expresión elegante de Calvino, calidades muy adaptadas para dar alguna aparente regularidad a la informe plaga de errores que enseñaban los nuevos sectarios, poniéndola más en estado de ser abrazada por personas de más fino gusto; y a este tenor se van trazando cuadros más o menos verídicos de los talentos y demás calidades de otros hombres: ni a Lutero, ni a Calvino, ni a, ninguno de los principales fundadores del Protestantismo, trato de disputarles los títulos con que adquirieron su triste celebridad: pero me parece que el insistir mucho sobre las calidades personales y el atribuir a éstas la principal influencia en el desarrollo del mal, es no conocerle en toda su extensión, es no evaluar toda su, gravedad, y es además olvidar lo que nos ha enseñado la historia de los tiempos. En efecto: si miramos con imparcialidad a aquellos hombres, nada encontraremos en ellos de tan singular que no se halle con igualdad o con exceso, en casi todas las cabezas de secta. Sus talentos, si erudición, su saber, todo ha pasado ya por el crisol de la crítica y ni entre los católicos ni entre los protestantes, se halla ya nadie instruido e imparcial, que no tenga por exageraciones de partida, las desmedidas alabanzas que se les habían tributado. Bajo todo aspecto ya se los considera sólo en la clase de aquellos hombres turbulentos, que reúnen las circunstancias necesarias para provoca trastornos. Desgraciadamente, la historia de todos tiempos y países y la experiencia de cada día nos enseñan que esos hombres son cosa muy común, y que aparecen dondequiera que una funesta combinación de circunstancias ofrezca ocasión oportuna. Cuando se ha querido buscar otras causas, que por su extensión e importancia estuvieran más en proporción con el Protestantismo, se han señalado comúnmente dos: la necesidad de una reforma, y el espíritu de libertad. Había muchos abusos, han dicho algunos, se descuidó la reforma legítima, y este descuido provocó la revolución”. El entendimiento humano estaba en cadenas, han dicho otros, quiso quebrantarlas; y el Protestantismo no fue otra cosa que un esfuerzo extraordinario en nombre de la libertad un vuelo atrevido del pensamiento humano”. Por cierto que a esas opiniones no puede tachárselas que señalen causas pequeñas y cuya influencia se circunscriba a breve espacio; y hasta en ambas se encuentra algo que es muy a propósito para atraerles prosélitos. Ponderando la una la necesidad de una reforma abre anchuroso campo para reprender la inobservancia de las leyes y la relajación de las costumbres; y esto excita siempre simpatías en el corazón del hombre indulgente cuando se trata de los deslices propios pero severo e inexorable con los ajenos; y pronunciando la otra las deslumbradoras palabras de libertad de atrevido vuelo del espíritu puede estar siempre segura de hallar dilatado eco pues que éste no falta jamás a la palabra que lisonjea el orgullo. No trato yo de negar la necesidad que a la sazón había de una reforma; convengo en que era necesaria; bastándome para esto el dar una ojeada a la historia el escuchar los sentidos lamentos de grandes hombres mirados por la Iglesia como hijos muy predilectos; y sobre todo basta leer en el primer decreto del Concilio de Trento que uno de los objetos del Concilio era la reforma del clero y del pueblo cristiano; y basta oír de boca del Papa Pío IV en la confirmación del mismo Concilio que uno de los objetos para que se había celebrado era la corrección de las costumbres y el restablecimiento de la disciplina. Sin embargo y a pesar de todo esto no puedo Inclinarme a dar a los abusos tanta influencia en el nacimiento del Protestantismo como le han atribuido muchos; y a decir verdad me parece muy mal resuelta la cuestión siempre que para señalar la verdadera causa del mal se insiste mucho sobre los funestos resultados que habían de traer consigo los abusos; así como por otra parte no me satisfacen las palabras de libertad y de atrevido vuelo del pensamiento. Lo diré paladinamente: por más respeto que se merezcan algunos de los hombres que han dado tanta importancia a los abusos por más consideraciones que tenga a los talentos de otros que han apelado al espíritu de libertad ni en unos ni en otros encuentro aquel análisis filosófico e histórico a la par que no se aparta del terreno de los hechos sino que los examina y alumbra mostrando la íntima naturaleza de cada uno sin descuidar su enlace y encadenamiento. Se ha divagado tanto en la definición del Protestantismo y en el señalamiento de sus causas por no haberse advertido que no es más que un hecho común a todos los siglos de la historia de la Iglesia pero que tomó su importancia y peculiares caracteres de la época en que nació. Con esta sola consideración fundada en el testimonio constante de la historia y confirmada por la razón y la experiencia todo se allana tollo se aclara y explica: nada hemos de buscar en sus doctrinas ni en sus fundadores de extraordinario ni singular: porque todo lo que tiene de característico todo proviene de que nació en Europa y en el siglo XVI. Desenvolveré este pensamiento no echando mano de raciocinios aéreos que sólo estriben en suposiciones gratuitas sino apelando a hechos que nadie podrá contestar. Es innegable que el principio de sumisión a la autoridad en materias de fe ha encontrado siempre mucha resistencia por parte del espíritu humano. No es éste el lugar de señalar las causas de esta resistencia, causas que en el curso de esta obra me propongo analizar; me basta por ahora consignar el hecho y recordar a quien lo pusiere en duda que la historia de la Iglesia va siempre acompañada de la historia de las herejías. Conforme a la variedad de tiempos y países el hecho ha presentado diferentes fases: ora haciendo entrar en torpe mezcolanza el judaísmo y el cristianismo: ora combinando con la doctrina de Jesucristo los sueños de los orientales, ora alterando la pureza del dogma católico con las cavilaciones, y sutilezas del sofista griego: es decir presentando diferentes aspectos según ha sido diferente el estado del espíritu humano. No ha dejado empero este hecho de tener dos caracteres generales que han manifestado bien a las claras que el origen es el mismo a pesar de ser tan vario el resultado en su naturaleza y objeto. Estos caracteres son: el odio a la autoridad de la Iglesia y el espíritu de secta. Bien claro es que si en cada siglo se había visto nacer alguna secta que se oponía a la autoridad de la Iglesia y erigía en dogmas las ” opiniones de sus fundadores no era regular que dejase de acontecer lo mismo en el siglo XVI; y atendido el carácter del espíritu humano. Me parece que si el siglo XVI hubiera sido una excepción de la regla general tendríamos actualmente una cuestión bien difícil de resolver y sería: ¿cómo fue posible que no apareciese en aquel siglo ninguna secta? Pues bien: una vez nacido en el siglo XVI un error cualquiera sea cual fuere su origen su ocasión y pretexto; luego que se haya reunido en torno de la nueva enseña una porción de prosélitos veo ya el Protestantismo en toda su extensión en toda su trascendencia con todas sus divisiones y subdivisiones con toda su audacia y energía para desplegar un ataque general contra cuantos puntos de dogma y de disciplina se enseñen y observen en la Iglesia. En vez de Lutero de Zuinglio de Calvino poned si os place a Arrio a Nestorio a Pelagio; en lugar de los errores de aquéllos enseñad si queréis los de éstos: todo será indiferente porque todo tendrá un mismo resultado. El error excitará desde luego simpatías encontrará defensores acalorará entusiastas se extenderá se propagará con la rapidez de un incendio se dividirá luego y tornarán sus chispas direcciones muy diferentes; todo se defenderá con aparato de erudición y de saber variarán de continuo las creencias se formularán mil profesiones de fe se cambiará o anonadará la liturgia y se harán mil trozos los lazos de la disciplina: es decir tendréis el Protestantismo. ¿Y cómo es que en el siglo XVI haya de tornar el mal tanta gravedad tanta extensión y trascendencia? Porque la sociedad de entonces es muy diferente de todas las anteriores y lo que en otras épocas pudiera causar un incendio parcial había de acarrear en ésta una conflagración espantosa. Componíase la Europa de un conjunto de sociedades inmensas que como formadas en una misma matriz tenían mucha semejanza en ideas costumbres leyes e instituciones; hablase entablado por consiguiente entre ellas una viva comunicación ora excitada por rivalidades ora por comunidad de intereses; en la generalidad de la lengua latina existía un medio que facilitaba la circulación de toda clase de conocimientos; y sobre todo acaba de generalizarse un rápido vehículo un medio de explotación de multiplicación y expansión de todos los pensamientos y afectos; un medio que poco antes saliera de la cabeza de un hombre como un resplandor milagroso preñado de colosales destinos: la imprenta. Tal es el espíritu humano tal su volubilidad tanto el apego que cobra fácilmente a toda clase de innovaciones tal el placer que siente en abandonar los antiguos rumbos para seguir otros nuevos que una vez levantada la enseña del error era imposible que no se agrupasen muchos en torno de ella. Sacudido el yugo de la autoridad en países donde era tan vasta tan activa la investigación donde fermentaban tantas discusiones donde bullían tantas ideas donde germinaban todas las ciencias ya no era dable que el vago espíritu del hombre se mantuviera fijo en ningún punto y debían por precisión pulular un hormiguero de sectas marchando cada uno por su camino a merced a sus ilusiones y caprichos. Aquí no hay medio: las naciones civiles o serán católicas o recorrerán todas las fases del error; o se mantendrán aferradas al áncora de la autoridad o desplegarán un ataque general contra ella combatiéndola en sí misma y en cuanto enseña o prescribe. El hombre cuyo entendimiento está despejado claro o vive tranquilo en las apacibles regiones de la verdad o la busca desasosegado e inquieto; y como estribando en principios falsos siente que no está firme el terreno que está mal segura y vacilante su planta, cambia continuamente de lugar saltando de error en error, de abismo en abismo. El vivir en medio de errores y estar satisfecho de ellos y trasmitirlos de generación en generación sin hacer modificación ni mudanza es propio de aquellos pueblos que vegetan en la ignorancia y envilecimiento: allí el espíritu no se mueve porque duerme. Colocado el observador en este punto de vista descubre el Protestantismo tal cual es en sí; y como domina completamente la posición ve cada cosa en su lugar y puede por tanto apreciar su verdadero tamaño descubrir sus relaciones estimar su influencia y explicar sus anomalías. Entonces situados los hombres en su lugar comparados con el vasto conjunto de los hechos aparecen en el cuadro como figuras muy pequeñas que podrían muy bien ser sustituidas por otras que nada importa que estuvieran un poco más acá o un POCO más allá que era indiferente que tuviesen esta o aquella forma este o aquel colorido; y entonces salta a los ojos que al entretenerse mucho en ponderar la energía de carácter la fogosidad y audacia de Lutero, la literatura de Melanchon, el talento sofístico de Calvino y otras cosas semejantes es desperdiciar el tiempo y no explicar nada. Y en efecto: ¿qué eran todos esos hombres y otros corifeos? ¿Tenían acaso algo de extraordinario? ¿No eran por ventura tales como se les encuentra con frecuencia en todas partes? Algunos de ellos ni excedieron siquiera de la raya de medianos; y de casi todos puede asegurarse que si no hubieran tenido celebridad funesta la hubieran tenido muy escasa. Pues ¿por qué hicieron tanto? Porque encontraron un montón de combustible y le pegaron fuego: ya veis que esto no es muy difícil; y sin embargo ahí está todo el misterio. Cuando veo a Lutero loco de orgullo precipitarse en aquellos delirios y extravagancias que tanto lamentaban sus propios amigos cuando le veo insultar groseramente a cuantos le contradicen; indignarse contra todo lo que no se humilla en su presencia; cuando le oigo vomitar aquel torrente de dicterios soeces de palabras inmundas apenas me causa otra impresión que la de lástima: este hombre que tiene la singular ocurrencia de llamarse Notharius Dei des varía tiene medio perdido el juicio y no es extraño porque ha soplado y con su soplo se ha manifestado un terrible incendio; Es que había un almacén de pólvora y su soplo le ha aproximado una chispa; y el insensato que en su ceguera no lo advierte dice en su delirio: muy poderoso soy; mirad mi soplo es abrasador poner en conflagración el mundo. Y los abusos ¿qué influencia tuvieron si no abandonamos el mismo punto de vista en que nos hemos colocado veremos que dieron tal vez alguna ocasión, que suministraron algún pábulo pero que están muy lejos de haber ejercido la influencia que se les ha atribuido. Y no es porque trate ni de negarlos ni de excusarlos; no es porque no haga el debido caso de los lamentos de grandes hombres; pero no es lo mismo llorar un mal que señalar y analizar su influencia. El varón justo que levanta su voz contra el vicio del ministro del santuario devorado por el celo de la Casa del Señor se expresan con acento tan alto y tan sentido que no siempre sus quejas y gemidos pueden servir de dato seguro para estimar el justo valor de los hechos. Ellos sueltan una palabra que sale del fondo de su corazón; sale abrasada porque arde en sus pechos el amor y el celo de la justicia: y viene en pos de ellos la mala fe interpreta a su maligno talante las expresiones y todo lo exagera y desfigura. Sea lo que fuere de todo esto bien claro es que ateniéndonos a lo que dejarnos firmemente asentado con respecto al origen y naturaleza del Protestantismo no pueden señalarse como principal causa de él los abusos; y que cuando más pueden indicarse como ocasiones y pretextos. Si así no fuere sería menester decir que en la Iglesia ya desde su origen aun en el tiempo de su primitivo fervor, de su pureza proverbial tan ponderada por los adversarios ya había muchos abusos: porque también entonces pululaban de continuo sectas que protestaban contra sus dogmas que sacudían su autoridad y se apellidaban la verdadera Iglesia. Esto no tiene réplica; el caso es el mismo; y si se alegare la extensión que ha tenido el Protestantismo y su propagación rápida recordaré que esto se verificó también con respecto a otras sectas; reproduciré lo que decía San Jerónimo de los estragos del arrianismo: Gimió el orbe entero y asombróse de verse arriano. Que si algo más se quisiere citar con respecto al Protestantismo bastante se lleva evidenciado que lo que tiene de característico todo lo debe no a los abusos sino a la época en que nació. Lo dicho hasta aquí es bastante para que pueda formarse concepto de la influencia que los abusos pudieron ejercer; pero como este asunto ha dado tanto que hablar y prestado origen á muchas equivocaciones será bien antes de pasar más adelante detenerse todavía en esta importante materia fijando en cuanto cabe las ideas, separando lo verdadero de lo falso lo cierto de lo incierto. Que los siglos medios se habían introducido abusos deplorables que la corrupción de costumbres era mucha y que era necesaria una reforma es cierto e indudable. Por lo que toca a los siglos XI y XII tenemos de esta triste verdad testigos tan intachables como San Pedro Damián, San Gregorio VII y San Bernardo. Algunos siglos después si bien se habían corregido mucho los abusos todavía eran de consideración bastando para convencernos de esta verdad los lamentos de los varones respetables que anhelaban por reforma; distinguiéndose muy particularmente el cardenal Julián en las terribles palabras con que se dirigía al Papa Eugenio IV representándole los desórdenes del clero principalmente del de Alemania. Confesada paladinamente la verdad pues no creo que la causa del Catolicismo necesite para su defensa del embozo y de la mentira resolveré en pocas palabras algunas cuestiones importantes. ¿Quién tenía la culpa de que se hubiesen introducido tamaños desordenes? ¿Era la corte de Roma? ¿Eran los obispos? Creo que sólo se la debe achacar a la calamidad de los tiempos. Para un hombre sensato bastará recordar que en Europa se habían consumado los hechos siguientes: la disolución del viejo y corrompido imperio romano; la irrupción e inundación de los bárbaros del Norte; fluctuación y las guerras de éstos entre sí y con los demás pueblos por espacio de largos siglos; el establecimiento y el predominio del feudalismo con todos sus inconvenientes y males con todas sus turbulencias y desastres; la invasión de los sarracenos y su ocupación de una parte considerable de Europa. La ignorancia la corrupción a relajación de la disciplina ¿no debía ser el resultado natural necesario de tanto trastorno? La sociedad eclesiástica ¿podía menos que resentirse profundamente de esa disolución y de ese aniquilamiento de la sociedad civil? ¿Podía no participar de los males de ese horroroso caos en que se hallaba envuelta la Europa? ¿Faltó nunca en la Iglesia el espíritu el deseo el anhelo de la reforma de los abusos? Se puede demostrar que no. Pasare por alto los santos varones que en todos aquellos calamitosos tiempos no dejó de abrigar en su seno; la historia nos los cuenta en número considerable y de virtudes tan acendradas que al paso que contrastaban con la corrupción que los rodeaba mostraban que no se había apagado en el seno de la Iglesia católica el divino fuego de las lenguas del Cenáculo. Este solo hecho prueba ya mucho; pero prescindiré de él para llamar al atención sobre otro más notable menos sujeto a cuestiones menos tachable de exageración y que no puede decirse limitado a éste o aquel individuo sino que es la verdadera expresión del espíritu que animaba el cuerpo de la Iglesia. Hablo de la incesante reunión de concilios en que se reprobaban y condenaban los abusos y se inculcaba la santidad de costumbres y la observancia de la disciplina. Afortunadamente este hecho consolador está fuera de toda duda; está patente a los ojos de todo el mundo bastando para convencerse de él el haber abierto una vez siquiera algún libro de historia eclesiástica o alguna colección de concilios. Es sobremanera digno este hecho de llamar la atención y aun puede añadirse que quizá no se ha advertido toda la importancia que encierra. En efecto: si observamos las otras sociedades repararemos que a medida que las ideas o las costumbres cambian van modificando rápidamente las leyes; y si éstas les son muy contrarias en poco tiempo las hacen callar, las arrollan o las echan por el suelo. Pero en la Iglesia no sucedió así: la corrupción se habla extendido por todas partes de una manera lamentable; los ministros de la religión se dejaban arrastrar de la corriente y se olvidaban de la santidad de su ministerio: pero el fuego santo ardía siempre en el santuario; allí se proclamaba se inculcaba sin cesar la ley; y aquellos mismos hombres ¡cosa admirable! aquellos mismos hombres que la quebrantaban se reunían con frecuencia para condenarse a sí mismos para afear su propia conducta haciendo de esta manera más sensible más público el contraste entre su enseñanza y sus obras. La simonía y la incontinencia eran los dos vicios dominantes; pues bien abrid las colecciones de los concilios y por dondequiera los encontraréis anatematizados. Jamás se vio tan prolongada, tan constante, tan tenaz lucha del derecho contra el hecho; jamás como entonces se vio por espacio de largos siglos a la ley colocada cara a cara contra las pasiones desencadenadas; y mantenerse allí firme inmóvil sin dar un paso atrás sin permitirles tregua ni descanso hasta haberlas sojuzgado. Y no fue inútil esa constancia esa santa tenacidad: y así es que a principios del siglo XVI es decir en la época del nacimiento del Protestantismo vemos que los abusos eran incomparablemente menores que las costumbres se habían mejorado mucho que la disciplina había adquirido vigor y que se la observaba con bastante regularidad. El tiempo de las declamaciones de Lutero no era el tiempo calamitoso llorado por San Pedro Damián y por San Bernardo: el caos se había desembrollado mucho; la luz el orden y la regularidad se iban difundiendo rápidamente; y por prueba incontestable de que no yacía en tanta ignorancia y corrupción como se quería ponderar. Podía la Iglesia ofrecer una exquisita muestra de hombres tan distinguidos en santidad como brillaron en aquel mismo siglo y tan eminentes en sabiduría como resplandecieron en el concilio de Trento. Es menester no olvidar la situación en que se había encontrado la Iglesia; es necesario no perder de vista que las grandes reformas exigen largo tiempo; que estas reformas encontraban resistencia en los eclesiásticos y en los seglares; y que por haberlas querido emprender con firmeza y constancia Gregorio VII se ha llegado a tacharle de temerario. No juzguemos a los hombres fuera de su lugar y tiempo; no pretendamos que todo se ajuste a los mezquinos tipos que nos forjamos en nuestra imaginación: los siglos ruedan en una órbita inmensa y la variedad de circunstancias produce situaciones tan extrañas y complicadas que apenas alcanzamos a concebirlas. Bossuet en su Historia de las variaciones después de haber hecho una clasificación del diferente espíritu que guiaba a los hombres que habían intentado una reforma antes del siglo XVI y después de citar las amenazadoras palabras del cardenal Julián dice: “Así es como en el siglo XV ese cardenal, el hombre más grande de su tiempo deploraba los males previendo sus funestas consecuencias; de manera que parece haber pronosticado los que Lutero iba a causar a toda la cristiandad empezando por Alemania: y no se engañó al creer que el no haber cuidado de la reforma y el aumento del odio contra el clero iba a producir una secta más temible para la Iglesia que la de los bohemios”. De estas palabras se infiere que el ilustre obispo de Meaux encontraba una de las principales causas del Protestantismo en no haberse hecho a tiempo la reforma legítima. No se crea por esto que Bossuet excuse en lo más mínimo a los corifeos del protestantismo ni que trate de poner en salvo las intenciones de los novadores; antes al contrario los coloca en la clase de los reformadores turbulentos que lejos de favorecer la verdadera reforma deseada por los hombres sabios y prudentes sólo servían para hacerla más difícil introduciendo con sus malas doctrinas el espíritu de desobediencia de cisma y de herejía. A pesar de la autoridad de Bossuet no puedo inclinarme a dar tanta importancia a los abusos que los mire como una de las principales causas del Protestantismo; y no es necesario repetir lo que en apoyo de mi opinión he dicho antes. Pero no será fuera del caso advertir que mal pueden apoyarse en la autoridad de Bossuet los que intenten sincerar las intenciones de los primeros reformadores pues que el ilustre prelado es el primero en suponerlos altamente culpables y en reconocer que si bien existían los abusos nunca tuvieron los novadores la intención de corregirlos antes sí de valerse de este pretexto para apartarse de la fe de la Iglesia sustraerse al yugo de la legítima autoridad quebrantar todos los lazos de la disciplina e introducir de esta suerte el desorden y la licencia. Y a la verdad ¿cómo sería posible atribuir a los primeros reformadores el espíritu de una verdadera reforma cuando casi todos cuidaron de desmentirlo con su vergonzosa conducta? Si al menos se hubieran entregado a un riguroso ascetismo si con la austeridad de sus costumbres hubiesen condenado la relajación de que se lamentaban entonces podríamos sospechar si sus mismos extravíos fueron efecto de un celo exagerado si fueron arrebatados al mal por un exceso de amor al bien; pero ¿sucedió algo de semejante? Oigan lo que dice sobre el particular un testigo de vista, un hombre que por cierto no puede ser tildado de fanático un hombre que guardó con los primeros corifeos del Protestantismo tantas consideraciones y miramientos que no pocos lo han calificado de culpable: es Erasmo que hablando con su acostumbrada gracia y malignidad dice así: “Según parece la reforma viene a parar a la secularización de algunos frailes y al casamiento de algunos sacerdotes: y esa gran tragedia se termina al fin por un suceso muy cómico pues que todo se desenlaza como en las comedias por un casamiento”. Esto manifiesta hasta la evidencia cuál era el verdadero espíritu de los novadores del siglo XVI N que lejos de intentar la enmienda de los abusos se proponían más bien agravarlos. En esta parte la simple consideración de los hechos ha guiado a M. Guizot por el camino de la verdad cuando no admite la opinión de aquéllos que pretenden que “la reforma había sido una tentativa concebida y ejecutada con el solo designio de reconstituir una iglesia pura la iglesia primitiva; ni una simple mira de mejora religiosa ni el fruto de una utopía de humanidad y de verdad”. (Historia general de la civilización europea Lección 22). Tampoco será difícil ahora el apreciar en su justo valor el mérito de la explicación que ha dado de este fenómeno el escritor que acabo de citar. “La reforma dice M. Guizot fue un esfuerzo extraordinario en nombre de la libertad, una insurrección de la inteligencia humana”. Este esfuerzo nació según el mismo autor de la vivísima actividad que desplegaba el espíritu humano y del estado de inercia en que había caído la Iglesia romana: de que a la sazón caminaba el espíritu humano con fuerte e impetuoso movimiento y la Iglesia se hallaba estacionaria. Esta es una de aquellas explicaciones que son muy a propósito para granjearse admiradores y prosélitos; porque colocados los pensamientos en terreno tan general y elevado no pueden ser examinados de cerca por la mayor parte de los lectores y presentados con el velo de una imagen brillante deslumbran los ojos y preocupan el juicio. Como lo que coarta la libertad de pensar tal como la entiende aquí M. Guizot y como la entienden los protestantes es la autoridad en materias de fe infiérese que el levantamiento de la inteligencia debía ser seguramente contra esa autoridad: es decir que aconteció la sublevación del entendimiento porque él marchaba y la Iglesia no se movía de sus dogmas o por valerme de la expresión de M. Guizot: “la Iglesia se hallaba estacionaria”. Sea cual fuere la disposición de ánimo de M. Guizot con respecto a los dogmas de la Iglesia católica al menos como filósofo debió advertir que andaba muy desacertado en señalar como particular de una época lo que para la Iglesia era un carácter que ella se había gloriado en todos tiempos. En efecto van ya más de 18 siglos que a la Iglesia se la puede llamar estacionaria en sus dogmas; y ésta es una prueba inequívoca de que ella sola está en posesión de la verdad: porque la verdad es invariable por ser una. Si pues el levantamiento de la inteligencia se hizo por esta causa nada tuvo la Iglesia en aquel siglo que no lo tuviera en todos los anteriores y no lo haya conservado en los siguientes: nada hubo de particular nada de característico nada por consiguiente se ha adelantado en la explicación de las causas del fenómeno; y si por esta razón la compara M Guizot a los gobiernos viejos ésta es una vejez que la tuvo la Iglesia desde su cuna. Como si M. Guizot hubiese sentido la propia flaqueza de sus raciocinios, presenta los pensamientos en grupo en tropel; hace desfilar a los ojos del lector; diferentes órdenes de ideas sin cuidar de clasificaciones ni deslindes para que la variedad distraiga y la mezcla confunda. En efecto: a juzgar por el contexto de su discurso no parece que entienda aplicar a la Iglesia los epítetos de inerte ni estacionaria con respecto a los dogmas sino que más bien se deja conjeturar que trata de referirlo a pretensiones bajo el aspecto político y económico: pues por lo que toca a la tiranía e intolerancia que han achacado algunos a la corte de Roma lo rechaza M. Guizot como una calumnia. Supuesto que en esta parte presenta una incoherencia de ideas que parece no debíamos esperar de su claro entendimiento incoherencia que a muchos se les haría recio de creer me es indispensable copiar literalmente sus propias palabras y en ellas aprenderemos que nada hay más incoherente que los grandes talentos una vez colocados en una posición falsa. “Había caído la Iglesia dice M. Guzot en un estado de inercia se hallaba estacionaria: el crédito político de la corte de Roma se había desminuido mucho; la dirección de la sociedad europea ya no le pertenecía puesto que había pasado al gobierno civil. Con todo tenía el poder espiritual las mismas pretensiones que antes conservaba aún toda su pompa toda su importancia exterior: le sucedía lo que ha acontecido más de una vez a los gobiernos viejos y que han perdido su influencia; se dirigían de continuo quejas contra ella y la mayor parte eran fundadas.” ¿Cómo es posible que M. Guizot no advirtiese que nada señalaba aquí que tuviese relación con la libertad del pensamiento nada que no fuera de un orden muy diferente? El haberse disminuido el influjo político de la corte de Roma y el conservar aún ella sus pretensiones el no pertenecerle ya la dirección de la sociedad europea y el conservar ella su pompa e importancia exterior ¿significa acaso otra cosa que las rivalidades que pudieron existir con respecto a asuntos políticos? ¿Y cómo pudo olvidar M. Guizot que poco antes había dicho que el señalar como causa del Protestantismo la rivalidad de los soberanos con el poder eclesiástico no le parecía fundado ni muy filosófico ni en correspondiente proporción con la extensión e importancia de este suceso? Si algunos creyesen que aun cuando todo esto no tuviera relación directa con la libertad del pensamiento no obstante se provocó la sublevación intelectual con la intolerancia que manifestaba a la sazón la corte de Roma: “No es verdad les responderá M. Guizot que en el siglo XVI la corte de Roma fuese muy tiránica: no es verdad que los abusos propiamente dichos fuesen entonces más numerosos y más graves de lo que hasta aquella época habían sido. Al contrario nunca quizás el gobierno eclesiástico se había mostrado mas condescendiente y tolerante más dispuesto a dejar marchar todas las cosas mientras no se cuestionase sobre su poder mientras se le reconociesen aun dejándolos sin ejercicio los derechos que tenía mientras se le asegurase la misma existencia se le pagasen los mismos tributos. De este modo el gobierno eclesiástico hubiera dejado tranquilo al espíritu humano si el espíritu humano hubiese querido hacer otro tanto con respecto a él”. Es decir que no parece sino que M. Guizot se olvidó completamente de que asentaba todos esos antecedentes para manifestar que la reforma protestante había sido un grande esfuerzo en nombre de la libertad un levantamiento de la inteligencia humana: pues que nada nos alega nada recuerda – que se opusiese a esta libertad; y aun si algo pudiera provocar el levantamiento como habría sido la intolerancia la crueldad el no dejar tranquilo al espíritu humano va nos ha dicho M. Guizot que el gobierno eclesiástico en el siglo XVI no era tiránico antes bien era condescendiente tolerante y que de su parte hubiera dejado tranquilo al espíritu humano. A la vista de tales datos es evidente que el esfuerzo extraordinario en nombre de la libertad de pensar es en boca de M. Guizot una palabra vaga indefinible; y al proferirla parece que se propuso cubrir con brillante velo la cuna del Protestantismo aun a expensas de la consecuencia en sus propias opiniones. Desechó las rivalidades políticas y apela luego a ellas; no da importancia a la influencia de los abusos no los juzga por verdadera causa y se olvida que en la lección antecedente había asentado que si se hubiera hecho a tiempo una reforma legal tan oportuna y necesaria tal vez se hubiera evitado la revolución religiosa; traza un cuadro en que se propone presentar puntos de contraste con esta libertad quiere alzarse a consideraciones generales elevadas que abarquen la posición y las relaciones de la inteligencia y se detiene en la pompa y aparato exterior recuerda las rivalidades políticas y abatiendo su vuelo hasta desciende al terreno de los tributos. Esa incoherencia de ideas esa debilidad de raciocinio ese olvido de los propios asertos sólo podrá parecer extraño a quien esté más acostumbrado a admirar el vuelo de los grandes talentos que a estudiar la historia de sus aberraciones. Cabalmente M. Guizot se hallaba en tal posición que es muy difícil no equivocarse y deslumbrarse; porque si es verdad que el caminar rastreramente sobre los hechos individuales trae el inconveniente de circunscribir la vista y de conducir al observador a la colección de una serie de hechos aislados más bien que a la formación de un cuerpo de ciencia también es cierto que divagando el espíritu por un inmenso espacio donde haya de abarcar muchos y muy variados hechos en todo sus aspectos y relaciones corre peligro de alucinarse a cada paso también es cierto que la demasiada generalidad suele rayar en hipotética y fantástica; que no pocas veces alzándose con inmoderado vuelo el entendimiento para descubrir mejor el conjunto de los objetos llega a no verlos como son en sí quizás hasta los pierde enteramente de vista; y por eso es menester que los más elevados observadores recuerden con frecuencia el dicho de Bacón: no alas sino plomo. M. Guizot tenia demasiada imparcialidad para que pudiese menos de confesar la exageración con que habían sido abultados los abusos; además tenía mucha filosofía para desconocer que no eran causa suficiente para producir un efecto tamaño; y hasta el sentimiento de su propia dignidad y decoro no le permitió mezclarse con esa turba bulliciosa y descomedida que clama sin cesar contra la crueldad y la intolerancia; y así es que en esta parte hizo un esfuerzo para hacer justicia a la Iglesia romana. Pero desgraciadamente sus prevenciones contra la Iglesia no le permitieron ver las cosas como son en sí: columbró que el origen del Protestantismo debía buscarse en el mismo espíritu humano; pero conocedor del siglo en que vive y sobre todo de la época en que hablaba presintió que para ser bien acogidos sus discursos era menester lisonjear el auditorio apellidando libertad; templó con algunas palabras suaves la amargura de los cargos contra la Iglesia mas procurando luego que todo lo bello todo lo grande y generoso estuviera de parte del pensamiento engendrador de la reforma y que recayesen sobre la Iglesia todas las sombras que habían de oscurecer el cuadro. A no ser así hubiera visto sin duda que si bien la principal causa del Protestantismo se halla en el espíritu humano no era necesario recurrir a parangones injustos; no hubiera caído en la incoherencia que acabamos de ver hubiera encontrado la raíz del hecho en el propio carácter del espíritu cristiano y hubiera explicado su gravedad y trascendencia con sólo recordar la naturaleza posición y circunstancias de las sociedades en cuyo centro apareció. Habría notado que no hubo allí un esfuerzo extraordinario sino una simple repetición de lo acontecido en cada siglo; un fenómeno común que tomó un carácter especial a cansa de la particular disposición de la atmósfera que le rodeaba. Este modo de considerar el Protestantismo como un hecho común agrandado empero y extendido a causa de las circunstancias de la sociedad en que nació me parece tan filosófico como poco reparado: y así presentaré otra proposición que nos suministrará juntamente razones y ejemplos. Tal es el estado de las sociedades modernas de tres siglos a esta parte que todos los hechos que en ellas se verifiquen han de tomar un carácter de generalidad y por tanto de gravedad que los ha de distinguir de los mismos hechos verificados empero en otras épocas en que era diferente el estado de las sociedades. Dando una ojeada a la historia antigua observaremos que todos los hechos tenían cierto aislamiento por el cual ni eran tan provechosos cuando eran buenos ni tan nocivos cuando eran malos. Cartago, Roma, Lacedemonia, Atenas y todos esos pueblos antiguos más o menos adelantados en la carrera de la civilización siguen cada cual su camino; pero siempre de una manera particular: las ideas las costumbres las formas políticas se sucedían unas a otras pero no se descubre esa reafluencia de las ideas de un pueblo sobre las ideas de otro pueblo de las costumbres del uno sobre las costumbres del otro ese espíritu propagador que tiende a confundirlos a todos en un mismo centro: por manera que excepto el caso de violenta conmixtión se conoce muy bien que podrían los pueblos antiguos estar largo tiempo muy cercanos conservando íntegramente cada uno sus propias fisonomías sin experimentar a causa del contacto considerables mudanzas. Observad empero cuán de otra manera sucede en Europa: una revolución en un país afecta todos los otros, una idea salida de una escuela pone en agitación a los pueblos y en alarma a los gobiernos: nada hay aislado todo se generaliza todo se propaga tomando con la misma expansión una fuerza terrible. He aquí por qué no es posible estudiar la historia de un pueblo sin que se presenten en la escena todos los pueblos no es posible estudiar la historia de una ciencia de un arte sin que se compliquen desde luego cien relaciones con otros objetos que no son ni científicos ni artísticos: y es porque todos los pueblos se asimilan todos los objetos se enlazan todas les relaciones se abarcan y se cruzan; he aquí por qué no hay un asunto en un país en que no tomen interés y aun parte si es posible todos los demás: y he aquí por qué concretándonos a la política es y será siempre una idea sin aplicaciones la de no intervención; pues no se ha visto jamás que cada cual no procure intervenir en todos los negocios que le interesan. Estos ejemplos tomados de los órdenes políticos literarios y artísticos me parecen muy a propósito para dar a entender mi idea sobre lo que ha sucedido con respecto al orden religioso; y si bien despojan al Protestantismo de ese manto filosófico con que se le ha querido cubrir aun en su cuna; si le quitan todo derecho a suponerse como un pensamiento que lleno de previsión y de proyectos grandiosos encerraba grandes destinos tampoco rebajan en nada su gravedad y su extensión, en nada limitan el hecho antes sí indican la verdadera causa que se haya presentado con aspecto tan imponente. Desde el punto de vista que acabo de señalar todo se descubre en su verdadero tamaño: los Hombres apenas figuran casi desaparecen; los abusos se ofrecen como son, ocasiones y pretextos; los planes vastos, las ideas altas y generosas los esfuerzos de independencia se reducen a suposiciones arbitrarias; el cebo de las depredaciones, la ambición, las rivalidades de los soberanos, juegan como causas más o menos influyentes pero siempre en un orden secundario: ninguna causa se exclusa sólo que se las coloca a todas en su lugar no se permite la exageración de su influencia y señalándose una principal no deja de mirarse el Hecho como de tal naturaleza, que en su nacimiento y desarrollo debieron de obrar un sinnúmero de agentes. Y cuando se llega a una cuestión capital en la materia cuando se pregunta la causa del odio de la exasperación que han manifestado los sectarios contra Roma; cuando se pregunta si esto no revela algunos grandes abusos de su parte si no hace sospechar su sinrazón se puede responder tranquilamente: que siempre se ha visto que las olas en la tormenta braman furiosas contra la roca inmóvil que les resiste. Tan lejos estoy de atribuir a los abusos la influencia que muchos les han asignado con respecto al nacimiento y desarrollo del Protestantismo que estoy convencido de que por más reformas legales que se hubieran hecho por más condescendiente que se hubiera manifestado la autoridad eclesiástica en acceder a demandas y exigencias de todas clases hubiera acontecido poco más o menos la misma desgracia. Es necesario haber reparado bien poco en la extrema inconstancia y movilidad del espíritu humano, y haber estudiado muy poco su historia para desconocer que era ésta una aquellas grandes calamidades que sólo Dios por providencia especial es bastante a evitarlas. IR A CONTENIDO CAPÍTULO III Nueva demostración de la divinidad de la Iglesia católica sacada de sus relaciones con el espíritu humano. Fenómeno extraordinario que se presenta en la cátedra de Roma. Superioridad del Catolicismo sobre el Protestantismo. Confesión notable de Guizot; sus consecuencias. LA PROPOSICIÓN sentada al fin del capítulo anterior me sugiere un corolario que si no me engaño ofrece una nueva demostración de la divinidad de la Iglesia católica. Se ha observado como cosa muy admirable la duración de la Iglesia católica por espacio de 18 siglos y eso a pesar de tantos y tan poderosos adversarios; pero quizá no se ha notado bastante que atendida la índole del espíritu humano uno de los grandes prodigios que presenta sin cesar la Iglesia es la unidad de doctrina en medio de toda clase de enseñanza y abrigando siempre en su seno un número considerable de sabios. Llamo muy particularmente la atención sobre este punto: los hombres pensadores; y estoy seguro de que aun cuando yo no acierte a desenvolver cual merece este pensamiento encontrarán aquí un germen de muy graves reflexiones. Tal vez se acomodará también este modo de mirar la Iglesia al gusto de ciertos lectores pues prescindiré enteramente de los caracteres que se rocen con la revelación consideraré al Catolicismo no como religión divina sino como escuela filosófica. Nadie que haya saludado la historia de las letras me podrá negar que en todos tiempos haya tenido la Iglesia en su seno hombre ilustres por su sabiduría. En los primeros siglos la historia de los padres de la Iglesia es la historia de los sabios de primer orden en Europa, en África y en Asia; después de la irrupción de los bárbaros el catálogo de los hombres que conservaron algo del antiguo saber no es más que un catálogo de eclesiásticos; y por lo que toca a los tiempos modernos no es dable señalar un solo ramo de los conocimientos humanos en que no figuren en primera línea un número considerable de católicos. Es decir que de 18 siglos a esta parte hay una serie no interrumpida de sabios que son católicos o que están acordes en un cuerpo de doctrina formado de la reunión de las verdades enseñadas por la Iglesia católica. Prescindiendo ahora de los caracteres de divinidad que la distinguen y considerándola únicamente como una escuela o una secta cualquiera puede asegurarse que presenta en el hecho que acabo de consignar un fenómeno tan extraordinario que ni es posible hallarle semejante en otra parte ni es dable explicarle como comprendido en el orden regular de las cosas. Seguramente que no es nuevo en la historia del espíritu humano el que una doctrina más o menos razonable haya sido profesada algún tiempo por un cierto número de hombres ilustrados y sabios: este espectáculo lo hemos presenciado en las sectas filosóficas antiguas y modernas; pero que una doctrina se haya sostenido por espacio de muchos siglos conservando adictos a ella a sabios de todos tiempos y países y sabios por otra parte muy discordes en sus opiniones particulares muy diferentes en costumbres muy opuestos tal vez en intereses y muy divididos por sus rivalidades este fenómeno es nuevo, es único sólo se encuentra en la Iglesia católica. Exigir fe unidad en la doctrina y fomentar de continuo la enseñanza y provocar la discusión sobre toda clase de materias; incitar y estimular el examen de los mismos cimientos en que estriba la fe preguntando para ello a las lenguas antiguas a los monumentos de los tiempos más remotos a los documentos de la historia a los descubrimientos de las ciencias observadoras a las lecciones de las mas elevadas y analíticas; presentarse siempre con generosa confianza en medio de esos grandes liceos donde una sociedad rica de talentos y de saber reúne como en focos de luz todo cuanto le han legado los tiempos anteriores y lo demás que ella ha podido reunir con sus trabajos he aquí lo que ha hecho siempre y está haciendo todavía la Iglesia; y sin embargo la vemos perseverar firme en su fe en su unidad de doctrina rodeada de hombres ilustres cuyas frentes ceñidas de los laureles literarios ganados en cien palestras se le humillan serenas y tranquilas sin que lo tengan a mengua sin que crean que deslustren las brillantes aureolas que resplandecen sobre sus cabezas. Los que miran el Catolicismo como tina de tantas sectas que han aparecido sobre la tierra será menester que busquen algún hecho que se parezca a éste; será menester que nos expliquen cómo la Iglesia puede de continuo presentarnos ese fenómeno que tan en oposición se encuentra con la innata volubilidad del espíritu humano; será necesario que nos digan cómo la Iglesia romana ha podido realizar este prodigio y qué imán secreto tiene en sus manos el Sumo Pontífice para que él pueda hacer lo que no ha podido otro hombre. Los que inclinan respetuosamente sus frentes al oír la palabra salida del Vaticano los que abandonan su propio parecer para sujetarse a lo que les dicta un hombre que se apellida Papa no son tan sólo los sencillos e ignorantes; miradlos bien: en sus frentes altivas descubriréis el sentimiento de sus propias fuerzas y en sus ojos vivos y penetrantes veréis que se trasluce la llama del genio que oscila en su mente. En ellos reconoceréis a los mismos que han ocupado los primeros puestos de las academias europeas que han llenado el mundo con la fama de sus nombres transmitidos a las generaciones venideras entre corrientes de oro. Recorred la historia de todos los tiempos viajad por todos los países del orbe y si encontráis en ninguna parte un conjunto tan extraordinario el saber unido con la fe el genio sumiso a la autoridad la discusión hermanada con la unidad presentadle: habréis hecho un descubrimiento importante habréis ofrecido a la ciencia un nuevo fenómeno que explicar; ¡ah! esto os será imposible bien lo sabéis; y por esto apelaréis a nuevos efugios por esto procuraréis oscurecer con cavilaciones la luz de una observación que sugiere una razón imparcial y hasta al sentido común la legítima consecuencia de que en la Iglesia católica hay algo que no se encuentra en otra parte. “Estos hechos dirán los adversarios son ciertos; las reflexiones que sobre ellos se han emitido no dejan de ser deslumbradoras; pero bien analizada la materia desaparecerán todas las dificultades que pueden presentarse por la extrañeza que causa el haberse verificado en la Iglesia un hecho que no se ha verificado en ninguna secta. Si bien se mira cuanto hasta aquí se lleva alegado sólo prueba que en la Iglesia ha habido siempre un sistema determinado que apoyado en un punto fijo ha podido ser realizado con uniforme regularidad. En la Iglesia se ha conocido que el origen de la fuerza está en la unión que para esta unión era necesario establecer unidad en la doctrina y que para conservar esta unidad era necesaria la sumisión a la autoridad. Esto una vez conocido se ha establecido el principio de sumisión y se le ha conservado invariablemente: he aquí explicado el fenómeno; en esto no negaremos que haya sabiduría profunda que haya un plan vasto, un sistema singular pero nada podréis inferir en pro de la divinidad del Catolicismo”. Esto es lo que se responderá porque es lo único que se puede responder; pero fácil es de notar que a pesar de esa respuesta queda la dificultad en todo su vigor. Resulta siempre en claro que hay una sociedad sobre la tierra que por espacio de 18 siglos ha sido siempre dirigida por un principio constante y fijo; una sociedad que ha logrado que se adhiriesen a este principio hombres eminentes de todos los tiempos y países y por tanto permanece siempre en pie todo el embarazo que ofrecen a los adversarios las siguientes preguntas: ¿Cómo es que sólo la Iglesia ha tenido este principio? ¿Cómo es que a sólo ella se le haya ocurrido tal pensamiento? ¿Cómo es que si ha ocurrido a otra secta ninguna lo haya podido poner en planta? ¿Cómo es que todas las sectas filosóficas hayan desaparecido unas en pos de otras y la Iglesia no? ¿Cómo es que las otras religiones si han querido conservar alguna unidad han tenido siempre que huir de la luz y esquivar la discusión y envolverse en negras sombras?; ¿Y que la Iglesia haya siempre conservado su unidad buscando la luz y no ocultando sus libros no escaseando la enseñanza sino fundando por todas partes colegios universidades y demás establecimientos donde pudiesen reunirse y concentrarse todos los resplandores de la erudición y del saber? No basta decir que hay un sistema, un plan: la dificultad está en la misma existencia de ese sistema, de ese plan; la dificultad está en explicar cómo se han podido concebir y ejecutar. Si se tratase de pocos hombres reunidos en ciertas circunstancias en determinados tiempos y países para la ejecución de un proyecto limitado a breve espacio no habría aquí nada de particular; pero se trata de 18 siglos se trata de todos los países de las circunstancias mas variadas mas diferentes mas opuestas; se trata de hombres que no han podido avenirse ni concertarse. ¿Cómo se explica todo esto? Si no es más que un sistema, un plan humano ¿qué hay de misterioso en esa ciudad de Roma que así reúne en torno suyo a tantos hombres ilustres de todos tiempos y países? Si el pontífice de Roma no es más que el jefe de una secta ¿cómo es que de tal modo alcanza a fascinar el mundo? ¿Se habría visto jamás un mago que ejecutase extrañeza más estupenda? ¿No hace ya mucho tiempo que se declama contra su despotismo religioso? ¿Por qué pues no ha habido otro hombre que le haya arrebatado el cetro? ¿Por qué no se ha erigido otra cátedra que disputase a la suya la preeminencia y se mantuviese en igual esplendor y poderío? ¿Es acaso por su poder material? Es muy limitado; y no podría medir sus armas con ninguna potencia de Europa. ¿Es por el carácter particular por la ciencia por las virtudes de los hombres que han ocupado el solio pontificio? Pero ¿cómo es posible que en el espacio de 18 siglos no hayan tenido infinita variedad los caracteres de los Papas y muy diferentes graduaciones su ciencia y sus virtudes? A quien no sea católico, y no viere en el pontífice romano al Vicario de Jesucristo aquella piedra sobre la cual edificó la Iglesia, la duración de su autoridad ha de parecerle el más extraordinario de los fenómenos; ha de ofrecérsele como una de las cuestiones más dignas de proponerse a la ciencia que se ocupa en la historia del espíritu humano la siguiente: ¿cómo es posible que por espacio de tantos siglos haya podido existir una serie no interrumpida de sabios que no se hayan apartado de la doctrina de la Cátedra de Roma? Al comparar M. Guizot el Protestantismo con la Iglesia romana parece que la fuerza de esta verdad conmovía algún tanto su entendimiento; y que los rayos de esta luz introducían el desconcierto en sus observaciones. Oigámosle de nuevo; oigamos a ese escritor cuyos talentos y nombradía habrán deslumbrado en estas materias a aquellos lectores que ni examinan siquiera la solidez de las pruebas mientras vengan envueltas en hermosas imágenes; a aquéllos que aplauden toda clase de pensamientos mientras desfilen ante sus ojos en un torrente de elocuencia encantadora; que llenos de entusiasmo por el mérito de un hombre le escuchan como infalible oráculo; y mientras blasonan de independencia intelectual suscriben sin examen a las decisiones de su director escuchan con sumisión sus fallos y no se atreven a levantar la frente para pedirles los títulos del predominio. En las palabras de M. Guizot notaremos que sintió como todos los grandes hombres del Protestantismo el vacío inmenso que hay en esas sectas y la fuerza y robustez que entraña la religión católica; notaremos que no pudo eximirse de la regla general de los grandes ingenios, regla que son prueba los mas explícitos testimonios consignados en los escritos de los hombres mas eminentes que ha tenido la reforma protestante. Después de haber notado M. Guizot la inconsecuencia con que procedió el Protestantismo y su falta de buena organización en la sociedad intelectual continúa: “No se han sabido hermanar todos los derechos y necesidades de la tradición con las pretensiones de la libertad. Y eso proviene sin duda que la reforma no ha comprendido y aceptado plenamente ni sus principios ni sus efectos”. ¡Qué religión será ésa que ni comprende ni acepta plenamente sus principios ni sus efectos! ¿Salió jamás de boca humana condenación más terminante de la reforma? ¿Cómo podrá pretender el derecho de dirigir ni al hombre ni a la sociedad? ¿Pudo decirse jamás otro tanto de las sectas filosóficas antiguas y modernas? “He ahí ese aire de inconsecuencia continúa M Guizot que ha tenido la reforma y el espíritu limitado que ha manifestado circunstancias que han prestado armas y ventajas a sus adversarios. Sabían éstos bien lo que deseaban y lo que hacían partían de principios fijos y marchaban hasta sus últimas consecuencias. Nunca ha habido un gobierno más consecuente y sistemático que el de la Iglesia romana”. ¿Y de dónde trae su origen este sistema tan consecuente? Cuando es tanta la inconstancia y la volubilidad del espíritu del hombre: ¿este sistema, consecuencia y principios fijos nada dicen a la filosofía, al buen sentido? Al reparar en esos terribles elementos de disolución que tienen su origen en el espíritu del hombre y que tanta fuerza han adquirido en las sociedades modernas; al notar cómo destrozan y pulverizan todas las escuelas filosóficas todas las instituciones religiosas sociales y políticas pero sin alcanzar a abrir una brecha en las doctrinas del Catolicismo sin alterar ese sistema tan fijo y consecuente ¿nada se inferirá en favor de la religión católica? Decir que la Iglesia ha hecho lo que no han podido hacer jamás ninguna escuela ningún gobierno ninguna sociedad ninguna religión ¿no es confesar que es mas sabia que la humanidad entera? Y esto ¿no prueba que no debe su origen al pensamiento del hombre y que ha bajado del mismo seno del Criador del universo? En una sociedad formada de hombres en un gobierno manejado por hombres que cuenta 18 siglos de duración, se extiende a todos los países, se dirige al salvaje en sus bosques, al bárbaro en su tienda, al hombre civilizado en medio de las ciudades más populosas; que cuenta entre sus hijos al pastor que se cubre con el pellico, al rústico labrador, al poderoso magnate; que hace resonar igualmente su palabra al oído del hombre sencillo ocupado en sus mecánicas tareas como al del sabio que encerrado en su gabinete está absorto en trabajos profundos; un gobierno como éste tener como ha dicho M. Guizot siempre una idea fija una voluntad eterna y guardar una conducta regular y coherente ¿no es su apología más victoriosa no es su panegírico más elocuente no es una prueba de que encierra en su seno algo de misterioso? Mil veces he contemplado con asombro ese estupendo prodigio: mil veces he fijado mis ojos sobre ese árbol inmenso que extiende sus ramas desde el Oriente al Occidente desde el Aquilón al Mediodía: le veo cobijando con su sombra a tantos y tan diferentes pueblos y encuentro descansando tranquilamente debajo de ella la inquieta frente del Genio. En Oriente en los primeros siglos de haber aparecido sobre la tierra esa religión divina en medio de la disolución que se había apoderado de todas las sectas veo que se agolpan para escuchar su palabra los filósofos mas ilustres; y en Grecia en Asia en las márgenes del Nilo en todos esos países donde hormigueaba poco antes un sinnúmero de sectas veo que se levanta de repente una generación de hombres grandes, ricos de erudición, de saber y de elocuencia y todos acordes en la unidad de la doctrina católica. En Occidente cuando se va a precipitar sobre el caduco imperio una muchedumbre de bárbaros que se presentan a lo lejos como negra nube que asoma en el horizonte preñada de calamidades y desastres en medio de un pueblo sumergido en la corrupción de costumbres y olvidado completamente de su antigua grandeza veo a los únicos hombres que pueden apellidarse dignos herederos del nombre romano buscar un asilo a su austeridad de costumbres en el retiro de los templos y pedir a la religión sus inspiraciones para conservar el antiguo saber y enriquecerle y agrandarle. Lléname de admiración y asombro el encontrar al talento sublime al digno heredero del genio de Platón que después de haber preguntado por la verdad a todas las escuelas y sectas, después de haber recorrido todos los errores con briosa osadía, con indomable independencia se siente al fin dominado por la autoridad de la Iglesia y el filósofo libre se transforma en el grande obispo de Hipona. En los tiempos modernos desfilan delante de mis ojos esa serie de hombres grandes que brillaron en los siglos de León X y de Luís XIV: veo perpetuarse esa ilustre raza aun al través del calamitoso siglo XVIII; y en el XIX veo que se levantan también nuevos atletas que después de haber acosado el error en todas direcciones van a colgar sus trofeos a las puertas de la Iglesia católica. ¡Qué prodigio es éste! ¡Dónde se ha visto jamás una escuela, secta o una religión semejante! Todo lo estudian de todo disputan a todo responden todo lo saben pero siempre acordes en la unidad de doctrina siempre sumisos a la autoridad siempre inclinando respetuosamente sus frentes siempre humillándolas en obsequio de la fe; esas frentes donde brilla el saber e imprime sus rasgos el sentimiento de noble independencia de donde salen tan generosos arranques. ¿No os parece descubrir un nuevo mundo planetario donde globos luminosos ruedan en vastas órbitas por la inmensidad del espacio pero atraídos por una misteriosa fuerza hacia el centro del sistema? Fuerza que no les permite el extravío sin quitarles pero nada ni de la magnitud de su molécula ni de la grandiosidad de movimiento antes inundándolos de luz y dando a su marcha regularidad majestuosa. IR A CONTENIDO CAPÍTULO IV El Protestantismo lleva en su seno un principio disolvente. Tiende de suyo al aniquilamiento de todas las creencias. Peligrosa dirección que da al entendimiento. Descripción del espíritu humano. ESA IDEA fija esa voluntad entera ese plan tan sabio y constante ese sistema tan trabado esa conducta tan regular y coherente ese marchar siempre con seguro paso hacia objeto y fin determinado ese admirable conjunto reconocido y confesado por M. Guizot y que tanto honra a la Iglesia católica mostrando su profunda sabiduría y revelando la altura de su origen no ha sido nunca imitado por el Protestantismo ni en bien ni en mal; porque según llevo ya demostrado no puede presentar un solo pensamiento del que tenga derecho a decir: esto es mío. Se ha querido apropiar el principio de examen privado en materias de fe y algunos de sus adversarios tal vez no se han resistido mucho a adjudicárselo por no reconocer en él otro elemento que pudiera llamarse constitutivo; y además por reparar que si de haber engendrado tal principio quisiera gloriarse sería semejante a aquellos padres insensatos que labran su propia ignominia haciendo gala de tener hijos de pésima índole y díscolos en conducta. Es falso sin embargo que tal principio sea hijo suyo; antes al contrario más bien podría decirse que el principio de examen ha engendrado al Protestantismo pues que este principio se halla ya en el seno de todas las sectas y se le reconoce como germen de todos los errores: por manera que al proclamar los protestantes el examen privado no hicieron más que ceder a la necesidad que es común a todas las sectas separadas de la Iglesia. Nada hubo en esto de plan nada de previsión nada de sistema: la simple resistencia a la autoridad de la Iglesia envolvía la necesidad de un examen privado sin límites la erección del entendimiento en juez único; y así fue ya desde un principio enteramente inútil toda la oposición que a las consecuencias y aplicaciones de tal examen hicieron los corifeos protestantes: roto el dique no es posible contener las aguas. “El derecho de examinar lo que debe creerse dice una famosa dama protestante (De lallelmagzre par Madame Staél 4e. partie chap. 2) es el principio fundamental del Protestantismo. No lo entendían así los primeros reformadores; creían poder fijar las columnas del espíritu humano en los términos de sus propias luces; pero mal podían esperar7 que sus decisiones fuesen recibidas como infalibles cuando elle negaban este género de autoridad a la religión católica”. Semejante resistencia por parte de ellos sólo sirvió a manifestar que no abrigaba ninguna de aquellas ideas que si extravían el entendimiento muestra … al menos en cierto modo la generosidad y nobleza del corazón; y c ellos no podrá decir el entendimiento humano que le descaminase con la mira de hacerle andar con mayor libertad. “La revolución religiosa del siglo XVI dice M. Guizot no conoció los verdaderos principios de la libertad intelectual; emancipada del pensamiento todavía se empeñaba en gobernarlo por medio de la ley”. Pero en vano lucha el hombre contra la fuerza entrañada por misma naturaleza de las cosas; en vano fue que el Protestantismo quisiera poner límites a la extensión del principio de examen y que a veces levantase tan alto la voz y aun descargase su brazo con tal fuerza que no parecía sino que trataba de aniquilarle. El espíritu del examen privado estaba en su mismo seno, allí perseveraba y desenvolvía, allí obraba aun a pesar suyo; no tenía medio el Protestantismo: o echarse en brazos de la autoridad es decir reconocer su extravío o dejar al principio disolvente que ejerciera su acción haciendo desaparecer de entre las sectas separadas hasta la sombra la religión de Jesucristo y viniendo a poner el cristianismo en la clase de las escuelas filosóficas. Dado una vez el grito de resistencia a autoridad de la Iglesia pudiéronse muy bien calcular los funestos resultados; fue desde luego muy fácil prever que desenvuelto el maligno germen traía consigo la ruina de todas las verdades cristianas ¿Y cómo era posible que no se desenvolviese rápidamente ese germen en un suelo donde era tan viva la fermentación? Señalaron a voz grito los católicos la gravedad e inminencia del riesgo; y en obsequio de la verdad es menester confesar que tampoco se ocultó a la previsión de algunos protestantes. ¿Quién ignora las explícitas confesiones que se oyeron ya desde un principio y se han oído después de la boca sus hombres más distinguidos? Los grandes talentos nunca se han hallado bien con el Protestantismo; siempre han encontrado en él un inmenso vacío: y por esta causa se los ha visto propender o a la irreligión o a la unidad católica. El tiempo, ese gran juez de todas las opiniones, ha venido a confirmar el acierto de tan tristes pronósticos y actualmente han llegado ya las cosas a tal extremo que es necesario o estar muy escaso de instrucción o tener muy limitados alcances para no conocer que la religión cristiana tal como la explican los protestantes es una opinión y no más; es un sistema formado de mil partes incoherentes y que pone el cristianismo al nivel de las escuelas filosóficas. Y nadie debe extrañar que parezca aventajarse algún tanto a ellas y conserve ciertos rasgos que dan a su fisonomía algo que no se encuentra en lo que es puramente excogitado por el entendimiento del hombre; ¿sabéis de dónde nace todo esto? Nace de aquella sublimidad de la doctrina de aquella santidad de moral que más o menos desfiguradas resplandecen siempre en todo cuanto conserva algún vestigio de la palabra de Jesucristo. Pero el endeble resplandor que queda luchando con las sombras después que ha desaparecido del horizonte el astro luminoso no puede compararse con la luz del día; las sombras avanzan se extienden y ahogando el débil reflejo acaban por sumir la tierra en oscuridad tenebrosa. Tal es la doctrina del Cristianismo entre los protestantes: con sólo dar una ojeada a sus sectas se conoce que ni son meramente filosóficas ni tienen los caracteres de religión verdadera: el Cristianismo está entre ellas sin una autoridad y por esto parece un viviente separado de su elemento un árbol secado en su raíz; por esto presenta la fisonomía pálida y desfigurada de un semblante que no está ya animado por el soplo de vida. Habla el Protestantismo de la fe y su principio fundamental la hiere de muerte; ensalza el Evangelio; y el mismo principio hace vacilar su autoridad pues que la deja abandonada al discernimiento del hombre; y si pondera la santidad y pureza de la moral de Jesucristo ocurre desde luego que en algunas de las sectas disidentes se les despoja de su divinidad y que todas podrían hacerlo muy bien sin faltar al único principio que les sirve de punto de apoyo. Y una vez negada o puesta en duda la divinidad de Jesucristo queda cuando más colocado en la clase de los grandes filósofos y legisladores pierde la autoridad necesaria para dar a sus leyes aquella augusta sanción que tan respetables las hace a los mortales, no puede imprimirles aquel sello que tanto las eleva sobre todos los pensamientos humanos y no se ofrecen ya sus consejos sublimes como otras tantas lecciones que fluyen de los labios de la sabiduría increada. Quitando al espíritu humano el punto de apoyo de una autoridad ¿en qué podrá afianzarse? ¿No queda abandonado a merced de sus sueños y delirios? ¿No se le abre de nuevo la tenebrosa e intrincada senda de interminables disputas que condujo a un caos a los filósofos de las antiguas escuelas? Aquí no hay réplica y en esto andan acordes la razón y la experiencia: sustituido a la autoridad de la Iglesia el examen privado de los protestantes todas las grandes cuestiones sobre la divinidad y el hombre quedan sin resolver; todas las dificultades permanecen en pie; y flotando entre sombras el entendimiento humano sin divisar una luz que pueda servirle de guía seguirá abrumado por la gritería de cien escuelas que disputan de continuo sin aclarar, nada cae en aquel desaliento y postración en que le había encontrado el Cristianismo y del que le había levantado a costa de grandes esfuerzos. La duda del pirronismo, la indiferencia serán entonces el patrimonio de los talentos más aventajados; las teorías vanas los sistemas hipotéticos los sueños formarán el entretenimiento de los sabios comunes; la superstición y las monstruosidades serán el pábulo de los ignorantes. Y entonces ¿qué habría adelantado la humanidad? ¿Qué habría hecho el Cristianismo sobre la tierra? Afortunadamente para el humano linaje no ha quedado la religión cristiana abandonada al torbellino de las sectas protestantes; y en la autoridad de la Iglesia católica ha tenido siempre anchurosa base donde ha encontrado firme asiento para resistir a los embates de las cavilaciones y errores. Si así no fuera ¿adónde habría ya parado? La sublimidad de sus dogmas la sabiduría de sus preceptos la unción de sus consejos ¿serían acaso más que bellos sueños contados en lenguaje encantador por un sabio filósofo? Sí es preciso repetirlo: sin la autoridad de la Iglesia nada queda de seguro en la fe, es dudosa la divinidad de Jesucristo, es disputable su misión, es decir que desaparece completamente la religión cristiana; porque al no poder ofrecer sus títulos celestiales, ni darnos completa certeza de que ha bajado del seno del Eterno, que sus palabras son palabra del mismo Dios que se dignó aparecer sobre la tierra para la salud de los hombres ya no tiene derecho a exigirnos acatamiento. Colocada en la serie de los pensamientos puramente humanos deberá someterse a nuestro fallo como las demás opiniones de los hombres en el tribunal de la filosofía, podrá sostener sus doctrinas como mas o menos razonables pero siempre tendrá la desventaja de habernos querido engañar de habérsenos presentado como divina cuando no era más que humana; y al empezarse la discusión sobre la verdad de su sistema de doctrinas siempre tendrá en contra de sí una terrible presunción cual es el que con respecto a su origen habrá sido un impostora. Gloríanse los protestantes de la independencia de su entendimiento y achacan a la religión católica el que viola los derechos más sagrados pues que exigiendo sumisión ultraja la dignidad del hombre cuando se declama en este sentido vienen muy a propósito las exageraciones sobre las fuerzas de nuestro entendimiento y no se necesita más que echar mano de algunas imágenes seductoras pronunciando las palabras de atrevido vuelo de hermosas alas y otras semejantes para dejar completamente alucinados a los lectores vulgares. Goce enhorabuena de sus derechos el espíritu del hombre gloríese de poseer la centella divina que apellidamos entendimiento recorra ufano la naturaleza y observando los demás seres que le rodean note con complacencia la inmensa altura a que sobre todos ellos se encuentra elevado; colóquese en el centro de las obras con que ha embellecido su morada y señale como nuestras de su grandeza y poder las transformaciones que se ejecutan donde quiera que estampare su huella llegando a fuerza de inteligencia y de gallarda osadía a dirigir y señorear la naturaleza; mas por reconocer la dignidad y elevación de nuestro espíritu mostrándonos agradecidos al beneficio que nos ha dispensado el Criador ¿deberemos llegar hasta el extremo de olvidar nuestros defectos y debilidad? ¿A qué engañarnos a nosotros mismos queriendo persuadirnos de que sabemos lo que en realidad ignoramos? ¿A qué olvidar la inconstancia y volubilidad de nuestro espíritu? ¿A qué disimularnos que en muchas materias aun de aquéllas que son objeto de las ciencias humanas se abruma y confunde nuestro entendimiento y que hay mucho de ilusión en nuestro saber mucho de hiperbólico en la ponderación de los adelantos de nuestros conocimientos? ¿No viene un día a desmentir lo que asentamos otro día? ¿No viene de continuo el curso de los tiempos burlando todas nuestras previsiones deshaciendo nuestros planes y manifestando lo aéreo de nuestros proyectos? ¿Qué nos han dicho en todos tiempos aquellos genios privilegiados a quienes fue concedido descender hasta los cimientos de nuestras ciencias alzarse con brioso vuelo hasta la región de las más sublimes inspiraciones y tocar por decirlo así los confines del espacio que puede recorrer el entendimiento humano? Sí los grandes sabios de todos tiempos después de haber tanteado los senderos más ocultos de la ciencia después de haberse arrojado a seguir los rumbos más atrevidos que en el orden moral y físico se presentaban a su actividad y osadía en el anchuroso mar de las investigaciones todos vuelven de sus viajes llevando en su fisonomía aquella expresión de desagrado fruto natural de muy vivos desengaños; todos nos dicen que se ha deshojado a su vista una bella ilusión que se ha desvanecido como una sombra la hermosa imagen que tanto los hechizaba; todos refieren que en el momento en que se figuraban que iban a entrar en un cielo inundado de luz han descubierto con espanto una región de tinieblas lean conocido con asombro que se hallaban en una nueva ignorancia. Y por esta causa todos a una miran con tanta desconfianza las fuerzas del entendimiento: ellos que tienen un sentimiento íntimo que no les deja dudar que las fuerzas del suyo exceden a las de los otros Hombres. “Las ciencias dice profundamente Pascal tienen dos extremos que se tocan: el primero es la pura ignorancia natural en que se encuentran los hombres al nacer; el otro es aquél en que se hallan las grandes almas que habiendo recorrido todo lo que los hombres pueden saber encuentran que no saben nada”. El Catolicismo dice al hombre: “tu entendimiento es muy flaco y en muchas cosas necesita un apoyo y una guía” y el Protestantismo le dice: “la luz te rodea marcha por do quieras no hay para ti mejor guía que tú mismo”. ¿Cuál de las dos religiones está de acuerdo con las lecciones de la Inés alta filosofía? Ya no debe pues parecer extraño que los talentos más grandes que ha tenido el Protestantismo todos hayan sentido cierta propensión a la religión católica y que no haya podido ocultárseles la profunda sabiduría que se encierra en el pensamiento de sujetar en algunas materias el entendimiento humano al fallo de una autoridad irrecusable. Y en efecto: mientras se encuentre una autoridad que en su origen en su establecimiento en su conservación en su doctrina y conducta reúna todos los títulos que puedan acreditarla de divina ¿qué adelanta el entendimiento con no querer sujetarse a ellas? ¿Qué alcanza divagando a merced de sus ilusiones en gravísimas materias siguiendo caminos donde no encuentra otra cosa que recuerdos de extravíos escarmientos y desengaños? Si tiene el espíritu del hombre un concepto demasiado alto de sí mismo estudie su propia historia y en ella verá palpará que abandonado a sus solas fuerzas tiene muy poca garantía de acierto. Fecundo en sistemas inagotable en cavilaciones tan rápido en concebir un pensamiento como poco a propósito para madurarle; semillero de ideas que nacen hormiguean y se destruyen unas a otras como los insectos que rebullen en un lago; alzándose tal vez en alas de sublime inspiración y arrastrándose luego como el reptil que surca el polvo con su pecho; tan hábil e impetuoso para destruir las obras ajenas como incapaz de dar a las suyas una construcción sólida y duradera; empujado por la violencia de las pasiones desvanecido por el orgullo abrumado confundido por tanta variedad de objetos como se le presentan en todas direcciones deslumbrado por tantas luces falsas y engañosas apariencias; abandonado enteramente a sí mismo el espíritu humano presenta la imagen de una centella inquieta y vivaz que recorre sin rumbo fijo la inmensidad de los cielos traza en su varío y rápido curso mil extrañas figuras siembra en el rastro de su huella mil chispas relumbrantes encanta un momento la vista con su resplandor su agilidad y sus caprichos y desaparece luego en la oscuridad sin dejar en la inmensa extensión de su camino una ráfaga de luz para esclarecer las tinieblas de la noche. Ahí está la historia de nuestros conocimientos: en ese inmenso depósito donde se hallan en confusa mezcla las verdades y los errores la sabiduría y la necedad el juicio y la locura; ahí se encontrarán abundantes pruebas de lo que acabo de afirmar: ellas saldrán en mi abono si se quisiera tacharme de haber recargado el cuadro . IR A CONTENIDO CAPÍTULO V Instinto de fe. Se extiende hasta las ciencias. Newton. Descartes. Observaciones sobre la historia de la filosofía. Proselitismo. Actual situación del entendimiento. TANTA verdad es lo que acabo de decir sobre la debilidad del humano entendimiento que aun prescindiendo del aspecto religioso es muy notable que la próvida mano del Criador ha depositado en el fondo de nuestra alma un preservativo contra la excesiva volubilidad de nuestro espíritu: y preservativo tal que sin él se hubieran pulverizado todas las instituciones sociales o más bien no se hubieran jamás planteado; sin él las ciencias no hubieran dado jamás un paso; y si llegase jamás a desaparecer del corazón del hombre el individuo y la sociedad quedarían sumergidos en el caos. Hablo de cierta inclinación a deferir a la autoridad; del instinto de fe digámoslo así instinto que merece ser examinado con mucha detención si se quiere conocer algún tanto el espíritu del hombre estudiar con provecho la historia de su desarrollo y progresos encontrar las causas de muchos fenómenos extraños descubrir hermosísimos puntos de vista que ofrece bajo este aspecto la religión católica y palpar en fin lo limitado y poco filosófico del pensamiento que dirige el Protestantismo. Ya se ha observado muchas veces que no es posible acudir a las primeras necesidades ni dar curso a los negocios mas comunes sin la deferencia a la autoridad de la palabra de otros sin la fe; y fácilmente se echa de ver que sin esa fe desaparecería todo el caudal de la historia y de la experiencia; es decir que se hundiría el fundamento de todo saber. Importantes como son estas observaciones y muy a propósito para demostrar lo infundado del cargo que se hace a la religión católica por sólo exigir fe no son ellas sin embargo las que llaman ahora mi atención tratando como trato de presentar la materia bajo otro aspecto de colocar la cuestión en otro terreno donde ganará la verdad en amplitud e interés sin perder nada de su inalterable firmeza. Recorriendo la historia de los conocimientos humanos y echando una ojeada sobre las opiniones de nuestros contemporáneos se nota constantemente que aun aquellos hombres que más se precian de espíritu de examen y de libertad de pensar apenas son otra cosa que el eco de opiniones ajenas. Si se examina atentamente ese grande aparato que tanto ruido mete en el mundo con el nombre de ciencia se notará que en el fondo encierra una gran parte de autoridad; y al momento que en él se introdujera un espíritu de examen enteramente libre aun con respecto a aquellos puntos que sólo pertenecen al raciocinio se hundiría en su mayor parte el edificio científico y serían muy pocos los que quedarían en posesión de sus misterios. Ningún ramo de conocimientos se exceptúa de esta regla general por mucha que sea la claridad y exactitud de que se gloríe. Ricas como son en evidencia de principios rigurosas en sus deducciones abundantes en observaciones y experimentos las ciencias naturales y exactas ¿no descansan acaso muchas de sus verdades en otras verdades más altas para cuyo conocimiento ha sido necesaria aquella delicadeza de observación aquella sublimidad de cálculo aquella ojeada perspicaz y penetrante a que alcanza tan sólo un número de hombres muy reducido? Cuando Newton arrojó en medio del mundo científico el fruto de sus combinaciones profundas ¿cuántos eran entre sus discípulos los que pudieran lisonjearse de estribar en convicciones propias aun hablando de aquéllos que a fuerza de mucho trabajo habían llegado a comprender algún tanto al grande hombre? Habían seguido al matemático en sus cálculos se habían enterado del caudal de datos y experimentos que exponía a sus consideraciones el naturalista y habían escuchado las reflexiones con que apoyaba sus aserciones y conjeturas el filósofo: creían de esta manera hallarse plenamente convencidos y no deber en su asenso nada a la autoridad sino únicamente a la fuerza de la evidencia y de las razones: ¿sí? Pues haced que desaparezca entonces el nombre de Newton haced que el ánimo se despoje de aquella honda impresión causada por la palabra de un hombre que se presenta con un descubrimiento extraordinario y que para apoyarle despliega un tesoro de saber que revela un genio prodigioso; quitad repito la sombra de Newton y veréis que en la mente de su discípulo los principios vacilan los razonamientos pierden mucho de su encadenamiento y exactitud las observaciones no se ajustan tan bien con los hechos; y el hombre que se creyera tal vez un examinador completamente imparcial un pensador del todo independiente conocerá sentirá cuán sojuzgado se Hallaba por la fuerza de la autoridad por el ascendiente del genio; conocerá sentirá que en muchos puntos tenía asenso mas no convicción y que en vez de ser un filósofo enteramente libre era un discípulo dócil y aprovechado. Apélese confiadamente al testimonio no de los ignorantes no de aquéllos que han desflorado ligeramente los estudios científicos sino de los verdaderos sabios de los que han consagrado largas vigilias a los varios ramos del saber: invíteselos a que se concentren dentro de sí mismos a que examinen de nuevo lo que apellidan sus convicciones científicas; y que se pregunten con entera calma y desprendimiento si aun en aquellas materias en que se conceptúan más aventajados no sienten repetidas veces sojuzgado su entendimiento por el ascendiente de algún autor de primer orden y no han de confesar que si a muchas cuestiones de las que tienen más estudiadas les aplicasen con rigor el método de Descartes se hallarían con más creencias que convicciones. Así ha sucedido siempre y siempre sucederá así: esto tiene raíces profundas en la íntima naturaleza de nuestro espíritu y por lo mismo no tiene remedio. Ni tal vez conviene que lo tenga; tal vez entra en esto mucho de aquel instinto cíe conservación que Dios con admirable sabiduría ha esparcido sobre la sociedad; tal vez sirve de fuerte correctivo a tantos elementos de. disolución como ésta abriga en su seno. Malo es en verdad muchas veces malo es y muy malo que el hombre vaya en pos de la huella de otro hombre; no es raro el que se vean por esta causa lamentables extravíos; pero peor fuera aún que el hombre estuviera siempre en actitud de resistencia contra todo otro hombre para que no le pudiese engañar y que se generalizase por el mundo la filosófica manía de querer sujetarlo todo a riguroso examen: ¡pobre sociedad entonces! ¡Pobre hombre! ¡Pobres ciencias si cundiese a todos los ramos el espíritu de riguroso de escrupuloso de independiente examen! Admiro el genio de Descartes reconozco los grandes beneficios que ha dispensado a las ciencias pero he pensado más de una vez que si por algún tiempo pudiera generalizarse su método de duda se hundiría de repente la sociedad; y aun entre los sabios entre los filósofos imparciales me parece que causaría grandes estragos; por lo menos es cierto que en el mundo científico se aumentaría considerablemente el número de los orates. Afortunadamente no hay peligro de que así suceda; y si el hombre tiene cierta tendencia a la locura más o menos graduada también posee un fondo de buen sentido de que no le es posible desprenderse; y la sociedad cuando se presentan algunos individuos de cabeza volcánica que se proponen convertirla en delirante o les contesta con burlona sonrisa o si se deja extraviar por un momento vuelve luego en sí y rechaza con indignación a aquéllos que la habían descaminado. Para quien conozca a fondo el espíritu humano serán siempre despreciables vulgaridades esas fogosas declamaciones contra las preocupaciones del vulgo contra esa docilidad en seguir a otro hombre contra esa facilidad en creerlo todo sin haber examinado nada. Como si en esto de preocupaciones en esto de asentir a todo sin examen hubiera muchos hombres que no fueran vulgo como si las ciencias no estuvieran llenas de suposiciones gratuitas como si en ellas no hubiera puntos flaquísimos sobre los cuales estribamos buenamente cual en firmísimo e inalterable apoyo. El derecho de posesión y de prescripción es otra de las singularidades que ofrecen las ciencias y es bien digno de notarse que sin haber tenido jamás esos nombres haya sido reconocido este derecho con tácito pero unánime consentimiento. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo? Estudiad la historia de las ciencias y encontraréis a cada paso confirmada esta verdad. En medio de las eternas disputas que han dividido a los filósofos ¿cuál es la causa de que una doctrina antigua haya opuesto tanta resistencia a una doctrina nueva y diferido por mucho tiempo y tal vez impedido completamente su restablecimiento? Es porque la antigua estaba ya en posesión es porque se hallaba robustecida con el derecho de prescripción: no importa que no se usaran esos nombres el resultado era el mismo; y por esta razón los inventores se han visto muchas veces menospreciados o contrariados cuando no perseguidos. Es preciso confesarlo por más que a ello se resista nuestro orgullo y por más que se hayan de escandalizar algunos sencillos admiradores de los progresos de las ciencias: muchos han sido esos progresos anchuroso es el campo por donde se ha espaciado el entendimiento humano vastas las órbitas que ha recorrido y admirables las obras con que ha dado una prueba de sus fuerzas; pero en todas estas cosas hay siempre una buena parte de exageración hay mucho que cercenar sobre todo cuando el nombre de ciencia se refiere a las relaciones morales. De semejantes ponderaciones nada puede deducirse para probar que nuestro entendimiento sea capaz de marchar con entera agilidad y desembarazo por toda clase de caminos; nada puede deducirse que contradiga el hecho que hemos establecido de que el entendimiento del hombre está sometido casi siempre aunque sin advertirlo a la autoridad de otro hombre. En cada época se presentan algunos pocos poquísimos entendimientos privilegiados que alzando su vuelo sobre todos los demás les sirven de guía en las diferentes carreras: se precipita tras ellos una numerosa turba que se apellida sabia y con los ojos fijos en la enseña enarbolada va siguiendo afanosa los pasos del aventajado caudillo. Y ¡cosa singular! todos claman por la independencia en la marcha todos se precian de seguir aquel rumbo nuevo como si ellos le hubieran descubierto como si avanzaran en él guiados únicamente por su propia luz e inspiraciones. Las necesidades la afición u otras circunstancias nos conducen a dedicarnos a este o aquel ramo de conocimientos; nuestra debilidad nos está diciendo de continuo que no nos es dada la fuerza creatriz; y ya que no podemos ofrecer nada propio ya que nos sea imposible abrir un nuevo camino nos lisonjeamos de que nos cabe una parte de gloria siguiendo la enseña de algún ilustre caudillo: y en medio de tales sueños llegamos tal vez a persuadirnos de que no militamos bajo la bandera de nadie que sólo rendimos homenaje a nuestras convicciones cuando en realidad no somos más que prosélitos de doctrinas ajenas. En esta parte el sentido común es más cuerdo que nuestra enfermiza razón; y así es que el lenguaje (esta misteriosa expresión de las cosas donde se encuentra tanto fondo de verdad y exactitud sin saber quién se lo ha comunicado) nos hace una severa reconvención por tan orgulloso desvanecimiento; y a pesar nuestro llama las cosas por sus nombres clasificándonos a nosotros y a nuestras opiniones del modo que corresponde según el autor a quien hemos seguido por guía. La historia de las ciencias ¿es acaso más que la historia de los combates de una escasa porción de aventajados caudillos? Recórranse los tiempos antiguos y modernos extiéndase la vista a los varios ramos de nuestros conocimientos y se verá un cierto número de escuelas planteadas por algún sabio de primer orden dirigidas luego por otro que por sus talentos haya sido digna de sucederle; y durando así hasta que cambiadas las circunstancias falta de espíritu de vida muere naturalmente la escuela o presentándose algún hombre audaz animado de indomable espíritu de independencia la ataca y la destruye para asentar sobre sus ruinas nueva cátedra del modo que a él le viniera en talante. Cuando Descartes destronó a Aristóteles ¿no se colocó por de pronto en su lugar? La turba de filósofos que blasonaban de independientes pero cuya independencia era desmentida por el título que llevaban de Cartesianos eran semejantes a los pueblos que en tiempo de revueltas aclaman libertad y destronan al antiguo monarca para someterse después al hombre bastante osado que recoja el cetro y la diadema que yacen abandonados al pie del antiguo solio. Créese en nuestro siglo como se creyó ya en el anterior que marcha el entendimiento humano con entera independencia; y a fuerza de declamar contra la autoridad en materias científicas a fuerza de ensalzar la libertad del pensamiento se ha llegado a formar la opinión de que pasaron ya los tiempos en que la autoridad de un hombre valía algo y que ahora ya no obedece cada sabio sino a sus propias e íntimas convicciones. Allégase a todo esto que desacreditados los sistemas y las hipótesis se ha desplegado grande afición al examen y análisis de los hechos y esto ha contribuido a que se figuren muchos que no sólo ha desaparecido completamente la autoridad en las ciencias sino que hasta ha llegado a hacerse imposible. A primera vista bien pudiera esto parecer verdad; pero si damos en torno de nosotros una atenta mirada notaremos que no se ha logrado otra cosa sino aumentar algún tanto el número de los jefes y reducir la duración de su mando. Éste es verdadero tiempo de revueltas y tal vez de revolución literaria científica semejante en un todo a la política en que se imaginan los pueblos que disfrutan más libertad sólo porque ven el mando distribuido en mayor número de manos y porque tienen más anchura para deshacerse con frecuencia de los gobernantes haciendo pedazos como a tiranos a los que antes apellidaran padres y libertadores; bien que después de su primer arrebato dejan el campo libre para que se presenten otros hombres a ponerles un freno tal vez un poco más brillante pero no menos recio y molesto. A más de los ejemplos que nos ofrecería en abundancia la historia de las letras de un siglo a esta parte ¿no vemos ahora mismo unos nombres sustituidos a otros nombres unos directores del entendimiento humano sustituidos a otros directores? En el terreno de la política donde al parecer más debiera campear el espíritu de libertad ¿no son contados los hombres que marchan al frente? ¿No los distinguimos tan claro como a los generales de ejércitos en campaña? En la arena parlamentaria ¿vemos acaso otra cosa que dos a tres cuerpos de combatientes que hacen sus evoluciones a las órdenes del respectivo caudillo con la mayor regularidad y disciplina? ¡Oh! ¡cuán bien comprenderán estas verdades aquéllos que se hallan elevados a tal altura! Ellos que conocen nuestra flaqueza ellos que saben que para engañar a los hombres bastan por lo común las palabras ellos habrán sentido mil veces asomar en sus labios la sonrisa cuando al contemplar engreídos el campo de sus triunfos al verse rodeados de una turba preciada de inteligente que los admiraba y aclamaba con entusiasmo habrían oído a algunos de sus más fervientes y más devotos prosélitos cual blasonaban de ilimitada libertad de pensar de completa independencia en las opiniones y en los votos. Tal es el hombre: tal nos le muestran la historia y la experiencia de cada día. La inspiración del genio, esa fuerza sublime que eleva el entendimiento de algunos seres privilegiados ejercerá siempre no sólo sobre los sencillos e ignorantes sino también sobre el común de los sabios una acción fascinadora. ¿Dónde está pues el ultraje que hace a la razón humana la religión católica cuando al propio tiempo que le presenta los títulos que prueban su divinidad le exige la fe? Esa fe que el hombre dispensa tan fácilmente a otro hombre en todas materias aun en aquéllas en que más presume de sabio ¿no podrá prestarla sin mengua de su dignidad a la Iglesia católica? ¿Será un insulto hecho a su razón el señalarle una norma fija que le asegure con respecto a los puntos que más le importan dejándole por otra parte amplia libertad de pensar lo que más le agrade sobre aquel mundo que Dios ha entregado a las disputas de los hombres? Con esto ¿hace acaso más la Iglesia que andar muy de acuerdo con las lecciones de la más alta filosofía manifestar un profundo conocimiento del espíritu humano y librarle de tanto males como le acarrea su volubilidad e inconstancia su veleidoso orgullo combinados de un modo extraño con esa facilidad increíble de deferir a la palabra de otro hombre? ¿Quién no ve que con ese sistema de la religión católica se pone un dique al espíritu de proselitismo que tantos daños ha causado a la sociedad? Ya que el hombre tiene esa irresistible tendencia a seguir los pasos de otro ¿no hace un gran beneficio a la humanidad la Iglesia católica señalándole de un modo seguro el camino por donde debe andar si quiere seguir las pisadas de un Hombre-Dios? ¿No pone de esta manera muy a cubierto la dignidad humana librando al propio tiempo de terrible naufragio los conocimientos más necesarios al individuo y a la sociedad? IR A CONTENIDO CAPÍTULO VI Diferentes necesidades religiosas de los pueblos en relación a los varios estados de su civilización. Sombras que se encuentran al acercarse a los primeros principios dé las ciencias. Ciencias matemáticas. Carácter particular de las ciencias morales. Ilusiones de algunos ideólogos modernos. Error cometido por el Protestantismo en la dirección religiosa del espíritu humano. EN CONTRA de la autoridad que trata de ejercer su jurisdicción sobre el entendimiento se alegará sin duda el adelanto de las sociedades; y el alto grado de civilización y cultura a que han llegado las naciones modernas se producirá como un título de justicia para lo que se apellida emancipación del entendimiento. A mi juicio está tan distante esta réplica de tener algo de sólido está tan mal cimentada sobre el hecho en que pretende apoyarse que antes bien del mayor adelanto de la sociedad debiera inferirse la necesidad más urgente de una regla viva tal como lo juzgan indispensable los católicos. Decir que las sociedades en su infancia y adolescencia hayan podido necesitar esa autoridad como un freno saludable pero que este freno se ha hecho inútil y degradante cuando el entendimiento ha llegado a mayor desarrollo es desconocer completamente la relación que tienen con los diferentes estados de nuestro entendimiento los objetos sobre que versa semejante autoridad. La verdadera idea de Dios el origen el destino y la norma de conducta del hombre y todo el conjunto de medios que Dios le ha proporcionado para llegar a su alto fin he aquí los objetos sobre que versa la fe y sobre los cuales pretenden los católicos la necesidad de una regla infalible; sosteniendo que a no ser así no fuera dable evitar los más lamentables extravíos ni poner la verdad a cubierto de las cavilaciones humanas. Esta sencilla consideración bastará para convencer que el examen privado sería mucho menos peligroso en pueblos poco adelantados en la carrera de la civilización que no en otros que hayan ya adelantado mucho en ella. En un pueblo cercano a su infancia hay naturalmente un gran fondo de candor y sencillez disposiciones muy favorables para que recibiera con docilidad las lecciones esparcidas en el sagrado Texto saboreándose en las de fácil comprensión y humillando su frente ante la sublime oscuridad de aquellos lugares que Dios ha querido encubrir con el velo del misterio. Hasta su misma posición crearía en cierto modo una autoridad; pues como no estuviera aún afectado por el orgullo y la manía del saber se habría reducido a muy pocos el examinar el sentido de las revelaciones hechas por Dios al hombre y esto produciría naturalmente un punto céntrico de donde dimanara la enseñanza. Pero sucede muy de otra manera en un pueblo adelantado en la carrera del saber; porque la extensión de los conocimientos a mayor número de individuos aumentando el orgullo y la volubilidad multiplica y subdivide las sectas en infinitas fracciones y acaba por trastornar todas las ideas y por corromper las tradiciones más puras. El pueblo cercano a su infancia como está exento de la vanidad científica entregado a sus ocupaciones sencillas y apegado a sus antiguas costumbres escucha con docilidad y respeto al anciano venerable que rodeado de sus hijos y nietos refiere con tierna emoción la historia y los consejos que él a su vez había recibido de sus antepasados; pero cuando la sociedad ha llegado a mucho desarrollo cuando debilitado el respeto a los padres de familia se ha perdido la veneración a las canas cuando nombres pomposos aparatos científicos grandes bibliotecas hacen formar al hombre un gran concepto de la fuerza de su entendimiento cuando la multiplicación y actividad de las comunicaciones esparcen a grandes distancias las ideas y haciéndolas fermentar por medio del calor que adquieren con el movimiento les dan aquella fuerza mágica que señorea los espíritus; entonces es precisa indispensable una autoridad que siempre viva siempre presente siempre en disposición de acudir adonde lo exija la necesidad cubra con robusta égida el sagrado depósito de las verdades independientes de tiempos y climas sin cuyo conocimiento flota eternamente el hombre a merced de sus errores y caprichos y marcha con vacilante paso desde la cuna al sepulcro; aquellas verdades sobre las cuales está asentada la sociedad como sobre firmísimo conocimiento que una vez conmovido pierde su aplomo el edificio oscila se desmorona y se cae a pedazos. La historia literaria y política de Europa de tres siglos a esta parte nos ofrece demasiadas pruebas de lo que acabo de decir; siendo de lamentar que cabalmente estalló la revolución religiosa en el momento en que debía ser más fatal: porque encontrando a las sociedades agitadas por la actividad que desplegaba el espíritu humano quebrantó el dique cuando era necesario robustecerle. Por cierto que no es saludable apocar en demasía a nuestro espíritu achacándole defectos que no tenga o exagerando aquéllos de que en realidad adolece; pero tampoco es conveniente engreírle sobradamente ponderando más de lo que es justo el alcance de sus fuerzas: esto a más que serle muy dañoso en diferentes sentidos es muy poco favorable a su mismo adelanto; y aun si bien se mira es poco conforme al carácter grave y circunspecto que ha de ser uno de los distintivos de la verdadera ciencia. Que la ciencia si ha de ser digna de este nombre no ha de ser tan pueril que se muestre ufana y vanidosa por aquello que en realidad no le pertenece como propiedad suya: es menester que no desconozca los limites que la circunscriben y que tenga bastante generosidad y candidez para confesar su flaqueza. Un hecho hay en la historia de las ciencias que al propio tiempo que revela la intrínseca debilidad del entendimiento hace palpar lo mucho que entra de lisonja en los desmedidos elogios que a veces se le prodigan; infiriéndose de aquí cuán arriesgado sea el abandonarle del todo a sí mismo sin ningún género de guía. Consiste este hecho en las sombras que se van encontrando a medida que nos acercamos a la investigación de los secretos que rodean los primeros principios de las ciencias: por manera que aun hablando de las que más nombradía tienen por su verdad evidencia y exactitud en llegando a profundizar hasta sus cimientos parece que se encuentra un terreno poco firme poco seguro y vacilante retrocede temeroso de descubrir alguna cosa que lanzara la incertidumbre y la duda sobre aquellas verdades en cuya evidencia se había complacido. No participo yo del malhumor de Hobbes contra las matemáticas y entusiasta como soy de sus adelantos y profundamente convencido como estoy de las ventajas que su estudio acarrea a las demás ciencias y a la sociedad mal pudiera tratar ni de disminuir su mérito ni de disputarles ninguno de los títulos que las ennoblecen; pero ¿quién diría que ni ellas se exceptúan de la regla general? ¿Faltan acaso en ellas puntos débiles senderos tenebrosos? Por cierto que al exponerse los primeros principios de estas ciencias consideradas en toda su abstracción y al deducir las proposiciones más elementales camina el entendimiento por un terreno llano desembarazado donde ni se ofrece siquiera la idea de que pueda ocurrir el más ligero tropiezo. Prescindiré ahora de las sombras que hasta sobre este camino podrían esparcir la ideología y la metafísica si se presentasen a disputar sobre algunos puntos aun buscando su apoyo en los escritos de filósofos aventajados; pero ciñéndonos al círculo en que naturalmente se encierran las matemáticas. ¿Quién de los versados en ellas ignora que avanzando en sus teorías se encuentran ciertos puntos donde el entendimiento tropieza con una sombra donde a pesar de tener a la vista la demostración y de haberla empleado en todas sus partes se halla como fluctuante sintiendo un no sé qué de incertidumbre de que apenas acierta a darse cuenta a sí propio? ¿Quién no ha experimentado que a veces después de dilatados raciocinios al divisar la verdad se halla uno como si hubiera descubierto la luz del día pero después de haber andado largo trecho a oscuras por un camino cubierto? Fijando entonces vivamente la atención sobre aquellos pensamientos que divagan por la mente como exhalaciones momentáneas sobre aquellos movimientos casi imperceptibles que en tales casos nacen y mueren de continuo en nuestra alma se nota que el entendimiento en medio de sus fluctuaciones extiende la mano sin advertirlo al áncora que le ofrece la autoridad ajena y que para asegurarse hace desfilar delante de sus ojos las sombras de algunos matemáticos ilustres; y el corazón cómo que se alegra de que aquello esté ya enteramente fuera de duda por haberlo visto de una misma manera una serie de hombres grandes. ¿Y qué? ¿Se sublevará tal vez la ignorancia y el orgullo contra semejantes reflexiones? Estudiad esas ciencias o cuando menos leed su historia y os convenceréis de que también se encuentran en ellas abundantes pruebas de la debilidad del entendimiento del hombre. La portentosa invención de Newton y Leibnitz ¿no encontró en Europa numerosos adversarios? ¿No necesitó para solidarse bien el que pasara algún tiempo y que la piedra de toque de las aplicaciones viniese a manifestar la verdad de los principios y la exactitud de los raciocinios? ¿Y creéis por ventura que si ahora se presentara de nuevo esa invención en el campo de las ciencias hasta suponiéndola pertrechada de todas las pruebas con que se la ha robustecido y rodeada de aquella luz con que la han bañado tantas aclaraciones creéis por ventura repito que no necesitaría también de algún tiempo para que afirmada digámoslo así con el derecho de prescripción alcanzase en sus dominios la tranquilidad y sosiego de que actualmente disfruta? Bien se deja sospechar que no les ha de caber a las demás ciencias escasa parte de esa incertidumbre que trae su origen de la misma flaqueza del espíritu humano; y como quiera que en cuanto a ellas apenas me parece posible que haya quien trate de contradecirlo pasaré a presentar algunas consideraciones sobre el carácter peculiar de las ciencias morales. Tal vez no se ha reparado bastante que no hay estudio más engañoso que el de las verdades morales; y le llamo engañoso porque brindando al investigador con una facilidad aparente le empeña en pasos en que apenas se encuentra salida. Son como aquellas aguas tranquilas que manifiestan poca profundidad un fondo falso pero que encierran un insondable abismo. Familiarizados nosotros con su lenguaje desde la más tierna infancia viendo en rededor nuestro sus continuas aplicaciones sintiendo que se nos presentan como de bulto y hallándonos con cierta facilidad de hablar de repente sobre muchos de sus puntos nos persuadimos con ligereza de que tampoco nos ha de ser difícil un estudio profundo de sus más altos principios y de sus relaciones más delicadas; y ¡cosa admirable! apenas salimos de la esfera del sentido común apenas tratamos de desviarnos de aquellas expresiones sencillas las mismas que balbucientes pronunciábamos en el regazo de nuestra madre nos hallamos en el más confuso laberinto. Entonces si el entendimiento se abandona a sus cavilaciones si no escucha la voz del corazón que la habla con tanta sencillez como elocuencia si no templa aquella fogosidad que le comunica en orgullo si con loco desvanecimiento no atiende a lo que le prescribe el cuerdo buen sentido llega hasta el exceso de despreciar el depósito de aquellas tan saludables como necesarias verdades que conserva la sociedad para irlas trasmitiendo de generación en generación; y marchando solo a tientas en medio de las densas tinieblas acaba por derrumbarse en aquellos precipicios de extravagancias y delirios de que la historia de las ciencias nos ofrece tan repetidos y lamentables ejemplos. Si bien se observa se nota una cosa semejante en todas las ciencias; porque el Criador ha querido que no nos faltaran aquellos conocimientos que nos eran necesarios para el uso de la vida y para llegar a nuestro destino; pero no ha querido complacer nuestra curiosidad descubriéndonos verdades que para nada nos eran necesarias. Sin embargo en algunas materias ha comunicado al entendimiento cierta facilidad que le hace capaz de enriquecer de continuo sus dominios; 68 pero en orden a las verdades morales le ha dejado en una esterilidad completa: lo que necesitaba saber o se lo ha grabado con caracteres muy sencillos e inteligibles en el fondo de su corazón o se lo ha consignado de un modo muy expreso y terminante en el sagrado Texto mostrándole una regla fija en la autoridad de la Iglesia adonde podía acudir para aclarar sus dudas; pero por lo demás le ha dejado de manera que si trata de cavilar y espaciarse a su capricho recorre de continuo un mismo camino lo hace y deshace mil veces encontrando en un extremo el escepticismo en el otro la verdad pura. Algunos ideólogos modernos reclamarán tal vez contra reflexiones semejantes y mostrarán en contra de esta aserción al fruto de sus trabajos analíticos. “Cuando no se había descendido al análisis de los hechos dirán ellos cuando se divagaba entre sistemas aéreos y se recibían palabras sin examen ni discernimiento entonces pudiera ser verdad todo esto; pero ahora cuando las ideas de bien y mal moral las hemos aclarado nosotros tan completamente que hemos deslindado lo que había en ellas de preocupación y de filosofía que hemos asentado todo el sistema de moral sobre principios tan sencillos como son el placer y el dolor que hemos dado en estas materias ideas tan claras como son las varias sensaciones que nos causa una naranja; ahora decir todo esto es ser ingrato con las ciencias es desconocer el fruto de nuestros sudores”. Ni me son desconocidos los trabajos de algunos nuevos ideólogo-moralistas ni la engañosa sencillez con que desenvuelven sus teorías dando a las más difíciles materias un aspecto de facilidad y llaneza que al parecer debe de estar todo al alcance de las inteligencias más limitadas: no es éste el lugar a propósito para examinar esas teorías esas investigaciones analíticas; observaré no obstante que a pesar de tanta sencillez no parece que vaya en pos de ellos ni la sociedad ni la ciencia; y que sus opiniones sin embargo de ser recientes son ya viejas. Y no es extraño: porque fácilmente había de ocurrir que a pesar de su positivismo si puedo valerme de esta palabra son tan hipotéticos esos ideólogos como muchos de los antecesores a quienes ellos motejan y desprecian. Escuela pequeña y de espíritu limitado que sin estar en posesión de la verdad no tiene siquiera aquella belleza con que hermosean a otras los brillantes sueños de grandes hombres: escuela orgullosa y alucinada que cree profundizar un hecho cuando le oscurece y afianzarle sólo porque le asevera; y que en tratándose de relaciones morales se figura que analiza el corazón sólo porque le descompone y diseca. Si tal es nuestro entendimiento si tanta es su flaqueza con respecto a todas las ciencias si tanta es su esterilidad en los conocimientos morales que no ha podido adelantar un ápice sobre lo que le ha enseñado bondadosa Providencia ¿qué beneficio ha hecho el Protestantismo a las sociedades modernas quebrantando la fuerza de la autoridad única capaz de poner un dique a lamentables extravíos? IR A CONTENIDO CAPÍTULO VII Indiferencia y fanatismo: dos extremos opuestos acarreados a la Europa por el Protestantismo. Origen del fanatismo. Servicio importante por la Iglesia a la historia del espíritu humano. La Biblia abandonada al examen privado sistema errado y funesto del Protestantismo. Texto notable de OCallaghan. Descripción de la Biblia. RECHAZADA por el Protestantismo la autoridad de la Iglesia y estribando sobre este principio como único cimiento ha debido buscar en el hombre todo su apoyo: y desconocido hasta tal punto el espíritu humano y su verdadero carácter y sus relaciones con las verdades religiosas y morales le ha dejado ancho campo para precipitarse según la variedad de situaciones en dos extremos tan opuestos como son el fanatismo y la indiferencia. Extraño parecerá quizás enlace semejante y que extravíos tan opuestos puedan dimanar de un mismo origen y sin embargo nada hay más cierto; viniendo en esta parte los ejemplos de la historia a confirmar las lecciones de la filosofía. Apelando el Protestantismo al solo hombre en las materias religiosas no le quedaban sino dos medios de hacerlo: o suponerle inspirado del cielo el descubrimiento de la verdad o sujetar todas las verdades religiosas al examen de la razón: es decir o la inspiración o la filosofía. El someter las verdades religiosas al fallo de la razón debía acarrear tarde o temprano la indiferencia así como la inspiración particular o el espíritu privado había de engendrar el fanatismo. Hay en la historia del espíritu humano un hecho universal y constante y es su vehemente inclinación a imaginar sistemas que prescindiendo completamente de la realidad de las cosas ofrezcan tan sólo la obra de un ingenio que se ha propuesto apartarse del camino común y abandonarse libremente al impulso de sus propias inspiraciones. La historia de la filosofía apenas presenta otros cuadros que la repetición perenne de este fenómeno; y en cuanto cabe en las otras materias no ha dejado de reproducirse bajo una u otra forma.- Concebida una idea singular mírala el entendimiento con aquella predilección exclusiva y ciega con que suele un padre distinguir a sus hijos; y desenvolviéndola con esta preocupación amolda en ella todos los hechos y le ajusta todas las reflexiones. Lo que en un principio no era más que un pensamiento ingenioso y extravagante pasa luego a ser un germen del cual nacen vastos cuerpos de doctrina; y si es ardiente la cabeza donde ha brotado ese pensamiento si está señoreada por un corazón lleno de fuego el calor provoca la fermentación y ésta el fanatismo propagador de todos los delirios. Se acrecienta singularmente el peligro cuando el nuevo sistema versa sobre materias religiosas o se roza con ellas por relaciones muy inmediatas; entonces las extravagancias del espíritu alucinado se transforman en inspiraciones del cielo la fermentación del delirio en una llama divina la manía de singularizarse en vocación extraordinaria. El orgullo no pudiendo sufrir oposición se desboca furioso contra todo lo que encuentra establecido; e insultando la autoridad atacando todas las instituciones y despreciando las personas disfraza la más grosera violencia con el manto del celo y encubre la ambición con el nombre del apostolado. Más alucinado a veces que seductor el miserable maniático llega quizás a persuadirse profundamente de que son verdaderas sus doctrinas y de que ha oído la palabra del cielo; y presentando en el fogoso lenguaje de la demencia algo de singular y extraordinario trasmite a sus oyentes una parte de su locura adquiere en breve un considerable número de prosélitos. No son a la verdad muchos los capaces de representar el primer papel en esa escena de locura pero desgraciadamente los hombres son demasiado insensatos para dejarse arrastrar por el primero que se arroje atrevido a acometer la empresa; pues que la historia y la experiencia harto nos tienen enseñado que para fascinar un gran número de hombres basta una palabra y que para formar un partido por malvado por extravagante por ridículo que sea no se necesita más que levantar una bandera. Ahora que se ofrece la oportunidad quiero dejar consignado aquí un hecho que no sé que nadie le haya observado: y es que la Iglesia en sus combates con la herejía ha prestado un eminente servicio a la ciencia que se ocupa en conocer el verdadero carácter las tendencias y el alcance del espíritu humano. Celosa depositaria de todas las grandes verdades ha procurado siempre conservarlas intactas; y conociendo a fondo la debilidad del humano entendimiento y su extremada propensión a las locuras y extravagancias le ha seguido siempre de cerca los pasos le ha observado en todos sus movimientos rechazando con energía sus impotentes tentativas cuando él ha tratado de corromper el purísimo manantial de que era poseedora. En las fuertes y dilatadas luchas que contra él ha sostenido ha logrado poner de manifiesto su incurable locura ha desenvuelto todos sus pliegues y le ha mostrado en todas sus fases; recogiendo en la historia de las herejías un riquísimo caudal de hechos un cuadro muy interesante donde se halla retratado el espíritu humano en sus verdaderas dimensiones en su fisonomía característica en su propio colorido: cuadro de que se aprovechará sin duda el genio a quien esté reservada la grande obra que está todavía por hacer: la verdadera historia del espíritu humano. Tocante a extravagancias y delirios del fanatismo por cierto que no está nada escasa la historia de Europa de tres siglos a esta parte: monumentos quedan todavía existentes y por dondequiera que dirijamos nuestros pasos encontraremos que las sectas fanáticas nacidas en el seno del Protestantismo y originadas de su principio fundamental han dejado impresa una huella de sangre: Nada pudieron contra el torrente devastador ni la violencia de carácter de Lutero ni los furibundos esfuerzos con que se oponía a cuantos enseñaban doctrinas diferentes de las suyas: a unas impiedades sucedieron presto otras impiedades; a unas extravagancias otras extravagancias; a un fanatismo otro fanatismo; quedando luego la falsa reforma fraccionada en tantas sectas todas a cual más violentas cuantas fueron las cabezas que a la triste fecundidad de engendrar un sistema reunieron un carácter bastante resuelto para enarbolar una bandera. Ni era posible que de otro modo sucediese; porque cabalmente a más del riesgo que traía consigo el dejar solo al espíritu humano encarado con todas las cuestiones religiosas había una circunstancia que debía acarrear resultados funestísimos: hablo de la interpretación de los libros santos encomendada al espíritu privado. Se manifestó entonces con toda evidencia que el mayor abuso es el que se hace de lo mejor; y que ese libro inefable donde se halla derramada tanta luz para el entendimiento tantos consuelos para el corazón es altamente dañoso al espíritu soberbio que a la terca resolución de resistir a toda autoridad en materias de fe añada la ilusoria persuasión de que la Escritura Sagrada es un libro claro en todas sus partes de que no le faltará en todo caso la inspiración del cielo para la disipación de las dudas que pudieran ofrecerse o que recorra sus páginas con el prurito de encontrar algún texto que más o menos violentado pueda prestar apoyo a sutilezas cavilaciones o proyectos insensatos. No cabe mayor desacierto que el cometido por los corifeos del Protestantismo al poner la Biblia en manos de todo el mundo procurando al mismo tiempo acreditar la ilusión de que cualquier cristiano era capaz de interpretarla: no cabe olvido más completo de lo que es la Sagrada Escritura. Bien es verdad que no quedaba otro medio al Protestantismo y que todos los obstáculos que oponía a la entera libertad en la interpretación del sagrado Texto eran para él una inconsecuencia chocante una apostasía de sus propios principios un desconocimiento de su origen; pero esto mismo es su más terminante condenación: porque ¿cuáles son los títulos ni de verdad ni de santidad que podrá presentarnos una religión que en su principio fundamental envuelve el germen de las sectas más fanáticas y más dañosas a la sociedad? Difícil fuera reunir en breve espacio tantos hechos tantas reflexiones tan convincentes pruebas en contra de ese error capital del Protestantismo como ha reunido un mismo protestante. Es OCallaghan y no dudo que el lector me quedará agradecido de que transcriba aquí sus palabras; dice así: “Llevados los primeros reformadores de su espíritu de oposición a la Iglesia romana reclamaron a voz en grito el derecho de interpretar las Escritura conforme al juicio particular de cada uno …. pero afanados por emancipar al pueblo de la autoridad del pontífice romano proclamaron este derecho sin explicación ni restricciones y las consecuencias fueron terribles. Impacientes por minar la base de la jurisdicción papal sostuvieron sin limitación alguna que cada individuo tiene indisputable derecho a interpretar la Sagrada Escritura por sí mismo; y como este principio tomado en toda su extensión era insostenible fue menester para afirmarle darle el apoyo de otro principio cual es que la Biblia es un libro fácil al alcance de todos los espíritus; que el carácter más inseparable de la revelación divina es tina gran claridad: principios ambos que ora se los considere aislados ora unidos son incapaces de sufrir un ataque serio. “El juicio privado de Muncer descubrió en la Escritura que los títulos de nobleza y las grandes propiedades son una usurpación impía contraria a la natural igualdad de los fieles e invitó a sus secuaces a examinar si no era ésta la verdad del hecho: examinaron los sectarios la cosa alabaron a Dios y procedieron en seguida por medio del hierro y del fuego a la extirpación de los impíos y a apoderarse de sus propiedades. El juicio privado creyó también haber descubierto en la Biblia que las leyes establecidas eran una permanente restricción de la libertad cristiana; y helos aquí que Juan de Leyde tira los instrumentos de su oficio se pone a la cabeza de un populacho fanático sorprende la ciudad de Munster se proclama a sí mismo rey de Sión toma catorce mujeres a la vez asegurando que la poligamia era una de las libertades cristianas. y el privilegio de los santos. Pero si la criminal locura de los paisanos extranjeros aflige a los amigos de la humanidad y de una piedad razonable por cierto que no es a propósito para consolarlos la historia de Inglaterra durante un largo espacio del siglo XVII. En ese período de tiempo se levantó una gran muchedumbre de fanáticos ora juntos ora unos en pos de otros embriagados de doctrinas extravagantes y de pasiones dañinas desde el feroz delirio de Fox hasta la metódica locura de Barclay desde el formidable fanatismo de Cromwell hasta la necia impiedad de Praise-God-Barebones. La piedad la razón y el buen sentido parecían desterrados del mundo y se habían puesto en su lugar una extravagante algarabía, un frenesí religioso un celo insensato: todos citaban la Escritura todos pretendían haber tenido inspiraciones visiones arrobos de espíritu y a la verdad con tanto fundamento lo pretendían unos como otros. Se sostenía con mucho rigor que era conveniente abolir el sacerdocio y la dignidad real; pues que los sacerdotes eran los servidores de Satanás y los reyes eran los delegados de la Prostituta de Babilonia y que la existencia de unos y otros era incompatible con el reino del Redentor. Esos fanáticos condenaban la ciencia como invención pagana y las universidades como seminarios de la impiedad anticristiana. Ni la santidad de sus funciones protegía al obispo ni la majestad del trono al rey; uno y otro eran objeto de desprecio y de odio y degollados sin compasión por aquellos fanáticos cuyo único libro era la Biblia sin notas ni comentarios. A la sazón estaba en su mayor auge el entusiasmo por la oración la predicación y la lectura de los Libros Santos; todos oraban todos predicaban todos leían pero nadie escuchaba. Las mayores atrocidades se las justificaba por la Sagrada Escritura en las transacciones más ordinarias de la vida se usaba el lenguaje de la Sagrada Escritura; de los negocios interiores de la nación de sus relaciones exteriores se trataba con frases de la Escritura; con la Escritura se tramaban conspiraciones traiciones proscripciones; y todo era no sólo justificado sino también consagrado con citas de la Sagrada Escritura. Estos hechos históricos han asombrado con frecuencia a los hombres de bien y consternado a las almas piadosas; pero demasiado embebido el lector en sus propios sentimientos olvida la lección encerrada en esta terrible experiencia a saber: que la Biblia sin explicación ni comentarios no es para ser leída por hombres groseros e ignorantes. “La masa del linaje HUMANO ha de contentarse con recibir de otro sus instrucciones y no le es dado acercarse a los manantiales de la ciencia. Las verdades mas importantes en medicina en jurisprudencia en física en matemáticas ha de recibirlas de aquéllos que las beben en los primeros manantiales; y por lo que toca al cristianismo en general se ha constantemente seguido el mismo método y siempre que se le ha dejado hasta cierto punto la sociedad se ha conmovido hasta sus cimientos”. No necesitan comentarios esas palabras de OCallaghan: y por cierto que no se las podrá tachar ni de hiperbólicas ni de declamatorias no siendo más que una sencilla y verídica narración de hechos harto sabidos. El solo recuerdo de ellos debería ser bastante para convencer de los peligros que consigo trae el poner la Sagrada Escritura sin notas ni comentarios en manos de cualquiera como lo hace el Protestantismo acreditando en cuanto puede el error de que para la inteligencia del sagrado Texto es inútil la autoridad de la Iglesia y que no necesita más todo cristiano que escuchar lo que le dictarán con frecuencia sus pasiones y sus delirios. Cuando el Protestantismo no hubiera cometido otro yerro que éste bastaría ya para que se reprobase se condenase a sí propio pues que no hace otra cosa una religión que asienta un principio que la disuelve a ella misma. Para apreciar en esta parte el desatiento con que procede el Protestantismo y la posición falsa y arriesgada en que se ha colocado con respecto al espíritu humano no es necesario ser teólogo ni católico; basta haber leído la Escritura aun cuando sea únicamente con ojos de literato y de filósofo. Un libro que encerrando en breve cuadro el extenso espacio de cuatro mil años y adelantándose hasta las profundidades del más lejano porvenir comprende el origen y destinos del hombre y del universo; un libro que tejiendo la historia particular de un pueblo escogido abarca en sus narraciones y profecías las revoluciones de los grandes imperios; un libro en que los magníficos retratos donde se presentan la pujanza y el lujoso esplendor de los monarcas de Oriente se encuentran al lado de la fácil pincelada que nos describe la sencillez de las costumbres domésticas o el candor e inocencia de un pueblo en la infancia. Un libro donde narra el historiador vierte tranquilamente el sabio sus sentencias predica el apóstol enseña y disputa el doctor; un libro donde un profeta señoreado por el espíritu divino truena contra la corrupción y extravío de un pueblo anuncia las terribles venganzas del Dios de Sinaí, llora inconsolable el cautiverio de sus hermanos y la devastación y soledad de su patria cuenta en lenguaje peregrino sublime los magníficos espectáculos que se desplegaron a sus ojos en momentos de arrobo en que al través de velos sombríos de figuras misteriosas de emblemas oscuros de apariciones enigmáticas viera desfilar ante su vista los grandes sucesos de la sociedad y las catástrofes de la naturaleza; Un libro o más bien un conjunto de libros donde reinan todos los estilos y campean los más variados tonos donde se hallan derramadas y entremezcladas la majestad épica y la sencillez pastoril el fuego lírico y la templanza didáctica la marcha grave y sosegada de la narración histórica y la rapidez y viveza del drama; un conjunto de libros escritos en diferentes épocas y países en varias lenguas en circunstancias las más singulares y extraordinarias ¿cómo podrá menos de trastocar la cabeza orgullosa que recorre a tientas sus páginas ignorando los climas los tiempos las leyes los usos y costumbres; abrumada de alusiones que la confunden de imágenes que la sorprenden cíe idiotismos que la oscurecen oyendo hablar en idioma moderno al hebreo o al griego que escribieron allá en siglos muy remotos? ¿Qué efectos ha de producir ese conjunto de circunstancias creyendo el lector que la Sagrada Escritura es un libro muy fácil que se brinda de buen grado a la inteligencia de cualquiera y que en todo caso si se ofreciere alguna dificultad no necesita el que lee de la instrucción de nadie sino que le bastan sus propias reflexiones o concentrarse dentro de sí mismo para prestar atento oído a la celeste inspiración que levantará el velo que encubre los más altos misterios? ¿Quién extrañará que se hayan visto entre los protestantes tan ridículos visionarios tan furibundos fanáticos? IR A CONTENIDO CAPÍTULO VIII El fanatismo. Su definición. Sus relaciones con el sentimiento religioso. Imposibilidad de destruirle. Medios de atenuarle. El Catolicismo ha puesto en práctica esos medios muy acertadamente. Observaciones sobre los pretendidos fanáticos católicos. Verdadero carácter de la exaltación religiosa de los fundadores de órdenes religiosas. INJUSTICIA fuera tachar una religión de falsa sólo porque en su seno hubieran aparecido fanáticos: esto equivaldría a desecharlas todas; pues que no sería dable encontrar una que estuviese exenta de semejante plaga. No está el mal en que se presenten fanáticos en medio de una religión sino en que ella los forme en que los incite al fanatismo o les abra para él anchurosa puerta. Si bien se mira en el fondo del corazón humano hay un germen abundante de fanatismo y la historia del hombre nos ofrece de ello tan abundantes pruebas que apenas se encontrará hecho que deba ser reconocido como más indudable. Fingid una ilusión cualquiera contad la visión más extravagante forjad el sistema más desvariado; pero tened cuidado de bañarlo todo con un tinte religioso y estad seguros de que no os faltarán prosélitos entusiastas que tomarán a pecho el sostener vuestros dogmas el propagarlos y que se entregarán a vuestra causa con una mente ciega y un corazón de fuego; es decir tendréis bajo vuestra bandera una porción de fanáticos. Algunos filósofos han gastado largas páginas en declamar contra el fanatismo y como que se han empeñado en desterrarle del mundo ora dando a los hombres empalagosas lecciones filosóficas ora empleando contra el monstruo toda la fuerza de una oratoria fulminante. Bien es verdad que a la palabra fanatismo le han señalado una extensión tan lata que han comprendido bajo esta denominación toda clase de religiones; pero yo creo sin embargo que aun cuando se hubieran ceñido a combatir el verdadero fanatismo habrían hecho harto mejor si no fatigándose tanto hubiesen gastado algún tiempo en examinar esta materia con espíritu analítico tratándola después de atento examen sin preocupación con madurez y templanza. Por lo mismo que veían que éste era un achaque del espíritu humano escasas esperanzas podían tener si es que fueran filósofos cuerdos y sesudos de que con razones y elocuencia alcanzaran a desterrar del mundo al malhadado monstruo; pues que hasta ahora no sé yo que la filosofía haya sido parte a remediar ninguna de aquellas graves enfermedades que son como el patrimonio del humano linaje. 77 Entre tantos yerros como ha tenido la filosofía del siglo XVIII ha sido uno de los más capitales la manía de los tipos: de la naturaleza del hombre de la sociedad de todo se ha imaginado un tipo allá en su mente; todo ha debido acomodarse a aquel tipo y cuanto no ha podido doblegarse para ajustarse al molde todo ha sufrido tal descarga filosófica que al menos no ha quedado impune por su poca flexibilidad. ¿Pues qué? ¿Podrá negarse que haya fanatismo en el mundo? Y mucho. ¿Podrá negarse que sea un mal? Y muy grave. ¿Cómo se podrá extirpar? De ninguna manera. ¿Cómo se podrá disminuir su extensión atenuar su fuerza refrenar su violencia? Dirigiendo bien al hombre. Entonces ¿no será con la filosofía? Ahora lo veremos. ¿Cuál es el origen del fanatismo? Antes es necesario fijar el verdadero sentido de esta palabra. Se entiende por fanatismo tomado en su acepción más lata una viva exaltación del ánimo fuertemente señoreado por alguna opinión o falsa o exagerada. Si la opinión es verdadera encerrada en sus justos límites entonces no cabe el fanatismo; y si alguna vez lo hubiere será con respecto a los medios que se emplean en defenderla; pero entonces ya existirá también un juicio errado en cuanto se cree que la opinión verdadera autoriza para aquellos medios; es decir que habrá error a exageración. Pero si la opinión fuere verdadera los medios de defenderla legítimos y la ocasión oportuna entonces no hay fanatismo por grande que sea la exaltación del ánimo por viva que sea su efervescencia por vigorosos que sean los esfuerzos que se hagan por costosos que sean los sacrificios que se arrostren; entonces habrá entusiasmo en el ánimo y heroísmo en la acción pero fanatismo no; de otra manera los héroes de todos tiempos y países quedarían afeados con la mancha de fanáticos. Tomado el fanatismo con toda esta generalidad se extiende a cuantos objetos ocupan al espíritu humano; y así hay fanáticos en religión en política y hasta en ciencias y literatura; no obstante el significado más propio de la palabra fanatismo no sólo atendiendo a su valor etimológico sino también usual es cuando se aplica a materias religiosas; y por esta causa el solo nombre de fanático sin ninguna añadidura expresa un fanático en religión; cuando al contrario si se le aplica con respecto a otras materias debe andar acompañado con el apuesto que las califiquen así se dice: fanáticos políticos fanáticos en literatura y otras expresiones por este tenor. 78 No cabe duda que en tratándose de materias religiosas tiene el hombre una propensión muy notable a dejarse dominar de una idea a exaltarse de ánimo en favor de ella a trasmitirla a cuantos le rodean a propagarla luego por todas partes llegando con frecuencia a empeñarse en comunicarla a los otros aunque sea con las mayores violencias. Hasta cierto punto se verifica también el mismo hecho en las materias no religiosas; pero es innegable que en las religiosas adquiere el fenómeno un carácter que le distingue de cuanto acontece en esfera diferente. En cosas de religión adquiere el alma del hombre una nueva fuerza una energía terrible una expansión sin límites: para él no hay dificultades no hay obstáculos no hay embarazos de ninguna clase: los intereses materiales desaparecen enteramente los mayores padecimientos se hacen lisonjeros los tormentos son nada la muerte misma es una ilusión agradable. El hecho es vario según lo es la persona en quien se verifica según lo son las ideas y costumbres del pueblo en medio del cual se realiza; pero en el fondo es el mismo: y examinada la cosa en su raíz se halla que tienen un mismo origen las violencias de los sectarios de Mahoma que las extravagancias de los discípulos de Fox. Acontece en esta pasión lo propio que en las demás que si producen los mayores males es sólo porque se extravían de su objeto legítimo o se dirigen a él por medios que no están de acuerdo con lo que dictan la razón y la prudencia: pues que bien observado el fanatismo no es más que el sentimiento religioso extraviado; sentimiento que el hombre lleva consigo desde la cuna hasta el sepulcro y que se encuentra como esparcido por la sociedad en todos los períodos de su existencia. Hasta ahora ha sido siempre vano el empeño de hacer irreligioso al hombre: uno que otro individuo se ha entregado a los desvaríos de una irreligión completa pero el linaje humano protesta sin cesar contra ese individuo que ahoga en su corazón el sentimiento religioso. Como este sentimiento es tan fuerte tan vivo tan poderoso a ejercer sobre el hombre una influencia sin límites apenas se aparta de su objeto legítimo apenas se desvía del sendero debido cuando ya produce resultados funestos: pues que se combinan desde luego dos causas muy a propósito para los mayores desastres como son: absoluta ceguera del entendimiento y una irresistible energía en la voluntad. Cuando se ha declamado contra el fanatismo buena parte de los protestantes y filósofos no se han olvidado de prodigar ese apodo a la Iglesia católica; y por cierto que debieran andar en ello con más tiento cuando menos en obsequio de la buena filosofía. Sin duda que la Iglesia no se gloriará de que haya podido curar todas las locuras de los hombres y por tanto no pretenderá tampoco que de entre sus hijos haya podido desterrar de tal manera el fanatismo que de vez en cuando no haya visto en su seno algunos fanáticos; pero sí que puede gloriarse de que jamás religión alguna ha dado mejor en el blanco para curar en cuanto cabe este achaque del espíritu humano; pudiendo además asegurarse que tiene de tal manera tomadas sus medidas que naciendo el fanatismo le cerca desde luego con un vallado en que podrá delirar por algún tiempo pero no producirá efectos de consecuencias desastrosas. Esos extravíos de la mente esos sueños de delirio que nutridos y avivados con el tiempo arrastran al hombre a las mayores extravagancias y hasta a los más horrorosos crímenes se apagan por lo común en su mismo origen cuando existe en el fondo del alma el saludable convencimiento de la propia debilidad y el respeto y sumisión a una autoridad infalible: y a que a veces no se logre sofocar el delirio en su nacimiento se queda al menos aislado circunscrito a una porción de hechos más o menos verosímiles pero dejando intacto el depósito de la verdadera doctrina y sin quebrantar aquellos lazos que unen y estrechan a todos los fieles como miembros de un mismo cuerpo. ¿Se trata de revelaciones de visiones de profecías de éxtasis? Mientras todo esto tenga un carácter privado y no se extienda a las verdades de fe la Iglesia por lo común disimula, tolera, se abstiene de entrometerse, calla dejando a los críticos la discusión de los hechos y al común de los fieles amplia libertad para pensar lo que más les agrade. Pero si toman las cosas un carácter más grave, si el visionario entra en explicaciones sobre algunos puntos de doctrina, veréis desde luego que se despierta el espíritu de vigilancia: la Iglesia aplica atentamente el oído para ver si se mezcla por allí alguna voz que se aparte de lo enseñado por el divino maestro: fija una mirada observadora sobre el nuevo predicador por si hay algo que manifieste o al hombre alucinado y errante en materias de dogma o al lobo cubierto con piel de oveja; y en tal caso levanta desde luego el grito advierte a todos los fieles o del error o del peligro y llama con la voz de pastor a la oveja descarriada. Si ésta no escucha si no quiere seguir más que sus caprichos entonces la separa del rebaño la declara como lobo y de allí en adelante el error y el fanatismo ya no se hallan en ninguno que desee perseverar en el seno de la Iglesia. Por cierto que no dejarán los protestantes de echar en cara a los católicos la muchedumbre de visionarios que ha tenido la Iglesia recordando las revelaciones y visiones de los muchos santos que veneramos sobre los altares: echáramos también en cara el fanatismo que dirán no haberse limitado a estrecho círculo pues que ha sido bastante a producir los resultados más notables. “Los solos fundadores de las órdenes religiosas dirán ellos ¿no ofrecen acaso el espectáculo de una serie de fanáticos que alucinados ellos mismos ejercían sobre los demás con su palabra y ejemplo la influencia más fascinadora que jamás se haya visto?” Como no es éste el lugar de tratar por extenso el punto de las comunidades religiosas cosa que me propongo hacer en otra parte de esta obra me contentaré con observar que aun dando por supuesto que todas las visiones y revelaciones de nuestros santos y las inspiraciones del cielo con que se creían favorecidos los fundadores de las órdenes religiosas no pasaran de pura ilusión nada tendrían adelantado los adversarios para achacar a la Iglesia católica la nota de fanatismo. Por de pronto ya se echa de ver que en lo tocante a visiones de un particular mientras se circunscriban a la esfera individual podrá haber allí ilusión y si se quiere fanatismo; pero no será el fanatismo dañoso a nadie y nunca alcanzará a acarrear trastornos a la sociedad. Que una pobre mujer se crea favorecida con particulares beneficios del cielo; que se figure oír con frecuencia la palabra de la Virgen; que se imagine que confabula con los ángeles que le traen mensajes de parte de Dios; todo esto podrá excitar la credulidad de unos y la mordacidad de otros; pero a buen seguro que no costará a la sociedad ni una gota de sangre ni una sola lágrima. Y los fundadores de las órdenes religiosas ¿qué muestras nos dan de fanatismo? Aun cuando prescindiéramos del profundo respeto que se merecen sus virtudes y de la gratitud con que debe corresponderles la humanidad por los beneficios inestimables que le han dispensado; aun cuando diéramos por supuesto que se engañaron en todas sus inspiraciones podríamos apellidarlos ilusos mas no fanáticos. En efecto: nada encontramos en ellos ni de frenesí ni de violencia; son hombres que desconfían de sí mismos que a pesar de creerse llamados por el cielo para algún grande objeto no se atreven a poner manos a la obra sin haberse postrado antes a los pies del Sumo Pontífice sometiendo a su juicio las reglas en que pensaban cimentar la nueva orden pidiéndole sus luces sujetándose dócilmente a su fallo y no realizando nada sin haber obtenido su licencia. ¿Qué semejanza hay pues de los fundadores de las órdenes religiosas con esos fanáticos que arrastran en pos de sí una muchedumbre de furibundos que matan destruyen por todas partes dejando por doquiera regueros de sangre y de ceniza? En los fundadores de las órdenes religiosas vemos a un hombre que dominado fuertemente por una idea se empeña en llevarla a cabo aun a costa de los mayores sacrificios; pero vemos siempre una idea fija desenvuelta en un plan ordenado teniendo a la vista algún objeto altamente religioso y social; y sobre todo vemos ese plan sometido al juicio de una autoridad examinado con madura discusión y enmendado o retocado según parece más conforme a la prudencia. Para un filósofo imparcial sean cuales fueren sus opiniones religiosas podrá haber en todo esto más o menos ilusión más o menos preocupación más o menos prudencia y acierto; pero fanatismo no de ninguna manera porque nada hay aquí que presente semejante carácter. IR A CONTENIDO CAPÍTULO IX La incredulidad y la indiferencia religiosa acarreadas a la Europa por el Protestantismo. Síntomas fatales que se manifestaron desde luego. Notable crisis religiosa ocurrida en el último tercio del siglo XVII. Bossuet y Leibnitz. Los jansenistas: su influencia. Diccionario de Bayle: observaciones sobre la época de su publicación. Deplorable estado de las creencias entre los protestantes. EL FANATISMO de secta nutrido y avivado en Europa por la inspiración privada del Protestantismo es ciertamente una llaga muy profunda y de mucha gravedad; pero no tiene sin embargo un carácter tan maligno y alarmante como la incredulidad y la indiferencia religiosa: males funestos que las sociedades modernas tienen que agradecer en buena parte a la pretendida reforma. Radicados en el mismo principio que es la base del Protestantismo ocasionados y provocados por el escándalo de tantas y tan extravagantes sectas que se apellidan cristianas empezaron a manifestarse con síntomas de gravedad ya en el mismo siglo XVI. Andando el tiempo llegaron a extenderse de un modo terrible filtrándose en todos los ramos científicos y literarios comunicando su expresión y sabor a los idiomas y poniendo en peligro todas las conquistas que en pro de la civilización y cultura había hecho por espacio de muchos siglos el linaje humano. En el mismo siglo XVI en el mismo calor de las disputas y guerras religiosas encendidas por el Protestantismo cundía la incredulidad de un modo alarmante; y es probable que sería más común de lo que aparentaba pues que no era fácil quitarse de repente la máscara cuando poco antes estaban tan profundamente arraigadas las creencias religiosas. Es muy verosímil que andaría disfrazada la incredulidad con el manto de la reforma; y que ora alistándose bajo la bandera de una secta ora pasando a la de otra trataría de enflaquecerlas a todas para levantar su trono sobre la ruina universal de las creencias. No es necesario ser muy lógico para pasar del Protestantismo al Deísmo; y de éste al Ateísmo no hay más que un paso; y es imposible que al tiempo de la aparición de los nuevos errores no hubiese muchos hombres reflexivos que desenvolviesen el sistema hasta sus últimas consecuencias. La religión cristiana tal como la conciben los protestantes es una especie de sistema filosófico más o menos razonable; pues que examinada a fondo pierde el carácter de divina; y en tal caso ¿cómo podrá señorear un ánimo que a la reflexión y a las meditaciones reúna espíritu de independencia? Y a decir verdad una sola ojeada sobre el comienzo del Protestantismo debía de arrojar hasta el escepticismo religioso a todos los hombres que no siendo fanáticos no estaban por otra parte aferrados con el áncora de la autoridad de la Iglesia; porque tal es el lenguaje y la conducta de los corifeos de las sectas que brota naturalmente en el ánimo una vehemente sospecha de que aquellos hombres se burlaban completamente de todas las creencias cristianas; que encubrían su ateísmo o indiferencia asentando doctrinas extrañas que pudieran servir de enseña para reunir prosélitos; que extendían sus escritos con la más insigne mala fe encubriendo el pérfido intento de alimentar en el ánimo de sus secuaces el fanatismo de secta. Esto es lo que dictaba al padre del célebre Montaigne el simple buen sentido pues aunque sólo alcanzó los primeros principios de la Reforma sabemos que decía: “este principio de enfermedad degenerará en un execrable ateísmo”; testimonio notable cuya conservación debemos a un escritor que por cierto no era apocado ni fanático: a su hijo Montaigne (Ensayos de Montaigne l 2 c. 12). Tal vez no presagiaría ese hombre que con tanta cordura juzgaba la verdadera tendencia del Protestantismo que fuese su hijo una confirmación de sus predicciones; porque es bien sabido que Montaigne fue uno de los primeros escépticos que figuraron con gran nombradía en Europa. 83 Por aquellos tiempos era menester andar con cuidado en manifestarse ateo o indiferente aun entre los mismos protestantes; pero aun cuando sea fácil sospechar que no todos los incrédulos tendrían el atrevimiento de Gruet por cierto que no ha de costar trabajo el dar crédito al célebre toledano Chacón cuando al empezar el último tercio del siglo XVI decía que “la herejía de los ateístas de los que nada creen andaba muy válida en Francia y en otras partes”. Seguían ocupando la atención de todos los sabios de Europa las controversias religiosas y entretanto la gangrena de la incredulidad avanzaba de un modo espantoso; por manera que al promediar el siglo XVII se conoce que el mal se presentaba bajo un aspecto alarmante. ¿Quién no ha leído con asombro los profundos pensamientos de Pascal sobre la indiferencia en materias de Religión? ¿Quién no ha percibido en ellos aquel acento conmovido que nace de la viva impresión causada en el ánimo por la presencia de un mal terrible? Se conoce que a la sazón estaban ya muy adelantadas las cosas y que la incredulidad se hallaba muy cercana a poder presentarse como una escuela que se colocara al lado de las demás que se disputaban la preferencia en Europa. Con más o menos disfraz ya se había presentado desde mucho tiempo en el Socinianismo; pero esto no era bastante porque el Socinianismo llevaba al menos el nombre de una secta religiosa y la irreligión empezaba a sentirse demasiado fuerte para que no pudiera apellidarse ya con su propio nombre. El último tercio del siglo XVII nos presenta una crisis muy notable con respecto a la religión: crisis que tal vez no ha sido bien reparada pero que se dió a conocer por hechos muy palpables. Esta crisis fue un cansancio de las disputas religiosas marcada en dos tendencias diametralmente opuestas y sin embargo muy naturales: la una hacia el Catolicismo la otra hacia el Ateísmo. Bien sabido es cuánto se había disputado hasta aquella época sobre la religión: las controversias religiosas eran el gusto dominante bastando decir que no formaban solamente la ocupación favorita de los eclesiásticos así católicos como protestantes sino también de los sabios seculares habiendo penetrado esa afición hasta en los palacios de los príncipes y reyes. Tanta controversia debía naturalmente descubrir el vicio radical del Protestantismo; y no pudiendo mantenerse firme el entendimiento en un terreno tan resbaladiza había de esforzarse en salir de él o bien llamando en su apoyo el principio de la autoridad o bien abandonándose al ateísmo o a una completa indiferencia. 84 Estas dos tendencias se hicieron sentir de una manera nada equívoca; y así es que mientras Bayle creía la Europa bastante preparada para que pudiera abrirse ya en medio de ella una cátedra de incredulidad y de escepticismo se había entablado seria y animada correspondencia para la reunión de los disidentes de Alemania al gremio de la Iglesia católica. Conocidas son de todos los eruditos las contestaciones que mediaron entre el luterano Molano abate de Lockum y Cristóbal obispo de Tyna y después de Neustad y para que no faltase un monumento del carácter grave que habían tomado las negociaciones se conserva aún la correspondencia motivada por este asunto entre dos hombres de los más insignes que se contaban en Europa en ambas comuniones: Bossuet y Leibnitz. No había llegado aún el feliz momento y consideraciones políticas que debieran desaparecer a la vista de tamaños intereses ejercieron maligna influencia sobre la grande alma de Leibnitz para que no conservara en el curso de la discusión y de las negociaciones aquella sinceridad y buena fe y aquella elevación de miras con que el parecer había comenzado. Aunque no surtiese buen efecto la negociación el solo haberse entablado indica ya bastante que era muy grande el vacío descubierto en el Protestantismo cuando los dos hombres más célebres de su comunión Molano y Leibnitz se atrevían ya a dar pasos tan adelantados y sin duda debían de ver en la sociedad que los rodeaba abundantes disposiciones para la reunión al gremio de la Iglesia pues no de otra manera se hubieran comprometido en una negociación de tanta importancia. Alléguese a todo esto la declaración de la universidad luterana de Helmstad en favor de la religión católica y las nuevas tentativas hechas a favor de la reunión por un príncipe protestante que se dirigió al Papa Clemente XI y tendremos vehementes indicios de que la Reforma se sentía ya herida de muerte; y que si obra tan grande hubiese Dios querido que tuviera alguna apariencia de depender en algo de la mano del hombre tal vez no fuera ya entonces imposible que a fuerza de la convicción que de lo ruinoso del sistema protestante se habían formado sus sabios más ilustres se adelantase no poco para cicatrizar las llagas abiertas a la unidad religiosa por los perturbadores del siglo XVI. Pero el Eterno en la altura de sus designios lo tenía destinado de otra manera; y permitiendo que la corriente de los espíritus tomase la dirección más extraviada y perversa quiso castigar al hombre con el fruto de su orgullo. No fue la propensión a la unidad la que dominó en el siglo inmediato sino el gusto por una filosofía escéptica indiferente con respecto a todas las religiones pero muy enemiga en particular de la católica. Cabalmente a la sazón se combinaban influencias muy funestas para que la tendencia hacia la unidad pudiese alcanzar su objeto; eran ya innumerables las fracciones en que se habían dividido y subdividido las sectas protestantes; y esto si bien es verdad que debilitaba al Protestantismo sin embargo estando él como estaba difundido por la mayor parte de Europa había inoculado el germen de la duda religiosa en la sociedad europea; y como no quedaba ya verdad que no hubiera sufrido ataques ni cabía imaginar error ni desvarío que no tuviera sus apóstoles y prosélitos era muy peligroso que cundiera en los ánimos aquel cansancio y desaliento que viene siempre en pos de los grandes esfuerzos hechos inútilmente para la consecución de un objeto y aquel fastidio que se engendra con interminables disputas y chocantes escándalos. Para colmo de infortunio para llevar al más alto punto el cansancio y fastidio sobrevino una nueva desgracia que produjo los más funestos resultados. Combatían con gran denuedo y con notable ventaja los adalides del Catolicismo contra las innovaciones religiosas de los protestantes; las lenguas la historia la crítica la filosofía todo cuanto tiene de más precioso de más rico y brillante el humano saber todo se había desplegado con el mayor aparato en esa gran palestra; y los grandes hombres que por doquiera se veían figurar en los puestos más avanzados de los defensores de la Iglesia católica parecían consolarla algún tanto de las lamentables pérdidas que le habían hecho sufrir las turbulencias del siglo XVI cuando he aquí que mientras estrechaba en sus brazos a tantos hijos predilectos que se gloriaban de este nombre notó con pasmosa sorpresa que algunos de éstos se le presentaban en ademán hostil bien que solapado; y al través de palabras mal encubiertas y de una conducta mal disfrazada no le fue difícil reparar que trataban de herirla con herida de muerte. Protestando siempre la sumisión y la obediencia pero sin someterse ni obedecer jamás; resistiendo siempre a la autoridad de la Iglesia ensalzando empero de continuo esa misma autoridad y su origen divino; encubriendo sagazmente el odio a todas las leyes e instituciones existentes con la apariencia del celo por el restablecimiento de la antigua disciplina; zapando los cimientos de la moral al paso que se mostraban entusiastas encarecedores de su pureza; disfrazando con falsa humildad y afectada modestia la hipocresía y el orgullo; llamando firmeza a la obstinación y entereza de conciencia a la ceguedad refractaria presentaban esos rebeldes el aspecto más peligroso que jamás había presentado herejía alguna; y sus palabras de miel su estudiado candor el gusto por la antigüedad el brillo de erudición y de saber hubieran sido parte a deslumbrar a los más avisados si desde un principio no se hubiesen distinguido ya los novadores con el carácter eterno e infalible de toda secta de error: el odio a la autoridad. 86 Luchaban empero de vez en cuando con los enemigos declarados de la Iglesia defendían con mucho aparato de doctrina la verdad de los sagrados dogmas citaban con respeto y deferencia los escritos de los Santos Padres manifestaban acatar las tradiciones y venerar las decisiones conciliares y pontificias; y teniendo siempre la extraña pretensión de apellidarse católicos por más que lo desmintieran con sus palabras y conducta no abandonando jamás la peregrina ocurrencia que tuvieron desde su principio de negar la existencia de su secta ofrecían a los incautos el funesto escándalo de una disensión dogmática que parecía estar en el mismo seno del Catolicismo. La Cabeza de la Iglesia los declaraba herejes y todos los verdaderos católicos acataban profundamente la decisión del Vicario de Jesucristo y de todos los ángulos del orbe católico se levantaba unánimemente un grito que pronunciaba anatema contra quien no escuchara al sucesor de Pedro; pero ellos empeñados en negarlo todo en eludirlo y tergiversarlo todo, se mostraban siempre como una porción de católicos oprimidos por el espíritu de relajación de abusos y de intriga. Faltaba ese nuevo escándalo para que acabasen de extraviarse los ánimos y para que la gangrena fatal que iba cundiendo por la sociedad europea se desarrollase con la mayor rapidez presentando los síntomas más terribles y alarmantes. Tanto disputar sobre la religión tanta muchedumbre y variedad de sectas tanta animosidad entre los adversarios que figuraban en la arena debieron por fin disgustar de la religión misma a aquéllos que no estaban aferrados en el áncora de la autoridad; y para que la indiferencia pudiera erigirse en sistema el ateísmo en dogma y la impiedad en moda sólo faltaba un hombre bastante laborioso para recoger reunir y presentar en cuerpo los infinitos materiales que andaban dispersos en tantas obras; que supiera bañarlos con un tinte filosófico acomodado al gusto que empezaba a cundir entonces comunicando al sofisma y a la declamación aquella fisonomía seductora aquel giro engañoso aquel brillo deslumbrador que aun en medio de los mayores extravíos se encuentran siempre en las producciones del genio. Este hombre se presentó: era Bayle; y el ruido que metió en el mundo su célebre Diccionario y el curso que tuvo desde luego manifestaron bien a las claras que el autor había sabido comprender toda la oportunidad del momento. El Diccionario de Bayle es una de aquellas obras que aun prescindiendo de su mayor o menor mérito científico y literario forman no obstante mas notable época; porque se recoge en ellas el fruto de lo pasado y se desenvuelven con toda claridad los pliegues de un extenso porvenir. En tales casos no figura el autor tanto por su mérito como por haberse sabido colocar en el verdadero puesto para ser el representante de ideas que de antemano estaban ya muy esparcidas en la sociedad por más que anduvieran fluctuantes sin dirección fija como marchando al acaso. El solo nombre del autor recuerda entonces una vasta historia porque él es la personificación de ella. La publicación de la obra de Bayle puede mirarse como la inauguración solemne de la cátedra de incredulidad en medio de Europa. Los sofistas del siglo XVIII tuvieron a la mano un abundante repertorio para proveerse de toda clase de hechos y argumentos; y para que nada faltase para que pudieran rehabilitarse los cuadros envejecidos avivarse los colores anublados y esparcirse por doquiera los encantos de la imaginación y las agudezas del ingenio; para que no faltara a la sociedad un director que la condujera por un sendero cubierto de flores hasta el borde del abismo apenas había descendido Bayle al sepulcro ya brillaba sobre el horizonte literario un mancebo cuyos grandes talentos competían con su malignidad y osadía: Voltaire. Necesario ha sido conducir al lector hasta la época que acabo de apuntar porque tal vez no se hubiera imaginado la influencia que tuvo el Protestantismo en engendrar y arraigar en Europa la irreligión el ateísmo y esa indiferencia fatal que tantos daños acarrea a las sociedades modernas. No es mi ánimo el tachar de impíos a todos los protestantes y reconozco gustoso la entereza y tesón con que algunos de sus sabios mas ilustres se han opuesto al progreso de la impiedad. No ignoro que los hombres adoptan a veces un principio cuyas consecuencias rechazan y que entonces sería una injusticia el colocarlos en la misma clase de aquéllos que defienden a las claras esas mismas consecuencias; pero también sé que por más que se resistan los protestantes a confesar que su sistema conduzca al ateísmo no deja por ello de ser muy cierto: pueden exigirme que yo no culpe en este punto sus intenciones mas no quejarse de que haya desenvuelto hasta las últimas consecuencias su principio fundamental no desviándome nunca de lo que nos enseñan acordes la filosofía y la historia. Bosquejar ni siquiera rápidamente lo que sucedió en Europa desde la época de la aparición de Voltaire sería trabajo por cierto bien inútil pues que son tan recientes los hechos y andan tan vulgares los escritos sobre esa materia que si quisiera entrar en ella difícilmente podría evitar la nota de copiante. Llenaré pues más cumplidamente mi objeto presentando algunas reflexiones sobre el estado actual de la religión en los dominios de la pretendida reforma. En medio de tantos sacudimientos y trastornos en el vértigo comunicado a tantas cabezas cuando han vacilado los cimientos de todas las sociedades cuando se han arrancado de cuajo las más robustas y arraigadas instituciones cuando la misma verdad católica sólo ha podido sostenerse con el manifiesto auxilio de la diestra del Omnipotente fácil es calcular cuán mal parado debe de estar el flaco edificio del Protestantismo expuesto como todo lo demás a tan recios y duraderos ataques. Nadie ignora las innumerables sectas que hormiguean en toda la extensión de la Gran Bretaña la situación deplorable de las creencias entre los protestantes de Suiza aun con respecto a los puntos más capitales; y para que no quedase ninguna duda sobre el verdadero estado de la religión protestante en Alemania es decir en su país natal en aquel país donde se había establecido como en su patrimonio más predilecto el ministro protestante barón de Starch ha tenido cuidado de decirnos que en Alemania no hay ni un solo punto de la fe cristiana que no se vea atacado abiertamente por los mismos ministros protestantes. Por manera que el verdadero estado del Protestantismo me parece viva y exactamente retratado en la peregrina ocurrencia de J. Heyer ministro protestante: que publicó en 1818 una obra que se titula Ojeada sobre las confesiones de fe y no sabiendo cómo desentenderse de los embarazos que para los protestantes presenta la adopción de un símbolo propone un expediente muy sencillo que por cierto allana todas las dificultades y es: desecharlos todos. El único medio que tiene de conservarse el Protestantismo es falsear en cuanto le sea posible su principio fundamental: es decir apartar a los pueblos de la vía de examen haciendo que permanezcan adheridos a las creencias que se les han trasmitido con la educación y no dejándoles que adviertan la inconsecuencia en que caen cuando se someten a la autoridad de un simple particular mientras resisten a la autoridad de la Iglesia católica. Pero no es éste cabalmente el camino que llevan las cosas y por más que tal vez se propusieran seguirle algunos de los protestantes las solas sociedades bíblicas que con un ardor digno de mejor causa trabajan para extender entre todas las clases la lectura de la Biblia son un poderoso obstáculo para que no pueda adormecerse el ánimo de los pueblos. Esta difusión de la Biblia es una perenne apelación al examen particular al espíritu privado; ella acabará de disolver lo que resta del Protestantismo bien que al propio tiempo prepara tal vez a las sociedades días de luto y de llanto. No se ha ocultado todo esto a los protestantes y algunos de los más notables entre ellos han levantado ya la voz y advertido del peligro. IR A CONTENIDO CAPÍTULO X Se resuelve una importante cuestión sobre la duración del Protestantismo. Relaciones del individuo y de la sociedad con el indiferentismo religioso. Las sociedades europeas con respecto al mahometismo y al paganismo. Cotejo del Catolicismo y Protestantismo en la defensa de la verdad. Íntimo enlace del cristianismo con la civilización europea. QUEDANDO demostrada hasta la evidencia la intrínseca debilidad del Protestantismo ocurre naturalmente una cuestión: ¿cómo es que siendo tan flaco por el vicio radical de su constitución misma no haya desaparecido completamente? Llevando un germen de muerte en su propio seno ¿cómo ha podido resistir a dos adversarios tan poderosos como la religión católica por una parte y la irreligión y el ateísmo por otra? Para satisfacer cumplidamente a esa pregunta es necesario considerar el Protestantismo bajo dos aspectos: o bien en cuanto significa una creencia determinada o bien en cuanto expresa un conjunto de sectas que teniendo la mayor diferencia entre sí están acordes en apellidarse cristianas en conservar alguna sombra de cristianismo desechando empero la autoridad de la Iglesia. Es menester considerarle bajo estos dos aspectos ya que es bien sabido que sus fundadores no sólo se empeñaron en destruir la autoridad y los dogmas de la Iglesia romana sino que procuraron también formar un sistema de doctrina que pudiera servir como de símbolo a sus prosélitos. Por lo que toca al primer aspecto el Protestantismo ha desaparecido ya casi enteramente o mejor diremos desapareció al nacer si es que pueda decirse que llegase ni a formarse. Harto queda evidenciada esta verdad con lo que llevo expuesto sobre sus variaciones y su estado actual en los varios países de Europa; viniendo el tiempo a confirmar cuán equivocados anduvieron los pretendidos reformadores cuando se imaginaron poder fijar las columnas de Hércules del espíritu humano según la expresión de una escritora protestante: madame de Staél. Y en efecto las doctrinas de Lutero y de Calvino ¿quién las defiende ahora? ¿quién respeta los lindes que ellos prefijaron? Entre todas las iglesias protestantes ¿hay alguna que se dé a conocer por su celo ardiente en la conservación de estos o de aquellos dogmas? ¿cuál es el protestante que no se ría de la divina misión de Lutero y que crea que el Papa es el Anticristo? ¿Quién entre ellos vela por la pureza de la doctrina? ¿quién califica los errores? ¿quién se opone al torrente de las sectas? ¿El robusto acento de la convicción el celo de la verdad se deja percibir ya ni en sus escritos ni en sus púlpitos? ¡Qué diferencia más notable cuando se comparan las iglesias protestantes con la Iglesia católica! Preguntadla sobre sus creencias y oiréis de la boca del sucesor de San Pedro de Gregorio XVI lo mismo que oyó Lutero de la boca de León X: y cotejad la doctrina de León X con la de sus antecesores y os hallaréis conducidos por la vía recta siempre por un mismo camino hasta los apóstoles hasta Jesucristo. ¿Intentáis impugnar un dogma? ¿enturbiáis la pureza de la moral? La voz de los antiguos padres tronará contra vuestros extravíos: y estando en el siglo XIX creeréis que se han alzado de sus tumbas los antiguos Leones y Gregorios. Si es flaca vuestra voluntad encontraréis indulgencia; si es grande vuestro mérito se os prodigarán consideraciones; si es elevada vuestra posición social se os tratará con miramiento; pero si abusando de vuestros talentos queréis introducir alguna novedad en la doctrina si valiéndoos de vuestro poderío queréis exigir alguna capitulación en materias de dogma si para evitar disturbios prevenir escisiones conciliar los ánimos demandáis una transacción o al menos una explicación ambigua: eso izo jamás os responderá el sucesor de San Pedro; eso no jamás: la fe es un depósito sagrado que nosotros no podemos alterar: la verdad es inmutable es una; y a la voz del Vicario de Jesucristo que desvanecerá todas vuestras esperanzas se unirán las voces de nuevos Atanasios Naciancenos Ambrosios Jerónimos y Agustinos. Siempre la misma firmeza en la misma fe siempre la misma invariabilidad siempre la misma energía para conservar intacto el depósito sagrado para defenderle contra los ataques del error para enseñarle en toda su pureza a los fieles para transmitirle sin mancha a las generaciones venideras. ¿Será eso obstinación ceguera fanatismo? ¡Ah! El transcurso de 18 siglos las revoluciones de los imperios los trastornos más espantosos la mayor variedad de ideas y costumbres las persecuciones de las potestades de la tierra las tinieblas de la ignorancia, los embates de las pasiones, las luces de las ciencias ¿nada hubiera sido bastante para alumbrar esa ceguera ablandar esa terquedad enfriar ese fanatismo? Sin duda que un protestante pensador uno de aquéllos que sepan elevarse sobre las preocupaciones de la educación al fijar la vista en ese cotejo cuya veracidad y exactitud no podrá menos de reconocer si es que tenga instrucción sobre la materia; sentirá vehementes dudas sobre la verdad de la enseñanza que ha recibido; y que deseará cuando menos examinar de cerca ese prodigio que tan de bulto se presenta en la Iglesia católica. Pero volvamos al intento. A pesar de la disolución que ha cundido de un modo tan espantoso entre las sectas protestantes a pesar de que en adelante irá cundiendo todavía más no obstante hasta que llegue el momento de reunirse los disidentes a la Iglesia católica nada extraño es que no desaparezca enteramente el Protestantismo mirado como un conjunto de sectas que conservan el nombre y algún rastro de cristianas. Para que esto no sucediera así sería menester o que los pueblos protestantes se hundiesen completamente en la irreligión y en el ateísmo o bien que ganase terreno entre ellos alguna otra religión de las que se hallan establecidas en otras partes de la tierra. Uno y otro extremo es imposible y he aquí la causa por qué se conserva y se conservará bajo una u otra forma el falso cristianismo de los protestantes hasta que vuelvan al redil de la Iglesia. Desenvolvamos con alguna extensión estos pensamientos. ¿Por qué los pueblos protestantes no se hundirán enteramente en la irreligión y en el ateísmo o en la indiferencia? Porque todo esto puede suceder con respecto a un individuo mas no con respecto a un pueblo. A fuerza de lecturas corrompidas de meditaciones extravagantes de esfuerzos continuados puede uno que otro individuo sofocar los más vivos sentimientos de su corazón acallar los clamores de su conciencia y desentenderse de las preciosas amonestaciones del sentido común; pero un pueblo no: un pueblo conserva siempre un gran fondo de candor y docilidad que en medio de los más funestos extravíos y aun de los crímenes más atroces le hace prestar atento oído a las inspiraciones de la naturaleza. Por más corrompidos que sean los hombres en sus costumbres son siempre pocos los que de propósito han luchado mucho consigo mismos para arrancar de sus corazones aquel abundante germen de buenos sentimientos aquel precioso semillero de buenas ideas con que la mano próvida del Criador ha cuidado de enriquecer nuestras almas. La expansión del fuego de las pasiones produce es verdad lamentables desvanecimientos tal vez explosiones terribles; pero pasado el calor el hombre vuelve a entrar en sí mismo y deja de nuevo accesible su alma a los acentos de la razón y de la virtud. Estudiando con atención la sociedad se nota que por fortuna es poco abundante aquella casta de hombres que se hallan como pertrechados contra los asaltos de la verdad y del bien; que responden con una frívola cavilación a las reconvenciones del buen sentido que oponen un frío estoicismo a las más dulces y generosas inspiraciones de la naturaleza y que ostentan como modelo de filosofía de firmeza y de elevación de alma la ignorancia la obstinación y la aridez de un corazón helado. El común de los hombres es más sencillo más cándido más natural; y por tanto mal puede avenirse con un sistema de ateísmo o de indiferencia. Podrá semejante sistema señorearse del orgulloso ánimo de algún sabio soñador podrá cundir como una convicción muy cómoda en las disposiciones de la mocedad; en tiempos muy revueltos podrá extenderse a un cierto círculo de cabezas volcánicas; pero establecerse tranquilamente en medio de una sociedad formar su estado normal eso no sucederá jamás. No mil veces no: un individuo puede ser irreligioso; la familia y la sociedad no lo serán jamás. Sin una base donde pueda encontrar su asiento el edificio social sin una idea grande matriz de donde nazcan las de razón virtud justicia obligación derecho ideas todas tan necesarias a la existencia y conservación de la sociedad como la sangre y el nutrimento a la vida del individuo la sociedad desaparecería; y sin los dulcísimos lazos con que traban a los miembros de la familia las ideas religiosas sin la celeste armonía que esparcen sobre todo el conjunto de sus relaciones la familia deja de existir o cuando más es un nudo grosero momentáneo semejante en un todo a la comunicación de los brutos. Afortunadamente ha favorecido Dios a todos los seres con un maravilloso instinto de conservación y guiadas por ese instinto la familia y la sociedad rechazan indignadas aquellas ideas degradantes que secando con su maligno aliento todo jugo de vida quebrantando todos los lazos y trastornando toda economía las harían retrogradar de golpe hasta la más abyecta barbarie y acabarían por dispersar sus miembros como al impulso del viento se dispersan los granos de arena por no tener entre sí ni apego ni enlace. Ya que no la consideración del hombre y de la sociedad al menos las repetidas lecciones de la experiencia debieran haber desengañado a ciertos filósofos de que las ideas y sentimientos grabados en el corazón por el dedo del Autor de la naturaleza no son para desarraigados con declamaciones y sofismas; y si algunos efímeros triunfos han podido alguna vez engreírlos dándoles exageradas esperanzas sobre el resultado de sus esfuerzos el curso de las ideas y de los sucesos han venido luego a manifestarles que cuando cantaban alborozados su triunfo se parecían al insensato que se lisonjeara de haber desterrado del mundo el amor maternal porque hubiese llegado a desnaturalizar el corazón de algunas madres. La sociedad y cuenta que no digo el pueblo ni la plebe la sociedad si no es religiosa será supersticiosa si no cree cosas razonables las creerá extravagantes si no tiene una religión bajada del cielo la tendrá forjada por los hombres; pretender lo contrario es un delirio; luchar contra esa tendencia es luchar contra una ley eterna; esforzarse en contenerla es interponer una débil mano para detener el curso de un cuerpo que corre con fuerza inmensa: la mano desaparece y el cuerpo sigue su curso. Llámesela superstición fanatismo seducción todo podrá ser bueno para desahogar el despecho de verse burlado pero no es mas que amontonar nombres y azotar el viento. Siendo como es la religión una verdadera necesidad tenernos ya la explicación de un fenómeno que nos ofrecen la historia y la experiencia: y es que la religión nunca desaparece enteramente; y que en llegando el caso de una mudanza las dos religiones rivales luchan más o menos tiempo sobre el mismo terreno ocupando progresivamente la una los dolnonios que va conquistando de la otra. De aquí sacaremos también que para desaparecer enteramente el Protestantismo sería necesario que se pusiese en su lugar alguna otra religión; ). que no siendo esto posible durante la civilización actual a menos que no sea la católica irán siguiendo las sectas protestantes ocupando con más o menos variaciones el país que han conquistado. Y en efecto en el estado actual de la civilización de las sociedades protestantes ¿es acaso posible que ganen terreno entre ellas ni las necedades del Alcorán ni las groserías de la idolatría? Derramado como está el espíritu del Cristianismo por las venas de las sociedades modernas impreso su sello en todas las partes de la legislación esparcidas sus luces sobre todo linaje de conocimientos mezclado su lenguaje con todos los idiomas reguladas por sus preceptos las costumbres marcada su fisonomía hasta en los hábitos y modales rebosando de sus inspiraciones todos los monumentos de genio comunicado su gusto a todas las bellas artes; en una palabra filtrado por decirlo así el Cristianismo en todas las partes de esa civilización tan grande tan variada y fecunda de que se glorían las sociedades modernas ¿Cómo era posible que desapareciese hasta el nombre de una religión que a su venerable antigüedad reúne tantos títulos de gratitud tantos lazos tantos recuerdos? ¿Cómo era posible que encontrara acogida en medie de las sociedades cristianas ninguna de esas otras religiones que a primera vista muestran desde luego el dedo del Hombre; que a primera vista manifiestan como distintivo un sello grosero donde está escrito degradación y envilecimiento? Aun cuando el principio fundamental del Protestantismo zape los cimientos de la religión cristiana por más que desfigure su belleza y rebaje su majestad sublime; sin embargo con tal que se conserven algunos vestigios de cristianismo con tal que se conserve la idea que éste nos da de Dios y algunas máximas de su moral estos vestigios valen mas se elevan a mucho mayor altura que todos los sistemas filosóficos que todas las otras religiones de la tierra. He aquí por qué ha conservado el Protestantismo alguna sombra de religión cristiana: no es otra la causa sino que era imposible que desapareciese del todo el nombre cristiano atendido el estado de las naciones que tomaron parte en el cisma; y he aquí cómo no debemos buscar la razón en ningún principio de vida entrañado por la pretendida reforma. Añádanse a todo esto los esfuerzos de la política el natural apego de los ministros a sus propios intereses el ensanche con que lisonjea al orgullo la falta de toda autoridad los restos de preocupaciones antiguas el poder de la educación y otras causas semejantes y se tendrá completamente resuelta la cuestión; y no parecerá nada extraño que vaya siguiendo el Protestantismo ocupando muchos de los países en que por fatales combinaciones alcanzó establecimiento y arraigo. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XI Doctrinas del Protestantismo. Su clasificación en positivas y negativas. Fenómeno muy singular; la civilización europea ha rechazado uno de los dogmas más principales de los fundadores del Protestantismo. Servicio importante prestado a la civilización europea par el Catolicismo con la defensa del libre albedrío. Carácter del error. carácter de la verdad. No HAY mejor prueba de la profunda debilidad entrañada por el Protestantismo considerado como cuerpo de doctrina que la escasa influencia que ha ejercido sobre la civilización europea por medio de sus doctrinas positivas. Llamo doctrinas positivas aquéllas en que ha procurado establecer un dogma propio y de esta manera las distingo de las demás que podríamos llamar negativas porque no consisten en otra cosa que en la negación de la autoridad. Estas últimas como muy conformes a la inconstancia y volubilidad del espíritu humano han encontrado acogida; pero las demás no: todo ha desaparecido con sus autores todo se ha sepultado en el olvido. Si algo se ha conservado de cristianismo entre los protestantes ha sido solamente aquello que era indispensable para que la civilización europea no perdiera enteramente su naturaleza s- carácter; por manera que aquellas doctrinas que tenían una tendencia demasiado directa a desnaturalizar completamente esa civilización la civilización las ha rechazado mejor diremos las ha despreciado. Hay en esta parte un hecho muy digno de llamar la atención y en que sin embargo quizás no se haya reparado y es lo acontecido con respecto a la doctrina de los primeros novadores relativa a la libertad humana. Bien sabido es que uno de los primeros y más capitales errores de Lutero y Calvino consistía en negar el libre albedrío; hallándose consignada esta su funesta enseñanza en las obras que de ellos nos han quedado. Esta doctrina parece que debía conservarse con crédito entre los protestantes y que debía ser sostenida con tesón pues que regularmente así acontece cuando se trata de aquellos errores que han servido como de primer núcleo para la formación de tina secta. Parece además que habiendo alcanzado el Protestantismo tanta extensión y arraigo en varias naciones de Europa esa doctrina fatalista debía también influir mucho en la legislación de las naciones protestantes y ¡cosa admirable! nada de esto ha sucedido: y las costumbres europeas la han despreciado la legislación no la ha tomado por base y la sociedad no se ha dejado dominar ni dirigir por un principio que zapaba todos los cimientos de la moral y que si hubiese sido aplicado a las costumbres y a la legislación hubiera reemplazado la civilización y dignidad europeas con la barbarie y abyección musulmana. 96 Sin duda que no han faltado individuos corrompidos por tan funesta doctrina sin duda que no han faltado sectas más o menos numerosas que la han reproducido; y no puede negarse tampoco que sean de mucha consideración las llagas abiertas por ella a la moralidad de algunos pueblos. Pero es cierto también que en la generalidad de la gran familia europea los gobiernos los tribunales la administración la legislación las ciencias las costumbres no han dado oídos a esa horrible enseñanza de Lutero en que se despoja al hombre de su libre albedrío en que se hace a Dios autor del pecado en que se descarga sobre el Criador toda la responsabilidad de los delitos de la criatura humana en que se le presenta como un tirano pues que se afirma que sus preceptos son imposibles en que se confunden monstruosamente las ideas de bien y de mal y se embota el estímulo de toda virtud asegurando que basta la fe para salvarse que todas las obras de los justos son pecados. La razón pública el buen sentido las costumbres se pusieron en este punto de parte del Catolicismo; y los mismos pueblos que abrazaron en teoría religiosa esas funestas doctrinas las desecharon por lo común en la práctica: porque era demasiado profunda la impresión que en esos puntos capitales les había dejado la enseñanza católica porque era demasiado vivo el instinto de civilización que de las doctrinas católicas se había comunicado a la sociedad europea. Así fue como la Iglesia católica rechazando esos funestos errores difundidos por el Protestantismo preservaba a la sociedad del envilecimiento que consigo traen las máximas fatalistas; se constituía en barrera contra el despotismo que se entroniza siempre en medio de los pueblos que han perdido el sentimiento de su dignidad; era un dique contra la desinoralización que cunde necesariamente cuando el hombre se cree arrastrado por la ciega fatalidad como por una cadena de hierro; así libertaba al espíritu de aquel abatimiento en que se postra cuando se ve privado de dirigir su propia conducta y de influir en el curso de los acontecimientos. Así fue como el Papa condenando esos errores de Lutero que formaban el núcleo del naciente Protestantismo dio el grito de alarma contra una irrupción de barbarie en el orden de las ideas salvando de esta manera la moral las leyes el orden público la sociedad; así fue como el Vaticano conservó la dignidad del hombre asegurándole el noble sentimiento de la libertad en el santuario de la conciencia; así fue como la Cátedra de Roma luchando con las ideas protestantes y defendiendo el sagrado depósito que le confiara el divino maestro era al propio tiempo el numen tutelar del porvenir de la civilización. Reflexionad sobre esas grandes verdades entendedlas bien vosotros que habláis de las disputas religiosas con esa fría indiferencia con esos visos de burla y de compasión como si nunca se tratase de otra cosa que de frivolidades de escuela. Los pueblos izo viven de solo paz: viven también de ideas de máximas que convertidas en jugo o les comunican grandeza vigor y lozanía o los debilitan los postran los condenan a la nulidad y al embrutecimiento. Tended la vista por la faz del globo recorred los períodos de la historia de la humanidad comparad tiempos con tiempos naciones con naciones y veréis que dando la Iglesia católica tan alta importancia a la conservación de la verdad en las materias más trascendentales y no transigiendo nunca en punto a ella ha comprendido y realizado mejor que nadie la elevada y saludable máxima de que la verdad debe ser la reina del mundo de que del orden de las ideas depende el orden de los hechos y de que cuando se agitan cuestiones sobre las grandes verdades se interesan en esas cuestiones los destinos de la humanidad. Resumamos lo dicho: el principio esencial del Protestantismo es un principio disolvente ahí está la causa de sus variaciones incesantes ahí está la causa de su disolución y aniquilamiento. Como religión particular ya no existe porque no tiene ningún dogma propio ningún carácter positivo ninguna economía nada de cuanto se necesita para formar un ser: es una verdadera negación. Todo lo que se encuentra en él que pueda apellidarse positivo no es más que vestigios ruinas todo está sin fuerza sin acción sin espíritu de vida. No puede mostrar un edificio que haya levantado por su mano no puede colocarse en medio de esas obras inmensas entre las cuales puede situarse con tanta gloria el Catolicismo y decir: esto es mío. El Protestantismo puede sólo sentarse en medio de espantosas ruinas; y de ellas sí que puede decir con toda verdad: yo las he amontonado. 98 Mientras pudo durar el fanatismo de esta secta mientras ardía la llamarada encendida por fogosas declamaciones y avivada por funestas circunstancias desplegó cierta fuerza que si bien no manifestaba la verdadera robustez mostraba al menos la convulsiva energía del delirio. Pero su época pasó la acción del tiempo ha dispersado los elementos que daban pábulo al incendio; y por más que se haya trabajado por acreditar la Reforma como obra de Dios no se ha podido encubrir lo que era en realidad: obra de las pasiones del hombre. No deben causarnos ilusión esos esfuerzos que actualmente parece hacer de nuevo: quien obra en ello no es el Protestantismo en vida; es la falsa filosofía tal vez la política quizás el mezquino interés que toman su nombre se disfrazan con su manto; y sabiendo cuán a propósito es. para excitar disturbios provocar escisiones y disolver las sociedades van recogiendo el agua de los charcos que han quedado manchados con su huella impura seguros de que será un violento veneno para dar la muerte al pueblo incauto que llegue a beber de la dorada copa con que pérfidamente se le brinda. Pero en vano se esfuerza el débil mortal en luchar contra la diestra del Omnipotente: Dios no abandonará su obra; y por más que el hombre forcejee por más que se empeñe en remedar la obra del Altísimo no podrá borrar los caracteres eternos que distinguen el error de la verdad. La verdad es de suyo fuerte robusta; y como es el conjunto de las mismas relaciones de los seres que se enlaza se traba fuertemente con ellos y no son parte a desasirla ni los esfuerzos de los hombres ni los trastornos de los tiempos. El error mentida imagen de los grandes lazos que vinculan la compacta masa del universo se tiende sobre sus usurpados dominios como un informe conjunto de ramos mal trabados que no reciben jamás el jugo de la tierra que tampoco le comunican verdor ni frescura y sólo sirven de red engañosa tendida a los pasos del caminante. ¡Pueblos incautos! No os seduzcan ni aparatos brillantes ni palabras pomposas ni una actividad mentida: la verdad es cándida modesta y confiada porque es pura y fuerte; el error es hipócrita y ostentoso porque es falso y débil. La verdad es una mujer hermosa que desprecia el afectado aliño porque conoce su belleza; el error se atavía se pinta violenta su talle porque es feo descolorido sin expresión de vida en su semblante sin gracia ni dignidad en su forma. ¿Admiráis tal vez su actividad y sus trabajos? Sabed que sólo es fuerte cuando es el núcleo de una facción o la bandera de un partido; sabed que entonces es rápido en su acción violento en sus medios es un meteoro funesto que fulgura truena y desaparece dejando en pos de sí la oscuridad la destrucción y la muerte; la verdad es el astro del día despidiendo tranquilamente su luz vivísima y saludable fecundando con suave calor la naturaleza y derramando por todas partes vida alegría y hermosura. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XII Examen de los efectos que produciría en España el Protestantismo. Estado actual de las ideas irreligiosas. Triunfos de la religión. Estado actual de la ciencia y de la literatura. Situación de las sociedades modernas. Conjeturas sobre su porvenir y sobre la futura influencia del Catolicismo. Sobre las probabilidades de la introducción del Protestantismo en España. La Inglaterra. Sus relaciones con España. Pitt. Carácter de las ideas religiosas en España. Situación de España. Sus elementos de regeneración. PARA APRECIAR en su justo valor el efecto que pueden producir sobre la sociedad española doctrinas protestantes será bien dar una ojeada al actual estado de las ideas religiosas en Europa. A pesar del vértigo intelectual que es uno de los caracteres dominantes de la época es un hecho indudable que el espíritu de incredulidad y de irreligión ha perdido mucho de su fuerza; y que en la parte que desgraciadamente le queda de existencia es reas bien transformado en indiferentismo que no conservando aquella índole sistemática de que se hallaba revestido en el pasado siglo. Con el tiempo se gastan todas las declamaciones los apodos fastidian las continuas repeticiones fatigan; irritase el ánimo con la intolerancia y la mala fe de los partidos descúbrense el vacío de los sistemas la falsedad de las opiniones lo precipitado de los juicios lo inexacto de los raciocinios; andando el tiempo van publicándose datos que ponen de manifiesto las solapadas intenciones lo engañoso de las palabras la mezquindad de las miras lo maligno y criminal de los proyectos; y al fin se restablece en su imperio la verdad recobran las cosas sus propios nombres toma otra dirección el espíritu público y lo que antes se encontraba inocente y generoso se presenta como culpable y villano; y rasgados los fementidos disfraces muéstrase la mentira rodeada de aquel descrédito que debiera haber sido siempre su único patrimonio. Las ideas irreligiosas como todas aquéllas que pululan en sociedades muy adelantadas no quisieron ni pudieron mantenerse en el recinto de la especulación e invadiendo los dominios de la práctica quisieron señorear todos los ramos de administración y de política. El trastorno que debían producir en la sociedad debía serles fatal a ellas mismas: porque no hay cosa que ponga más de manifiesto los defectos y vicios de un sistema y sobre todo que más desengañe a los hombres que la piedra de toque de la experiencia. Yo no sé qué facilidad tiene nuestro entendimiento para concebir un objeto bajo muchos aspectos y qué fecundidad funesta para apoyar con un sinnúmero de sofismas las mayores extravagancias; pues que en tratándose de apelar a la disputa apenas puede la razón desentenderse de las cavilaciones del sofisma. Pero en llegando a la experiencia todo se cambia: el ingenio enmudece sólo hablan los hechos; y si la experiencia se ha verificado en grande y sobre objetos de mucho interés o de alta importancia difícil es que pueda ofuscarse con especiosas razones la convincente elocuencia de los resultados. Y de aquí es que observamos a cada paso que un hombre que haya adquirido grande experiencia llega a poseer cierto tacto tan delicado y seguro que a la sola exposición de un sistema señala con el dedo todos sus inconvenientes: la inexperiencia fogosa confiada apela a las razones, al aparato de doctrinas; pero el buen sentido, el precioso, el raro inapreciable buen sentido inunda cuerdamente la cabeza, encoge tranquilamente los hombros y dejando escapar una ligera sonrisa abandona seguro sus predicciones a la prueba del tiempo. No es necesario ponderar ahora los resultados que han tenido en la práctica aquellas doctrinas cuya divisa era la incredulidad; tanto se ha dicho ya sobre esto que quien emprenda el tocarlo de nuevo corre mucho riesgo de pasar plaza de insulso declamador. Bastará decir que aun aquellos hombres que por principios por intereses recuerdos u otras causas como que pertenecen aún al siglo pasado se han visto precisados a modificar sus doctrinas a limitar los principios a paliar las proposiciones a retocar los sistemas a templar el calor y el arrebato de las invectivas; y que queriendo dar una muestra de su aprecio y veneración a aquellos escritores que formaron las delicias de su juventud dicen con indulgente tono “que aquellos hombres eran grandes sabios pero que eran sabios de gabinete”: como si en tratándose de hechos y de práctica lo que se llama sabiduría de mero gabinete no fuese una peligrosa ignorancia. Como quiera lo cierto es que de estos ensayos ha resultado el proyecto de desacreditarse la irreligión como sistema; y que los pueblos la miran si no con horror al menos con desvío y desconfianza. Los trabajos científicos provocados en todos los ramos por la irreligión que con locas esperanzas había creído que los cielos dejarían de cantar la gloria del Señor que la tierra desconocería a aquél que le dió su cimiento y que la naturaleza toda levantaría su testimonio contra Dios que le dió el ser y la animó con la vida han hecho desaparecer el divorcio que con escándalo se iba introduciendo entre la religión y las ciencias y los acentos del antiguo hombre de la tierra de Hus se ha visto que podían resonar sin desdoro del saber en la boca de los sabios del siglo XIX. ¿Y qué diremos del triunfo de la religión en todo lo que existe de bello de tierno y de sublime sobre la tierra? ¡Cuán grande se ha manifestado en este triunfo la acción de la Providencia! ¡Cosa admirable! En todas las grandes crisis de la sociedad esa mano misteriosa que rige los destinos del universo tiene como en reserva a un hombre extraordinario; llega el momento el hombre se presenta marcha él mismo no sabe adónde pero marcha con paso firme a cumplir el alto destino que el Eterno le ha señalado en la frente. El ateísmo anegaba a la Francia en un piélago de sangre y de lágrimas y un hombre desconocido atraviesa en silencio los mares: mientras el soplo de la tempestad despedaza las velas de su navío él escucha absorto el bramar del huracán y contempla abismado la majestad del firmamento. Extraviado por las soledades de América pregunta a las maravillas de la creación el nombre de su Autor; y el trueno le contesta en el confín del desierto las selvas le responden con sordo mugido y la bella naturaleza con cánticos de amor y de armonía. La vista de una cruz solitaria le revela misteriosos secretos la huella de un misionero desconocido le excita grandes recuerdos que enlazan el nuevo mundo con el mundo antiguo; un monumento arruinado una choza salvaje le inspiran aquellos sublimes pensamientos que penetran hasta el fondo de la sociedad y del corazón del hombre. Embriagado con los sentimientos que le ha sugerido la grandeza de tales espectáculos llena su mente de conceptos elevados y rebosando su pecho de la dulzura que han producido en él los encantos de tanta belleza pisa de nuevo el suelo de su patria. Y ¿qué encuentra allí? La huella ensangrentada del ateísmo, las ruinas y cenizas de los antiguos templos o devorados por el fuego o desplomados a los golpes de bárbaro martillo; sepulcros numerosos que encierran los restos de tantas víctimas inocentes y que poco antes ofrecieran en su lobreguez un asilo oculto al cristiano perseguido. Nota sin embargo un movimiento que la religión quiere descender de nuevo sobre Francia como un pensamiento de consuelo para aliviar un infortunio como un soplo de vida para reanimar un cadáver: desde entonces oye por todas partes un concierto de célica armonía; se agitan rebullen en su grande alma las inspiraciones de la meditación y de la soledad y enajenado y extático canta con lengua de fuego las bellezas de la religión revela las delicadas y hermosas relaciones que tiene con la naturaleza y hablando un lenguaje superior y divino muestra a los hombres asombrados la misteriosa cadena de oro que une el cielo con la tierra : era Chateaubriand. 102 Sin embargo es preciso confesarlo un vértigo como se ha introducido en las ideas no se remedia con poco tiempo; y no es fácil que desaparezca sin grandes trabajos la huella profunda que ha debido dejar la irreligión con sus estragos. Los ánimos es verdad van cansados del sistema de irreligión; una desazón profunda agita la sociedad; ella ha perdido su equilibrio la familia ha sentido aflojar sus lazos y el individuo suspira por un rayo de luz por una gota de consuelo y esperanza. Pero ¿dónde hallará el mundo el apoyo que la falta? ¿Seguirá el buen camino el único cual es entrar de nuevo en el redil de la Iglesia católica? ¡Ali! Sólo Dios es el dueño de los secretos del porvenir sólo él mira desplegados con toda claridad delante de sus ojos los grandes acontecimientos que se preparan sin duda a la humanidad; sólo él sabe cuál será el resultado de esa actividad y energía que vuelve a apoderarse de los espíritus en el examen de las grandes cuestiones sociales y religiosas; sólo él sabe cuál será el fruto que recogerán las generaciones venideras de los triunfos conseguidos por la religión en las bellas artes en la literatura en las ciencias en la política en todos los ramos por donde se explaya el humano entendimiento. Nosotros débiles mortales que arrastrados rápidamente por el precipitado curso de las revoluciones y trastornos tenemos apenas el tiempo necesario para dar una fugaz mirada al caos en que está envuelto el país que atravesamos ¿qué podremos decir que tenga alguna prenda de acierto? Sólo podemos asegurar que la presente es una época de inquietud de agitación de transición; que multiplicados escarmientos y repetidos desengaños fruto de espantosos trastornos y de inauditas catástrofes han difundido por todas partes el descrédito de las doctrinas irreligiosas y desorganizadoras sin que por esto haya tomado en su lugar el debido ascendiente la verdadera religión; que el corazón fatigado de tantos infortunios se abre de buen grado a la esperanza sin que el entendimiento deje de contemplar en grande incertidumbre el porvenir y de columbrar tal vez una nueva cadena de calamidades. Merced a las revoluciones al vuelo de la industria, a la actividad y extensión del comercio al adelanto y expansión prodigiosa de la imprenta a los progresos científicos a la facilidad rapidez y amplitud de las comunicaciones al gusto por los viajes a la acción disolvente del Protestantismo de la incredulidad y del escepticismo presenta en la actualidad el espíritu humano una de aquellas fases singulares que forman época en su historia. 103 El entendimiento, la fantasía el corazón se hallan en estado de grande agitación, de movilidad, de desarrollo; presentando al propio tiempo los contrastes más singulares las extravagancias más ridículas y hasta las contradicciones más absurdas. Observad las ciencias y sin notar en su estudio aquellos trabajos prolijos aquella paciencia incansable aquella marcha pausada y detenida que caracterizan los estudios de otras épocas descúbrase sin embargo un espíritu de observación un prurito de generalizar de alzar las cuestiones a un punto de vista elevado y trascendente y sobre todo un afán de tratar todas las ciencias bajo aquel aspecto en que se divisan los puntos de contacto que entre sí tienen los lazos que las hermanan y los canales por donde se comunican recíprocamente la luz. Las cuestiones de religión de política de moral de legislación de economía todas van enlazadas marchan de frente dándose al horizonte científico un grandor una inmensidad que no había jamás alcanzado. Este adelanto este abuso o este caos si se quiere es un dato que no debe despreciarse cuando se estudia el espíritu de la época cuando se examina su situación religiosa; pues que no es la obra de ningún hombre aislado no es un efecto casual es el resultado de un sinnúmero de causas que han conducido la sociedad a este punto es un grande hecho fruto de otros hechos es una expresión del estado intelectual en la actualidad es un síntoma de fuerzas y enfermedades un anuncio de transición y de mudanza tal vez una señal consoladora tal vez un funesto presagio. Y ¿quién no ha notado el vuelo que va tomando la fantasía y la prodigiosa expansión del corazón en esa literatura tan varia tan irregular tan fluctuante pero al propio tiempo tan rica de hermosísimos cuadros rebosante de sentimientos delicadísimos y embutida de pensamientos atrevidos y generosos.- Dígase lo que se quiera del abatimiento de las ciencias del descaecimiento de los estudios nómbrese con tono mofador las luces del siglo vuélvase la vista dolorida hacia tiempos más estudiosos más sabios más eruditos; en esto habrá sus verdades sus falsedades sus exageraciones como acontece siempre en declamaciones semejantes; pero no podrá negarse que sea lo que fuere de la utilidad de sus trabajos tal vez nunca había desplegado el espíritu humano semejante actividad y energía tal vez nunca se le había visto agitado con un movimiento tan vivo tan general tan variado; tal vez nunca como ahora se habrá deseado con tan excusable curiosidad e impaciencia el levantar una punta del velo que encubre un inmenso porvenir. ¿Quién dominará tan opuestos y poderosos elementos? 104 ¿Quién podrá restablecer el sosiego en ese piélago combatido por tantas borrascas? ¿Quién podrá dar unión enlace consistencia para formar un todo compacto capaz de resistir a la acción de los tiempos? ¿Quién podrá darlo a esos elementos que se rechazan con tanta fuerza que luchan sin cesar estallando con detonaciones horrorosas? ¿Será el Protestantismo con su principio fundamental? ¿Será sentando, difundiendo, acreditando el principio disolvente del espíritu privado en materias religiosas realizando este pensamiento con derramar a manos llenas entre todas las clases de la sociedad los ejemplares de la Biblia? Sociedades inmensas orgullosas con su poderío engreídas de su saber disipadas por los placeres refinadas con el lujo opuestas de continuo a la poderosa acción de la imprenta disponiendo de unos medios de comunicación que hubieran parecido fabulosos a nuestros mayores; donde todas las grandes pasiones encuentran su objeto, todas las intrigas una sombra toda corrupción un velo todo crimen, un título todo error un intérprete, todo interés un pábulo trocados los nombres socavados todos los cimientos cargadas de escarmientos y desengaños flotando entre la verdad y la mentira con horrorosa incertidumbre dando de vez en cuando una mirada a la antorcha celestial para seguir sus resplandores y contentándose luego con fugaces vislumbres; haciendo un esfuerzo para dominar la tormenta y abandonándose luego a merced de los vientos y de las ondas las sociedades modernas presentan un cuadro tan extraordinario como interesante donde pueden campear con toda amplitud y libertad las esperanzas y temores los pronósticos y conjeturas pero sin que sea dable lisonjearse de acierto sin que el hombre sensato pueda tornar más cuerdo partido que esperar en silencio el desenlace que está señalado en los arcanos del Señor a cuyos ojos están desplegados con toda claridad los sucesos de todos los tiempos y los futuros destinos de los pueblos. Pero sí que se alcanza fácilmente que siendo como es el Protestantismo disolvente por su propia naturaleza nada puede producir en el orden moral y religioso que sea en pro de la felicidad de los pueblos; ya que esta felicidad no es dable que exista estando en continua guerra los entendimientos con respecto a las más altas e importantes cuestiones que ofrecerse puedan al espíritu humano. 105 Cuando en medio de ese tenebroso caos donde vagan tantos elementos tan diferentes tan opuestos y tan poderosos que luchando de continuo se chocan se pulverizan – se confunden busca el observador un punto luminoso de donde pueda venir una ráfaga que alumbre al inundo una idea robusta que enfrenando tanto desorden y anarquía se enseñoreé de los entendimientos los vuelva al camino de la verdad ocurre desde luego el Catolicismo como el único manantial de tantos bienes: al ver cuál se sostiene aún con brillantez y pujanza a pesar de los. inauditos esfuerzos que se están haciendo todos los días para aniquilarle llenase de consuelo el corazón y brotando en él la esperanza parece que le convida a saludar a esa religión divina felicitándola por el nuevo triunfo que va a adquirir sobre la tierra. Hubo un tiempo en que inundada la Europa por una nube de bárbaros vió desplomarse de un golpe todos los monumentos de la antigua civilización y cultura: los legisladores con sus leyes, el imperio con su brillo y poderío, los sabios con las ciencias, las artes con sus monumentos, todo se hundió; y esas inmensas regiones donde florecían poco antes toda la civilización y cultura que habían adquirido los pueblos por espacio de muchos siglos viéronse sumidas de repente en la ignorancia y en la barbarie. Pero la brillante centella de luz arrojada sobre el inundo desde la Palestina continuaba fulgurando aún en medio del caos; en vano se levantó la espesa polvareda que amagaba envolverla en las tinieblas; alimentada por el soplo del Eterno continuaba resplandeciendo; pasaron los siglos fue extendiendo su órbita brillante y los pueblos que tal vez no pensaban que pudiera servirles mas que de guía para marchar sin tropiezo por entre la oscuridad la vieron presentarse como sol resplandeciente esparciendo por todas partes la luz y la vida. Y ¿quién sabe si en los arcanos del Eterno no le está reservado otro triunfo más difícil no menos saludable y brillante? Instruyendo la ignorancia, civilizando la barbarie, puliendo la rudeza, amansando la ferocidad preservó a la sociedad de ser víctima tal vez para siempre de la brutalidad más atroz y de la estupidez más degradante pero ¿qué timbre mas glorioso para ella si rectificando las ideas centralizando y purificando los sentimientos asentando los eternos principios de toda sociedad enfrenando las pasiones templando los enconos cercenando las demasías y señoreando todos los entendimientos y voluntades pudiera levantarse como una reguladora universal que estimulando todo linaje de conocimientos y adelantos inspirara la debida templanza a esta sociedad agitada con tanta furia por tan poderosos elementos que privados de un punto céntrico y atrayente la están de continuo amenazando con la disolución y el caos? 106 No es dado al hombre penetrar en el porvenir; pero el mundo físico se disolverá con espantosa catástrofe si faltase por un momento el principio fundamental que da unidad, orden y concierto a los variados movimientos de todos los sistemas; y si la sociedad llena como está de movimiento de comunicación y de vida no entra bajo la dirección de un principio regulador universal y constante al fijar la vista sobre la suerte de las generaciones venideras el corazón tiembla y la mente se anubla. Hay empero un hecho sumamente consolador y es el admirable progreso que hace el Catolicismo en varios países. En Francia y en Bélgica se robustece; en el norte de Europa parece que se le teme cuando de tal manera se le combate; en Inglaterra es tanto lo que ha ganado en menos de medio siglo que sería increíble si no constara en datos irrecusables; y en sus misiones vuelve a manifestarse tan emprendedor y fecundo que nos recuerda los tiempos de su mayor ascendiente y poderío. Y cuando los otros pueblos tienden a la unidad ¿podría prevalecer el desbarro de que nosotros nos encaramáramos al cisma? Cuando los demás pueblos se alegrarían infinito de que subsistiera entre ellos algún principio vital que pudiese restablecerles las fuerzas que les ha quitado la incredulidad España que conserva el Catolicismo y todavía solo todavía poderoso ¿admitiría en su seno ese germen de muerte que la imposibilitaría de recobrarse de sus dolencias que aseguraría a no dudarlo su completa ruina? En esa regeneración moral a que aspiran los pueblos anhelantes por salir de posición angustiosa en que los colocaron las doctrinas irreligiosas ¿será posible que no se quiera parar la atención en la inmensa ventaja que la España lleva a muchos de ellos por ser uno de los menos tocados de la gangrena de la irreligión y por conservar todavía la unidad religiosa inestimable herencia de una larga serie de siglos? ¿Será posible que no se advierta lo que puede ser esa unidad si la aprovecharnos cual merece; esa unidad que se enlaza con todas nuestras glorias que despierta tan bellos recuerdos y que admirablemente podría servir para elemento de regeneración en el orden social? Si se pregunta lo que pienso sobre la proximidad del peligro y si las tentativas que están haciendo los protestantes para este efecto tienen alguna probabilidad de resultado responderé con alguna distinción. El Protestantismo es profundamente débil ya por su naturaleza y además por ser viejo y caduco; tratando de introducirse en España ha de luchar con un adversario lleno de vida y robustez y que está muy arraigado en el país; y por esta causa y bajo este aspecto no puede ser temible su acción. 107 Pero ¿quién impide que si llegase a establecerse en nuestro suelo por más reducido que fuera su dominio no causara terribles males? Por de pronto salta a la vista que tendríamos otra manzana de discordia y no es difícil columbrar las colisiones que ocasionaría a cada paso. Como el Protestantismo en España a más de su debilidad intrínseca tendría la que le causara el nuevo clima en que se hallaría tan falto de su elemento se viera forzado a buscar sostén arrimándose a cuanto le alargase la mano; entonces es bien claro que serviría como un punto de reunión para los descontentos; y va que se apartare de su objeto fuera cuando menos un núcleo de nuevas facciones, una bandera de pandillas. Escándalos, rencores, desmoralización, disturbios y quizás catástrofes he aquí el resultado inmediato infalible de introducirse entre nosotros el Protestantismo: apelo a la buena fe de todo hombre que conozca medianamente al pueblo español. Pero no está todo aquí; la cuestión se ensancha y adquiere una importancia incalculable si se la mira en sus relaciones con la política extranjera. ¿Qué palanca tendría entonces para causar en nuestra desgraciada patria toda clase de sacudimientos? ¡Oh! ¡y cómo se asiría ávidamente de ella! ¡cómo trabaja quizás para buscar un punto de apoyo! Hay en Europa una nación temible por su inmenso poderío, respetable por su mucho adelantamiento en las ciencias y artes y que teniendo a la mano grandes medios de acción por todo el ámbito de la tierra sabe desplegarlos con una sagacidad y astucia verdaderamente admirables. Habiendo sido la primera de las naciones modernas en recorrer todas las fases de una revolución religiosa y política y que en medio de terribles trastornos contemplara las pasiones en toda su desnudez, el crimen en todas sus formas se aventaja a las otras en el conocimiento de toda clase de resortes; al paso que fastidiada de vanos nombres con que en esas épocas suelen encubrirse las pasiones más viles y los intereses más mezquinos tiene sobrado embotada su sensibilidad para que puedan fácilmente excitar en su seno las tormentas que a otros países los inundan de sangre y de lágrimas. No se altera su paz interior en medio de la agitación y del acaloramiento de las discusiones; y aunque no deje de columbrar en un porvenir más o menos lejano las espinosas situaciones que podrían acarrearle gravísimos apuros disfruta entretanto de aquella calma que le aseguran su constitución sus hábitos sus riquezas y sobre todo el Océano que la ciñe. Colocada en posición tan ventajosa acecha la marcha de los otros pueblos para uncirlos a su carro con doradas cadenas si tienen candor bastante para escuchar sus halagüeñas palabras; o al menos procura embarazar su marcha y atajar sus progresos en caso que con noble independencia traten de emanciparse de su influjo. 108 Atenta siempre a engrandecerse por medio de las artes y comercio con una política mercantil en grado eminente cubre no obstante la materialidad de los intereses con todo linaje de velos; y si bien cuando se trata de los demás pueblos es indiferente del todo a la religión e ideas políticas sin embargo se vale diestramente de tan poderosas armas para procurarse amigos desbaratar a sus adversarios y envolverlos a todos en la red mercantil que tiene de continuo tendida sobre los cuatro ángulos de la tierra. No es posible que se escape a su sagacidad lo mucho que tendría adelantado para contar a España en el número de sus colonias si pudiese lograr que fraternizase con ella en ideas religiosas; no tanto por la buena correspondencia que semejante fraternidad promovería entre ambos pueblos como porque sería éste el medio seguro para que el español perdiese del todo ese carácter singular esa fisonomía austera que le distingue de todos los otros pueblos olvidando la única idea nacional y regeneradora que ha permanecido en pie en medio de tan espantosos trastornos quedando así susceptible de toda clase de impresiones ajenas y dúctil y flexible en todos los sentidos que pudiera convenir a las interesadas miras de los solapados protectores. No lo olvidemos: no hay nación en Europa que conciba sus planes con tanta previsión que los prepare con tanta astucia que los ejecute con tanta destreza ni que los lleve a cabo con igual tenacidad. Como después de las profundas revoluciones que la trabajaron ha permanecido en un estado- regular desde el último tercio del siglo XVII es enteramente extraña a los trastornos sufridos en este período por los demás pueblos de Europa ha podido seguir un sistema de política concertado así en lo interior como en lo exterior; y de esta manera sus hombres de gobierno han podido formarse más plenamente heredando los datos y las miras que guiaron a los antecesores. Conocen sus gobernantes cuán precioso es estar de antemano apercibidos para todo evento; y así no descuidan escudriñar a fondo qué es lo que hay en cada nación que los pueda ayudar o contrastar; saliendo de la órbita política penetran en el corazón de la sociedad sobre la cual se proponen influir; y rastrean allí cuáles son las condiciones de su existencia cuál es su principio vital cuáles las causas de su fuerza y energía. Era en el otoño de 1805 y daba Pitt una comida de campo a la que asistían varios de sus amigos. Le llegó entretanto un pliego en que se le anunciaba la rendición de Alack en Ulma con cuarenta mil hombres y la marcha de Napoleón sobre Viena. 109 Comunicó la funesta noticia a sus amigos quienes al oírla exclamaron: “todo está perdido ya no hay remedio contra Napoleón”. “Todavía hay remedio replicó Pitt todavía hay remedio si consigo levantar una guerra nacional en Europa y esta guerra ha de comenzar en España”. “Sí señores añadió después España será el primer pueblo donde se encenderá esa guerra patriótica, la sola que pueda libertar Europa”. Tanta era la importancia que daba ese profundo estadista a la fuerza de una idea nacional tanto era lo que de ella esperaba; nada menos que hacer lo que no podían todos los esfuerzos de todos los gabinetes europeos: derrocar a Napoleón libertar la Europa. No es raro que la marcha de las cosas traiga combinaciones tales que las mismas ideas nacionales que un día sirvieron de poderoso auxiliar a las miras de un gabinete le salgan otro día al paso y le sean un poderoso obstáculo: entonces lejos de fomentarlas y avivarlas lo que le interesa es sofocarlas. Lo que puede salvar a una nación libertándola de interesadas tutelas y asegurándole su verdadera independencia son ideas grandes y generosas arraigadas profundamente entre los pueblos; son los sentimientos grabados en el corazón por la acción del tiempo por la influencia de instituciones robustas por la antigüedad de los hábitos y de las costumbres; es la unidad de pensamiento religioso que hace de un pueblo un solo hombre. Entonces lo pasado se enlaza con lo presente y lo presente se extiende al porvenir; entonces brotan a porfía en el pecho aquellos arranques de entusiasmo manantial de acciones grandes; entonces hay desprendimiento, energía, constancia; porque hay en las ideas fijeza y elevación porque hay en los corazones generosidad y grandeza. No fuera imposible que en alguno de los vaivenes que trabajan a esta nación desventurada tuviéramos la desgracia de que se levantasen hombres bastante ciegos para ensayar la insensata tentativa de introducir en nuestra patria la religión protestante. Estamos demasiado escarmentados para dormir tranquilos; y no se han olvidado sucesos que indican a las claras hasta dónde se hubiera ya llegado algunas veces si no se hubiese suprimido la audacia de ciertos hombres con el imponente desagrado de la inmensa mayoría de la nación. Y no es que se conciban siquiera posibles las violencias del reinado de Enrique VIII pero sí que podría suceder que aprovechándose de una fuerte ruptura con la Santa Sede de la terquedad y ambición de algunos eclesiásticos del pretexto de aclimatar en nuestro suelo el espíritu de tolerancia o de otros motivos semejantes se tantease con este o aquel nombre que eso poco importa el introducir entre nosotros las doctrinas protestantes. 110 Y no sería por cierto la tolerancia lo que se nos importaría del extranjero; pues que ésta ya existe de hecho y tan amplia que seguramente nadie recela el ser perseguido ni al molestado por sus opiniones religiosas; lo que se nos traería y se trabajaría por plantear fuera un nuevo sistema religioso pertrechándole de todo lo necesario para alcanzar predominio y para debilitar o destruir si fuera posible el Catolicismo. Y mucho me engaño si en la ceguedad y rencor que han manifestado algunos de nuestros hombres que se dicen de gobierno no encontrase en ellos decidida protección el nuevo sistema religioso una vez que le hubiéramos admitido. Cuando se tratara de admitirle se nos presentaría quizás el nuevo sistema en ademán modesto reclamando tan sólo habitación en nombre de la tolerancia y de la hospitalidad; pero bien pronto le viéramos acrecentar su osadía reclamar derechos extender sus pretensiones y disputar a palmos el terreno de la religión católica. Resonaran entrences con más y más vigor aquellas rencorosas y virulentas declamaciones que tan fatigados nos traen por espacio de algunos años; esos ecos de una escuela que delira porque está por expirar. El desvío con que mirarían los pueblos a la pretendida reforma sería a no dudarlo culpado de rebeldía, las pastorales de los obispos serían calificadas de insidiosas sugestiones el celo fervoroso de los sacerdotes católicos acusado de provocación sediciosa y el concierto de los fieles para preservarse de la infección sería denunciado como una conjura diabólica urdida por la intolerancia y el espíritu de partido y confiada en su ejecución a la ignorancia y al fanatismo. En medio de los esfuerzos de los unos .y de la resistencia de los otros viéramos mas o menos parodiadas escenas de tiempos que ya pasaron; y si bien el espíritu de templanza que es uno de los caracteres del siglo impediría que se repitiesen los excesos que mancharon de sangre los fastos de otras naciones no dejarían sin embargo de ser irritados. Porque es menester no olvidar que tratándose de religión no puede contarse en España con la frialdad e indiferencia que en caso de un conflicto manifestarían en la actualidad otros pueblos: en éstos han perdido los sentimientos religiosos mucho de su fuerza pero en España son todavía muy hondos muy vivos muy enérgicos y el día que se los combatiera de frente abordando las cuestiones sin rebozo se sentiría un sacudimiento tan universal COMO recio. Hasta ahora si bien es verdad que en objetos religiosos se han presenciado lamentables escándalos y hasta horrorosas catástrofes no ha faltado nunca un disfraz que más o menos transparente encubría empero algún tanto la perversidad de las intenciones. Unas veces ha sido el ataque contra esta o aquella persona a quien se han achacado maquinaciones políticas; otras contra determinadas clases acusadas de crímenes imaginarios; tal vez se ha desbordado la revolución y se ha dicho que era imposible contenerla y que los atropellamientos los insultos los escarnios de que ha sido objeto lo más sagrado que hay en la tierra y en el cielo eran sucesos inevitables tratándose de un populacho desenfrenado: aquí mediaba al menos un disfraz y un disfraz poco o mucho siempre cubre; pero cuando se viesen atacados de propósito a sangre fría todos los dogmas del Catolicismo despreciados los puntos más capitales de la disciplina ridiculizados los misterios más augustos escarnecidas las ceremonias más sagradas; cuando se viera levantar un templo contra otro templo una cátedra contra otra cátedra ¿qué sucedería? Es innegable que se exasperarían los ánimos hasta el extremo y si no resultaran como fuera de temer estrepitosas explosiones tomarían al menos las controversias religiosas un carácter tan violento que nos creeríamos trasladados al siglo XVI. Siendo tan frecuente entre nosotros que los principios dominantes en el orden político sean enteramente contrarios a los dominantes en la sociedad sucedería a menudo que el principio religioso rechazado por la sociedad encontraría su apoyo en los hombres influyentes en el orden político: reproduciéndose con circunstancias agravantes el triste fenómeno que tantos años ha estarnos presenciando de querer los gobernantes torcer a viva fuerza el curso de la sociedad. Ésta es una de las diferencias más capitales entre nuestra revolución y la de otros países; ésta es la clave para explicar chocantes anomalías: allí las ideas de revolución se apoderaron de la sociedad y se arrojaron en seguida sobre la esfera política; aquí se apoderaron primero de la esfera política y trataron en seguida de bajar a la esfera social; la sociedad estaba muy distante de hallarse preparada para semejantes innovaciones y por esto han sido indispensables tan rudos y repetidos choques. De esta falta de armonía ha resultado que el gobierno en España ejerce sobre los pueblos muy escasa influencia entendiendo por influencia aquel ascendiente moral que no necesita andar acompañado de la idea de la fuerza. No hay duda que esto es un mal porque tiende a debilitar el poder necesidad imprescindible para toda sociedad; pero no han faltado ocasiones en que ha sido un gran bien: porque no es poca fortuna cuando un gobierno es liviano e insensato el que se encuentre con una sociedad mesurada y cuerda que mientras aquél corre a precipitarse desatentado vaya ésta marchando con paso sosegado y majestuoso. Mucho hay que esperar del buen instinto de la nación española mucho hay que prometerse de su proverbial gravedad aumentada además con tanto infortunio; mucho hay que prometerse de ese tino que le hace distinguir tan bien el verdadero camino de su felicidad y que la vuelve sorda a las insidiosas sugestiones con que se ha tratado de extraviarla. Si van ya muchos años que por una funesta combinación de circunstancias y por la falta de armonía entre el orden político y el social no acierta a darse un gobierno que sea su verdadera expresión que adivine sus instintos que siga sus tendencias que la conduzca por el camino de la prosperidad esperanza alimentamos de que ese día vendrán que brotará del seno de esa sociedad rica de vida y de porvenir esa misma armonía que le falta ese equilibrio que ha perdido. Entretanto es altamente importante que todos los hombres que sientan latir en su pecho un corazón español que no se complazcan en ver desgarradas las entrañas de su patria se reúnan, se pongan de acuerdo obren concertados para impedir el que prevalezca el genio del mal alcanzando a esparcir en nuestro suelo una semilla de eterna discordia añadiendo esa otra calamidad a tantas otras calamidades y ahogando los preciosos gérmenes de donde puede rebrotar lozana y brillante nuestra civilización remozada alzándose del abatimiento y postración en que la sumieran circunstancias aciagas. ¡Ay! Se oprime el alma con angustiosa pesadumbre al solo pensamiento de que pudiera venir un día en que desapareciese de entre nosotros esa unidad religiosa que se identifica con nuestros hábitos, nuestros usos, nuestras costumbres, nuestras leyes, que guarda la cuna de nuestra monarquía en la cueva de Covadonga que es la enseña de nuestro estandarte en una lucha de ocho siglos con el formidable poder de la Media Luna, que desenvuelve lozanamente nuestra civilización en medio de tiempos tan trabajosos, que acompaña a nuestros terribles tercios cuando imponían silencio a la Europa, que conduce a nuestros marinos al descubrimiento de nuevos mundos a dar los primeros la vuelta a la redondez del globo que alienta a nuestros guerreros al llevar a cabo conquistas heroicas y que en tiempos más recientes sella el cúmulo de tantas y tan grandiosas hazañas derrocando a Napoleón. Vosotros que con precipitación tan liviana condenáis las obras de los siglos que con tanta avilantes insultáis a la nación española que tiznáis de barbarie y oscurantismo el principio que presidió a nuestra civilización ¿sabéis a quién insultáis? ¿sabéis quién inspiró el genio del gran Gonzalo de Hernán Cortés de Pizarro, del Vencedor de Lepanto? Las sombras de Garcilaso de Herrera de Ercilla de Fray Luis de León de Cervantes de Lope de Vega ¿no os infunden respeto? ¿Osaréis pues quebrantar el lazo que a ellos nos une y hacernos indigna prole de tan esclarecidos varones? ¿Quisierais separar por un abismo nuestras creencias de sus creencias nuestras costumbres de sus costumbres rompiendo así con todas nuestras tradiciones olvidando los más embelesantes y gloriosos recuerdos y haciendo que los grandiosos y augustos monumentos que nos legó la religiosidad de nuestros antepasados sólo permanecieran entre nosotros como una represión la más elocuente y severa? ¿Consentiríais que se cegasen los ricos manantiales adonde podemos acudir para resucitar la literatura vigorizar la ciencia reorganizar la legislación restablecer el espíritu de nacionalidad restaurar nuestra gloria y colocar de nuevo a esta nación desventurada en el alto rango que sus virtudes merecen dándole la prosperidad y la dicha que tan afanosa busca y que en su corazón augura? IR A CONTENIDO CAPÍTULO XIII Empieza el cotejo del Protestantismo con el Catolicismo en sus relaciones con el adelanto social de los pueblos. Libertad. Vago sentido de esta palabra. La civilización europea se debe principalmente al Catolicismo. Comparación del Oriente con el Occidente. Conjeturas sobre los destinos del Catolicismo en las catástrofes que pueden amenazar a la Europa. Observaciones sobre los estudios filosófico-históricos. Fatalismo de cierta escuela Histórica moderna. PARANGONADOS ya bajo el aspecto religioso el Catolicismo y el Protestantismo en el cuadro que acabo de trazar y evidenciada la superioridad de aquél sobre éste no sólo en lo concerniente a certeza sino también en todo lo relativo a los instintos a los sentimientos a las ideas al carácter del espíritu humano será bien entrar ahora en otra cuestión no más importante por cierto pero sí menos dilucidada y en que será preciso luchar con fuertes antipatías y disipar considerable número de prevenciones y errores. En medio de las dificultades de que está erizada la empresa que voy a acometer, aliéntame una poderosa esperanza, y es que lo interesante de la materia, y el ser muy del gusto científico del siglo, convidará quizás a leer, obviándose de esta manera el peligro que suele amenazar a los que escriben en favor de la religión católica: son juzgados sin ser oídos. He aquí, pues, la cuestión en sus precisos términos: comparados el Catolicismo y el Protestantismo, ¿cuál de los dos es más conducente parí la verdadera libertad, para el verdadero adelanto de los pueblos, para la causa de la civilización? Libertad: ésta es una de aquellas palabras tan generalmente usadas como poco entendidas; palabras que por envolver cierta idea vaga muy fácil de percibir, presentan la engañosa apariencia de una entera claridad, mientras que por la muchedumbre y variedad de objetos a que se aplican, son susceptibles de una infinidad de sentidos, haciéndose su comprensión sumamente difícil. ¿Y quién podrá reducir a guarismo las aplicaciones que se hacen de la palabra libertad? Salvándose en todas ellas una idea que podríamos apellidar radical, -son infinitas las modificaciones y graduaciones a que se la sujeta. Circula el aire con libertad; se despejan los alrededores ole una planta para que crezca y se extienda con libertad; se mondan los conductos de un regadío para que el agua corra con libertad; al pez cogido en la red, al avecilla enjaulada se los suelta, y se les da libertad; se trata a un amigo con libertad; hay modales libres, pensamientos libres, expresiones libres, herencias libres, voluntad libre, acciones libres; no tiene libertad el encarcelado, carece de libertad el hijo de familia, tiene poca libertad una doncella, una persona casada ya no es libre, un hombre en tierra extraña se porta con más libertad, el soldado no tiene libertad; hay hombres libres de quintas, libres de contribuciones; hay votaciones libres, dictámenes libres, interpretación libre, versificación libre; libertad de comercio, libertad de enseñanza, libertad de imprenta, libertad de conciencia, libertad civil, libertad política, libertad justa, injusta, racional, irracional, moderada, excesiva, comedida, licenciosa, oportuna, inoportuna: mas ¿a qué fatigarse en la enumeración, cuando es poco henos que imposible el dar cima a tan enfadosa tarea? Pero menester parecía detenerse algún tanto en ella, aun a riego de fastidiar al lector; quizás el recuerdo de este fastidio podrá contribuir a grabar profundamente en el ánimo la saludable verdad, de que cuando en la conversación, en los escritos, en las discusiones públicas, en las leyes, se usa tan a menudo esta palabra, aplicándola a objetos ole la mayor importancia, es necesario reflexionar maduramente sobre el número y naturaleza de ideas que en el respectivo caso abarca, sobre el sentido que la materia consiente, sobre las modificaciones que las circunstancias demandan, sobre las precauciones y, tino que las aplicaciones exigen. Sea cual fuere la acepción en que se tome la palabra libertad, échase de ver que siempre entraña en su significado ausencia de causa que impida o coarte el ejercicio de alguna facultad: infiriéndose de aquí, que para fijar en cada paso el verdadero sentido de esa palabra, es indispensable atender a la naturaleza y circunstancias de la facultad cuyo uso se quiere impedir o limitar, sin perder de vista los varios objetos sobre qué versa, las condiciones de su ejercicio, cómo y también el carácter, la eficacia y la extensión de la causa que al efecto se empleare. Para aclarar la materia propongámonos formar juicio de esta proposición: el hombre ha de tener libertad de pensar. Aquí se afirma que al hombre no se le ha de coartar el pensamiento. Ahora bien: ¿habláis de coartación física ejercida inmediatamente sobre el mismo pensamiento? Pues entonces es de todo punto inútil la proposición; porque como semejante coartación es imposible, vano es decir que no se la debe emplear. ¿Entendéis que no se debe coartar la expresión del pensamiento, es decir que no se ha de impedir ni restringir la libertad de manifestar cada cual lo que piensa? Entonces habéis dado un salto inmenso, habéis colocado la cuestión en muy diferente terreno; y si no queréis significar que todo hombre, a todas horas, en todo lugar, pueda decir sobre cualquier materia cuanto le viniere a la mente, y del modo que más le agradare, deberéis distinguir cosas, personas, lugares, tiempos, modos, condiciones, en una palabra, atender a mil y mil circunstancias, impedir del todo en unos casos, limitar en otros, ampliar en éstos, restringir en aquéllos, y así tomaros tan largo trabajo, que de nada os sirva el haber sentado en favor de la libertad del pensamiento aquella proposición tan general, con toda su apariencia de sencillez y claridad. Aun penetrando en el mismo santuario del pensamiento, en aquella región donde no alcanzan las miradas de otro hombre, y que sólo está patente a los ojos de Dios, ¿qué significa la libertad de pensar? ¿Es acaso que el pensamiento no tenga sus leyes a las que ha de sujetarse por precisión, si no quiere sumirse en el caos? ¿Puede despreciar la norma de una sana razón? ¿Puede desoír los consejos del buen sentido? ¿Puede olvidar que su objeto es la verdad? ¿Puede desentenderse de los eternos principios de la moral? He aquí cómo examinando lo que significa la palabra libertad, aun aplicándola a lo que seguramente hay de más libre en el hombre como es el pensamiento, nos encontramos con tal muchedumbre y variedad de sentidos, que nos obligan a un sinnúmero de distinciones, y nos llevan por necesidad a restringir la proposición general, si algo queremos expresar que no esté en contradicción con lo que dictan la razón y el buen sentido, con lo que prescriben las leyes eternas de la moral, con lo que demandan los mismos intereses del individuo, con lo que reclaman el buen orden y la conservación de la sociedad. ¿Y qué no podría decirse de tantas otras libertades como se invocan de continuo, con nombres indeterminados y vagos, cubiertos a propósito con el equívoco y las tinieblas? Pongo estos ejemplos, sólo para que no se confundan las ideas; porque defendiendo como defiendo la causa del Catolicismo, no necesito abogar por la opresión, ni invocar sobre los hombres una mano de hierro, ni aplaudir que se huellen sus derechos sagrados. Sagrados, sí, porque según la enseñanza de la augusta religión de Jesucristo, sagrado es un hombre a los ojos de otro hombre, por su alto origen y destino, por la imagen de Dios que en él resplandece, por haber sido redimido con inefable dignación y amor por el mismo Mijo del Eterno; sagrados declara esa religión divina los derechos del hombre, cuando su augusto Fundador amenaza con eterno suplicio, no tan sólo a quien le matare, no tan sólo a quien le mutilare, no tan sólo a quien le robare, sino, ¡cosa admirable!, hasta a quien se propasare a ofenderle con solas palabras. “Quien llamare a su hermano fatuo, será reo del fuego del infierno.” Mateo 5. v. 22.) Así hablaba el Divino Maestro. Levantase el pecho con generosa indignación, al oír que se achaca a la religión de Jesucristo, tendencia a esclavizar. Cierto es que si se confunde el espíritu de verdadera libertad con el espíritu de los demagogos, no se le encuentra en el Catolicismo; pero si no se quieren trastrocar monstruosamente los nombres, si se da a la palabra libertad su acepción más razonable, más justa, más provechosa, más dulce, entonces la religión católica puede reclamar la gratitud del humano linaje: ella ha civilizado las naciones que la han profesado; y la civilización es la verdadera libertad. Es un hecho ya generalmente reconocido y paladinamente confesado, que el cristianismo ha ejercido muy poderosa y saludable influencia en el desarrollo de la civilización europea; pero a este hecho no se le da todavía por algunos la importancia que merece, a causa de no ser bastante bien apreciado. Con respecto a la civilización, se distingue a veces el influjo del Cristianismo, del influjo del Catolicismo, ponderando las excelencias de aquél y escaseando los encomios a éste; sin reparar que cuando se trata de la civilización europea, puede el Catolicismo demandar una consideración siempre principal, y por lo tocante a mucho tiempo, hasta exclusiva, pues que se hallé) por largos siglos enteramente solo en el trabajo de esa grande abra. No se ha querido ver que al presentarse el Protestantismo en Europa estaba ya la obra por concluir; y con una injusticia e ingratitud que no acierta uno a calificar, se ha tachado al Catolicismo de espíritu de barbarie, de oscurantismo, de opresión, mientras se hacía ostentosa gala de la rica civilización, de las luces y de la libertad que a él principalmente son debidas. Si no se tenía gana de profundizar las íntimas relaciones del Catolicismo con la civilización europea, si faltaba la paciencia que es menester en las prolijas investigaciones a que tal examen conduce, al menos parecía del caso dar una mirada al estado de los países donde en siglos trabajosos no ejerció la religión católica todo su influjo, y compararlos con aquellos otros en que fue el principio dominante. El Oriente y el Occidente, ambos sujetos a grandes trastornos, ambos profesando el cristianismo, pero de manera que el principio católico se halló débil y vacilante allí, mientras estuvo robusto y profundamente arraigado entre los occidentales, hubieran ofrecido dos puntos de comparación muy a propósito para estimar lo que vale el Cristianismo sin el Catolicismo, cuando se trata de salvar la civilización y la existencia de las naciones. En occidente los trastornos fueron repetidos y espantosos, el caos llegó a su complemento, y sin embargo del caos han brotado la luz y la vida. Ni la barbarie de los pueblos que inundaron estas regiones, y que adquirieron en ellas asiento, ni las furiosas arremetidas del islamismo, aun cuando estaba en su mayor brío y pujanza, bastaron para que se ahogase el germen de una .civilización rica y fecunda: en oriente todo iba envejeciendo y caducando, nada se remozaba, y a los embates del ariete que nada había podido contra nosotros, todo cayó. Ese poder espiritual de Roma, esa influencia en los negocios temporales, dieron por cierto frutos muy diferentes de los que produjeron en semejantes circunstancias sus rencorosos rivales. Si un día estuviese destinada la Europa a sufrir de nuevo algún espantoso y general trastorno, o por un desborde universal de las ideas revolucionarias, o por alguna violenta irrupción del pauperismo sobre los poderes sociales y sobre la propiedad; si ese coloso que se levanta en el Norte en un trono asentado entre eternas nieves, teniendo en su cabeza la inteligencia y en su mano la fuerza ciega, que dispone a la vez de los medios de la civilización y de la barbarie, cuyos ojos van recorriendo de continuo el Oriente, el Mediodía y el Occidente, con aquella mirada codiciosa y astuta, señal característica que nos presenta la historia en todos los imperios invasores; si acechado el momento oportuno se arrojase a una tentativa sobre la independencia de Europa, entonces quizás se vería una prueba de lo que vale en los grandes apuros el principio católico, entonces se palparía el poder de esa unidad proclamada y sostenida por el Catolicismo, entonces recordando los siglos medios se vería una de las causas de la debilidad del Oriente y de la robustez del Occidente, entonces se recordaría un hecho que aunque es de ayer, empieza ya a olvidarse, y es que el pueblo contra cuyo denodado brío se estrelló el poder de Napoleón, era el pueblo proverbialmente católico. Y ¿quién sabe si en los atentados cometidos en Rusia contra el Catolicismo, atentados que ha deplorado en sentido lenguaje el Vicario de Jesucristo, quién sabe si influye el secreto presentimiento, o quizás la previsión, de la necesidad de debilitar aquel sublime poder, que tratándose de la causa de la humanidad, ha sido en todas épocas el núcleo de los grandes esfuerzos? Pero volvamos al intento. No puede negarse que desde el siglo XVI se ha mostrado la civilización europea muy lozana y brillante; pero es un error atribuir este fenómeno al Protestantismo. Para examinar la influencia y eficacia de un hecho no se han de mirar tan sólo los sucesos que han venido después de él; se ha de considerar si estos sucesos estaban ya preparados, si son algo más que un resultado necesario de hechos anteriores, conviene no hacer aquel raciocinio que tachan de sofístico los dialécticos: después de esto, luego por esto; post hoc, ergo propter hoe. Sin el Protestantismo, y antes del Protestantismo, estaba ya muy adelantada la civilización europea por los trabajos e influencia de la religión católica; y la grandeza y esplendor que sobrevinieron después, no se desplegaron a causa del Protestantismo, sino a pesar del Protestantismo. Al extravío de ideas en esta materia ha contribuido no poco el estudio poco profundo que se ha hecho del cristianismo, el haberse contentado no pocas veces con una mirada superficial sobre los principios de fraternidad que él tanto recomienda, sin entrar en el debido examen de la historia de la Iglesia. Para comprender a fondo una institución, no basta pararse en sus ideas más capitales; es necesario seguirle también los pasos, ver cómo va realizando esas ideas, cómo triunfa de los obstáculos que le salen al encuentro. Nunca se formará concepto cabal sobre un hecho histórico, si no se estudia detenidamente su historia; y el estudio de la historia de la Iglesia católica en sus relaciones con la civilización deja todavía mucho que desear. Y no es que sobre la historia de la Iglesia no se hayan hecho estudios profundos, sino que desde que se ha desplegado el espíritu de análisis social, no ha sido todavía objeto de aquellos trabajos admirables que tanto la ilustraron bajo el aspecto dogmático y crítico. Otro embarazo media para que pueda dilucidarse cual conviene esta materia, y es el dar sobrada importancia a las intenciones de los hombres, distrayéndose de considerar la marcha grave y majestuosa de las cosas. Se mide la magnitud y se califica la naturaleza de los acontecimientos por los motivos inmediatos que los determinaron, y por los fines que se proponían los hombres que en ellos intervinieron; y esto es un error muy grave: la vista se ha de extender a mayor espacio y se 1Ia ele observar el sucesivo desarrollo de las ideas, el influjo que anduvieron ejerciendo en los sucesos, las instituciones que de ellas iban brotando, pero considerándolo todo corno es en sí, es decir, en un cuadro grande, inmenso, sin pararse en hechos particulares contemplados en su aislamiento y pequeñez. Que es menester grabar profundamente en el ánimo la importante verdad de que cuando se desenvuelve alguno de esos grandes hechos que cambian la suerte ele una parte considerable del humano linaje, rara vez lo comprenden los mismos hombres que en ello intervienen, y que como poderosos agentes figuran: la marcha cíe la humanidad es un gran drama, los papeles se distribuyen entre los individuos que pasan y desaparecen, el hombre es muy pequeño, sólo Dios es grande. Ni los actores de las escenas de los antiguos imperios de Oriente, ni Alejandro arrojándose sobre el Asia y avasallando innumerables naciones, ni los romanos sojuzgando el mundo, ni los bárbaros derrocando y destrozando el Imperio Romano, ni los musulmanes dominando el Asia, el África y amenazando la independencia de Europa, pensaron ni pensar podían en que sirviesen de instrumento para realizar los destinos cuya ejecución nosotros admiramos. Quiero indicar con esto, que cuando se trata de civilización cristiana, cuando se van notando y analizando los hechos que señalan su marcha, no es necesario, y muchas veces ni conveniente, el suponer que los hombres que a ella han contribuido de una manera muy principal, conocieran en toda su extensión el resultado de su propia obra; bástale a la gloria de un hombre, el que se le señale como escogido instrumento de la Providencia, sin que sea menester atribuir demasiado a su conocimiento particular, a sus intenciones personales. Basta reconocer que un rayo de luz ha bajado del cielo y,ha iluminado su frente, pero no hay necesidad de que él mismo previera que ese raro, reflejando, se desparramara en inmensas madejas sobre las generaciones venideras. Los hambres pequeños son comúnmente más pequeños de lo que piensan; pero los hombres grandes son a veces más grandes de lo que creen: y es que no conocen todo su grandor, por no saber que son instrumentos de altos designios de la Providencia. Otra observación debe tenerse presente en el estudio de esos grandes hechos, y es que no se debe buscar un sistema, cuya trabazón y armonía se descubran a la primera ojeada. Preciso es resignarse a sufrir la vista de algunas irregularidades y algunos objetos poco agradables: es menester precaverse contra la pueril impaciencia de querer adelantarnos al tiempo, es indispensable despojarse de aquel deseo, que más o menos vivo nunca nos abandona, de encontrarlo todo amoldado conforme a nuestras ideas, de verlo marchar todo de la manera que Irás nos agrada. ¿No veis esa naturaleza tan grande, tan variada, tan rica, cómo prodiga en cierto desorden sus productos ocultando inestimables piedras y preciosísimos veneros entre montones de tierra ruda, cuál despliega inmensas cordilleras, riscos inaccesibles, horrendas fragosidades, que contrastan con amenas y espaciosas llanuras? ¿No veis ese aparente desorden, esa prodigalidad, en medio de las cuales están trabajando en secreto concierto innumerables agentes para producir el admirable conjunto que encanta nuestros ojos y admira al naturalista? Pues he aquí la sociedad: los hechos andan dispersos, desparramados acá y allá, sin ofrecer muchas veces visos de orden ni concierto; los acontecimientos se suceden, se empujan, sin que se descubra un designio; los hombres se aúnan, se separan, se auxilian, se chocan; pero va pasando el tiempo, ese agente indispensable para la producción de las grandes obras y va todo caminando al destino señalado en los arcanos del Eterno. He aquí cómo se concibe la marcha de la humanidad, he aquí la norma del estudio filosófico de la historia, he aquí el modo de comprender el influjo de esas ideas fecundas, de esas instituciones poderosas que aparecen de vez en cuando entre los hombres para cambiar la faz de la tierra. En semejante estudio, y cuando se descubre obrando en el fondo de las cosas una idea fecunda, una institución poderosa, lejos de asustarse el ánimo por encontrar alguna irregularidad, se complace y se alienta; porque es excelente señal de que la idea está llena de verdad, de que la institución rebosa de vida, cuando se las ve atravesar el caos de los siglos, y salir enteras de entre los más horrorosos sacudimientos. Que estos o aquellos hombres no se hayan regido por la idea, que no hayan correspondido al objeto de la institución, nada importa, si la institución ha sobrevivido a los trastornos, si la idea ha sobrenadado en el borrascoso piélago de las pasiones. Entonces el mentar las flaquezas, las miserias, la culpa, los crímenes de los hombres, es hacer la más elocuente apología de la idea y de la institución. Mirados los hombres de esta manera, no se los saca de su lugar propio, ni se exige de ellos lo que racionalmente no se puede exigir. Encajonados, por decirlo así, en el hondo cauce del gran torrente de los sucesos, no se atribuye a su inteligencia ni voluntad mayor esfera de la que les corresponde; y sin dejar por eso de apreciar debidamente la magnitud y naturaleza de las obras en que tomaron parte, no se da exagerada importancia a sus personas, honrándolas con encomio que no merezcan, o achacándoles cargos injustos. Entonces no se confunden monstruosamente tiempos y circunstancias; el observador mira con sosiego y templanza los acontecimientos que se van desplegando ante sus ojos; no habla del imperio de Carlomagno como hablar pudiera del imperio de Napoleón, ni se desata en agrias invectivas contra Gregorio VII, porque no siguió en su política la misma línea de conducta que Gregorio XVI. Y cuenta que no exijo del historiador filósofo una impasible indiferencia por el bien y por el mal, por lo justo y lo injusto; cuenta que no reclamo indulgencia para el vicio, ni pretendo que se escaseen los elogios a la virtud; no simpatizo con esa escuela histórica fatalista que ha vuelto a presentar sobre el mundo el Destino de los antiguos: escuela que si extendiera mucho su influencia, malograría la más hermosa parte de los trabajos históricos y ahogaría los destellos de las inspiraciones más generosas. En la marcha de la sociedad veo un plan, veo un concierto, mas no ciega necesidad; no creo que los sucesos se revuelvan, barajen en confusa mezcolanza en la oscura urna del destino, ni que los hados tengan ceñido el mundo con un aro de hierro. Veo sí una cadena maravillosa tendida sobre el curso de los siglos; pero es cadena que no embarga el movimiento de los individuos ni el de las naciones; que ondeando suavemente se aviene con el flujo y reflujo demandado por la misma naturaleza de las cosas; que con su contacto hace brotar de la cabeza de los hombres pensamientos grandiosos: cadena de oro que está pendiente de la mano del Hacedor Supremo, labrada con infinita inteligencia y regida con inefable amor. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XIV Estado religioso, social y científico del mundo a la época de la aparición del cristianismo. Derecho romano. Conjeturas sobre la influencia ejercida por las ideas cristianas sobre el derecho romano. Vicios de la organización política del imperio. Sistema del cristianismo para regenerar la sociedad: su primer paso se dirigió al cambio de las ideas. Comparación del cristianismo con el paganismo en la enseñanza de las buenas doctrinas. Observaciones sobre el púlpito de los protestantes. ¿EN Que estado encontró al mundo el Cristianismo? Pregunta es ésta en que debemos fijar mucho nuestra atención, si queremos apreciar debidamente los beneficios dispensados por esa religión divina al individuo y a la sociedad; si deseamos conocer el verdadero carácter de la civilización cristiana. Sombrío cuadro por cierto presentaba la sociedad en cuyo centro nació el cristianismo. Cubierta de bellas apariencias, y herida en su corazón con enfermedad de muerte, ofrecía la imagen de la corrupción más asquerosa, velada con el brillante ropaje de la ostentación y de la opulencia. La moral sin base, las costumbres sin pudor, sin freno las pasiones, las leyes sin sanción, la religión sin Dios, flotaban las ideas a merced de las preocupaciones, del fanatismo religioso, y de las cavilaciones filosóficas. Era el hombre un hondo misterio para sí mismo, y ni sabía estimar su dignidad, pues que consentía que se le rebajase al nivel de los brutos; ni cuando se empeñaba en ponderarla, acertaba a contenerse en los lindes señalados por la razón y la naturaleza, siendo a este propósito bien notable, que mientras una gran parte del humano linaje gemía en la más abyecta esclavitud, se ensalzasen con tanta facilidad los héroes, y hasta los más detestables monstruos, sobre las aras de los dioses. Con semejantes elementos debía cundir tarde o temprano la disolución social; y aun cuando no hubiera sobrevenido la violenta arremetida de los bárbaros, más o menos tarde aquella sociedad se hubiera trastornado: porque no había en ella ni una idea fecunda, ni un pensamiento consolador, ni una vislumbre de esperanza que pudiese preservarla de la ruina. La idolatría había perdido su fuerza: resorte gastado con el tiempo y por el uso grosero que de él habían hecho las pasiones, expuesta su frágil contextura al disolvente fuego de la observación filosófica, estaba en extremo desacreditada; y si por efecto de arraigados hábitos, ejercía sobre el ánimo de los pueblos algún influjo maquinal, no era esto capaz ni de restablecer la armonía de la sociedad, ni de producir aquel fogoso entusiasmo inspirador de grandes acciones: entusiasmo, que tratándose de corazones vírgenes puede ser excitado hasta por la superstición más irracional y absurda. A juzgar por la relajación de costumbres, por la flojedad en los ánimos, por la afeminación y el lujo, por el completo abandono a las más repugnantes diversiones y asquerosos placeres, se ve claro que las ideas religiosas nada conservaban de aquella majestad que notamos en los tiempos heroicos; y que faltas de eficacia ejercían sobre el ánimo de los pueblos escaso ascendiente, mientras servían de un modo lamentable como instrumentos de disolución. Ni era posible que sucediese de otra manera: pueblos que se habían levantado al alto grado de cultura de que pueden gloriarse griegos y romanos, que habían oído disputar a sus sabios sobre las grandes cuestiones acerca de la Divinidad y el hombre, no era regular que permaneciesen en aquella candidez que era necesaria para creer de buena fe los intolerables absurdos de que rebosa el paganismo; y sea cual fuere la disposición de ánimo de la parte más ignorante del pueblo, a buen seguro que le creyeran cuantos se levantaban un poco sobre el nivel regular, ellos que acababan de oír filósofos tan cuerdos como Cicerón, y que se estaban saboreando en las maliciosas agudezas de sus poetas satíricos. Si la religión era impotente, quedaba al parecer otro recurso: la ciencia. Antes de entrar en el examen de lo que podía esperarse de ella, es necesario observar que jamás la ciencia fundó una sociedad, ni jamás fue bastante a restituirle el equilibrio perdido. Revuélvase la historia de los tiempos antiguos: se hallarán al frente de algunos pueblos hombres eminentes que ejerciendo un mágico influjo sobre el corazón de sus semejantes, dictan leyes, reprimen abusos, rectifican las ideas, enderezan las costumbres, y asientan sobre sabias instituciones un gobierno, labrando más o menos cumplidamente la dicha y la prosperidad de los pueblos que se entregaron a su dirección y cuidado. Pero muy errado anduviera quien se figurase que esos hombres procedieron a consecuencia de lo que nosotros llamamos combinaciones científicas: sencillos por lo común, y hasta rudos y groseros, obraban a impulsos de su buen corazón, y guiados por aquel buen sentido, por aquella sesuda cordura, que dirigen al padre de familia en el manejo de los negocios domésticos; mas nunca tuvieron por norma esas miserables cavilaciones que nosotros apellidamos teorías, ese fárrago indigesto de ideas que nosotros disfrazamos con el pomposo nombre de ciencia. ¿Y qué? ¿Fueron acaso los mejores tiempos de la Grecia aquéllos en que florecieron los Platones y los Aristóteles? Aquellos fieros romanos que sojuzgaron el mundo no poseían por cierto la extensión y variedad de conocimientos que admiramos en el siglo de Augusto; y ¿quién trocara sin embargo unos tiempos con otros tiempos, unos hombres con otros hombres? Los siglos modernos podrían también suministrarnos abundantes pruebas de la esterilidad de la ciencia en las instituciones sociales; cosa tanto más fácil de notar cuando son tan patentes los resultados prácticos que han dimanado de las ciencias naturales. En éstas diríase que se ha concedido al hombre lo que en aquéllas le fue negado; si bien que mirada a fondo la cosa no es tanta la diferencia como a primera vista pudiera parecer. Cuando el hombre trata de hacer aplicación de los conocimientos que ha adquirido sobre la naturaleza, se ve forzado a respetarla; y como aunque quisiese, no alcanzara con su débil mano a causarle considerable trastorno, se limita en sus ensayos a tentativas de poca monta, excitándole el mismo deseo del acierto, a obrar conforme a las leyes a que están sujetos los cuerpos sobre los cuales se ejercita. En las aplicaciones de las ciencias sociales sucede muy, de otra manera: el hombre puede obrar directa e inmediatamente sobre la misma sociedad; con su mano puede trastornarla, no se ve por precisión limitado a practicar sus ensayos en objetos de poca entidad y respetando las eternas leyes de las sociedades, sino que puede imaginarlas a su gusto, proceder conforme a sus cavilaciones, y acarrear desastres de que se lamente la humanidad. Recuérdense las extravagancias que sobre la naturaleza han corrido muy válidas en las escuelas filosóficas antiguas y modernas, y véase lo que hubiera sido de la admirable máquina del universo, si los filósofos la hubieran podido manejar a su arbitrio. Por desgracia no sucede así en la sociedad: los ensayos se hacen sobre ella misma, sobre sus eternas bases, y entonces resultan gravísimos reales, pero males que evidencian la debilidad ele la ciencia del hombre. Es menester no olvidarlo: la ciencia, propiamente dicha, vale poco para la organización de las sociedades; y en los tiempos modernos que tan orgullosa se manifiesta por su pretendida fecundidad, será bien recordarle que atribuye a sus trabajos lo que es fruto del transcurso de los siglos, del sano instinto de los pueblos, y a veces de las inspiraciones de un genio: y ni el instinto de los pueblos, ni el genio, tienen nada de parecido a la ciencia. Pero dando de mano a esas consideraciones generales, siempre muy útiles como que son tan conducentes para el conocimiento del hombre, ¿qué podía esperarse de la falsa vislumbre de ciencia que se conservaba sobre las ruinas de las antiguas escuelas, a la época de que hablamos? Escasos como eran en semejantes materias los conocimientos de los filósofos antiguos, aun de los más aventajados, no puede menos de confesarse que los nombres de Sócrates, de Platón, de Aristóteles, recuerdan algo de respetable; y, que en medio de desaciertos y aberraciones, ofrecen conceptos dignos de la elevación de sus genios. Pero cuando apareció el cristianismo, estaban sofocados los gérmenes del saber esparcidos por aquellos grandes hombres: los sueños habían ocupado el lugar de los pensamientos altos y fecundos, el prurito de disputar reemplazaba el amor de la sabiduría, y los sofismas y las cavilaciones se habían sustituido a la madurez del juicio y a la severidad del raciocinio. Derribadas las antiguas escuelas, formadas de sus escombros otras tan estériles como extrañas, brotaba por todas partes cuantioso número de sofistas, como aquellos insectos inmundos que anuncian la corrupción de un cadáver. La Iglesia nos ha conservado un dato preciosísimo para juzgar de la ciencia de aquellos tiempos: la historia de las primeras herejías. Si prescindimos de lo que en ellas indigna, cual es su profunda inmoralidad, ‘¿puede verse cosa más vacía, más insulsa, más digna de lástima? La legislación romana tan recomendable por la justicia y equidad que entraña, y por el tino y sabiduría con que resplandece, si bien puede contarse como uno de los más preciosos esmaltes de la civilización antigua, no era parte sin embargo a prevenir la disolución de que estaba amenazada la sociedad. Nunca debió ésta su salvación a jurisconsultos; porque obra tamaña no está en la esfera del influjo de la jurisprudencia. Que sean las leyes tan perfectas como se quiera, que la jurisprudencia se haya levantado al mas alto punto de esplendor, que los jurisconsultos estén animados de los sentimientos mas puros, que vayan guiados por las miras más rectas, ¿de qué servirá todo esto, si el corazón de la sociedad está corrompido, si los principios morales han perdido su fuerza, si las costumbres están en perpetua lucha con las leyes? Ahí están los cuadros que de las costumbres romanas nos han dejado sus mismos historiadores, y véase si en ellos se encuentran retratadas la equidad, la justicia, el buen sentido, que han merecido a las leyes romanas el honroso dictado de razón escrita. Como una prueba de imparcialidad omito de propósito el notar los males que no carece el derecho romano; no fuera que se me achacase que trato de rebajar todo aquello que no es obra del Cristianismo. 126 No debe, sin embargo, pasarse por alto que no es verdad que al Cristianismo no le cupiese ninguna parte en la perfección de la jurisprudencia romana; no sólo con respecto al período de los emperadores cristianos, lo que no admite duda, sino también hablando de los anteriores. Es cierto que algún tiempo antes de la venida de Jesucristo era muy crecido el número de las leyes romanas, y que su estado y arreglo llamaba la atención de los hombres más ilustres. Sabemos por Suetonio (in Cesar. c. 44) que Julio César se había propuesto la utilísima tarea de reducir a pocos libros, lo más selecto y necesario que andaba desparramado en la inmensa abundancia de leyes; un pensamiento semejante había ocurrido a Cicerón, quien escribió un libro sobre la redacción metódica del derecho civil (De jure civil ¡in arte redigendo), como atestigua Gelio (Noce. Att. 1. 1. c. 22); y según nos dice Tácito (Aun. l. 3. c. 28), este trabajo había también ocupado la atención del emperador Augusto. Esos proyectos revelan ciertamente que la legislación no estaba en su infancia; pero no deja por ello de ser verdad, que el derecho romano, tal como le tenemos, es casi todo un producto de siglos posteriores. Varios de los jurisconsultos más afamados, y cuyas sentencias forman una buena parte del derecho, vivían largo tiempo después de la venida de Jesucristo; y las constituciones de los emperadores llevan en su propio nombre el recuerdo de su época. Asentados estos hechos, observaré que por ser paganos los emperadores y los jurisconsultos, no se infiere que las ideas cristianas dejasen de ejercer influencia sobre sus obras. El número de los cristianos era inmenso por todas partes; la misma crueldad con que se los había perseguido, la heroica fortaleza con que arrostraban los tormentos y la muerte, debían de haber llamado la atención de todo el mundo; y es imposible que entre los hombres pensadores no se existiera la curiosidad de examinar cuál era la enseñanza que la religión nueva comunicaba a sus prosélitos. La lectura de las apologías del cristianismo escritas ya en los primeros siglos con tanta fuerza de raciocinio y, elocuencia, las obras de varias clases publicadas por los primeros padres, las homilías de los obispos dirigidas a los pueblos, encierran un caudal tan grande de sabiduría, respiran tanto amor a la verdad y a la justicia, proclaman tan altamente los eternos principios de la moral, que no podía menos de hacerse sentir su influencia aun entre aquéllos que condenaban la religión del Crucificado. Cuando van extendiéndose doctrinas que tengan por objeto aquellas grandes cuestiones que más interesan al hombre, si estas doctrinas son propagadas con fervoroso celo, aceptadas con ardor por un crecido número de discípulos, y sustentadas con el talento y el saber de hombres ilustres, dejan en todas direcciones hondos surcos, y afectan aun a aquéllos mismos que las combaten con acaloramiento. Su influencia en tales casos es imperceptible, pero no deja de ser muy real y verdadera; se asemejan a aquellas exhalaciones de que se impregna la atmósfera: con el aire que respiramos absorbemos a veces la muerte, a veces un aroma saludable que nos purifica y conforta. No podía menos de verificarse el mismo fenómeno con respecto a una doctrina predicada de un modo tan extraordinario, propagada con tanta rapidez, sellada su verdad con torrentes de sangre, y defendida por escritores tan ilustres como Justino, Clemente de Alejandría, Ireneo y Tertuliano. La profunda sabiduría, la embelesante belleza de las doctrinas explicadas por los doctores cristianos, debían de llamar la atención hacia los manantiales donde las bebían; y es regular que esa picante curiosidad pondría en manos de muchos filósofos y jurisconsultos los libros de la Sagrada Escritura. ¿Qué tuviera de extraño que Epicteto se hubiese saboreado largos ratos en la lectura del sermón sobre la montaña; ni que los oráculos de la jurisprudencia recibiesen sin pensarlo las inspiraciones de una religión que, creciendo de un modo admirable en extensión y pujanza, andaba apoderándose de todos los rangos de la sociedad? El ardiente amor a la verdad y a la justicia, el espíritu de fraternidad, las grandiosas ideas sobre la dignidad del hombre, temas perpetuos de la enseñanza cristiana, no eran para quedar circunscritos al solo ámbito de los hijos de la Iglesia. Con más o menos lentitud, se iban filtrando por todas las clases; y cuando con la conversión de Constantino adquirieron influencia política y predominio público, no se hizo otra cosa que repetir el fenómeno de que en siendo un sistema muy, poderoso en el orden social, pasa a ejercer un señorío o al menos su influencia, en el orden político. Con entera confianza abandono estas reflexiones al juicio de los hombres pensadores; seguro de que si no las adoptan, al menos no las juzgarán desatendibles. Vivimos en una época fecunda en acontecimientos, y en que se han realizado revoluciones profundas: y por eso estamos más en proporción de comprender los inmensos efectos de las influencias indirectas y- lentas, el poderoso ascendiente de las ideas, la fuerza irresistible con que se abren paso las doctrinas. A esa falta de principios vitales para regenerar la sociedad, a tan poderosos elementos de disolución como abrigaba en su seno, se allegaba otro mal y, no de poca cuantía, en lo vicioso de la organización política. Doblegada la cerviz del mundo bajo el yugo de Roma, se veían cientos de pueblos, muy diferentes en usos y costumbres, amontonados en desorden como el botín de un cuerpo de batalla, forzados a formar un cuerpo facticio, como trofeos ensartados en el astil de una lanza. 128 La unidad en el gobierno no podía ser provechosa, porque era violenta; y añadiéndose que esta unidad era despótica, desde la silla del imperio hasta los últimos mandarines, no podía traer otro resultado que el abatimiento y la degradación de los pueblos; siéndoles imposible desplegar aquella elevación y energía de ánimo, frutos preciosos del sentimiento de la propia dignidad, y el amor a la independencia de la patria. Si al menos Roma hubiese conservado sus antiguas costumbres, si abrigara en su seno aquellos guerreros tan célebres por la fama de sus victorias como por la sencillez y austeridad de costumbres, se pudiera concebir la esperanza de que emanara a los pueblos vencidos algo de las prendas de los vencedores, como un corazón joven y robusto reanima con su vigor un cuerpo extenuado con las más rebeldes dolencias. Pero desgraciadamente no era así: los Fabios, los Camilos, los Escipiones, no hubieran conocido su indigna prole; y, Roma, la señora del mundo, yacía esclava bajo los pies de unos monstruos, que ascendían al trono por el soborno y la violencia, manchaban el cetro con su corrupción y crueldad, y acababan la vida en manos de un asesino. La autoridad del senado y la del pueblo habían desaparecido: quedaban tan sólo algunos vanos simulacros, vestigia inorientis libertatis, como los apellida Tácito, vestigios de la libertad expirante: y aquel pueblo rey que antes distribuía el imperio, las fasces, las legiones, y todo, a la sazón ansiaba tan sólo dos cosas: paz y juegos. Qui dabat olim Imperiunz, fasces, legiones, ownia, nunc se Continet, atgue ditas tantunn res anxius optat, Panesn et circenses. Juvenal, Satyr. 10 Vino por fin la plenitud de los tiempos, el Cristianismo apareció, y sin proclamar ninguna alteración en las formas políticas, sin atentar contra ningún gobierno, sin ingerirse en nada que fuese mundanal y terreno, llevó a los hombres una doble salud, llamándolos al camino de una felicidad eterna, al paso que iba derramando a manos llenas el único preservativo contra la disolución social, el germen de una regeneración lenta y pacífica, pero grande, inmensa, duradera, a la prueba de los trastornos de los siglos. Y ese preservativo contra la disolución social, y ese germen de inestimables mejoras, era una enseñanza elevada y pura, derramada sobre todos los hombres, sin excepción de edades, de sexos, de condiciones, como una lluvia benéfica que se desata en suavísimos raudales sobre una campiña mustia y agostada. 129 No hay religión que se haya igualado al Cristianismo, ni en conocer el secreto de dirigir al hombre, ni cuya conducta en esa dirección sea un testimonio más solemne del reconocimiento de la alta dignidad humana. El Cristianismo ha partido siempre del principio de que el primer paso para apoderarse de todo el hombre, es apoderarse de su entendimiento; que cuando se trata o de extirpar un mal, o de producir un bien, es necesario tornar por blanco principal las ideas; dando de esta manera un golpe mortal a los sistemas de violencia, que tanto dominan dondequiera que él no existe, y proclamando la saludable verdad de que cuando se trata de dirigir a los hombres, el medio más indigno y más débil es la fuerza. Verdad benéfica y fecunda, que abría a la humanidad un nuevo y venturoso porvenir. Sólo desde el Cristianismo se encuentran, por decirlo así, cátedras de la más sublime filosofía, abiertas a todas horas, en todos lugares, para todas las clases del pueblo: las más altas verdades sobre Dios y el hombre, las reglas de la moral más pura, no se limitan ya a ser comunicadas a un número escogido de discípulos en lecciones ocultas y misteriosas: la sublime filosofía del Cristianismo ha sido más resuelta, se ha atrevido a decir a los hombres la verdad entera y desnuda, y eso en público, en alta voz, con aquella generosa osadía compañera inseparable de la verdad. “Lo que os digo de noche decidlo a la luz del día, y lo que os digo al oído, predicadlo desde los terrados”. Así hablaba Jesucristo a sus discípulos. (1Mat. c. 10. v. 27). Luego que se hallaron encarados el Cristianismo y el paganismo, se hizo palpable la superioridad de aquél, no tan sólo por el contenido de las doctrinas, sino también por el modo de propagarlas: se pudo conocer desde luego que una religión cuya enseñanza era tan sabia y tan pura, y que para difundirla se encaminaba sin rodeos, en derechura, al entendimiento y al corazón, había de desalojar bien pronto de sus usurpados dominios a otra religión de impostura y mentira. Y en efecto, ¿qué hacía el paganismo para el bien de los hombres?, ¿cuál era su enseñanza sobre las verdades morales?, ¿qué diques oponía a la corrupción de costumbres? “Por lo que toca a las costumbres, dice a este propósito San Agustín, ¿cómo no cuidaron los dioses de que sus adoradores no las tuvieran tan depravadas? El verdadero Dios a quien no adoraban los desechó, y con razón; pero los dioses, cuyo culto se quejan que se les prohíba esos hombres ingratos, esos dioses, ¿por qué a sus adoradores no les ayudaron con ley alguna para bien vivir? 130 Ya que los hombres cuidaban del culto, justo era que los dioses no olvidasen el cuidado de la vida y costumbres. Se me dirá que nadie es malo sino por su voluntad; ¿quién lo niega? Pero cargo era de los dioses no ocultar a los pueblos, sus adoradores, los preceptos de la moral, sino predicárselos a las claras, reconvenir y reprender por medio de los vates a los pecadores, amenazar públicamente con la pena a los que obraban mal, y prometer premios a los que obraban bien. En los templos de los dioses ¿cuándo resonó una voz alta y vigorosa que a tamaño objeto se dirigiese?” (De Civit. Dei, 1. 2. c. 4.) Traza en seguida el Santo doctor un negro cuadro de las torpezas y abominaciones que se cometían en los espectáculos y juegos sagrados celebrados en obsequio de los dioses, a que él mismo dice que había asistido en su juventud, y luego continúa: “infiérese de esto que no se curaban aquellos dioses de la vida y costumbres de las ciudades y naciones que les rendían culto, dejándolas que se abandonasen a tan horrendos y detestables males, no dañando tan sólo a sus campos y viñedos, no a su casa y hacienda, no al cuerpo sujeto a la mente, sino permitiéndoles sin ninguna prohibición imponente, que abrevasen de maldad a la directora del cuerpo, a su misma alma. Y si se pretende que vedaban tales maldades, que se nos manifieste, que se nos pruebe. Jáctanse de no sé qué susurros que sonaban a los oídos de muy pocos, en que bajo un velo misterioso se enseñaban los preceptos de una vida honrada y pura; pero muéstrennos los lugares señalados para semejantes reuniones, no los lugares donde los farsantes ejecutaban los juegos con voces y acciones obscenas, no donde se celebraban las fiestas frugales con la más estragada licencia, sino donde oyesen los pueblos los preceptos de los dioses, sobre reprimir la codicia, quebrantar la ambición, y refrenar los placeres: donde aprendiesen esos infelices aquella enseñanza que con severo lenguaje les recomendaba Persio (Satyr. 3) cuando decía: “Aprended, oh miserables, a conocer las causas de las cosas, lo que somos, a qué nacimos, cuál debe ser nuestra conducta, cuán deleznable es el término de nuestra carrera, cuál es la razonable templanza en el amor del dinero, cuál su utilidad verdadera, cuál la norma de nuestra liberalidad con nuestros deudos y nuestra patria, adónde te ha llamado Dios y cuál es el lugar que ocupas entre los hombres”. Dígasenos en qué lugar solían recitarse de parte de los dioses semejantes preceptos, donde pudiesen oírlos con frecuencia los pueblos, sus adoradores; muéstrensenos esos lugares, así como nosotros mostramos iglesias instituidas para este objeto, dondequiera que se ha difundido la religión cristiana”. (De Civit. Dei 1. 2. c. 6.) 131 Esa religión divina, profunda conocedora del hombre, no ha olvidado jamás la debilidad e inconstancia que le caracterizan; y por esta causa ha tenido siempre por invariable regla de conducta, inculcarle sin cesar, con incansable constancia, con paciencia inalterable, las saludables verdades de qué dependen su bienestar temporal y su felicidad eterna. En tratándose de verdades morales el hombre olvida fácilmente lo que no resuena de continuo a sus oídos, y si se conservan las buenas máximas en su entendimiento, quedan como semilla estéril, sin fecundar el corazón. Bueno es y muy saludable que los padres comuniquen esta enseñanza a sus hijos: bueno es y muy saludable que sea éste un objeto preferente en la educación privada; pero es necesario además que haya un ministerio público, que no le pierda nunca de vista, que se extienda a todas las clases y a todas las edades, que supla el descuido de las familias, que avive los recuerdos y las impresiones que las pasiones y el tiempo van de continuo borrando. Es tan importante para la instrucción y moralidad de los pueblos este sistema de continua predicación y enseñanza practicado en todas épocas y lugares por la Iglesia Católica, que debe juzgarse como un gran bien el que en medio del prurito que atormentó a los primeros protestantes, de desechar todas las prácticas de la Iglesia, conservasen sin embargo la de la predicación. Y no es necesario por eso el desconocer los daños que en ciertas épocas han traído las violentas declamaciones de algunos ministros, o insidiosos o fanáticos; sino que en el supuesto de haberse roto la unidad, en el supuesto de haber arrojado a los pueblos por el azaroso camino del cisma, habrá influido no poco en la conservación ele las ideas más capitales sobre Dios y el hombre, y de las máximas fundamentales de la moral, el oír los pueblos con frecuencia explicadas semejantes verdades por quien las había estudiado de antemano en la Sagrada Escritura. Sin duda que el golpe mortal dado a las jerarquías por el sistema protestante, y la consiguiente degradación del sacerdocio, hace que la cátedra de la predicación no tenga entre los disidentes el sagrado carácter de cátedra del Espíritu Santo; sin duda que es un grande obstáculo para que la predicación pueda dar fruto, el que un ministro protestante no pueda ya presentarse como un ungido del Señor, sino que, como ha dicho un escritor de talento, sólo sea un hombre vestido de negro que sube al púlpito todos los domingos para hablar de cosas razonables; pero al menos oyen los pueblos algunos trozos de las excelentes pláticas morales que se encuentran en el sagrado Texto, tienen con frecuencia a su vista los edificantes ejemplos esparcidos en el viejo y nuevo Testamento; y sobre todo se les refieren a menudo los pasos de la vida de Jesucristo, de esa vida admirable, modelo de toda perfección; y que aun mirada con ojos humanos, es, en confesión de todo el mundo, la pura santidad por excelencia, el más hermoso conjunto moral que se viera jamás, la realización de un bello ideal que bajo la forma humana jamás concibió la filosofía en sus altos pensamientos, jamás retrató la poesía en sus sueños brillantes. 132 Esto es muy útil, altamente saludable: porque siempre lo es el nutrir el ánimo de los pueblos con el jugoso alimento de las verdades morales, y el excitarlos a la virtud con el estímulo de tan altos ejemplos. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XV La Iglesia no fue tan sólo una escuela grande y fecunda, sino también una asociación regeneradora. Objetos que tuvo que llenar. Dificultades que tuvo que vencer. La esclavitud. Quién abolió la esclavitud. Opinión de Guizot. Número inmenso de esclavos. Con qué tino debía procederse en la abolición de la esclavitud. La abolición repentina era imposible. Se Impugna la opinión de Guizot. POR GRANDE que fuese la importancia dada por la Iglesia a la propagación de la verdad, y por más convencida que estuviera de que para disipar esa informe masa de inmoralidad y degradación que se ofrecía a su vista, el primer cuidado había de dirigirse a exponer el error al disolvente fuego de las doctrinas verdaderas, no se limitó a esto; sino que descendiendo al terreno de los hechos, y siguiendo un sistema lleno de sabiduría y cordura, hizo de manera que la humanidad pudiese gustar el precioso fruto, que hasta en las cosas terrenas dan las doctrinas de Jesucristo. No fue la Iglesia sólo una escuela grande y fecunda, fue una asociación regeneradora; no esparció sus doctrinas generales arrojándolas como al acaso, con la esperanza de que fructificaran con el tiempo, sino que las desenvolvió en todas sus relaciones, las aplicó a todos los objetos, procuró inocularlas a las costumbres y a las leyes, y realizarlas en instituciones que sirviesen de silenciosa pero elocuente enseñanza a las generaciones venideras. Véase desconocida la dignidad del hombre, reinando por doquiera la esclavitud; degradada la mujer, ajándola la corrupción de costumbres y abatiéndola la tiranía del varón; adulteradas las relaciones de familia, concediendo la ley al padre unas facultades que jamás le dió la naturaleza; despreciados los sentimientos de humanidad en el abandono de la infancia, en el desamparo del pobre y del enfermo; llevadas al más alto punto la barbarie y la crueldad en el derecho atroz que regulaba los procedimientos de la guerra; veáse por fin coronando el edificio social rodeada de satélites y cubierta de hierro la odiosa tiranía, mirando con despreciados desdén a los infelices pueblos que yacían a sus plantas, amarrados con remachadas cadenas. 133 En tamaño conflicto no era pequeña empresa la de desterrar el error, reformar y suavizar las costumbres, abolir la esclavitud, corregir los vicios de la legislación, enfrenar el poder y armonizarle con los intereses públicos, dar nueva vida al individuo, reorganizar la familia y la sociedad; y sin embargo, esto, y nada menos que esto, ejecutó la Iglesia. Empecemos por la esclavitud. Ésta es una materia que conviene profundizar, dado que encierra una de las cuestiones que más pueden excitar la curiosidad de la ciencia, e interesar los sentimientos del corazón. ¿Quién ha abolido entre los pueblos cristianos la esclavitud? ¿Fue el cristianismo? ¿Y fue él solo, con sus ideas grandiosas sobre la dignidad del hombre, con sus máximas y espíritu de fraternidad y caridad, y además con su conducta prudente, suave y benéfica? Me lisonjeo de poder manifestar que sí. Ya no se encuentra quien ponga en duda que la Iglesia Católica ha tenido una poderosa influencia en la abolición de la esclavitud; es una verdad demasiado clara, salta a los ojos con sobrada evidencia para que sea posible combatirla. M. Guizot, reconociendo el empeño y la eficacia con que trabajó la Iglesia para la mejora del estado social, dice: “Nadie ignora con cuánta obstinación combatió los grandes vicios de aquel estado, la esclavitud, por ejemplo”. Pero a renglón seguido, y como si le pesase de asentar sin ninguna limitación un hecho, que por necesidad había de excitar a favor de la Iglesia Católica las simpatías de la humanidad entera, continúa: “Mil veces se ha dicho y repetido que la abolición de la esclavitud en los tiempos modernos, es debida enteramente a las máximas del Cristianismo. Esto es, a mi entender, adelantar demasiado: mucho tiempo subsistió la esclavitud en medio de la sociedad cristiana, sin que semejante estado la confundiese o irritase mucho”. Muy errado anda M. Guizot queriendo probar que no es debida exclusivamente al Cristianismo la abolición de la esclavitud, porque subsistiese tal estado por mucho tiempo en medio de la sociedad cristiana. Si se quería proceder con buena lógica era necesario mirar antes si la abolición repentina de la esclavitud era posible; y si el espíritu de orden y de paz que anima a la Iglesia podía permitir que se arrojase a una empresa, con la que hubiera trastornado el mundo, sin alcanzar el objeto que se proponía. 134 El número de los esclavos era inmenso; la esclavitud estaba profundamente arraigada en las ideas, en las costumbres, en las leyes, en los intereses individuales y sociales: sistema funesto sin duda, pero que era una temeridad pretender arrancarle de un golpe, pues que sus raíces penetraban muy hondo, se extendían a largo trecho debajo las entrañas de la tierra. Se contaron en un censo de Atenas veinte mil ciudadanos y cuarenta mil esclavos; en la guerra del Peloponeso se les pasaron a los enemigos nada menos que veinte mil, según refiere Tucídides. El mismo autor nos dice que en Quío era crecidísimo el número de los esclavos, y que la defección de estos pasándose a los atenienses puso en apuros a sus dueños; y en general era tan grande su número en todas partes, que no pocas veces estaba en peligro por ellos la tranquilidad pública. Por esta causa era necesario tomar precauciones para que no pudieran concertarse. “Es muy conveniente, dice Platón (Dial. 6. De las leyes), que los esclavos no sean de un mismo país, y que en cuanto fuere posible, sean discordes sus costumbres y voluntades; pues que repetidas experiencias han resultado en las frecuentes defecciones que se han visto entre los mismos, y en las demás ciudades que tienen muchos esclavos de una misma lengua, cuántos daños suelen de esto resultar”. Aristóteles en su Economía (lib. 1. c. 5) da varias reglas sobre el modo con que deben tratarse los esclavos, y es notable que coincide con Platón, advirtiendo expresamente: “que no se han de tener muchos esclavos de un mismo país”. En su Política (1. 2. c. 7) nos dice que los tesalios se vieron en graves apuros por la muchedumbre de sus penestas, especie de esclavos; aconteciendo lo propio a los lacedemonios, de parte de los ilotas. “Con frecuencia ha sucedido, dice, que los penestas se han sublevado en Tesalia; y los lacedemonios, siempre que han sufrido alguna calamidad, se han visto amenazados por las conspiraciones de los ilotas”. Ésta era una dificultad que llamaba seriamente la atención de los políticos, y no sabían cómo salvar los inconvenientes que traía consigo esa inmensa muchedumbre de esclavos. Se lamenta Aristóteles de cuán difícil era acertar en el verdadero modo de tratarlos, y se conoce que era ésta una materia que daba mucho cuidado. Transcribiré sus propias palabras: “A la verdad, que el modo con que se debe tratar a esa clase de hombres es tarea trabajosa y llena de cuidados; porque si se usa de blandura, se hacen petulantes y quieren igualarse con los dueños, y si se los trata con dureza, conciben odio y maquinan asechanzas”. 135 En Roma era tal la multitud de esclavos, que, habiéndose propuesto el darles un traje distintivo, se opuso a esta medida el senado, temeroso de que si ellos llegaban a conocer su número, peligrase el orden público: y a buen seguro que no eran vanos semejantes temores, pues que ya de mucho antes habían los esclavos causado considerables trastornos en Italia. Platón, para apoyar el consejo arriba citado, recuerda que “los esclavos repetidas veces habían devastado la Italia con la piratería y el latrocinio”: y en tiempos más recientes, Espartaco, a la cabeza de un ejército de esclavos, fue por algún tiempo el terror de Italia, y dio mucho que entender a distinguidos generales romanos. Había llegado a tal exceso en Roma el número de los esclavos, que muchos dueños los tenían a centenares. Cuando fue asesinado el prefecto de Roma, Pedanio Secundo, fueron sentenciados a muerte 400 esclavos suyos (Tácit. Ann. 1. 14); y Pudentila, mujer de Apuleyo, los tenía en tal abundancia que dio a sus hijos nada menos de 400. Esto había llegado a ser un objeto de lujo, y a competencia se esforzaban los romanos en distinguirse por el número de sus esclavos. Querían que al hacerse la pregunta de Quot paseit sernos, cuántos esclavos mantiene, según expresión de Juvenal (Satyr 3. v. 140), pudiesen ostentarlos en grande abundancia; llegando la cosa a tal extremo, que según nos atestigua Plinio, más bien que al séquito de una familia, se parecían a un verdadero ejército. No era solamente en Grecia e Italia donde era tan crecido el número de los esclavos; en Tiro se sublevaron contra sus dueños, y favorecidos por su inmenso número, lo hicieron con tal resultado que los degollaron a todos. Pasando a pueblos bárbaros, y prescindiendo de otros más conocidos, nos refiere Herodoto (l. 3) que volviendo de la media los escitas, se encontraron con los esclavos sublevados, viéndose forzados los dueños a cederles el terreno abandonando su patria; y César en sus Comentarios (De Bello Gall. 1. 6) nos atestigua lo abundante que eran los esclavos en la Galia. Siendo tan crecido en todas partes el número de esclavos, ya se ve que era del todo imposible predicar su libertad, sin poner en conflagración el mundo. Desgraciadamente queda todavía en los tiempos modernos un punto de comparación, que, si bien en una escala muy inferior, no deja de cumplir a nuestro propósito. En una colonia donde los esclavos negros sean muy numerosos ¿quién se arroja de golpe a ponerlos en libertad? 136 ¿Y cuánto se agrandan las dificultades, qué dimensión tan colosal adquiere el peligro, tratándose no de una colonia, sino del universo? El estado intelectual y moral de los esclavos los hacía incapaces de disfrutar de un tal beneficio en provecho suyo y de la sociedad; y en su embrutecimiento, aguijoneados por el rencor y el deseo de venganza nutridos en sus pechos con el ml tratamiento que se les daba, hubieran reproducido en grande las sangrientas escenas con que dejaran ya manchadas en tiempos anteriores las páginas de la historia. ¿Y qué hubiera acontecido entonces? Que amenazada la sociedad por tan horroroso peligro, se hubiera puesto en vela contra los principios favorecedores de la libertad, los hubiera mirado en adelante con prevención y suspicaz desconfianza, y lejos de aflojar las cadenas de los esclavos, se las habría remachado con más ahínco y tenacidad. De aquella inmensa masa de hombres brutales y furibundos puestos sin preparación en libertad y movimiento, era imposible que brotase una organización social: porque una organización social no se improvisa, y mucho menos con semejantes elementos; y en tal caso, habiéndose de optar entre la esclavitud y el aniquilamiento del orden social, el instinto de conservación que anima a la sociedad, como a todos los seres, hubiera acarreado indudablemente la duración de la esclavitud allí donde hubiese permanecido todavía, y su restablecimiento allí donde se la hubiese destruido. Los que se han quejado de que el Cristianismo no anduviera mas pronto en la abolición de la esclavitud, debían recordar que aun cuando supongamos posible una emancipación repentina o muy rápida, aun cuando queramos prescindir de los sangrientos trastornos que por necesidad habrían resultado, la sola fuerza de las cosas saliendo al paso con sus obstáculos insuperables, hubiera inutilizado semejante medida. Demos de mano a todas las consideraciones sociales y políticas, y fijémonos únicamente en las económicas. Por de pronto era necesario alterar todas las relaciones de la propiedad; porque figurando en ellas los esclavos como una parte principal, cultivando ellos las tierras, ejerciendo los oficios mecánicos, en una palabra, estando distribuido entre ellos lo que se llama trabajo, y hecha esta distribución en el supuesto de la esclavitud, quitada esta base se acarreaba una dislocación tal, que la mente no alcanza a comprender sus últimas consecuencias. Quiero suponer que se hubiese procedido a despojos violentos, que se hubiese intentando un reparto, una nivelación de propiedades, que se hubiesen distribuido tierras a los emancipados, y que a los más opulentos señores se los hubiese forzado a manejar el azadón y el arado; quiero suponer realizados todos estos absurdos, todos esos sueños de un delirante, ni aun así se habría salido del paso: porque es menester no olvidar que la producción de los medios de subsistencia ha de estar en proporción con las necesidades de los que han de subsistir; y esto era imposible supuesta la emancipación de los esclavos. La producción estaba regulada, no suponiendo precisamente el número de individuos que a la sazón existían, sino también que la mayor parte de éstos eran esclavos; y las necesidades de un hombre libre son alguna cosa más que las necesidades de un esclavo. Si ahora, después de diez y ocho siglos, rectificadas las ideas, suavizadas las costumbres, mejoradas las leyes, amaestrados los pueblos y los gobiernos, fundados tantos establecimientos públicos para el socorro de la indigencia, ensayados tantos sistemas para la buena distribución del trabajo, repartidas de un modo más equitativo las riquezas, hay todavía tantas dificultades para que un número inmenso de hombres no sucumba víctima de horrorosa miseria; si es éste el mal terrible que atormenta a la sociedad, y que pesa sobre su porvenir como un ensueño funesto, ¿qué hubiera sucedido con la emancipación universal al principio del Cristianismo, cuando los esclavos no eran reconocidos en el derecho corno personas sino como cosas, cuando su unión conyugal no era juzgada como matrimonio, cuando la pertenencia de los frutos de esa unión era declarada por las mismas reglas que rigen con respecto a los brutos, cuando el infeliz esclavo era maltratado, atormentado, vendido, y aun muerto, conforme a los caprichos de su dueño? ¿No salta a los ojos que el curar males semejantes era obra de siglos? ¿No es esto lo que nos están enseñando las consideraciones de humanidad, de política y de economía? Si se hubiesen hecho insensatas tentativas, a no tardar mucho, los mismos esclavos habrían protestado contra ellas, reclamando una esclavitud que al menos les aseguraba pan y abrigo, y despreciando una libertad incompatible con su existencia. Éste es el orden de la naturaleza; el hombre necesita ante todo tener para vivir, y si le faltan los medios de subsistencia, no le halaga la misma libertad. No es necesario recorrer a ejemplos de particulares, que se nos ofrecieron con abundancia; en pueblos enteros se ha visto una prueba patente de esta verdad. Cuando la miseria es excesiva, difícil es que no traiga consigo el envilecimiento, sofocando los sentimientos más generosos, desvirtuando los encantos que ejercen sobre nuestro corazón las palabras de independencia y libertad. “La plebe, dice César, hablando de los galos (l. 6. de Bello Gallico), está casi en el lugar de los esclavos; y de sí misma ni se atreve a nada, ni es contado su voto para nada; y muchos hay que agobiados de deudas y de tributos, u oprimidos por los poderosos, se entregan a los nobles en esclavitud: habiendo sobre estos así entregados, todos los mismos derechos que sobre los esclavos”. En los tiempos modernos no faltan tampoco semejantes ejemplos; porque sabido es que entre los chinos abundan en gran manera los esclavos, cuya esclavitud no reconoce otro origen, sino que ellos o sus padres no se vieron capaces de proveer a su subsistencia. Estas reflexiones, apoyadas en datos que nadie me podrá contestar, manifiestan hasta la evidencia la profunda sabiduría del Cristianismo en proceder con tanto miramiento en la abolición de la esclavitud. Se hizo todo lo que era posible en favor de la libertad del hombre, no se adelantó más rápidamente en la obra, porque no podía ejecutarse sin malograr la empresa, sin poner gravísimos obstáculos a la deseada emancipación, de aquí el resaltado que al fin vienen a dar siempre los cargos que se hacen a algún procedimiento de la Iglesia: se le examina a la luz de la razón, se le coteja con los hechos, viniéndose a parar a que el procedimiento de que se la culpa está muy conforme con lo que dicta la más alta sabiduría, y con los consejos de la más exquisita prudencia. ¿Qué quiere decirnos, pues, M. Guizot, cuando después de haber confesado que el Cristianismo trabajó con ahínco en la abolición de la esclavitud, le echa en cara que consintiese su duración por largo tiempo? ¿Con qué lógica pretende de aquí inferir que no es verdad que sea debido exclusivamente al Cristianismo ese inmenso beneficio dispensado a la humanidad? Duró siglos la esclavitud en medio del Cristianismo, es cierto; pero anduvo siempre en decadencia, y su duración fue sólo la necesaria para que el beneficio se realizase sin violencias, sin trastornos, asegurando su universalidad y su perpetua conservación. Lo de estos siglos en que duró, se debe todavía cercenar una parte muy considerable, a causa de que en los tres primeros se halló la Iglesia proscripta a menudo, mirada siempre con aversión, y enteramente privada de ejercer influjo directo sobre la organización social. Se debe también descontar mucho de los siglos posteriores, porque había transcurrido todavía muy poco tiempo desde que la Iglesia ejercía su influencia directa y pública, cuando sobrevino la irrupción de los bárbaros del Norte, que combinada con la disolución de que se hallaba atacado el imperio, y que cundía de un modo espantoso, acarreó un trastorno tal, una mezcolanza tan informe de lenguas, de usos, de costumbres, de leyes, que no era casi posible ejercer con mucho fruto una acción reguladora. Si en tiempos más cercanos ha costado tanto trabajo destruir el feudalismo, si después de siglos de combates quedan todavía en pie muchas de sus reliquias, si el tráfico de los negros a pesar de ser limitado a determinados países, a peculiares circunstancias, está todavía resistiendo al grito universal de reprobación que contra semejante infamia se levanta de los cuatro ángulos del mundo, ¿cómo hay quien se atreva a manifestar extrañeza, a inculpar al Cristianismo, porque la esclavitud duró algunos siglos, después de proclamadas la fraternidad entre todos los hombres y su igualdad ante Dios?
 
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