la ciudad de Dios 2
Título: La Ciudad de Dios Libro Octavo. Dioses De La Teología Natural de Varrón Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD) . . Contenido: CAPÍTULO PRIMERO. Sobre la cuestión de la teología natural que ésta se ha de averiguar con filósofos más excelentes y sabios CAPITULO II. Dedos géneros de filósofos, esto es del itálico y jónico y de sus autores CAPITULO III. De la doctrina de Sócrates CAPITULO IV. De Platón, que fue el principal entre los discípulos de Sócrates, y dividió toda la Filosofía en tres partes CAPITULO V. Que de la teología se debe disputar principalmente con los platónicos, cuya opinión se debe preferir a los dogmas y sectas de todos los filósofos CAPITULO VI. De lo que sintieron los platónicos en la parte de la Filosofía que se llama física CAPITULO VII. Por cuanto, más aventajados que los demás, deben tenerse los platónicos en La lógica, esto es, en la filosofía racional CAPITULO VIII. Que también en la filosofía moral tienen el primer lugar los platónicos CAPITULO IX. De la filosofía que más se acercó a la verdad de la fe católica CAPITULO X. Excelencia del cristianismo religioso entre todas las teorías filosóficas CAPITULO XI. De dónde pudo Platón alcanzar aquella noticia con que tanto se acercó a la doctrina cristiana CAPITULO XII. Que también los platónicos, aunque sintieron bien de un solo Dios verdadero, con todo, fueron de parecer que debían adorarse muchos dioses CAPITULO XIII. De la sentencia de Platón, en que establece que los dioses no son sino buenos y amigos de las virtudes CAPITULO XIV. De la opinión de los que dicen que las almas racionales son de tres clases, a saber: las que hay en los dioses celestiales, en los demonios aéreos y en los hombres terrenos CAPITULO XV. Que ni por razón de los cuerpos aéreos, ni por habitar en lugar superior, se aventajaban los demonios a los hombres CAPITULO XVI. Lo que sintió Apuleyo platónico de las costumbres de los demonios CAPITULO XVII. Si es razón que el hombre adore aquellos espíritus de cuyos vicios le conviene librarse CAPITULO XVIII. Qué tal sea la religión que enseña que los hombres, para encaminarse a los dioses buenos, deben aprovecharse del patrocinio o intercesión de los demonios CAPITULO XIX. De la impiedad del arte mágica, la cual se funda en el patrocinio de los malignos espíritus CAPITULO XX. Si se debe creer que los dioses buenos de mejor gana se comunican con los demonios que con los hombres CAPITULO XXI. Si los dioses se aprovechan de los demonios para que les sirvan de mensajeros e intérpretes, y si ignoran que los engañan o quieren ser engañados por ellos CAPITULO XXII. Que se debe dejar el culto de los demonios contra Apuleyo CAPITULO XXIII. Lo que sintió Hermes Trimegisto de la idolatría, y de dónde pudo saber que se habían de suprimir las supersticiones de Egipto CAPITULO XXIV. Cómo Hermes claramente confesó el error de sus padres y, con todo, le pesó que hubiese de desaparecer CAPITULO XXV. De la comunicación que puede haber entre los santos ángeles y los hombres CAPITULO XXVI. Que toda la religión de los paganos se empleó y resumió en adorar hombres muertos CAPITULO XXVII. Del modo con que los cristianos honran a los mártires . . . . CAPÍTULO PRIMERO. Sobre la cuestión de la teología natural que ésta se ha de averiguar con filósofos más excelentes y sabios Ahora es preciso procedamos con circunspección y escrupulosidad en la resolución y explicación de las cuestiones tratadas en los libros anteriores; pues hemos de hablar de la teología natural no con cualquiera especie de personas (porque no es novelesca ni civil, esto es, teatral o urbana, que la una alaba las culpas de los dioses y la otra descubre sus apetitos más abominables, y, por consiguiente, deseos de espíritus malignos antes que de dioses), sino con filósofos cuyo nombre en latín significa «amantes de la sabiduría»”, y si la verdadera sabiduría es Dios, que crió todas las cosas conforme a lo que le enseñó la autoridad divina y la misma verdad, el verdadero filósofo es el que ama a Dios; mas no hallándose la Filosofía en todos los que se precian de este glorioso dictado (porque no son ciertamente amadores de la verdadera sabiduría todos los que se llaman filósofos), necesitamos escoger entre todos aquellos de cuyas opiniones, hemos podido tener noticia por la lectura de los libros, con quienes muy al caso podamos tratar de esta materia; porque no pretendo en esta obra refutar todas las opiniones vanas de todos los filósofos, sino solamente las que se refieren a la Teología (expresión griega que sabemos significa los conocimientos que tenemos de Dios), y éstos no los de todos, sino únicamente los de aquellos que, aunque conceden que hay Dios, y que cuida y vigila sobre las cosas humanas, con todo, imaginan que no es suficiente el culto y religión de un solo Dios inmutable para conseguir una vida bienaventurada más allá de la muerte sino que a este efecto Aquel que es uno crió e instituyó muchos para que los adorásemos. Estos ya dejan muy atrás la opinión de Varrón y se aproximan más a la verdad; porque él sólo pudo abarcar en su teología natural el mundo o su alma; pero éstos sobre toda la naturaleza del alma confiesan que hay Dios, que hizo no sólo este mundo visible, que ordinariamente se comprende bajo el nombre de cielo y tierra, sino también todas cuantas almas hay, y que a la racional e intelectual, cual es el alma del hombre, con la participación y comunicación de su luz inmutable incorpórea, la hace bienaventurada y dichosa, y ninguno que, haya leído este punto con alguna reflexión ignora que estos filósofos son los que llamamos platónicos, derivando su nombre del de su maestro Platón. IR A CONTENIDO . . CAPITULO II. Dedos géneros de filósofos, esto es del itálico y jónico y de sus autores De Platón, brevemente tocaré lo que me pareciese necesario para la presente cuestión, refiriendo primero los que en la profesión de las mismas letras le precedieron. Por lo que se refiere a la literatura griega, que es el idioma que se tiene por más ilustre entre los demás de los gentiles, de dos sectas de filósofos se hace en ella mención. La una, llamada itálica, por aquella parte de Italia que, antiguamente se llamó Magna Grecia. La otra, jónica, en las tierras que ahora se llaman Grecia. La itálica tuvo por su autor, y corifeo a Pitágoras Samio, de quien, según es fama, tuvo principio el nombre de Filosofía, porque llamándose antes sabios los que en algún modo parecía que se aventajaban a los otros con el buen ejemplo de su vida, preguntado éste qué facultad era la que profesaba, respondió que era filósofo, esto es, estudioso y aficionado a la sabiduría, pues el manifestarse por sabio parecía acción muy arrogante y altanera El príncipe y jefe de la secta jónica fue Thales Milesio, uno de aquellos siete que llamaron sabios. Los seis se diferenciaban y distinguían entre sí en la forma de su profesión y en ciertos preceptos acomodados para vivir bien; pero Thales fue tan excelente y aventajado, que habiendo inquirido y examinado menudamente la naturaleza y puesto por escrito sus disputas, dejó sucesores de su doctrina, y fue admirable, especialmente porque habiendo comprendido el movimiento de los astros, llegó a saber pronosticar los eclipses del Sol y de la Luna. Sin embargo, creyó que el agua era principio de todas las cosas, y que de ella recibían su existencia todos los elementos del mundo, y el mismo mundo y cuanto en él nace, no atribuyendo a la mente divina nada de esta obra que, observada la estructura del mundo, aparece tan admirable. A éste sucedió Anaximandro, su discípulo, y mudó de opinión en cuanto a la naturaleza de las cosas, porque le pareció que no nacían, o se producían, cómo defendía Thales, del agua, sino que cada cosa debía su origen a sus peculiares principios; los cuales sostuvo que eran infinitos y que engendraban infinitos mundos y todo cuanto en ellos nacía, y que estos mundos unas veces se disolvían y otras renacían tanto cuanto cada uno pudo durar en su tiempo, sin atribuir tampoco en estas obras del Universo algún poder o influencia a la mente divina. Este dejó a Anaxímenes por su discípulo y sucesor, quien atribuyó todas las cosas naturales al aire infinito; no negó los dioses ni los pasó en silencio, mas no creyó que ellos hubiesen criado el aire, sino que del aire nacieron ellos. Anaxágoras, discípulo de éste, fue de dictamen que la mente divina era la que hacía todas las cosas que vemos, y dijo que todas las cosas, según sus tamaños y especies propias, se hacían de la materia infinita, que consta de partes semejantes u homogénea pero todas por mano de la mente divina. Asimismo Diógenes, otro discípulo de Anaxímenes, enseñó que el aire era la materia de todas las cosas, de la cual se hacían y formaban; pero que al mismo tiempo participaba de la mente divina, sin la cual nada se podía hacer de él. Sucedió a Anaxágoras su discípulo Arquelao, quien igualmente opinó que de tal modo constaban todas las cosas de aquellas partículas entre sí semejantes u homogéneas de que formaban, que aseguraba tenían también mente, la cual, uniendo o disolviendo los cuerpos eternos, esto es, aquellas partículas, hacía todas las cosas. Discípulo de éste dicen que fue Sócrates, maestro de Platón, por quien hemos referido brevemente todo lo dicho. IR A CONTENIDO . . CAPITULO III. De la doctrina de Sócrates Escriben algunos que Sócrates fue el primero que acomodó y dirigió toda la Filosofía al loable objeto de corregir y arreglar las costumbres, habiendo empleado sus penosas tareas literarias los filósofos que le precedieron precisamente en el estudio y contemplación de las cosas físicas, esto es, naturales, dejando a un lado la de las morales, tan interesantes como necesarias al bien de la sociedad; pero no me parece fácil averiguar si Sócrates adoptó este medio por estar íntimamente penetrado y enfadado de la oscuridad e incertidumbre de las cosas, y por este motivo se aplicó a estudiar algún objeto claro y cierto que fuese necesario para la consecución de la vida eterna y feliz, por sola la cual parece se desveló y trabajó con más industria que todos los filósofos, o, como algunos sospechan, pensando más benignamente de él, no quería que ánimos contaminados por los apetitos y desórdenes terrenos presumiesen extenderse a las cosas divinas. Pues advertía que andaban solícitos inquiriendo las causas de las cosas, y como las primeras y principales entendía que no dependían sino de la voluntad de un solo Dios verdadero, le parecía que no se podían comprender sino con ánimo puro y sencillo, y por eso se debía trabajar en purificar la vida con buenas costumbres, para que, descargado y libre el ánimo de los apetitos que le oprimían, con su vigor natural se elevase a la contemplación de las cosas eternas, y con la limpieza y pureza de la inteligencia pudiese ver la naturaleza de la luz incorpórea e inmutable, adonde con firme estabilidad viven las causas de todas las naturalezas criadas. Sin embargo, consta que con la admirable gracia y agudísimo donaire que tenía en disputar, aun en las mismas cuestiones morales, a las que parecía había aplicado todo su entendimiento, notó y dio la vaya a los necios e ignorantes que presumen saber mucho, confesando su ignorancia o disimulando su ciencia. Por lo cual, habiéndose ganado enemigos que le imputaron calumniosamente una fea criminalidad, fue condenado y muerto, aunque después la misma ciudad de Atenas, que públicamente le había condenado, públicamente le lloró, revolviendo la indignación del pueblo contra los dos sujetos que le acusaron, de forma que el uno pereció a manos del furioso pueblo, y el otro se, libertó de igual infortunio desterrándose voluntariamente para siempre. Sócrates, pues, tan famoso e insigne en vida y muerte, dejó muchos discípulos que siguieron su doctrina, cuyo estudio principalmente se ocupó en las controversias y doctrinas morales, donde se trata del sumo bien, sin el cual el hombre no puede ser dichoso ni bienaventurado. Mas como este bien no le hallasen clara y evidentemente en los escritos y disputas de Sócrates, pues afirma por una parte lo que destruye por otra, tomaron de allí lo que cada uno quiso y colocaron el fin del sumo bien donde a cada uno le pareció o con el objeto que más le agradó. Llaman fin del bien aquel que, alcanzando, hace al que lo posee bienaventurado y feliz, y fueron tan diversos los pareceres y opiniones que tuvieron los socráticos acerca de este último fin (apenas se puede creer que pudiese haber tantos entre discípulos de un mismo maestro), que algunos dijeron que el deleite era el sumo bien, como Aristipo; otros, que la virtud, como Antístenes, y de esta manera otros muchos tuvieron otras y diferentes opiniones, que seria cosa larga referirlas todas. IR A CONTENIDO . . CAPITULO IV. De Platón, que fue el principal entre los discípulos de Sócrates, y dividió toda la Filosofía en tres partes Entre los discípulos de Sócrates, no sin justa razón floreció con nombre y gloria tan excelente Platón, que oscureció la de todos los demás. Ateniense de sangre y de familia ilustre, aventajando con su maravilloso ingenio a todos sus condiscípulos, con todo, desestimando su caudal y pareciéndole que ni éste ni la doctrina de Sócrates era bastante para llegar a perfeccionarse en el estudio de la Filosofía, dio en peregrinar por cuantos países le fue posible, acudiendo a todas partes donde le convidaba la fama de que podía aprender a instruirse en alguna ciencia útil y singular. Así aprendió en Egipto toda la literatura que allí se apreciaba como grande y se enseñaba, de donde, navegando hacia las regiones de Italia, en la que era célebre y famoso el nombre de los pitagóricos, comprendió fácilmente todo lo que entonces florecía de la Filosofía itálica, oyendo a los demás eminentes doctores que había entre ellos. Amando como amaba sobre todos a su maestro Sócrates, le introduce casi en todos sus diálogos, haciéndole autor, y que diga aun lo mismo que Platón había aprendido de otros, o lo que él, con cuanta inteligencia pudo, había conseguido, mezclándolo todo y sazonándolo con la sal, donaire y disputas de su maestro. Así pues, consistiendo el estudio de la Sabiduría en la acción y contemplación, de modo que una parte puede llamarse activa y la otra contemplativa (la activa concerniente al modo de pasar la vida, esto es, de arreglar las costumbres, y la contemplativa, a la meditación de las causas naturales y contemplación de la verdad sincera), de Sócrates dicen que se señaló en la activa, y de Pitágoras que se dedicó más a la contemplación, empleando en ella todo cuanto pudo las fuerzas de su entendimiento, y por eso elogian a Platón, porque, abrazando y uniendo lo uno en lo otro, puso en su perfección la Filosofía, la que distribuye en tres partes. La primera es la moral, la cual principalmente consiste en la acción; la segunda es la natural, que se ocupa en la contemplación; la tercera es la racional, que distingue lo verdadero de lo falso, la cual, aunque sea necesaria para la una y para la otra, esto es para la acción y contemplación, sin embargo, a la contemplación es a quien principalmente toca averiguar y descubrir la verdad. Por eso esta división tripartita no es contraria a la división según la cual toda la sabiduría consiste en la acción y contemplación. Pero ¿qué sintió Platón de estas cosas o de cada una de ellas, esto es, dónde entendió o creyó que estaba el fin de todas las acciones? ¿Dónde la causa de todas las naturalezas? ¿Dónde la luz de todas las razones? Imagino que sería asunto largo el declararlo, y que no es bueno tampoco afirmarlo temerariamente. Porque, como procura guardar el estilo conocido de disimular lo que sabe o lo que siente, propio de su maestro Sócrates, a quien introduce en sus libros disputando, y a él le agradó igualmente este estilo, sucede que aun en asuntos graves tampoco se puedan echar de ver fácilmente las opiniones del mismo Platón. Mas de lo que se lee en sus escritos, o de lo que dijo, o de lo que refiere que otros pensaron y a él le agradó, importan que refiramos algunas particularidades y las pongamos en esta obra, ya sean en favor de la verdadera religión, que es la que profesa y defiende nuestra fe, o ya parezca que le son contrarias por lo tocante a la cuestión de un solo Dios y de muchos, el cual nos afirma y enseña que se debe adorar la doctrina de la religión católica, por la vida que después de la muerte ha de ser verdaderamente bienaventurada. Acaso los que se celebran y tienen fama que con más agudeza y verdad entendieron y siguieron a Platón como al más famoso y excelente entre los demás filósofos gentiles, acerca de Dios sienten y opinan claramente que en él se halla la causa de la humana subsistencia, la razón de la inteligencia y el orden de la vida; cuyos atributos es sabido pertenecen, el uno, a la parte natural; el segundo, a la racional, y el tercero, a la moral. Pues si el hombre fue criado tal, como por la cualidad que en él es la más excelente de todas, y le hace superior a todos los entes, alcance lo que excede a cuantas dichas y felicidades pueden conseguirse; esto es, el conocimiento y visión beatífica de un solo Dios verdadero, sumamente bueno, justo y omnipotente, sin el cual no hay naturaleza que pueda subsistir por sí, ni doctrina que nos alumbre, ni costumbre que nos convenga, búsquese, pues, a este gran Dios en quien tendremos nuestra felicidad segura, sígase a este mismo en quien todos lo tenemos cierto, y ámese de corazón a éste, en quien todo lo tendremos bueno. IR A CONTENIDO . . CAPITULO V. Que de la teología se debe disputar principalmente con los platónicos, cuya opinión se debe preferir a los dogmas y sectas de todos los filósofos Si, pues, Platón dijo que el sabio era el verdadero imitador, conocedor y amador de este gran Dios, con cuya participación es feliz y bienaventurado, ¿qué necesidad hay de examinar los demás filósofos, si ninguno de ellos se aproximó tanto a nosotros como los platónicos? Seguramente debe ceder a éstos no sólo la teología fabulosa, que con los crímenes de los dioses divierte y deleita a los impíos, e igualmente la civil, en la cual los impuros y obscenos demonios, con el dictado pomposo de dioses, seduciendo con engaños a los hombres entregados a los placeres de la tierra, quisieron tener los errores humanos por sus honores divinos, y para que viesen ocularmente en los juegos sus abominables culpas, tuvieron a sus falsos adoradores por ecónomos y directores de sus vanidades, pues por medio de ellos despertaban y excitaban con aquella profesión soez e inmunda a otros menos cantos a ejercer su culto y devoción, y de los mismos espectadores tomaban y establecían para sí otros juegos más deleitables. Así que si se ejecuta alguna acción en sus templos que tenga visos de honesta, se lustra y mancilla mezclándose con la torpeza y profanidad de los teatros, y todas las obscenidades que se ejecutan en las escenas son loables comparada con ellas la deshonestidad y torpeza de los templos. Ceda también a estos filósofos todo cuanto Varrón interpretó sobre estos misterios, acomodándolos al cielo y a la tierra, a las semillas y producción de cosas mortales y corruptibles, pues ni se significan con aquellos vanos ritos las cosas que él pretende insinuar y dar a entender, por lo cual la verdad no va asociada del mismo influjo que él supone, ni aun cuando lo manifestara realmente; sin embargo, el alma racional no debía adorar como a su Dios a objetos que en el orden natural le son inferiores, ni había de tener y preferir como deidades a unos entes inanimados, sobre quienes el verdadero Dios la prefirió y antepuso Cédales asimismo toda la doctrina concerniente a este punto, que Numa Pompilio procuró esconder, sepultándola consigo mismo, y descubriéndola el arado la mandó quemar el Senado. En este género podemos incluir igualmente, sólo por sentir con humanidad y rectitud de la conducta de Numa, todo cuanto escribe Alejandro de Macedonia a su madre, que le descubrió y confió León, gran sacerdote y ministro de los divinos misterios de los egipcios, en cuyo escrito no sólo Pico y Fauno, Eneas y Rómulo, y aun Hércules, Esculapio y Baco, hijo de Semele, los hermanos Tindaridas y otros mortales se tienen y están comprendidos en el catálogo de los dioses, sino también los mismos dioses principales que designaron sus antepasados, a quienes sin nombrar parece que los apunta Cicerón en sus Cuestiones Tusculanas, Júpiter, Juno, Saturno, Vulcano, Vesta y otros muchos que procura Varrón referir a las partes y elementos del mundo, de quienes se hace ver sin la menor ambigüedad que fueron hombres. Porque temiendo este insigne sacerdote un severo castigo por haber revelado los misterios, suplica a Alejandro que luego que haya escrito y dado noticia a su madre de lo contenido mande quemar su carta. No sólo, pues, cuanto contienen estas dos teologías, es a saber, la fabulosa y la civil, debe ceder a los filósofos platónicos, que confesaron que el Dios verdadero era el autor de todas las causas, el ilustrador de la verdad y el dador de la bienaventuranza, sino que también deben ceder a los ínclitos varones que tuvieron una noticia exacta de un Dios tan grande tan justo, esto es, a todos los otros filósofos que, gobernados por una razón recta y atendiendo sólo a las cualidades del cuerpo, creyeron que los principios de la Naturaleza eran corporales, así como Thales imaginó que era el agua; Anaxímenes, el aire; los estoicos, el fuego; Epicuro, los átomos, esto es, unos menudos corpúsculos que ni pueden dividirse ni sentirse, y otros varios que no es necesario nos detengamos a referir, quienes sostuvieron que los cuerpos, o simples o compuestos, vivientes o no vivientes, pero en realidad cuerpos, eran la causa y principio de las cosas. Pues algunos de ellos, como fueron los epicúreos, creyeron que de las cosas no vivas podían engendrarlas las vivas, y de los vivientes, formarse los vivientes y no vivientes, auque, en efecto, confesaban que de lo corpóreo se hacían cosas corpóreas. Los estoicos creyeron que el fuego, que es uno de los cuatro elementos de que consta este mundo visible, era el viviente, el sabio, el hacedor del mismo mundo y todo cuanto hay en él, y que este mismo fuego era Dios. Estos y todos sus semejantes sólo pudieron imaginar las patrañas que les pintaron confusamente sus limitados entendimientos, sujetos a los sentidos de la carne. Porque en si tenían lo que no veían, y dentro de sí imaginaban lo que fuera habían visto, aun cuando no lo veían, sino sólo lo imaginaban. Y esto, delante de tal pensamiento, ya no es cuerpo, sino semejanza de cuerpo. Aquella representación con que se observa en el ánimo esta semejanza del cuerpo, ni es cuerpo ni semejanza de él, y aquello con que se ve y se juzga si esta representación es hermosa o fea, sin duda es mejor que lo mismo que se juzga. Este es el espíritu del hombre y la naturaleza del alma racional, la cual, en efecto, no es cuerpo, supuesto que la representación del cuerpo, cuando se ve y se juzga en el ánimo del que imagina y piensa, tampoco es cuerpo. Luego no es ni tierra, ni agua, ni aire, ni fuego, de cuyos cuatro cuerpos, que llamamos cuatro elementos, vemos que está compuesto este mundo corpóreo. Y si nuestro espíritu no es cuerpo, ¿cómo Dios, que es criador de este espíritu, es cuerpo? Cedan, pues, también estos filósofos, como hemos dicho, a los platónicos, y cédanles asimismo aquellos que, aunque no se atrevieron a decir que Dios era cuerpo, sin embargo, creyeron que nuestro espíritu era de la misma naturaleza que él; tan poco poderosa fue a excitarlos y desengañarlos la mutabilidad tan palpable de nuestro espíritu, que el intentar atribuirla a la naturaleza divina sería impiedad abominable. Pero añade que con el cuerpo se muda y altera la naturaleza del alma, aunque por su esencia es inmutable. Con más razón debieran entonces decir que la carne se hiere con algún cuerpo, y que, sin embargo, por sí misma es incapaz de ser herida. Lo cierto es que lo que es inmutable con ninguna cosa se puede cambiar, y lo que con el cuerpo puede mudarse con algo se puede mudar y no puede llamarse inmutable. IR A CONTENIDO . . CAPITULO VI. De lo que sintieron los platónicos en la parte de la Filosofía que se llama física Observaron estos filósofos, que con justa causa vemos preferidos a los demás en fama y gloria, que ninguna especie de cuerpo es Dios; por cuyo motivo trascendieron e hicieron análisis de todos los cuerpos para hallar a Dios. Advirtieron que todo cuanto era mudable o estaba sujeto a las leves de la instabilidad no era el sumo Dios, y así dirigieron todos sus discursos a examinar y averiguar la esencia y cualidades de todas las almas y espíritus instables, para descubrir en ellas al mismo Dios. Notaron aún más, que toda forma existente en cualquier ente mudable con la que recibe su primitivo ser, de cualquier modo o naturaleza que sea, no puede ser sino dependiente de aquel ente superior que realmente tiene ser y es inmutable. Por lo cual ni el cuerpo de todo el mundo, con sus figuras, cualidades, movimiento concertado, ni los elementos que están ordenados desde el cielo hasta la tierra, ni cualesquiera cuerpos que haya en ellos, ni todas las vidas, así las que nutre y contiene, como la de los árboles y vegetales o la que además de esta cualidad entiende y discurre como la de los hombres, o la que no tiene necesidad de la nutrición, sino que únicamente contiene, siente y entiende, cual es la de los ángeles, no puede ser sino dependiente de aquel que simple y absolutamente tiene ser, porque en él no es una cosa el ser y otra el vivir, como si pudiese ser no viviendo, ni es una cosa el vivir y; otra el entender, como si pudiese vivir no entendiendo, ni es una cosa en él el entender y otra el ser bienaventurado, sino que es lo mismo que en él es vivir, entender y ser bienaventurado; esto es, en él el ser. Por causa de esta inmutabilidad y simplicidad vinieron a conocerle y a inferir que él hizo todas estas cosas y que no pudo ser hecho por alguno. Pues consideraron que todo lo que tiene ser, o es cuerpo o vida, y que la vida es una cualidad más apreciable que el cuerpo, y que la especie o forma del cuerpo era sensible, y la de la vida, inteligible, por cuya razón prefirieron, la especie y forma inteligible a la sensible. Llamamos sensibles los objetos que pueden percibirse con la vista y con el tacto del cuerpo; inteligibles, los que se pueden comprender con la vista y reflexión del entendimiento; pues no hay hermosura o belleza corporal, ya sea en el estado de quietud del cuerpo, como es la figura, ya sea en el movimiento, como es el cántico o la música, de la que no pueda ser juez árbitro el alma. Lo cual, sin duda, no pudiera ser si no residiera en ella esta apreciable especie, que no tiene grandeza de mole, ni ruido de voces, ni espacio de lugar o tiempo. Y si esta cualidad no fuese mudable, tampoco juzgarla una mejor que otro de las especies sensibles; mejor el más ingenioso que el más estúpido, mejor el sabio que el ignorante, mejor el más ejercitado que el menos práctico, y aun uno mismo cuando va aprovechando mejor ciertamente que antes. Ahora bien, lo que admite más y menos, sin duda que es mudable; por cuyo motivo los hombres instruidos, ingeniosos y ejercitados en estas materias vinieron a entender que la primera especie no residía en estas, cosas, sujetas a tal mutabilidad. Advirtiendo, pues éstos que el cuerpo y el alma eran más y menos especiosos, y que, si pudieran carecer de toda especie, serian absolutamente nada, conocieron que existía alguna causa donde estuviese y residiese la primera especie inmutable, y por lo mismo incomparable, creyendo con razón que allí estaba el principio de todas las cosas, el que había sido hecho de ninguno, y por quien habían sido criados todos los seres. «De modo que la noticia que pueden tener los hombres de Dios, ésa se la manifestó Él mismo, cuando con la luz de su entendimiento vieron las cosas invisibles de Dios, rastreándolas por las cosas criadas, por la fábrica y artificio maravilloso de este mundo; y cuando observaron su sempiterna virtud y divinidad, por cuyas manos pasaron asimismo todas estas cosas visibles. Y temporales». Basta este autorizado testimonio, por lo concerniente a la parte que llaman física, esto es, natural. IR A CONTENIDO . . CAPITULO VII. Por cuanto, más aventajados que los demás, deben tenerse los platónicos en La lógica, esto es, en la filosofía racional Por lo que toca a la doctrina en que consiste la otra parte, que llaman lógica, esto es, racional, de ningún modo se pueden comparar con ellos los que colocan el examen y juicio de la verdad en los sentidos corporales, pareciéndoles que todo cuanto se sabe y aprende se debe tantear y medir con sus inconstantes y engañosas reglas, como los epicúreos, y cualesquiera otros que siguen la misma opinión, y también los estoicos, quienes, habiendo ejercitado con la mayor agudeza y energía el arte de disputar, que llaman Dialéctica, fueron de dictamen que ésta se debía derivar de los sentidos del cuerpo; diciendo que por estos principios concebía el alma aquellas nociones que llaman Ennoias con que declaran las cosas que definen, y que de ellos procede y dimana toda la forma y estilo con que se aprende y enseña. Sobre cuya aserción no puede menos de llenarme de admiración cuando dicen que no son hermosos sino los sabios, y al mismo tiempo no puedo comprender con qué sentidos del cuerpo ven esta hermosura, y con qué ojos carnales advierten la forma y belleza de la sabiduría. Mas estos otros, que con razón anteponemos a los demás, distinguieron las cosas que vemos con el entendimiento de las que tocamos con los sentidos, no defraudando a los sentidos lo que pueden en virtud de sus facultades, ni dándoles más de lo que pueden; y dijeron que la luz del entendimiento para aprender y saber todas las cosas era el mismo Dios, por quien fueron hechas todas. IR A CONTENIDO . . CAPITULO VIII. Que también en la filosofía moral tienen el primer lugar los platónicos La tercera y última parte es la moral, que en griego dicen Ethica, donde se busca aquel sumo bien, al cual, refiriendo nosotros todas nuestras acciones, deseándolo por sí solo y no por otro, y consiguiéndolo, al fin, no tengamos que buscar más para ser bienaventurados. Por cuya razón se llama también fin, pues por él deseamos las otras cosas; mas a aquel sumo bien no se le busca sino por sí propio. Este bien beatificó unos dijeron que le venía al hombre del cuerpo, otros del alma, otros de ambos juntamente; porque advertían que el hombre constaba de alma y cuerpo, creyendo, por consiguiente, que de una de estas partes integrales o de ambas, podía procederles el bien, digo el bien final, con que fuesen verdaderamente felices, adonde enderezasen y refiriesen todas .sus acciones morales, y después de haberlo conseguido no buscaron objeto alguno a qué referirlo. Por cuya causa los que se dice añadieron un tercer género de bienes, que llaman extrínsecos, como es el honor, la gloria, el dinero y otras cosas semejantes, no le aumentaron como si fuese bien final, esto es, digno de apetecerse por sí mismo, sino por otro bien, por el cual este género de bien era bueno para los buenos y malo para los malos. Así, los que pusieron el bien del hombre en el alma o en el cuerpo, o en lo uno y en lo otro, no sintieron otra cosa sino que se debía colocar en el hombre; mas los que le designaron en el cuerpo, le colocaron en la parte más soez del hombre; y los que en el alma, en la parte más noble; y los que en lo uno y en lo otro, en todo el hombre. Pues ya sea en una parte o en todo el hombre; ello, no es sino el hombre. Y no porque haya estas tres diferencias se formaron solas tres sectas de filósofos, sino muchas; pues entre ellos se conocieron muchas y diversas opiniones sobre el bien del cuerpo, el bien del alma y el bien de ambos juntos. Cedan, pues, todos éstos a aquellos filósofos que dijeron que era bienaventurado el hombre, no el que gozaba del cuerpo, ni el que goza del alma, sino el que gozaba de Dios, no como goza el alma del cuerpo; o de sí misma, o como el amigo del amigo, sino como el ojo de la luz; si se hubieren de alegar algunas razones dé éstos para demostrar qué sean o qué tal sean estas semejanzas, con el favor del mismo Dios, lo declararemos en otro lugar lo mejor que nos fuese posible Baste por ahora decir que Platón determinó en que el fin del sumo bien era vivir según la virtud, el cual solamente podía alcanzar el, que tenía conocimiento de Dios y le imitaba en sus operaciones, y que no era por otra causa bienaventurado; por eso no duda asegurar que filosofar rectamente es amar a Dios de corazón, cuya naturaleza es incorpórea. De cuya doctrina se infiere, efectivamente, que entonces será bienaventurado el estudioso y amigo de la sabiduría (que esto quiere decir filósofo) cuando principiare a gozar de Dios. Pues aunque no sea siempre feliz el que goza del objeto amado (porque muchos, apreciando lo que no debe amarse, son miserables, y mucho más cuando de ello gozan); sin embargo, ninguno es bienaventurado si no goza de lo que ama, pues los mismos que aman los objetos que no deben amar no imaginan que son felices, sino cuando los gozan. Cuando uno disfruta aquello mismo que ama y aprecia al verdadero y sumo bien, ¿quién sino un hombre estúpido y miserable puede negar que es bienaventurado? Este mismo verdadero y sumo bien, dice Platón que es Dios, y por eso desea que el filósofo sea amante de Dios; pues supuesto que la filosofía pretende y endereza sus especulaciones al goce de la vida bienaventurada, gozando de Dios será feliz el que amare a Dios. IR A CONTENIDO . . CAPITULO IX. De la filosofía que más se acercó a la verdad de la fe católica Cualesquiera filósofos que sintieron así del sumo y verdadero Dios, es, a saber, opinaron que e, autor de las cosas criadas, luz de las que deben conocerse y bien de las que deben ejecutarse, y que de el tenemos el principio de nuestra naturaleza y la felicidad de nuestra vida, ya se llamen con mas propiedad platónicos, ya tenga su secta cualquiera otro nombre, ya hayan sido solamente los principales de la secta jónica los que sintieron de este modo, como fue el mismo Platón y los que entendieron bien sus dogmas; ya fuesen también los discípulos de la secta itálica, por amor y respeto a Pitágoras y sus defensores, y si acaso hubo otros filósofos del mismo dictamen; ya, asimismo, los que entre otras naciones han sido tenidos por sabios o filósofos, a saber: los atlánticos, líbicos, egipcios, indios, persas, caldeos, escitas, franceses, españoles, y si, por fortuna, existen otros que hayan entendido y enseñado esto mismo, todos los preferimos a los demás y confesamos ingenuamente son los que más se han aproximado a nuestra opinión. IR A CONTENIDO . . CAPITULO X. Excelencia del cristianismo religioso entre todas las teorías filosóficas Aunque el cristiano, versado únicamente en la literatura eclesiástica, ignore acaso el nombre de los platónicos y no tenga la menor noticia de si hubo entre los griegos dos sectas de filósofos, jónicos e itálicos; sin embargo, no está tan ignorante de las cosas humanas que no sepa que los filósofos profesan: o el estudio de la sabiduría o la misma sabiduría. Con todo, se guarda de los que filosofan y no saben más que cuántos son los elementos de este mundo, sin extenderse al conocimiento de Dios, por quien fue criado el mundo. Así está advertido por el precepto apostólico, que dice: «Guardaos no os engañe ninguno en la filosofía y con vanas, seducciones, conforme a los elementos de este mundo> Mas porque no imagine que todos son iguales, atienda lo que el mismo apóstol refiere de algunos de ellos. «Porque todo cuanto puede saberse naturalmente de Dios lo comprendieron ellos; no obstante este conocimiento, se lo deben a Dios, porque, él se lo manifestó, si no por medio de los profetas, a los menos se lo dio a conocer por las maravillas del mundo, pues las cosas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, entendiéndolas e infiriéndolas por las hechas desde la creación del mundo, y se deja también ver su eterna virtud y divinidad.» Y hablando con los atenienses, después, de referir un incomprensible misterio de Dios que muy pocos podían entender: «Que en él vivimos, nos movemos y somos», añadió: «como dijeron algunos de los vuestros». Sabe guardarse muy bien de estos mismos en los puntos en que erraron; porque donde dice el apóstol que por cosas criadas les manifestó Dios cómo con la luz de su entendimiento pudiesen ver las invisibles, también dice que no reverenciaron ni adoraron como debían al mismo Dios, pues tributaron a otros que no debían el honor y gloria que sólo se debe dar a Él solo «Porque conociendo a Dios, sin embargo, no le dieron la gloria y honra a Dios, ni le dieron gracias, sino que, ensoberbecidos, devanearon en sus discursos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas. Y mientras que se jactaban de sabios pararon en ser unos necios, hasta llegar a transferir a un simulacro en imagen del hombre corruptible y a figuras de aves, y de bestias cuadrúpedas, y de serpientes, el honor debido solamente a Dios incorruptible e inmortal». En cuya expresión, sin duda, entendió a los romanos, griegos y egipcios que se gloriaban de sabios, aunque de este punto trataremos después con ellos mismos. Pero en cuanto concuerdan con nosotros en la confesión de un solo Dios, autor y criador de este mundo, quien no sólo sobre todos los cuerpos es incorpóreo, sino también sobre todas las almas es incorruptible, principio nuestro, luz nuestra, bien nuestro; en esto preferimos estos filósofos a todos los demás. Aunque el cristiano ignorante de la doctrina de estos filósofos no use en sus disputas los términos y expresiones que no aprendió, de modo que la parte en que se trata de la investigación de la naturaleza la llame: o natural en latín o física en griego; racional o lógica donde se enseña demostrativamente el criterio de la verdad y método de discurrir y raciocinar; y moral o ética, donde se trata de las costumbres y del último fin de los bienes que deben desearse y de los males que se deben evitar; no por eso ignora que recibimos de un solo Dios verdadero y todopoderoso la naturaleza con que nos formó a su imagen y semejanza la doctrina inconcusa con que podamos conocerle a Él y a nosotros mismos, y la gracia con que, uniéndonos con él, seamos bienaventurados. Así, que ésta es la causa por que anteponemos estos filósofos a los demás; porque habiendo éstos consumido su ingenio y estudio en la inquisición de las causas naturales, y en saber el método de aprender v de, vivir, aquellos, con sólo conocer a Dios, hallaron y descubrieron la causa de la creación del mundo, la verdadera luz para percibir la verdad, y la verdadera fuente para beber en sus cristalinas aguas la felicidad. Ya sean, pues, los platónicos, ya cualesquiera filósofos de otra nación, los que sienten así de, Dios, opinan del mismo modo que nosotros. No obstante, tuvimos por conveniente tratar esta controversia más con los platónicos que con otros, porque su erudición y sabiduría es más conocida; pues aun los griegos, cuyo idioma es el que más florece entre los gentiles, la celebraron mucho, y asimismo los latinos, excitados o de su excelencia o de su gloria, se entregaron a ella con más gusto y voluntad, y traduciéndola en su lengua nativa, la han ido ilustrando y ennobleciendo más. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XI. De dónde pudo Platón alcanzar aquella noticia con que tanto se acercó a la doctrina cristiana Admíranse algunos de los que se han unido a nuestra sociedad por la gracia de Jesucristo, cuando oyen o leen que Platón opinó con tanto acierto acerca de Dios, observando asimismo que su doctrina concuerda en gran parte con las verdades incontrastables de nuestra religión; por lo que imaginan muchos que cuando fue a Egipto oyó allí al profeta Jeremías, o que en la misma peregrinación leyó los libros de los profetas, cuya opinión he estampado en algunos de mis escritos. Pero ajustado cabalmente el cómputo de los tiempos conforme a las reglas de la cronología, resulta que desde la época en que profetizó Jeremías hasta que nació Platón transcurrieron casi cien años; y habiendo vivido sólo ochenta y uno, contando desde el año en, que murió hasta el tiempo en que Ptolomeo, rey de Egipto, envió a pedir a los judíos las escrituras de los profetas de su nación hebrea, y mandó interpretarlas y conservarlas por medio de la exposición de los setenta intérpretes hebreos que sabían también el idioma griego, pasaron casi sesenta años; de lo cual se infiere que Platón, en su peregrinación, ni pudo ver a Jeremías, como que había muerto tantos años antes, ni leer las mismas escrituras, que aún no se habían traducido al griego, cuya lengua poseía, a no ser que digamos que, siendo este filósofo tan aplicado al estudio y tan instruido en las ciencias, tuvo noticia de ellas por intérprete, así como la tuvo de las egipcias, no para traducirlas por escrito (lo cual dicen logró Ptolomeo que se efectuase a costa de una considerable gracia que les dispensó y por el temor que podía inspirarles el mandato real), sino para aprender según su capacidad cuanto en ellas se contenía, comunicándole y tratándolo con otros sabios. Y que así pueda presumirse parece lo persuaden los incontestables testimonios que se hallan en el Génesis, donde se lee: «Al principio hizo Dios el cielo y la tierra; la tierra estaba informe y vacía, y había tinieblas sobre el abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas.» Y en el Timeo, de Platón, que es un libro que escribió sobre la creación del mundo, dice que Dios, en aquella admirable obra, juntó primeramente la tierra, y el fuego. Es evidente que al fuego le señala por verdadero lugar el cielo y a la tierra la misma tierra. Esta expresión tiene cierta analogía con lo que dice la Escritura, que al principio hizo Dios el cielo y la tierra. Después los otros dos medios (con cuya interposición pudiesen coadunarse entre sí estos extremos) dice que son el agua y el aire; por lo que sospechan que entendió del mismo modo aquella expresión: que el espíritu de Dios se movía sobre las aguas. Porque advirtiendo con poca circunspección en qué sentido suele llamar la Escritura el espíritu de Dios (supuesto que el aire se dice también espíritu), parece pudo entender que en el citado lugar se hizo mención de los cuatro elementos. Asimismo, cuando insinúa Platón que el filósofo es amante de Dios no hay objeto que más nos encienda en la lectura de las sagradas letras; especialmente aquella expresión me excita a creer que Platón no dejó de instruirse en los libros, donde se refiere que el ángel habló en nombre de Dios al santo Moisés, de modo que, preguntándole éste qué nombre tenía el que le mandaba ir a poner en libertad al pueblo hebreo, sacándole de la servidumbre de Egipto, le respondió: «Yo soy el que soy, y dirás a los hijos de Israel: el que es, me envió a vosotros»; como dando a entender que las cosas que son mudables son nada en comparación del que verdaderamente es, porque es inmutable. Esta divina sentencia defendió acérrimamente Platón, y la recomendó con el mayor encargo; y dudo si se hallará descrita en los libros de cuántos sabios precedieron a Platón, si no es en el lugar donde se dijo: «Yo soy el que soy: el que es me envió a vosotros.» IR A CONTENIDO . . CAPITULO XII. Que también los platónicos, aunque sintieron bien de un solo Dios verdadero, con todo, fueron de parecer que debían adorarse muchos dioses Pero en cualquiera libro que él aprendiese esta divina sentencia, ya fuese en los escritos de los que le precedieron, o como dice el Apóstol: «Que lo que naturalmente se puede conocer de Dios, lo alcanzaron, porque él se lo manifestó; pues las causas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, por las ejecutadas desde la creación del mundo, y asimismo su sempiterna virtud y divinidad», me parece ahora que con justa causa he elegido a los filósofos platónicos para ventilar esta cuestión que al presente tenemos entre manos, porque en ella se trata de la teología natural, donde se investiga si debe adorarse a un solo Dios o a muchos por el interés de la felicidad que debe conseguirse en la vida futura. Lo cual creo que he declarado suficientemente en los libros anteriores. Elegí principalmente a estos filósofos, porque cuanto mejor sintieron acerca de un solo Dios que hizo el cielo y la tierra, tanto más son tenidos por ilustres entre los demás; y los que después les sucedieron los prefirieron a todos en tanto grado, que habiendo Aristóteles, discípulo de Platón, hombre de excelente ingenio, y aunque en el estilo y elocuencia inferior a Platón, no obstante, superior a otros muchos, habiendo, digo, establecido la secta Peri-patética (llamada así porque paseándose solía explicar y disputar) y congregando aun en vida de su maestro con su grande fama muchos discípulos que seguían su secta, y habiendo después de la muerte de Platón, Speusipo, hijo de su hermana, y Xenócrates, su querido discípulo, sucedídole en su escuela, que se llamaba Academia (por lo que así ellos como sus sucesores se denominaron académicos); con todo, los filósofos más modernos y famosos y que tuvieron por conveniente seguir a Platón, no quisieron llamarse peripatéticos o académicos, sino platónicos, entre quienes son muy nombrados Plotino, Jámblico y Porfirio, griegos, y en ambas lenguas, esto es, en la griega y latina, ha sido muy insigne platónico Apuleyo el Africano. Pero todos éstos, los demás, sus semejantes y el mismo Platón, siguieron la opinión de que se debían adorar muchos dioses. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XIII. De la sentencia de Platón, en que establece que los dioses no son sino buenos y amigos de las virtudes Y así, aunque en otros puntos, y algunos bastante graves, sean también de distinta opinión, sin embargo, como el artículo que acabo de referir importa mucho y la controversia que tratamos es acerca de lo mismo, les pregunto en primer lugar: ¿A qué dioses les parece debe darse culto y veneración, a los buenos o a los malos, o debe tributarse a unos y otros? Pero sobre este punto tenemos expresa la sentencia de Platón, que dice que todos los dioses son buenos, y ninguno de ellos es malo. Luego se sigue que este culto y adoración debe darse a los buenos; porque, entonces, se hace este culto a los dioses cuando se hace a los buenos, supuesto que no serán dioses si no fuesen buenos. Y si esto es cierto (pues de los dioses no es razón se imagine lo contrario), sin duda que resulta vana y fútil la opinión de algunos que presumen que deben aplacarse con sacrificios a los dioses malos porque no nos dallen, y que debemos invocar a los buenos para que nos favorezcan; puesto que no hay dioses malos y el culto, como dicen, debe tributarse a los buenos. ¿Quiénes son, pues, los que se Iisonjean y gustan de los juegos escénicos y piden que se los mezclen con los ritos divinos, y que en su nombre y honor se celebren? Cuyo poder, aunque no sea indicio de que son nada en la omnipotencia, sin embargo, este afecto es un signo demostrativo y real de que son malos. Porque es innegable la opinión de Platón sobre los juegos escénicos cuando a los mismos poetas, porque habían compuesto obras tan obscenas e indignas de la bondad y majestad de los dioses, fue de dictamen que se les desterrase de la ciudad. ¿Qué dioses son éstos, que sobre los juegos escénicos debaten y se oponen al mismo Platón? Por cuanto este insigne filósofo no puede tolerar que infamen a los dioses con crímenes supuestos, y éstos prescriben que, con la exposición de sus propias culpas, se celebren sus fiestas. Finalmente, cuando estas deidades mandaron restaurar los juegos escénicos, pidiendo cosas torpes, se manifestaron asimismo malignos con los daños que causaron quitando a Tito Latino un hijo y postrándole en una penosa y peligrosa dolencia, solamente porque rehusó cumplir su mandato; mas Platón, sin embargo de ser tan inicuos, es de dictamen que no se les debe temer, antes perseverando constante en su opinión, no duda en desterrar de una República bien ordenada todas las sacrílegas futilezas y ficciones de los poetas, de las que los dioses, por lo que participan de la abominación y de la torpeza, se complacen y deleitan. Como ya insinué en el libro II, Labeón coloca a Platón entre los semidioses. El cual Labeón opina que los dioses malos se aplacan con sacrificios cruentos y con semejantes medios, y los buenos con juegos y festividades de regocijo y alegría. Pero ¿cuál es la causa porque el semidiós Platón se atreve con tanta constancia a abolir aquellos placeres y deleites que tiene por torpes, privando de este festejo, no como quiera a los semidioses, sino a los mismos dioses, y lo que es más reparable, a los buenos? Cuyas deidades, evidentemente, comprueban cuán falso sea el dictamen de Labeón, supuesto que en el suceso de Latino no sólo se mostraron lascivos y deseosos de fiestas, sino también crueles y terribles. Declarérennos, pues, este misterio, los platónicos, que sustentan la opinión de su maestro, defendiendo que todos los dioses son buenos y honestos, y que en la práctica de las virtudes son socios inseparables de los sabios, y que sentir lo contrario de alguno de los dioses es impiedad. Dicen: nos agrada declararlo. Pues oigámoslos con atención. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XIV. De la opinión de los que dicen que las almas racionales son de tres clases, a saber: las que hay en los dioses celestiales, en los demonios aéreos y en los hombres terrenos Todos los animales, dicen, que tienen alma racional, se dividen en tres clases: en dioses, hombres y demonios. Los dioses ocupan el lugar más elevado, los hombres el más humilde y los demonios el medio entre unos y otros. Por lo que el lugar propio de los dioses es el cielo, el de los hombres la tierra y el de los demonios el aire. Y así como tienen diferentes lugares, tienen también diferentes naturalezas. Por lo cual los dioses son mejores que los hombres y los demonios; los hombres son inferiores a los dioses y demonios, y como lo son en el orden de los elementos, así lo son también en la diferencia de los méritos Los demonios, puesto que están en medio, así como deben ser pospuestos a los dioses, debajo de los cuales habitan, así se deben preferir a los hombres sobre quienes moran. Porque con los dioses participan de la inmortalidad de los cuerpos, y con los hombres de las pasiones del alma, y así no es maravilla, dicen, que gusten también de las torpezas de los juegos y de las ficciones de los poetas, supuesto que están sujetos asimismo a las pasiones humanas, de que los dioses están muy ajenos y totalmente libres. De todo lo cual se infiere que cuando abomina y prohíbe Platón las ficciones poéticas no quita el gusto y entretenimiento de los juegos escénicos a los dioses, todos los cuales son buenos y excelsos, sino a los demonios. Si esto es cierto, aunque también lo hallemos escrito en otros (sin embargo, Apuleyo Madurense, platónico, escribió sólo sobre este punto un libro que intituló el Dios de Sócrates, donde examina y declara de qué clase era el dios que tenía consigo Sócrates, con quien profesaba estrecha amistad, el cual dicen que acostumbraba advertirle dejase de hacer alguna acción cuando el suceso no podía serle favorable; pero Apuleyo claramente afirma, y abundantemente confirma que aquél no era dios, sino demonio, cuando disputa con la mayor exactitud sobre la opinión de Platón de la alteza de los dioses, de la, bajeza de los hombres y de la medianía de los demonios), si esto es indudable, pregunto: ¿Cómo se atrevió Platón, desterrando de la ciudad a los poetas, a quitar las diversiones del teatro, ya que no a los dioses, a quienes eximió del contagio humano, a lo menos a los mismos demonios, sino porque así advirtió que el alma del hombre, aun cuando reside en el cuerpo humano, por el resplandor de la virtud y de la honestidad, no hace caso de los obscenos mandatos de los demonios y abomina de su inmundicia? Y si Platón, por sus sentimientos honestos, lo reprende y prohíbe, sin duda que los demonios lo pidieron y mandaron torpemente. Luego, o Apuleyo se engaña, y el dios que Sócrates tuvo por amigo no fue de este orden, o Platón siente cosas entre sí contrarias, honrando por una parte a los demonios y por otra desterrando sus deleites y festejos de una República virtuosa y bien gobernada, o no debemos dar el parabién a Sócrates de su amistad con el, demonio, la cual causó tanto rubor al mismo Apuleyo, que intituló su libro con el nombre del Dios de Sócrates, debiéndole llamar, según su doctrina, en que tan diligente y copiosamente distingue los dioses de los demonios, no del dios, sino del demonio de Sócrates. Y quiso mejor poner este nombre en el mismo discurso que no el título del libro, pues merced a la sana y verdadera doctrina que dio luz a las tinieblas de los hombres, todos, o casi todos, tienen tanto horror al nombre de demonio, que cualquiera que antes del discurso de Apuleyo, en que se acredita, Ia dignidad de los demonios, leyera el título del demonio de Sócrates, entendiera que aquel hombre no había estado en su sano juicio. Y el mismo Apuleyo ¿qué halló que alabar en los demonios sino la sutileza y firmeza de sus cuerpos y el lugar elevado donde habitan? Pues de sus costumbres, hablando de todos en general, no sólo no refirió alguna buena, sino muchas malas. Finalmente, leyendo aquel libro, no hay quien deje de admirarse que ellos hayan querido que en su culto y veneración les sirvan igualmente con las torpezas y deshonestidades del teatro, y queriendo que les tengan por dioses, puedan holgarse y lisonjearse con las culpas de los dioses, y qué todo aquello de que en sus fiestas se ríen, o con horror abominan por su impura solemnidad, o por su torpe crueldad pueda, convenir a sus apetitos y afectos. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XV. Que ni por razón de los cuerpos aéreos, ni por habitar en lugar superior, se aventajaban los demonios a los hombres Por lo cual; un corazón verdaderamente religioso y rendido al verdadero Dios, considerando estas futilezas, de ningún modo debe pensar que los demonios son mejores que él porqué tienen cuerpos más bien organizados, pues por la misma razón pudiera igualmente ser aventajado por muchas bestias, que en la viveza de los sentidos, en la facilidad y ligereza de los movimientos, en la robustez de las fuerzas, en la firmeza y solidez de los cuerpos, nos hacen conocida ventaja. ¿Qué hombre puede igualarse en la perspicacia de la vista con las águilas y los buitres; en el olfato con los perros; en la velocidad con las liebres, con los ciervos y con las aves; en el valor con los leones y elefantes; en la vida larga con las serpientes, de quienes se dice que dejando los despojos de la senectud, y mudando su antigua túnica, vuelven a remozar? Pero así como en el discurso y la razón somos más excelentes que éstos, así también, viviendo bien y virtuosamente, debemos ser mejores que los demonios. Por esta causa la divina Providencia concedió ciertos dones corporales más singulares a estos animales, a quienes nosotros seguramente hacemos ventaja, para recomendarnos de este modo que tuviésemos cuidado de cultivar aquella parte en que les hacemos ventaja con mucha mayor diligencia que el cuerpo, y para que aprendiésemos a despreciar la excelencia corporal que observamos tenían también los demonios en comparación de la buena y virtuosa vida, en que les hacemos ventaja; esperando igualmente nosotros la inmortalidad de los cuerpos, no la que ha de ser atormentada con penas eternas, sino a la que preceda y acompañe la limpieza y pureza de las almas Por lo que respecta a la superioridad del lugar, excita la risa el pensar que porque ellos habitan en el aire y nosotros en la tierra se nos deben anteponer, pues si así fuera, también pueden ser preferidas a nosotros todas las aves del cielo. Y si dijesen que las aves, cuando están cansadas de volar o tienen necesidad de suministrar algún sustento al cuerpo se vuelvan a la tierra, o para descansar o para comer, y que estas operaciones no las hacen los demonios, pregunto: ¿Acaso intentarán decir que las aves nos aventajan a nosotros, y los demonios a las aves? Y si esto es un desatino, no hay motivo para que creamos que porque habitan en elemento más elevado son dignos de que nos rindamos a ellos con afecto de religión. Porque así como es posible que las aves del aire no sólo no se nos antepongan a nosotros, que somos terrestres, sino también se nos rindan y sujeten por la dignidad del alma racional que tenemos, así es posible que los demonios, aunque sean más aéreos, no por eso sean mejores que nosotros, que somos terrestres, porque el aire está más alto que la tierra, sino que debemos ser preferidos, porque la desesperación de ellos de ninguna manera se debe comparar con la esperanza de los hombres piadosos y temerosos de Dios. Pues aun la razón de Platón, que dispone con cierta proporción los cuatro elementos, entrometiendo entre los dos extremos, que son el fuego movible y la tierra inmoble, los medios, que son el aire y el agua (de modo que cuando, el aire es más superior que el agua, y el fuego más que el aire, tanto más superior es el agua que la tierra), con bastante claridad nos desengañan para que no deseamos estimar los méritos y dignidad de los animales por los grados de los elementos. Aun el mismo Apuleyo, con los demás, confiesa que el hombre es animal terrestre, quien, no obstante, es, sin comparación, más excelente, y se aventaja a los animales acuáticos, aunque prefiera Platón las aguas a la tierra; para que así entendamos que cuando se trata del mérito y dignidad de las almas, no debemos guardar el mismo orden que vemos hay en los grados de los cuerpos, sino que es posible que una alma mejor habite en cuerpo inferior y una peor en cuerpo superior. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XVI. Lo que sintió Apuleyo platónico de las costumbres de los demonios Hablando, pues, este mismo platónico de la condición de los demonios, dice que padecen las mismas pasiones del alma que los hombres; que se enojan e irritan con las injurias; que se aplacan con los dones; que gustan de honores y se complacen con diferentes sacrificios y ritos, y que se enojan cuando se deja de hacer alguna ceremonia en ellos. Entre otras cosas, dice también que a ellos pertenecen las adivinaciones de los augures, arúspices, adivinos v sueños; que son los autores de los milagros o maravillas de los magos o sabios. Y definiéndolos brevemente, dice que los demonios, en su clase, son animales; en el ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos, y en el tiempo, eternos; y que de estas cinco cualidades, las tres primeras son comunes a nosotros, la cuarta es propia suya, y la quinta común con los dioses Pero advierto que entre las tres primeras que tienen comunes con nosotros, dos las tienen también con los dioses. Porque dice que los dioses son asimismo animales, y a cada cual distribuye en su respectivo elemento; a nosotros nos coloca entre los animales terrestres con los demás que viven en la tierra y sienten; entre los acuáticos, a los peces y otros animales que nadan; entre los aéreos, a los demonios; entre los etéreos, a los dioses. Y en cuanto los demonios son en su género animales, esta cualidad no sólo la tienen común con los hombres, sino también con los dioses y con los brutos; en cuanto son racionales, convienen con los dioses y con los hombres; en cuanto son eternos, sólo con los dioses; en cuanto son pasivos en el ánimo, sólo con los hombres; en cuanto son aéreos en el cuerpo, esto lo tienen ellos solos. Así no es extraño que en su género sean animales, supuesto que lo son también los brutos; porque en el tiempo sean racionales, no son más que nos otros, que también lo somos; y el que sean eternos, ¿qué tiene de bueno si no son bienaventurados? Porque mejor es la felicidad temporal que la eternidad miserable. Porque en el ánimo sean pasivos, ¿cómo pueden ser más que nosotros, pues también lo somos, ni tampoco lo fuéramos si no fuéramos miserables? Que en el cuerpo sean aéreos, ¿en cuánto debe apreciarse esta cualidad, ya que a cualquier cuerpo se aventaja el alma, y en el culto de religión que se debe por parte del alma, de ningún modo se debe a una naturaleza inferior al alma? Si entre las prendas recomendables que refiere de los demonios pusiera la virtud, la sabiduría, la felicidad, y dijera que éstos las tenían comunes y eternas con los dioses, sin duda que expresara alguna cualidad digna de apetecerse, y, por consiguiente, muy apreciable; sin embargo, no por eso deberíamos adorarlos como a Dios, sino antes a aquel de quien nos constara que ellos lo habían recibido. ¿Cuánto menos serán dignos del culto divino unos animales aéreos que para esto son racionales, para que puedan ser míseros; para esto pasivos, para que sean miserables; para esto eternos, para que no puedan acabar con la miseria? IR A CONTENIDO . . CAPITULO XVII. Si es razón que el hombre adore aquellos espíritus de cuyos vicios le conviene librarse Por dejar lo demás y tratar solamente de lo que dice que los demonios tienen común con nosotros, esto es, las pasiones del alma; si todos los cuatro elementos están llenos cada uno de sus animales, el fuego y el aire de los inmortales, agua y tierra de los mortales, pregunto: ¿Por qué las almas de los demonios padecen turbaciones y tormentos de las pasiones? Porque perturbación es lo que en griego se dice phatos, por lo cual los llamó en el ánimo pasivos; pues, palabra por palabra, pathos se dijera pasión, que es un movimiento del ánimo contra la razón. ¿Por qué motivo hay esta cualidad en los ánimos de los demonios, no habiéndola en los brutos? Pues cuando se echa de ver alguna circunstancia como esta en los brutos, no es perturbación, dado que no es contra razón, de que carecen los brutos. Y que en los hombres haya estas perturbaciones, lo causa la ignorancia o la miseria, porque aun no somos bienaventurados con aquella perfección de sabiduría que se nos promete al fin, cuando estuviéramos libres de esta mortalidad. Pero los dioses dicen que no padecen estas perturbaciones, porque no sólo son eternos, sino también bienaventurados, pues las mismas almas racionales dicen que tienen también ellos, aunque puras y purificadas de toda mácula y contagio. Por lo cual, si los dioses no se perturban por ser animales bienaventurados y no miserables, y los brutos no se perturban porque son animales que ni pueden ser bienaventurados ni miserables, resta que los demonios, como los hombres, se perturben, precisamente porque son animales no bienaventurados, sino miserables. ¿Por qué ignorancia, pues, o, por mejor decir, por qué demencia nos sujetamos por medio de alguna religión a los demonios, supuesto que por la religión verdadera nos libertamos del vicio en que somos semejantes a ellos? Porque siendo los demonios espíritus a quienes incita y hostiga la ira (como Apuleyo, aun forzado, lo confiesa, no obstante que les perdona y disimula muchos defectos y los tenga por dignos de que los honren como a dioses), a nosotros la verdadera religión nos manda que no nos dejemos dominar de la ira, sino que la resistamos tenazmente. Y dejándose los demonios atraer con dones y dádivas por nosotros, nos prescribe la verdadera religión que no favorezcamos a ninguno excitados por los dones. Y dejándose los demonios ablandar y mitigar con las honras, a nosotros nos manda la verdadera religión que de ningún modo nos muevan semejantes ficciones. Y aborreciendo los demonios a algunos hombres y amando a otros, no con juicio prudente y desapasionado, sino, como él dice, con ánimo pasivo, a nosotros nos encarga la verdadera religión que amemos aun a nuestros enemigos. Finalmente todo aquel ímpetu del corazón y amargura del espíritu y todas las turbulencias y tempestades del alma con que dice que los demonios fluctúan y se atormentan, nos manda la verdadera religión que las dejemos. Qué razón, pues, hay sino una ignorancia y error miserable, para que te humilles reverenciando a quien deseas ser desemejante viviendo, y que religiosamente adores a quien no quieres imitar, siendo el sumo o principal dogma de la religión imitar al que adoras? IR A CONTENIDO . . CAPITULO XVIII. Qué tal sea la religión que enseña que los hombres, para encaminarse a los dioses buenos, deben aprovecharse del patrocinio o intercesión de los demonios En vano Apuleyo y todos los que con él sienten les hicieron este honor, poniéndolos en el aire, en medio, entre el cielo y la tierra, de modo que como ningún dios se mezcla o comunica con el hombre (lo que dice enseñó Platón), ellos sirvan para llevar las oraciones de los hombres a los dioses, y de allí volver a los hombres con lo que han conseguido con ellos. Porque los que creyeron esto tuvieron por cosa indigna que se mezclaran con los dioses los hombres y los hombres con los dioses, y por cosa digna que se mezclasen los demonios con los dioses y con los hombres, para que de aquí lleven nuestras peticiones, y de allá las traigan despachadas; de modo que el hombre casto, honesto y ajeno a las abominaciones de las artes mágicas, tome por patronos para que le oigan los dioses a aquellos que aman y gustan de cosas, las cuales no amándolas él se hace más digno, para que más fácilmente y de mejor gana le oigan; porque ellos gustan de las torpezas y abominaciones de la escena, de las cuales no se agrada la honestidad. En las hechicerías y maleficios gustan «de mil modos y artificios de hacer mal», de lo que no se complace la inocencia. Luego la castidad y la inocencia, si quisieren alcanzar alguna gracia de los dioses, no podrán por sus méritos, sino interviniendo sus enemigos. No hay motivo para que éste nos procure justificar las ficciones poéticas y las futilezas del teatro. Tenemos contra ellas a Platón, su maestro, y para ellos de tanta autoridad; a no ser que el pudor humano se tenga en tan poco que no sólo apruebe las torpezas, sino también se persuada que se complace en ellas la pureza divina. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XIX. De la impiedad del arte mágica, la cual se funda en el patrocinio de los malignos espíritus Por lo que toca a las artes mágicas, de las cuales a algunos demasiado infelices y demasiado impíos se les antoja gloriarse, alegaré contra ellos la misma luz de este mundo. Porque ¿con qué causa se castigan estas ficciones tan severamente con el rigor de las leyes, si son obras de los dioses a quienes se debe respeto y veneración? ¿Acaso establecieron los cristianos estas leyes con que se procede contra las artes mágicas? ¿Y por qué otra razón, sino porque estos maleficios son en perjuicio de los hombres, dijo el ilustre poeta: «Por los dioses te juro, y por tu dulce vida, querida hermana, que contra mi voluntad acudo a las artes mágicas»; y lo que en otra parte dice asimismo de estas artes: «He visto transferir las mieses sembradas de un extremo a otro»; porque con esta pestilente y abominable arte dicen que los frutos ajenos los suelen trasladar de unas a otras tierras? Y Cicerón ¿no refiere que en las doce tablas, esto es, en las leyes más antiguas de los romanos, hay establecida pena de muerte contra el que usare de ellas? Finalmente, pregunto al mismo Apuleyo: ¿fue él acusado delante de los jueces cristianos por las artes mágicas? Las cuales, supuesto que se las pusieron por capitulo de residencia, si sabía que eran divinas, religiosas y conformes a las operaciones de las potestades divinas, no sólo debían confesarlas, sino también profesarlas, condenando antes las leyes que las prohibían y reputaban por perjudiciales, que tenerlas por admirables y dignas de veneración. Porque de este modo o les persuadiera a los jueces su parecer, o cuando ellos quisiesen atenerse al tenor de las injustas leyes y le condenasen a él, predicador y elogiador de semejantes artes a la pena de muerte, los mismos demonios darían a su alma el premio que merecía, pues por publicar sus divinas obras no temió perder la vida. Como nuestros mártires, acusándolos criminalmente por defender la religión cristiana, con la que sabían habían de salvarse y ser gloriosos para siempre, no quisieron, negándola, libertarse de las penas temporales, sino que confesándola, profesándola, predicándola y sufriendo por ella fiel y valerosamente acerbos tormentos y muriendo seguramente en Dios confundieron las leyes con que se la prohibían y las hicieron mudar Existe una oración de este filósofo platónico muy extensa y elegante, en la cual se defiende y justifica del crimen que le acumulaban de profesar las artes mágicas, y no quiere defender de otra manera su inocencia sino negando, lo que no puede cometer un inocente. Y todas las maravillas de los magos, las cuales con razón siente que deben condenarse, se hacen por arte y obra de los demonios, y ya que se persuade que deben adorarse, advierta lo que enseña cuando dice que son necesarios para que lleven nuestras oraciones a los dioses, puesto que debemos huir de sus obras si queremos que nuestras oraciones lleguen delante del verdadero Dios. Pregunto lo segundo: ¿qué especie de oraciones le parece llevan los demonios de los hombres a los dioses buenos, las mágicas o las lícitas? Si las mágicas, los dioses no gustan de ellas; si las lícitas, no las quieren por medio de tales arbitrios. Y si el pecador, arrepentido mayormente por haber cometido alguna culpa mágica, ruega, ¿es posible que consiga el perdón por intercesión de aquellos con cuyo favor le pesa haber caído en tan torpe culpa? ¿O acaso los mismos demonios, para poder alcanzar la remisión a los que se arrepienten, hacen también primero penitencia por haberlos engañado, para que se les perdone? Esto jamás se ha dicho de los demonios; porque, si fuese así, de ningún modo se atreverían a desear la honra y culto que se debe a Dios los que por medio de la penitencia apetecían alcanzar la gracia del perdón; porque en lo uno hay una soberbia digna de abominación y en lo otro una humildad digna de compasión. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XX. Si se debe creer que los dioses buenos de mejor gana se comunican con los demonios que con los hombres Pero ciertamente dirán que hay una causa muy convincente, por la cual es indispensable que los demonios sean medianeros entre los dioses y entre los hombres, para que lleven los deseos y peticiones de los hombres a los dioses y de éstos traigan las respuestas dé las gracias que hubieren alcanzado a los hombres. Y pregunto: ¿Cuál es esta causa y cuánta la necesidad? Porque ningún Dios, dicen, se mezcla o comunica con el hombre. Donosa santidad la de Dios, que no se comunica con el hombre humilde, y se comunica con el demonio arrogante; no se comunica con el hombre arrepentido, y se comunica con el demonio engañador; no se comunica con el hombre, que se acoge al amparo de su divinidad, y se comunica con el demonio, que finge tener divinidad; no se comunica con el hombre, que le pide perdón de la culpa; y se comunica con el demonio, que le persuade; no se comunica con el hombre, que por medio de los libros filosóficos destierra a los poetas de una República bien ordenada, y se comunica con el demonio, que, por medio de los juegos escénicos, pide a los principales magnates y pontífices de la ciudad los escarnios que hacen de ellos los poetas; no se comunica con el hombre, que prohíbe las ficciones de las culpas de los dioses, y se comunica con el demonio, que gusta y se deleita con los supuestos crímenes de los dioses; no se comunica con el hombre, que con justas leyes castiga los delitos e inepcias de los mágicos, y se comunica con el demonio, que enseña y practica las artes mágicas; no se comunica con el hombre, que huye de imitar a los demonios, y se comunica con el demonio, que anda a caza para engañar a los hombres. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXI. Si los dioses se aprovechan de los demonios para que les sirvan de mensajeros e intérpretes, y si ignoran que los engañan o quieren ser engañados por ellos La necesidad tan grande de sostener un disparate e indignidad tan calificada, es porque los dioses del cielo que cuidan de las cosas humanas, sin duda no supieron lo que hacían los hombres en la tierra si los demonios aéreos no se lo avisaran; porque la región celeste está muy distante de la tierra, y es muy elevada, y el aire confina por una parte con ella y por otra con la tierra. ioh admirable sabiduría! ¿Qué otra cosa sienten estos sabios de los dioses, los cuales sostienen que todos son buenos, sino que cuidan de las cosas humanas por no parecer indignos del culto y veneración que les tributan y que por la distancia de los elementos ignoran, las cosas humanas, para que se entienda que los demonios son necesarios, Y así se crea que también ellos deben ser adorados, para que por ellos puedan saber los dioses lo que pasa en las cosas humanas, y cuando fuese menester acudir al socorro de los hombres? Si esto es cierto, estos dioses, buenos tienen más noticia del demonio por la contigüidad del cuerpo que del hombre por la bondad del alma. ioh necesidad digna de la mayor compasión, o, por mejor decir, vanidad ridícula y abominable, por no llamarla ilusión fútil y despreciable! Porque si los dioses pueden ver nuestra alma con la suya libre de los impedimentos del cuerpo, para esta operación no necesitan de intermediarios los demonios; y si los dioses de la región etérea conocen por su cuerpo los indicios corporales de las almas, como son el semblante, el habla, el movimiento, infiriendo así lo que les anuncian los demonios, pueden ser también engañados con los embustes y mentiras de los demonios, esa divinidad no puede ignorar nuestras acciones. Tuviera especial complacencia en que me dijeran estos alucinados eruditos si los demonios comunicaron a los dioses cómo desagradaron a Platón las ficciones de los Poetas sobre las culpas de los dioses, y les encubrieron que ellos, se complacían con los festejos; o si les callaron lo uno y lo otro, y no quisieron que los dioses supiesen cosa alguna acerca de este asunto; o si les descubrieron lo uno y lo otro; la prudencia religiosa de Platón para con los dioses, y su apetito perjudicial al honor de los dioses; o, si, aunque quisieron encubrir a los dioses, el dictamen de Platón, reducido a no querer permitir que fuesen infamados los dioses con crímenes supuestos por la impía licencia de los poetas, sin embargo, no tuvieron pudor ni temor en manifestarles su propia vileza de que gustaban de los juegos escénicos, en los que se celebraban las ignominiosas criminalidades de los dioses. De estas cuatro razones que les propongo, elijan la que más les agrade, y consideren en cualquiera de ellas con cuánta impiedad sienten de los dioses buenos; porque si escogiesen la primera, han de conceder precisamente que no pudieron los dioses buenos vivir con el virtuoso Platón, porque prohibía la publicación de sus enormes relaciones, y que vivieron sin embargo, con los demonios malos, que se lisonjeaban con la celebración de sus maldades; y que los dioses buenos no conocían al hombre bueno que distaba mucho de ellos, sino por medio de los malos demonios, a quienes, teniéndolos tan próximos, no podían conocer. Si eligiesen la segunda, y dijesen que lo uno y lo otro les callaron los demonios, de modo que los dioses por ningún motivo tuvieron noticia, ni de la religiosa ley de Platón, ni del sacrílego gusto y deleite de los demonios, ¿qué suceso de importancia pueden saber los dioses de los acontecimientos humanos, por medio de la legacía de los demonios, cuando ignoran las saludables sanciones que decretan por la religión los hombres virtuosos, en honor de los dioses buenos, contra el voluptuoso deseo de los malos demonios? Y si escogiesen la tercera y respondieren que no sólo tuvieron noticia por medio de los mismos demonios del sentir de Platón, que vedaba la manifestación de los afrentosos dicterios de los dioses, sino también de la lascivia y maldad de los demonios, que se entretienen y recrean con las injurias de los dioses, pregunto: ¿esto es dar aviso o hacer mofa? ¿Y los dioses oyen lo uno y lo otro, y lo conocen y sufren con tanta conformidad, que no sólo no rehúsan la comunicación con los malignos demonios y desean y obran acciones tan contrarias a la dignidad de los. dioses y a la religión de Platón, sino que por medio de estos impíos vecinos, al buen Platón, estando muy distantes de ellos, le remiten sus dones? Pues de tal modo los unió entre sí el orden de los elementos, que pueden comunicarse con los que les agravian, y con Platón, que los defiende, no pueden; sabiendo lo uno y lo otro, aunque no son poderosos para mudar la constitución del aire y de la tierra. Y si escogieren la cuarta, peor es que las demás; porque ¿quién ha de sufrir que los demonios digan a los dioses inmortales las ignominias y culpas que los poetas les suponen, y los indignos escarnios que se les hacen en los teatros, y el ardiente gusto y suavísimo deleite con que los mismos demonios se entretienen con estas fruslerías? A vista de esta doctrina deben confundirse y callar cuando Platón, con gravedad filosófica, fue de parecer que se desterrasen estas infamias de una República bien ordenada, de modo que ya con esto los dioses buenos se vean obligados a saber por estos medios las obscenidades de estos perversos: no ajenas, sino de los mismos que se las dicen; y no los permiten y dejan saber lo contrario a ellas, es decir, las bondades de los filósofos; siendo lo primero en agravio y lo segundo en honra de los mismos dioses. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXII. Que se debe dejar el culto de los demonios contra Apuleyo Y puesto que no debe adoptarse ninguna de estas cuatro cosas, porque con cualesquiera de ellas no se sienta tan impíamente de los dioses, resta que de ningún modo debe creerse lo que procura persuadirnos Apuleyo y cualesquiera otros filósofos que son de su dictamen, y sostienen que de tal manera están colocados en el lugar medio los demonios entre los dioses y los hombres, que son como internuncios e intérpretes, para que desde acá lleven nuestras peticiones y de allá nos traigan las gracias de los dioses, sino que son unos espíritus deseosísimos de hacer mal, ajenos totalmente de lo que es justo y bueno, llenos de soberbia, carcomidos de envidia, forjados de engaños y cautelas que habitan en la región del aire, porque cuando los echaron de la altura del cielo superior (lo que merecieron por la culpa y transgresión irreiterable» los condenaron a este lugar como a cárcel conveniente para ellos; y no porque la región del aire era superior en el sitio a la tierra y al agua, por eso también ellos en el mérito son superiores a los hombres, los cuales fácilmente los exceden y hacen ventaja, no en el cuerpo terreno, sino en haber escogido en su favor al verdadero Dios, y en la conciencia piadosa y temerosa de Dios. Y aunque es verdad que ellos se apoderaron de muchos que son indignos de la participación de la verdadera religión como de cautivos y súbditos suyos, persuadiendo a la mayor parte de éstos que son dioses, embelecándolos con señales maravillosas y engañosas de obras y adivinaciones; sin embargo, a otros que miraron y consideraron con más atención sus vicios, no pudieron persuadirles que eran dioses, y así fingieron que eran entre los dioses y los hombres los internuncios, y los que alcanzaban de ellos los beneficios; mas ni aun esta honra quisieron se les diese los que tampoco creían que eran dioses, porque advertían que eran malos; porque éstos eran de opinión que todos los dioses eran buenos; y, con todo, no se atrevían a decir que del todo eran indignos del honor que se debe a Dios, principalmente por no ofender al pueblo el cual veían que con tantos sacrificios y templos los honraba y servía por una envejecida superstición. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXIII. Lo que sintió Hermes Trimegisto de la idolatría, y de dónde pudo saber que se habían de suprimir las supersticiones de Egipto De modo diverso sintió y escribió de ellos Hermes, egipcio, a quien llaman Trimegisto; pues Apuleyo, aun cuando conceda que no son dioses, pero diciendo que son medianeros entre los dioses y los hombres, de modo que son necesarios a los hombres para el trato con los mismos dioses, no diferencia su culto de la religión de los dioses superiores. Mas el egipcio dice que hay unos dioses que los hizo el sumo Dios, y otros que los hicieron los hombres. El que oye esto como yo lo he puesto, entiende que habla de los simulacros que son obras de las manos de los hombres; con todo, dice que las imágenes visibles y palpables son como cuerpos de los dioses, y que hay en éstos ciertos espíritus atraídos allí que tienen algún poder, ya sea para hacer mal, ya para cumplir algunos votos y deseos de los que los honran y reverencian con culto divino. El enlazar, pues, y juntar estos espíritus invisibles por cierta parte con los visibles de materia corpórea, de manera que los simulacros dedicados y sujetos a aquellos espíritus sean como unos cuerpos animados, esto dicen que es hacer dioses, y que en los hombres hay esta grande y admirable potestad de formar dioses. Extractaré las palabras de este egipcio cómo se hallan traducidas en nuestro idioma: «y porque, dice él, nos notifican que hablemos de la cognación y comunicación de los hombres y de los dioses, mira, ¡oh Asclepio!, la potestad y vigor del hombre: así como el Señor y Padre, o, lo que es lo mismo, Dios, es hacedor y autor de los dioses celestiales, así el hombre es el fabricador de los dioses que están en los templos contentos de la proximidad del hombre.» Y poco después añade: «La humanidad de tal modo persevera en aquella imitación de la divinidad, acordándose siempre de su naturaleza humana y de su origen, que así como el Padre y Señor, por que fuesen semejantes a él, hizo a los dioses eternos, así el hombre hizo y figuró a sus dioses semejantes a él a la similitud de su rostro.» Aquí, habiéndole Asclepio, con quien principalmente conferenciaba, respondido y dicho: «¿Habláis, ¡oh Trimegisto!, de las estatuas?»; entonces dice: «¡Oh Asclepio! Ves estatuas, como tú mismo desconfías, estatuas animadas llenas de sentido y espíritu, y que ejecutan tales y tan grandes maravillas. Estatuas que saben lo futuro, adivinan y dicen en diferentes cosas lo que acaso ignora cualquier adivino; que causan las enfermedades en los hombres, y las curan y los convierten en tristes y alegres conforme lo merecieron. ¿Ignoras, por ventura, ¡oh Asclepio!, que Egipto es un retrato e imagen del cielo, o, lo que es mas cierto, es una traslación portentosa donde se establecen y descienden todas las cosas que se gobiernan y practican en el cielo? Y si ha de decir la verdad, añade, esta nuestra tierra es un templo vivo de todo el mundo. Y pues es conveniente que el prudente lo prevea y sepa todo, no es razón que vosotros ignoréis lo que voy a decir. Vendrá tiempo en que se advertirá que los egipcios inútilmente guardaron tan piadosa y devotamente la religión a los dioses, y que, cesando toda su santa veneración, los dejará frustrados y burlados.» Después Hermes, con muchos raciocinios, prosigue este asunto, donde parece que profetiza o adivina aquella feliz época en que la religión cristiana, cuanto es más verdadera y santa, con tanta más eficacia y libertad destruye y echa por tierra todas las engañosas ficciones; para que la gracia del verdadero Salvador libre al hombre del cautiverio de los dioses, que por si estableció el hombre, y los someta a aquel Dios que hizo al hombre. Pero cuando habla, no vaticina estas maravillas, habla como si fuera amigo de estos mismos engaños; ni expresa claramente el nombre cristiano, pero lamenta que se destierren de Egipto las observancias que le hacen semejante al cielo y anuncia con lacrimoso estilo los sucesos venideros; pues era de los que dice el Apóstol: «que conociendo a Dios no le dieron la gloria de Dios, ni se le mostraron agradecidos, sino que dieron en vano con sus imaginaciones y discursos, y quedó su necio corazón rodeado y sumergido en las tinieblas de su presunción y arrogancia, porque en lo mismo en que se gloriaban de sabios y literatos, en esto mismo quedaron necios e ignorantes, andando tan ciegos que profanaron la majestad de Dios inmortal mudándola en la imagen o estatua de hombre mortal»; y lo demás que sería largo referir. Alegando Hermes tan sólidos fundamentos sobre el único y solo Dios verdadero, Criador del mundo, conformes a lo que prescribe la verdad, no sé de qué modo se deja llevar de las, oscuras tinieblas de su corazón a cosas como éstas; que quiere estén sujetos los hombres a los dioses, que confiesa son obras de los mismos hombres, y siente haya de venir tiempo en que esto desaparezca; como si pudiese haber cosa más desdichada que el hombre, a quien dominan los figmentos y estatuas que ha fabricado por sus manos; siendo más fácil que, adorando a los dioses que formó con sus propias manos, deje de ser hombre, que no porque él los adore sean dioses lo que hizo el mismo hombre, porque más presto sucede: «Que el hombre colocado en honrosa condición, y en un estado superior semejante a la imagen de Dios, no conociendo, antes olvidado de su condición y nobleza, se iguale en su miseria a las bestias; que llegue a anteponerse una obra de las manos del hombre a la obra de Dios, hecha por Dios a su semejanza, esto es, al mismo hombre.» Por eso el hombre pierde algún tanto de ser que tiene de aquel que le crió, cuando se sujeta y toma por superior a lo que formó con sus mismas manos. De que estas falsedades, maldades y sacrilegios desapareciesen se dolía el egipcio Hermes, porque sabía que había de llegar tiempo en que así sucediese, pero lo sentía tan sin pudor, cuanto lo sabía sin fundamento sólido; pues el Espíritu Santo no se lo había revelado como a los santos profetas, que, conociendo y previendo estos admirables sucesos, decían con alegría de su corazón: «Si hiciere y fabricare el hombre dioses para sí, presto llegará el desengaño de esta vana ilusión, y experimentará que no son dioses»; y en otro lugar: «Vendrá tiempo, dice el Señor, en que exterminaré del mundo los ídolos y simulacros, y no habrá más memoria de ellos.» Pero sobre este punto vaticinó en términos más claros e incontrastables contra Egipto el santo profeta Isaías por estas palabras: «Se desharán y desaparecerán cuando viniere el Señor los ídolos que hicieron para, sí los egipcios, y el corazón de éstos se deshará y aniquilará entre sí»; con lo demás que continúa en orden a la misma profecía. De éstos fueron también los que, teniendo una ciencia positiva e infalible de lo venidero, se alegraban y lisonjeaban de que hubiese venido el Mesías prometido, como Simeón y Ana, que al punto que nació Jesús le conocieron; como Isabel, que con espíritu profético le reconoció existente en el vientre de su Madre, y como Pedro cuando, revelándoselo el Eterno Padre, dijo: «Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo». Mas a este sabio egipcio le inspiraron su futura destrucción los mismos espíritus, que teniendo presente en carne humaba al Dios todopoderoso, amilanados y llenos de temor y espanto, le dijeron: «¿A qué viniste antes de tiempo a perdernos?» O porque para ellos repentinamente acaeció lo que creían debía tardar más tiempo en verificarse, o porque llamaban su destrucción y perdición al mismo acontecimiento en que fueron descubiertos, pues siendo conocidos los habían de desamparar y despreciar los hombres, lo cual era antes de tiempo, esto es, antes de la época en que se debe suceder el juicio universal, en el cual serán castigados con eterna condenación, juntamente con todos los hombres que se hallaren asociados a su compañía, como lo insinúa expresamente la verdadera religión, que ni engaña ni puede ser engañada; y no como este sabio que, dejándose llevar por una parte y por otra del viento de cualquiera doctrina, mezclando y confundiendo lo falso con lo verdadero, se duele como si hubiera de extinguirse la religión, que confiesa después llanamente ser un error. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXIV. Cómo Hermes claramente confesó el error de sus padres y, con todo, le pesó que hubiese de desaparecer Después de algún intervalo vuelve a discurrir sobre el mismo punto y hablar de los dioses hechura del hombre, diciendo de este modo: «Pero ya de estos tales basta lo referido. Volvamos al hombre y a la razón, por la cual, concedida por singular beneficio de Dios, se denominó el hombre animal racional.» Admirables se nos presentan las cualidades del hombre que hemos relacionado por extenso, pero en verdad excede toda admiración que fuera posible al hombre investigar y descubrir la naturaleza divina, y ser autor, criador y único artífice de ella. Pues como nuestros mayores anduvieron muy errados e incrédulos acerca de los dioses, sin atender a su culto y religión, hallaron traza e invención para formar dioses. Y luego que la descubrieron la apropiaron y aplicaron una virtud conveniente, tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola, y ya que no podían crear almas, invocaron las de los demonios o de los ángeles; y las hicieron entrar, dentro de las imágenes y en los divinos misterios, por los cuales los ídolos pudiesen tener potestad y virtud para hacer bien y mal. No sé si los mismos demonios, a fuerza de conjuros, confesarían esta verdad como la confiesa Hermes; porque dice: nuestros antepasados andaban muy errados e incrédulos acerca de la calidad de los dioses, y, sin advertir a su culto y religión hallaron traza y modo para formar dioses. Porque no dijo que andaban un tanto equivocados para descubrir el arte de hacer dioses, ni contentóse con decir errados, sino que añadió y dijo muy errados. Este grande error e incredulidad de los que no le advertían ni se aplicaban al culto y religión de Dios inventó un raro medio de hacer dioses. Un error tan craso, una incredulidad tan dura, y la aversión o contradicción del ánimo humanó al culto y religión de Dios, encontró, sin embargo, modo de que el hombre fabricase con artificio dioses. Duélese de esta inepcia un hombre tan sabio como Hermes, sintiendo haya de venir tiempos en que se abrogue la religión divina. Adviertan, pues, cómo por virtud divina confiesa, aunque implícitamente, la alucinación y error de sus antepasados, y por una fuerza diabólica se siente penetrado de dolor por el futuro castigo de los demonios. Porque si sus mayores, procediendo con notable equivocación sobre la condición de los dioses, y estando dominados de incredulidad y aversión al culto de la religión divina, hallaron un espacioso artificio para crear dioses, ¿qué maravilla, que todo lo que hizo esta arte abominable, contraria a la religión divina, lo quite la religión divina; pues la verdad es la que enmienda y modera el error, y la fe la que convence a la incredulidad, y la conversación la que corrige a la aversión? Porque si, omitiendo las causas, dijera que sus predecesores habían encontrado traza y modo para hacer dioses, sin duda nos tocaba a nosotros, si éramos cuerdos y religiosos, el averiguar cómo de ninguna manera pudieran llegar ellos a conseguir este arte con que el hombre crea dioses, si no fueran equivocados en la verdad, si creyeran cosas dignas de Dios, si advirtieran y aplicaran el ánimo al culto y religión divina. Podríamos decir nosotros que las causas de este arte vano eran el error inmoderado de los hombres, la incredulidad y la aversión que el ánimo alucinado e infidente tenía a la religión divina, como la desenvoltura de los que se defienden contra la verdad merecían que dijésemos. Pero cuando esto admira el hombre más enterado que todos en lo concerniente a este arte de hacer dioses, y se duele de que ha de venir tiempo en que todas estas ficciones o estatuas de los dioses fabricadas por los hombres se manden públicamente quitar y destruir por las leyes civiles, confesando además y declarando las causas porque llegaran a experimentar tan fatal excidio, diciendo que sus antepasados, poseídos de sus errores e incredulidad, y sin advertir ni aplicar su ánimo al culto y religión divina, descubrieron el arte con que pudieron formar dioses; dejará de ser muy conforme que nosotros digamos, o, por mejor decir, demos afectuosas y reverentes gracias a Dios nuestro Señor, que por su amor benéfico hacia nosotros se sirvió desterrar y abolir tales errores, con causas contrarias a las que se instituyeron. Porque lo mismo que estableció el error y humano desvarío, lo abrogó la invención de la verdad; lo que introdujo la incredulidad lo quitó la fe, lo que instituyó la aversión que tuvieron al culto divino y a la religión, lo destruyó la conversión sincera a un Dios Santo y verdadero; y no sólo quitó y desterró de Egipto, del cual solamente se duele este sabio, el espíritu de los demonios, sino de toda la tierra, donde se canta con indecible júbilo al Señor un nuevo cántico, como lo, expresaron las letras verdaderamente sagradas y verdaderamente proféticas, donde dice la Escritura: «Cantad al Señor un nuevo cántico, cantad y glorificad al Señor toda la tierra.» Pues el titulo del salmo es: «Cuando se edificaba la casa después de la cautividad.» Pues construyéndose va el Señor por casa la Ciudad de Dios, que es la Santa Iglesia en toda la tierra, después del penoso cautiverio eh que los demonios tenían esclavizados a los hombres, y de estos hombres creyentes, como de unas piedras vivas y sólidas, se edificaba la casa. Pues no, porque el hombre formase dioses a su albedrío, dejaban de poseer al que los hacía; porque adorándolos se hacía su partidario y compañía, no ya de los insensatos y dolorosos, sino de los astutos demonios. Pues ¿qué son los ídolos, sino lo que insinúa la Sagrada Escritura?, «que tienen ojos y no ven», y todo lo demás que a este tenor pudo decirse de una masa, aunque artificiosamente labrada, sin embargo, sin vida ni sentido. Con todo, los espíritus inmundos, encerrados por aquella arte nefaria en los mismos simulacros, reduciendo a su compañía las almas de sus adoradores, las veían miserablemente cautivas, por lo que dice el Apóstol: «Sabemos bien que el ídolo es nadie, y lo que sacrifican los gentiles, a los demonios lo sacrifican y no a Dios; no quiero que os hagáis participes y compañeros de los demonios.» Así que después de este cautiverio, en que los malignos demonios tenían esclavizados a los hombres, se va edificando la casa de Dios en toda la tierra, de donde tomó su título aquel salmo que dice: «Cantad al Señor un cántico nuevo. Cantad al Señor toda la tierra. Cantad al Señor y bendecid su nombre. Anunciad cada día su salud. Anunciad y evangelizad a las gentes su gloria, y todos los pueblos sus maravillas, porque es grande el Señor y digno de alabanza sobremanera, y más terrible que todos los dioses; porque todos los dioses de los gentiles son demonios, pero el Señor hizo los Cielos.» El que se dolía de que había de venir tiempo en que se desterrase del mundo el culto y religión de los ídolos y el dominio que tenían los demonios sobre los que le adoraban, instigado del espíritu maligno, quería que durase siempre esta cautividad, la cual concluida, canta el Salmista rey que se va edificando la casa en toda la tierra. Profetizaba Hermes aquello doliéndose, y vaticinaba esto el profeta alegrándose. Y porque es el espíritu vencedor el que cantaba estas divinas alabanzas por medio de los profetas santos, también Hermes, lo que no quería y sentía que se abrogase, por un modo y traza admirable fue obligado a confesar que lo habían establecido no los prudentes, fieles y religiosos, sino los que andaban errados, los que eran incrédulos y opuestos al culto de la religión divina. Este sabio escritor, aunque los llame dioses, con todo, cuando confiesa que los formaron tales hombres cuales, sin duda, no debemos ser nosotros, aun contra su voluntad, manifiesta que no deben ser adorados por los que no son semejantes a los que los hicieron, esto es, a los sabios, fieles y religiosos, demostrando al mismo tiempo que los mismos hombres que los hicieron se impusieron a sí el subsidio de tener por dioses a los que no lo eran. Porque es infalible aquella divina expresión del profeta: «Si hiciere y fabricare el hombre dioses, ellos no son dioses.» Así que a tales dioses, habiéndolos llamado Hermes dioses de tales, fabricados artificiosamente por tales, esto es, demonios, no sé por qué arte encerrados y detenidos en los ídolos con los lazos de sus apetitos o antojos, habiendo, digo, llamado dioses a los que hablan creado los hombres, con todo, no les concedió lo que el platónico Apuleyo (de quien hemos ya hablado demostrando cuán absurda y contradictoria era su opinión) que sean intérpretes e intercesores entre los dioses que hizo Dios y los hombres que crió el mismo Dios, llevando desde la tierra los votos y peticiones, y volviendo del cielo con, los despachos y gracias. Porque es un grande desatino creer que los dioses que crearon los hombres puedan más con los dioses que hizo Dios que los mismos hombres que hizo el mismo Dios. Pues el demonio, luego que el hombre le encierra con arte sacrílego en el simulacro, vino a ser dios aunque peculiar para tal hombre, no para todos los hombres. ¿Cuál, pues, será este dios a quien no formara el hombre sino errando y siendo incrédulo, y habiendo vuelto las espaldas al Dios verdadero? Y si los demonios que se adoran en los templos, encerrados no sé por qué arte en las imágenes, esto es, en los simulacros y estatuas visibles por industria de los hombres, que con este artificio los hicieron dioses, caminando errados y vueltas las espaldas al culto y religión divina, no son internuncios ni intérpretes entre los hombres y los dioses, y por sus perversas y torpes costumbres, aun los mismos hombres, aunque infieles y ajenos del culto y religión divina, son sin duda mejores que aquellos a quienes con sus artificios hicieron dioses; resta, pues, que la autoridad que usurpan puedan ejercerla como demonios, ya sea cuando, pareciendo que nos hacen bien nos hacen mal, porque entonces nos engañan mejor, ya cuando a las claras nos dañan. Y con todo, cualquiera operación de éstas no pueden efectuaría por sí mismos, sino cuando y en cuanto se les permite por la alta y secreta providencia de Dios, y no porque puedan mucho sobre los hombres por su amistad de los dioses, como intermedios entre los hombres y ellos. Porque de ningún modo pueden tener amistad con los dioses buenos, que nosotros llamamos ángeles santos y criaturas racionales, que habitan en las Santas moradas del cielo, ya sean tronos, o dominaciones, a principados, o potestades, de quienes distan tanto cuanto los vicios de las virtudes y la malicia de la bondad. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXV. De la comunicación que puede haber entre los santos ángeles y los hombres De ningún modo por mediación e intercesión de los demonios debemos aspirar a la amistad o beneficencia de los dioses, o, por mejor decir, de los ángeles buenos, sino por la semejanza de la buena voluntad con que estamos unidos con ellos, vivimos con ellos y adoramos con ellos al mismo Dios que ellos adoran, aunque no los podamos ver con los ojos carnales; pero en cuanto somos miserables por la desemejanza de la voluntad y por la fragilidad de nuestra flaqueza, en tanto nos alejamos de ellos por el mérito de la vida, no por la distancia del cuerpo. Pues, no porque dada la condición de la carne vivamos en la tierra, por eso dejamos de juntarnos y unirnos con ellos, si no gustamos de las cosas terrenas por la inmundicia del corazón. Pero cuando, recuperada la salud, somos como ellos son, entonces, y en la fe, nos acercamos y unimos con ellos si creemos también y esperamos por su intercesión la bienaventuranza de Aquel que los hizo a ellos felices. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXVI. Que toda la religión de los paganos se empleó y resumió en adorar hombres muertos Y verdaderamente es digno de advertir cómo este egipcio sintiendo el tiempo que habla de sobrevenir, en el cual había de desterrarse de Egipto lo mismo que confiesa fue establecido por los que andaban muy errados y eran incrédulos y contrarios al culto de la religión divina, entre otras cosas, dice: «Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los delubros y templos, estará sumamente llena de sepulcros y difuntos.» Como si de no desaparecer esta vana superstición, no hubieran de morir los hombres, o se hubieran de sepultar los muertos en otra parte que en la tierra, pues seguramente que cuanto más fuese corriendo el tiempo y los días, tanto mayor había de ser el número de los sepulcros por el número mayor de los muertos. Sin embargo, parece que se duele porque las memorias y capillas de nuestros mártires habían de suceder a sus delubros y templos. Sin duda por que leyendo esto los que nos tienen mala voluntad y el corazón dañado, imaginen que los paganos adoraron a los dioses en los templos, y que nosotros adoramos a los muertos en los sepulcros, pues es tanta la ceguedad de los hombres impíos, que ofenden y tropiezan con los mismos montes, y no quieren observar las cosas que les dan en los ojos, para no echar de ver y confesar que en todas las historias o memorias de los paganos, o no se hallan, o apenas se encuentran dioses que no hayan sido hombres, y que, con todo, después de muertos, procurasen honrar a todos y reverenciarlos como si fuesen dioses. Omito lo que dice Varrón, quien sustenta que tienen por dioses manes a todos los difuntos, y lo prueba por los sacrificios que se hacen a casi todos los muertos, entre los cuales refiere también los juegos fúnebres, como si éste fuera el argumento más convincente de su divinidad, puesto que los juegos no suelen dedicarse sino a los dioses. El mismo Hermes, de quien ahora hablamos, en el mismo libro donde, como vaticinando lo venidero y lamentándose, dice: «Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los delubros y templos, estará inundada de sepulcros y difuntos»; afirma que los dioses de Egipto son hombres muertos. Porque habiendo dicho que sus antepasados, andando muy errados sobre la razón de los dioses incrédulos y sin advertir al culto y religión de los dioses, hallaron artificio para hacer dioses y «luego que le encontraron le aplicaron una virtud congruente y acomodada, tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola; y porque no podían crear almas invocaron las de los demonios o de los ángeles, las hicieron entrar dentro de las imágenes y en los divinos misterios, por las cuales los ídolos pudiesen tener poder y autoridad para hacer bien y mal»; después prosigue, como intentando comprobar esta aserción con ejemplos, y dice: «Porque tu abuelo, Ioh Asclepio!, que fue el primer inventor de la Medicina, a quien está consagrado un templo en el monte de Libia, cerca de la costa de los cocodrilos, donde yace su hombre mundano, esto es, su cuerpo, porque lo restante de él o, por mejor decir, todo él, si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorando se volvió al cielo, de donde acude ahora también a auxiliar en todo a las enfermedades de los hombres con su virtud divina, como antes acostumbraba con el arte de la Medicina.» Ved aquí cómo dijo que adoraban por dios a un hombre difunto en el lugar donde tenía su sepultura, engañándose y engañando, diciendo que volvió al cielo. Añadiendo después otro ejemplo, dice: «Hermes, mi abuelo, cuyo nombre he heredado yo, pregunto, estando en su patria qué se intitula con su propio nombre, ¿no ayuda y conserva a todos los mortales que de todo el mundo, acuden allí?» Porque Hermes el mayor, esto es, Mercurio, de quien dice que fue su abuelo, refiere que está enterrado en Hermópoli, es decir, en la ciudad de su propio nombre. Ved cómo dice que dos dioses fueron hombres, Esculapio y Mercurio. De Esculapio sienten lo mismo los griegos y latinos, aunque de Mercurio opinan muchos que no fue mortal, quien, sin embargo, dice Hermes que fue su abuelo. Pero acaso dirán que uno fue aquél y otro éste, no obstante de que tengan un mismo nombre. No reparo mucho en esta objeción, sea o no aquél, y otro distinto éste; con todo, a éste, como a Esculapio, de hombre le hicieron dios, según lo refiere Trimegisto, varón tan apreciado entre los suyos y nieto de Mercurio. Más adelante continúa aún, y dice: «Sabemos de Isis, mujer de Osiris, cuántos beneficios hace a los que la tienen favorable, y cuántos daños a los que la tienen enojada.» Y, en seguida, para demostrar que de tal género son los dioses que los hombres crean con el insinuado artificio (donde da a entender que los demonios han resultado de las almas de los hombres difuntos, a quienes por el arte que descubrieron los hombres que caminaban errados, infieles y sin religión, dice que los hicieron entrar dentro de los simulacros, por cuanto los que formaban tales dioses no podían realmente crear almas), habiendo dicho él mismo de Isis lo que tengo referido: «A cuántos sabemos que ha dañado el tenerla irritada», prosiguiendo dice: «porque es muy fácil enojarse los dioses terrenos y mundanos, como aquellos que de ambas naturalezas han formado y compuesto los hombres». De ambas naturalezas, dice, de alma y de cuerpo, de modo que por el alma se entienda el demonio, y por el cuerpo el simulacro. «Por lo que sucedió, añade, que los egipcios llamaron a estos animales santos, ordenando que en todas las ciudades se adoren las almas de los que en vida los consagraron; de tal suerte, que con sus leyes se gobiernen y se llamen con sus propios nombres.» ¿Dónde está aquella que parecía queja lastimosa, que vendría tiempo en que la tierra de Egipto, venerable asiento de los delubros y templos, estaría llena de sepulcros y de muertos? En efecto, el seductor y falso espíritu que impelía a explicarse así, a Hermes fue obligado a confesar por boca del mismo Hermes que ya entonces estaba aquella tierra inundada de sepulcros y de difuntos que eran adorados como dioses. Pero el sentimiento de los demonios les hacía hablar por boca de este sabio, porque les pesaba de ver que se acercaban y amenazaban las duras penas que habían de padecer en las memorias o capillas de los santos mártires; pues en muchos lugares de éstos son atormentados, como lo confiesan ellos mismos, echándolos de los cuerpos de los hombres, de quienes estaban tiránicamente apoderados. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXVII. Del modo con que los cristianos honran a los mártires Tampoco nosotros fundamos en honor de los mártires templos, sacerdotes, sacrificios y solemnidades porque sean nuestros dioses, sino porque el Dios de éstos es el nuestro. Es cierto que honramos su memoria como de hombres santos, amigos de Dios, que combatieron por la verdad hasta aventurar y perder la vida de sus cuerpos para que se manifestase la verdadera religión, convenciendo y confundiendo las falsas y fingidas religiones, lo cual si algunos lo sentían antes, de miedo lo disimulaban y reprimían. ¿Quién de los fieles oyó jamás que estando el sacerdote en el altar, aunque fuese hecho el sacrificio sobre algún cuerpo santo de cualquier mártir a honra y reverencia de Dios, dijese en sus oraciones: Pedro, o Pablo, o Cipriano, yo te ofrezco este sacrificio? Pues es manifiesto a todos que se ofrece en sus capillas u oratorios a Dios, que los hizo hombres y mártires, y los honró y juntó con sus santos ángeles en el Cielo, para que con aquella ofrenda demos gracias a Dios por las victorias de estos ínclitos soldados de Jesucristo, y para que, a imitación de semejantes coronas y palmas; renovando su memoria y suplicando al mismo Señor que nos favorezca, nos animemos. Todas las obras piadosas que practican los hombres devotos en los lugares de los mártires son beneficios que ilustran sus memorias, no sacrificios que se hacen a muertos como a dioses; y todos los que allí llevan sus comidas (aunque esto no lo hacen los mejores cristianos, y en las más partes no hay tal costumbre), con todo, los que lo ejecutan, en poniéndolas allí oran y las quitan, o para comerlas, o para distribuirlas entre los pobres y necesitados, pues sólo pretenden sacrificar y bendecir en aquel santo lugar su comida por los méritos de los mártires, en nombre del Señor verdadero de éstos. Y que esta práctica no sea ofrecer sacrificio a los mártires lo sabe y comprende el que conoce el único y solo sacrificio que allí se ofrece: el sacrificio de los cristianos. Así que nosotros no reverenciamos a nuestros mártires ni con honras divinas ni con culpas humanas, como ellos adoran a sus dioses, ni les ofrecemos sacrificios ni sus crímenes y afrentas las convertimos en un acto de religión suyo. De Isis, mujer de Osiris, diosa de Egipto, y de sus respectivos padres (quienes escriben que todos fueron reyes, y que sacrificando Isis un día en honor de sus padres descubrió la planta de la cebada, manifestando, las espigas al rey su esposo y a su consejero Mercurio, por lo cual quiere que sea la misma que Ceres), cuántos y cuán grandes crímenes y maldades se hallan escritas no en los poetas, sino en sus escrituras místicas, como lo que escribe Alejandro Magno a su madre Olimpias, conforme al secreto que le descubrió y comunicó un sacerdote llamado León; léanlo, pues, los que quieren o pudieren, y recorran su memoria los que lo hayan leído, y adviertan a qué especie de hombres muertos, o por qué hazañas practicadas por ellos les instituyeron como a dioses culto, religión y sacrificios. Y no presuman con ningún pretexto comparar a estos tales, aunque los reputen por dioses, con nuestros santos mártires, no obstante de que no los tengamos por dioses; porque de este modo no instituimos sacerdotes, ni ofrecemos sacrificios a nuestros mártires, pues esta liturgia es improporcionada, indebida, ilícita, y solamente debida a un solo Dios; de forma que no los entretendremos ni con sus culpas ni con sus juegos torpes y abominables en los cuales celebran éstos, o las abominaciones de sus dioses, si es que en vida, cuando eran hombres, cometieron semejantes crímenes, o las fingidas diversiones y deleites de los malos demonios, si es que no fueron hombres. De esta clase de demonios no tuviera Sócrates un dios, si realmente tuviera un dios, sino que, acaso, estando ajeno e inocente del arte de formar dioses, le acumularon semejante dios los que quisieron ser reputados por excelentes y singulares en el arte. ¿Y para qué me dilato más, puesto que no hay alguno medianamente juicioso que dude no deben ser adorados estos espíritus por la esperanza de conseguir la vida bienaventurada que ha de suceder después de la actual y mortal? Pero seguramente dirán que, aunque es cierto que todos los dioses son buenos, sin embargo, los demonios, unos son buenos y otros malos, y les parecerá que deben adorarse aquellos por quienes hemos de alcanzar la vida feliz y eterna, quienes creen que son buenos; y en cuánto sea cierta o falsa esta opinión, lo demostraremos en el siguiente libro.
Libro Noveno Cristo, Impetrador De La Vida Eterna CAPITULO PRIMERO A qué término ha llegado el discurso de que se trata y lo que resta averiguar de él Algunos escritores han opinado que hay dioses buenos y también malos; pero otros, sintiendo con más benignidad de los dioses, los honraron y elogiaron tanto, que no se atrevieron a creer que hubiese dios alguno que, fuese malo; y los que sentaron como cierto que los dioses unos son buenos y otros son malos, llamaron asimismo dioses a los demonios, y aunque fuesen dioses, sin embargo, muy pocas veces los designaron con el dictado de demonios, de tal suerte, que confiesan que al mismo Júpiter, que quieren sea el rey y príncipe de los demás, le llamó Homero demonio; mas los que afirman que todos los dioses no son sino buenos, y mucho más excelentes y mejores que los hombres que se reputan por buenos, con razón se conmueven y escandalizan de las obras que practican los demonios, las cuales no pueden negar, y entendiendo que de ningún modo pueden hacerlas los dieses, de quienes opinan que todos son buenos, se ven precisados a distinguir y hacer diferencia entre los dioses y los demonios, de tal suerte, que, todo cuanto les desagrada con justa causa en sus obras o en sus malos afectos, con que los ocultos espíritus manifiestan su índole natural, creen que es propio y característico de los demonios y no de, los dioses. No obstante, porque también presumen que estos mismos demonios, están colocados en el lugar medio entre los hombres y los dioses para el efecto de que, como ningún dios se mezcla y comunica con el hombre, lleven de acá sus votos y peticiones y traigan de allá lo que hubieren alcanzado; y esto mismo sienten los platónicos, que son los más insignes y famosos, entre los filósofos, con quienes como los más excelentes me pareció conducente indagar y examinar está cuestión de si el culto tributado a muchos dioses sirve para conseguir la vida feliz y bienaventurada que esperamos después de la muerte; por lo mismo en el libro anterior examinanos cómo los mismos demonios que se complacen en ciertos objetos de los que huyen y abominan los hombres cuerdos y virtuosos, esto es, de las acciones sacrílegas, abominables, de las ficciones que inventaron los poetas, no de cualquier hombre, sino de los mismos dioses, de la violencia perversa digna de un severo castigo, de las artes mágicas, examinemos, digo, cómo los demonios como más allegados amigos, puedan conciliar los hombres buenos con los dioses buenos y hallamos y averiguamos que no pueden practicarlo modo alguno. CAPITULO II Si entre los demonios, a los que dioses son superiores, hay algunos buenos, con cuyo favor pueda el alma hombre llegar a obtener la verdadera felicidad Y así, este libro, según lo prometimos al fin del pasado, tratará sobre la diferencia que hay, si quieren que haya alguna, no entre los dioses porque de todos ellos dicen que son buenos, ni de la distinción que hay entre los dioses y los demonios, de quienes separan a los dioses y las diferencias de los hombres, colocando a los demonios entre los dioses y los hombres, sino de diferencia que hay entre los mismos demonios, que es el asunto perteneciente a la presente cuestión. Por cuanto entre la mayor parte de los filósofos gentiles suele decirse, comúnmente que los demonios, unos son buenos y otros malos; cuya opinión, ya sea también de los filósofos platónicos, ya sea de cualesquier otros, no es razón que la adoptemos sin examinarla escrupulosamente, porque no crea alguno que debe imitar a los demonios con espíritus buenos, y mientras por su mediación desea y procura alcanzar la amistad de los dioses, de todos los cuales cree que son buenos para poder vivir con ellos; después de su muerte, implicado y alucinado con los artificiosos engaños de los espíritus malignos, no vaya errado y descaminado del todo del verdadero Dios, con quien solamente, en quien y de quien consigue únicamente la bienaventuranza el alma humana, esto es, la racional e intelectual. CAPITULO III Lo que atribuye Apuleyo a los demonios, a quienes, sin quitarles la razón, no les concede virtud alguna ¿Cuál es, pues, la diferencia que se supone entre los demonios buenos y los malos, supuesto que tratando generalmente de ellos el platónico Apuleyo, y diciendo tantas particularidades de sus cuerpos aéreos, no expresó cosa alguna de las virtudes del alma, de las cuales debieran tener si fueran buenos? Así que omitió la causa por la cual podían ser eternamente felices, mas no pudo callar el indicio por el que consta de su miseria, confesando que la parte principal, que ellos llaman entendimiento, con que dijo que eran racionales, por lo menos la que no estaba prevenida y abroquelada con la virtud, no escapaba de las pasiones desordenadas del alma, sino que también ella, como suelen los ánimos estúpidos, padece de algún modo tempestuosas borrascas y perturbaciones, sobre lo cual se explica así: «Del número de estos demonios son casi -dice- todos los dioses que acostumbran los poetas, no muy distantes de la verdad, fingir que tienen odio o amor a algunos hombres, concediendo prosperidades, elevando a unos y humillando a otros; así que se compadecen, se irritan, se afligen y alegran, y padecen todo cuanto el ánimo de un hombre sufre, corriendo su tormenta con la misma tribulación y agitación de ánimo por las temibles ondas de pensamientos dudosos; todas las cuales turbaciones y borrascas son muy ajenas de la tranquilidad de los dioses celestiales.» ¿Acaso en estas expresiones hay alguna duda en que diga que se turban como mar proceloso con las bravas borrascas de sus pasiones, no ciertas partes inferiores del alma, sino el mismo espíritu de los demonios, con que efectivamente son animales racionales? De modo que ni merecen que los comparen con los hombres sabios y cuerdos que a semejantes turbaciones del ánimo (de, las que no se libra la flaqueza humana, aun cuando las padecen por la suerte y condición de esta vida mortal) las suelen resistir sin inquietud alguna de su espíritu, sin dejarse arrastrar de ellas para consentir o ejecutar una sola acción que desdiga del camino recto de la sabiduría y ley de la justicia, sino que los demonios, siendo semejantes y parecidos a los hombres necios e injustos, no en los cuerpos, sino en las condiciones, por no decir peores, por ser más antiguos en tiempo, incurables e insanables por la debida pena, corren también la tormenta y borrasca del mismo espíritu, como lo dice este mismo filósofo, sin tener en parte alguna de su ánimo consistencia ni firmeza en la verdad y en la virtud con que suelen contrarrestar las turbaciones y aflicciones del alma. CAPITULO IV Lo que sienten los peripatéticos y los estoicos sobre las perturbaciones que suceden en el alma Dos opiniones hay de los filósofos sobre los movimientos del alma que los griegos llaman pathí, y algunos de los latinos, como Cicerón, perturbaciones; otros, aflicciones o afectos, y otros, más expresamente, deduciendo el sentido literal de la voz griega, los llaman pasiones. Estas perturbaciones, afecciones o pasiones, dicen algunos filósofos que las acostumbra padecer también el sabio, pero moderadas y sujetas a la razón, de modo que el imperio del alma las refrena y reduce a una moderación conveniente. Los que sienten así son los platónicos o aristotélicos, porque Aristóteles fue discípulo de Platón y fundó la secta peripatética; pero otros, como son los estoicos, opinan que de ningún modo padece semejantes pasiones el sabio, aunque de éstos, es decir, los estoicos, prueba Cicerón en los Iibros de finibus bonorum et malorum, que están encontrados con los platónicos y peripatéticos, más en las palabras que en la sustancia, porque los estoicos no quieren llamar bienes, sino comodidades a los bienes del cuerpo y a los exteriores, porque no quieren que haya otro bien en el hombre sino la virtud, como que ésta es el arte y norma del bien vivir, la cual no se halla sino en el alma, a cuyos bienes llaman los platónicos llanamente y según el común modo de hablar, bienes, aunque en comparación de la virtud con que se vive bien y ajustadamente son bien pequeños y escasos, de donde se sigue que como quiera que los unos y los otros los llamen bienes o comodidades, con todo, los estiman en igual grado, y en esta cuestión, los estoicos no ponen cosa particular, sino que se agradan en la novedad de las palabras; así que soy de parecer que en la actual controversia sobre si el sabio suele tener pasiones o perturbaciones del alma, o si está del todo libre de ellas, es cuestión de palabras, pues presumo que es tos filósofos en este punto sienten lo mismo que los platónicos y los peripatéticos en cuanto a la fuerza y naturaleza del asunto controvertido, no en cuanto al sonido de las palabras; porque omitiendo otras particularidades con que pudiera demostrarlo, por no ser prolijo, expondré solamente una, que será evidentísima. En los libros intitulados de las Noches Árticas escribe Aulo Gelio, hombre muy instruido y elocuente, que se embarcó en cierta ocasión en compañía de un famoso filósofo estoico. Este sabio, como lo refiere más larga y difusamente el mismo Aulio Gelio, lo cual tocaré bien de paso, viendo la nave combatida de una terrible tempestad v con peligro de sumergirse, conmovido de la fuerza del temor, se demudó totalmente y perdió su color natural. Los que presenciaron tan fatal desgracia notaron la repentina mudanza, y aunque advertían que les amenazaba la muerte estuvieron curiosamente atentos, observando si el filósofo se turbaba en el ánimo; después sosegada y pasada la borrasca, así como la seguridad y bonanza, dio lugar para hablar y también para divertirse; uno de los que iban en la nave, que era hombre rico, natural de la provincia de Asia, vivía con mucho regalo y ostentación preguntó, bromeándose con el filósofo, por qué había temido y demudado el color, habiendo él permanecido sin recelo alguno en el pasado inminente riesgo. Pero el estoico le respondió lo que Aristipo Socrático, quien oyendo, en ocasión semejante las mismas palabras de otro hombre, le dijo que con justo motivo no se había turbado por la pérdida de la vida de un hombre tan perdido y disoluto como él, mas que fue muy puesto en razón que temiese por la vida de Aristipo, habiendo así cortado y tapado la boca con tal respuesta a aquel hombre poderoso. Preguntó después Aulio Gelio al filósofo sobre su anterior terror, no con intención de sonrojarle, sino por saber cuál había sido la causa de su miedo, quien por enseñar y satisfacer completamente a uno que deseaba con vivas ansias saber, sacó luego de un fardito suyo un libro del estoico Epicteto, donde se contenían doctrinas conformes a los decretos y opiniones de Zenón y de Crisipo, los cuales sabemos fueron los príncipes y corifeos de los estoicos. En este libro, dice Aulio Gelio que leyó que había sido opinión de los estoicos que las visiones del alma, que llaman fantasías y no dependen de nuestra potestad y albedrío, acontecen y dejan de acontecer al alma cuanto proceden de representaciones horribles y temibles, y así es necesario que conmuevan y agiten aun el ánimo de un sabio, de modo que se encoja algún tanto de miedo o se intimide con la melancolía, en atención a que estas pasiones previenen y se anticipan al ejercicio del juicio y de la razón; pero que no por eso causaban en él alma la opinión del mal, ni se aprobaban o consentían, porque quieren que esto esté en nuestra mano, y entienden hay diferencia entre el ánimo del sabio y el del necio; que el ánimo del ignorante se rinde a las pasiones, acomodándoles el consentimiento de la voluntad, pero el del sabio, aunque las padezca necesariamente, con todo, conserva y guarda en su íntegra y firme voluntad el verdadero y sólido consentimiento sobre lo que con justa causa debe o no apetecer. Este raciocinio le he expuesto como he podido, aunque no con tanta extensión como Aulio Gelio, pero, a lo menos, más conciso, y a lo que presumo, más claro, lo cual refiere este escritor haberlo leído en el libro de Epicteto con cuanto dijo y sintió siguiendo la doctrina de los estoicos. Y si esto es cierto no hay diferencia, o muy poca, entre la opinión de los estoicos y la de los otros filósofos sobre las pasiones y perturbaciones del alma, pues unos y otros defienden y eximen el ánimo del sabio de su dominio, y por eso mismo dicen acaso los estoicos que no las padece el sabio, porque no entorpecen con error alguno o manchan su sabiduría, con que efectivamente es sabio. Sin embargo, suceden en el ánimo del sabio, salva la tranquilidad de la sabiduría, por aquello que denominan comodidades o incomodidades, aunque no los quieren llamar bienes o males; porque si realmente aquel filósofo no estimara aquellos objetos que veía que había de perder en el naufragio, como es esta vida y la salud del cuerpo, no temiera tanto aquel peligro que le publicara tan bien como demudarse y perder su color; con todo, podía padecer aquella extraña conmoción, y tener con esto fija en su ánimo la opinión de que aquella vida y salud del cuerpo, con cuya pérdida le amenazaba aquella cruel tormenta, no eran bienes que a los que los poseían hacían buenos, como lo hace la justicia, y lo que dicen de aquellos que no se deben llamar bienes, sino comodidades, se debe atribuir al debate y contienda que hay sobre las palabras, y no al examen y averiguación de la sustancia. Porque ¿qué importa altercar sobre si se llaman mejor bienes o comodidades, con tal que por miedo de no perderlos, no menos el estoico que el peripatético se estremezca y se demude no llamándolos de un mismo modo, sino estimándolos en un mismo grado? Unos y otros, en efecto, si con riesgo de estos bienes o comodidades los obligasen a que cometan algún pecado o acción torpe, de suerte que de otra conformidad no los puedan conservar, dicen que más quieren perder todo aquello con que se conserva la vida y salud corporal, que hacer una acción con que se profane y ofenda la justicia. De esta manera, el ánimo, estando fijo en este propósito, no deja prevalecer en sí, contra razón, ninguna perturbación, aunque sucedan averías en las partes inferiores del alma, antes él es señor absoluto de ellas, y, no consintiéndolas, antes resistiéndolas, hace que reine en él la virtud. Tal como éste pinta también Virgilio a Eneas donde dice: Mens inmota manet, lacrymae volvuntur manes: el ánimo está inmóvil, corren en vano las lágrimas. CAPITULO V Que las, pasiones que padecen los ánimos no inclinan ni atraen al vicio, sino que prueban la virtud No hay necesidad por ahora de, que demostremos copiosa y particularmente qué es lo que acerca de las pasiones nos enseña la Sagrada Escritura, que es donde se contiene y encierra la erudición cristiana; porque aquella misma alma la sujeta a Dios para que la dirija y favorezca, y las pasiones al alma para que las modere y refrene, de modo que se conviertan en aprovechamiento de la justicia. En efecto, en la escuela cristiana, no tanto se pregunta si un ánimo piadoso y temeroso de Dios se irrita, sino por qué se enoja; ni si se entristece, sino por qué se melancoliza; ni se teme, sino qué es lo que teme, porque ni el enojarse con quien peca para que se enmiende, ni el entristecerse por un afligido deseando que se libre, ni el temer por el que está en peligro, porque no se pierda, no se yo si hay alguno que, considerándolo bien, lo reprenda. Porque también es opinión particular de los estoicos que la misericordia es reprensible; pero ¿cuánto más razonable fuera que se turbara el otro estoico de compasión y misericordia por librar un hombre que no que mudase el color por temor del naufragio? Mucho mejor, con más humanidad, y conforme al sentir de los piadosos y temerosos de Dios, habló Cicerón en elogio, de César cuando dijo: «Entre todas tus virtudes, ¡oh César!, ninguna hay ni más admirable ni más agradable que la misericordia.» ¿Y qué es la misericordia, sino una compasión de nuestro corazón de la ajena miseria, que nos obliga e impele si podemos ayudarla? Y este movimiento va sujeto y sirve a la razón cuando se usa de misericordia, de modo que se conserve la justicia, ya sea cuando se usa con el necesitado; o cuando se perdona al arrepentido. A ésta Cicerón, que habló excelente y elocuentemente, no dudó llamarla virtud, a la cual los estoicos no se ruborizan de colocarla entre los vicios, los cuales, sin embargo (como lo hemos visto por el libro de Epicteto, famoso estoico), según la doctrina de Zenón y Crisipo, que fueron los principales jefes de esta secta, admiten semejantes pasiones en el ánimo del sabio, quien, no obstante, quieren que esté exento de todos los vicios. De donde se infiere que no reputan por vicios las pasiones cuando recaen en el sabio, con tal que no prevalezcan contra la virtud y esencia del alma, viniendo a ser una misma la sentencia de los peripatéticos, y aun también la de los platónicos y la de los estoicos, a no ser que, como dice Tulio, ya es costumbre antigua el debatir los griegos sobre el nombre y modo de decir, siendo más aficionados a altercar que a saber la verdad. Pero todavía puede preguntarse con razón si es propio de la flaqueza e inconstancia de la vida presente el padecer semejantes afectos, aun en toda especie de ejercicios virtuosos. Porque los santos ángeles, aunque sin airarse, castiguen a, los que castiga la ley eterna de Dios, y aunque socorran a los miserables sin compadecerse de su miseria y favorezcan sin padecer temor a los enemigos que ven en, peligro, sin embargo, les acomodamos los nombres de las pasiones, en el uso común del lenguaje humano, por una cierta semejanza que tienen en las obras, mas no por flaqueza alguna en los afectos; así como el mismo Dios, según la divina Escritura, se enoja y, con todo, no se turba con ninguna pasión, en atención a que se aprovechó de esta palabra y la usó el efecto de la venganza, y no porque en él residiese afecto alguno de turbación. CAPITULO VI De que especie son las pasiones que confiesa Apuleyo padecen los demonios, quienes dice favorecen a los hombres delante de los dioses. Pero, omitiendo por ahora la cuestión de los santos ángeles, veamos como dicen los platónicos que los demonios, colocados en el lugar medio entre los dioses y los hombres, padecen las terribles borrascas de las pasiones. Porque si no sufrieran semejantes movimientos teniendo el ánimo libre, superior y señor de sí mismos, no dijera Apuleyo que corren su tormenta con la misma turbación y agitación de ánimos por las procelosas ondas de pensamientos. El espíritu de éstos, es decir, la parte superior del alma, con que son racionales, y donde la virtud y la sabiduría, si existiese alguna en ellos, había de tener el mando y señorío para moderar y regir las turbulentas pasiones de las partes inferiores del alma, el espíritu de éstos, digo, como lo confiesa este platónico, padece una cruel tormenta de perturbaciones, luego el espíritu de los demonios está sujeto a las pasiones de los apetitos, a temores, enojos y todos los otros afectos; ¿qué parte, pues, les queda libre y que sea señora de la sabiduría, con que puedan agradar a los dioses y, a semejanza de los dioses buenos, mirar por los hombres cuando su espíritu, estando sujeto y oprimido de las imperfecciones y vicios de las pasiones, todo lo que naturalmente tiene de discurso y entendimiento, con tanta más eficacia lo aviva para alucinar y engañar cuanto más poseído está del apetito y pasión de hacer mal? CAPITULO VII Que los platónicos dicen que los poetas han infamado a los dioses con sus ficciones, haciéndolos combatir entre sí, siguiendo contrarias opiniones. siendo este oficio propio de los demonios y no de los dioses Si alguno dijere que los dioses fingidos por los poetas, aunque no muy distantes de la verdad, que tienen odio o amor a algunos hombres, no son absolutamente del número de todos los demonios, sino de los malos, de quienes dijo Apuleyo que corrían tormenta con las borrascas de su ánimo por las procelosas ondas de sus pensamientos, ¿cómo podremos comprender este enigma, pues cuando lo decía no describía la medianía de algunos en particular, esto es, la de los malos, sino generalmente la de todos los demonios entre los dioses y los hombres, por razón de sus cuerpos aéreos? Esto, dice, es lo que suponen los poetas al formar dioses de tales demonios, ponerles nombre de dioses, y de éstos distribuir entre los hombres que ellos estiman los amigos y enemigos, con la desenfrenada licencia de su fingido verso, confesando por otra parte que los dioses están muy lejos de las condiciones de los demonios, así por razón del lugar celestial que ocupan como por la riqueza y abundancia de la bienaventuranza que poseen. Esta es, pues, la ficción de los poetas, llamar dioses a los que no son dioses, y obligarles a reñir entre sí, bajo el nombre de dioses, por amor de los hombres que ellos, según la parcialidad que han adoptado, aman o aborrecen; y dice que no dista mucho de la verdad esta ficción, porque llamando dioses a los que no lo son, sin embargo, los pintan tan demonios como son en sí mismos. Por último dice, que de éstos fue aquella Minerva de Homero, «que en medio de las discordias de los griegos acudió a reprimir y aplacar a Aquiles». Así que, el ser aquella Minerva, quiere que sea ficción poética; porque, en efecto, tiene por diosa a Minerva, y la coloca muy lejos del trato y comunicación de los mortales en el elevado éter, asiento principal entre los dioses, de quienes cree que son buenos y bienaventurados; y ser algún demonio que favorecía a los griegos en contra de los troyanos (como señaló otro que ayudaba a los troyanos en contra de los griegos; a quien distingue el mismo poeta con el nombre de Venus o de Marte, a cuyos dioses pone en lugares y moradas celestiales, sin que se ocupen en semejantes encargos) y el combatir estos demonios entre sí en favor de los que estiman, y en contra de los que aborrecían, esto confesó que dijeron los poetas, sin separarse mucho de la verdad. Pues éstos así lo refirieron por aquellos de quienes confiesa que corren su tormenta como los hombres, con la misma turbación y agitación de ánimo por las procelosas ondas de pensamientos para poder ejercer en favor de unos y contra otros el amor y el odio, no según razón y justicia, sino como acostumbraba el pueblo, semejante a ellos en favorecer a, los cazadores y aurigas en los juegos circenses, inclinándose a la parte que estaba más apasionado; y esto parece fue lo que pretendió el filósofo Platónico, que no se creyese cuando lo dijesen los poetas que lo hacían los mismos dioses, cuyos nombres ellos fingen y ponen, sino los demonios intermedios. CAPITULO VIII Cómo define Apuleyo Platónico los dioses celestiales, los demonios aéreos y los hombres terrenos ¿Y qué significa la definición de éste acerca de los demonios? Hay acaso tan poco que advertir en ella, donde tan determinadamente comprendió, sin duda, a todos, cuando dijo que los demonios en el género eran animales; en el ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos; en las cuales cinco cualidades no dijo alguna que al parecer tengan los demonios común, a lo menos con los hombres virtuosos, que no halle también en los malos. Porque comprendiendo a los mismos hombres en una larga descripción, hablando de ellos en su respectivo lugar como de los más ínfimos y terrenos, después de haber tratado primeramente de los dioses celestiales, en habiendo encomendado las dos partes, de lo supremo y de lo ínfimo, pasa a hablar de lo ínfimo. En el tercer lugar, de los demonios medios, dice lo siguiente: así que los hombres que habitan en la tierra tienen uso de razón y hablan, tienen almas inmortales, los miembros mortales, los pensamientos livianos y congojosos, los cuerpos brutos y sujetos, las condiciones desemejantes y semejantes, los errores, el atrevimiento obstinado, la esperanza pertinaz, el trabajo inútil, la fortuna caduca, siendo en especial mortales, pero todos generalmente perpetuos, mudables sucesivamente en la propagación, gozando de tiempo veloz, de tarda sabiduría, temprana muerte y afligida vida. Aquí, donde refiere tantos particulares pertenecientes a la mayor parte de los hombres, ¿acaso pasó en silencio aquella cualidad que sabía concernía a muy pocos, que es la tarda sabiduría? Lo cual, si lo omitiera, no podría definir bien y rectamente al hombre con tan prolija descripción, y cuando elogia la excelencia de los dioses, dice que la misma bienaventuranza, adonde pretenden los hombres arribar por medio de la sabiduría, era lo que en ellos aparecía más excelente. Por lo cual, si quisiera que se entendiera que había algunos demonios buenos, pusiera también en su descripción alguna circunstancia por donde se comprendiera que tenía con los dioses alguna parte de bienaventuranza, o con los hombres cualquiera especie de sabiduría. Pero aquí no refiere cosa alguna buena suya con que los buenos se diferencian de los malos, aunque anduvo escaso en declarar más libremente la malicia de ellos, no tanto por no ofenderlos cómo por no disgustar a sus adoradores, con quienes hablaba. Sin embargo, dio a entender a los cuerdos y prudentes lo que debían sentir de ellos, supuesto que a los dioses, a todos los cuales quiso que los tuviesen por virtuosos y bienaventurados, los eximió del todo de sus pasiones, juntándolos con ellos en sola la eternidad de los cuerpos; repitiendo una y muchas veces claramente que los demonios en el ánimo son semejantes, no a los dioses, sino a los hombres, y esto no en lo bueno de la sabiduría, de que también pueden participar los hombres, sino en la perturbación de las pasiones, la cual domina en los ignorantes y malos, pero los sabios y virtuosos la tratan de modo que quisieran más no tenerla que vencerla. Porque si quisiera que se entendiera que los demonios tenían con los dioses la eternidad, no de los cuerpos, sino de los ánimos, sin duda que no distinguiera y apartara a los hombres de la participación de semejante cualidad; pues, sin duda, como Platónico defiende que los hombres tienen igualmente los ánimos eternos, y por eso, describiendo este género de animales, dijo que los hombres tenían las almas inmortales y los miembros mortales. Y así, si por esta razón no tienen los hombres común con los dioses la eternidad, por cuanto en el cuerpo son mortales, luego por la misma la tienen los demonios, porque en el cuerpo son inmortales. CAPITULO IX Si por intercesión de los demonios puede granjearse el hombre la amistad de los dioses celestiales ¿Qué tales, pues, serán los medianeros entre los hombres y los dioses, por cuyo medio han de pretender los hombres la amistad y gracia de los dioses, supuesto que con los hombres tienen lo peor, que es en el animal lo más estimable, esto es, el alma, y con los dioses tienen lo mejor, que es en el animal lo más despreciable, que es el cuerpo? Pues constando todo animal de alma y cuerpo, de las cuales dos cualidades, sin duda, el alma es más noble que el cuerpo, y aunque defectuosa y enferma, con todo, es mucho mejor a lo menos que el cuerpo, por muy sano y firme que esté, porque su naturaleza es más excelente; y por las imperfecciones de los vicios no se pospone al cuerpo, así como al oro, aunque esté mohoso, se estima en más que la plata y el plomo, no obstante que estén purísimos estos metales, estos medianeros de los dioses y de los hombres por cuya interposición se junta y comunica lo divino y lo humano, con los dioses participan de un cuerpo eterno y con los hombres de un ánimo vicioso, como si la religión con que quieren los hombres unirse con los dioses por medio de los demonios estuviera colocada en el cuerpo y no en el alma. ¿Y qué pecado, diremos, o qué culpa colgó a estos medianeros falsos y engañosos, como cabeza abajo, de modo que tenga la parte inferior del animal, esto es el cuerpo, con los superiores, y la superior, esto es el alma, con los inferiores, y que en la parte sujeta, y que sirve que estén unidos con los dioses celestiales, y que con los hombres terrenos sean miserables en la parte que tiene el mundo? Porque el cuerpo es esclavo, como lo dice también Salustio, «que nos servimos y aprovechamos del imperio del alma, y comúnmente del servicio del cuerpo». Y añadió el filósofo: «Lo uno tenemos común con los dioses, y lo otro con los brutos», pues hablaba de los hombres, que, como las bestias, tienen cuerpo mortal. Pero éstos que los filósofos nos proveyeron por medianeros entre nosotros y los dioses es verdad que pueden decir del alma y del cuerpo: el uno le tenemos común con los dioses, y otro con los hombres; pero, según dije, como trastornados y suspendidos de un modo irregular, teniendo el cuerpo, que es siervo y esclavo, con los dioses, bienaventurado, y el alma, que es la señora, con los hombres, miserable; elevados y encumbrados por la parte inferior, y abatidos y postrados por la superior. Y así, aunque alguno imagine que pueden tener la eternidad con los dioses, por cuanto sus almas con ninguna especie de muerte pueden dividirse del cuerpo como la de los animales terrestres, tampoco debe estimarse en esta conformidad su cuerpo como una eterna carroza de famosos y honrados héroes, sino como una eterna prisión y calabozo de cautivos y condenados. CAPITULO X Que, según la sentencia de Plotino, son menos miserables los hombres en los cuerpos mortales que los demonios en los eternos Plotino, escritor cercano a nuestros tiempos, es el que se lleva ciertamente la gloria y fama de haber entendido mejor que los demás a Platón; éste, tratando de las almas de los hombres, dice así: «El padre misericordioso les puso unas prisiones y ataduras mortales»; por lo qué es de dictamen que esto mismo que es ser los hombres mortales en el cuerpo era misericordia de Dios Padre, porque no estuviesen siempre presos en la miseria de esta vida. De esta misericordia ha parecido indigna la malicia de los demonios, pues en la miseria del ánimo pasivo les cupo, no cuerpo mortal como a los hombres, sino eterno; porque, efectivamente, serían más felices que los hombres si tuvieran con ellos el cuerpo mortal, y con los dioses el alma bienaventurada; y fueran iguales con los hombres si con ánimo miserable por lo menos merecieran también tener con ellos el cuerpo mortal, si adquirieran algún tanto de piedad, de modo que llegaran a conseguir el escanso de los trabajos siquiera en la muerte. Pero no solamente son más felices que los hombres teniendo un ánimo miserable, sino que son aún más miserables con la perpetua prisión del cuerpo; y no quiso que imaginasen venían a convertirse de demonios en dioses, aprovechando en la práctica de obras piadosas y prudentes, supuesto que dijo expresamente que los demonios eran eternos. CAPITULO XI De la opinión de los platónicos, que creen que las almas de los hombres son demonios después de salir de los cuerpos Dice que las almas de los hombres son demonios, y que de hombres se hacen lares, si son de buen mérito, y si de malo, lemures o larvas, y que cuando se ignora si tienen buenos o malos méritos, entonces se denominan dioses Manes. Y con tal opinión, ¿quién no advierte, por poco que quiera atenderlo, el abismo que descubren para perseverar en las perversas costumbres? Pues por más perversos y abandonados que sean los hombres, creyendo que han de ser o larvas o dioses Manes, vienen a ser tanto peores cuanto más inclinados y deseosos están de causar males; de modo que entienden que aun después de muertos los han de convidar con ciertos sacrificios, como si fuesen honores divinos, a que hagan daño, porque las larvas -dice-, que son unos malos y perjudiciales demonios que se forman de los hombres; pero ésta es otra cuestión, y por eso dice que, en griego, los bienaventurados son llamados Eudémones, por cuanto son buenas almas, esto es, buenos demonios, confirmando también que las almas de los hombres son demonios. CAPITULO XII De las tres cosas contrarias con que, según los platónicos, se distingue la naturaleza de los demonios y la de los hombres Pero ahora hablamos de aquellos que descubrió según su propia naturaleza, colocándolos entre los dioses y los hombres, en el género, animales; en el entendimiento, racionales; en el ánimo, pasivos; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos. En efecto, habiendo puesto primeramente a los dioses en el alto cielo, y a los hombres en la tierra, distintos entre sí, así en los lugares como en la dignidad y perfección de su naturaleza, concluye de este modo: «Tenéis dos especies de animales, los dioses, que son muy diferentes de los hombres en la elevación del lugar, en la perpetuidad de la vida, en la perfección de la naturaleza, sin que haya entre ellos ninguna comunicación próxima; así, por ser prolongada en el espacio y distancia que divide las moradas altas de las ínfimas, como porque en el Cielo la vida es eterna e indeficiente, y en la tierra caduca y perecedera, y porque aquellas naturalezas están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas están en lo más despreciable de la miseria.» Aquí advierto relacionadas tres cosas contrarias acerca de las dos partes extremas de la naturaleza de los animales, esto es, de la suma y de la ínfima, pues las insinuadas tres circunstancias loables y buenas que propuso acerca de los dioses, las vuelve a repetir, aunque con diferentes términos, de manera que coteja las de los hombres con otras tres contrarias. Las tres de los dioses son éstas: la altura del lugar, la perpetuidad de la vida y la perfección de la naturaleza. Estas las volvió a repetir con diferentes palabras, oponiéndolas otras tres contrarias a la condición humana: «Porque es tan grande -dice- el espacio y distancia que divide las moradas sumas de las ínfimas, pues había dicho la altura del lugar y la vivacidad, que añade allá es eterna e indeficiente y acá caduca y perecedera», ya, que había dicho la perpetuidad de la vida, y dice, «que aquellas naturalezas están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas en lo más ínfimo de la miseria», pues había dicho la perfección de la naturaleza. Tres cosas afirmó sobre los dioses, que son la sublimidad del lugar, la eternidad, la bienaventuranza, y de los hombres otras tres contrarias a éstas, que son el lugar ínfimo, la mortalidad y la miseria. CAPITULO XlII Cómo los demonios, supuesto que con los dioses no son bienaventurados, ni con los hombres miserables, son medios entre unos y otros, sin comunicarse con los unos ni con los otros Entre estas tres particularidades de los dioses y de los hombres, porque en medio colocó a los demonios, no hay controversia sobre el lugar, pues entre lo más alto y lo más bajo muy bien viene y se dice el lugar medio. Restan las otras dos, que será razón examinemos con alguna mayor diligencia, indagando si es cierto que, o no les convienen a los demonios, o que se les deben acomodar y distribuir como parece que lo pide la medianía y es innegable que no pueden dejar de convenir a los demonios. Porque, aunque decimos que el lugar medio no es el sumo ni el ínfimo, no podemos decir de igual manera que los demonios, siendo animales racionales, no son bienaventurados ni miserables, como son las planetas y las bestias, que carecen de sentido o razón, sino que los que participan de razón es necesario que sean miserables o bienaventurados. Asimismo, no podemos afirmar con fundamento que los demonios no son mortales ni eternos, puesto que todos los vivientes, o viven perpetuamente o acaban la vida con la muerte; pero ya dijo este autor que los demonios, en tiempo, eran eternos. ¿Qué resta, pues, sino que los medios de las dos ciudades de los sumos tengan la una, y de las otras dos de los ínfimos la otra? Pues si tuvieran las dos de los ínfimos o las dos de los sumos, no serían ya medios, sino que o se excedieran o inclinaran a una de las partes; así que, según llevamos demostrado, no pueden carecer de ambas, y, por consiguiente, deben medirse con igualdad, tomando de ambas partes la una, y ya que de los ínfimos no pueden tener la eternidad, porque no gozan de ella, solamente pueden obtenerla de los sumos, por lo cual no les queda otra cosa que puedan tener de los ínfimos para cumplir su medianía, sino la miseria. Según opinión de los platónicos, los dioses que ocupan el lugar más elevado participan de una bienaventurada eternidad, o de una eterna bienaventuranza; los hombres, que obtenían el lugar más humilde, de una miseria mortal, o de una mortalidad miserable, y los demonios, que están en medio, de una eternidad miserable, o de una eterna miseria. Con las cinco cualidades que describió en la definición de los demonios, todavía no probó que eran medios, como lo prometía, pues dijo que en tres cosas convenían con nosotros, en ser animales en el género, en el entendimiento racionales y en el ánimo pasivos, y con los dioses en una, que consistía en ser eternos en tiempo; y asimismo que tenían una propia, que era ser aéreos en el cuerpo. ¿Cómo, pues, serán medios, si en una cualidad convienen con los sumos y en tres con los ínfimos? ¿Quién no advierte cuánto se inclinan y deprimen a los ínfimos pasando de la medianía? Sin embargo, pueden hallarse allí realmente medios, de modo que tengan una propia y peculiar, que es el cuerpo aéreo, como también los sumos ínfimos tienen otra propia suya: los dioses, cuerpo etéreo, y los hombres, terreno, y que las dos son comunes a todos, que es que en el género sean animales y en el ánimo racionales. Porque hablando este autor de los dioses y de los hombres, <tenéis (dice) dos especies de animales», y estos autores no suelen llamar a. los dioses sino racionales en el alma. Dos cosas restan, que son: ser pasivos en el ánimo y eternos en el tiempo. En una de éstas convienen con los ínfimos, y en la otra con los sumos, para que, ajustada la medianía con cierta proporción, ni se eleve a lo sumo, ni se incline ni abata a lo ínfimo, y ésta es aquella miserable eternidad o eterna miseria de los demonios, en atención a que quien los llamó pasivos en el ánimo los llamara asimismo miserables si no le dominara el pudor por respeto a sus adoradores. Y supuesto que, según lo confiesan estos mismos filósofos, se gobierna el mundo con la providencia del sumo Dios y no por caso fortuito, jamás fuera eterna la miseria de éstos si no fuera excesiva su malicia; luego si los bienaventurados se llaman Eudémones, no son Eudémones los demonios a quienes colocan en el lugar medio entre los hombres y los dioses. ¿Cuál es el lugar de estos buenos demonios que, estando sobre los hombres y debajo de los dioses, acuden a favorecer a los unos y servir a los otros? Porque si son buenos y eternos, sin duda son también bienaventurados; pero la bienaventuranza eterna no consiente que sean medios, pues los compara y aproxima mucho a los dioses. Por lo cual en vano intentarán demostrar cómo los demonios buenos, si son igualmente inmortales y bienaventurados, se colocan justamente en medio entre los dioses, inmortales y bienaventurados, y los hombres, mortales y miserables; pues teniendo ambas cualidades comunes con los dioses, es a saber, la bienaventuranza y la inmortalidad, y ninguna de ellas con los hombres, que son miserables y mortales, no advierten que los ponen muy distantes y diferentes de los hombres, y juntos con los dioses; y de ningún modo en medio entre unos y otros. Porque entonces fueran medios si tuvieran sus dos cualidades peculiares, no comunes con las dos de cualquiera de ambos, sino con una de las dos de ambos, así como el hombre ocupa un puesto medio entre las bestias y los ángeles, por ser animal racional mortal, siendo los ángeles racionales inmortales y las bestias animales irracionales mortales, teniendo, por lo tanto, de común con los ángeles la razón, y con las bestias la mortalidad. Por consiguiente, cuando buscamos medio entre bienaventurados inmortales y entre los miserables mortales, debemos buscar una cualidad que, siendo mortal, sea bienaventurada o, siendo inmortal, sea miserable. CAPITULO XIV Si los hombres, siendo mortales, pueden ser bienaventurados con verdadera bienaventuranza Pero acerca de si siendo el hombre mortal puede también ser bienaventurado, hay grande y reñida controversia entre los sabios, pues ha habido algunos que examinaron con más humildad su condición, y dijeron que el hombre no podía ser capaz de la bienaventuranza mientras existía en la vida mortal; otros se engrandecieron a sí mismos, atreviéndose a decir que los mortales, siendo sabios, podían ser bienaventurados. Si esto es cierto, ¿por qué no colocaron a éstos por medianeros entre los míseros mortales y los inmortales bienaventurados, supuesto que tenían la bienaventuranza con, los inmortales bienaventurados, y la mortalidad con los infelices mortales? Y si verdaderamente son bienaventurados, a ninguno deben tener envidia, porque ¿hay cosa más miserable que la envidia? Por lo cual deben favorecer y auxiliar en cuanto pudieren a los miserables mortales para que consigan la bienaventuranza, y después de la muerte puedan ser ellos también inmortales y agregarse a la amable compañía de los ángeles inmortales y bienaventurados. CAPITULO XV Del hombre Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres Y si, lo que es más creíble y probable, que todos los hombres mientras son mortales es indefectible que sean igualmente miserables, debemos buscar un medio que sea no sólo hombre, sino también Dios, a fin de que conduzca a los hombres de esta miseria mortal a la bienaventurada inmortalidad, interviniendo la bienaventurada mortalidad de este medio; el cual convino que ni dejara de hacerse mortal ni tampoco permaneciera mortal. Hízose, pues, mortal, sin disminuir la divinidad del Verbo, recibiendo en sí la instabilidad de la humana naturaleza, pero no permaneció mortal en la misma carne, porque la resucitó de entre los muertos, siendo el fruto de su mediación que ni los mismos por cuya redención se hizo medianero quedaran sumergidos en la muerte perpetua aun de la carne. Por eso convino que el mediador entre nosotros y Dios tuviera una mortalidad transeúnte y una bienaventuranza permanente y extensiva por los siglos de los siglos, para que con lo mismo que pasa y es puramente temporal se acomodara a la suerte de los que deben morir, y de muertos los lleve a la posesión perpetua de la patria celestial; luego, según esta doctrina, los ángeles buenos no pueden ser medios entre los miserables mortales y ,los bienaventurados inmortales, pues son también bienaventurados e inmortales, y los ángeles malos pueden ser medios, porque son inmortales con aquellos y miserables con éstos. Al contrario de estos espíritus es el mediador bueno, que contra su inmortalidad y miseria de ellos quiso ser mortal por algún tiempo, y pudo perseverar bienaventurado en la eternidad; por lo que a estos inmortales soberbios y miserables seductores, porque no atrajeran cautelosamente a la miseria por la jactancia de su inmortalidad, los destruyó con la humildad de su afrentosa muerte y con la benignidad de su bienaventuranza respecto de aquellos cuyos corazones purificó con su fe y los libró de la impura y abominable dominación de los espíritus infernales. Así que el hombre, mortal y miserable, desterrado y apartado de los inmortales y bienaventurados, ¿que medios podrá elegir para poder unirse a la inmortalidad y bienaventuranza? Lo que nos puede convidar y agradar en la inmortalidad de los demonios es miserable; lo que nos puede dar en rostro y ofender en la mortalidad de Cristo ya pasó; así que allá nos debemos guardar de la eterna infelicidad, y acá no hay que temer a la muerte, que no pudo ser eterna, y debemos amar y desear la bienaventuranza perpetua; porque con este objeto se interpuso el medio inmortal y miserable, a fin de no dejarnos pasar a la obtención de la felicidad inmortal, pues persevera obstinado en lo que impide, esto es, en la misma miseria; pero al mismo tiempo se interpuso el mortal y bienaventurado para que, pasada la mortalidad, nos hiciese, de muertos, inmortales, lo cual manifestó en sí mismo resucitando glorioso, y para hacernos, de infelices, perpetuamente felices, que es lo que El nunca dejó de ser. Infiérese, por lo mismo, que el uno es medio malo que divide y separa a los amigos, y el otro es medio bueno que reconcilia a los enemigos, por lo que hay muchos medios que nos dividen y apartan, porque la muchedumbre, que es bienaventurada, viene a serlo por la participación de un solo Dios, y la multitud de los ángeles malos es miserable por ser privada de la participación de este Dios, la cual podemos decir que se opone más pata impedir que se interpone para ayudar a la bienaventuranza; aun con su misma muchedumbre, en alguna manera embaraza e impide que podamos llegar a la posesión de aquel único bien beatífico que para que pudiéramos llegar a él fue necesario que tuviéramos no muchos, sino un solo mediador, quien fuera el mismo con cuya participación seamos bienaventurados, esto es, el Verbo divino, no hecho, sino Aquel por cuya, mano y omnipotencia se hicieron y criaron todas las cosas. Mas no por eso es tampoco mediador, por cuanto es Verbo, pues el divino Verbo, que es sumamente inmortal y sumamente bienaventurado, está muy distante de los miserables mortales, y sólo es mediador por lo que es hombre, demostrándonos realmente con esto mismo que no debemos buscar para aquel bien (no sólo bienaventurado, sino también beatífico) otros mediadores, por quienes entendemos que nos conviene procurar otras máquinas y escalas para poder subir y llegar, porque el bienaventurado y beatífico Dios, vistiéndose de nuestra humanidad, nos proveyó de un medio infalible para que pudiéramos llegar a participar de su dignidad, pues Iibrándonos de la mortalidad y miseria no nos lleva a los ángeles inmortales y bienaventurados, para que con su participación seamos igualmente inmortales y bienaventurados, sino que nos dirige a aquella sacrosanta Trinidad con cuya participación los ángeles son también bienaventurados; por lo cual, cuando para ser mediador quiso, en forma de siervo, ser inferior a los ángeles, sin embargo, en la forma que Dios quedó superior a los ángeles, siendo El mismo el que en lo inferior era el verdadero camino de la vida eterna, y en lo superior era la vida misma. CAPITULO XVI Si es conforme a razón la sentencia de los platónicos en que dicen que los dioses celestiales, evitando los contagiosos defectos de la tierra, no se mezclan y comunican con los hombres, a quienes favorecen los demonios para que alcancen la gracia y amistad de los dioses Por cuanto no es cierto que el mismo platónico refiere haber dicho Platón que «ningún dios se, mezcla con el hombre», lo cual, añade, es la principal señal de excelencia, no dejándose profanar con el trato de los hombres; luego confiesa que se dejan profanar los demonios, y por lo mismo no podrán purificar a los hombres que los profanan; según esta doctrina, los unos y los otros, todos, vienen a ser inmundos y profanos: los demonios con el comercio sensible de los hombres, y Estos adorando a los espíritus infernales. Si es cierto que pueden los demonios ser tratados como sensiblemente de hombres y mezclarse con ellos, sin contaminarse, sin duda, son mejores que los dioses, supuesto que si se mezclaran serían profanados; y esta prerrogativa, dicen, es la principal que tienen los dioses, que por estar tan altamente separados no los puede contaminar el trato de los hombres; y por lo perteneciente al sumo Dios, creador de todas las cosas, a quien nosotros llamamos verdadero Dios, dice que le celebra Platón hablando de este modo: «Que él solamente, a quien por la cortedad e ignorancia del humano lenguaje no le pueden comprender ni una mínima parte, ninguna especie de palabras las más exageradas, y que apenas la inteligencia de este Dios se descubre a los sabios, después de haber primeramente recopilado con el vigor de su ánimo todo lo concerniente a las cualidades corporales, lo cual les sucede también a ratos, así como suele dejarse ver en unas densísimas tinieblas una luz cándida y apacible entre repentinos relámpagos»; luego si el que es verdaderamente sobre todas las cosas sumo Dios, con una inteligible e inefable presencia, aunque a ratos y como una luz hermosa y agradable en un rápido relámpago, con todo, se descubre a los corazones de los sabios cuando se apartan en cuanto pueden de las cosas corporales, y no puede ser contaminado de ellos, ¿a qué fin colocan, pues, a estos dioses tan distantes en un lugar elevado, por que no se contaminen con el comercio sensible de los hombres? Como si pudiésemos mejor ver o mirar aquellos cuerpos etéreos, con cuya luz, en cuanto puede, se alumbra la tierra, y si las estrellas (todas las cuales dicen que son dioses visibles), no se contaminan porque las miren y observen, tampoco los demonios se contaminarán cuando los miren y vean los hombres, aunque sea de cerca. ¿O acaso temen que los contaminen los hombres con sus palabras a los que no se contaminan con sus ojos? Y por eso tienen en medio a los demonios para que les refieran las palabras de los hombres, de quienes están tan remotos y desviados para conservarse y perseverar purísimos, sin rastro de mancha. ¿Pues qué diré ya de los demás sentidos? Porque, o los dioses, por oler cuando estuviesen presentes no podrían ser contaminados, o cuando están presentes los demonios pueden efectuarlo con los vapores de los cuerpos vivos de los hombres, quienes no se contaminan en los sacrificios con tanta multitud de cuerpos muertos; en el sentido del gusto, como no tienen necesidad de ir restaurando la humana naturaleza, tampoco hay hombre que los necesite para buscar qué comer de los hombres; por lo tocante al tacto, lo tienen en su libre potestad, pues, aunque parece que este sentido principalmente se denominó trato sensible, con todo, si quisieran se mezclarían con los hombres hasta llegar a ver y que los viesen, a oír y que los oyesen; pero ¿qué necesidad hay del sentido del tacto? Pues ni los hombres se atrevieran a desearlo, gozando de la vista o conversación de los dioses y de los demonios buenos. Y si pasara tan adelante la curiosidad, según fuera de su agrado, ¿cómo pudiera ninguno tocar a Dios o al demonio contra la voluntad de ellos, el que no puede tocar a un pájaro si no es teniéndole preso y asegurado? Luego viendo y dejándose ver, hablando y oyendo, pudieran los dioses, mezclarse corporalmente con los hombres, y si de esta manera se mezclan los demonios, como dije, y no se contaminan, y los dioses se contaminaran si se mezclaran, hacen incontaminables a los demonios y contaminables a los dioses. Y si se contaminan también los demonios, ¿de qué sirven a los hombres para la obtención de la vida bienaventurada que esperan después de la muerte, supuesto que los contaminados no pueden purificarlos para que, ya limpios, se puedan unir con los dioses incontaminados, entre los cuales y los hombres estaban ellos colocados en el medio? Y si tampoco les hacen este beneficio, ¿de qué aprovecha a los hombres la amistad y mediación de los demonios, a no ser que sea para que los hombres, después muertos, no se pasen a los dioses por ministerio de los demonios, sino que, incorporados unos y otros, vivan contaminados, y, por consiguiente, ni unos ni otros sean bienaventurados? Así es, si no es, acaso, que diga alguno que el método que observan los demonios para purificar a sus amigos es como el que tienen las esponjas y otras cosas de igual calidad, de suerte que tanto más se ensucian y manchan cuanto más se limpian y purifican los hombres. Y si esto es cierto, los dioses, que por no contaminar huyeron de la proximidad y trato social de los hombres, se mezclan con los demonios, que están más contaminados que ellos. Si no es que digan que pueden los dioses limpiar a los demonios contaminados por los hombres sin ser contaminados de ellos, lo cual no pueden hacerlo así con los hombres. ¿Y quién ha de creer este desatino, sino aquel a quien los falaces demonios hubieren engañado? Y más que si el dejarse ver y el ver contamina, los hombres ven a los dioses que él dice que son tan visibles, como «son las clarísimas lumbreras del mundo, y, las demás estrellas; y por esta cuenta más seguros están los demonios de esta contaminación de los hombres, ya que no pueden ser vistos si ellos no quieren. O si contamina, no el dejarse ver, sino el ver, nieguen que estas resplandecientes antorchas del mundo, las cuales tienen por dioses, ven a los hombres cuando arrojan sus rayos hasta tenderlos por la tierra, los cuales rayos, no obstante, aunque se derramen y extiendan por todas y cualesquiera obscenidades, no por eso se contaminan; ¿y los dioses se contaminarán si se mezclan con los hombres, aunque fuera necesario para ayudarlos el contacto? Porque los rayos del sol y de la luna tocan la tierra, y con todo, ella no contamina esta luz. CAPITULO XVII Que para conseguir la vida bienaventurada, que consiste en la participación del sumo bien, no tiene necesidad el hombre de tal medianero, como es el demonio, sino de uno, como es Jesucristo Pero mucho me admiro que hombres tan doctos, que pospusieron todas las cualidades corpóreas y sensibles a las incorpóreas e inteligibles, tratando de la vida bienaventurada hagan mención de los tratos corporales. ¿Dónde está aquella expresión de Plotino, que dice: «¿Debemos, pues, acogernos y huir a la esclarecida patria donde está el padre, y todo cuanto puede desearse? ¿En qué escuadra o embarcación, o cómo hemos de huir? Procurando (dice) ser semejantes a Dios. Luego si cuanto uno más se asemeja a Dios tanto se les aproxima más, no hay otra distancia que esté lejos de él sino la desemejanza; y tanto más desemejante es el alma del hombre al incorpóreo; eterno e inmutable Dios, cuanto es más apasionada de las cosas temporales y mudables. Y para remediar y reparar este quebranto, porque a la inmortal pureza que reside en lo sumo no pueden convenir las cosas mortales y abominables que hay en lo ínfimo, es innegable que es necesario un medianero, pero tal que tenga el cuerpo inmortal que parezca a los sumos y el alma poseída de las pasiones, flaca y enfermiza, que se asemeje a los ínfimos, para que con este defecto no nos envidie nuestra salud eterna, antes, por el contrario, nos, favorezca para conseguir la salud espiritual, a no ser tal que, acomodado y ajustado con nosotros, que somos los ínfimos, con la mortalidad del cuerpo, nos suministre los auxilios más eficaces y realmente divinos para purificarnos y librarnos con la inmortal justicia de su espíritu, por la cual quedó con los sumos, no con distancia de lugares, sino con la excelencia de la semejanza. Este, siendo Dios incontaminable; no puede decirse que tuviese mancha alguna del hombre de cuya carne se vistió, o de los hombres entre quienes conversó y vivió siendo hombre; y no son pequeñas entretanto estas dos saludables máximas que nos demostró con su Encarnación, que ni la verdadera divinidad se puede contaminar con la carne ni por eso debemos imaginar que los demonios son mejores que nosotros porque no están vestidos de la humana naturaleza. Este es, como nos lo dice la Sagrada Escritura, «el medianero de Dios y de los hombres, Cristo Jesús», de cuya divinidad, en que es igual al Padre, y de su humanidad, en que se hizo semejante a nosotros, no hay aquí lugar para que podamos discurrir como es razón. CAPITULO XVIII Que los demonios, mientras nos prometen con su intercesión el camino para Dios, procuran con engaños desviar a los hombres del camino de la verdad Pero los demonios, falsos y engañosos medianeros, siendo miserables por la abominación de su espíritu y malignos por muchas obras suyas, son famosos y conocidos; sin embargo, por medio del espacio de los lugares corporales, y por la sutileza de los cuerpos aéreos, nos procuran retirar y desviar del aprovechamiento y progreso espiritual de nuestras almas, no nos abren el camino para lograr conocer y ver a Dios, sino que nos lo impiden, para que no caminemos por él, llegando a tanto su encono, que nos ponen obstáculos hasta en el camino corporal, que es falsísimo y lleno de error por donde no camina la justicia, porque, en efecto, debemos caminar y subir a Dios no por la excelencia corporal, sino por la espiritual, esto es, por la semejanza incorpórea; sin embargo, en este propio camino corporal que los apasionados de los demonios trazan por las escalas y grados de los elementos, colocando a los demonios aéreos en medio de los dioses etéreos y de los hombres terrenos, entienden y creen que la principal prerrogativa que tienen los dioses es que por esta distancia de los lugares no pueden contaminarse con el trato y comunicación de los hombres, y por eso creen mejor que los demonios son contaminados por los hombres, que no que los hombres son purificados por los demonios, y que los mismos dioses se pudieran contaminar si no los defendiera la elevación del lugar. Y ¿quién es tan estúpido que asienta a que pueda purificarse por esta vía, cuando enseñan que los hombres son los que contaminan, los demonios los contaminados y los dioses contaminables, y no elija antes el camino por donde se evite la concurrencia de los demonios que nos contaminan más, y por donde los hombres se limpian de la contaminación con la gracia de Dios inmutable, para llegar a gozar de la purísima compañía de los ángeles incontaminados? CAPITULO XIX Que ya el nombre de demonios, entre sus mismos adoradores, no se usa para significar cosa alguna buena Mas porque no se crea que nosotros alteramos igualmente el genuino sentido de las palabras, por cuanto algunos de estos demonícolas, por decirlo así, cuyo partidario es también Labeón, dicen que otros llaman ángeles a los mismos que ellos llaman demonios, me parece que el asunto me convida a que diga ya alguna cosa de los ángeles buenos, los cuales no niegan éstos que los hay; sin embargo gustan más llamarlos demonios buenos que ángeles; pero nosotros, conforme al estilo de la Sagrada Escritura, bajo cuya creencia somos cristianos, leemos que los ángeles son en parte buenos y en parte malos, mas los demonios nunca son buenos; y en cualquier lugar que en la Divina Escritura se halla este nombre, que en latín dicen daemones o daemonia, no se entienden sino los espíritus malignos, modo de hablar que ha seguido tan generalmente el vulgo, que aun los mismos que se denominan paganos y pretenden que deben adorarse muchos dioses y demonios, casi ninguno hay tan literato y docto que se atreva a decir en buena parte, ni aun a su esclavo, «demonio tienes», sino que cualquiera a quien se lo dijera ha de entender, sin duda, que le quiso maldecir. ¿Qué ocasión, pues, nos excita a que, además de la ofensa de tantos oídos que ya casi pueden ser todos los que no suelen tomar este nombre sino en mala parte, no sea forzoso ponernos a declarar lo que hemos dicho, pudiendo, con usar del nombre de ángeles, evitar la ofensa y mal sonido que podía haber con oír el nombre de demonios? CAPITULO XX De la cualidad de la ciencia, que hace a los demonios soberbios Aunque en el mismo origen de este nombre, si acudimos a la Sagrada Escritura, hallaremos una exposición digna de consideración. Dícense demonios porque el nombre es griego, dicho así de la ciencia, y el Apóstol que habló por boca del Espíritu Santo dice: «Que la ciencia causa hinchazón, pero que la caridad edifica>; lo cual no se entiende bien de este modo si no entendemos que entonces aprovecha la ciencia cuando va asociada de la caridad, pero sin esta hinchazón, esto es, sin la que levanta y ensoberbece a manera de gran ventosa; hay, pues, en los demonios ciencia sin caridad, y por eso son tan altivos, esto es, tan soberbios, que han procurado todo cuanto pueden, y con quien pueden todavía procuran que los adoren y tributen el honor y el culto que saben que se debe al Dios verdadero; y contra esta soberbia de los demonios que estaba apoderada del linaje humano por sus pecados cuánta fuerza tenga la humildad de Dios que apareció en forma de siervo, no lo acaban de conocer las almas de los hombres, hinchadas con la abominación de la altivez, semejantes a los demonios en la soberbia, aunque no en la ciencia. CAPITULO XXI Hasta qué grado quiso el Señor dejarse conocer de los demonios Los mismos, demonios sabían aun esto de modo que al mismo Señor, vestido de la humana flaqueza de nuestra carne, le dijeron: Quid nobis et tibi, Jesu Nazarene? venisti perdere nos? «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús Nazareno, que has venido a perdernos y atormentarnos?» Claramente se advierte en estas palabras que había en ellos una ciencia muy profunda, mas no caridad, porque temían la pena y castigo que les había de venir de mano del Señor y no amaban la justicia que había en Él, y tanto se dejó conocer de ellos cuanto quiso, y tanto quiso cuanto fue menester; pero dejóse conocer y se les manifestó, no como a los santos ángeles que gozan y participan de su eternidad, según que es Verbo del eterno Padre, sino como fue necesario manifestarles para espantarlos, de cuya potestad, en alguna manera tiránica, había de librar a los que están predestinados para su reino y gloria para siempre verdadera y verdaderamente sempiterna. Manifestóse, pues, a los demonios, no en la parte que es vida eterna y luz inmutable que alumbra a los piadosos y temerosos de Dios, la cual los que la alcanzan a ver por la fe que es en él, se purifican y limpian, sino por ciertos defectos temporales de su virtud y por algunas señales de su impenetrable presciencia, las cuales se pudiesen descubrir a los sentidos angélicos, aun de los espíritus malignos, antes que a la flaqueza de los hombres. Y así, cuando le pareció reprimirlas y ocultarlas un poco, y cuando se ocultó más profundamente, dudó de él el príncipe de los demonios, y le tentó para saber si era Cristo, examinando todo cuanto Él se dejó tentar para acomodar al ombre que consigo traía para ejemplo y dechado nuestro; pero después de aquella tentación, sirviéndole, como dice el sagrado texto, los ángeles (sin duda, los buenos) y los santos, y, por consiguiente, haciéndose terribles y espantosos a los espíritus inmundos, se fue manifestando más y más a los demonios cuán, grande era, para que a su mandato, aunque en Él parecía de corta estimación por la flaqueza de la carne, nadie, se atreviese a resistir. CAPITULO XXII Qué diferencia hay entre la ciencia de los santos ángeles y la ciencia de los demonios Estos ángeles buenos no estiman la ciencia de las cosas corporales y temporales con que se hinchan y ensoberbecen los demonios; no porque las ignoren, sino porque estiman y aprecian sobremanera la caridad de Dios con que se santifican, y en comparación de su hermosura, que es no sólo incorpórea, sino inmutable e inefable. de cuyo santo amor están inflamados, desprecian todas las cosas que están debajo de ella, y que no son lo que es ella, y a sí propios entre ellas, para poder gozar con todas las dotes que les constituye en la clase de una bondad suma de aquel sumo bien, de donde les proviene ser buenos. Y por eso tienen también una noticia más cierta de las cosas temporales y mudables, por cuanto en el Verbo divino que crió el mundo ven las principales causas de ellas, con las que se comprueban unas, se reprueban otras, y todas se gobiernan y ordenan, pero los demonios no contemplan ni ven en la sabiduría de Dios las causas eternas de los tiempos y las que son de algún modo las cardinales, sino que con la experiencia mayor de algunas señales ocultas a nuestros, limitados entendimientos alcanzan a examinar muchas más, cosas futuras que los hombres, y vaticinan algunas veces sus admirables disposiciones. Finalmente, éstos se engañan a veces y los otros nunca; porque una cosa es conjeturar y comprender bajo el aspecto de las cosas temporales las temporales y con las mudables las mudables expresándolas y aplicándolas el juicio temporal y mudable de su voluntad y limitadas fuerzas, lo cual se permite a los demonios por una razón incomprensible a nosotros; y otra cosa es prever y presagiar en las eternas e inmutables leyes de Dios que viven en su sabiduría las vicisitudes y alteraciones de los tiempos y conocer la voluntad de Dios tan cierta como poderosa con la participación que tienen de su divino espíritu; lo cual, según sus respectivos grados, se concede con recta discreción a los santos y ángeles; así que, no sólo son eternos, sino también, bienaventurados, y el bien con que son felices es su Dios, que es por quien fueron criados, porque gozan sin alteración ni disminución alguna, y sin recelo de perderle jamás, de su participación y contemplación CAPITULO XXIII Que el nombre de dioses falsamente se atribuye a los dioses de los gentiles, el cual, con todo, por autoridad de la divina Escritura, viene a ser común así a los santos ángeles como a los hombres Si los platónicos se complacen más de llamar a los ángeles dioses que demonios y de colocarlos entre los dioses, de quienes escribe su maestro Platón que los crió el sumo Dios, díganlo del modo que les agrade, porque no hay que molestarse ni reparar respecto de ellos en la disputa sobre el nombre; pues si dicen que son inmortales y confiesan llanamente que los crió el sumo Dios, y que son bienaventurados, no por sí mismos, sino por unirse con su Criador, dicen lo mismo que nosotros, llámenles como gusten; que éste sea el dictamen de los platónicos o de todos, o de los más sabios, se puede indagar por sus mismos libros, por cuanto aun en la expresión del nombre con que llaman dioses a estas criaturas inmortales bienaventuradas no hay discrepancia notable entre ellos y nosotros, pues leemos también en nuestras sagradas letras: «el Señor de los dioses se lo dijo»; y en otra parte: «confesad y alabad al que es Dios de los dioses»; en otro lugar: «Rey grande sobre todos los dioses»; porque cuando dice: «terrible es sobre todos los dioses», la razón porque así lo dijo lo declara adelante, y prosigue quoniam omnes Dii, Gentium daemonia, Dominus autem Coelos ,fecit, «porque todos los dioses de los gentiles son demonios, y el Señor es solamente el que hizo los cielos»; dijo, pues, terribles sobre todos los dioses, esto es, sobre todos los dioses de los gentiles, a quienes éstos tienen por tales, siendo así que son demonios, es terrible para ellos, y por eso con miedo y terror decían al Señor: «¿Para qué viniste a perdernos y atormentarnos?» Donde dice igualmente Dios de los dioses no puede entenderse Dios de los demonios, y donde dice Rey grande sobre todos los dioses, líbrenos Dios de decir que es Rey o Caudillo grande sobre todos los demonios. También llama la misma Escritura Sagrada dioses a los hombres del pueblo de Dios: «Yo dije, dice, dioses sois, y todos hijos del Excelso», por lo que podemos entender por Dios de estos dioses al que llamó Dios de estos dioses y sobre tales dioses; Rey grande al que dijo que era Rey grande sobre todos los dioses. Pero cuando nos preguntan, supuesto que se llaman dioses los hombres, por individuos del pueblo de Dios, con quien habla el Señor por medio de los ángeles o por los hombres, ¿cuánto más dignos serán de este honorífico dictado los inmortales que gozan de aquella bienaventuranza, adonde, sirviendo a Dios, desean los hombres llegar? ¿Qué hemos de responder, sino que no en vano la Escritura llame más expresamente dioses a los hombres que a los inmortales y bienaventurados, a quienes se nos promete que seremos iguales en, la resurrección, es a saber, porque no se atreviera la imbecilidad humana a ponernos por Dios algunos de ellos, fundada en su alta excelencia? Lo cual es fácil de evitar en el hombre. Fue justamente determinado que más clara y distintamente se llamaran dioses los hombres del pueblo de Dios, para que se certificaran más y más y confiaran que era solamente su Dios el que se dijo Dios de los dioses, porque aunque se llamen dioses los inmortales y bienaventurados que gozan de la patria celestial, con todo, no se llamaron dioses de los dioses, esto es, dioses de los hombres del pueblo de Dios; por quienes se dijo: Ego dixi, Dii estis, et filli Excelsiomnes: «Yo dije, dioses sois, y todos hijos del Excelso», de donde proviene lo que dice el Apóstol: «Aunque haya otros que se llamen dioses, ya sea en el cielo o en la tierra, de los cuales, según el nombre y opinión común, se hallan muchos dioses y muchos señores; sin embargo, nosotros sólo tenemos un Dios, que es el Padre, de quien como el verdadero autor y criador del Universo, nos viene todo encaminado para nosotros, y nosotros para ti, y un solo Señor Jesucristo, por quien el Padre hizo las cosas, y a nosotros para él.» No hay motivo para controvertir y altercar con obstinación sobre el nombre, siendo tan evidente y claro el asunto, que no admite duda alguna; pero siempre que decimos que del número de los inmortales bienaventurados envió Dios ángeles que anunciasen a los hombres su voluntad divina, no les agrada esta referencia, porque creen que este ministerio lo ejercen, no los que llaman dioses, esto es, los inmortales y bienaventurados, sino los demonios, a quienes se atreven a distinguir solamente con el nombre de inmortales, aunque no con el de bienaventurados, o a lo menos si los dicen inmortales y bienaventurados, es de tal modo, que, sin embargo, los llaman demonios buenos y no dioses colocados en lugar elevado, desviados del comercio sensible de los hombres. Y aunque esta discusión parezca precisamente controversia de nombre, no obstante, es tan abominable el nombre de los demonios, que en todo caso debemos desterrarle de entre los santos ángeles. Ahora, pues, cerremos este libro, sosteniendo que los inmortales y bienaventurados, de cualquier modo que los llamen (que en efecto son criaturas), no son medianeros para conducir a la inmortalidad y bienaventuranza a los miserables mortales, quienes se distinguen de ellos por dos diferencias, por la miseria y por la mortalidad, y los que son medios (que tienen la inmortalidad común con los superiores y la miseria con los inferiores, por cuanto son miserables con su malicia), la bienaventuranza que no poseen, más bien pueden envidiárnosla que dárnosla. De estas razones se deduce que no tienen aliciente alguno de consideración que nos puedan representar los afectos y aficionados a los demonios, por cuyo respeto debamos reverenciarlos y auxiliarlos como avudadores y protectores; antes como mentirosos, debemos evitar su trato y amistad; pero los que los tienen por buenos, y consiguientemente no sólo por inmortales, sino por bienaventurados, entienden que deben ser adorados por dioses sirviéndolos afectuosamente con sacrificios y ceremonias divinas, para conseguir después de su muerte la vida bienaventurada, cualesquiera que sean ellos y cualquiera que sea el nombre que merezcan; éstos, digo, que los tienen por buenos, no quieren que adoremos con semejante culto sino a un solo Dios, que es quien los crió, y con cuya participación son bienaventurados, como prestándonos este gran Señor su favor y gracia, lo veremos más extensamente en el libro siguiente.
Libro Décimo El Culto Del Verdadero Dios CAPITULO PRIMERO Que fue también doctrina de los platónicos que la verdadera bienaventuranza la de un solo Dios, ya sea a los ángeles, ya sea a los hombres; pero resta averiguar si los que ellos entienden que por esta misma bienaventuranza deben ser adorados, quieren que sacrifiquemos solamente a Dios o a ellostambién Es cierto, entre todos los que poseen razón natural, que todos los hombres apetecen ser bienaventurados. Pero mientras la humana imbecilidad procura averiguar exactamente quiénes son bienaventurados, y la norma que observan para conseguir esta felicidad, han resultado en esta discusión muchas y célebres controversias, en las que han consumido el tiempo y sus estudios los filósofos, las cuales sería muy prolijo y nada necesario el intentar referir y discutir. Porque si el lector recuerda lo que propusimos en el libro VII acerca de la elección de los filósofos, con quienes podía tratarse la cuestión sobre la vida bienaventurada que ha de suceder después de la muerte, esto es, si podíamos alcanzarla adorando a un solo Dios verdadero o a muchos dioses; no será su voluntad que volvamos a repetir aquí lo mismo, mayormente pudiendo, con volver a leerlo, si acaso, se le hubiere olvidado, ayudar a refrescar la memoria. Elegimos con conocimiento de causa a los platónicos, que justamente son los más famosos y cuerdos entre todos los filósofos; porque así como pudieron comprender con las luces de su entendimiento que el alma del hombre, aunque era inmortal, racional o intelectual, con todo no podía ser bienaventurada sin la participación de la soberana luz de aquél por quien ella y el mundo fue criado, así también negaron que alguno pueda conseguir la eterna felicidad que todos los hombres apetecen y desean, a no ser que se una la pureza de un amor casto con aquél sumo bien, que es el inmutable y omnipotente Dios. Mas porque los platónicos, ya fuese rindiéndose a la vanidad, y al error común del pueblo, o, como dice el apóstol de las gentes, Pablo: «Desvaneciéndose con sus imaginaciones y raciocinios», opinaron o quisieron que debía adorarse a muchos dioses y aun algunos de ellos fueron de opinión que debían ser adorados con honras, y sacrificios divinos los demonios (a los cuales hemos contestado ya en lo principal); ahora nos resta examinar y averiguar, con el favor de Dios, cómo los inmortales y bienaventurados, que están en los celestiales tronos, dominaciones, principados y potestades; a quienes los platónicos llaman dioses, y algunos de ellos o demonios buenos o como nosotros, ángeles, cómo ha de entenderse que quieren que los reverenciemos, y con qué culto y religión quieren que los sirvamos; esto es, por decirlo más claro, si quieren que los adoremos, ofrezcamos sacrificios y les consagremos algunas cosas de nuestro uso, o a nosotros mismos, con ritos y ceremonias sagradas, o solamente a su Dios, que lo es también nuestro. Porque éste es el culto y religión que se debe tributara la divinidad o, si hemos de decido con más expresión, a la misma deidad; y para significar este culto y adoración con, sola una palabra, ya que no me ocurre una latina acomodada al asunto, donde es necesario lo doy a entender en la griega. Porque los nuestros en cualquier parte que se halla en la Sagrada Escritura esta voz latría, han interpretado servicio. Por el servicio que debe presentarse a los hombres, conforme al cual prescribe el Apóstol que los siervos estén sujetos a sus señores, suelen llamarle en griego con otro nombre, más por la voz latría, según el uso común con que se explicaron los que nos interpretaron las sagradas letras, o siempre o frecuentísimamente convinieron que se entendiese el servicio que pertenece al culto y reverencia de Dios. Por lo cual, si se dice solamente culto o reverencia, parece que no es el que se debe a solo Dios; pues asimismo decimos que honramos y reverenciamos a los hombres cuando los nombramos o visitamos con respeto y sumisión. Y no sólo acomodamos el nombre de culto a los objetos a que nos rendimos con religiosa humillación, sino también a algunos que nos están sujetos; pues de este verbo sacan su etimología los agrícolas, los colonos e íncolas, y a los mismos dioses no por otra causa los llaman celícolas, sino porque son íncolas o moradores del cielo, no reverenciando a éste, sino a los que habitan y moran en él, como unos colonos y habitantes del cielo; no como se llaman colonos los que deben el arrendamiento de las tierras, por utilidad o fomento de la agricultura o labranza, a los señores que las poseen, sino como dice un célebre autor de la lengua latina: «Una ciudad antigua fue ya en cierto tiempo habitada por los colonos tirios.» De íncolo, que es habitar, llamó a los colonos, y no de la agricultura. Por esta misma razón, las ciudades que fundaron otras poblaciones mayores con la gente sobrante de su pueblo se llaman colonias. Y aunque según esta exposición, es, sin duda, verdad infalible que el culto no se debe sino a Dios por una significación propia y literal de esta voz, por cuanto el culto en el idioma latino se acomoda también a otras cosas, no obstante, el que se debe a Dios no puede significarse en latín con una palabra sola. Y aun la misma palabra religión, aunque parezca que significa, no cualquier culto, sino el verdadero, único, y propio de Dios (por cuya razón los nuestros interpretan con este nombre lo que en griego se dice Threscia), mas porque según el uso común latino no sólo de los imperitos, sino también de los muy instruidos, se debe la religión a las cognaciones humanas, a las afinidades y a cualesquiera parentescos; con esta palabra no evitamos la ambigüedad, siempre que se trate de la cuestión sobre el culto de la deidad; de modo qué no podemos decir con toda confianza que la palabra religión sea exclusiva del culto debido a Dios, pues parece se emplea también para significar la observancia de los deberes ajenos al parentesco humano. Asimismo la piedad, a quien los griegos llaman Eusebia, suele significar el culto de Dios; con todo, de ella se usa cuando, como humanos y agradecidos, la ejercemos con los padres, y conforme al común lenguaje del vulgo acomodamos este nombre ordinariamente a las obras de misericordia; lo cual sin duda ha procedido de que Dios manda principalmente que nos ejercitemos en ellas, las cuales dice que le agradan como sacrificios o más que sacrificios. De este modo de hablar ha provenido el que llamemos piadoso al mismo Dios, aunque los griegos no le distinguen en su idioma con el nombre de Euseben, sin embargo, de que usen comúnmente de la voz Eusebia para significar la misericordia. Y así en algunos lugares de la Sagrada Escritura, para que tal distinción se advirtiese mejor, quisieron decir no Eusebian, que suena como si se dijera buen culto, sino Theosebian, que es culto de Dios. Pero nosotros no podemos dar a entender cualquiera significación de las insinuadas con una sola palabra. Así que lo que en griego se dice latría, en latín se interpreta servicio; pero aquel con que reverenciamos a Dios. Lo que se dice en griego Threscia, en latín se llama Religión; la que observamos para con Dios. Lo que llaman Theosebia, y nosotros no podemos explicar con sola una palabra, la distinguimos con las voces de «culto de Dios»; éste decimos que se debe tributar únicamente a aquel Dios que es Dios verdadero y que hace dioses a sus adoradores. Todos cuantos inmortales y bienaventurados hay en las moradas celestiales, si no nos aman ni quieren que seamos bienaventurados, ciertamente no debemos adorarlos; y si nos aman y estiman deseando que seamos eternamente felices, sin duda que con tan piadosa idea quieren que lo seamos del mismo modo que los son ellos; y ¿por qué causa han de ser ellos bienaventurados de un modo y nosotros de otro? CAPITULO II De lo que sintió el platónico Plotino sobre la superior iluminación En la presente cuestión no sustentamos debate ni controversia alguna con estos insignes filósofos, porque ellos notaron efectivamente y dejaron escrito abundantemente en sus libros, en muchos lugares, que con el mismo medio que nosotros podemos adoptar llegan los ángeles a ser bienaventurados, teniendo por objeto una luz inteligible, que respecto de ellos es Dios, y es una cosa distinta de ellos con que son ilustrados para que resplandezcan, y que con su participación son perfectos y bienaventurados. En repetidas ocasiones y distintos lugares afirma Plotino, declarando la opinión de Platón, que ni aun aquella misma que imaginan es el alma del universo es bienaventurada con otra cualidad distinta de la nuestra, y que aquélla es una luz diversa de la otra, por quien ha sido creada, y que iluminándola esta luz inteligiblemente, resplandece el alma en el entendimiento, lo cual comprueba con un ejemplo concerniente a las cosas incorpóreas, tomándolo de los cuerpos celestiales grandes y visibles, diciendo que Dios es como el Sol, y el alma del mundo como la Luna, sienten así, por cuanto creen que la Luna es iluminada con el objeto o presencia del Sol. Añade, pues, aquel célebre platónico que el alma racional (si acaso debemos llamarla mejor intelectual, de cuyo género entiende que son las almas de los inmortales y bienaventurados, de las que no duda afirmar ha bitan en los asientos o tronos del cielo) no tiene sobre sí otra naturaleza superior sino la de Dios, que creó el mundo, y por quien fue asimismo creada, y que no les viene de otra parte a los soberanos espíritus la vida bienaventurada sino de donde nos viene a nosotros, conformándose en este punto con la doctrina evangélica, donde dice el Señor por boca del evangelista san Juan: «Fue un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan; éste vino por testigo para que diese testimonio de la luz, y todos creyeran por él; no era la luz sino para dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera, la cual alumbra a todo hombre que viene a este mundo.» Con esta diferencia se demuestra bastantemente que el alma racional o intelectual, cual era la que tenía Juan, no podía ser luz para sí mismo, sino que lucía con la participación de otra verdadera luz: esto lo confiesa también el mismo Juan, cuando testificando de ella dice: «Todos nosotros, cuanto hemos recibido, lo hemos recibido de su plenitud.» CAPÍTULO III Del verdadero culto de Dios, de quien, aunque tuvieron noticia como de un criador del universo, se desviaron de él los platónicos, adorando a los ángeles, ya fuesen buenos, ya fuesen malos, como a Dios. Siendo cierta e indudable esta doctrina, si los platónicos y todos cuantos sintieron lo mismo, conociendo a Dios, le glorificaran como a tal y tributaran rendidas gracias por los incomparables beneficios que reciben de su bondad, no hubieran inutilizado sus discursos y raciocinios, no hubieran dado en parte ocasión a los errores del pueblo, y en parte hubieran tenido bastante constancia para oponerse a ellos, sin duda confesaran que así los inmortales y. bienaventurados como nosotros, los mortales y miserables para poder llegar a ser inmortales y bienaventurados debemos adorar a un solo Dios de los dioses, que es nuestro Dios y Señor, y también el suyo. A este gran Dios debemos tributar el culto que en griego se dice latría, ya sea en algunos sacramentos, ya sea en nosotros mismos. Porque todos juntos, unidos por la caridad en la sociedad cristiana, somos y representamos su templo, y cada uno de por sí mismo sus verdaderos templos, para que así pueda decirse con verdad que habita en la unánime concordia de todos y en cada uno, no siendo mayor en todos que en cada uno respectivamente; pues, ni con la grandeza se extiende y dilata, ni repartido entre todos disminuye en lo más mínimo. Cuando tenemos nuestro corazón levantado y puesto en Dios, entonces nuestro corazón es un verdadero altar, aplacamos su justa indignación por la mediación de un sacerdote, que es su unigénito; le ofrecemos sangrientas víctimas cuando peleamos valerosamente en defensa de las verdades de su incontrastable fe hasta derramar la sangre y rendir la vida en testimonio de estas verdades indefectibles; quemamos y le ofrecemos un suavísimo incienso cuando, postrados ante su divina presencia, nos abrasamos en su santo e inefable amor; ofrecémosle sus dones en nosotros v a nosotros mismos, y en esta oblación piadosa le volvemos lo que realmente es suyo; le consagramos Y dedicamos en ciertos días solemnes la memoria de sus beneficios, para que con el transcurso de los tiempos no se apodere de nuestro corazón la ingratitud y olvido de sus misericordias; le sacrificamos, una hostia de humildad y alabanza en el ara o templo vivo de nuestra alma, con el ardiente fuego de una caridad fervorosa. Con el laudable objeto de poder ver a ese Señor del modo que puede ser visto y de unirnos con él, nos lavamos y purificamos de todas las máculas de los pecados y apetitos malos e impuros, y nos consagramos bajo sus divinos auspicios. Pues el Señor Dios Todopoderoso es la fuente inagotable de nuestra bienaventuranza, es el único fin de todos nuestros deseos. Eligiendo a este Señor por nuestro único Dios o, por mejor decir, reeligiéndole (pues siendo indolentes y negligentes le hemos perdido), reeligiéndole, digo, de cuyo verbo dicen procedió la voz Religión, caminamos a él por la predilección y el amor para que, llegando a gozar de la visión intuitiva de su deidad, descansemos eternamente en aquellas moradas eternas donde se-remos ciertamente bienaventurados, porque con tan glorioso fin seremos perfectos Nuestro bien y única felicidad, sobre cuyo último fin se han suscitado tan acres disputas entre los filósofos, no es otro que unirnos con el Señor y con un abrazo incorpóreo, si puede decirse así, o con la espiritual unión de este gran Dios, el alma intelectual se llene y fertilice de verdaderas virtudes. Este es el sumo bien que nos manda amemos solamente, cuando nos dice por su cronista y evangelista San Mateo: «Con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra virtud.» A la posesión de este incomparable bien nos deben dirigir y encaminar los que verdaderamente nos aman, y nosotros debemos conducir a los que amamos tiernamente. Así se cumplen exactamente aquellos dos preceptos divinos, en los cuales, como en compendio, está cifrado lo que contiene la ley y los profetas: «Amarás a Dios tu Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu, y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Para que el hombre supiese amarse a sí mismo le determinaron un fin al cual refiriese todas sus acciones para que fuese bienaventurado; porque el que se ama a sí mismo no apetece otra felicidad que el ser bienaventurado; y este fin no es otro que unirse con Dios. Por consiguiente, al que sabe amarse a sí mismo, cuando le mandan que ame al prójimo como a si mismo, ¿qué otra cosa le prescriben sino que en cuanto pudiere le encargue y encomiende el amor de Dios? Este es el culto de Dios, ésta la verdadera religión, ésta la recta piedad, éste es el servicio y obsequio que se debe solamente a Dios. Cualquiera potestad inmortal, por grande y excelente que sea su virtud, si nos ama como a sí misma, quiere, para que seamos eternamente felices, que estemos sujetos y rendidos a aquel Señor a quien estando ella igualmente subordinada, es bienaventurada. Luego si no adora a Dios es miserable, porque se priva de la felicidad de ver a Dios; pero si adora a Dios no quiere que le adoremos a ella como a Dios; por el contrario, ratifica y favorece con el vigor y sanción inviolable de su voluntad aquella divina sentencia donde dice la Escritura: «Cualquiera que sacrificase a otros dioses que al Señor verdadero sea castigado con pena de muerte.» CAPITULO IV Que se debe sacrificio a un solo Dios verdadero Y omitiendo por ahora otras referencias que pertenecen al culto de la religión con que reverenciamos a Dios, a lo menos no hay hombre sensato que se atreva a decir que el sacrificio se deba a otro que a Dios. Muchos ritos hemos tomado efectivamente del culto divino, y los hemos transferido y acomodado a las ceremonias con que honramos y reverenciamos a los hombres, ya sea por la demasiada humildad, ya por la lisonja maligna; pero a los que atribuimos estas invenciones son tenidos por hombres que llaman colendos y reverendos, y si están muy elevados, adorandos; pero ¿quién creyó jamás que el sacrificio se debía a otro sino a quien supo, creyó o fingió que era Dios? Cuán antiguo sea el reverenciar a Dios con el uso del sacrificio, bastantemente nos lo manifiestan los dos hermanos Caín y Abel, entre quienes reprobó Dios el sacrificio del mayor y aceptó el del menor. CAPITULO V De los sacrificios que Dios no pide, pero quiso se observasen para significación de los que pide ¡Y quién será tan estúpido e ignorante que crea que lo que se ofrece en los sacrificios es necesario para algunos destinos de que Dios tenga necesidad! Lo cual, aunque en varios lugares lo enseña la Sagrada Escritura, por no dilatarme demasiado, sólo alegare la expresión del salmo: «Dije al Señor, tú eres mi Dios, y no tienes necesidad de mis bienes.» Así hemos de entender que Dios no tiene necesidad de res o animal alguno, o de cualquier otro ente corruptible o terreno; ni siquiera de la misma justicia del hombre, pues todo lo que es servir fiel y legítimamente a Dios, resulta en utilidad del hombre y no de Dios. Pues nadie afirmará que causa provecho a la fuente porque bebe sus aguas, o a la luz por que ve con ella. Y si los patriarcas antiguos ofrecieron algunos sacrificios con víctimas de varios animales (los cuales, aunque los tiene prescritos en el sagrado texto el pueblo de Dios, no los usa al presente), no debe entenderse sino que con aquellas figuras se significaron las verdades que realmente pasan en nosotros a fin de que nos unamos con Dios, y a este último fin dirijamos también al prójimo; así que el sacrificio visible es un sacramento, esto es, una señal sagrada del sacrificio invisible. Y así el rey penitente en boca del profeta, o el mismo profeta rogando con todo esfuerzo que Dios tuviese misericordia de sus pecados, dice: «Si quisiérais, Señor, sacrificio, yo os le ofreciera seguramente; pero no os pagáis de holocaustos. El sacrificio que quiere Dios es el espíritu atribulado, pues al corazón compungido y humillado no le despreciará Dios.» Notemos y consideremos cómo donde dijo que Dios no quería sacrificio, allí mismo indica que Dios le quiere. No quiere, pues, el sacrificio de una res muerta, y sólo quiere el sacrificio de un corazón contrito. Por la expresión en que dijo que no quería se significa lo que en seguida dijo que quería. Dijo, pues, que Dios no gustaba de los sacrificios ofrecidos al modo que los ignorantes creen que los quiere para que le sirviesen de diversión y complacencia. Porque si los sacrificios que únicamente apetece entre otros (que es uno solo; a saber: el corazón contrito y humillado con el dolor verdadero y la penitencia) no quisiera se significaran con los sacrificios que presumieron deseaba, como si fuesen agradables y deleitables al Señor; sin duda que no mandara expresamente en la ley antigua se los ofrecieran. Por lo cual fue indispensable mudarlos al tiempo oportuno y vaticinado en la Escritura, para que no se creyese que los codiciaba el mismo Dios, o a lo menos, que eran aceptables por nuestra parte, no por lo que en ellos se significaba. En esta conformidad dice en otra parte por su real profeta David; «Si fuese posible que alguna vez tuviera hambre, no te diría que me apacentaras o sacrificaras, porque mío es el orbe de la tierra y cuanto en, él se contiene; ¿por ventura he de comer yo las carnes de los toros, o he de beber la sangre de los cabritos?» Como si dijera: si tuviera yo necesidad de estos manjares, no te los pidiera teniéndolos todos en mi poder. Después, prosiguiendo en relacionar lo que significan aquellas cosas, dice: «Ofrece a Dios sacrificio de alabanza, cumple y paga tus promesas al Altísimo, llámame en el día de la tribulación, yo me libraré y me glorificarás». Asimismo en el profeta Miqueas se lee: «¿Con qué recibiré al Señor, con qué aplacaré a mi Dios excelso? ¿Le he de recibir acaso con holocaustos y con becerritos de un año? ¿Págase Dios por ventura con un millar de carneros, o con diez millares de cabritos gruesos? ¿Le he de ofrecer mis primogénitos por la remisión de mi culpa, y el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? ¿No te ha avisado ya, hombre, lo bueno y lo que quiere el Señor de ti? ¿Y qué otra cosa desea sino que vivas justa y santamente, que seas benigno y misericordioso, pronto y dispuesto para servir y agradar a Dios tu Señor?» Las dos amonestaciones se contienen distintamente en las expresiones de Miqueas quien claramente declara que no pide Dios para sí los sacrificios con que se significan los que le complacen. En la carta que se inscribe a los hebreos dice: «No os olvidéis de ser benignos y misericordiosos para con los pobres y miserables, pues con estos sacrificios se aplaca a Dios y se consigue su amistad.» Y, por consiguiente, donde dice: «más quiero de ti la misericordia que el sacrificio», no es necesario que entendamos otra cosa sino que prefirió un sacrificio a otro sacrificio, mediante a que aquel que todos llaman sacrificio es una figura o representación del verdadero sacrificio, y la misericordia es del mismo modo, verdadero sacrificio, por lo que dice lo que poco antes referí, «que con tales sacrificios se granjea la amistad y gracia de Dios». Todo cuanto leemos que mandó Dios en diferentes ocasiones sobre los sacrificios y sobre el ministerio o servicio del Tabernáculo o del templo. se refiere para significar el amor de Dios y del prójimo, porque en estos dos Mandamientos, como dice la Sagrada Escritura, está cifrado y recopilado todo lo que contiene la ley y los profetas, CAPITULO VI Del verdadero y perfecto sacrificio Sacrificio verdadero es todo aquello que se practica a fin de unirnos santamente con Dios, refiriéndolo precisamente a aquel sumo bien con que verdaderamente podemos ser bienaventurados. Por lo cual la misma misericordia que se emplea en el socorro del prójimo, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque le haga u ofrezca el hombre, sin embargo, el sacrificio es cosa divina, de modo que aun los antiguos latinos llamaron al sacrificio con el nombre de cosa divina. Así el mismo hombre que se consagra al nombre de Dios y se ofrece solemnemente y de corazón a este gran Señor, en cuanto muere al mundo para vivir en Dios es sacrificio; porque también pertenece a la misericordia la que cada uno usa consigo mismo. Por eso dice la Sagrada Escritura: «Usa de misericordia con tu alma agradando a Dios>. Cuando castigamos nuestro cuerpo con la templanza, si lo hacemos por Dios, como debemos, no dando nuestros miembros para que se sirva de ellos el pecado por armas e instrumentos para obrar el mal, sino para que use de ellos Dios nuestro Señor como de armas e instrumentos para hacer bien, es igualmente sacrificio: Ruégoos, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que le ofrezcáis y sacrifiquéis vuestros cuerpos, no ya como animales muertos, sino como una hostia viva, verdaderamente pura y santa, agradable y acepta a Dios, como un sacrificio racional.» Si, pues, el alma, que por ser superior se sirve del cuerpo como de un siervo o de un instrumento cuando usa bien de él y lo refiere a Dios hace un sacrificio, ¿cuánto más aceptable será el sacrificio del alma siempre que éste se refiere a Dios, para que inflamada con el ardiente fuego de su divino amor pierda totalmente la forma de la concupiscencia del siglo, y estando sujeta y rendida al mismo Señor, que es forma inmutable, se reforme y renueve espiritualmente, agradándole y sirviéndole con la brillante cualidad que tomó de la forma y hermosura divina? Todo lo cual, prosiguiendo el Apóstol el mismo raciocinio, dice: «Y no os conforméis con este siglo, antes transformaros por la renovación de vuestro espíritu en nuevos hombres, para que desde ahora en adelante no aprobéis lo que el vulgo profano adopta, sino lo que fuere grato y agradable a su Divina Majestad, y lo que fuere verdaderamente bueno, agradable y perfecto.» Siendo, como son, verdaderos sacrificios las obras de misericordia, ya sean las que hacemos por nosotros o por nuestros prójimos, referidas a Dios y siendo igualmente cierto que no practicamos las obras de misericordia con otro objeto que con el de libertarnos de la miseria humana, y consiguientemente con el deseo de conseguir la bienaventuranza, cuya felicidad no nos es asequible sino con, el favor de aquel sumo bien de quien dijo el real profeta: «Que todo su bien estribaba en unirse con Dios»; sin duda que toda esta ciudad redimida, esto es, la congregación y sociedad de los santos, viene a ser un sacrificio universal que a Dios ofrece aquel gran sacerdote que se ofreció en la Pasión como cruenta víctima por nuestra redención, para que fuésemos nosotros el cuerpo de tan excelsa cabeza, tomando para consumar esta ilustre obra la humilde forma de siervo. Porque ésta fue la que ofreció el Señor, en ésta fue ofrecido, según ella es medianero, en ésta es sacerdote, en ésta sacrificio incruento. Así que habiéndonos exhortado el Apóstol a que ofrezcamos en holocausto nuestros cuerpos como hostia viva, santa, inmaculada, agradable a Dios, como un sacrificio racional, y que no nos conformemos con las prácticas reprensibles de este siglo, sino que nos reformemos interiormente y volvamos a tomar la forma y hermosura de nuestro espíritu, para que con sentidos perspicaces, sano juicio y discreción notemos y echemos de ver lo que quiere Dios que ejecutemos, esto es, lo que es bueno, lo que es aceptable y perfecto ante su Divina Majestad, puesto que, en realidad de verdad, nosotros somos este sacrificio, nos dice después el mismo Dios por el insinuado Apóstol estas palabras: «Por la gracia que Dios me ha dado, os encargo generalmente a todos que no presumáis de vosotros más de lo que conviene, despreciando a los otros, antes sienta cada uno de si con templanza y modestia, según la porción de dones que le hubiere repartido el Señor, porque así como este cuerpo visible, aunque es uno, está compuesto de muchos miembros, y no todos tienen un mismo oficio, así la multitud de los fieles vienen a constituir un cuerpo en Jesucristo, y cada uno es miembro del otro, teniendo diferentes dones, según la gracia que Dios nos ha repartido». Este es el sacrificio de los cristianos, formando nosotros, siendo muchos en número, un cuerpo en Jesucristo. Lo cual frecuenta la Iglesia en la celebración del augusto Sacramento del altar que usan los fieles, en el cual la demuestran que en la oblación y sacrificio que ofrece, ella misma se ofrece. CAPITULO VII Que el amor que nos tienen los ángeles santos es de tal conformidad, que no gustan que los adoremos, sino a un solo Dios verdadero Con justa razón, los inmortales y bienaventurados que habitan en las moradas celestiales y gozan de la participación y visión clara de su Criador, con cuya eternidad están firmes, con cuya verdad ciertos, y con cuya gracia son santos, porque llenos de misericordia nos aman a los mortales y miserables, para que seamos inmortales y bienaventurados, no quieren que les ofrezcamos sacrificios, sino a Aquel cuyo sacrificio saben que son también ellos juntamente con nosotros. Pues juntamente con ellos somos una Ciudad de Dios; con quien hablando el real profeta dice: «Cosas ilustres y gloriosas están profetizadas de ti, Ciudad de Dios»; y una parte de ella, que está en nosotros, anda peregrinando, y la otra parte, que está en ellos, nos ayuda y favorece. De la Ciudad soberana, donde la voluntad de Dios sirve de ley inteligible e inmutable, de aquella corte soberana, nos vino por ministerio de los ángeles (quienes cuidan en ella de nosotros) el divino oráculo que dice: «El que sacrificare a los dioses y no lo hiciese solamente a Dios será desterrado de esta Ciudad.» Este oráculo, esta ley, este precepto, está confirmado con tantos milagros, que nos manifiesta evidentemente a quien quieren los espíritus angélicos y bienaventurados.. que ofrezcamos nuestros sacrificios, que es únicamente al Dios verdadero, pues nos desean la misma eterna felicidad e inmortalidad de que están gozando y gozarán por toda la eternidad CAPITULO VIII De los milagros con que quiso el Señor, para alentar la fe de las personas piadosas, confirmar sus promesas por ministerio de los ángeles Acaso creerá alguno que revuelvo y examino sucesos más remotos de lo que es necesario, si intento referir los estupendos y antiguos milagros que hizo Dios en confirmación de las promesas que muchos millares de años antes había hecho el patriarca Abraham, empeñándole su divina e indefectible palabra de que su generación conseguiría la bendición de todas las naciones. ¿Quién no ha de llenarse de admiración al observar que Abraham procreó a Isaac de su esposa Sara, siendo tan anciana que naturalmente no podía concebir ni ser fecunda; al meditar que en el sacrificio de Abraham discurrió por el aire una llama que vino del Cielo por medio de las víctimas; al reflexionar que dieron noticia exacta a Abraham los ángeles de Dios del fuego abrasador que había de caer del Cielo sobre los ciudadanos de Sodoma, a cuyos espíritus angélicos había hospedado en su casa bajo la figura y traje de hombres, y de ellos había sabido la promesa que Dios le había hecho sobre la dilatada posteridad que había de tener; al advertir que, aproximándose el tiempo en que debía descender del Cielo aquel milagroso fuego, consiguiese por mediación de los ángeles el que pudiese salir milagrosamente libre de toda desgracia de la misma ciudad de Sodoma, Lot, su sobrino, hijo de su hermano, cuya mujer en el camino, volviendo la vista hacia la ciudad, y convertida de improviso en estatua de sal, nos advirtió con grande e incomprensible misterio que ninguno en el camino de su libertad debe volver los ojos del apetito a la vida pasada; al considerar cuán grandes son las maravillas que obró Moisés al tiempo de sacar al pueblo de Dios de la dura servidumbre de Egipto, cuando a los magos o sabios de Faraón, rey de Egipto, que tenía oprimido con su tiranía al pueblo escogido, les permitió Dios que hiciesen algunos raros portentos para vencerlos y confundirlos con otros mayores, pues ellos los hacían con encantamientos mágicos y hechicerías, a que son dados con particular afición los ángeles malos, esto es, los demonios, pero Moisés los venció fácilmente con el ministerio de los ángeles, tanto más poderosamente cuanto era más justo que los venciera y humillara en el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra; finalmente, desfalleciendo los magos en la tercera plaga, suscitó Moisés hasta diez, que en sí representaban ocultos e impenetrables misterios, a las cuales se rindieron los duros corazones de Faraón y de los egipcios, permitiendo salir libremente al pueblo de Dios; pero luego se arrepintieron y procuraron dar alcance a los hombres, que iban marchando y pasando el mar a pie enjuto, porque por disposición divina se dividieron las aguas y les proporcionó un camino libre y anchuroso, y en este tiempo, queriendo los egipcios acometer pueblo de Dios, entraron en su seguimiento por la misma senda, y volviendo a unir milagrosamente las aguas, quedaron sumergidos en ellas y muertos todos? ¿Qué diré de los milagros que caminando por el desierto los israelitas hizo Dios en tanto número y tan estupendos, como de las aguas, que no pudiendo ser bebidas por su amargura, echando en ellas un leño, como el Señor lo había mandado, perdieron su amargura y hartaron a los sedientos; cómo asimismo, teniendo hambre, les llovió maná del Cielo; cómo habiendo puesto tasa a los que lo cogían, a los que se excedieron de ella se les corrompió y llenó de gusanos, y cómo aunque lo cogieron en doblada cantidad el día antes del sábado (porque el día del sábado no era lícito cogerlo) no se les corrompió; cómo deseando comer carne, que parece no había de bastar ninguna para pueblo tan numeroso, se llenó todo el campo de los hebreos de volatería, y se apagó el ardor de su apetito con el fastidio de la hartura; cómo saliéndoles los enemigos al encuentro pretendiendo prohibirles el paso, y peleando con ellos, con orar Moisés y extender sus brazos en figura de cruz, sin morir ni uno de los hebreos fueron rotos y vencidos los contrarios; cómo a los sediciosos que se habían amotinado en el pueblo de Dios, separándose de la sociedad que Dios había ordenado, para ejemplo visible de las penas, invisibles, abriéndose la tierra, se los tragó vivos; cómo hiriendo una piedra con una vara derramó para tanta multitud abundantísimas aguas; cómo habiéndoles Dios enviado por, justo castigo de sus pecados serpientes que apenas les mordían morían, levantando un leño con una serpiente de metal y mirándola quedaron sanos, así para con esta figura socorrer al pueblo afligido como para figurar con la semejanza de una muerte casi crucificada la muerte que destruyó Cristo con la suya; la cual serpiente, habiéndose guardado en memoria de este beneficio, y comenzando después el pueblo ignorante a adorarla como ídolo, el rey Ezequías, sirviendo a Dios como príncipe religioso, la hizo pedazos, con grande gloria de su celo y religión? CAPÍTULO IX De las artes ilícitas que se usan en el culto de los demonios, de las cuales, disputando el platónico Porfirio, parece que aprueba a veces algunas, y que de otras duda y casi las reprueba. Estas y otras maravillas semejantes, que sería demasiada prolijidad el referirlas se hacían para establecer el culto del verdadero Dios y prohibir el de los dioses falsos, las cuales se ejecutaban con una fe sencilla y confianza en Dios, no con encantamientos ni fórmulas verbales, compuestas conforme al arte de su nefanda curiosidad; a la que o llaman mágica, o con otro nombre más abominable goecia, o con otro más honroso theurgia. Los que pretenden distinguir estas, ridiculeces quieren dar a entender que, de los que se entregan al estudio de las artes ilícitas, unos son reprensibles, cuales son los que el vulgo llama maléficos o hechiceros, porque éstos dicen que pertenecen a la goecia, y otros, más loables, a quienes atribuyen la theurgia, siendo indubitable que unos y otros están sujetos y dedicados a los falsos y engañosos ritos de los demonios, bajo los nombres de ángeles. Porfirio, aunque can poco gusto, en un discurso lleno, de algún modo, de rubor y empacho, promete cierta purificación del alma por medio de la teúrgia; sin embargó, niega que con tal arte pueda alguno conseguir volver a Dios; de manera que puede advertirse fácilmente cómo anda fluctuando y dudoso, con pareceres varios, entre el vicio de tan sacrílega curiosidad y entre la profesión de la filosofía, porque ya representa que se guarden los hombres de la profesión de esta arte, como falaz y engañosa, la cual se practica no sin notorio riesgo y peligro, y está prohibida severamente por las leyes; ya advierte, rindiéndose a los que la aprueban y elogian, que es útil para purificar una parte del alma, si no la intelectual con que percibimos la verdad de las cosas inteligibles, que no tienen semejanza alguna con los cuerpos, a lo menos la espiritual, con que recibimos las imágenes y representaciones vivas de las cosas corporales, se coincide en un error craso, por cuanto de ésta dice que por ciertas consagraciones teúrgicas, que llaman teletas, se hace capaz y se dispone para recibir espíritus y ángeles para ver los dioses, aunque de tales consagraciones confiesa que no se le introduce sombra alguna de purificación al alma intelectual que la haga idónea para ver a su Dios y entender las cosas que son verdaderas. De esta doctrina puede inferirse qué tal sea la visión que resulta de las teúrgicas consagraciones, y a qué clase de dioses se ofrecen, pues en ella no se ven las cosas que verdaderamente son. Finalmente, dice que el alma racional, o como le agrada llamarla, el alma intelectual, puede elevarse al conocimiento de las cosas celestiales, aunque la parte que en ella es espiritual no esté purificada con arte alguna teúrgica, y asimismo que la espiritual se purga por el teúrgo tan escasamente, que no puede arribar a la inmortalidad y eternidad. Así que, no obstante que distinga los ángeles de los demonios, diciendo que el lugar que ocupan los demonios es el aire, y el lugar etéreo o empíreo el que corresponde a los ángeles, y aconseje que debe usarse de la amistad de algún demonio para que, llevándolos él a sus moradas respectivas, pueda cada uno elevarse algún tanto de la tierra después de muerto, y diga que hay otro camino para llegar a gozar de la inefable compañía de los ángeles; sin embargo, afirma expresamente que debe cualquiera cautelarse y huir de la sociedad de los demonios, cuando asegura que las almas, después de la muerte, satisfaciendo sus culpas, abominan con horror el culto de los demonios, que en vida los acostumbraban engañar. Con todo, no pudo negar que la misma teúrgia, la cual elogia y recomienda como interesante para conseguir la amistad de los ángeles y de los dioses, negocia con tales potestades, que ellas mismas, o nos envidian la purgación de las almas, o se rinden y sujetan a las falaces artes de otros envidiosos, refiriendo ampliamente la queja de cierto caldeo alusiva a este punto. Quéjase, dice, un buen hombre en Caldea de que se le frustraron las penosas tareas que había sufrido para purificar su alma, habiéndoselas atajado otro en lo mismo, que era poderoso, sólo por envidia, conjurando y ligando las potestades con sus sagradas oraciones para que no le concediesen su petición. Luego el uno ligó, dice, y el otro no desligó, con lo cual, añade, se da a entender que la teúrgia sirve así para hacer bien como para hacer mal, y que tanto los dioses como los hombres están sujetos también a la disciplina y padecen las perturbaciones y pasiones que Apuleyo comúnmente atribuye a los demonios y a los hombres, aun: que distingue a los dioses de los hombres por la elevación del lugar etéreo y confirma, por lo que hace a esta distinción, la sentencia de Platón. CAPÍTULO X De la teúrgia, que con la invocación de demonios promete a las almas una falsa purificación. Y ved aquí cómo Porfirio, platónico en la secta, dicen que es más docto que el primero por su estudio en el arte teúrgico, por el cual refiere y pinta a los mismos dioses sujetos y rendidos a pasiones y perturbaciones, puesto que con sus conjuros los pudieron conjurar y aterrar para que no verificasen la purgación del alma, y pudo espantarlos seguramente el que les mandaba ejecutasen lo que era malo, cuando el otro, que les pedía lo que era bueno, por el mismo, arte no pudo libertarles, del miedo para que le hicieran bien. ¿y quién no advierte que todo esto es invención , y cautela de los engañosos demonios, a no ser que sea un miserable esclavo suyo y esté privado de la gracia del verdadero libertador? En atención a que si se comunicara con los dioses buenos, sin duda que más pudiera con ellos la buena intención del que pretende purificar el alma, que la mala del que lo pretende impedir. Y si a los dioses virtuosos les pareció indigna de la purificación la persona por quien se negociaba, ya no lo practicaron por los terrores que les impuso el envidioso, y, como él dice, no impedidos del miedo que pudiese causarles otra deidad más poderosa, sino libremente, es digno de admiración que aquel benigno caldeo, que deseaba purificar el alma con las consagraciones teúrgicas, no hallase algún otro dios superior que, o les infundiese mayor terror y obligase a los aterrados dioses a hacer bien, o que refrenase a los que les causaban miedo, para que libremente y sin obstáculo hiciesen bien. Pero le faltaron sus oraciones y conjuros al buen teúrgo para poder purificar primeramente del contagio del temor a los mismos dioses que invocaba con el animo de purgar su alma. Y si no, díganme: ¿qué causa hay para que pueda tener a mano y como a su disposición un dios más poderoso con el objeto de excitarles terror, y no pueda tenerle para que los libre del miedo? ¿Acaso se halla un dios que oiga al envidioso y ponga miedo a los dioses a efecto de que no hagan bien, y no se encuentra otro dios que oiga benigna mente al bueno, y quite el terror a los dioses para que puedan hacer bien? ¡Oh famosa teúrgia, oh graciosa purificación del alma, donde vale más lo que puede y prescribe la inmundicia de la envidia que la pureza de la obra buena, o, por mejor decir, donde es más poderosa la perversa y abominable falacia, de los malignos espíritus que la buena y saludable doctrina! Porque cuando éste refiere de que los que ejecuten estas sucias e inmundas purificaciones con tan sacrílegos ritos que notan, como con espíritu terso y limpio, unas hermosísimas imágenes, o de ángeles o de dioses, si es que ven algún objeto que se les asemeje, es lo mismo que dice el Apóstol: «Que Satanás se suele transfigurar como en ángel de luz.» Suyas son aquellas ilusiones y fantasmas con que procura enredar las miserables almas en la religión falsa de muchos y falsos dioses y apartarlas del culto del verdadero Dios, con cuyo favor, y por quien solamente se purifican y sanan de las envejecidas enfermedades del alma, lo cual se dice de Proteo cuando el poeta insinúa que no deja forma ni figura que no tome, persiguiéndolas unas veces corvo enemigo y otras ayudándolas, al parecer, como cauteloso, y ofendiéndolas de todos modos con lo uno y ton lo otro. CAPÍTULO XI De la carta que escribió Porfirio al egipcio Anebunte, en la que le pide le enseñe la diversidad de los demonios. Con mas cordura procedió Porfirio cuando escribió al egipcio Anebunte, y en este escrito, como el que pide dictamen, no sólo descubre, sino que destruye asimismo estas sacrílegas artes. Y aunque en él reprueba generalmente a todos los demonios, de quienes dice que por’ su imprudencia atraen los vapores húmedos, y que no residen en la parte etérea, sino en la aérea debajo de la Luna, y en el mismo globo de este planeta; sin embargo, no se atreve a atribuir absolutamente a los demonios todos los engaños, malicias e imperfecciones que con razón le ofenden; pues a algunos de ellos, siguiendo el sentir de otros escritores, los llama demonios benignos, confesando, no obstante, que, generalmente, todos son imprudentes. Admírase de ver que a los dioses no sólo los sacien y conviden con víctimas, sino que también los compelan y obliguen a ejecutar lo que los hombres quieren; y si los dioses se distinguen y diferencian de los demonios en lo corpóreo e incorpóreo, ¿cómo ha de presumirse que son dioses el Sol y la Lima y las demás cosas visibles del cielo, las cuales es indudable que son cuerpos? Y si son dioses, como aseguran, suponiendo que unos son beneficios y otros malignos, ¿cómo siendo corpóreos se unen con los incorpóreos? Pregunta igualmente, como el que duda, si los que adivinan y practican algunas acciones admirables participan de almas más poderosas, o si externamente les acuden y auxilian algunos espíritus, por cuyo medio practican semejantes maravillas. Y sospecha que esta potestad les viene de fuera, pues por medio de piedras y hierbas se ve que no sólo ligan a algunos, sino que abren también puertas cerradas, o hacen algunas maravillas semejantes; por lo que dice que otros son de opinión que hay un cierto género de demonios que les es connatural y propio el oír y acudir a lo que les piden; que son naturalmente cautelosos, mudables en todas formas y configuraciones, fingiendo dioses y demonios, y almas de difuntos, quienes son los que ejecutan todos estos portentos, que parece que son buenos o malos; pero que, en los que son realmente buenos no ayudan ni sirven de nada, y ni siquiera los conocen, sino que enredan, acusan e impiden algunas veces a los que de veras siguen la virtud que son temerarios y soberbios, llenos de arrogancia y fausto, que gustan de los perfumes de los sacrificios; se pagan de lisonjas, y todo cuanto dice sobre este género de espíritus cautelosos y malignos que de fuera acuden al alma, embelecan y engañan los sentidos humanos, dormidos o despiertos, lo afirma no como un principio indiscutible que le tiene persuadido , suficientemente o creído, sino que lo sospecha o duda con tanta ambigüedad y fútiles fundamentos, que asegura que otros son de esta opinión. En efecto, fue empresa muy ardua para un filósofo tan ingenioso el llegar a conocer o argüir atrevidamente y condenar toda la diabólica chusma, a la cual cualquiera vejezuela cristiana fácilmente conoce, y con singular libertad escupe y abomina, si no es que acaso este filósofo tema ofender a Aneburite, a quien escribe como a una insigne cabeza y pontífice de semejante religión, y a otros aficionados que admiran estas cosas como divinas y pertenecientes al culto y religión de los dioses. Sin embargo, prosigue y refiere como preguntando cosas que, consideradas con atención y cordura, no pueden atribuirse sino a potestades y espíritus malignos y engañosos. Pregunta, pues, por qué invocándolos como buenos los mandan como si fueran malos, que ejecuten y practiquen los injustos mandamientos de los hombres; porque no prestan oídos a los que los invoca y pide algún favor, si el suplicante hubiere incidido en pecados deshonestos, conduciéndolos al mismo tiempo tan fácilmente a cualesquiera torpezas y actos venéreos. ¿Por qué advierten a sus sacerdotes que les conviene abstenerse de comer ciertos animales, sin duda con el objeto de que no se mancillen y profanen con los vapores o hálitos de los cuerpos, y por otra parte gustan y dejan captarse de otros vapores más peniciosos, y de la oblación de los holocaustos, víctimas y sacrificios, prohibiendo a sus sacerdotes que no toquen los cuerpos muertos, siendo innegable que la mayor parte de sacrificios que se les ofrece constan de cuerpos muertos? ¿Y de dónde proviene que un hombre sujeto a toda suerte de vicios conmine con terribles amenazas, no al demonio o al alma de algún difunto, sino a los primeros luminares del mundo, Sol y Luna, o a cualquiera de las deidades celestiales, aterrándolos con ficciones para sacarles la verdad? ¿Por qué causa los intimida, declarando que hará pedazos el cielo y otros cuerpos poderosos semejantes, cuya ejecución es imposible al hombre, con el ánimo de que los dioses, como niños tiernos, inocentes e ignorantes, atemorizados con las ridículas y falsas amenazas, practiquen exactamente sus mandatos? Y da la razón diciendo por qué Queremón, hombre muy instruido y versado en semejantes asuntos sagrados, escribe que las maravillas que se celebran entre los egipcios por tradición y fama común, así de lsis como de Osiris, su marido, tienen particular fuerza y virtud para obligar a los dioses a que ejecuten cuanto se les ordene, siempre que el que los conjura con sus vanas fórmulas, encantaciones y sortilegios les amenaza con que las divulgará o las destruirá de raíz, y todas las veces que con expresiones fuertes les asegura de que disipará y aniquilará los miembros de Os iris si no hicieren todo cuanto les prescribe. De que el hombre amenace con semejantes desatinos y futilezas a los dioses, no como quiera a los de la clase inferior, sino a los mismos que denominan celestiales y brillan con luz y resplandor refulgente y de que esta amenaza no quede sin efecto, antes por el contrario, que forzándolos violentamente a virtud de su potestad los obligasen a hacer con tales medios cuanto deseaban, se admira con razón Porfirio o, por mejor decir, bajo el pretexto de su admiración, y preguntando acerca de la causa que motivaba tan extraño suceso, da a entender que obran estas maravillas los mismos espíritus, de quienes dijo ya, según el sentir de otros filósofos, que eran seductores, engañosos y cautelosos, no como él dice naturalmente, sino por su culpa y malicia, quienes suponen dioses y almas de difuntos y no fingen lo que es ser demonios, como asegura, sino que realmente lo son. Y cuando cree como positivo que los hombres, con hierbas, piedras y animales, por medio de ciertos sonidos, voces, figuras, ademanes y ficciones, y con ciertas observaciones sobre la conversión y movimiento de las estrellas, fabrican en la tierra ciertos entes singulares para causar y hacer diferentes efectos, todo esto es obra de los mismos demonios, seductores de los hombres, que tienen subyugados y sujetos a su dominio, gustando y complaciéndose en la ignorancia y errores de los mortales. Así que, o dudando efectivamente Porfirio, o indagando y preguntando acerca de la causa de estos portentos, refiere extrañas particularidades con que se convencen y redarguyen de falsos, demostrando de paso que no pertenecen a las potestades que nos auxilian en la grande obra de conseguir, la vida eterna, sino a los demonios cautos y engañosos, que los forman para tememos más embaucados y alucinados; o porque opinemos y sintamos con más benignidad de un filósofo tan instruido en su concepto, y acaso con este modo de explicarse, conferenciando con un sabio egipcio aficionado a tales errores, y que presumía o se lisonjeaba de saber los secretos más singulares y las causas más abstractas y recónditas, pretendió ciertamente no ofenderle con la autoridad de doctor y maestro arrogante y presuntuoso, ni turbarle contradiciendo públicamente su opinión; antes ‘bien, con la figurada humildad de persona que, al parecer; por desear saber, pregunta sobre toda especie de materias, quiso traerlo a la consideración de aquellas maravillas y manifestarle de cuán poca importancia son y cuánto debe huirse de ellas. Finalmente, casi al fin de la carta le pide que le demuestre y enseñe el camino recto para alcanzar la bienaventuranza, según la doctrina de los sabios de Egipto, y puesto que los que tuviesen trato familiar con los dioses, en tal conformidad que por sólo hallar un fugitivo o conseguir la posesión de una heredad, o un honrado casamiento, o por sus negociaciones y otros intereses semejantes inquietarían al divino espíritu, es de dictamen que en vano se dice que los tales se aplicaron al estudio de la sabiduría, y que los mismos dioses con quienes tenían amistosa correspondencia, aunque en otros puntos les dijesen la verdad, sin embargo, por cuanto nada les advertían sobre la bienaventuranza que les fuese útil ya propósito, no eran dioses, ni benignos demonios, sino del número de aquellos de quienes dijimos que eran falaces y engañosos, o más ciertamente todo una quimera o ficción humana. Pero porque con estas artes se obran y ejecutan tales y tan raras operaciones que exceden realmente las facultades y fuerzas humanas, ¿qué resta ya sino que todo cuanto observamos que maravillosamente vaticinan y obran como si estuvieran iluminados del espíritu divino, y, no obstante, no se refiere al culto de un solo Dios verdadero, cuya perfecta unión absolutamente (aun según el sentir de los platónicos en diversos lugares) es solamente el único bien que nos hace bienaventurados; qué resta, digo, sino que, considerados atentamente todos aquellos raros portentos, entendamos que son embelecos y engaños con que nos alucinan y divierten los espíritus infernales, a cuyo funesto mal debemos oponernos, procurando guardarnos de sus cautelas con el amparo y protección de la religión verdadera? CAPITULO XII De los milagros que obra el verdadero Dios por ministerio de los santos ángeles Pero porque con estas artes se obran y ejecutan tales y tan raras operaciones que exceden realmente las facultades y fuerzas humanas, ¿qué resta ya sino que todo cuanto observamos que maravillosamente vaticinan y obran como si estuvieran iluminados del espíritu divino, y, no obstante, no se refiere al culto de un solo Dios verdadero, cuya perfecta unión absolutamente (aun según el sentir de los platónicos en diversos lugares) es solamente el único bien que nos hace bienaventurados; ¿qué resta, digo, sino que, considerados atentamente todos aquellos raros portentos, entendamos que son embelecos y engaños con que nos alucinan y divierten los espíritus infernales, cuyo funesto mal debemos evitar, procurando guardarnos de sus cautelas con el amparo y protección de la religión verdadera? Todos los milagros que se hacen por disposición divina, ya sea interviniendo el ministerio de los ángeles, ya sea por otro medio, pero dirigidos siempre a recomendarnos el culto y religión de un solo Dios, en quien consiste solamente la posesión de la bienaventuranza, debemos creer que los hacen realmente aquellos espíritus justos, o por medio de los que nos aman según la verdad y piedad, obrando el mismo Dios en ellos. Porque no debemos prestar nuestra atención a los que niegan que Dios, siendo invisible, no hace milagros visibles, pues según ellos crió el mundo, del cual no pueden a lo menos negar que es visible. Cualquier maravilla que sucede en este mundo, sin duda que es de menos entidad que la creación y conservación del mundo, y de cuanto contiene en su dilatada extensión, esto es, es menos que el cielo y la tierra y todo lo que en ellos se contiene, todo lo cual efectivamente lo crió Dios. De que se infiere que así como el que lo hizo es oculto e incomprensible al hombre, así también lo es el modo qué observó para la ejecución de tan grande obra. Así que, aún cuando las maravillas de este mundo visible las tengamos en poco por verlas tan de ordinario y con tanta frecuencia, sin embargo, cuando meditamos en ellas con prudencia y dirección, se nos representan mayores que las más inusitadas y raras; pues la formación del mismo hombre, dotado de tantas y tan estimables perfecciones, es mayor milagro que cualquiera otro que se efectúa por medio del hombre. Por lo cual Dios, que hizo visibles el cielo y la tierra, no se desdeña de hacer milagros visibles en el cielo y en la tierra, para excitar al alma entregada aún a la contemplación y afición de los objetos visibles, a que tribute culto y adoración a El, que es invisible. El descifrar el lugar y tiempo donde y en el que Dios ha de obrar portentos es un arcano incomprensible y negocio ya determinado sabiamente en su divino consejo, sin que pueda alterarse en lo más, mínimo; como que en sus previos e indefectibles decretos y providencia están ya presentes todos los tiempos que han de venir. Pues este gran Dios, sin moverse temporalmente, mueve todas las cosas temporales, y de una misma manera conoce lo que está por hacer que lo hecho, y de un mismo modo oye a los que le invocan que ve y observa a los que le han de invocar y llamar en sus aflicciones. Pues, aun cuando sus ángeles nos oyen, él nos oye en ellos como en su templo verdadero, y no formado por mano inferior; así como en todos sus santos, y lo que prescribe se ejecute temporalmente, corre ya conforme, a las justas ordenaciones de su santa ley eterna. CAPITULO XIII Cómo siendo Dios invisible se dejó ver muchas veces, no según lo que es, sino según lo que podían comprender los que lo veían No nos debe extrañar que siendo invisible se diga que en repetidas ocasiones se apareció visiblemente a los santos padres de la antigua ley, porque de la misma manera que con el sonido o eco de la voz se oye y percibe la sentencia y concepto que está en el oculto seno del entendimiento, así también la forma o figura con que dejó verse Dios (la cual consiste en una naturaleza visible), no era realmente lo que, es el mismo Señor. Sin embargo, el Omnipotente era el que se dejaba ver en aquella forma corporal, así como la misma sentencia o concepto es lo que se oye por el sonido y eco de la voz; no ignoraban los padres que veían a Dios (que es ciertamente invisible) en forma o especie corporal, lo cual no era en realidad de verdad, porque también hablaba con Moisés cuando conferenciaba con el Señor, y, no obstante, le decía: «Si he hallado gracia delante de ti, déjame que te vea para que te conozca.» Así que, conviniendo, según los inescrutables decretos del Altísimo, que la ley de Dios se diese y publicase no a una persona sola, o ciertos hombres sabios, sino a toda una nación y pueblo inmenso; en presencia de todo ese pueblo se vieron obrar estupendas maravillas en el mundo donde se daba la ley por uno solo, estando presente toda aquella innumerable multitud a los pavorosos y tremendos estruendos que se oían. Porque el pueblo de Israel no creyó a Moisés, como creyeren los lacedemonios al legislador Licurgo cuando les dijo que había recibido de Júpiter o de Apolo las leyes que él había formado para sí solo, porque cuando se dio la ley al pueblo a quien se mandaba reverenciase y adorase a un solo Dios, a vista del mismo pueblo apareció en cuanto fue necesario la Majestad y Providencia divina con maravillosas señales y movimientos, para promulgar la misma ley que nos enseña cómo ha de servir la criatura a su Criador. CAPITULO XlV Cómo debe adorarse un solo Dios, no sólo por los bienes eternos, sino también por los temporales, todos los cuales consisten en la potestad de su providencia Del mismo modo que van fomentándose y aprovechando las buenas y Saludables instrucciones de un hombre virtuoso, así las del linaje humano, en lo referente al pueblo de Dios, fueron creciendo por determinados períodos, como quien crece progresivamente según el estado de su edad, para, que viniera a elevarse de la contemplación de las cosas temporales a las de las eternas, y de las visibles a las invisibles; de modo, que, aun cuando Dios nos prometía premios visibles, no obstante, nos iba recomendado la veneración y adoración de un solo Dios, para que el espíritu humano, por los bienes terrenos y caducos de esta vida transitoria, no se sujetase a otro que al verdadero Criador y Señor absoluto de las almas. Porque cualquiera que niega que todo cuanto pueden dar a los hombres, o los ángeles, o los hombres, no está en la omnipotencia y sumo poder de un Dios todopoderoso, éste, sin duda, desatina o está demente. A lo menos Plotino, filósofo platónico, tratando de la Providencia divina, prueba, por la hermosura de las hojas y de las flores, que la Providencia llega a abrazar y comprender todo cuanto hay; desde el mismo Dios, cuya hermosura es incomprensible e inefable, hasta estas cosas terrenas y humildes, de todas las cuales, como despreciables que pasan velozmente y en un momento perecen, afirma que no pueden tener los correspondientes números y perfecciones de sus formas, si no les sobreviene la forma de aquella verdadera forma incomprensible e inconmutable que comprende en sí todas las perfecciones. Lo mismo enseña Jesucristo Señor nuestro por estas palabras: «Considerad las flores del campo cómo crecen sin trabajar ni hilar, y, no obstante, os digo que ni aun Salomón en el colmo de su gloria y rosperidad, se vistió como una de éstas. Pues si a la hierba del campo que hoy nace y mañana se echa al fuego la viste Dios así, ¿cuánto más a vosotros, gente de poca fe?» Así que para el alma del hombre, sujeta a los deseos y propensiones de la tierra, los mismos bienes caducos e inestables que temporalmente desea y necesita en esta vida transitoria son de poco momento en comparación con los bienes eternos de la vida futura; sin embargo, no los acostumbra pedir ni esperar sino de la mano de un solo Dios, a fin de que ni aun con el deseo de éstos se aparte del culto y veneración de Aquel cuya posesión y visión beatífica ha de conseguir por el desprecio y aversión de semejantes bienes terrenos. CAPITULO XV Del ministerio con que los santos ángeles sirven a la divina Providencia De tal modo quiso la divina Providencia trazar y ordenar el curso de los tiempos, que, según dije y se lee en los Hechos Apostólicos: «Fue su voluntad que la ley sobre el culto y religión de un verdadero Dios se diese por medio de los edictos de los ángeles», y que en ellos se mostrase visiblemente la persona del mismo Dios, aunque no en realidad, porque siempre permanece invisible a los ojos corruptibles, sino que por ciertos indicios apareciese visiblemente por medio de la criatura sujeta a su Criador, y que hablase con voces articuladas de lengua humana, gastando en las sílabas sus pausas y detenciones de tiempo, el cual, en su naturaleza, no corporal, sino espiritual; no sensible, sino inteligible; no temporal, sino eterna, ni comienza ni deja de hablar, lo cual, estando cerca de El, oyen más sinceramente, no con el oído del cuerpo, sino con el del espíritu, sus ministros y mensajeros que gozan y participan de su inmutable verdad, siendo bienaventurados e inmortales, y lo que oyen con expresiones inefables sobre lo que deben ejecutar y comunicar a los seres visibles, sensibles y terrenos, lo hacen sin réplica ni dificultad alguna. Esta ley se dio conforme a la distribución ordenada de los tiempos, la cual tuvo primeramente, como queda dicho, promesas terrenas significativas de las eternas, las cuales celebraron muchos con sacramentos visibles y las entendieron muy pocos. Con todo, en ella con manifiesta contextación y analogía, así dos veces como de expresos mandatos, se manda y establece el culto y veneración de un solo Dios, no de alguno de los que componen la turba de los falsos, sino de Aquel que hizo el cielo y la tierra, y todas las almas y todo espíritu que no es el mismo Dios; porque éste es el que crió y, formó, y ellos son sus hechuras, y para que tengan ser y se conserven, tienen necesidad de valerse en todo del que los hizo. CAPITULO XVI Si en la materia de poder alcanzar y merecer la bienaventuranza se debe creer en los ángeles, que piden ser reverenciados con el honor y culto que se debe a Dios, o a aquellos que mandan sirvamos santa y religiosamente, no a ellos, sino a Dios ¿A qué ángeles debemos dar asenso sobre la cuestión de la vida bienaventurada y sempiterna, a los que intentan que los reverenciemos con ritos y ceremonias religiosas, pidiéndonos que los adoremos y ofrezcamos sacrificios, o a los que dicen que toda esta reverencia y culto se debe solamente a un Dios Todopoderoso, Criador de todas las cosas, a quien prescriben que rindamos todo este honor y culto con verdadera piedad; con cuya amable vista y contemplación son también bienaventurados, prometiéndonos que lo seremos también nosotros? Porque la vista de Dios es tan hermosa y digna de un amor tan singular, que sin ella, aunque tenga uno abundancia de otros cualesquiera bienes, no duda Plotino decir que es infelicísimo. Siendo, pues, cierto que unos ángeles nos mueven e incitan con señales admirables a que adoremos con reverencia y culto de latría a solo Dios, y otros a que se les adore a ellos, es digno de notarse que aquellos nos prohíben el adorar a éstos, y éstos no se atreven a prohibir que sea venerado aquél. De éstos ¿a quiénes debemos dar más crédito? Respóndannos los platónicos, respóndannos cualesquiera filósofos, respóndannos los theurgos, o, por mejor decir los periurgos, por cuanto son acreedores a que se les dé este nombre, por tales artes y estudios; finalmente, respóndannos los hombres, si es que de algún modo vive en ellos algún sentido natural, con el cual les hizo Dios racionales; respóndannos, digo, si se debe ofrecer sacrificios a los dioses o ángeles, que mandan expresamente que se les sacrifique a ellos solos, o solamente a aquel Señor a quien prescriben se haga así los que prohíben que se les ofrezcan víctimas y sacrificios a ellos mismos y a los otros, aunque ni éstos ni aquellos hicieran milagros, sino únicamente mandaran los unos que se les sacrificase a ellos, y los otros ordenaran que solamente se ofreciesen sacrificios a un solo Dios verdadero, debían muy bien advertir con piedad y religión cuál de éstos procedía con fausto y soberbia, y cuál con verdadera religión. Digo más, aun cuando sólo los que quieren se les sacrifique pudieran mover a los hombres con obras maravillosas, y los que los prohíben y prescriben que se sacrifique a un solo Dios verdadero, no quisiesen practicar estas maravillas y milagros visibles, seguramente debíamos anteponer su autoridad, siguiendo, no el sentido del cuerpo, sino la luz de la razón. Pero habiendo Dios, para recomendarnos la verdad de su palabra, procedido de manera que por estos sus mensajeros y ministros inmortales que predican y celebran no su fausto y soberbia, sino la Majestad Divina, ha hecho milagros mayores, más ciertos y más evidentes, para que los que desean para sí los sacrificios no persuadiesen fácilmente a los flacos, el conocimiento de Dios, probando la falsa religión a sus sentidos con algunos prodigios estupendos; ¿quién habrá tan ignorante que no elija los verdaderos para seguirlos, puesto que halla en ellos mucho más de que poder admirarse? Puesto que los milagros que obran los dioses de los gentiles, de que se hace mención en sus historias (y no hablo de los que en el decurso de los tiempos suceden por ocultas y secretas causas naturales, aunque ciertas y subordinadas a la divina Providencia), como son los inusitados partos de los animales, las apariencias extraordinarias en el cielo y en la tierra, ya sean las que causan espanto y terror, ya las que hacen notables daños y estragos, las cuales dicen que se aplacan y mitigan con ritos diabólicos por la engañosa astucia de los espíritus infernales, sino de los milagros, que con toda evidencia se hacen por la virtud y potestad divina, como es lo que refieren de las imágenes o simulacros de los dioses Penates, que condujo Eneas cuando vino huido de Troya que se mudaron de un lugar a otro; que Tarquino cortó con una navaja una piedra; que la serpiente de Epidauro acompañó la estatua de Esculapio, habiéndola embarcado en su nave para traerla a Roma; que la nave en que iba la estatua de la madre Frigia, no pudiéndola mover todos los esfuerzos de muchos hombres y bueyes, la movió y trajo a la ribera sólo una tierna doncella, atándola su faja para testimonio de su castidad; que la virgen Vestal, sobre cuya honestidad se hacia inquisición, satisfizo a la duda llenando en el Tíber de agua un harnero sin que se le vertiese una gota; estos portentos y otros semejantes de ningún modo deben compararse en virtud y grandeza a los que leemos sucedieron en el pueblo de Dios, cuanto menos los que por las leyes aun de las naciones que adoraron y reverenciaron a, los falsos dioses fueron prohibidos y severamente castigados, es a saber, los mágicos y theúrgicos, que los más de ellos sólo en la apariencia embelesan y engañan los humanos sentidos, como es el hacer bajar la luna, como dice Lucano, «hasta que llegue de cerca a arrojar su veneno en las hierbas que tiene para este efecto preparadas el encantador». Y aunque algunos milagros o singulares habilidades suyas, en la grandeza de las obras parece que se igualan con algunos que hacen las personas piadosas y religiosas, con todo, el mismo fin con que se hacen manifiesta qué son, sin comparación, mucho más excelentes los nuestros. Porque con aquellos portentos se pretende recomendar el culto de muchos dioses, a los cuales tanto menos debemos sacrificar cuanto más lo desean, y con éstos se nos encarga el culto de un solo Dios verdadero, quien claramente nos demuestra que no tiene necesidad de semejantes sacrificios así con el testimonio de sus sagradas letras como con haber abrogado el mismo Señor, al tiempo de predicar y promulgar la ley Evangélica, todos los sacrificios y ritos de la Mosaica. Luego si algunos ángeles desean para sí los sacrificios, deben ser pospuestos a los que los desean no para sí, sino para Dios, Criador de todas las cosas, a quien sirven fielmente. Porque con este modo de obrar nos manifiestan el amor sincero que nos profesan, puesto que con el sacrificio intentan sujetarnos, no a sí mismos, sino a aquel gran Dios con cuya vista son bienaventurados y eternamente felices. Pretenden asimismo que nos acerquemos a conseguir aquel sumo bien, de cuyo amor y obediencia jamás se apartaron, y si los ángeles que quieren se ofrezcan sacrificios no a uno, sino a muchos, quieren se sacrifique no a sí, sino a muchos dioses, cuyos ángeles son ellos mismos, aun así deben ser pospuestos a aquellos que son ángeles de un solo, Dios verdadero, Dios de todos los dioses, a quien ordenan se tribute adoración y sacrificios, de manera que prohíben expresamente el sacrificar a otro alguno, y ninguno de ellos veda el sacrificar a este gran Dios, a quien mandan éstos que se ofrezcan sacrificios. Y si lo que, más da a entender y demuestra sus altivos y arrogantes engaños, ni son buenos, ni ángeles de dioses buenos, sino demonios malos que intentan que sacrifiquemos no a un solo y sumo Dios, sino a ellos mismos, ¿qué mayor favor y amparo debemos procurar contra ellos que el de un solo Dios a quien sirven los ángeles buenos, los cuales ordenan que sirvamos con el sacrificio no a ellos, sino a Aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros mismos? CAPITULO XVII De la Arca del Testamento y de los milagros que obró Dios para recomendarnos la autoridad de su ley y promesas Por este motivo la ley de Dios, que se promulgó por ministerio de los ángeles, en la que se mandó reverenciar y adorar con religión divina a un solo Dios de los dioses, prohibiendo severamente la adoración de todos los demás dioses, estaba colocada en el arca que se llamó Arca del Testimonio. Con este nombre se da a entender bastantemente que Dios (a quien adoraban por medio de todos aquellos ritos y figuras) no solía incluirse y encerrarse en lugar alguno cuando desde la misma Arca daba a sus oráculos respuestas y señales visibles, sino que de allí salían los testimonios de su voluntad divina, puesto que la ley que estaba escrita en tablas de piedra estaba allí, como dije, en el Arca, la cual todo el tiempo que peregrinaron por el desierto, llevando consigo el Tabernáculo, que asimismo se llama Tabernáculo del Testimonio, la conducían los sacerdotes con la debida reverencia y veneración. Servíales también de señal el que de día se les aparecía una nube, la cual de noche resplandecía como fuego, y cuando se movía la nube, se movía todo el campo real, y donde paraba allí sentaban los reales. Dio Dios al tiempo de la promulgación de su ley santa otros testimonios confirmados con grandes y estupendos milagros, fuera de los que he referido, y además de las respuestas que daba desde el sagrado lugar del Arca. Pues cuando entraron en la tierra de promisión, pasando con la misma Arca por el Jordán, suspendiendo el río el curso de sus aguas por la parte de arriba y corriendo por la de abajo, abrió lugar capaz y enjuto para pasar en seco el Arca y el pueblo. Después, dando siete vueltas con el Arca a la primera ciudad enemiga que encontraron, cuyos ciudadanos, como gentiles, adoraban muchos dioses, repentinamente cayeron al suelo sus fuertes muros, sin combatirlos ni batirlos con máquinas ni otras invenciones guerreras. En seguida, estando ya en posesión de la tierra de promisión, y por sus enormes pecados, el Arca cayó en poder de sus enemigos, quienes la cautivaron y colocaron con grande honor y reverencia en el templo de su dios tutelar, a quien entre todos veneraban más, y dejándola así cerraron el templo, y abriéndole al día siguiente, hallaron al ídolo que adoraban caído en el suelo y todo quebrado. Conmovidos los idólatras con tan estupendo prodigio, y viéndose vergonzosamente castigados, volvieron el Arca del Testamento al pueblo a quien se la habían tomado; ¿pero de qué modo se hizo la restitución? Pusiéronla sobre un carro y uncieron en él dos vacas recién paridas, quitándolas de la ubre sus becerrillos, y de esta manera las dejaron ir libremente donde quisiesen, intentando por este medio experimentar y probar la eficacia de la potestad divina; pero las vacas, sin tener persona que las guiase ni gobernase, caminando directamente hacia el país de los hebreos, sin hacerlas volver atrás los bramidos de sus hambrientos hijos, pusieron en manos de los que reverenciaban a Dios aquel grande Sacramento de la ley antigua. Estos y otros prodigios semejantes son pequeños respecto del gran poder de Dios, pero son al mismo tiempo grandes para causar temor saludable, enseñar e instruir a los mortales, porque si los filósofos, especialmente los platónicos, son elogiados por cuanto opinaron mejor que los demás, como ya llevo referido, y enseñaron que la divina Providencia administraba y gobernaba igualmente estos objetos ínfimos y terrenos, fundados en el irrefragable testimonio de la numerosa, varia y hermosa procreación de seres que hace, nacer, no sólo entre los cuerpos de los animales, sino también en las flores y las hierbas del campo, ¿con cuánta más claridad y evidencia presenta un testimonio claro de su divinidad lo que acaece en su admirable predicación, donde se recomienda y enseña la religión que prohíbe el sacrificar a criatura alguna de las del Cielo, tierra e infierno, mandando que solamente ofrezcamos sacrificios a un solo Dios verdadero, el cual solo, amante y amado, hace bienaventurados? Y definiendo exactamente los tiempos en que había ordenado se hiciesen los antiguos sacrificios, y prometiendo que por medio de otro mejor sacerdote los había de mudar en estado más sublime, nos demuestra y da infalible testimonio de que no los apetece ni quiere, sino que por ellos nos quiere significar otros mejores, no porque El se ensalce o engrandezca con estas honras, sino para que nosotros, encendidos con el fuego de su divino amor, nos alentemos y excitemos a reverenciarle y procuremos unirnos espiritualmente con este Señor, cuya utilidad redunda en nuestro bien, no en el suyo. CAPITULO XVIII Contra los que niegan que debe darse. crédito a los libros eclesiásticos sobre los milagros que se hicieron para establecer o instruir el pueblo de Dios ¿Dirá alguno que estos milagros son falsos y que nunca sucedieron, sino que mintieron los que los escribieron? Todo el que así se explica, si niega que en este particular no debemos creer absolutamente a criatura alguna, podrá decir también que tampoco hay dioses que cuiden de los mortales. Pues ellos mismos no usaron de otro arbitrio para persuadir a los hombres a que los adorasen, sino obrando estupendos prodigios, los cuales refiere igualmente la historia de los gentiles, cuyos dioses pudieron mejor hacer ostentación de admirables que mostrarse útiles. Y así en esta obra, cuyo libro X tenemos ya entre manos, no nos encargamos de convencer y refutar a los que niegan que hay naturaleza divina, o defienden que no vigila ni cuida de las cosas humanas, sino a los que prefieren y anteponen sus dioses a nuestro Dios, autor y fundador de esta santísima y gloriosísima Ciudad, ignorando que este mismo es también el Autor y Criador invisible e inconmutable de este mundo visible y mudable, verdadero dador de la vida bienaventurada, no con los objetos que ha criado, sino con su propia Persona. Porque su profeta veracísimo dice expresamente: «Mi bien es unirme con Dios.» Pues el sumo bien de que se disputa entre los filósofos es aquel al cual deben referirse para su consecución todos los oficios y operaciones humanas. No dijo el real profeta, mi sumo bien, o toda mi bienaventuranza es el tener abundancia de riquezas, o el vestirme de púrpura, ó empuñar el cetro, o alcanzar la corona real, o lo que no tuvieron pudor en proferir algunos filósofos, el deleite del cuerpo es mi sumo bien, o lo que mejor dijeron los más sensatos y cuerdos, la virtud de mi alma es mi sumo bien, sino para mí, dice, el unirme con Dios es mi sumo bien y toda mi bienaventuranza. Esta célebre doctrina se la enseñó al real profeta aquel Señor a quien nos advirtieron los santos ángeles, con el testimonio de los sacrificios legales, que debíamos solamente ofrecer sacrificios; y asimismo el mismo profeta se había hecho un sacrificio de cuyo fuego inteligible estaba interiormente abrasado, y a cuyo espiritual reposo y unión inefable aspiraba con santos deseos. Pero si los que adoran muchos dioses (como quiera que imaginen y opinen de ellos) creen a las historias civiles, o a los libros mágicos, o lo que tienen por más decente, a los theúrgicos, donde se dice que hicieron milagros, ¿qué razón hay para que no quieran creer que obró Dios estos prodigios, referidos en la Santa Escritura, a la cual se debe tanta mayor fe cuanto sobre todas las cosas es mayor Aquel a quien solo manda que ofrezcamos nuestro sacrificio? CAPITULO XIX Razón por que la verdadera religión nos enseña a ofrecer a un solo Dios verdadero e invisible el sacrificio visible Los que imaginan que los sacrificios visibles convienen también a los otros dioses, y que al verdadero Dios, como invisible, le convienen los sacrificios invisibles como a mayor, mayores, y como a mejor, mejores, como son los oficios de la conciencia pura y de la voluntad buena, sin duda, ignoran que estos sacrificios son figuras y señales de estos otros, así como las palabras sonoras son señales de los objetos que representan en el ánimo. Por cuyo motivo, lo mismo que cuando oramos y alabamos a Dios enderezamos y encaminamos nuestras voces significativas a aquel Señor a quien ofrecemos en nuestro corazón las mismas cosas que significamos, así cuando sacrificamos hemos de entender que no debemos ofrecer el sacrificio visible a otro que aquel gran Dios cuyo sacrificio invisible debemos ser nosotros mismos en nuestros corazones. Y en este piadoso acto nos aplauden, nos dan el parabién y nos ayudan en cuanto pueden todos los ángeles y las virtudes que nos son superiores y más poderosas en la misma bondad y piedad. Y si les deseamos ofrecer este honor, no quieren admitirle, y cuando Dios los envía a nosotros de modo que advirtamos su presencia, nos lo prohíben expresamente. De esta especie hay muchos ejemplos en la Sagrada Escritura. Opinaron algunos que se debía a los ángeles el mismo honor y culto que se debe a Dios, adorándolos u ofreciéndoles sacrificio, pero los mismos espíritus celestiales se lo vedaron y ordenaron que tributasen esta adoración a aquel Señor a quien sabían que solamente se debía; en cuyo admirable ejemplo imitaron también a los santos ángeles los hombres santos y temerosos de Dios, pues en Licaonia, habiendo milagrosamente sanado San Pablo y Bernabé a un hombre, los tuvieron por dioses, queriendo los licaonios ofrecerles víctimas en sacrificio, y estorbándolo con humilde piedad los santos Apóstoles, les anunciaron y dieron noticia del Dios verdadero en quien debían creer. Pero los espíritus seductores no por otra causa piden con tanta arrogancia se les tribute este honor, sino porque saben que se debe al verdadero Dios, pues no gustan, como enseña Porfirio y sienten algunos filósofos, de los olores y perfumes de los cuerpos muertos, sino del honor y culto que se debe a Dios, ya que en todas partes tienen abundancia de perfumes, y si quisieran más, ellos mismos podrían proporcionárselo. Así, que los espíritus que se atribuyen a sí mismos con altivez y soberbia la divinidad no gustan del humo del cuerpo, sino del alma del que les suplica para enseñorearse de ella, sujetándola y ganándola para sí, cerrándola el camino para llegar a conocer al verdadero Dios, para que no sea el hombre su sacrificio, sacrificándose a otro que a este gran Dios. CAPITULO XX Del sumo y verdadero sacrificio que hizo de sí mismo el mediador de Dios y de los hombres Por lo cual, el verdadero mediador, que tomando la forma de siervo se hizo medianero entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, aunque admite y recibe en la forma de Dios sacrificio con el Padre, con quien es igualmente un solo Dios verdadero, sin embargo, bajo la forma de siervo, más quiso ser incruento sacrificio que recibirle, para que ni aun por este motivo pensase alguno que se debía ofrecer sacrificio a ninguna especie de criatura humana. Por este sacrificio viene a ser el mismo Dios sacerdote, siendo El mismo que ofrece, y El mismo la oblación, la víctima y el sacrificio. Fue su voluntad divina también que fuese sacramento cotidiano el sacrificio de la Iglesia, la cual, siendo cuerpo místico y verdadero de esta misma y suprema cabeza, aprende a ofrecerse a sí misma en virtud del mandato de Jesucristo. A este verdadero sacrificio figuran en muchas y en diferentes formas y signos los antiguos sacrificios que ofrecían los santos, figurando o representando a éste sólo por medio de tantos, como si un mismo asunto se dijese por muchas y diferentes palabras, para encargarle y recomendarle más próvidamente, sin que de él resultase fastidio alguno. A este sumo y verdadero sacrificio cedieron todos los sacrificios falsos. CAPITULO XXI De la potestad que Dios dio a los demonios para glorificar sus santos por el sufrimiento, los cuales vencieron a los espíritus aéreos, no aplacándolos, sino perseverando en Dios Aquella potestad que en ciertos y determinados tiempos permite y concede Dios a los demonios para que, por medio de los hombres de cuyo corazón están apoderados, ejerciten tiránicamente su rencor y enemistad contra la Ciudad de Dios y que admitan sacrificios, no sólo de los que se los ofrecen voluntariamente, sino también de los que no quieren ofrecérselos y se resisten, por lo cual los persiguen violentamente hasta lograr que se los ofrezcan, no sólo no es daño, sino que resulta en utilidad de la Iglesia para que se cumpla el número de los mártires, a quienes la Ciudad de Dios estima por ciudadanos más ilustres y honrados, cuanto más fuerte y valerosamente pelean contra la impiedad de las potestades y tiranos, hasta derramar su inocente sangre. A éstos, con mayor razón, si lo permitiera el uso común del idioma de la Iglesia, los llamaríamos nuestros héroes. Por cuanto este nombre dicen que se deriva de Juno, dado que Juno, en idioma griego, se llama Hera, y por eso no sé qué hijo suyo, según las fábulas de los griegos, se llamó Heros, significando con esta fábula, como en sentido místico, que el aire se atribuya a Juno, en cuyo lugar dicen que habitan los héroes con los demonios, llamando con este nombre a las almas de los difuntos que hicieron méritos sobresalientes. Por el contrario, se llamarán nuestros mártires héroes si, como llevo indicado, lo admitiera el uso y lenguaje eclesiástico, no porque estuviesen asociados con los demonios en el aire, sino porque vencían a los mismos demonios, esto es, a las potestades aéreas, y en ellas a la misma Juno (signifique esta voz lo que quieran), a la cual, no del todo fuera de propósito, pintan los poetas enemiga de las virtudes, émula y envidiosa de los varones fuertes que caminan al Cielo. Sin embargo, vuelve a rendirse a ella miserablemente, Virgilio; pues confesándose esta deidad vencida por Eneas no obstante, viene Heleno al mismo Eneas para darle un consejo piadoso y religioso, al decirle: «Ofrecerás prontamente tus votos a Juno, y aplacarás y rendirás a esta poderosa señora con tus humildes dones.» Y, conforme a esta opinión, Porfirio, aunque no siguiendo su dictamen, sino el de los otros, dice que un Dios bueno o el genio no acude a favorecer al hombre sin que primero se haya aplacado el malo, como si entre ellos fueran más poderosos los dioses malos que los buenos (si no es que aplacándolos les concedan su protección), y no queriendo los malos, no pueden aprovechar los buenos, y pueden dañar y ofender los malos, sin que se lo puedan resistir los buenos. No es ésta la traza que usa la religión verdadera y realmente santa; no vencen de este modo nuestros mártires a Juno, esto es, a las potestades aéreas, émulas de las virtudes de los siervos de Dios. Si conforme al uso común pudiera decirse así, diríamos que de ninguna manera vencen nuestros héroes a la Hera con humildes dones, sino con virtudes divinas. Por eso más a propósito pusieron a Escipión el sobrenombre de Africano, porque venció y conquistó con su valor el África, que si con dones y dádivas aplacara a los africanos sus enemigos para que se aquietaran y no, le causaran daño alguno. CAPITULO XXII De dónde dimana la potestad que ejercen los santos sobre los demonios y de dónde procede la verdadera purificación del corazón Los hombres de Dios, por medio de la verdadera piedad, salen vencedores contra la potestad aérea, enemiga y contraria a la piedad, exorcizándola y no aplicándola, y todas sus tentaciones y acometidas las vencen haciendo oración no a ella, sino a su Dios contra ella. Pues ésta no vence o sujeta a alguno si no es con la asociación del pecado. Por lo tanto, la victoria se consigue en nombre de aquel Señor que se hizo hombre y vivió indemne de toda mácula de pecado, para que por la virtud divina del mismo, que era juntamente sacerdote y sacrificio, se realizara la remisión de los pecados, esto es, por el medianero entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, por cuyo medio, efectuada la purificación de nuestros crímenes, nos reconciliamos y volvemos a la gracia de Dios. Pues los hombres, cuya purificación no puede hacerse en esta vida por nuestras propias fuerzas y virtud, sino mediante la divina misericordia, por su indulgencia solamente y no por nuestra potencia, pues aun aquella escasa virtud que se dice nuestra, el mismo Dios nos la ha concedido por efecto de su bondad. Muchas facultades y perfección nos atribuyéramos viviendo en esta carne mortal, si no viviéramos bajo la merced y beneficio de Dios todo el tiempo que la traemos, hasta que la dejamos. Por eso nos dio el Señor su gracia por el divino mediador, para que, contemplándonos, manchados con la torpeza del pecado, nos limpiáramos y purificáramos con la semejanza de la carne del pecado. En virtud de la divina gracia con que. Dios manifiesta en nosotros su grande misericordia; caminamos y nos gobernamos en la vida presente por la fe y, después de ella, por la vista clara y beatífica de la verdad inmutable llegaremos a gozar de la plenísima perfección. CAPÍTULO XXIII De los principios donde enseñan los platónicos en qué consiste la purificación del alma. Dice también Porfirio que se sabía, por respuesta de los oráculos, que no nos purificamos con los ritos teletas, que llaman ellos de la Luna, ni con los que dicen del Sol; para darnos a entender en esta expresión que no puede purgarse el hombre con ninguna especie de ritos de ninguno de los dioses: ¿pues qué ritos habrá que nos purifiquen si no purifican los del Sol y de la Luna, que son los dioses principales que reconocen entre los celestiales? Finalmente, dice que declaró el mismo oráculo que los principios no podían purificar, porque habiendo dicho que los ritos de la Luna y del sor no purificaban, no entendiese acaso alguno que valían para purificar los ritos de algún otro dios de la turba de las vanas deidades. Ya sabemos qué es lo que entiende por principios, como Platino; porque entiende a Dios Padre y a Dios Hijo, a quien el estilo griego llama entendimiento paterno o mente paterna; sobre el Espíritu Santo, o nada dice o no lo dice expresamente, aunque no percibo por quién pueda decir que es medio entre éstos: pues si quisiera que entendiéramos la tercera naturaleza, que es la del alma, como infiere Platino cuando disputa de las tres principales sustancias, sin duda que no le llamara medio entre éstos, esto es, medio entre el Padre y el Hijo; porque Platino pospone la naturaleza del alma al entendimiento paterno, y Porfirio, cuando le llama medio, no le pospone, sino que le interpone. Efectivamente, dijo estas expresiones como pudo o como quiso, señalando en ellas a lo que nosotros llamamos Espíritu Santo, Espíritu, no sólo del Padre, ni sólo del Hijo, sino de ambos: puesto que los filósofos hablan con más libertad y con los términos que les agrada, sin reparar en si ofenden, en los asuntos intrincados y difíciles de comprender, los oídos religiosos y escrupulosos. Pero nosotros no podemos hablar sino baja ciertos términos muy limitados y precisos, porque la libertad en el decir no engendre alguna impía opinión en los objetos, que con ellos significamos. Así que nosotros no decimos que hay dos o tres principios cuando hablamos de Dios, así como tampoco nos es lícito decir que hay dos o tres dioses, aunque hablando de cada uno en particular, o del Padre, o del Hijo, o del Espíritu Santo, confesemos también que cada uno es Dios. Sin embargo, no decimos lo que los herejes sabelianos, que el Padre es el mismo que el Hijo. y que el Espíritu Santo es el mismo que el Padre y el Hijo, sino que el Padre es padre del Hijo, y el Hijo hijo del Padre, y que el Espíritu Santo ni es padre ni hijo del Padre y del Hijo. Por esta razón dijeron con verdad que no se purifica el hombre sino con el principio, aunque los sabelianos, en su modo de explicarse, pusieron los principios en plural. CAPÍTULO XXIV Del principio único verdadero que purifica y renueva la humana naturaleza Pero como Porfirio estaba sujeto a las envidiosas potestades, de quienes por una parte se avergonzaba y por otra no se atrevía a reprenderlas ni redargüirlas libremente, no quiso entender que nuestro Señor Jesucristo era el principio, con cuya soberana Encarnación nos purificamos, porque lo despreció en la misma carne que tomó para que sirviese de sacrificio para nuestra purificación, no comprendiendo efectivamente aquel grande e incomprensible misterio por estar lleno de la soberbia, que Cristo abatió con su humildad, siendo verdadero y, benigno mediador, manifestándose a los mortales en aquella mortalidad que, por libertarse de ellos, los malignos y engañosos medianeros con extraordinaria arrogancia se ensoberbecieron y prometieron a los miserables hombres mortales, como inmortales, su engañoso y frívolo favor y ayuda. Así que este mediador bueno y verdadero nos manifestó y enseñó que el pecado es únicamente lo que es malo, no la sustancia de la carne o la misma naturaleza, la cual pudo recibir sin mácula de pecado con el alma del hombre, y pudo retenerla y dejarla con la muerte y mudarla en mejor estado con la resurrección, mostrándonos de paso que la misma muerte; aunque fuese pena merecida por el pecado, la que quiso el mismo Dios satisfacer por nosotros (no obstante estar indemne del más mínimo pecado), no se debía ejecutar aun cuando se pudiese, pecando; antes, si fuese posible, se debía padecer por la justicia, y por eso pudo, muriendo, perdonar los pecados, porque murió, y porque murió no por su pecado. A éste no conoció el filósofo platónico como que era el principio, porque lo reconociera por purificativo; porque no es el principio la carne o el alma humana, sino el Verbo por quien fueron creadas todas las cosas. Así que la carne no purifica por sí misma, sino por el Verbo que quiso vestirse de ella, cuando «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»: porque hablando de la mística comida de su carne, los que no lo habían entendido, ofendidos y escandalizados, se fueron diciendo: «Dura es esta palabra, ¿quién la puede escuchar? », ya los demás que habían quedado les dijo: CAPITULO XXV Que todos los santos, así en tiempo de la ley como en los primeros siglos, se justificaron en virtud del sacramento y fe de Jesucristo Asimismo con la fe de este sacramento pudieron purificarse los justos de la antigua ley, viviendo santamente no sólo antes que la ley se diese al pueblo hebreo (porque no le faltó Dios o ángeles que les predicasen), sino también en tiempo de la misma ley; aunque en las figuras de los ritos espirituales pareciese que las promesas que contenían eran carnales, por lo cual se llama Testamento Viejo. Porque hubo entonces también profetas por quienes igualmente que por los ángeles se predicó la misma promesa, y del número de éstos era aquel cuyo dictamen y sentencia tan soberana y tan divina referí poco antes, tratando sobre el fin del sumo bien, del hombre: «Todo mi bien v mi bienaventuranza es unirme con Dios». En cuyo salmo se declara bastantemente la distinción que hay entre los dos Testamentos que se llaman Viejo y Nuevo. Pues por las promesas carnales y terrenas, viendo que los impíos abundaban de ellas, dice que vacilaron sus pies y que estuvo titubeando para caer, pareciéndole como que había servido en vano a Dios, pues los que le despreciaban y no servían fielmente gozaban de la felicidad que él esperaba de tan gran Señor; y que sufrió grandes molestias en el examen de este punto, queriendo averiguar por qué pasaba así; hasta que entró en el santuario de Dios, y entendió y conoció el último fin y destino de los que parecían felices y dichosos, a los ojos de su ignorancia. Entonces notó que los que se encumbraron sobremanera fueron, como dice, derrotados y abatidos, y que faltaron y perecieron por sus culpas, y todo el colmo de la felicidad temporal se les volvió como un sueño de uno que, despertado de improviso, se halla desamparado de los falsos contentos y objetos deleitables que imaginaba en su fantasía. Y porque en esta tierra o ciudad terrena les parecía que eran, grandes: «Señor, dice, allá en tu Ciudad reducirás a nada aquella su apariencia o imaginaria felicidad.» Pero cuán útil le fue no buscar aun las cosas terrenas, sino de la mano de un solo Dios verdadero, en cuyo poder están todas las cosas celestes y terrestres, bien claro lo manifiesta cuando dice: «Yo he sido como una bestia delante de ti, y yo siempre contigo.» Como una bestia dijo, efectivamente, porque no lo entendía. Pues yo no debía esperar de tu mano sino cosas que no puedo tener comunes con los impíos y pecadores, a los cuales, viendo en abundancia, imaginé que te había servido en vano, puesto que la tenían los que no habían querido servirte. Con todo, yo siempre perseveré contigo, porque aun en el deseo de semejantes objetos no te dejé ni busqué otros dioses, y por eso continúa: «Me tuviste de la mano derecha y me encaminaste por el camino de tu voluntad y ley, y me recibiste y acogiste con mucho honor y gloria.» Como que pertenecen a la siniestra todas aquellas cosas de que, viendo a los impíos con abundancia, casi estuvo para caer: «Porque ¿qué tengo yo, dice, en el Cielo sin ti, o qué puedo desear sobre la tierra, sino a ti?» Repréndese a sí mismo, y con razón se arrepiente, porque teniendo un bien tan inestimable en el Cielo (lo que después conoció), buscó y pretendió en la tierra de la mano poderosa de su Dios una cosa tan transitoria y frágil y en algún modo una, felicidad de lodo: «Desfalleció, dice, mi corazón y carne, Dios de mi corazón, es a saber, desfalleció con buen desfallecimiento y deseo, aspirando de las cosas inferiores a la posesión de las superiores»; por lo que dice en otro salmo: «Desea y desfallece mi alma por el goce de los soberanos palacios del Señor»; y asimismo dice en otro: «Desfalleció mi alma por tu salud». Sin embargo, habiendo hablado de ambas cualidades, esto es, del desfallecimiento del corazón y de la carne, no añadió Dios de mi corazón y de mi carne, sino Dios de mi corazón, pues por el corazón se purifica la carne; y así, dice el Señor: «Limpiad lo que está dentro, y así lo de afuera estará limpio.» Después llama a su parte a Dios, y no algo de El, sino El mismo: «Dios, dice, de mi corazón, o Dios que para siempre eres mi parte y mi opción»; porque entre muchas cosas a que se aficionan y escogen los hombres, él quiso elegir a Dios: «Porque los que se alejan, dice, de ti perecerán; destruiste a todos los que fornican y se apartaron de tu fe y religión; esto es, que quieren ser como una prostitución y amancebamiento de muchos dioses.» De donde se deduce la otra expresión, por cuya ocasión me pareció conveniente referir lo restante del mismo salmo: «Respecto de mí, todo mi bien y bienaventuranza consiste en unirme con Dios»; no desviarme lejos de él, no andar fornicando por diferentes objetos. Y el unirse con Dios se efectuará perfectamente cuando todo lo que se hubiere de libertad estuviere ya en salvo y libre. Pero ahora es muy a propósito lo que sigue: «Que es poner su esperanza en Dios», «pues la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve ya ¿cómo lo espera?, dice el Apóstol, y si lo que no vemos esperamos, con paciencia y sufrimiento lo esperamos». Viviendo, pues, ahora, con esta esperanza, practiquemos lo que se sigue, y seamos también, según nuestra posibilidad ángeles de Dios, esto es, sus nuncios y mensajeros, anunciando su voluntad y alabando su gloria y divina gracia. Por lo que habiendo dicho: «Ahora pongo mi esperanza en Dios», añadió: «para que anuncie y predique todas sus alabanzas en las puertas de la hija de Sión» Esta es la gloriosísima Ciudad de Dios, ésta es la que reconoce y reverencia a un solo Dios, ésta es la que nos anunciaron los santos ángeles cuando nos convidaron con su amable compañía, y quisieron que en ella fuéramos conciudadanos suyos, los cuales no gustan de que los veneremos como a dioses nuestros, sino que con ellos adoremos a su Dios, que lo es nuestro, ni que les ofrezcamos sacrificios, sino que con ellos nos ofrezcamos como verdadero sacrificio al Señor. Así que, sin que pueda dudar ninguno que considerare esto libremente sin perversa obstinación, todos los inmortales bienaventurados que no nos envidian (porque si fueran émulos nuestros ya no fueran bienaventurados), sino que nos estiman sobremanera y desean que seamos también como ellos lo son bienaventurados; más nos favorecen y ayudan cuando reverenciamos con ellos a un solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que si les veneráramos a ellos mismos y les ofreciéramos sacrificios. CAPITULO XXVI De la inconstancia de Porfirio, que anda vacilando entre la confesión de un verdadero Dios y el culto de los demonios No sé cómo en este particular Porfirio, a mi entender, pudo tener empacho y pudor de sus amigos los theurgos, porque los misterios, o más bien ridiculeces de éstos los comprendió bien, mas no por eso se encargó libremente de la defensa del verdadero Dios contra el culto de muchos dioses falsos. Pues llegó a decir que del número de los ángeles había unos que descendían a la tierra y daban a entender a los prohombres theurgos las máximas y ordenaciones divinas; otros, que en la tierra declaraban los arcanos y atributos que son peculiares del Padre, su alteza y su profundidad en, las ideas. Pregunto, pues: ¿hemos de creer que esos ángeles, cuyo oficio es patentizar la voluntad del Padre, quieren que nos sujetemos y rindamos a otro que a aquel Señor cuya voluntad nos anuncian? Por lo que nos advierte con justa razón el mismo filósofo platónico que a éstos antes los debemos imitar que invocar. No debemos, pues, temer ofender a los inmortales y bienaventurados que reconocen un solo Dios verdadero, por no ofrecerles sacrificios, pues aquel culto que saben no se debe sino a un solo Dios verdadero, con cuya inefable unión son bienaventurados, sin duda, que no se complacen en que se les atribuya a ellos, ni por figura, alguna significativa ni por el mismo misterio que se significa por los Sacramentos. Porque tal arrogancia es propia de los demonios soberbios, altivos y miserables, de la cual se diferencian mucho la piedad de los que reconocen a Dios y de los que son bienaventurados, no por otro motivo sino por la unión beatífica que tienen con este Señor. Y para que con toda claridad comprendamos este sumo bien, se sigue necesariamente que nos hayan de favorecer con benignidad sincera, y que no se arroguen facultad alguna por la que nos sujetamos a ellos, sino que nos prediquen y anuncien a aquel gran Dios, bajo cuyos auspicios soberanos nos vengamos a unir con ellos en paz. ¿A qué temes todavía, ¡oh filósofo!, y no hablas libremente contra las émulas potestades que envidian las verdaderas virtudes, y los dones y beneficios del verdadero Dios? Ya has confesado que los ángeles que nos anuncian la voluntad del Padre son diferentes de los otros ángeles que descienden no sé con qué artificio a los hombres theúrgicos; ¿para qué les tributas honores todavía, diciendo que pronuncian portentos divinos? ¿Y qué cosas divinas declaran los que no nos anuncian la voluntad del Padre? En efecto; son aquellos a quienes el envidioso espíritu ligó con sus conjuros a fin de que no practicasen la purificación del alma y a quienes ni el bueno, como tú dices, deseando ellos hacer la purificación, los pudo soltar y ponerlos en su potestad. ¿Aun dudas de que éstos son demonios malignos, o acaso finges que lo ignoras por no ofender a los theúrgicos, por quienes, engañado con la curiosidad, aprendiste como gran beneficio estas perniciosas abominaciones y desvaríos? ¿Y te atreves a esta envidiosa, no digo potencia, sino pestilencia; no quiero llamarla señora, sino como tú lo confiesas, esclava de los envidiosos y malintencionados; te atreves, digo, trascendiendo este aire de la atmósfera a levantarla, sobre los cielos y colocarla en lugar sublime entre vuestros dioses celestiales y aun a infamar con estas ignominias las mismas estrellas? CAPITULO XXVII De la impiedad de Porfirio, que sobrepujó aún el error de Apuleyo ¿Cuánto más tolerable y humano fue el error de Apuleyo, platónico como tú, quien situando a los demonios solamente en lugar inferior a la luna, aunque honrándolos, sin embargo, voluntaria o, forzosamente, confesó, que padecían las flaquezas de las pasiones y perturbaciones del ánimo; pero a los dioses superiores del cielo que pertenecen a los espacios y regiones etéreas, ya sea los visibles que veía que con sus brillantes resplandores alumbran todo el mundo, el sol, la luna y los otros luminares celestes; ya sea los invisibles, de quienes entendía que estaban libres de los defectos y sensaciones de las turbaciones del alma, los distinguió y segregó de éstos con toda la diligencia y exactitud que exigían sus facultades intelectuales? Mas tú aprendiste esta doctrina errónea, no de Platón, sino de tus maestros, los caldeos, elevando los humanos vicios sobre las alturas etéreas y aun sobre las empíreas y sobre el firmamento del cielo, para que así puedan vuestros dioses pronunciar y patentizar los arcanos divinos a los theurgos; y, sin embargo, te haces superior a las inteligencias divinas sólo por el privilegio que gozas de lograr la vida intelectual; de tal conformidad, que efectivamente, no te parecen necesarias para tu uso, como filósofo, las purificaciones del arte theúrgico, y, con todo, las persuades a otros, como para recompensar con esta satisfacción a tus maestros, induciendo engañosamente a los que son incapaces de filosofar o adoptar máximas que confiesas son inútiles para ti, como capaz de superiores inteligencias; con el ánimo de que cuantos estuvieron alejados de la filosofía, y no fueren capaces de penetrar y abrazar su virtud, que es muy ardua y dificultosa y adaptable a muy pocos, acuden con tu autoridad y dictamen a los theúrgicos para que los purifiquen, si no en el alma intelectual, a lo menos en el alma espiritual. Y por cuanto sin comparación es mayor el número de los que no gustan ni se aplican a filosofar, acuden muchos más a tus secretos e ilícitos preceptores que a las escuelas de Platón, porque ésta fue la promesa que te hicieron los inmundos e infernales espíritus, fingiéndose dioses etéreos, cuyo predicador, panegirista y ángel te has constituido, diciendo que los purificados en el alma espiritual por las operaciones del arte theúrgico aunque no vuelva al Padre con todo habitarán con los dioses etéreos sobre las regiones aéreas No escucha ni admite éstas falsedades la congregación de los fieles, a quienes vino a libertar de la pesada servidumbre y tiranía del demonio Jesucristo nuestro Señor, porque en él tienen la fuente inagotable de sus misericordias para conseguir la purificación de su alma, espíritu y cuerpo, y por eso recibió en sí, sin haber cometido el más mínimo desliz, los pecados de todos los hombres para sanar del contagio del pecado a todo aquello de que consta el hombre. Y ojalá que tú le hubieras conocido también, y para tu eterna salvación te hubiera. puesto con tanta más seguridad en sus manos, que no, o en las de tu propia virtud, que es en efecto humana, frágil, imbécil, o en las de una perniciosa curiosidad. Porque no te engañaría aquel gran Dios, a quien, como tú mismo escribes, vuestros oráculos confesaron por santo e inmortal; por quien dijo asimismo el príncipe de los poetas, en estilo poético, y aunque en persona, de otro, con todo, fue veraz si lo refieres a Jesucristo: «Cuando vos reinareis, Señor, si hubieren quedado algunos rastros de nuestras culpas, vos las perdonaréis y libraréis al mundo del perpetuo miedo.» Llámalos, aunque no pecados, a lo menos rastros de pecados, a los que pueden quedar aun en los más aprovechados en la virtud de la justicia por la humana flaqueza e inestabilidad de esta vida; los cuales no los quita ni sana sino el soberano Salvador, por cuyo respecto se compuso este verso; pues que nos dijo Virgilio estas palabras como si fuesen producción de su entendimiento, lo demuestra el cuarto verso de la égloga, que dice: «La santa edad postrera ya es llegada, que la Cumea sagrada había cantado»; donde aparece evidentemente que la sibila Cumea fue la autora de esta predicción. Pero los theurgos, o, por mejor decir, los demonios, que fingen especies y figuras de dioses, antes profanan que purifican el espíritu del hombre con la falsedad de sus fantasmas y con el engañoso embeleco de sus vanas formas: ¿Pues cómo han de purificar el espíritu del hombre los que tienen tan impuro y sucio el suyo? Porque si no le tuvieran de este modo, de ninguna manera se dejaran ligar con los conjuros del hombre envidioso y malintencionado, ni el mismo beneficio vano y fútil que parece habían de hacer, o de miedo le detuvieran, o con otra igual envidia le denegaran. Basta el que confieses que no puede limpiarse con purificación theúrgica el alma intelectual, esto es, nuestra mente, aunque dices que puede purgarse con semejante arte la parte espiritual, es decir, la inferior a nuestra mente y, sin embargo, confiesas que con esta arte no puede hacerse a él inmortal o eterna. Pero Jesucristo promete la vida eterna, y así concurre todo el mundo, con despecho, mas no sin admiración y terror vuestro. ¿Qué aprovecha decir lo que no pudiste negar, que van errados los hombres con la disciplina theúrgica, y que suceden a infinitos con sus ciegas y necias opiniones, siendo un error evidente acudir con nuestros votos y súplicas a los príncipes y a los ángeles? Y, por otra parte, porque no parezca que has trabajado en vano, diciendo esto vuelves a enviar los hombres a los theurgos, para que éstos purifiquen las almas espirituales de los que no viven conforme al alma intelectual. CAPITULO XXVIII Con qué razones ofuscado, Porfirio no pudo conocer la verdadera sabiduría, que es Jesucristo Así que introduces a los hombres en un notable error, y no te avergüenzas de un daño tan grave profesando amor a la virtud y sabiduría; la cual, si fiel y verdaderamente amaras y profesaras, hubieras conocido a Cristo, virtud de Dios y sabiduría de Dios, y no hubieras apostatado y dejado su apreciable humildad, llevado de la vana altivez de tu vana ciencia. Sin embargo, confiesas que puede el alma espiritual purificarse con la virtud de la continencia, sin el auxilio de las ates theúrgicas y sin sus decantados sacramentos, en cuyo estudio te has molestado inútilmente, A veces dices también que después de la muerte estos sacramentos no alivian el alma; de modo que ni a la misma que llamas espiritual parece que aprovecha después de la vida presente; y, no obstante, haces una larga digresión sobre este particular, no por otro fin, a lo que creo, sino por parecer perito y práctico en semejantes futilezas, y por venderte al gusto de los aficionados a las artes ilícitas, o por excitar la curiosidad de otros excitándolos a abrazarlas, Pero es asimismo cierto lo que dices que se deben temer estas artes, o por el rigor de las leyes, o por el rigor que hay en practicarlas. Y ¡ojalá que a lo menos oigan y adopten este tu consejo los miserables y que las desamparen, porque en ellas no se aneguen y pierdan, o que por ningún pretexto se aproximen al estudio de ellas! Dices también que no se purifica con ellas la ignorancia, y, por consiguiente, tampoco se purgan muchos otros vicios, sino únicamente por el entendimiento paterno, que sabe y conoce la voluntad paterna. Y, sin embargo, no quieres creer que éste es Jesucristo, pues le desprecias por haber tomado carne humana de una mujer, y por la ignominia que padeció sufriendo muerte de cruz, hallándose efectivamente idóneo para reprender en lo superior a la soberana y suprema sabiduría con despreciarla y abatirla en lo inferior. Y, con todo, es este Señor el que realmente cumple lo que los santos profetas, con mucha verdad y espíritu divino, dijeron de él: «que había de destruir la sabiduría de los sabios, y confundir la prudencia de los prudentes», Pues no hemos de entender que destruye y condena en ellos la sabiduría que les dio, sino la que se atribuyen y arrogan a sí los que no tienen la suya. Y así, habiendo referido este testimonio profético, prosigue y dice el Apóstol: «¿Adónde está el sabio? ¿Adónde el escriba, intérprete de la ley? ¿Adónde el escudriñador de las cosas de este siglo? ¿Acaso no nos dio a entender Dios que es ignorancia la sabiduría de este mundo?» Y porque los mundanos y carnales por esta hermosísima máquina que Dios hizo con tanta sabiduría, no conocieron con su sabiduría a Dios, quiso Dios salvar los creyentes por la predicación de unos necios e ignorantes a los ojos y estimación de los hombres. Porque los judíos piden prodigios y milagros, los griegos no se contentan sino con la sabiduría que les cuadre, y nosotros, dice, predicamos a Cristo crucificado, cuya humildad escandalizó a los judíos y a los gentiles se les hizo disparate; pero los que el Espíritu Santo llamó a la fe, así de los judíos como de los griegos, advierten que esta humildad de Cristo es virtud de Dios y sabiduría de Dios, pues lo que les parece desvarío e ignorancia en Dios, que es la cruz sobrepuja a toda la fortaleza de los hombres. Esto es lo que desprecian como ignorancia e imbecilidad los que se tienen a sí mismos como sabios y fuertes. Pero ésta es la gracia que sana a los dolientes y enfermos, no a los que con soberbia se jactan de su bienaventuranza, sino a los que con humildad confiesan su verdadera miseria. CAPÍTULO XXIX De la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, la cual se avergüenza de confesar la impiedad de los platónicos Predicas al Padre y a su Hijo, a quien llamas entendimiento o mente del Padre, y al que es medio entre éstos, del cual imaginamos que entendéis que es el Espíritu Santo, y a vuestro modo los llamáis tres dioses. Sobre cuyo particular, aunque usáis de palabras no conformes al rigor de las ciencias y artes, con todo, advertís como quiera, y como por las sombras de una imaginación débil, adónde debe aspirarse; pero la encarnación del inmutable Hijo de Dios, en que consiste la salvación para que podamos llegar a alcanzar los inefables bienes que creemos o los que podemos comprender por poco que sea con la luz de nuestro entendimiento, no la queréis reconocer. Así que veis como de lejos y con, una vista caliginosa, la patria adonde debemos tener el término de nuestra carrera; pero no tenéis indagado el camino por donde se debe caminar para llegar a las eternas moradas. Sin embargo, tú mismo confiesas la gracia, pues dices que a pocos se concede el llegar a unirse con Dios por virtud de la inteligencia. No dijiste: pocos gustan o pocos quieren, sino que, diciendo a pocos se concede, sin duda confiesas la gracia de Dios, no la suficiencia del hombre. Usas también aún más expresamente el nombre de gracia, cuando, siguiendo la sentencia de Platón, tampoco pones en duda que el hombre en la vida actual de ningún modo llega a la perfección de la sabiduría; pero que a los que viven según el entendimiento, todo lo que les falta se los puede dar cumplidamente después de esta vida la providencia y gracia de Dios. ¡Oh, si hubieras conocido la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor, y su misma encarnación con que recibió alma y cuerpo de hombre, entonces pudieras echar de ver cómo era el dechado y ejemplo sumo de la gracia: Pero ¿qué hago? Veo que en vano hablo con un muerto en cuanto hablo contigo; pero a los que tanto te estiman y aman (o por el amor de cualquiera sabiduría o por la curiosidad de las artes, que fuera más conducente el que no las aprendieras) a quienes hablo, hablando contigo, acaso no hablo en vano. La gracia de Dios no se nos pudo encomendar más graciosa y agradablemente que con hacer que el mismo Hijo único de Dios, quedándose inmutablemente en la naturaleza divina, se vistiera de la naturaleza humana, se hiciera hombre y diera al hombre esperanza de su gracia y divino amor por medio del hombre, por quien los mortales pudieran venir a unirse con aquel Señor que estaba antes tan lejos de los hombres, siendo inmortal; de los mudables, siendo inmutable; de los impíos, siendo justo; de los miserables, siendo bienaventurado. Y porque naturalmente puso en nosotros un deseo eficaz de ser bienaventurados e inmortales, quedándose el bienaventurado y haciéndose mortal por darnos lo que deseamos, padeció y nos enseñó a menospreciar y no hacer caso de lo que tenemos. Mas para que pudieran aquietarse vuestros corazones en la inteligencia de esta verdad, era necesaria la humildad, a la cual con gran dificultad se puede persuadir a vuestra dura cerviz. Porque, ¿qué cosa increíble decimos, especialmente hablando con vosotros, que sentís algunas cosas tales, que con ellas os debéis persuadir a vosotros mismos a creer esto?, ¿qué cosa increíble, pues, os decimos, que Dios tomó alma y cuerpo humano? Vosotros atribuís tanta eficacia al alma intelectual, la cual, sin duda, es la humana, que se puede hacer consustancial a aquella mente materna que confesáis ser el Hijo de Dios. ¿Qué cosa increíble es que a una alma intelectual, por un modo inefable y singular, la tomase Dios y juntase consigo para la salud de muchos? Sabemos por la reiterada experiencia de nuestra propia naturaleza que el cuerpo se une con el alma para formar un hombre entero y cumplido, lo que si no fuera muy ordinario y usado, fuera más increíble sin duda que esto; porque mas fácilmente se debe creer que se puede juntar, aunque sea lo humano con lo divino, lo mudable con lo inmudable, el espíritu con el espíritu, o por usar de los términos que vosotros empleáis, con más facilidad puede juntarse lo incorpóreo con lo incorpóreo que lo corpóreo con lo corpóreo. ¿Por ventura os ofende el inusitado parto del cuerpo, nacido de una virgen? Tampoco esto os debe ofender, antes os debe mover a creer en Dios, viendo que el que es admirable nace admirablemente. ¿O acaso el ver que, habiendo una vez dejado el cuerpo con la muerte, habiéndole renovado y mejorado con la resurrección, le subió a los cielos incorruptible ya e inmortal? Podría ser que os resistieseis a creerlo, observando que Porfirio, en los mismos libros que escribió de Regressu animae, de los cuales he citado bastantes particularidades, enseña frecuentemente que debe huirse todo lo que es cuerpo, para que el alma pueda permanecer bienaventurada con Dios. Pero antes él en este particular debió ser corregido, especialmente sintiendo vosotros con él acerca del alma de este mundo visible y de tan ingente mole. Pues siguiendo a Platón decís que el mundo es un animal, y animal beatísimo, el cual queréis también que sea sempiterno. ¿De qué manera, ni jamás dejará el cuerpo, ni jamás carecerá de la bienaventuranza, si para que sea el alma bienaventurada debe huir de todo lo que es cuerpo? También el sol y los demás astros, no sólo confesáis en vuestros libros que son corpóreos (lo que con todos vosotros, cuantos los ven, sin duda lo confiesan), sino que con una pericia y charlatanería extraordinaria (a vuestro parecer profunda) afirmáis que estos astros son animales beatísimos, y por los cuerpos que tienen, sempiternos. ¿Cuál es, pues, la causa por que cuando os predican y persuaden la fe cristiana, entonces olvidáis o fingís que ignoráis lo que acostumbráis a leer y enseñar? ¿Qué razón hay para que por las mismas opiniones, que vosotros refutáis, no queráis ser cristianos, sino porque Cristo vino humilde, y vosotros sois soberbios? De la cualidad que han de tener los cuerpos de los santos en la resurrección (aunque se puede disputar con más sutileza y escrupulosidad entre los doctos y versados en las cristianas escrituras), en que hayan de ser sempiternos no ponemos duda alguna, como en que han de ser de la calidad que manifestó Jesucristo con el ejemplo y primicias de su resurrección. Pero de cualquiera calidad que fuesen, diciendo que han de ser totalmente incorruptibles e inmortales, y que no impedirán la alta contemplación con que el alma se fija en Dios, y confesando vosotros también que hay en los cielos cuerpos de bienaventurados para siempre, ¿qué razón hay seáis de opinión que para que seamos bienaventurados se debe huir todo lo que es cuerpo, por parecer que con algún pretexto razonable huís de la fe cristiana, si no es lo que repito, que Cristo es humilde y vosotros soberbios? ¿O acaso os corréis o avergonzáis de que os corrijan? Este vicio es característico de los espíritus soberbios. En efecto: causa pudor a los varones doctos el imaginar que los discípulos de Platón vengan a ser, al fin, discípulos de Jesucristo, quien con su divino espíritu enseñó a un pescador para que entendiese y dijese: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y Dios era el Verbo; esto era en el principio en Dios, todas las cosas fueron hechas por Él mismo, y sin Él nada se hizo; lo que se hizo en Él mismo era la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz brillaba en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.» Este principio del Santo Evangelio escrito por San Juan decía un platónico (según acostumbraba a decírnoslo el santo anciano Simpliciano que después fue electo Obispo de Milán) que se debía escribir con letras de oro y colocarle en todas las Iglesias en los sitios más eminentes y distinguidos, y por eso vino a ser vilipendiado por los soberbios este divino Maestro, «porque se dignó hacerse hombre, cubrirse de nuestra carne, bajar a la tierra a vivir con nosotros, sin dejar al mismo tiempo el cielo ni salir del seno de su Padre»; de modo que no les basta a los miserables el estar dolientes y enfermos, sino que en la misma enfermedad se ensoberbecen y glorían, despreciando y aun avergonzándose de tomar la medicina con que pudieran sanar, lo cual no practican para que les den la mano y levanten, sino para que cayendo, sean más gravemente afligidos. CAPITULO XXX Cuántas cosas de Platón ha refutado y corregido Porfirio, no sintiendo con él Si después de Platón se estima por una acción indigna el enmendar o corregir cualquiera doctrina, ¿por qué el mismo Porfirio le enmendó algunas opiniones, y no de poca importancia? Porque es indubitable que escribió Platón que las almas de los hombres, después de la muerte, vuelven a dar la vuelta hasta encerrarse en los cuerpos de las bestias. Esta sentencia sostuvieron su maestro Platón y Plotino, la cual, sin embargo, no agradó, y con justa causa, a su discípulo Porfirio, pues éste opinó que las almas de los hombres volvían a los cuerpos de los hombres, aunque no a los mismos que habían dejado, sino a otros distintos. Efectivamente, se ruborizó de creer la transmigración a las bestias, porque, acaso, viniendo una madre a parar con su alma en alguna mula, no viniese a traer a cuestas a su hijo, y no tuvo reparo en asentir al disparate de que viniendo una madre a dar en alguna tierna joven, acaso se casaría con su hijo. ¿Con cuánta más razón y decoro se cree lo que los santos y verdaderos ángeles nos enseñaron, lo que los profetas inspirados de Dios dijeron, lo que dijo el mismo Señor, de quien los celestiales mensajeros enviados en tiempo oportuno y anterior anunciaron que había de venir por Salvador del linaje humano, y lo que los Apóstoles, delegados del Altísimo, predicaron, extendiendo el Evangelio por todo el ámbito de la tierra; con cuánto más decoro y razón, digo, se cree que vuelvan las almas una vez a sus propios cuerpos que no el que vuelven tantas veces a diferentes cuerpos? Pero, como llevo insinuado, en gran parte se corrigió Porfirio en esta opinión, a lo menos cuando estableció como sentir suyo que las almas de los hombres sólo podían volver a recaer en los cuerpos de los hombres, no dudando dar al través con las cárceles de las bestias. Dice también que Dios, a este efecto, concedió alma al mundo, para que, viendo y conociendo los males de la materia corporal, acudiese al Padre y no estuviese por más tiempo sujeta al contagio de semejantes dolencias. Cuya opinión, aunque tiene contra sí varios inconvenientes (porque, en efecto, se dio el ánima al cuerpo para que sujetase operaciones buenas y virtuosas, pues no. conociera claramente las malas si no las hiciera), sin embargo, en aquel punto, que no es de poco momento, enmendó la opinión de los otros platónicos, confesando que el alma, purificada ya de todos los males y puesta con el Padre, no ha de volver a padecer ya más los infortunios de este mundo. Con cuya opinión, sin duda, quitó lo que dicen que es especial doctrina de Platón, que así como suceden siempre los muertos a los vivos, así los vivos a los muertos, y demuestra que es falso lo que conforme al dictamen de Platón parece que insinúa Virgilio cuando refiere que las almas purificadas iban a los Campos Elíseos (con cuyo nombre, como por fábula, parece se significan los gozos y contentos de los bienaventurados) y venían a parar en el río Letheo, esto es, en el olvido de las cosas pasadas «para que, olvidadas, vuelvan otra vez al mundo y empiecen de nuevo a desear volver a nuevos cuerpos». Con razón descontentó esta sentencia a Porfirio, porque, en realidad de verdad, es desvarío creer que las almas (desde aquella vida, no puede ser bienaventurada sí o es estando cierta de su eternidad) deseen el contagio de los cuerpos corruptibles, y que de allí vuelvan a ellos como si la suma pureza o purificación hiciera que vuelvan a, buscar, la inmundicia. Porque si el purificarse perfectamente hace que se olviden de todos los males, y el olvido de los infortunios causa deseo de los cuerpos en los que han de volver a contaminarse con los males, sin duda que la suma felicidad será causa de la infelicidad, y la perfectísima sabiduría causa de la ignorancia, Y la suma pureza causa de la inmundicia. Ni el alma será allí realmente bienaventurada durante el tiempo que residiere en aquel lugar donde es indispensable que viva engañada, para que sea eternamente feliz. Porque no será bienaventurada si no estuviere segura, y para que esté segura, falsamente ha de entender que siempre ha de ser bienaventurada, pues alguna vez ha de venir a ser miserable. ¿Y a quién da ocasión de gozo la falsa proposición como gozara con la verdad? Advirtió este inconveniente Porfirio, y por eso dijo que el alma purificada volvía al Padre para no tornar ya, mas a sujetarse al contagio de los malos. Por estos justificados motivos me persuado que, falsamente creyeron algunos platónicos ser como necesario aquel círculo y revolución de unas cosas en otras. Lo cual, aun cuando fuera cierto, ¿de qué podría aprovechar el saberlo; a no ser que acaso por este motivo los platónicos se atreviesen a anteponérsenos en la doctrina, pues nosotros ignorábamos en la vida actual lo que ellos en la otra que es mejor estando purificados sobremanera, y siendo tan sabios no habían de conocer, y creyendo lo falso habían de ser bienaventurados? Lo cual, si es un absurdo y desvarío, seguramente que debe preferirse la opinión de Porfirio a la de los que imaginaron los círculos y revoluciones de las almas con la perpetua alternativa de la bienaventuranza y de la miseria. Y si esto es así, ved cómo un platónico disiente de Platón, sintiendo con más cordura; ved cómo observó éste lo que otro no advirtió, y, sin embargo de ser un maestro tan afamado, no rehusó corregir su dictamen, anteponiendo la verdad al respeto debido a la persona. CAPITULO XXXI Contra el argumento de los platónicos con que pretenden probar que el alma es coeterna a Dios ¿Por qué causa no creemos antes a Dios en las cosas que no podemos penetrar ni rastrear con las luces del humano ingenio, diciéndonos el mismo filósofo que aun la misma alma no es coeterna a Dios, sino que fue criada la que no tenía antes ser? Pues para no querer creer esto los platónicos, les parecía que tenían una causa idónea y suficiente, diciendo que lo que no había sido antes en todos los tiempos, después no podía ser sempiterno, aunque del mundo y de los dioses, que escribe Platón haber criado Dios en el mundo, diga expresamente que comenzaron a ser, que tuvieron principio, y, sin embargo, no han de tener fin, sino que por la poderosa voluntad de su Criador han de permanecer para siempre. Pero encontraron modo de entender esta frase diciendo que ese principio no es de tiempo, sino de sustitución. Porque así como dicen ellos, si un pie estuviese desde la eternidad siempre en el polvo, en todos los tiempos estaría debajo de él, su huella, la cual ninguno podría dudar que la hizo el que la pisa, ni lo uno sería primero que lo otro, aunque lo uno fuese formado por el otro; así, dicen, también el mundo y los dioses que fueron criados en él existieron siempre, habiendo existido en todos los tiempos el que los hizo, y con todo, fueron hechos. Pregunto, pues: ¿si el alma existió siempre, hemos de decir también que existió siempre su miseria? Y si comenzó en ella alguna operación en el tiempo que fuese ob aeterno, ¿por qué no pudo ser que ella comenzase a existir en el tiempo, sin que antes hubiese sido? Y más, que la bienaventuranza de ésta, que después de la experiencia de los males ha de ser más firme y constante y ha de durar para siempre, como este filósofo lo confiesa, sin duda que principió en el tiempo, y, sin embargo, ¿será para siempre sin haber sido antes? Así que todo el argumento con el cual entienden que nada puede ser sin fin de tiempo, si no es lo que no tiene principio de tiempo, queda deshecho, porque hemos hallado la bienaventuranza del alma, la cual, habiendo tenido principio de tiempo, no tendrá fin de tiempo. Por lo cual ríndase la humana flaqueza a la autoridad divina, y sobre la verdadera religión creamos a los bienaventurados e inmortales, que no desean para sí la honra que saben se debe a su Dios, que lo es también nuestro; ni mandan que hagamos sacrificios, sino sólo a aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros con ellos, como muchas veces lo he referido, y se debe decir frecuentemente; para que nos ofrezca a aquel sacerdote que (en la naturaleza humana que tomó, según la cual quiso también ser sacerdote) se dignó ser por nosotros sacrificio hasta morir. CAPITULO XXXII Del camino general para libertar el alma, el cual, buscándole mal, no le encontró Porfirio, y lo descubrió solamente la gracia cristiana Esta es la religión que contiene el camino general para libertar el alma, pues por ningún otro camino, sino por éste, puede alcanzar su libertad, porque éste es en algún modo el camino real que solamente conduce al reino, al que está inconstante y vacilando con el encumbramiento temporal, sino al que está firme y seguro con la firmeza de la eternidad. Y cuando dice Porfirio en el libro I de Regressu animae, cerca del fin, que no está recibida aún alguna secta o doctrina que demuestre un camino general para librar el alma, ni por la vía de alguna filosofía cierta, ni por la costumbres ni disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, y que aún no ha llegado a su noticia este camino por medio de historia alguna, sin duda confiesa que hay alguno, pero que aún no ha llegado a su noticia. De modo que no le bastó todo cuanto con la mayor diligencia había estudiado y aprendido en razón de librar el alma, y lo que a él le parecía o, por mejor decir, parecía a otros que trataba. Porque advertía que todavía le faltaba alguna grande y prestante autoridad, que debía seguir sobre negocio tan importante. Y cuando dice que ni por la vía de una filosofía verdadera había llegado a su noticia secta alguna que enseñe y manifieste el camino general para libertar el alma, bastantemente a lo que entiendo muestra, o que aquella filosofía, en que él había estudiado y filosofado no era la verdadera, o que en ella no estaba o se hallaba tal camino. ¿Y cómo puede ser ya verdadera la filosofía donde no se halla este camino? Porque, ¿qué otro camino general hay para libertar el alma sino aquel mismo por donde se libran todas las almas, y, por consiguiente, sin el cual ninguna alma se libra? Y cuanto añade y dice que ni por las costumbres y disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, claramente confiesa que este camino general para librar el alma no está en lo que había hallado en los indios y en los caldeos, y no pudo remitir al silencio el que había consultado los oráculos divinos de los caldeos, de quienes hace mención ordinaria y continuamente ¿Qué camino general, pues, para libertar el alma quiere dar a entender que no había aún hallado ni en alguna filosofía verdadera ni en las doctrinas de las naciones que se tenían y estimaban como grandes y cultas en las materias de la religión, porque prevaleció entre ellas la curiosidad de querer y conocer y adorar cualesquiera ángeles, del cual camino la historia no le había aún suministrado noticia? ¿Y cuál es ese camino general sino el que no es propio y peculiar de cada nación, y nos le dio Dios para que fuese común generalmente a todas las gentes? El cual, que exista, este filósofo de más que mediano ingenio, a lo menos no pone duda. Porque no cree que la divina Providencia pudo dejar al, linaje humano sin este camino general para libertar el alma; porque no dice que no le hay, sino que este bien tan singular y este auxilio tan poderoso no está aun recibido, no ha llegado todavía a su noticia, y no es maravilla, porque Porfirio vivió en tiempo en que este universal camino, dirigido a eximir el alma de su última ruina (que no es otro que la religión cristiana), permitía Dios que fuese combatido y perseguido por los, gentiles que adoraban a los demonios, y por los reyes y príncipes de la tierra, a fin de establecer y consagrar el número de los mártires, esto es, de los testigos de la verdad, para demostrarnos por ellos que por la fe de la religión y testimonio de la verdad debemos tolerar y padecer todos los males y penurias corporales. Advertía esto Porfirio e imaginaba que con semejantes persecuciones había de extinguirse y perecer bien presto este camino, y que por eso no era el general para libertar el alma, no entendiendo que lo que a él le movía, y lo que temía padecer si lo escogiera, era para mayor confirmación y para más firme recomendación y aprobación suya. Esta es la única senda para librar el alma, ésta es la que Dios por su misericordia concedió generalmente a todas las naciones, cuya noticia a algunos ha llegado y a otros llegará, sin que pueda decir ¿por qué ahora y por qué tan tarde?, pues a los consejos y altas ideas del que la envía no puede darle alcance la flaqueza del humano ingenio. Lo cual sintió del mismo modo este filósofo cuando dijo que aún no se había recibido este don de Dios, y que no había llegado a su noticia, mas no por eso probó que no era verdadero, porque aún no le había recibido en su fe o no había llegado todavía a su noticia. Este es, digo, el camino general para librar y salvar a los creyentes, del cual tuvo noticia fiel Abraham, mediante el divino oráculo: «En tu descendencia alcanzarán la bendición todas las gentes.> ,Quien, aunque fue de nación caldeo, no obstante, para que pudiese alcanzar semejantes promesas, y por él se propagase y dilatase su generación, <dispuesta por los ángeles en virtud del Mediador»; en cuya descendencia estuviese este camino general para librar el alma, esto es el que Dios concedió a todas las naciones, le mandó Dios salir de su tierra de entre sus parientes y de la casa de su padre. Entonces Abraham, siendo el primero que fue libertado de las supersticiones de los caldeos, siguió y adoró a un solo Dios verdadero, a quien creyó fielmente cuando le hizo sus divinas promesas. Este es el camino general, del cual hablando el rey profeta, David, dice: «Dios haya misericordia de nosotros, bendíganos e ilústrenos con la luz de su divino rostro, y tenga misericordia de nosotros para que conozcamos, Señor, en la tierra tu camino, y en todas las gentes tu salud». Y así, después, al cabo de tanto tiempo, habiendo ya tomado carne de la descendencia de Abraham, dice el Salvador, de sí mismo: <Yo soy el camino, la verdad y la vida.» Este es el camino general, de quien con tanta anterioridad de tiempo estaba profetizado: «Estará en aquellos últimos días manifiesto y, aparejado el monte, de la casa del Señor en la cumbre de los montes, y sobrepujará todos los collados, acudirán a él muchas naciones, y dirán: venid y subamos al monte del Señor y a la casa del Señor, Dios de Jacob, y os anunciará su camino, y andaremos por él, porque ha de salir de Sión la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor.» Así que este camino no es peculiar a una sola nación, sino generalmente a todas. La ley y la palabra del Señor no paró en Sión y en Jerusalén, sino que salió de allí para derramarse por todo, el mundo. Y así, el mismo Medianero, después de su Resurrección, estando medrosos sus discípulos, les dijo: «Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la ley, en los profetas y en los salmos.» Entonces les abrió los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, y les dijo cómo fue necesario que Cristo padeciese y resucitase al tercero día de entre los muertos, y que por todas las gentes se predicase en su nombre la penitencia y remisión de los pecados, empezando desde Jerusalén. Este es el camino general para librar el alma que nos significaron y publicaron los santos ángeles y los santos profetas; lo primero entre unos pocos hombres que bailaron cuando pidieron la gracia de Dios, y especialmente entre la nación hebrea, cuya sagrada República era en algún modo como una profecía y significación de la Ciudad de Dios, que se había de juntar y componer de todas las naciones; nos lo significaron, digo, con el Tabernáculo, con el templo, con el sacerdocio y con los sacrificios, y nos lo profetizaron con algunas expresiones claras y manifiestas, aunque las más veces místicas; pero habiendo ya encarnado y venido en persona el mismo Medianero, y sus santos Apóstoles descubriéndonos ya la gracia del Nuevo Testamento comenzaron a manifestar y enseñar aún más evidentemente todo lo que estaba ya significado con más oscuridad en los tiempos pasados, según la distribución del tiempo y edades del linaje humano, conforme a lo que quiso ordenar y disponer la divina sabiduría, obrando Dios en confirmación de ello muchos portentos y señales maravillosas, de las cuales he referido ya algunas. Porque no sólo se vieron ángeles y se oyeron hablar los ministros del cielo, sino que también los hombres siervos de Dios, con sola su fe sencilla, lanzaron los espíritus inmundos de los cuerpos y sentidos humanos, sanaron los defectos y enfermedades corporales; las bestias de la tierra y del agua, las aves del cielo, los árboles, elementos y estrellas obedecieron la divina palabra, cedieron los infiernos, resucitaron los muertos, sin contar los milagros propios y peculiares del mismo Salvador, especialmente el de su Nacimiento y Resurrección, de los cuales, en el primero, nos mostró claramente el misterio de la virginidad de su Madre, y en el segundo, un ejemplo de los que al fin han de resucitar. Este es el camino que limpia y purifica a todo hombre, y le dispone, siendo mortal, por todas las partes de que consta, a la inmortalidad. Pues para que no fuese necesario buscar una purificación para la parte que llama Porfirio intelectual, y otra para la que llama espiritual, y otra para el mismo cuerpo, por eso se vistió de todo el verdadero y poderoso Purificador y Salvador. Fuera de este camino, el cual nunca faltó al, género humano, ya cuando se predicaba que habían de suceder estos prodigios, ya cuando nos predican que han sucedido, nadie se libró, nadie se libra, nadie se librará. Sobre lo que dice Porfirio que no ha llegado aún a su noticia por medio de alguna historia el camino general para libertar el alma, ¿qué puede haber más ilustre que esta historia que con tan relevante autoridad se ha divulgado por todo el mundo? ¿O cuál más fiel o verdadero, donde de tal modo se refieren los sucesos pasados, que se dicen también los futuros, de los cuales vemos muchos cumplidos, y los que restan esperamos también, sin duda, que se cumplirán? Porque no puede Porfirio ni otros cualesquiera platónicos, aun por lo tocante a este camino, despreciar la adivinación o predicción como cosas terrenas y que pertenecen a esta vida mortal como con razón hacen con otros vaticinios y predicaciones de cualesquiera asunto y arte. Pues aseguran que estas adivinaciones no fueron de hombres ilustrados, y que no debe hacerse caso de ellas, y dicen bien. Porque se efectúan, o por el conocimiento que se tiene de las causas inferiores, así como por el arte de la medicina, por medió de algunas señales antecedentes se pronostican varios sucesos que han de sobrevenir al enfermo, o los espíritus inmundos adivinan las cosas que tiene ya trazadas y dispuestas, y en los corazones y gusto de los impíos hacen que a lo hecho cuadre y corresponda lo dicho, o a lo dicho, lo hecho, para adquirir de algún modo derecho y acción en la imbécil materia de la humana fragilidad. Pero los varones santos que se dirigieron por este camino general, por donde se libran las almas, no procuraron profetizar semejantes sucesos como grandes, aunque no los ignorasen y los dijesen muchas veces para hacerlos creer que no debía estimarse ni dar a entender el sentido humano ni hacer después con facilidad la experiencia de ellos. Pero otras obras eran verdaderamente grandes y divinas, las cuales, según se les permitía, conocida la divina voluntad, anunciaron que habían de suceder. Porque la venida de Jesucristo hecho hombre, y todo lo que por este gran Señor claramente sucedió y se cumplió en su nombre, la penitencia de los hombres y la conversión de sus voluntades a Dios, la remisión de los pecados y la gracia de la justicia, la fe de los piadosos y justos, y la multitud que por todo el mundo había de creer en el verdadero Dios, la ruina y destrucción del culto de los ídolos y demonios, y el ejercicio con las tentaciones, la purgación de los aprovechados y la liberación de todo mal; el día del juicio, la resurrección de los muertos, la eterna condenación de los impíos y el reino eterno de la gloriosísima Ciudad de Dios que goza inmortalmente de su vista, todo está dicho y prometido en las Escrituras, hablando de este verdadero camino, del que vemos tantas cosas cumplidas, que piadosamente creemos que han de suceder así las demás. Y que la rectitud de este camino que nos conduce directamente hasta ver a Dios y unirnos con Él eternamente está depositada en el archivo santo de la divina Escritura, con la misma verdad que se predica y afirma en ella; todos los que no lo creen, y por eso no lo entienden, pueden combatirlo pero no expugnarlo. Por lo que en estos diez libros, aunque menos de lo que esperaban algunos de mí, no obstante, he satisfecho el deseo de otros, cuanto ha sido servido de ayudarme el verdadero Dios y Señor, refutando las contradicciones de los impíos, que al Autor de la Santísima Ciudad, de la cual nos propusimos tratar, prefieren sus dioses. En los cinco primeros de estos diez libros escribo contra los que piensan que deben adorarse los dioses por los bienes de, esta tierra, y en los otros cinco, contra los que entienden que debe conservarse el culto de los dioses por la vida que ha de haber después de la muerte. Así que de aquí adelanté, como lo prometí en el libro I, con el favor de Dios, trataré lo que me pareciese necesario acerca del nacimiento, progreso y debidos fines de las dos Ciudades que dije que en el presente siglo andaban mezcladas y unidas una con otra.
Libro Unidécimo Principio de las dos ciudades entre los ángeles CAPITULO PRIMERO Parte de la obra donde se empiezan a demostrar los principios y fines de las dos Ciudades, esto es, de la celestial y de la terrena Llamamos Ciudad de Dios aquella de quien nos testifica y acredita la Sagrada Escritura que no por movimientos fortuitos de los átomos sino realmente por disposición de la alta Providencia sobre los escritos de todas las gentes rindió a su obediencia, con la prerrogativa de la autoridad divina, la variedad de todos los ingenios y entendimientos humanos. Porque, de ella está escrito: «Cosas admirables y grandiosas están profetizadas de ti, oh Ciudad de Dios!»: y en otro lugar: «Grande es, dice el Señor, y sumamente digno de que se celebre y alabe en la Ciudad de nuestro Dios y en su monte sano, que dilata los contentos y alegría de toda la tierra»; y poco más abajo: «Así como lo oímos, así hemos visto cumplido todo en la Ciudad del Señor de los ejércitos, en la Ciudad de nuestro Dios; Dios la fundó eterna para siempre; y asimismo en otro salmo: «El, ímpetu y avenida de las gentes como unos ríos caudalosos han de alegrar y acrecentar la Ciudad de Dios, donde el soberano omnipotente Señor puso y santificó su Tabernáculo y asiento; y puesto que Dios está y habita en medio de ella, no se moverá ni faltará para siempre jamás». Por estos y otros testimonios semejantes, que sería demasiado prolijo referir, sabemos que hay una Ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos ser con aquella ansia y amor que nos inspiró su divino Autor. Al Autor y Fundador de esta Ciudad Santa quieren anteponer sus dioses los ciudadanos de la Ciudad terrena, sin advertir que es Dios de los dioses, no de los dioses falsos, esto es, de los impíos y soberbios que estando desterrados y privados de su inmutable luz, común y extensiva a toda clase, de personas, y halIándose por este motivo reducidos a una indigente potestad pretenden en cierto modo sus particulares señoríos y dominio, y quieren que sus engañados e ilusos súbditos los reverencien con el mismo culto que se debe a Dios, sino que es Dios de los dioses piadosos y santos, que gustan más de sujetarse a sí mismos a un solo Dios que sujetar a muchos a sí propios; adorar y venerar a Dios más que ser adorados y reverenciados por dioses. Pero ya hemos respondido a los enemigos de la Ciudad Santa cuanto nos ha sido posible auxiliados del poderoso favor de nuestro Señor y nuestro Rey en los diez libros pasados, y sabiendo al presente lo que se espera de mí, y acordándome de lo que prometí, principiaré a tratar, confiado en el auxilio eficaz del mismo Señor y Rey nuestro, lo mejor que alcanzaren mis fuerzas del nacimiento, progresos y debidos fines de las dos Ciudades, celestial y terrena, de las que dijimos que andaban confundidas en este siglo de algún modo, y mezcladas la una con la otra; y en cuanto a lo primero, diré cómo procedieron los principios de ambas Ciudades en el encuentro y diferencia que tuvieron entre sí los ángeles. CAPITULO II Del conocimiento de Dios, a cuya noticia no llegó hombre alguno sino por el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo Es asunto grande y muy singular el intentar sobrepujar con las limitadas fuerzas del entendimiento a todas las criaturas corpóreas e incorpóreas, y averiguado que son mudables, llegar a la alta contemplación de la inmutable sustancia de Dios, aprender de él y saber de su incomprensible sabiduría, cómo todas las criaturas que no son lo que él no las crió otro que él. Porque no habla Dios con el hombre por medio de alguna criatura corporal, dejándose percibir de los oídos corporales, de forma que entre el que excita este sonido o eco y el que oye, se hiera el espacio intermedio del aire, ni tampoco por alguna criatura espiritual de las que se visten con representaciones de cuerpos, como en sueños, o de otro modo igual (pues también habla de esta manera como si hablara a los oídos corpóreos, porque habla como si tuviera cuerpo y como por interposición de espacio de lugares corporales), sino que habla Dios al hombre con la misma verdad cuando está dispuesto para oír con el espíritu, no con el cuerpo. Porque de esta forma habla a aquella parte del hombre, que en él es lo más sublime y apreciable, y a la que sólo el mismo Dios le hace ventaja. Para que con justa causa, se entienda, o, si esto no es posible, a lo menos se crea que el hombre fue criado a imagen y semejanza de Dios, y sin duda según aquella parte se acerca más, a Dios omnipotente, con la que él excede a sus partes inferiores; las cuales tiene también comunes con las bestias. Mas por cuanto la misma mente o alma donde reside naturalmente la razón e inteligencia, por causa de ciertos vicios reprensibles y envejecidos, está exhausta de fuerzas, no sólo para unirse con su Señor gozando de Dios, sino también para participar de la luz inmutable hasta que, renovándose de día en día, y sanando de su mortal dolencia, se haga capaz de tanta felicidad, debió ante todas cosas ser instruida en la fe, y así quedar, purificada. En cuya infalible creencia, para que con mayor confianza caminase al conocimiento de la verdad; la misma verdad, Dios, Hijo único del Altísimo, haciéndose hombre sin desprenderse de la divinidad, estableció y fundó la misma fe, para que tuviese el hombre una senda abierta para llegar a Dios por medio del Hombre Dios. Porque éste es el medianero entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús. Pues por la parte que es medianero es hombre y verdadero camino de salud. Porque si entre el que camina y el objeto adonde se camina es medio el camino, esperanza habrá de llegar; pero si falta ó se ignora por dónde ha de caminarse, ¿qué aprovecha saber adónde se ha de caminar? Así que sólo puede ser un camino cierto contra todos los errores el que una misma persona sea Dios y hombre: adonde se camina, Dios; por donde se camina, hombre. CAPITULO III De la autoridad de la Escritura canónica, cuyo autor es el Espíritu Santo Este Señor, habiéndonos hablado primero por los profetas, después por sí mismo y últimamente por los Apóstoles cuando le pareció conducente, ordenó también una santa Escritura que se llama canónica, de grande autoridad, a quien damos fe , y crédito sobre los importantes dogmas que importa que sepamos y que nosotros mismos no somos idóneos y suficientes para comprender. Porque si podemos conocer por nosotros mismos las cosas que no están distantes ni remotas de nuestros sentidos, así interiores como exteriores (por lo que obtuvieron su peculiar nombre las cosas presentes, porque decimos que están tan presentes, esto es, tan delante de los sentidos, como está delante de los ojos lo que cae bajo el sentido de la vista), sin duda que para saber las cosas que están distantes de nuestros sentidos, porque no podemos saberlas por testimonio nuestro, tenemos necesidad de buscar otros testigos; y a aquellos creemos de cuyos sentidos sabemos que no están, o no estuvieron remotas las tales cosas. Así que como en las cosas visibles que no hemos visto creemos a .las personas que las vieron, y así en los demás objetos, que pertenecen particularmente a cada uno de los sentidos corporales, de la misma manera en las cosas que se alcanzan y perciben con el entendimiento (porque él con mucha propiedad se dice sentido, de donde dimanó el nombre sentencia), quiero decir en las cosas, invisibles que están distante de nuestro sentido exterior, es necesario que creamos a los que las aprendieron como están dispuestas en aquella luz incorpórea, o a los que las ven como están en ella. CAPITULO IV De la creación del mundo, que ni fue sin tiempo, ni se trazó con nuevo acuerdo que sobre ello tuviese Dios, como si hubiese querido después lo que antes no había querido Entre todos los objetos visibles, el mayor de todos es Dios. Pero que haya mundo lo vemos experimentalmente; y que haya Dios lo creemos firmemente. Que Dios haya hecho este mundo, a ninguno debemos creer con más seguridad en este punto que al mismo Dios; pero ¿dónde se lo hemos oído? Nosotros lo hemos oído y sabemos por el irrefragable testimonio de la Sagrada Escritura, donde dice su profeta: «Al principio crió Dios el cielo y la tierra.» Pero pregunto: ¿Se halló presente este profeta cuando hizo Dios el cielo y la tierra? No, por cierto; solamente se halló allí la sabiduría de Dios, por quien fueron criadas todas las cosas, la cual se comunica a las almas santas, las hace amigas y profetas de Dios, y a éstos en lo interior de su alma, sin estrépito ni ruido les manifiesta sus divinas obras e incomprensibles decretos. A éstos también hablan los ángeles de Dios: «Que ven siempre la cara del Padre Eterno, y anuncian su voluntad a los que conviene.» Entre éstos, fue uno el profeta que dijo y escribió: «Al principio crió Dios el cielo y la tierra»; quien es un testigo tan abonado para que con su testimonio debamos creer a Dios, que con el mismo espíritu divino con que conoció el singular arcano que se le reveló, con ese mismo anunció y vaticinó grandes misterios mucho tiempo antes de promulgarse esta nuestra santa fe. Pero ¿por qué quiso Dios eterno e inmutable hacer entonces el cielo y la tierra, proyecto que hasta entonces no había realizado? Los que hacen esa pregunta, si son de los que entienden que el mundo es eterno sin ningún principio, y por lo mismo quieren y opinan que no le hizo Dios, se apartan infinito de la verdad, y, alucinados con la mortal flaqueza de la impiedad, desvarían como frenéticos, porque, además de las expresiones y testimonios de los profetas, el mismo mundo, con su concertada mutabilidad y movilidad y con la hermosa presencia de todas las cosas visibles, entregándose al silencio en cierto modo, proclama y da voces que fue hecho, y que no pudo serlo sino por la poderosa mano de Dios, que inefable e invisiblemente es grande, e inefable e invisiblemente hermoso; pero si son los que confiesan que le hizo Dios, y, con todo quieren que no haya tenido principio en tiempo, sino sólo de creación, de manera que con un modo apenas concebible haya sido siempre hecho, éstos dicen lo bastante como para defender a Dios de una fortuita temeridad, para que no se entienda que de improviso le vino a la imaginación lo que nunca antes le había venido de criar el mundo, y que tuvo un nuevo querer, no siendo de algún modo mudable; sin embargo, no advierto cómo en las demás cosas se pueda salvar este modo de decir, especialmente en el alma, de la cual si dijeran que es coeterna de Dios, en ninguna manera podrán explicar de dónde le sobrevino la nueva miseria que jamás tuvo antes eternamente. Porque si dijeren que hubo en todo tiempo alternativa entre su miseria y bienaventuranza, es necesario que digan también que siempre estará en esta alternativa, de que deducirán un absurdo; pues aun cuando digan que es bienaventurada en esto, a lo menos no lo será si antevé su futura miseria y torpeza, y si no la prevé ni piensa que ha de ser miserable, sino siempre bienaventurada, con falsa opinión es bienaventurada, que no puede decirse expresión más necia. Y si imaginan que infinitos siglos atrás existió siempre esta alternativa entre la bienaventuranza y la miseria del alma, pero que en adelante, habiéndose ya libertado, no volverá a la miseria; con todo, confesarán por necesidad que nunca, fue verdaderamente bienaventurada, sino que en adelante empieza a serlo con una nueva y no engañosa bienaventuranza, y, por consiguiente, han de decir que le sucede algo nuevo extraordinario que nunca eternamente en lo pasado le sucedió. Y si negaren que la causa de esta novedad estuvo en el eterno consejo de Dios, negarán también con esto que es el autor de su bienaventuranza, que es una impiedad abominable. Y si dijeren que él, con nuevo acuerdo, trazó que en adelante el alma para siempre fuese bienaventurada, ¿cómo demostrarán que en Dios no hay aquella mutabilidad, que es también contra la opinión de ellos? Y si confiesan que fue criada en el tiempo, pero que en lo sucesivo en ningún tiempo ha de perecer, como el número que tiene verdadero principio y no tiene fin, y que por eso, habiendo una vez experimentado la miseria, si se librase de ella nunca jamás vendrá a ser miserable; por lo menos, no pondrán duda en que esto se hace, quedando en su constancia la inmutabilidad del consejo de Dios. Así pues, crean también que pudo el mundo hacerse en el tiempo y que no por eso en hacerle mudó Dios su eterno consejo y voluntad. CAPITULO V Que no deben imaginarse infinitos espacios de tiempo antes del mundo, como infinitos espacios de lugares Asimismo es indispensable que sepamos responder a los que confiesan a Dios por autor y criador del mundo, y, sin embargo, preguntan y dudan acerca del tiempo del principio del mundo, y qué es lo que nos responden sobre el lugar del mundo. Porque de la misma manera se pregunta: ¿por qué razón se hizo entonces y no antes?, como puede preguntarse: ¿por qué fue hecho donde existe, y no en otra parte? Pues si imaginan infinitos espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de lugares, en los cuales, si alguno dijere que no pudo estar ocioso Dios todopoderoso, pregunto: ¿no se infiere de tal antecedente que le será forzoso soñar con Epicuro innumerables mundos, disintiendo con él solamente en que dice éste que se forman con los fortuitos movimientos de los átomos, y los otros dirán que los hizo Dios si quieren que no esté ocioso, por la interminable inmensidad de Iugares que hay por todas partes fuera del mundo, y que estos tales mundos, como sienten de éste por ninguna causa podrán deshacerse? ¿Por qué disputamos ahora con los que sienten con nosotros que Dios es incorpóreo y criador de todas las naturalezas que no son lo que es este gran Señor? Pues dar entrada en esta controversia de religión a los que defienden que se debe el culto de los sacrificios a muchos dioses sería cosa muy exorbitante e indigna. Estos filósofos excedieron a los demás en fama y autoridad, porque, aunque con notable distancia, no obstante se aproximaron más que los otros a la verdad. O acaso han de decir que la substancia de Dios (la cual ni la incluyen, ni determinan, ni la extienden en lugar, sino que la confiesan, como es razón sentir de Dios, que está en todas partes con la presencia incorpórea), ¿han de decir, digo, que está ausente de tantos y tan inmensos espacios de lugares como hay fuera del mundo, y que está ocupada solamente en un lugar, y aquél, en comparación de aquella infinidad e inmensidad, tan pequeño como es el lugar donde está este mundo? No presumo que piensen tales disparates. Confesando, pues ellos que existe un mundo, el cual aunque de inmensa grandeza corpórea, con todo, dicen que es finito y determinado en su lugar, y hecho por mano de Dios; lo que responden a la cuestión sobre los infinitos lugares constituidos fuera del mundo, porque Dios en ellos cesa de obrar y está ocioso, eso mismo respóndanse a sí mismo en la controversia sobre los infinitos tiempos antes del mundo, porque, Dios cesó de obrar en ellos y estuvo ocioso. Y así como, no se infiere, ni es consecuencia legítima, que por casualidad; más bien qué por alta disposición y razón divina, haya Dios criado y colocado el mundo en este lugar en donde existe y no en otro (pues habiendo por todas partes infinitos lugares igualmente desembarazados y patentes, pudo escoger éste sin que hubiese en él ninguna prerrogativa o excelencia particular, aunque esta misma disposición y razón divina por qué así lo hizo no la pueda comprender ningún entendimiento humano). Así tampoco se infiere ni es consecuencia que entendamos haya sucedido a Dios algún suceso por acaso y fortuitamente que le nioviera a criar el mundo más en aquel tiempo que antes, habiendo pasado igualmente los tiempos anteriores por infinito espacio atrás sin haber diferencia alguna por la que en la elección que se pudiese preferir un tiempo a otro. Y si dijeren que son vanas las imaginaciones de los hombres con que piensan infinitos Iugares, no habiendo otro lugar fuera del mundo, les respondemos que de esa manera opinan vanamente los hombres sobre los tiempos pasados en que estuvo Dios ocioso, no habiendo habido tiempo antes de la creación del mundo. CAPITULO VI Que el principio de la creación del mundo y el principio de los tiempos es uno, y que no es uno antes que otro Porque si bien se distinguen la eternidad y el tiempo, en que no hay tiempo sin alguna instabilidad movible, ni hay eternidad que padezca mudanza alguna, ¿quién no advierte que no hubiera habido tiempos si no se formara la criatura que mudara algunos objetos con varias mutaciones, de cuyo movimiento y mudanza (como va a una y otra parte, que no pueden estar juntas, cediendo y sucediéndose en espacios e intervalos más cortos o más largos de pausas y detenciones) se siguiera y resultara el tiempo? Así que, siendo Dios, en cuya eternidad no, hay mudanza alguna, el que crió y dispuso los tiempos, no advierto cómo puede decirse que crió el mundo después de los espacios de los tiempos; si no es que digan que antes del mundo hubo ya alguna criatura con cuyos movimientos corriesen los tiempos. Y si las sagradas letras (que son sumamente verdaderas) dicen «que al principio hizo Dios el cielo y la tierra», de modo que no hizo otra cosa primero, porque dijeran antes lo que había hecho si hiciera algo antes de todas las cosas que hizo; sin duda que el mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo. Porque lo que se hace en el tiempo se hace después de algún tiempo y antes de algún tiempo; después de aquel que ha pasado y antes de aquel que ha de venir: pero no podía haber antes del mundo algún tiempo pasado, porque. no había ninguna criatura con cuyos mudables movimientos fuera sucediendo. Hízose el mundo con el tiempo, pues en su creación se hizo el movimiento mudable, como parece se representa en aquel orden de los primeros seis o siete días, en que se hace mención de la mañana y tarde, hasta que todo lo que hizo Dios en estos días se acabó y perfeccionó al día sexto, y al séptimo, con gran misterio, se nos declara que cesó Dios. Y el querer imaginar nosotros cuáles son estos días, o es asunto sumamente arduo y dificultoso, o imposible, cuanto más el querer decirlo. CAPITULO VII De la calidad de los primeros días, porque antes que se hiciese el sol se dice que tuvieron tarde y mañana Por cuanto advertimos que los días ordinarios y conocidos no tienen tarde sino respecto del ocaso, ni mañana sino respecto del nacimiento del sol; sin embargo, los tres primeros de la creación pasaron sin sol; el cual se dice en la Escritura que fue hecho el cuarto; y aunque se refiere que primeramente se hizo la luz con la palabra de Dios, y que Dios la dividió y distinguió de las tinieblas, dando por nombre peculiar a la luz, día, y a las tinieblas, noche; cuál sea aquella luz, cuál sea su movimiento alternativo, y cuál la mañana y tarde que hizo, está bien lejos de nuestros sentidos; ni podemos comprender del modo que es, lo que sin embargo ciertamente debe creerse. Porque o hemos de decir que hay alguna, luz corpórea, ya sea en las partes superiores del mundo, muy distantes de nuestra vista, ya sea aquella con que después se encendió el sol; o hemos de decir que por el nombre de luz se entiende y significa la Ciudad Santa, que constituyen y componen los santos ángeles y espíritus bienaventurados, de la cual dice el Apóstol: «La Jerusalén que está arriba, nuestra madre, es eterna en los cielos»; y en otro lugar dijo: «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día, no somos hijos de la noche, ni de las tinieblas.» Con todo, en este día se incluye también la tarde y la mañana en cierto modo, porque la ciencia de la criatura en comparación de la ciencia del Criador, en alguna manera se hace tarde, y asimismo esta misma se hace mañana cuando se refiere a la gloria y amor de su Criador; pero jamás se convierte en noche, cuando no se deja al Criador por el amor a la criatura. Finalmente, refiriendo la Escritura por su orden los días primeros de la creación, jamás interpuso el nombre de noche; pues en ningún lugar, dice, hizo la noche, sino hízose la tarde, e hízose la mañana, un día o el primer día; y así del segundó y de los demás. Porque el conocimiento de la criatura en sí misma está más oscuro y descolorido (por decirlo así) que cuando se conoce en la sabiduría de Dios, como en un modelo y arte de donde se hizo. Y así más propiamente puede llamarse tarde que noche; la cual tarde, sin embargo, como he insinuado, cuando se refiere para alabar y amar a su Criador, viene a parar en mañana. Todo lo cual, cuando se realiza en el conocimiento de sí mismo, se hace el primer día; cuando en el conocimiento del firmamento, que hay entre las aguas superiores e inferiores y se llama cielo, se hace el segundo día; cuando en el conocimiento de la tierra, mar y de todas las plantas que en la tierra producen semilla y fruto, el tercero día; cuando en el conocimiento de los luminares mayor y menor, y de todas las estrellas, el cuarto día; cuando en el conocimiento de todos los animales del agua y volátiles, el quinto día; cuando en el conocimiento de todos los animales terrestres y del mismo hombre, el día sexto. CAPITULO VIII Cómo ha de entenderse el descanso de Dios cuando después de las obras de los seis días descansó el séptimo Pero cuando descansa Dios de todas sus obras al séptimo día, y le santifica, no debe entenderse materialmente como si Dios hubiese padecido alguna fatiga o cansancio ideando y ejecutando tan grandes maravillas en estos días, puesto que dijo y se hicieron todas las cosas con la virtud de sola su palabra inteligible y sempiterna, no sonora y temporal; sino que el descanso de Dios significa el de los que descansan en Dios, así como la alegría de la casa significa el júbilo de los que se alegran en ella, aunque no los cause contento la misma casa, sino algún otro objeto deleitable. Cuánto más si la misma casa, con su hermosura, alegra a los moradores de ella; de manera que no sólo se llama alegre por aquella figura con que significamos lo contenido por lo que contiene (así como decimos que los teatros aplauden y los prados braman, cuando en los unos aplauden los hombres, y en los otros braman los bueyes), sino también por aquella con que se significa el efecto por la causa eficiente, así como decimos a carta festiva, significando la alegría de los que se llenan de júbilo leyéndola. Así que convenientisimamente cuando la autoridad profética dice que descansó Dios, se significa el descanso de los que en él descansan, y los que el mismo Seflor hace descansar; prometiendo también esto a los hombres con quienes habla la profecía, y por quienes se escribió ciertamente que también ellos, después de las buenas obras que en ellos y por medio de ellos obra Dios, si acudieren y llegaren a él en esta vida en algún modo con la fe, tendrán en él perpetuo descanso. Porque esto se figuró también conforme al precepto de la ley, con la vacación y fiesta del sábado en el antiguo pueblo de Dios, y así me parece que debemos tratar de ello más particularmente en su propio lugar. CAPITULO IX Qué es lo que debemos sentir de la creación de los ángeles, según la Sagrada Escritura Porque me he propuesto al presente la idea de tratar del principio y nacimiento de la Ciudad Santa, y me ha parecido conducente exponer en primer lugar todo lo que pertenece a los santos ángeles, que son parte no sólo grande de esta ciudad, sino tambien la más bienaventurada, en cuanto jamás ha sido peregrina; procuraré explicar, con el auxilio de Dios, lo que pareciere bastante sobre lo que nos dice acerca de esta materia la Sagrada Escritura. Y aunque es verdad que donde trata de la creación del mundo no nos dice clara y distintamente si crió Dios a los ángeles, o con qué orden los crió, sin embargo, puesto que no dejó de hacer mención de ellos, o los significó con el nombre de cielo cuando dijo: «al principio hizo Dios el cielo y la tierra»; o bajo el nombre de esta luz de que voy hablando. Y no omitió el hacer mención de ellos se infiere, porque dice que descansó Dios el séptimo día de todas las maravillosas obras que hizo, habiendo principiado de este modo el divino libro: «Al principio hizo Dios el cielo y la tierra», como si antes de la creación del cielo y la tierra al parecer no hubiese hecho otra cosa. Así, que, habiendo empezado por el cielo y la tierra, y la tierra que formó en primer lugar, como dice a continuación la Sagrada Escritura, siendo entonces invisible e informe, y como no hubiese criado aún la luz, opacas tinieblas se extendiesen sobre el abismo, esto es, sobre alguna indistinta confusión de tierra y agua (pues donde no hay luz es necesario que haya tinieblas) y después, habiendo dispuesto la creación especial de todas las cosas, que refiere haber acabado y perfeccionado en los seis días, ¿cómo había de dejar a los ángeles, como si no se incluyeran en las obras de Dios, de las que descansó al séptimo día? Y que Dios crió a los ángeles (aunque aquí no omitió el decirlo, sin embargo, no lo especificó particularmente con toda claridad), en otro lugar lo indica expresamente el sagrado texto; pues hasta en el himno que cantaron los tres mancebos en el horno de fuego, diciendo: «Alabad y bendecid todas las obras delSeñor al Señor»; enumerando esas obras divinas hace asimismo mención de los ángeles. Y en el salmo se canta: «Alabad al Señor vosotros que estáis en los cielos; alabadle toda la milicia de los espíritus celestiales; alabadle, Sol y Luna; alabadle todas las estrellas y astros luminosos; alabadle los más encumbrados e ilustres cielos; todas las aguas y raudales cristalinos que están sobre los cielos alaben el nombre del Señor; porque El es el autor y criador de todos; con sola su divina palabra se hicieron todas las cosas, y con mandarlo se criaron.» También nos manifiesta aquí con toda evidencia el Espíritu Santo que Dios crió los ángeles, pues habiéndolos referido y numerado entre las demás criaturas del cielo, concluye y dice: «porque El es el autor y criador de todas, con sola su divina palabra se hicieron, y con mandarlo se criaron». ¿Y quién será tan necio que se atreva a imaginar que crió Dios los ángeles después de criar todos los seres comunes que se refieren en los seis días? Pero cuándo haya alguno tan idiota y poco instruido, convencerá su vanidad aquella expresión de la Escritura que tiene igual autoridad infalible, donde dice Dios: «Cuando hice las estrellas me alabaron con grandes aclamaciones todos los ángeles.» Luego había ya ángeles cuando crió las estrellas, las que formó en el cuarto día. ¿Diremos acaso que los hizo al tercero día? Ni por pensamiento, porque es indudable cuanto obró en este día dividiendo la tierra de las aguas y repartiendo a cada uno de estos dos elementos sus especies de animales, produciendo al mismo tiempo que la tierra todo lo que está plantado en ella. ¿Acaso diremos que al segundo? Tampoco, porque en él hizo el firmamento entre las aguas superiores e inferiores, al cual llamó cielo, y en él crió las estrellas al cuarto día. Luego si los ángeles pertenecen a las obras que Dios hizo en estos días, son, sin duda, aquella luz refulgente que se llamó día; el cual, para recomendarnos y darnos a entender que fue uno, no le llamó día primero, sino uno. Mas ni por eso hemos de inferir que es otro distinto el día segundo o el tercero o los demás, sino que el mismo uno se repite por cumplimiento del número senario o septenario, para darnos individual noticia del senario y septenario conocimiento, es decir: el senario, de las maravillosas obras que Dios hizo; y el septenario, en el que Dios descansó. Porque cuando dijo Dios: «hágase la luz, y se hizo la luz», si se entiende bien en esta luz la creación de los ángeles, sin duda que los hizo partícipes de la luz eterna, que es la inmutable sabiduría de Dios, por quien fueron criadas todas las cosas, a quien llamamos el unigénito de Dios para que, alumbrados con la luz sobrenatural que fueron criados, se hicieran luz y se llamaran día, por la participación de aquella inmutable luz y día, que es el Verbo divino, por quien ellos y todas las cosas fueron criadas. Porque la luz verdadera que ilumina a todos los hombres que vienen a este mundo, ésta también alumbra a todos los ángeles puros y limpios para que sean luz, no en sí mismos, sino en Dios, de quien si se separa el ángel se hace inmundo, como todos los que se llaman espíritus inmundos, que no son ya luz en el Señor, sino tinieblas en sí mismos, privados de la participación de la luz eterna. Porque el mal no tiene naturaleza alguna, sino que la pérdida del bien recibió el nombre de mal. CAPITULO X De la simple e inmutable trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios, en quien no es otro la cualidad y otro la substancia Así que el bien que es Dios es solamente simple, y por eso inmutable. Por este sumo bien fueron criados todos los bienes, pero no simples, y por lo mismo mudables. Fueron criados, digo, esto es, fueron hechos, no engendrados; pues lo que se engendró del bien simple, es del mismo modo simple, lo mismo que aquel de que se engendró, cuyas dos cualidades o esencias llamamos Padre e Hijo, y ambos con su Espíritu es un solo Dios, el cual Espíritu del Padre y del Hijo se llama en la Sagrada Escritura Espíritu Santo, con una noción propia de este nombre. Sin embargo, es otro distinto que el Padre y el Hijo, porque ni es el Padre ni es el Hijo; otro he dicho, pero no otra substancia, porque también éste es del mismo modo simple, bien inmutable y coeterno. Y esta Trinidad es un solo Dios, no dejando de ser simple porque es Trinidad. Y no llamamos simple a la naturaleza del bien, porque está en ella sólo el Padre, o sólo el Hijo, o sólo el Espíritu Santo, mediante a que no está sola esta Trinidad de nombres sin subsistencia de personas, como entendieron los herejes sabelianos, sino que se llama simple porque todo lo que tiene eso mismo es, a excepción de que cada una de las personas se refiere a otra, porque, sin duda, el Padre tiene Hijo, y con todo, él no es el Hijo, y el Hijo tiene Padre, y con todo, él no es Padre. En lo que se refiere a sí mismo y no a otro, eso es lo que tiene; como a sí mismo se refiere el viviente porque tiene vida, y él mismo es la vida. Así que se dice naturaleza simple aquel a quien no sucede tener cosa alguna que pueda perder, o en quien sea una cosa el que lo tiene y otra lo tenido; asi como el vaso que tiene algún licor, o el cuerpo que tiene color, o el aire, la luz o calor, o cómo el alma, que tiene la sabiduría; porque ninguna de estas cualidades es aquello que en sí tiene pues el vaso no es el licor, ni el cuerpo es el color, ni el aire la luz o el calor, ni el alma la sabiduría. De donde resulta que pueden privarse también de los objetos que tienen, y convertirse y transformarse en otros hábitos y cualidades; de modo que el vaso se desocupe del licor de que estaba lleno, y el cuerpo pierda el color; el aire se oscurezca o refresque; y el alma deje de saber. Pero si el cuerpo es incorruptible, como lo es el, que se promete a los santos en la resurrección, aunque es cierto que tiene aquella inadmisible cualidad de la misma incorrupción, no obstante, quedando la sustancia corporal en su natural ser, no se identifica con la incorrupción, porque ésta está toda particularmente esparcida por todas las partes del cuerpo, y no es rnayor en una parte y menor en otra, porque ninguna parte es más incorrupta que la otra; mas el mismo cuerpo es mayor en el todo que en la parte, y siendo en él una parte mayor y otra menor, la que es mayor no es más incorrupta que la que es menor. Así que una cosa es el cuerpo que no se halla todo en cualquiera parte suya, otra cosa es la incorrupción, la cual en cualquiera parte suya está todo; porque cualquiera parte del cuerpo incorruptible, aun la desigual a todas las demás, es igualmente incorrupta. Porque supongamos, v. gr, no porque el dedo es menor que toda la mano, por esto es más incorruptible la mano que el dedo; así pues, siendo desiguales la mano y el dedo, sin embargo, es igual la incorruptibilidad de la mano y la del dedo; y, consiguientemente, aunque la incorrupción sea inseparable del cuerpo incorruptible, una cosa es la substancia que se llama cuerpo y otra su cualidad de incorruptible. Y por eso también no es así la prenda que tiene. Igualmente la misma alma, aunque sea también sabia, como lo será cuando se librare para siempre de la presente miseria, aunque entonces será sabia para siempre, con todo, será sabia por la participación de la sabiduría inmutable, la cual no es lo mismo que ella. Porque tampoco el aire, aunque nunca se despoje de la luz que le ilumina, la cual no lo digo como si el alma fuese aire, según imaginaron algunos que no pudieron penetrar y comprender la naturaleza incorpórea, sino porque estas cosas, respecto de aquéllas, con ser todavía tan diversas y desiguales, tienen Cierta semejanza; de modo que muy al caso se dice que así se ilumina el alma incorpórea con la luz incorpórea de la simple sabiduría de Dios, como se ilumina el cuerpo del aire con la luz corpórea, y así como se oscurece cuando le desampara esta luz (porque no son otra cosa las que llamamos tinieblas de los espacios corporales que el aire que carece de luz), de la misma manera se oscurece y cubre de tinieblas el alma privada de la luz de la sabiduna. Así que por esto se llaman aquellas cosas simples, las cuales principalmente y con verdad son divinas; porque no es en ellas una cosa la cualidad y otra la sustancia, ni son por participación de otras divinas, o sabias o bienaventuradas. Con todo, en la Sagrada Escritura se llama múltiple y vario el espíritu de la sabiduría, porque contiene en sí muchos objetos admirables; pero los que tiene, éstos también es él, y es uno todos ellos. Porque no son muchas, sino una la sabiduría, donde residen los inmensos e infinitos tesoros de las cosas inteligibles, en las cuales existen todas las causas y razones invisibles e inmutables de las cosas, aun de las visibles y mudables, las cuales fueron hechas y criadas por ésta. Porque Dios no ejecutó operación alguna ignorando lo que debía de hacer, lo cual no puede decirse propiamente de cualquier artífice. Y si sabiendo hizo todas las cosas, hizo sin duda las que sabía. De lo cual ocurre al entendimiento una idea maravillosa, aunque verdadera: que nosotros no podíamos tener noticia de este mundo, si no existiera; pero si Dios no tuviera noticia de él, era imposible que fuera. CAPITULO XI Si hemos de creer que los espíritus que no perseveraron en la verdad participaron de aquella bienaventuranza que siempre tuvieron los santos ángeles desde su principio Lo cual, siendo innegable en ninguna manera aquellos espíritus que llamamos ángeles fueron primero tinieblas por algún espacio de tiempo, sino que luego que fueron criados los crió Dios luz; con todo, no fueron criados sólo para que fuesen como quiera y viviesen como quiera, sino que también fueron iluminados para que viviesen sabia y felizmente. Desviándose algunos de esta ilustración divina, no solamente no llegaron a conseguir la excelencia de la vida sabia y bienaventurada (la cual, sin duda, no es sino la eterna y muy cierta y segura de su eternidad), pero aun la vida racional, aunque no sabia, sino ignorante y destituida de razón, la tienen de manera que no la pueden perder, ni aun cuando quieran. Y cuánto tiempo fueron partícipes de aquella sabiduría eterna antes que pecasen, ¿quién lo podrá determinar? Sin embargo, ¿cómo podremos decir que en esta participación éstos fueron iguales a aquéllos, que son verdadera y cumplidamente bienaventurados porque en ninguna manera se engañan, sino que están ciertos de la eternidad de su bienaventuranza? Pues si en ella fueran iguales, también éstos perseveraran en su eternidad igualmente bienaventurados, porque estaban igualmente ciertos. Pues así como la vida se puede decir vida, entretanto que durare, no así podrá decirse con verdad la vida eterna si ha de tener fin; por cuanto la vida sólo, se llama vida si se vive; y eterna, si no tiene fin. Por lo cual, aunque no todo lo que es eterno es bienaventurado (porque también el fuego del infierno se llama eterno), con todo, si verdadera y perfectamente la vida bienaventurada no es sino eterna, no era tal la vida de éstos, porque alguna vez se había de acabar; y, por lo tanto, no era eterna, ya supiesen esto, ya ignorándolo imaginasen otra cosa; porque el temor a los que lo sabían y el error a los que lo ignoraban no les permitían ser eternamente felices. Y si esto no lo sabían, de modo que no estribaban ni confiaban en cosas falsas o inciertas, ni se inclinaban con firme determinación a una parte ni a otra acerca de si su bien había de ser sempiterno, o alguna vez había de tener fin; la misma suspensión y duda sobre tan grande felicidad no tenía aquel colmo y plenitud de vida bienaventurada que creemos hay en los santos ángeles. Porque al nombre de vida bienaventurada no le queremos acortar y limitar tanto su significación, que sólo llamemos a Dios bienaventurado, quien sin embargo, de tal manera es verdaderamente bienaventurado, que no puede haber mayor bienaventuranza, en cuya comparación nada significa que los ángeles sean bienaventurados con una bienaventuranza suya, tanta cuanta en ellos puede haber. CAPITULO XII De la comparación de la bienaventuranza de los justos que no han alcanzado aun el premio de la divina promesa, con la bienaventuranza de los primeros hombres en el Paraíso antes del pecado Ni éstos solos por lo que toca a la naturaleza racional e intelectual se deben llamar bienaventurados: porque ¿quién se atreverá a negar que los primeros hombres en el Paraíso antes de caer en el pecado, fueron bienaventurados, aunque no estuviesen ciertos de su bienaventuranza, cuán larga había de ser, o si había de ser eterna; la cual, seguramente, hubiera sido eterna si no pecaran? Pues sin reparo alguno llamamos hoy bienaventurados a los que viven justa y santamente con esperanza de la futura inmortalidad, sin culpa que les estrague la conciencia, consiguiendo fácilmente la divina misericordia para los pecados de la presente flaqueza humana, los cuales, aunque están ciertos del premio de su perseverancia, con todo, se hallan inciertos de ella; porque ¿qué hombre habrá que sepa que ha de perseverar hasta el fin en el ejercicio y aprovechamiento de la justicia, si no es que con alguna revelación se lo certifique el que no a todos da parte de este sublime arcano por justos y secretos juicios, aunque a ninguno engañe? Así que por lo perteneciente al gusto y deleite del bien presente, más bienaventurado era el primer hombre en el Paraíso que cualquier justo existente en esta humana carne mortal; pero respecto a la esperanza del bien futuro, cualquiera que sabe con evidencia, no con opinión, sino con verdad cierta e inefable, que ha de gozar sin fin, libre de toda molestia, de la amable compañía de los ángeles en la participación del sumo Dios, es más bienaventurado con cualesquiera aflicciones y tormentos del cuerpo que lo era aquel hombre estando incierto de su caída en aquella grande felicidad del Paraíso. CAPITULO XIII Si de tal manera crió Diós a todos los ángeles con la misma felicidad, que ni los que cayeron pudieron saber que habían de caer, ni los que no cayeron, después de la ruina de los caídos, recibieron la presciencia de su perseverancia Por lo cual, podrá cualquiera fácilmente echar de ver que de lo uno y de lo otro resulta juntamente la bienaventuranza que con recto propósito desea la naturaleza intelectual, esto es, de gozar del bien inmutáble y eterno que es Dios, sin ninguna molestia, y de saber que ha de perseverar en él para siempre, sin que duda alguna le tenga suspenso, ni error alguno le engañe. De ésta piadosamente creemos que gozan los ángeles de la luz, y que no la tuvieron antes que cayesen los ángeles pecadores que por su malicia fueron privados de aquella luz, lo colegimos por consecuencia; con todo, se debe creer o ciertamente que si vivieron antes del pecado, tuvieron alguna bienaventuranza, aunque no la presciencia de si habían de perseverar. Y, si parece cosa dura el creer, que cuando Dios crió a los ángeles, a unos los crió de modo que no tuvieron la presciencia de su perseverancia o de su caída, y a otros los crió de manera que con verdad cierta e inefable conocieron la eternidad de su bienaventuranza, sino que a todos desde su principio los crió con igual felicidad, y que así estuvieron hasta que éstos, que ahora son malos, por su voluntad cayeron de aquella luz de la suma bondad; sin duda, que es más duro de creer que los santos ángeles estén ahora inciertos de su eterna bienaventuranza, y que ellos de sí mismos ignoren lo que nosotros pudimos alcanzar y conocer de ellos por la divina Escritura. Porque ¿qué católico cristiano ignora que no ha de haber ya ningún nuevo demonio de los buenos ángeles, así como tampoco el demonio ha de volver ya más a la sociedad de los ángeles buenos? Porque, prometiendo en el Evangelio, a los santos fieles, que serán iguales a los ángeles de Dios, asimismo les ofrece que irán a gozar de la vida eterna; y si es cierto que nosotros estamos seguros de que jamás hemos de caer de aquella inmortal bienaventuranza, y ellos no lo están, seremos necesariamente de mejor condición que ellos, y no iguales; mas porque de ningún modo puede faltar la verdad de que seremos iguales a ellos, sin duda ellos están también ciertos de su eterna felicidad. De la cual, porque los otros no estuvieron ciertos (porque no iba a ser eterna la felicidad, de la cual pudieran estar asegurados, pues había de tener fin), resta confesar que, o fueron desiguales, o si fueron iguales, después de la caída y ruina de ellos, alcanzaron los otros la ciencia cierta de su felicidad sempiterna. A no ser que quiera decir alguno que lo que el Señor dice del demonio en el Evangelio: «que el demonio fue homicida desde el principio, y no perseveró en la verdad>, debe entenderse de tal modo, que no sólo fue homicida desde el principio, esto es, desde el principio del linaje humano, o sea, desde que fue criado el hombre, a quien con engaños pudiese matar, sino también que desde el principio de su creación no perseveró en la verdad; por lo cual, nunca fue bienaventurado con los santos ángeles, no queriendo sujetarse a su Criador, y complaciéndose, por su soberbia, en su alta potestad, como si fuera propia, con lo cual quedó engañado y engañoso, pues quedó para siempre subyugado a la elevada potestad y omnipotencia del que es Todopoderoso; y el que cón suave sujeción no quiso conservar lo que verdaderamente es, con altivez y soberbia procura fingir lo que no es, para que así se entienda con más claridad lo que insinúa el Apóstol y Evangelista San Juan cuando dice «que el diablo peca desde el principio», esto es, desde que fue criado rehusó la justicia, la cual no puede caber sino en la voluntad piadosa y rendida a Dios. Los que adoptan esta opinión, pregunto, ¿no sienten lo mismo con otros herejes, esto es, con los maniqueos, y si hay otras sectas pestilenciales que sostengan que tiene el demonio procedente como de un principio contrario a su propia naturaleza mala? Los cuales disparatan tan vanamente, que teniendo con nosotros y en nuestro abono la autoridad de estas palabras evangélicas, no advierten ni consideran que no dijo el Señor: «no tuvo verdad», sino «no perseveró en la verdad»; queriendo manifestar que cayó del conocimiento de la verdad, en la cual, seguramente, si perseverara participando de ella, perseveraría también, en la bienaventuranza con los santos ángeles. CAPITULO XIV Con qué frase o modo de hablar dice la Escritura del demonio que no perseveró en la verdad, porque no hay en él verdad Y añadió la razón, como si preguntáramos por dónde consta que no perseveró en la verdad y dice: «Porque no hay verdad en él.» Y, sin duda, la hubiera en él si perseverára en ella. Esta causa está expuesta bajo un método de raciocinar no muy corriente y usado, pues parece que suena así; no perseveró en la verdad porque no hay verdad en él, como si la causa de que no haya perseverado en la verdad fuera porque no hay verdad en él, siendo más bien la causa de no haber verdad en él en no haber permanecido en la verdad. Pero este mismo lenguaje hallamos también en el Salmo, donde dice: «Yo clamé porque me oíste; mi Dios.» Debiendo, al parecer, decir: Me oíste mi Dios porque clamé a ti. Pero habiendo dicho yo clamé, como si le preguntaran por qué señal demostró el haber clamado, manifestando el deseado efecto de haberle oído Dios, muestra, sin duda, el afecto de su clamor como si dijera: por esto doy a entender expresamente que he clamado, porque me habéis oído. CAPITULO XV Cómo ha de entenderse la autoridad de la Escritura: desde el principio peca el demonio La expresión que profiere San Juan hablando del demonio: <Desde el principio, el demonio peca>, no entiende que si es natural, de ningún modo es pecado. Pero ¿qué responderán a los testimonios incontrastables de los Profetas, o a lo que dice Isaías, significando al demonio bajo la persona del príncipe de Babilonia: <Cómo cayó Lucifer, que nacía resplandeciente de mañana»; o a lo que dice Ezequiel: «¿Estuviste en los deleites del Paraíso de Dios, adornado de todas las piedras preciosas?» De cuyos testimonios se deduce que estuvo alguna vez sin pecado, porque más expresamente le dice poco después: «Anduviste en tus días sin pecado.» Cuyas autoridades, puesto que no pueden entenderse de otra manera, vienen en confirmación de lo que se dice: que no perseveró en la verdad, para que lo entendamos de manera que estuvo en la verdad, pero que no perseveró en ella; y aquella expresión, que desde el principio el demonio peca, no desde el principio que fue criado se ha de entender que peca, sino desde el principio del pecado, porque de su soberbia resultó el haber pecado. Ni lo que se escribe en el libro de Job hablando del demonio: «Esta es la primera o principal criatura que hizo el Señor para que se burlasen de él sus ángeles», con lo que parece concuerda la expresión del real Profeta cuando dice: «Este dragón que formaste para que se burlen de él», se debe entender de tal modo, que creamos que le crió desde el principio, para que los ángeles se burlasen de él, aunque después de cometido su execrable crimen, le ordenó Dios este castigo. Su principio, pues, es ser hechura del Señor; pues no hay naturaleza alguna, aun entre las más viles y despreciables sabandijas del mundo, que no la haya criado y formado aquel Señor de quien procede toda formación, toda especie y hermosura, todo el orden de las cosas, sin el cual no puede hallarse o imaginarse cosa alguna criada, cuanto más la criatura angélica que en dignidad de naturaleza excede a todas las demás que Dios crió. CAPITULO XVI De los grados y diferencias de las críaturas, las cuales de una manera se estiman respecto del provecho y utilidad, y de otra respecto del orden de la razón Entre las criaturas que son de cualquiera especie, y no son lo mismo que es Dios, por quien fueron criadas, se anteponen y aventajan las vivientes a las no vivientes, como también las que tienen facultad de engendrar o apetecer a las que carecen de esta tendencia; y entre las que viven se anteponen las que sienten a las que no sienten, como a los árboles, los animales; y entre las que sienten se anteponen las que entienden a las que no entienden así como los hombres a las bestias; y entre las que entienden se anteponen las inmortales a las mortales, como los ángeles a los hombres. Pero se anteponen así siguiendo el orden de la naturaleza; sin embargo, hay otros muchos modos de estimación, conforme a la utilidad de cada cosa; de que resulta que antepongamos algunas cosas insensibles a algunas que sienten, en tanto grado, que si pudiésemos, quisiéramos desterrarlas del mundo; ya sea ignorando el lugar que en él tienen, ya sea, aunque lo sepamos, posponiéndolas a nuestras comodidades e intereses. Porque ¿quién hay que no quiera más tener en su casa pan que ratones, dineros que pulgas? Pero ¿qué maravilla, citando aun en la estimación de los mismos hombres, cuya naturaleza es tan sublime, por la mayor parte se compra más caro un caballo que un esclavo, una piedra preciosa que una esclava? Así que donde hay semejante libertad en el juzgar, hay mucha diferencia entre la razón del que lo considera y la necesidad del que lo ha menester, o el gusto del que lo desea; puesto que la razón estima qué es lo que en sí vale cada cosa según la excelencia de la naturaleza; y la necesidad estima qué es aquel objeto por lo que le desea; buscando la razón lo que juzga por verdad la luz del entendimiento; y el deleite y gusto lo que es agradable a los sentidos del cuerpo. No obstante, tanto vale en las naturalezas racionales un como peso de la voluntad y amor, que aunque por la naturaleza se antepongan los ángeles a los hombres; con todo, por la ley de la justicia, los hombres buenos son preferidos y antepuestos a los ángeles malos. CAPITULO XVII Que el vicio de la malicia no es la naturaleza, sino que es contra la naturaleza; a quien no da ocasión o causa de pecar su Criador, sino su propia voluntad Por razón de la naturaleza, no por la malicia del demonio, inferimos que está con justa causa dicho: «Esta es la primera o principal criatura que hizo el Señor.» Porque, sin duda, donde no había vicio de malicia, procedió la naturaleza no viciada, y el vicio es contra la naturaleza, de manera que no puede ser sino en daño de la naturaleza. Así que no fuera vicio el apartarse de Dios, si a la naturaleza, cuyo vicio es el apartarse de Dios, no le correspondiese mejor el estar con Dios; por lo cual, aun la voluntad mala es gran testigo de la naturaleza buena. Pero Dios, así como es Criador benignísimo de las naturalezas buenas, así también justísimarnente ordena y dispone de las voluntades malas, porque cuando ellas usan mal de las naturalezas buenas, el Señor usa bien aun de las voluntades malas. Por eso hizo que el demonio, que en cuanto es producción de su poderosa mano es bueno, y por su voluntad malo, habiéndole dispuesto y ordenado acá abajo, entre las cosas inferiores, fuese burlado por sus ángeles, esto es, que sacasen fruto y aprovechamiento de sus tentaciones los santos, a quienes desea y procura dañar con ellas. Y porque Dios, cuando le crió, sin duda, no ignoraba la malicia que había de tener, y preveía los bienes que el espíritu infernal había de sacar de su malicia, por este motivo dice el Salmo: «Este dragón que formaste para que le escarnezcan», aun de que por el mismo hecho de haberle formado, aunque por su bondad, bueno, se entienda que por su presciencia tenía ya prevenido y dispuesto cómo había de usar de él aunque fuese malo CAPITULO XVIII De la hermosura del Universo, la cual, por disposición divina, campea aún más con la oposición de sus contrarios Dios no criara no digo yo a ninguno de los ángeles, pero ni de los hombres, que supiese con su soberana presciencia había de ser malo, si no tuviera exacta ciencia de los provechos que de ella habían de sacar los buenos; disponiendo de esta manera el orden admirable del Universo, como un hermoso poema, con sus antítesis y contraposiciones. Porque las que llamamos antítesis son muy oportunas y a propósito para la elegancia y ornamento de la elocuencia; y en idioma latino se distinguen con el nombre de oposición, o lo que con más claridad se dice, contraposición. No está recibido entre nosotros este vocablo, aunque también la lengua latina usa de esos artificios y adornos de la elocuencia, como los idiomas de todas las naciones. Y el Apóstol San Pablo, con estas antítesis en su Epístola Segunda a los Corintios, suave y enérgicamente declara aquel lugar donde dice: «Mostrémonos armados de justicia y buenas obras, a diestro y siniestro, para que caminemos seguros por la gloria y por la ignominia; por la infamia y la buena fe: teniéndonos el mundo por embusteros, siendo hombres de verdad; por no conocidos, siendo, sin embargo, conocidos; por muertos perseverando vivos; por castigados, y no muertos; por tristes, estando siempre alegres; por pobres, enriqueciendo a muchos; como quien nada posee; poseyéndolo todo.» Así como contraponiendo los contrarios a sus contrarios se adorna la elegancia del lenguaje, así se compone y adorna la hermosura del Universo con una cierta elocuencia no de palabras, sino de obras, contraponiendo los contrarios. Con toda claridad nos enseña esta doctrina el Eclesiástico cuando dice: «Así como es contrario al mal el bien, y como es contraria la vida a la muerte, así es contrario al justo, el pecador y esta conformidad observarás en todas las admirables obras del Altísimo de dos en dos las cosas, una contraria a la otra.» CAPITULO XIX Qué debe sentirse de lo que dice la Sagrada Escritura que dividió Dios entre la luz y las tinieblas Así que aun cuando la oscuridad de la divina palabra sea también útil para adquirir exacto conocimiento de aquel Señor que produce verdades sensibles, y las saca a la luz del conocimiento, mientras uno la entiende de un modo y otro de otro (pero de tal manera que lo que se percibe en un lugar oscuro se confirme, o con el irrefragable testimonio de cosas claras y manifiestas, o con otros lugares que no admiten duda; ya sea porque revolviendo muchas cosas se viene a conseguir también la inteligencia de lo que sintió el autor de la Escritura; ya sea que aquel arcano, se nos oculte a nuestra escasa trascendencia y, sin embargo, con ocasión de tratar de la profunda oscuridad, se expresan algunas otras verdades); por consiguiente, no me parece absurda y ajena de las obras de Dios aquella opinión sobre si cuando crió Dios la primera luz se entiende que crió los ángeles; y que hizo distinción entre los ángeles santos y los espíritus inmundos, donde dice: «Dividió Dios la luz y las tinieblas, y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche.» Porque sólo pudo distinguir estas cosas el que pudo saber primero que cayesen, que habían de caer; y que privados de la luz de la verdad habían de quedar en su tenebrosa soberbia. Porque entre este tan conocido día y noche, esto es, entre esta luz y estas tinieblas, mandó que las dividiesen estos luminares del cielo tan patentes a nuestros sentidos: «Háganse, dice, los luminares en el firmamento del cielo, para que den su luz sobre la tierra y dividan el día y la noche»; y poco después: «Hizo Dios, dice, dos luminares grandes, el luminar mayor para que presidiese al día, y el menor a la noche, y con ellos las estrellas, y los colocó en el firmamento del cielo para que difundiesen su luz sobre la tierra y fuesen señores del día y de la noche y para que dividiesen la luz y las tinieblas.» Porque entre aquella luz, que es la santa congregación de los ángeles, y resplandece con la inteligible ilustración de la verdad y entre las contrarias tinieblas, esto es, entre aquellas abominables inteligencias de los ángeles malos que se desviaron de la luz de la justicia, aquel Señor pudo hacer división, a quien tampoco pudo estar oculta o incierta la futura malicia, no de la naturaleza, sino de la voluntad. CAPITULO XX De lo que dice después de hecha la distinción entre la luz y las tinieblas: «Y vio Dios que era buena la luz» Finalmente, tampoco debe pasarse en silencio que cuando dijo Dios: «Hágase la luz, y se hizo la luz», añadió en seguida: «Y vio Dios la luz que era buena»; no dijo estas expresiones después que hizo distinción entre la luz y las tinieblas, llamando a la luz día, y a las tinieblas noche; porque ninguno se persuadiese que le agradaban también aquellas tinieblas, como la luz. Pues cuando éstas son ya inculpables (entre las cuales y la luz que percibimos con nuestros ojos hacen distinción y división los luminares del cielo), no antes, sino después, se infiere claramente que vio Dios que era bueno «Y púsolos, dice, en el firmamento del cielo, para que difundiesen su luz sobre la tierra, presidiesen al día y a la noche, y dividiesen entre sí la luz y las tinieblas y vio Dios que era bueno.» Entonces ambos resplandecientes luminares le agradaron, porque ambos eran inculpables. Pero cuando dijo Dios «hágase la luz, y se hizo la luz»; sigue inmediatamente: «Y vio Dios la luz que era buena»; e infiere luego: «Separó Dios la luz de las tinieblas, y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche»; pero no añadió aquí: y vio Dios que era bueno, por no llamar buenos a ambas cosas, siendo la una de ellas mala, no por su naturaleza, sino por su propia culpa. Y por eso sólo agradó la luz a su Criador; mas las tinieblas angélicas, aunque las había de disponer en su respectivo lugar, sin embargo, no las había de aprobar. CAPITULO XXI De la eterna e inmutable ciencia y voluntad de Dios, con que todo lo que hizo en el Universo le agradó antes de hacerlo, como lo hizo después Porque ¿qué otra cosa debe entenderse en aquella expresión que frecuentemente repite: «Vio Dios que era bueno», sino la aprobación de la obra practicada conforme a la idea, que es la sabiduría de Dios? Porque es cierto que Dios no llegó a comprender entonces que la cosa era buena cuando la crió; pues si no lo supiera, no hiciera cosa alguna de las que crió. Así que, cuando advierte que es bueno (lo cual si no lo hubiera visto antes de hacerlo, sin duda no lo hiciera), nos enseña y demuestra que áquello es bueno, mas no lo aprende. Platón se atrevió a decir más aún: que se llenó Dios de gozo luego que acabó de ejecutar la admirable obra de la creación del mundo. De cuya doctrina no hemos de inferir que procedía con tanta ignorancia que entendiese que se le había acrecentado a Dios alguna bienaventuranza con la novedad de su obra, sino que quiso manifestar con este su sentir que agradó a su artífice lo mismo que había hecho, como le había complacido en idea cuando lo pensaba hacer; no porque en modo alguno haya variedad en la ciencia de Dios, de suerte que sean diferentes en ella las cosas que aún no son de las que ya son y las que serán; pues no de la misma manera que nosotros prevé Dios lo que ha de ser, o ve lo presente, o mira lo pasado, sino con otra muy diferente de la que acostumbran nuestros discursos y pensamientos. Pues el Señor no ve, discurriendo de uno en otro, mudando el pensamiento, sino totalmente de un modo inmutable; de forma que entre las cosas que se hacen temporalmente, las futuras aún no son, las presentes ya son, y las pasadas ya no son; pero Dios todas las comprende con una estable y eterna presciencia; no de una manera con los ojos y de otra con el entendimiento, porque no consta de alma y cuerpo; ni tampoco las comprende de un modo ahora y de otro después, pues su ciencia no se muda, como la nuestra, con la variedad del presente, pretérito y futuro: «En quien no hay mudanza ni sombra alguna de vicisitud.» Porque su conocimiento no pasa de pensamiento en pensamiento, sino que a su vista incorpórea están patentes y presentes juntamente todas las cosas que conoce; pues así comprende los tiempos sin ninguna temporal noción, como mueve las cosas temporales sin ninguna mudanza temporal suya. Así que entonces vio que era bueno lo que hizo, cuando vio que era bueno para hacerlo, y no porque lo vio hecho duplicó la ciencia o en alguna parte la acrecentó, como si tuviera menor ciencia primero que hiciese lo que veía, pues no obrara con tanta perfección si no fuera tan consumada su inteligencia, que sus obras no le puedan añadir cosa alguna. Por lo cual, si a nosotros solamente se nos hubiera de significar quién crió la luz, bastara decir: hizo Dios la luz; pero si nos dijeran no solo quién la hizo, sino por qué medio la hizo, sería suficiente decir así: «Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz», para que entendiéramos que no solamente hizo Dios la luz, sino que también la hizo por el Verbo; mas porque convenía que se nos intimasen tres cosas que debíamos saber sobre la creacion de la criatura racional, es a saber, quién la hizo, por quién la hizo, y por qué la hizo, por eso dice: «Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, y vio Dios que la luz era buena.» Por este motivo, si quéremos saber quién la hizo, Dios; si por quién la hizo, dijo: hágase, e hizose; si por qué la hizo, porque era buena. No hay autor más excelente que Dios, ni arte más eficaz que la palabra de Dios; ni causa mejor que lo bueno para que lo criara Dios bueno. Esta causa dice Platón que es la justísima de la creación del mundo, para que por el buen Dios fueran hechas buenas obras, ya sea que esto lo hubiese leído, ya lo hubiese quizá entendido de los que lo habían leído, ya con su agudísimo y perspicaz ingenio hubiese llegado a tener conocimiento de las cosas invisibles de Dios, por medio de las criadas, ya las hubiese aprendido de los que las habían conocido. CAPITULO XXII De aquellos a quienes no satisfacen algunas cosas que hizo el buen Criador en la creación del Universo bien hechas, y juzgan que hay alguna naturaleza mala Pero la causa que hubo para criar las cosas buenas, que es la bondad de Dios, esta causa, digo, tan justa y tan idónea, que considera diligentemente, y piadosamente meditada y ponderada, resuelve todas las controversias de los que disputan acerca del principio y origen del mundo; algunos herejes no la comprendieron, porque advierten que a esta necesitada y frágil mortalidad, que procede del justo castigo, la ofenden muchas cosas que no la convienen; como el fuego, el frío, la ferocidad de las bestias u otras cosas semejantes, y no observan y consideran cuánto campean estas mismas en sus propios lugares y naturaleza; cuánta es la hermosura y orden de su disposición; cuánto todas ellas contribuyen por su parte con su hermosura y ornato a formar como una común república; y a nosotros mismos cuántas comodidades nos prestan, usando de ellas con congruencia y discreción, tanto, que los mismos venenos que son perniciosos por la inconveniencia, si convenientemente se aplican, se convierten en saludables medicamentos; y al contrario, cuán dañosos sean aún los objetos del mayor gusto y diversión, como la comida y la bebida, y esta luz, usando de ellas sin moderación y oportunidad. Por lo que nos advierte la divina Providencia que no despreciemos neciamente las cosas, sino con diligencia procuremos saber la utilidad y provecho que tienen, y cuando nuestro ingenio limitado no lo comprendiese, creamos que está oculto, así como lo estaban algunas otras cosas que apenas pudimos descubrir; pues la utilidad que resulta del secreto, o sirva para ejercitar nuestra humildad o para quebrantar nuestra soberbia, puesto que no hay naturaleza que sea mala, y este nombre de malo no denota otra cosa que una privación de lo bueno. Sin embargo, desde las cosas terrenas hasta las celestiales, desde las visibles hasta las invisibles, algunas buenas son mejores que otras, a fin de que todas fuesen desiguales; pero Dios, artífice grande en las cosas grandes, no es menor en las pequeñas, cuya pequeñez no debe estimarse ni medirse por su grandeza (porque ninguna tienen), sino por la sabiduría del artífice; así como si al rostro de un hombre le rayasen una ceja, cuán cortísima porción seria lo que se le quitaría al cuerpo, y cuán grande a la hermosura, que consta, no de la grandeza, sino de la igualdad y dimensión de los miembros. Y verdaderamente no hay motivo para que nos admiremos que los que piensan que hay alguna naturaleza mala, nacida y propagada de un principio contrario suyo, no quieran admitir esta causa de la creación del mundo, es a saber: que Dios, siendo bueno, hizo cosas buenas; pues creen que forzado y compelido de la extrema necesidad, rebelándose contra él el mal, llegó a formar la fábrica del mundo; y que en la batalla, procurando reprimir y vencer el mal, vino a mezclar con él su naturaleza buena, la cual, habiendo quedado abominablemente profanada y cruelmente cautivada y oprimida con grandes molestias, apenas la puede purificar y librar, aunque no toda, sino que lo que de ella no se pudo purificar de aquella coinquinación, viene a servir de prisión al enemigo que tiene dentro vencido y encerrado. Pero los maniqueos no fueran tan necios o, por mejor decir, tan insensatos y frenéticos, si creyeran que la naturaleza divina es inmutable, como es totalmente incurruptible, a la cual no hay cosa que pueda ofender o dañar, y con cristiana cordura y juicio sano sintieran que el alma, que pudo mudarse y empeorarse con la voluntad y corromperse con el pecado, y así privarse de la felicidad de gozar de la luz de la inmutable verdad, no era parte de Dios ni de la naturaleza que es Dios, sino criada, por lo que es muy diferente y desigual a su Criador. CAPITULO XXIII Del error con que culpan la doctrina de Origenes Pero es mucho más digno de admiración que algunos que con nosotros admiten un principio de todas las cosas y que ninguna naturaleza que no sea Dios puede tener ser sino del que es su autor, sin embargo, no quisieron creer bien y sencillamente esta causa tan justa y tan sencilla de la creación del mundo, que Dios, siendo, como es, bueno, crió cosas buenas que existieran después de Dios, las cuales, aunque buenas, no eran como Dios, y no las pudo hacer sino Dios bueno; antes dicen que las almas, aunque no son partes de Dios, sino hechas y criadas por Dios, pecaron apartándose de su Criador, y por diferentes progresos, según la diversidad de los pecados, en el espacio que hay desde el cielo y la tierra, merecieron diferentes cuerpos como cárceles y prisiones y que éste es el mundo, y que ésta fue la causa de hacer el mundo, no para que se criaran cosas buenas, sino para que se corrigieran y reprimieran las malas. De este error con razón culpan y reprenden a Orígenes, porque en los libros que él intitula Periarjon o de los Principios, esto mismo sintió y escribió. Examinando esta obra me lleno de admiración al observar que persona tan docta y ejercitada en la literatura eclesiástica, no advirtiese lo primero cuán contrario era esta opinión a la intención de la Sagrada Escritura, obra tan admirable y de tanta autoridad, que, concluyendo la relación de todas las obras de Dios, «y vio Dios que era bueno», e infiriendo después de haberlas concluido todas: «Y vio Diós todas las cosas que hizo y eran por extremo buenas», no quiso que se reconociese otra causa de la creación del mundo, sino la de que hizo cosas buenas, Dios bueno. Donde se lee que si ninguno pecara, el mundo estuviera adornado y lleno solamente de naturalezas buenas; y no porque acaeció pecar se llenó todo el Universo de pecados, supuesto que mucho mayor número de justos conservaron en los cielos el orden de su naturaleza. Y la mala voluntad, no porque rehusó guardar el orden de la naturaleza, por eso se eximió de las leyes del justo Dios, que ordena y dispone rectamente todas las cosas; porque así como una pintura, colocado en su respectivo lugar el color negro, es hermosa, así el mundo, si uno le pudiese ver, aun con los mismos pecadores es hermoso, aunque a éstos, considerados de por sí, los haga torpes y abominables su propia deformidad. Lo segundo debiera advertir Orígenes, y todos los que esto sienten, que si fuera verdadera la opinión de que el mundo fue criado, porque las almas conforme a los méritos de sus pecados tomaran cuerpos como mazmorras, donde estuviesen encerradas pagando su pena; las que pecaron menos, en los cuerpos superiores y más ligeros, y las que más, en inferiores y más graves, sin duda se seguiría que los demonios, que, son lo peor que puede haber, habían de tener cuerpos terrenos, que es lo más inferior y más grave que hay, antes que no los hombres buenos. Mas para que entendiéramos que los méritos de las almas no deben estimarse por la calidad de los cuerpos, el demonio, que es el peor de todos, tiene cuerpo aéreo, y el hombre, aunque al presente es malo, sin, embargo, su malicia es mucho menor y menos grave, y por lo menos lo era antes de que pecara: no obstante, el hombre, digo, tomó cuerpo de lodo y barro. ¿Y qué mayor desatino puede decirse, que fabricando Dios el sol para que fuese único en el mundo, no atendió su artífice al decoro y ornato de la hermosura, o al bien y conservación de las cosas corporales, sino que se debió a que un alma pecó, de tal suerte, que mereció que la encerrasen en semejante cuerpo? Y, por consiguiente, si sucediera que no una, sino dos, y no dos, sino diez o ciento, pecaran igualmente de una manera, tuviera este mundo cien soles. Lo cual, para que no aconteciera, no lo previno la admirable providencia del artífice para la conservación y hermosura de las cosas corporales, sino que aconteció por haber progresado tanto un alma pecando que sola se hizo digna de tal cuerpo. Verdaderamente y con justa causa se debe reprimir, no el progreso y desmán de las almas, acerca de las cuales no saben lo que dicen, sino el progreso de los que sienten semejantes disparates, desviándose tanto de la verdad. Así que cuando en cualquiera criatura se preguntan y consideran las tres cosas que he insinuado: quién la hizo, por qué medio la hizo y por qué la hizo, de modo que se responda: «Dios, por el Verbo, y porque es bueno»; si en ello con la profundidad del sentido místico se nos intima la misma Trinidad, esto es, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o si ocurre alguna dificultad porque algún lugar de la Escritura nos impida entenderlo así, es cuestión larga y difusa, y no es razón obligarnos a explicarlo todo en un libro. CAPITULO XXIV De la Santísima Trinidad, la cual por todas sus obras sembró y esparció algunos indicios para significársenos Creemos, tenemos y fielmente confesamos que el Padre engendró al Verbo, esto es, a la sabiduría, por quien crió todas las cosas, al Unigénito Hijo, siendo el uno igual al otro, eterno con el coeterno, sumamente bueno con el sumamente bueno; y que el Espíritu Santo es justamente espíritu del Padre y del Hijo, y el mismo consustancial y coeterno con ambos; y que todo esto es una Trinidad por la propiedad de las personas, y un solo Dios por la inseparable divinidad, así como es un solo Dios, todopoderoso por la inseparable omnipotencia, pero de tal modo, que cuando de cada uno de por sí se pregunta sobre estas cualidades, se responda que cualquiera de ellos es Dios, y es todopoderoso; y cuando juntamente de todos digamos que no son tres dioses o tres todopoderosos, sino un solo Dios todopoderoso, tan grande es alli la inseparable unidad en los tres, la cual así se quiso predicar. Pero si me preguntaren si el Espíritu Santo del buen Padre y del buen Hijo, porque es común a ambos, se puede decir expresamente la bondad de ambos, no me atrevo arrojadamente a determinarlo; sin embargo, más fácilmente me atrevería a llamarle santidad de ambos, no como cualidad común a ambos, sino siendo la misma sustancia y tercera persona en la Trinidad. Y este sentir me parece más probable al observar que siendo el Padre espíritu, y el Hijo espíritu, y el Padre santo, y el Hijo santo, sin embargo, propiamente es la tercera persona la que se llama Espíritu Santo, como santidad sustancial y consustancial de ambos. Pero si no es otra cosa la bondad divina que la santidad, seguramente que aquella cuestión es igualmente conforme a razón, y no atrevida presunción; para que en las obras de Dios, por medio de cierto secreto e incomprensible lenguaje con que se ejercita nuestro entendimiento, entendamos que se nos insinúa y significa la misma Trinidad, donde dice quién hizo cada criatura, por quién la hizo y por qué la hizo. El Padre del Verbo dijo «hágase», y lo que, diciéndolo el mismo Señor, se hizo, sin duda, se hizo por el Verbo; y sobre lo que dice que vio Dios que era bueno, no se nos significa bien claro que Dios, sin necesidad alguna suya, sino solamente por su bondad, hizo lo que hizo esto es, porque es bueno; y lo dijo después de haberlo hecho, para indicarnos que el objeto que fue criado cuadra y conviene a la bondad de aquel por quien fue hecho; cuya bondad, si se entiende que es el Espíritu Santo, toda la Trinidad se nos manifiesta en sus obras. De aquí la Ciudad Santa habitada de los angélicos espíritus celestiales, toma su origen, su información y bienaventuranza. Porque si preguntan sobre el principio de dónde viene, Dios la fundó; si de dónde es sabia, Dios es el que la ilumina; si de dónde es bienaventurada, Dios es de quien goza; subsistiendo se modifica, con la contemplación se ilustra y con la unión goza de perpetua alegría; vive, ve y ama; vive en la eternidad de Dios, luce en la verdad de Dios y goza en la bondad de Dios. CAPITULO XXV Cómo toda la filosofía está dividida en tres partes Fundados en estos principios, a lo que puede entenderse, opinaron y quisieron los filósofos que la disciplina o arte de la sabiduría, esto es, la filosofía, se dividiese en tres partes, o, por mejor decir, pudieron advertir que estaba dividida en tres (porque no procuraron el que así fuese, antes averiguaron que era así); a cuyas partes pudieron llamar: a una, física; a otra, lógica, y a otra, ética (las cuales acostumbran llamar ya muchos escritores en idioma latino: natural, racional y moral, y de ellas brevemente hicimos mención en el Libro VIII); no porque se infiera que en estas tres partes imaginasen o formasen alguna idea, según Dios, de la Trinidad; aunque dicen que Platón fue el primero que halló y enseñó esta división, el cual fue de parecer que no había otro autor que Dios de todas las naturalezas, ni dador de la inteligencia, ni inspirador del amor con que pueda vivirse bien y bienaventuradamente. Aunque los filósofos sientan diversamente acerca de la naturaleza del Universo, del método de rastrear e indagar la verdad, y del fin del bien a que debemos enderezar y referir todas nuestras acciones, con todo, en estas tres célebres y generales cuestiones ocupan y emplean toda su atención. De modo que habiendo en cada una de ellas mucha variedad de opiniones, sin embargo, ninguno duda que hay alguna causa efectriz de la naturaleza, alguna forma de ciencia y resumen de la vida. También se consideran tres circunstancias en cualquier artífice, para que pueda sacar una buena producción: la naturaleza, la doctrina y el uso. La naturaleza debe atenderse y estimarse según el ingenio, la doctrina según la ciencia y el uso según el fruto. Tampoco ignoro que propiamente el fruto es del que goza y el uso, del que usa, en lo cual, al parecer, se nota esta diferencia: que gozamos de aquella cosa que, no debiéndose referir a otra, ella por sí misma nos deleita; pero usamos de aquella que buscamos, no por sí, sino por otra (por lo que debemos usar más de las temporales que gozarlas; para que merezcamos gozar de las eternas, no como los ignorantes y los que proceden con error queriendo gozar del dinero y usando de Dios, porque no expenden el dinero por amor de Dios, sino que adoran a Dios por el dinero); con todo, adoptando el modo de hablar recibido más comúnmente, digo que usamos también del fruto y gozamos del uso, porque en un sentido propio se dicen frutos los del campo, de todos los cuales usamos en la vida presente. Así que según esta costumbre llamo yo uso en las tres circunstancias que advertí debían considerarse en el hombre, que son la naturaleza, la doctrina y el uso. Por éstas hallaron los filósofos, como insinué, las tres disciplinas o ciencias que creyeron necesarias para conseguir la vida bienaventurada: la natural por amor a la naturaleza, la racional por la doctrina y la moral por el uso. Luego si la naturaleza que tenemos la tuviéramos de nosotros mismos, sin duda que nosotros fuéramos también autores de nuestra sabiduría, y no procuráramos alcanzarla por medio de la doctrina, esto es, aprendiéndola de otra parte. Y nuestro amor, procediendo de nosotros y referido a nosotros, bastara para vivir felizmente, sin tener necesidad de otro algún bien para gozarle; pero supuesto que nuestra naturaleza, para que tuviese ser, necesitó tener a Dios por autor y su Criador, sin duda para que sigamos la verdad al mismo debemos tener por doctor, y al mismo igualmente para que seamos bienaventurados por dador de la suavidad y gozo interior. CAPITULO XXVI De la imagen de la Santísima Trinidad, que en cierto modo se halla en la naturaleza del hombre aún no beatificado Y aun nosotros en nosotros mismos reconocemos la imagen de Dios, esto es, de aquella suma Trinidad, aunque no tan perfecta y cabal como es en sí misma, antes sí en gran manera diferentísima; ni coeterna con ella, ni (por decirlo en una palabra) de la misma sustancia que ella; sino que naturalmente no hay cosa en todas cuantas hizo el Señor que más se aproxime a Dios, la cual aún debemos ir perfeccionando con la reforma de las costumbres, para que venga a ser también muy cercana en la semejanza. Porque nosotros somos y conocemos que somos y amamos nuestro ser y conocimiento. Y en estas tres cosas que digo no hay falsedad alguna que pueda turbar nuestro entendimiento; porque estas cosas no las atinamos y tocamos con algún sentido corporal como hacemos con las exteriores, como el color con ver, el sonido con oír, el olor con oler, el sabor con gustar, las cosas duras y blandas con tocar; y también las imágenes de estas mismas cosas sensibles, que son muy semejantes a ellas, aunque no son corpóreas, las revolvemos en la imaginación, las conservamos en la memoria y por ellas nos movemos a desearlas, sino que sin ninguna imaginación engañosa de la fantasía, me consta ciertamente que soy, y que eso lo conozco y amo. Acerca de estas verdades no hay motivo para temer argumento alguno de los académicos, aunque digan: ¿qué, si te engañas? Porque si me engaño ya soy; pues el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño. Y si existo porque me engaño, ¿cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño? Y pues existiría si me engañase aun cuando me engañe, sin duda en lo que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto mismo: que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas, este mismo amor es como un tercero, y no de menor estimación. Porque no me engaño en que me amo, no engañándome en las cosas que amo, pues aun cuando ellas fuesen falsas, sería cierto que amaba la falsas. Porque ¿cómo me reprendieran rectamente y con justa razón me prohibieran el amor de las cosas falsas, si fuese falso que yo las amaba? Pero siendo ellas verdaderas y ciertas, ¿quién duda que cuando las amo, también su amor es verdadero y cierto? Y tan cierto es que no hay uno solo que no quiera ser, como que no hay ninguno que no quiera ser bienaventurado. ¿Pues cómo puede ser bienaventurado si es nada? CAPITULO XXVII De la esencia, de la ciencia y del amor de ambos El mismo ser, en virtud de cierto impulso natural; es tan suave y gustoso, que no por otra causa, aun los que son miserables y extremadamente indigentes no apetecen morir, y advirtiendo que son miserables, no quiren que los Iibren de la miseria. Aun aquellos que conocen que son y en realidad de verdad son miserables, y no sólo los juzgan por miserables los sabios, por observar que son ignorantes, sino también los que se estiman por dichosos y bienaventurados, porque son pobres y mendigos; aun a ésos, si alguno les concediese la inmortalidad con la condición de que juntamente con ella jamás les faltase la miseria, proponiéndoles que si no quisiesen vivir siempre en la misma miseria no habían de tener de ningún modo ser, sino habían de perecer; seguramente que saltaran de contento y eligieran primero el vivir siempre así, que no el dejar de ser del todo. Testigo es de este aserto la experiencia y la conocida opinión de estos filósofos. Porque, ¿cuál es la causa por que temen morir, y gustan más vivir en aquella miseria que concluir y acabar con ella de una vez con la muerte, sino porque bastantemente se deja entender cuánto rehusa la naturaleza el no ser? Y por eso, como advierten que han de morir, desean se les conceda por gran beneficio la especial gracia de que les permitan vivir algún tiempo más en la misma miseria y morir más tarde. Luego sin duda manifiestan con cuánto aplauso recibirían la inmortalidad, aun la que no pudiese dejar de ser pobre y menesterosa. ¿Y qué diremos de los animales irracionales, a quienes no se les concedió facultad de considerar sobre este punto, contando desde los más corpulentos y desaforados dragones hasta los más pequeños e imperceptibles gusanillos e insectos? ¿Acaso no dan a entender que quieren y aman el vivir y el ser, y por eso huyen y rehusan el morir con todos los movimientos y demostraciones que pueden? Pues qué, ¿las plantas y todas las matas y arbustos que carecen de sentido para poder evitar con manifiestas mociones su daño, para poder lanzar al aire su renuevo, no fijan y encaminan otro de raíces por la tierra con que poder atraer el sustento y conservar así en cierto modo su ser? Finalmente, los mismos cuerpos, que no solamente carecen de todo sentido, sino también de vida seminal, de tal modo o suben arriba, o bajan abajo, o se nivelan en medio, que conservan su ser, donde pueden existir según su naturaleza. Y cuánto estime y aprecie el conocer, y cuánto desee no ser engañada la naturaleza, puede deducirse de que más quiere uno quejarse y lamentarse disfrutando de juicio sano, que alegrarse estando demente. La cual virtud e impulso admirable, a excepción del hombre, no la llegan a comprender los demás animales, aunque algunos de ellos, para examinar esta brillante luz corporal, tengan más agudo y perspicaz el sentido de la vista; mas no pueden arribar al exacto conocimiento de aquella luz incorpórea, con la que de algún modo se ilumina nuestro entendimiento, para que podamos juzgar rectamente de estas cosas; pues conforme a las ilustraciones que recibimos de ella, podemos entender. Sin embargo, los sentidos de los animales irracionales, aunque no contengan en sí ciencia alguna, tienen a lo menos una semejanza de ciencia; pero las demás cosas corporales se llaman sensibles, no porque sienten, sino porque se dejan sentir. Entre ellas, las plantas tienen la semejanza o propiedad común con los sentidos de sustentarse y crecer; y aunque éstas y todos los objetos corpóreos tienen sus causas secretas en la naturaleza, no obstante, por sus formas y varias apariencias con que se hermosea la visible fábrica del Universo, abren camino a los sentidos para que las vean y sientan, de suerte que, en vez de ser incapaces de conocimiento, parece que quieren en cierto modo darse a conocer. Sin embargo, nosotros las conocemos con el sentido corporal, y no juzgamos de ellas con el sentido del cuerpo, porque disfrutamos de otro sentido correspondiente al hombre interior mucho más excelente y noble, con el cual sentimos y conocemos las cosas justas y las injustas: las justas por una especie inteligible, y las injustas por su privación. Al oficio peculiar de este sentido no llega ni la agudeza de los ojos, ni la viveza de los oídos, ni el espíritu del olfato, ni el gusto de la boca, ni el tacto del cuerpo. Allí es donde estoy cierto que soy, y estoy cierto que lo sé, y esto amo; y asimismo estoy firmemente seguro que lo amo. CAPITULO XXVIII Si debemos amar tambien al mismo amor con que amamos el ser y saber, para acercarnos más a la imagen de la Trinidad divina Pero ya hemos dicho lo bastante, y cuanto parece que exige la naturaleza de esta obra, sobre la esencia y noticia en cuanto son amadas en nosotros; y cómo se halla también en los demás objetos inferiores a ellas, aunque diferente, una cierta semejanza suya; pero no hemos raciocinado sobre el amor con que se aman; es decir, si amamos ese mismo amor. Es innegable que se ama y lo probamos así: porque los hombres que más rectamente aman, lo aman más. Porque no se llama hombre bueno el que sabe lo que es bueno, sino el que ama lo bueno. ¿Por qué, pues, no advertimos en nosotros mismos que amamos también al mismo amor con que amamos todo lo bueno? Supuesto que también es amor aquel con que se ama lo que no debe amarse, y este amor aborrece en sí el que ama aquel amor con que se ama lo que debe amarse. Pues ambos pueden hallarse en un hombre; y esto es un bien para la humana criatura, para que, elevándose aquél con que vivimos bien, se humille éste con que vivimos mal hasta que perfectamente sane y se mude en bien todo lo que vivimos. Porque si fuéramos bestias, apreciaríamos la vida carnal y lo que es conforme a sus sentidos, y esto sin duda fuera suficiente bien nuestro, y conforme a esta máxima, yéndonos bien con ello no buscáramos otra cosa. Asimismo, si fuéramos árboles, aunque no pudiéramos amar objeto alguno con la potencia sensitiva, sin embargo, se daría a entender que apetecíamos en cierto modo el ser más fértiles y fructuosos. Si fuéramos piedra, agua, aire o fuego u otra cosa semejante, aunque destituidos de todo sentido y vida, con todo, no estuviérámos privados de cierto apetito en su orden, deseando hallarnos en nuestro propio lugar. Porque las inclinaciones de la balanza del peso son como un peculiar amor de los cuerpos, ya procuren con su gravedad el lugar humilde, ya siendo leves el alto y más elevado. Pues así como al cuerpo le lleva y conduce su propio peso, así al ánimo su amor dondequiera que vaya. Y puesto que somos hombres criados según la imagen y semejanza de nuestro Criador, a quien pertenece realmente la verdadera eternidad, la eterna verdad, el eterno y verdadero amor, y él mismo es la eterna, verdadera y amable Trinidad, no confusa, ni tampoco separada; discurriendo ahora por los objetos que nos son inferiores (porque tampoco tuvieran ser ni se contuvieran debajo de especie alguna, ni apetecieran o conservaran orden metódico, si no los formara aquel Señor que es sumo, súmamente sabio y sumamente bueno), discurriendo, pues, digo por todas las cosas que hizo Dios con admirable estabilidad; vamos recogiendo algunos como vestigios suyos, que nos ha dejado impresos, en partes más, y en partes menos; pero considerando y observando en nosotros mismos su imagen, como el hijo menor del Evangelio, y volviendo sobre nosotros, levantemos nuestra contemplación y volvamos a aquel Señor de quien nos habíamos apartado, ofendiéndole con nuestros enormes pecados. Allí nuestro ser no tendrá muerte; allí nuestro saber no padecerá error; allí nuestro amor no sufrirá ofensa. Y ahora, aunque estemos seguros de estas tres cosas y no las creemos por otros testigos, sino que nosotros mismos las sentimos presentes y las vemos con la infalible vista interior del alma; con todo, porque con nuestras limitadas luces no podemos saber cuánto tiempo han de permanecer, o si nunca han de faltar, y adónde han de llegar si obrasen bien, y adónde si mal; por este motivo, o buscamos o tenemos otros testigos, de cuya fe y crédito y de la razón por qué no deba dudarse de ellos, por no ser este lugar propio para tratarlo, lo expondremos después con más exactitud y diligencia. Asi que en este libro hemos hablado de la Ciudad de Dios, a saber, de la que no es peregrina en la presente vida mortal, sino que vive siempre inmortal en los cielos; esto es, de los santos ángeles que están unidos con Dios, y que jamás le desampararan ni desampararán eternamente. Ya hemos dicho cómo entre éstos y aquéllos, que desamparando la luz eterna se convirtieron en tinieblas, Dios al principio puso distinción; prosigamos, pues, con su divino auxilio lo comenzado, y declarémoslo según alcanzaren nuestras débiles fuerzas. CAPITULO XXIX De la ciencia de los santos ángeles con que conocen a la Trinidad en su misma divinidad, y ven las causas de las obras en el mismo que las obras, primero que en las mismas obras del artífice Los santos ángeles no tienen noticia de Dios por medio de palabras, sino por la misma presencia de la inmutable verdad, esto es, por el Verbo unigénito del Padre. Y al mismo Verbo, al Padre y al Espíritu Santo; y que ésta es una Trinidad inseparable, de modo que cada persona de por sí en ella es una substancia, y, sin embargo, todas tres no son tres Dioses, sino un solo Dios, lo saben de tal suerte, que no conocen mejor que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Y aun a la misma criatura la conocen mejor allí, esto es, en la divina sabiduría, como en el arte o idea con que fue criada, mejor digo, que en sí misma, y, por consiguiente, a sí mismos mejor allí que en sí mismos, aunque también se conocen a sí en sí mismos, porque son criaturas y un ser distinto de aquel que los crió. Allí, pues, se conocen como un conocimiento diurno; pero en sí mismos, como un conocimiento vespertino, según dijimos ya. Porque hay mucha diferencia en que se conozca un objeto en la forma y razón, según la cual fue criado, o en sí mismo; así como de un modo distinto se sabe la rectitud de las líneas o la verdad de las figuras con las luces del entendimiento, y de otra manera cuando se escriben en el polvo; de un modo la justicia en la inmutable verdad, y de otro en el alma del justo Y así consecutivamente lo demás, como el firmamento que observamos haber entre las aguas superiores y las inferiores que se llamó cielo; como en la tierra la congregación de las aguas y la aparición y descubrimiento de la tierra, la creación y formación de las hierbas y de las plantas; como la creación del sol, luna y estrellas; como la de los animales que viven en el aire y en las aguas, es a saber, de los volátiles y peces, y las de las bestias grandes que nadan; como la de otras cualesquiera que andan a pie o arrastrando por la tierra, y la del mismo hombre que excede en excelencia y nobleza a todos los seres creados. Todas estas cosas, de una manera las conocen los ángeles en el Verbo divino, donde existen sus causas y razones inmutablemente permanentes, según las cuales fueron criadas; y de otra manera en sí mismas, allí participan de un conocimiento más claro, aqui de uno más confuso, como en el conocimiento del arte y de las obras; las cuales obras, cuando se refieren a alabanza y honra de su Criador, amanece y sale la luz como una apacible mañana en los entendimientos de los que las contemplan atentamente. CAPITULO XXX De la perfección del número senario, que es el primero que sale cabal, con la cantidad de sus partes Y éstas por la perfección del número senario, repitiendo un mismo día seis veces, se refiere que se concluyó su creación en seis días, no porque Dios tuviese necesidad de tanto espacio de tiempo, o porque no pudo criar juntamente todas las cosas, y que después ellas mismas con sus acomodados movimientos hicieron los tiempos, sino porque nos significó por el número senario la perfección y consumación de sus obras. Pues el número senario es el primero que se completa con sus artes; esto es, con su sexta parte, con la tercera y con la media, que son una, dos y tres; las cuales, sumadas, hacen seis. Y cuando se consideran así los números, deben entenderse las partes de las que podamos señalar la cuota, esto es, qué parte de cantidad sea; asi como la media, la tercera, la cuarta y las demás que se dominan de algún número. Porque, supongamos, v. gr., el número nueve, en el cual el cuarto es una parte suya, pero no por eso podemos decir qué parte de cantidad sea; uno bien pueden caberle, porque es su nona parte, y tres también, porque es su tercera; pero unidas estas dos partes suyas, es, a saber, la nona y la tercera, esto es, una y tres, distan mucho de toda la suma, que es nueve. Y asimismo en el denario; el cuaternio es una parte suya, pero cuanta sea su cuota no puede asignarse; pero una bien puede caberle, porque es su décima parte. Tiene también la quinta, que son dos; tiene igualmente la mitad, que son cinco; pero sumadas éstas, sus tres partes, la décima, quinta y media, esto es, una, dos y cinco, no llenan el número de diez, porque son ocho; y sumadas las partes del número duodenario, trascienden y suben a más, porque contiene la duodécima, que es una; tiene la sexta, que son dos; tiene también la cuarta, que son tres; tiene la tercera, que son cuatro; tiene la mitad, que son seis; pero una, dos, tres, cuatro y seis hacen, no doce, sino mucho más, porque vienen a ser dieciséis. Me ha parecido conducente decir esto en compendio, para recomendar la perfección del número senario, que es el primero, como dije, que se viene a formar él mismo de sus partes unidas y sumadas, en el cual finalizó Dios las maravillosas obras de su creación. Por lo cual no debe despreciarse la razón del número; y cuánto debe estimarse, lo advertirán en muchos lugares de la Sagrada Escritura los que con exactitud y escrupulosidad lo consideraren; pues no sin grave fundamento se dice entre las divinas alabanzas: «Todo lo ordenaste, Señor, y dispusiste con medida, número y peso.» CAPITULO XXXI Del día séptimo, en que se nos encomienda la plenitud y el descanso En el séptimo día, esto es, en un mismo día siete veces repetido (cuyo número también por otro motivo es perfecto), se nos manifiesta y recomienda el descanso de Dios y la santificación de este día. Y así Dios no quiso consagrar como santo este día con ninguna otra obra suya, sino con su reposo, el cual carece de tarde, o de la hora vespertina, porque no hay en él criatura que, siendo conocida de una manera en el Verbo divino y de otra en sí misma, cause diferente noticia; una como diurna, y otra como nocturna o vespertina. Y aunque sobre la perfección del número septenario pueden decirse muchas cosas, sin embargo, este libro crece ya demasiado, y recelo asimismo crea alguno que, aprovechándome de la ocasión, quiero hacer ostentación con más altivez que utilidad de lo poco que sé, así, que conduce atender a la modestia y gravedad que exige el asunto, para que, hablando quizá con extensión del número, no se entienda que me he olvidado de la medida y del peso. Por lo que baste solamente advertir que el primer número impar total es el ternario, y el total par o igual el cuaternario, y que de estos dos consta el septenario. Por cuyo motivo en repetidas ocasiones se pone por el todo, como cuando se dice: «siete veces caerá el justo y se levantará», esto es siempre que cayere no perecerá, lo cual no se entiende de las culpas y pecados, sino de las tribulaciones que humillan nuestra soberbia; y «siete veces al dia te alabaré», que es lo que en otro lugar dice el mismo real profeta, aunque en otro sentido, «siempre estará su alabanza en mi boca». Hállanse en las sagradas letras muchas autoridades semejantes a éstas, donde el número septenario se pone, como insinué, por el todo del asunto que se trata, y por eso con este mismo número se nos significa muchas veces el Espiritu Santo, de quien dice Jesucristo «que nos instruirá en la verdad.» Allí esta el descanso de Dios, con el cual se reposa en Dios. Porque en el todo, esto es, en la plenitud de la perfección se halla el descanso, pero en la parte el trabajo y la fatiga. Por eso trabajamos, cuando sabemos en parte; pero «cuando llegare lo que es perfecto y consumado, desaparecerá lo que es imperfecto y en parte». Y de aquí es que con suma molestia escudriñamos y examinamos estas escrituras santas; pero los santos ángeles, a cuya amable compañía y congregación aspiramos y suspiramos en esta penosísima peregrinación, así como participan de una eternidad permanente, así disfrutan de una singular facilidad en conocer y de una inalterable felicidad en descansar, porque sin molestia suya nos ayudan, pues con los movimientos espirituales, que son puros y libres, no trabajan. CAPITULO XXXII Sobre la opinión de los que sostienen que la creación de los ángeles ha sido anterior a la del mundo Pero para que ninguno porfíe con pesadas altercaciones, y digan que no fueron significados los espíritus angélicos en la expresión de la Escritura, «hágase la luz, y se hizo la luz», y enseñe que crió Dios en primer lugar alguna luz corpórea; y que crió los ángeles, no sólo antes de formar el firmamento (el cual, habiéndole criado entre aguas y aguas, se llamó cielo), sino aún antes de lo que se dice: «que en principio hizo Dios el cielo y la tierra«» y que cuando dice en el principio, no lo dice porque aquello fuese lo primero que hizo, habiendo criado antes los ángeles, sino porque todo lo hizo en la sabiduría, que es su Verbo eterno, al cual llama la Escritura principio (así como el mismo Verbo encarnado, según se dice en el Evangelio, preguntado por los judíos quién era, les respondió que era el principio), tampoco me pondré a altercar sobre este punto y argüir contra ellos, señaladamente porque esta opinión me cuadra y me lisonjeo de ver que hasta en el principio del santo libro del Génesis se nos recomienda la Trinidad. Pues cuando dice «en el principio hizo Dios al cielo y la tierra», lo dice para que se entienda que el Padre lo hizo en el hijo, como lo confirma el real profeta cuando dice: «¡Cuán grandes y magníficas son, Señor, tus obras; todas las hiciste en el espíritu de la sabiduría!» Y muy al caso, poco después, hace también mención del Espíritu Santo; pues habiendo explicado la calidad de la tierra que al principio hizo Dios, o a qué especie de materia, destinada para la futura construcción del mundo, había llamado con el nombre de cielo y tierra, prosiguiendo el mismo asunto, dijo: «que la tierra era invisible y descompuesta, y que había tinieblas sobre el abismo de las aguas»; luego para que se verificase la exacta mención que hacía de la Trinidad, dice: «y el espíritu de Dios se movía y extendía por las aguas». Por lo cual cada uno entenderá el texto como más le agradare, porque es tan profundo y misterioso que para inteligencia de los que lean puede producirnos muchos sentidos, que todos ellos no desdigan ni discrepen de las reglas de la fe cristiana; pero con la condición de que ninguno ponga duda en que los santos ángeles residen en las sublimes moradas del cielo, y aunque no son coeternos a Dios, están, sin embargo, seguros y ciertos de su eterna y verdadera bienaventuranza. Y cuando nos enseña el Señor que los pequeñuelos pertenecen a la compañía de los espíritus celestiales, no sólo dijo «vendrán a ser iguales a los ángeles de Dios», sino que nos manifiesta, también la contemplación y visión beatífica de que gozan los mismos ángeles, cuando dice: «Mirad, no desprecéis uno de estos pequeñuelos, porque os digo que sus ángeles en los cielos están siempre mirando el rostro de mi Padre, que está en los cielos.» CAPITULO XXXIII De las dos compañías diferentes y desiguales de los ángeles, que no fuera de propósito se entiende haberlas comprendido y nombrado bajo de los nombres de luz y tinieblas Que hubiesen pecado algunos ángeles, y Dios los arrojase a los lugares más profundos de la tierra, que es como una cárcel suya, donde perseverasen hasta la última condenación que ha de verificarse el día terrible del juicio, lo demuestra con toda evidencia el príncipe de los apóstoles, San Pedro, por estas palabras: «que Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los arrojó al abismo, donde las tinieblas les sirven de maromas para ser atormentados y tenidos como en reserva para el día del juicio». ¿Quién duda que entre éstos y los otros que se conservaron en la gracia del Señor incóIumes de todo pecado, hizo Dios una notable distinción, o con su presciencia o efectivamente por la obra, y que con razón fueron llamados luz? Puesto que a nosotros, que vivimos todavía con la fe y estamos aún en la expectativa de igualarnos con ellos (sin tenerla aún), nos llamó ya el Apóstol luz: «fuisteis, dice, alguna vez tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor». Que estos ángeles apóstatas sean designados expresamente con el nombre de tinieblas lo advertirá el que crea realmente que son peores que los hombres infieles. Por lo cual, aun cuando haya de entenderse otra luz en este lugar, del Génesis, donde leemos: «dijo Dios hágase la luz, y se hizo la luz»; y signifique otras tinieblas, cuando dice: «hizo Dios división entre la luz y las tinieblas»; con todo, nosotros entendemos que se significan estas dos angélicas compañías: una, que está gozando de la visión intuitiva de Dios, y otra, que está desesperada por su soberbia; una, a quien dice el real profeta, «adoradle todos sus ángeles», y otra, cuyo príncipe y caudillo atrevidamente dice: «todo esto te daré, si te postrares y me adorares»; una que está abrasada en el santo amor de Dios; otra, que está humeando de altivez con el amor inmundo de su propia altura; y porque, como insinúa la Sagrada Escritura: «Dios se opone a los soberbios y a los humildes da su gracia»; la una vive y mora en los cielos de los cielos, y la otra, echada y desterrada de ellos, anda tumultuando en este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y pacifica con la luz de la piedad; la otra camina turbada y borrascosa con las tinieblas de sus apetitos; la una, teniéndolo por conveniente la divina Providencia, nos favorece con clemencia y nos castiga con justicia; la otra se deshace y abrasa de pura soberbia con el insaciable deseo de sujetarnos y hacernos daño; la una es mensajera de la bondad divina, para que nos aconseje y notifique todo lo que procede de la voluntad divina; la otra anda reprimida y refrenada por la omnipotencia del Altísimo, para que no nos cause tantos perjuicios como quisiera; la una se lisonjea y burla de la otra para que, contra su voluntad, no aprovechen sus persecuciones; la otra tiene envidia de aquella, porque va recogiendo piadosamente sus peregrinos y descaminados. Habiendo, pues, entendido nosotros en este lugar del Génesis, bajo nombre de luz y tinieblas, significadas estas dos compañías angélicas, entre sí diferentes y contrarias, la una que es de naturaleza buena y de voluntad recta, y la otra también de naturaleza buena, pero de perversa voluntad, y habiéndolas declarado y apoyado con otros testimonios más convincentes de la Sagrada Escritura aunque acaso sintió lo contrario sobre este lugar el que lo escribió, no hemos ventilado inútilmente la oscuridad de esta autoridad; porque cuando no hayamos podido aclarar rastreando la voluntad del autor de este libro, sin embargo, no nos hemos separado de la norma de la fe cristiana, la cual es bien notoria a los fieles por otros testimonios de la Sagrada Escritura que tienen igual autoridad. Pues aunque aquí se refieren las obras corporales que hizo Dios, tienen, sin duda, cierta analogía con las espirituales, según la cual, dice el Apóstol: «todos vosotros sois hijos de la luz e hijos de Dios, pues no lo somos de la noche ni de las tinieblas» Y si también sintió lo mismo que decimos el que lo escribió, nuestra intención y deseos habrán llegado al complemento y único fin del objeto que controvertíamos, de manera que el hombre de Dios, dotado de sabiduría insigne y divina, o, mejor dicho, por Él, el Espíritu Santo refiriendo las obras que hizo Dios, todas las cuales dice que las concluyó al sexto día, de ninguna manera se crea que omitió los ángeles, ya sea cuando dice: «en el principio», por que los crió el primero; ya sea lo que más a propósito se entiende en el principio, porque las hizo en el Verbo Unigénito del Padre, según su expresión: «en el principio hizo Dios el cielo y la tierra», en cuyas palabras nos significa todas las criaturas, las espirituales y corporales, que es lo más creíble o las dos mayores partes del mundo que contienen en su seno todas las cosas criadas; de tal suerte, que primero las propuso todas en general, y después continuó sus partes respectivas según el número misterioso de los días. CAPITULO XXXIV Sobre lo que algunos opinan, que debajo del nombre de las aguas que fueron divididas cuando Dios crió el firmamento, se nos significaron los ángeles, y sobre lo que algunos entienden que las aguas no fueron criadas Algunos han entendido que bajo el nombre de las aguas en cierto modo se nos significó la congregación de los ángeles, y que esto es lo que quiere decirse en estas expresiones: «Hágase el firmamento entre agua y agua»; de modo que se entienden colocados sobre el firmamento los ángeles; y debajo del firmamento o de las aguas visibles, la multitud de los ángeles malos, o toda la especie humana. Lo cual, si es cierto, no aparece en el sagrado texto cuándo fueron criados los ángeles, sino sólo que fueron separados los unos de los otros; aunque también hay algunos que niegan (lo cual es una perversa e impía vanidad) que Dios crió las aguas, por cuanto no hallan lugar alguno donde dijese Dios: háganse las aguas. Lo cual podría decir asimismo de la tierra, puesto que no se lee en la Escritura que dijese Dios: «Hágase la tierra.» Pero responden que dice el sagrado texto: «En el principio crió Dios el cielo y la tierra.» Luego allí debe entenderse también el agua, porque a ambas comprende con un mismo nombre, puesto que «suyo es el mar y él le hizo, hechura de sus manos es la tierra». Pero los que por las aguas que están sobre los cielos quieren que se entiedan los ángeles, fúndanse en el peso de los elementos, y por eso no imaginan que pudo dar asiento a la naturaleza fluida y grave en la parte superior del mundo; los cuales, si a su modo, y según sus razones y discursos pudieran formar al hombre, no le pusieran en la cabeza la pituita (o humor flemático) que en griego se llama phlegma, y que en los respectivos elementos de nuestro cuerpo ocupa el lugar de las aguas, porque allí es donde tiene la phlegma su asiento muy a propósito, sin duda, según que Dios así lo hizo; pero conforme a la conjetura de éstos, tan absurdamente que si lo ignoráramos y estuviera asimismo escrito en este libro que Dios puso el humor fluido y frío, y por consiguiente grave, en la parte superior a todas las demás del cuerpo humano, estos especuladores y examinadores de los elementos de ningún modo lo creyeran. Y cuando fueran de los que se sujetaron a la autoridad de la misma Escritura, se persuadirían que bajo este nombre se debía entender alguna otra cosa. Mas porque si cada asunto de los que más se escriben el divino libro de la Creación del Mundo, le hubiéramos de desenvolver y tratar de propósito, fuera indispensable alargarnos y desviarnos demasiado del objeto de esta obra, ya que hemos disputado lo que ha parecido conducente y bastante acerca de las dos clases de ángeles, diferentes y contrarias entre sí, en las cuales se hallan igualmente ciertos principios de las dos ciudades que se conocen en las cosas humanas, de las cuales pienso hablar desde ahora en adelante, concluyamos ya aquí con este libro.
Libro Duodécimo Bondad y Malicia de los Angeles. Creación del Hombre CAPITULO PRIMERO Cómo la naturaleza de los ángeles buenos y malos es una misma Antes de tratar de la creación del hombre, donde se descubrirá el origen y principio de las dos ciudades en lo tocante al linaje de los racionales y mortales (así como en el libro anterior se manifestó el de los ángeles), creo conducente, para mayor ilustración del asunto, referir primeramente algunos pasajes tocantes á los mismos ángeles, para demostrar en cuanto alcanzasen nuestras fuerzas, con cuán justa causa y conveniencia decimos que forman juntamente una sociedad los hombres y los ángeles; de suerte, que adecuadamente se diga que las ciudades, esto es, las compañías, no son cuatro, es a saber: dos de ángeles y otras dos de hombres, sino solas dos fundadas una en los buenos y otra en los malos, no sólo en los ángeles, sino también en los hombres. No es lícito dudar de que los apetitos entre sí contrarios que tienen los ángeles buenos y los malos no nacieron de la diferencia entre sus naturalezas principios (habiendo criado a los unos ya los otros un solo Dios, que es autor y criador benigno de todas las sustancias espirituales y corporales); sino de la variedad de sus voluntades y deseos; habiendo perseverado constantemente los unos en el bien común a todos, que es el mismo Dios en su eternidad y caridad, y habiéndose los otros deleitado y pagado de su poder, como si ellos fueran su mismo bien, se apartaron del bien superior, beatífico, común a todos, y volviéronse a sí mismos teniendo el ostentoso fausto de su altivez por altísima eternidad, la astucia de la vanidad por verdad indefectible, y la afición de su parcialidad por una caridad individua, se hicieron soberbios, seductores y embusteros. Así que la causa de la bienaventuranza de los unos es unirse con Dios; y la causa de la miseria y desgracia de los otros es, por el contrario, el no unirse con Dios; por tanto, si cuando preguntamos: ¿por qué los unos son bienaventurados?, nos responden bien, porque están unidos con Dios; asimismo cuando preguntamos: porqué los otros son miserables?, se responde muy bien, porque no están unidos con Dios; pues no hay otro bien con que la criatura racional e intelectual pueda ser eternamente feliz sino Dios. Y por eso, aunque no todas las criaturas puedan ser bienaventuradas (porque no alcanzan este beneficio, ni son capaces de él las bestias, las planetas, las piedras y otros seres semejantes), sin embargo, las que pueden arribar a esta dicha no pueden ser lo por sí propias, por cuanto fueron criadas de la nada, sino que han de ser bienaventuradas por aquel Señor por cuya poderosa mano fueron criadas; porque alcanzando a este Señor serán eternamente felices; y perdiéndole, miserables; y así aquel que es bienaventurado, y no con otro bien sino consigo mismo, no puede ser miserable, porque no puede perderse a sí mismo. Confesamos, pues, que el inmutable bien no es sino un solo Dios verdadero y bienaventurado, y todo cuanto hizo el Señor, aunque es bueno porque lo hizo, no obstante, son mudables y caducas todas las cosas que produjo, porque no las hizo de sí, sino de la nada. Así que, aunque no sean sumos bienes para los que consideran a Dios por el mayor bien, con todo, son grandes e inestimables aquellos bienes mudables que pueden unirse para ser bienaventurados con el sumo bien inmutable, él cual es en tanto grado bien suyo, que sin él es absolutamente precioso que sean infelices. Tampoco son entre todas las criaturas las mejores las que no pueden ser miserables; pues no podemos decir que todos los demás miembros de nuestro cuerpo son mejores que los ojos, porque no pueden ser ciegos. Pero así como es mejor la naturaleza sensitiva, aun cuando está doliente, que la piedra, que no puede en modo alguno padecer dolor, así también la naturaleza racional es más excelente, aun siendo miserable, que la que carece de razón y sentido, y, por consiguiente, no es susceptible por su naturaleza de sufrir miseria ni infortunio alguno. Siendo esto cierto, realmente esta naturaleza, criada, con tanta excelencia y adornada de tantas dotes y prerrogativas, aunque sea mudable, sin embargo, uniéndose con el bien inconmutable, esto es con Dios todopoderoso, puede conseguir la bienaventuranza, y no se completa ni se llena su indigencia sino siendo bienaventurada, no bastando a llenar su vacío otro que el mismo Dios; y así verdaderamente, digo que el no unirse con el Señor es un vicio en ella; y todo vicio es dañoso a la naturaleza, y, por consiguiente, contrario a la naturaleza; luego la naturaleza que se une con Dios no se diferencia de la otra sino por el vicio, aunque con este vicio de deja de manifestar la naturaleza cuán noble y cuán excelente sea en su origen; porque donde el vicio con justa causa ,es reprendido, allí, sin duda, se alaba la naturaleza, puesto que una de las justas represensiones que se dan al vicio es porque con él se deshonra, y afea la buena y Ioable naturaleza. Por eso cuando al vicio en la vista llamamos ceguera, hacemos ver que a la naturaleza de los ojos corresponde la facultad de ver; y cuando al vicio del oído lIamamos sordera, demostramos que a su naturaleza pertenece el oír; así, siempre que decimos que es vicio de las criatura angélica él no unirse con Dios, con esta expresión evidentemente declaramos que conviene y es propio de su naturaleza unirse con Dios. Y cuán meritoria y loable acción sea el unirse con Dios para vivir perpetuamente con Él, saber con Él, alegrarse con Él, y gozar de tantos bienes sin error y sin molestia, ¿quién dignamente lo podrá imaginar o expresar? Así también con el vicio de los ángeles, quienes no se unen a Dios por ser todo vicio perjudicial a la naturaleza, bastantemente se da a entender que Díos crió tan buena, tan pura y tan noble la naturaleza de los espíritus infernales, que les es sumamente nocivo el no estar unidos con Dios. CAPITULO II Que ninguna esencia es contraria a Dios, porque a aquel Señor que es, y siempre es, parece que se le opone todo lo que no existe Sirva esta doctrina para que ninguno imagine, cuando habláremos de los los ángeles apóstatas, que pudieron tener otra naturaleza distinta, como criados por otro principio, y que Dios no es el autor de su naturaleza. Pues tanto más fácilmente se librará cualquiera de la impiedad de este error cuanta fuese mayor la atención con que considere lo que dijo Dios por su ángel, cuando envió a Moisés por su legado a los hijos de Israel, significándole el nombre y autoridad del supremo príncipe y legislador que le enviaba por estas insinuantes y misteriosas palabras: “Yo soy el que soy.» Porque siendo Dios suma esencia, esto es, siendo sumo, y, siendo por esto inmutable, a las cosas que crió de la nada dio el ser, pero no un ser sumo, como lo es su Divina Majestad. A unos distribuyó el ser, en más y a otros en menos; y así ordenó respectivamente por sus grados la naturaleza de las esencias (porque así como del saber toma el nombre la sabiduría, así del ser se IIama esencia; bien que con un nombre nuevamente inventado, no usado de los antiguos autores de la lengua latina, pero ya usado en nuestros tiempos para que no faltase en nuestro idioma la voz que los griegos denominan en la suya usia, pues esta palabra está traducida a la letra para decir y significar la esencia); y, por consiguiente, a la naturaleza que sumamente es, de cuya poderosa mano proceden todos los entes que tienen ser, no hay naturaleza contraria sino la que no es, pues a lo que es, se opone; o es contrario el no ser; y por eso, respecto de Dios, esto es, de la suma esencia y autor de todas y cualesquiera esencias, no hay esencia alguna contraria. CAPITULO III De los enemigos de Dios, no por naturaleza, sino por voluntad contraria, la cual, cuando a ellos les perjudica, sin duda que daña a una naturaleza buena, porque el vicio, si no daña, no existe Llámanse en la Sagrada Escritura enemigos de Dios los que contradicen y resisten a su mandado, no por impulso, de su naturaleza, sino con sus vicios, con los cuales no son bastante poderosos a dañar al Señor en cosa alguna, sino a sí mismos. Pues son enemigos precisamente por la voluntad que tienen de resistir y no por la potestad que obtengan de ofender, porque Dios es inmutable y totalmente incorruptible. Por eso el vicio con que resisten a Dios los que se llaman sus enemigos no es mal para Dios, sino para ellos mismos, y esto no por otra causa sino porque estraga en ellos lo bueno que tiene en sí la naturaleza. Así, pues, la naturaleza no es contraria a Dios, sino el vicio, porque lo que es malo es contrario a lo bueno. ¿Y quién podrá negar que Dios es sumamente bueno? El vicio, pues, es contrario a Dios, así como lo malo a lo bueno. También es un bien la naturaleza que vicia y estraga el vicio, por lo cual es contrario también a este bien; pero a Dios solamente, como a lo bueno lo malo; mas a la naturaleza que vicia no sólo es malo, sino dañoso; porque no hay mal alguno que sea dañoso a Dios, sino a las naturalezas mudables y corruptibles; sin embargo, éstas son buenas por el testimonio aun de los mismos vicios; puesto que si no fueran buenas, los vicios no las pudieran causar daño. Porque ¿qué es lo que les hacen con su daño, sino quitarles su integridad, hermosura, salud, virtud y todo lo bueno de que suele despojarse y desposeerse la naturaleza por el vicio? Lo cual, si totalmente no se halla en ella, así como no le priva de cosa buena, así tampoco le hará daño, y, consiguientemente, no será vicio; porque ser vicio y no hacer daño no puede ser. De donde se infiere que aunque el vicio no puede dañar al bien inmutable, sin embargo, no puede dañar sino a lo bueno, por cuanto no se halla sino donde hace daño. Puede decirse también que no puede haber vicio en el sumo bien, y que el vicio no puede existir si no es en algún objeto bueno. Por eso puede haber en alguna parte solas cosas buenas, y solas malas no las puede haber en ninguna; pues aun aquellas naturalezas que están estragadas por el vicio de una voluntad mala, en cuanto están viciadas y estragadas son malas, y en cuanto son naturaleza son buenas. Y cuando la naturaleza viciada está sufriendo penas además de lo que es ser naturaleza, también es bueno el no estar sin castigo, porque esto es justo, y todo lo justo sin duda es bueno. Porque ninguno paga las penas debidas por los vicios naturales, sino por los contrarios; pues hasta el vicio que por la costumbre habitual y por el demasiado fomento ha adquirido tales fuerzas que se ha hecho como natural, de la voluntad tomó su primer principio. Hablamos, pues, al presente, de los vicios de la naturaleza que posee un entendimiento capaz de la luz inteligible con la que distinguimos y diferenciamos lo justo de lo injusto. CAPITULO IV De la naturaleza de las cosas irracionales o que carecen de vida, la cual, en su género y orden, no desdice de la hermosura y decoro del Universo Pasando a la consideración de los demás seres, seguramente que el imaginar que los vicios de las bestias, árboles y de las demás cosas mudables y mortales, y que carecen de entendimiento, de sentido o vida con que su disoluble naturaleza se estraga y corrompe, son dignos de reprensión, es asunto digno de risa; habiendo recibido las criaturas este orden por voluntad de su Creador, para que, pereciendo unas y sucediendo otras, cumplan en su clase la interior hermosura corporal corceniente a las partes de este mundo. Por cuanto no habían de igualarse a las cosas celestiales las terrenas, ni debieron éstas faltar en el Universo, porque las otras son mejores. Cuando en estos lugares, donde convenía que hubiese tales seres, nacen unos faltando otros, rindiéndose los menores a los mayores, y convirtiéndose los vencidos en cualidades de los que vencen, éste es el orden que se observa en las cosas mudables y transitorias. El decoro y hermoso ornato de este admirable orden por eso nos deleita y satisface, porque estando nosotros incluidos y arrinconados en una parte de él según la condición de nuestra humana naturaleza, no podemos descubrir y observar el Universo, al cual con grande gracia y conveniencia cuadran las pequeñas partes que nos ofenden. Y así a nosotros en los puntos que somos menos idóneos para contemplar y descubrir la alta providencia del Creador, con justa causa se nos prescribe que la creámos, a fin de que no nos atrevamos, alucinados con la vanidad de la humana temeridad, a reprender y motejar en lo más mínimo las obras del Artífice supremo. Aunque si prudentemente consideramos los vicios de las cosas terrenas, que no son voluntarios ni penales, nos recomiendan a las mismas naturalezas, de las cuales no hay una sola cuyo autor y criador no sea Dios, porque aun respecto de ellas nos desagrada el que nos quite el vicio, lo que nos agrada, atendida solamente la naturaleza; a no ser que al hombre le descontenten las más veces las mismas naturalezas, cuando le son dañosas, no considerándolas precisamente por su respeto y esencia, sino atendiendo únicamente a su propia utilidad, como se refiere de aquellos animalejos cuya abundancia sirvió de azote para castigar la soberbia de los egipcios. Pero siguiendo este modo de opinar, también pondrán tacha en el sol, porque a ciertos delincuentes o deudores los condenan los jueces a que los pongan al sol. Así que, considerada la naturaleza en sí misma, y no conforme a la comodidad o incomodidad que nos resulta de sus influencias, da gloria a su artífice; y en esta conformidad la naturaleza del fuego eterno es también seguramente loable, aunque haya de ser penosa e insufrible a los impíos condenados. Porque ¿qué objeto hay más hermoso y apacible a la vista que el fuego ardoroso, vivo y resplandeciente? ¿Qué más útil cuando calienta, nos cura y pone en sazón lo que necesitamos para nuestro sustento, aunque no haya otro más insufrible cuando nos quema? El mismo que para un efecto es pernicioso, aplicado convenientemente y en debido tiempo es muy provechoso. Porque ¿quién podría declarar las utilidades que tiene y causa en el Universo? Ni deben ser oídos los que en el fuego alaban la luz y reprenden el calor, porque le estiman, no por su naturaleza, sino conforme a su bienestar o incomodidad. Quieren ver y no arder; y no consideran que la misma luz que les agrada suele ser dañosa por la disconveniencia o perjuicio que les resulta a los que tienen los ojos llorosos y tiernos; y que en el mismo ardor que les desagrada acostumbran por su propia utilidad a vivir cómodamente algunos animales. CAPITULO V Que el Creador es loable en todos los modos y especies de la naturaleza Así que todas las naturalezas, en cuanto tienen ser y, por consiguiente, disfrutan de su orden respectivo, especie y cierta paz consigo mismas, sin duda son buenas; y también cuando residen allí, donde según el orden de la naturaleza deben estar, y conforme a la cualidad y esencia que recibieron, conservan su ser; y las que no recibieron siempre el ser según el estilo y movimiento de las cosas a que por expresa ley del que las gobierna están sujetas, se mudan a un estado mejor o peor, dirigiéndose y caminando por las rectas sendas de la divina Providencia, al fin que incluye en sí la razón principal del gobierno del Universo; de modo que ni la corrupción tan notable, cuanta es la que reduce las naturalezas inestables, mudables y mortales, hasta acabar con ellas con la muerte hace, de tal suerte no ser lo que era, que consiguientemente no resulte y se haga de allí lo que debía ser. Lo cual siendo cierto, Dios, que sumamente es, y por eso toda esencia es obra de sus manos (la cual no es suma porque no debía ser igual al Señor lo que se hizo de la nada, y no podía ser ni existir de modo alguno si no fuera hecha por Dios), ni por la ofensa de vicio alguno debe ser reprendido; antes, por la consideración de todas las naturalezas, debe ser alabado. CAPITULO VI Cuál es la causa de la bienaventuranza de los ángeles buenos y de la miseria de los ángeles malos Por tanto, inferimos rectamente que la verdadera causa de la bienaventuranza de los ángeles buenos es porque están unidos con él, que es el sumo Ser entre todos los seres. Y cuando indagamos la causa de la miseria de los ángeles malos, con razón se nos ofrece que es porque, volviendo las espaldas al sumo Dios, se miraron a sí mismos, que no son sumos u omnipotentes; y a este vicio ¿cómo le designaremos, sino con el nombre de soberbia? Porque «la soberbia es el origen de todo pecado». No quisieron, pues, «referir a Dios su fortaleza», y los que fueran más, si se unieran con el Señor, que es sumo, prefiriéndose a El, antepusieron lo que realmente es menos. Este fue el primer defecto, la primera falta y el primer vicio de la naturaleza angélica, que fue criada en tal conformidad, que no fue suma, aunque pudo gozar, obteniendo la bienaventuranza de aquel, Señor, que es sumo a quien, volviendo las espaldas, aunque no se aniquiló, pero fue menos que era, y, por tanto, eternamente infeliz. Y si buscamos la causa eficiente de una voluntad tan perversa, hallaremos que es nada. Porque ¿qué es lo que hace mala a la voluntad, cuando obra alguna acción pecaminosa? Luego la voluntad es la causa eficiente de la mala obra, y la causa principal de la mala voluntad es nada; porque si es algo, o tiene o no tiene voluntad. Si la tiene, la tiene, sin duda, o buena o mala; si buena, ¿quién ha de ser tan ignorante que diga que la voluntad buena hace a la voluntad mala? Porque si así fuese, la voluntad buena sería causa del pecado, lo que no puede imaginarse. Pero si lo que constituye la voluntad mala también tiene voluntad mala, pregunto: ¿Qué causa es la que la hizo? Y para no proceder de un modo infinito, vuelvo a preguntar: ¿Cuál es la causa de la primera voluntad mala? Porque no hay primera voluntad mala a la cual haya hecho alguna voluntad también mala, sino que aquélla es la primera a quien ninguna hizo; pues si precedió, quien la hiciese, aquella es primero que hizo a la otra. Si respondieren que ninguna causa la hizo, y que por eso existió siempre, pregunto: ¿Acaso estaba en alguna naturaleza? Porque si no estaba en ninguna, tampoco tenía ser, y si en alguna la estragaba, corrompía y causaba perjuicio y daño, y, por consiguiente, la privaba del bien. Y por eso la voluntad mala no pudo estar en la naturaleza mala, sino en la buena, aunque mudable, a quien este vicio podía dañar; porque si no la hizo daño, sin duda que no fue vicio, y, consiguientemente, tampoco debe decirse que fue voluntad mala; y si hizo daño, el daño que hizo fue quitando o disminuyendo el bien. Luego no pudo haber voluntad eterna mala en cosa alguna dotada de bien natural, el cual, causando daño, podía quitarlo la voluntad mala. Y supuesto que no era sempiterna, pregunto: ¿Quién la hizo? Resta que digan que hizo a la voluntad mala una cosa en la que no hubo ninguna voluntad. Esta, pregunto, ha de ser superior, inferior o igual; si es superior, sin duda es mejor; ¿cómo, pues, carece de voluntad o no la tiene buena? Y esto mismo, sin duda, puede decirse si fuere igual; porque cuando nos fueren igualmente de buena voluntad, no hace uno en el otro voluntad mala. Resta que alguna cosa inferior, que no tiene voluntad, sea la que hizo en la naturaleza angélica, que fue la primera que pecó, la voluntad mala; pero tambien esta misma cosa, cualquiera que sea, aun la más inferior, hasta la ínfima tierra, por ser naturaleza y esencia, sin duda es buena, y tiene su cierto modo y especie en su género y orden. ¿Cómo, pues, la cosa buena es eficiente de la voluntad mala? ¿Cómo, digo, lo bueno es causa de lo malo? Porque cuando la voluntad, dejando, lo superior y convirtiéndose a los objetos inferiores se hace mala, no es porque es malo aquello a que se convierte, sino porque la misma conversión es perversa. Por eso no fue la cosa inferior la que hizo la voluntad mala, sino ésta la que se hizo mala apeteciendo perversa y desordenadamente la cosa inferior. Pues si dos igualmente dispuestos en el alma y en el cuerpo observan la hermosura de un cuerpo, y viéndola uno de ellos se mueve a quererla gozar ilícitamente, perseverando el otro constantemente en una voluntad casta, ¿cuál diremos será la causa de que en el uno se haga y en el otro no se haga la voluntad mala? ¿Qué causa la motivó en aquel en que fue hecha? Porque no la hizo la hermosura del cuerpo, puesto que no la produjo en los dos, ocurriendo a un mismo tiempo, y representándose a los ojos de ambos del mismo modo. ¿Por ventura la causa es la carne mortal del que mira? ¿Y por qué no es también la del otro? ¿Acaso es el alma? ¿Y por qué no la de ambos? Porque a los dos pusimos igualmente dispuestos en el alma y en el cuerpo. ¿O por ventura diremos que el uno fue tentado con secreta y oculta sugestión del espíritu infernal, como a esa sugestión o a cualquiera especie de persecución no hubiera consentido la propia voluntad? Este consentimiento, pues; esta mala voluntad que asintió al que le persuadió mal, preguntamos: ¿Qué cosa fue la que la hizo? Pues para que quitemos el escollo de esta duda, si tienta a los dos una misma tentación, y el uno se rinde y consiente, y el otro persevera el mismo que antes, ¿qué se infiere sino que el uno quiso y el otro no quiso mancillar la castidad? ¿Y por qué sino por la voluntad propia? Supuesto que hubo en el uno y en el otro una misma afección y disposición de cuerpo y alma, a los dos igualmente se les representó una misma hermosura, a ambos acometió igualmente una oculta y peligrosa tentación. Así que los que quisieren saber que fue el secreto impulso que obró en el uno de éstos la propia voluntad mala, si bien lo miran e investigan, encontrarán que es nada. Porque si dijésemos que él mismo la motivó, ¿qué era él mismo antes de estar poseído de la voluntad mala, sino una naturaleza buena, cuyo autor es Dios, que es un bien inmutable? El que dijere que aquel que consistió al que no le tentó y persuadió (cuando no consintió el otro para gozar ilícitamente de la hermosura del cuerpo que igualmente se representó a los ojos de ambos, habiendo, sido los dos, antes de aquella tentacion, semejantes en el alma y en el cuerpo), él mismo se hizo la voluntad mala; sin duda, siendo antes de la voluntad mala, bueno, indague o pregunte por qué la hizo; si porque es naturaleza, o porque fue hecha de la nada, y hallará que la voluntad mala no empezó a ser de aquello porque es naturaleza, sino porque tal fue criada de nada. Pues si la naturaleza es causa de la voluntad mala, ¿qué más podemos decir, sino que lo bueno engendra lo malo, y que lo bueno es causa de lo malo, puesto que por la naturaleza buena se hace la voluntad mala? ¿Y cómo puede suceder que la naturaleza buena, aunque mudable, antes que tenga voluntad mala haga algún mal, esto es, haga la misma voluntad mala? CAPITULO VII Que no debe buscarse la causa eficiente de la mala voluntad Ninguno, pues, investigue la causa eficiente de la mala voluntad, por cuanto no es eficiente, sino deficiente, supuesto que ella tampoco es efecto, sino defecto. Pues el dejar la unión del que es sumo por lo que es menos, esto es empezar a tener mala voluntad. Querer, pues, hallar las causas (como dije) de estas defecciones, no siendo eficientes, sino deficientes, es como si uno quisiese ver las tinieblas u oír el silencio, aunque ambas cualidades nos son conocidas: lo primero, no sino por los ojos, y lo segundo, no sino por los oídos, aunque no por su especie, sino por la privación de su especie. Ninguno intente saber de mí lo que sé que ignoro, si no es para aprender a no saber lo que ha de saber, que no puede saberse. Porque las cosas que se saben, no por su especie, sino por su privación, si puede decirse o entenderse, en cierto modo se saben no sabiendo, de modo que sabiendo no se sepan; pues cuando la vista de los ojos corporales corre por las especies corporales, en ninguna parte observa las tinieblas sino donde empieza a no ver. Así también el silencio pertenece, no a algún otro sentido, sino solamente al oído, el cual, sin embargo, de ninguna manera se percibe, si no es oyendo. Así nuestro entendimiento va comprendiendo las especies inteligibles, pero cuando faltan, aprende no sabiendo. «Porque ¿quién hay que conozca los errores?» CAPITULO VIII Del amor perverso con que la voluntad se aparta del bien inmutable y se inclina al bien mudable Esto sé yo, que la naturaleza divina nunca ni por parte alguna puede faltar y que pueden faltar los seres formados de la nada. Los cuales, cuanto más son y obran el bien (pues entonces algo hacen), tienen causas eficientes; pero en cuanto faltan, y con esto obran perversamente (pues qué hacen entonces sino vanidades) tienen causas deficientes. Asimismo estoy firmemente persuadido que cuando se hace la mala voluntad, ésta se efectúa de suerte que, si él no quisiera, no se hiciera, y por eso sigue justamente la pena a los defectos, no necesarios, sino voluntarios. No porque se inclina a las cosas malas, sino porque malamente se inclina; esto es, no a las naturalezas malas, sino porque malamente; pues pasa contra el orden de las naturalezas, de lo que es sumo a lo que es menos. Por cuanto la avaricia no es vicio del oro, sino del hombre que ama perversamente al oro dejando la justicia, que sin comparación se debía anteponer al oro, Ni la lujuria es vicio de los cuerpos hermosos y delicados, sino del alma que apasionadamente ama los deleites corporales, dejando la templanza con que nos acomodamos a objetos espiritualmente más hermosos e incorruptiblemente más suaves. Ni la jactancia es viciio de la alabanza humana, sino del alma que impíamente apetece ser elogiada de los hombres, despreciando el testimonio de su propia conciencia. Ni la soberbia es vicio del que concede la potestad, sino del alma que perversamente ama su potestad, vilipendiando la potestad más justa del que es más poderoso. Y, por consiguiente, el que ama temerariamente el bien de cualquiera naturaleza, aunque la alcance, él mismo se hace en lo bueno malo y miserable privándose de lo mejor. CAPITULO IX Si los santos ángeles, al que tienen por Creador de su naturaleza, lo tienen también por autor de su buena voluntad, difundiendo en ellos su caridad por el Espíritu Santo No existiendo, pues, causa alguna eficiente natural, o si puede decirse así, esencial de la mala voluntad, porque de ella misma principia en los espíritus mudables el mal con que se disminuye y estraga el bien de la naturaleza, ni a semejante voluntad la hace, sino la defección con que se deja a Dios, de cuya defección falta, sin duda, también la causa; si dijésemos que no hay tampoco causa alguna eficiente de la buena voluntad, debemos guardarnos, no se entienda que la voluntad buena de los ángeles buenos no es cosa hecha, sino coeterna a Dios. Porque siendo ellos criados y hechos, ¿cómo puede decirse que ella no fue hecha? Y puesto que fue hecha, pregunto: ¿Si fue hecha con ellos, o ellos fueron primero sin ella? Pero si lo fue con ellos, no hay duda que fue hecha por aquel Señor por quien fueron ellos; y luego que fueron hechos, se unieron a aquel por quien fueron hechos con el amor con que fueron hechos. Y por eso se apartaron éstos de la amable compañía de aquéllos, porque éstos permanecieron en la misma voluntad buena, y aquéllos, faltando a ella, se mudaron, es decir, con la mala voluntad, por el mismo hecho de apartarse del bien, del cual no se separaran si hubieran querido. Y si los buenos ángeles estuvieron primero sin la buena voluntad, y ésta la hicieron ellos en sí mismos sin que obrase Dios, mejores se hicieron ellos por sí mismos que fueron hechos por Dios. Pero no. Porque ¿qué fueran sin la buena voluntad sino malos? O si por eso no eran malos, porque tampoco tenían mala voluntad (pues no se habían apartado de aquella que aun no habían comenzado a tener), a lo menos entonces aun no eran tales, ni eran tan buenos como empezaron a ser con la buena voluntad. O si no pudieron hacerse a sí mismo mejores que lo que Dios les había hecho, pues ninguno hace las cosas más perfectas que este Señor, sin duda que no pudieran tampoco tener la buena voluntad con que fueron mejores sin la intervención del auxilio de su Creador. Y cuando su voluntad buena hizo que se convirtiesen, no a sí mismos, que eran menos, sino a Dios, que era el sumo y omnipotente, y uniéndose con él fuesen más, y participando de su divina gracia viviesen sabia y bienaventuradamente, ¿qué se deduce sino que la voluntad, por más buena que fuera, quedara indigente y permaneciera en sólo el deseo, si aquel que hizo de la nada la naturaleza buena capaz de sí, llenándola de su gracia, no la hiciera mejor que criándola primero con vivificarla y animarla más deseosa? Porque también debe discutirse: si los buenos ángeles, ellos en sí mismos hicieron la buena voluntad, ¿la hicieron con alguna o sin ninguna voluntad? Si con ninguna, sin duda que no la hicieron; si con alguna, con mala o con buena. Si con mala, ¿cómo pudo la mala voluntad hacer a la buena voluntad? Si con buena, luego ya la tenían, y ésta ¿quién la crió sino el que los crió con la buena voluntad, esto es, con amor casto, para qué se unieran con él, criando en ellos juntamente la naturaleza y dándoles la gracia? Y así, no ha de creerse que los santos ángeles estuvieron jamás sin la buena voluntad, esto es, sin el amor de Dios. Pero éstos, que, habiéndolos criado buenos el Señor, con todo, son malos por su propia voluntad mala (a la cual no hizo la buena naturaleza sino cuando se apartó voluntariamente del bien; de forma que la causa de lo malo no sea lo bueno, sino el desviarse y apartarse de lo bueno), digo que éstos, o recibieron menor gracia en el divino amor que los que perseveraron en la misma, o si los unos y los otros igualmente fueron criados buenos cayendo éstos con la mala voluntad, los otros tuvieron mayor auxilio, con el cual llegaron a la posesión de aquella plenitud de bienaventuranza donde estuviesen ciertos que nunca habían de caer, como lo referimos ya en el libro anterior. Así que debemos confesar, tributando la debida alabanza y gioria al Creador, que no sólo pertenece a los hombres santos, sino que también puede decirse de los ángeles, «que el amor y caridad de Dios se derramó copiosamente en ellos por medio del Espíritu Santo, que les fue dado»; y que aquel sumo bien de quien dice la Sagrada Escritura: «Mi bien y bienaventuranza es unirme con Dios», no sólo es bien propio y peculiar de los hombres, sino que primero y principalmente es bien cacterístico de los ángeles. Los que comunican y participan de este bien le tienen asimismo con aquel Señor con quien y entre sí se unen en una compañía santa, componiendo una Ciudad de Dios, la cual es un vivo sacrificio suyo y un vivo templo suyo. De cuya parte (la que se va formando de los hombres mortales para incorporarse con los ángeles inmortales, y que al presente, siendo mortal, peregrina en la tierra, o está descansando ya, cuales son los que murieron y moran en los secretos receptáculos y moradas de las almas) observo que ya es conveniente examinar el origen y principio que tuvo siendo su autor el mismo Dios, como se ha dicho de los ángeles, por que de un hombre que crió Dios en el principio, tuvo su origen el humano linaje, según el constante tesmonio de las sagradas letras, las cuales obtienen en toda la tierra, no sin justa razón, admirable autoridad; y entre otras cosas que la misma Escritura dijo con verdadero espíritu divino, anunció que todas las gentes y las naciones la habían de dar entero crédito y fe. CAPITULO X De la opinión de aquellos que creen que así como el mundo existió siempre, los hombres también existieron Dejemos, pues, las vanas conjeturas de los hombres que ignoran lo que dicen sobre la naturaleza o creación del género humano. Porque unos, así como lo creyeron del mundo, imaginan que siempre existieron los hombres. Así, Apuleyo, describiendo este género de animales, dice: «Tomándolos particulannente, son mortales; pero generalmente, en todo su género son perpetuos.» Y cuando les objetan: si siempre fue o existió el género humano, ¿cómo puede ser verdadera su historia cuando ésta refiere quiénes fueron, y de las artes e instrumentos de que fueron inventores, quiénes los primeros maestros de las artes liberales y de otras facultades, y quiénes principiaron a poblar esta o aquella provincia o parte de la tierra, y esta o aquella isla? Responden que por ciertos intervalos de tiempo se suelen despoblar y destruir muchas regiones de la tierra con los diluvios y los incendios, aunque no todas, de modo que vienen a reducirse los hombres a un número muy limitado y corto, de cuya generación se vuelve a reparar y restaurar la perdida multitud, reparándose de este modo ordinariamente y criándose nuevos individuos como los primeros, siendo cierto que así se restituyen los que se interrumpieron y consumieron con las inmensas ruinas o desolaciones, siendo cierto que de ninguna manera puede proceder a derivarse el hombre sino de otro individuo de su misma naturaleza. Pero dicen lo que imaginan, y no lo que saben. CAPITULO XI De la falsedad de la historia que atribuye muchos miles de años a los tiempos pasados Engáñanlos asimismo algunos mentirosos escritos, los cuales dicen que en la historia de los tiempos se contienen muchos millares de años; siendo así que de la Sagrada Escritura consta no haber transcurrido desde la creación del mundo hasta la actualidad más que seis mil años cumplidos; y, por no alegar aquí infinitos testimonios que demuestren cómo se conoce y comprueba la vanidad y falacia de aquellos escritos donde se refieren muchos más millares de años, sin embargo de no hallarse en ellas autoridad alguna idónea, mencionaré, para ratificar esta falsa aserción, aquella carta de Alejandro Magno a su madre Olimpias, en la cual insertó lo que refería a un sacerdote egipcio, tomando de las escrituras que entre ellos se tienen por sagradas, expresando juntamente en ella, según el orden de los tiempos, el origen de los reinos, de que tiene asimismo noticia la historia griega; entre los cuales, en la misma carta de Alejandro, se hace conmemoración del reino de los asirios, el cual pasa de cinco mil años, según lo relacionado en ella; pero en la historia de los griegos no tiene más que unos mil y trescientos desde que comenzó a reinar Belo, al cual coloca también el egipcio en el principio del mismo reino; y al imperio de los persas y macedonios, hasta el mismo Alejandro, con quien hablaba, le atribuye más de ocho mil años, siendo así que el de los macedonios, hasta la muerte de Alejandro, no se halla entre los griegos que tenga más de cuatrocientos ochenta y cinco, y el de los persas, hasta que expiró con las victorias de Alejandro, doscientos treinta y tres. Así que, sin comparación, es menor el número de estos años respecto de aquellos de los egipcios, ni pueden llegar a ellos, aunque se triplicaran. Pues escriben que los egipcios usaron por algún tiempo de años tan cortos que sólo tenían cuatro meses, y así el año más cumplido y verdadero, cual es el que en la actualidad tenemos nosotros, y ellos también, contenia tres años antiguos de los suyos. Pero ni aun de esta manera, como dije, concuerda la historia de los griegos con la de los egipcios en el número de los tiempos, y así, debemos dar más crédito a la griega, porque no excede a la verdad de los años que se hallan en nuestras Escrituras, que son verdaderamente sagradas. Y si esta carta de Alejandro, que fue tan notoria entre los egipcios, en orden al tiempo, desdice infinito de la probabilidad y fe de lo realmente sucedido, ¿cuánto menos debe creerse a las historias y memorias que nos quieran alegar, llenas de fabulosas antigüedades, contra la autoridad de los libros tan conocidos y divinos, que vaticinaron y dijeron que todo el orbe había de darles crédito, y según lo expresaron así, todo el mundo les prestó gustosamente su asenso, los cuales prueban y demuestran que dijeron verdad en lo que nos refieren de los sucesos pretéritos, cuando vemos que se va cumpliendo con tanta puntualidad todo cuanto dijeron que había de suceder? CAPITULO XII De los que opinan que este mundo, aunque no es eterno, sin embargo, se reproduce; esto es, que el mismo mundo al cabo de ciertos siglos vuelve a nacer Otros están persuadidos que el mundo no es eterno, ya piensen que no es uno solo, sino que son innumerables; ya confiesen que es uno solo, pero que por ciertos intervalos de siglos nace y muere innumerables veces. Estos es necesario que confiesen que el linaje humano estuvo primero sin hombres que pudiesen procrear. Porque esto no sucede del mismo modo que en los diluvios e incendios de las tierras, los cuales no suceden generalmente en todo el mundo, y por eso pretenden que siempre quedan algunos pocos hombres con quienes se pudo reparar la generación extinguida. Así también pueden éstos imaginar que, pereciendo el mundo, quedan algunos hombres en el mundo; pero así como piensan que el mundo renace de su materia, así piensan que en él brota de los elementos el linaje humano, y después de sus padres, la generación de los mortales, como la de los otros animales. CAPITULO XIII Qué debe responderse a los que ponen por inconveniente que fue tarde la creación del mundo Lo que respondimos cuando tratamos del principio y origen del mundo a los que no quieren creer que no fue o existió siempre, sino que empezó a ser (como también expresamente lo confiesa Platón, aunque, algunos crean que sintió lo contrario de lo que dijo), eso mismo responderé sobre la creación del hombre por satisfacer a los que asimismo se ofenden porque el hombre no fue criado innumerables e infinitos tiempos antes, y porque fue criado tan tarde; pues en la Sagrada Escritura está escrito que ha menos de seis mil años que principió a ser. Pues si ofende a éstos la brevedad del tiempo, viendo tan pocos años, desde donde refieren nuestras memorias auténticas que fue criado el hombre, consideren que no media un tiempo diuturno o largo, donde hay algún extremo; y cualesquiera espacios y siglos infinitos y limitados cotejados con la infinita eternidad sin límites, no deben enerse por pequeños, sino por nada. Por consiguiente, si dijésemos, no cinco o seis mil, sino sesenta o seiscientos millares de anos, o si por otros tantos otras tantas veces se multiplicara esta suma, de modo que no tuviésemos nombre, ni número con que expresar los años después que crió Dios al hombre, de la misma manera puede preguntarse por qué no le crió antes. Porque la cesación eterna que tuvo Dios antes de criar al hombre sin principio es tan grande, que si comparamos con ella cualquiera número de tiempos, por grande que sea, con tal que termine en ciertos y determinados, espacios, no debe parecer tanta como si comparásemos una mínima gota de agua a todo el mar y con cuanto el profundo caos del Océano comprende; porque de estas dos cosas, sin duda, la una es muy pequeña y la otra sin comparación muy grande e inmensa; sin embargo, ambas son limitadas, y el espacio de tiempo que procede de algún principio y se acaba con algún término, aunque se dilate y extienda, comparado con lo que no tiene principio, dudo si se debe estimar por cosa mínima o por ninguna. Porque si a ésta poco a poco la fueron quitando desde el fin sus momentos, por brevísimos que sean, decreciendo el número, aunque sea tan inmenso, que no tenga nombre, volviendo hacia atrás (como si fueses quitando al hombre los días, empezando desde aquel en que ahora vive hasta aquel en que nació), al fin, alguna vez llegarás al principio con aquel quitar. Pero si fueren desmembrando o quitando hacia atrás en el espacio que no tuvo principio, no digo yo poco a poco, pequeños momentos de horas, o de días, o de meses, o cantidades aun de años, sino tan grandes espacios como aquella suma de. años, que no pueda nombrar ningún aritmético por hábil que sea, pero que, en efecto, se consume, quitandola paulatinamente los momentos; y le fueran quitando estos espacios tan grandes, no una, o dos, o muchas veces, sino siempre, ¿qué es lo que harán, puesto que jamás llegarán al principio, porque realmente carece de él? Por lo cual, lo que nosotros preguntamos ahora, al cabo de cinco mil y más años, podrán también nuestros descendientes, aun después de seiscientos mil, preguntar, excitados de la misma curiosidad, si durare, y perseverare tanto tiempo naciendo y muriendo la humana naturaleza, y su ignorante imbecilidad y mortalidad. También pudieran los que nos precedieron, luego que fue criado el hombre, mover esta cuestión; y, finalmente, el mismo primer hombre, un día después, o el mismo en que fue criado, pudo preguntar por qué Dios no le crió antes. Y por más que se anticipara y fuera criado con anterioridad de tiempo, no por eso esta controversia sobre el origen y principio que tuvieron las cosas temporales hallará más sólidos fundamentos entonces que al presente, ni los hallará después. CAPITULO XIV De la revolución de los siglos, los cuales algunos filósofos los incluyen dentro de un cierto y limitado fin, y así creyeron que todas las cosas volvían siempre a un mismo orden y a una misma especie No imaginaron los filósofos del siglo que podían, o debían, resolver de otro modo esta controversia sino introduciendo un circuito y revolución de tiempos, con que dicen que unas mismas cosas se han ido renovando y repitiendo siempre en el mundo, y que así será en adelante, sin cesar jamás, con la revolución de unos mismos siglos que van y vienen; ya se hagan. estos circuitos y revoluciones, permaneciendo en su mismo ser el mundo, o ya por ciertos intervalos, naciendo y muriendo el Universo, produzca siempre como nuevas unas mismas cosas, las pasadas y las futuras. De cuyo devaneo no pueden eximir y libertar el alma, que es totalmente inmortal, aun cuando haya conseguido la sabiduría, haciéndola que camine sin cesar a la falsa bienaventuranza y que vuelva sin interrupción a la verdadera miseria. ¿Cómo puede ser verdadera bienaventuranza aquella, de cuya eternidad jamás está segura el alma, o por no conocer la futura miseria, procediendo con la mayor ignorancia en la verdad, o por tener con temor noticia de ella? Pero si de los infortunios va caminando a la bienaventuranza para nunca jamás volver a ellos, ya en el tiempo se hace alguna cosa nueva que no tiene fin de tiempo. ¿Por qué no decir lo mismo del mundo? ¿Y por qué no asimismo de un hombre criado en el mundo para que, procediendo con la doctrina sana por una senda recta; excusemos aquellos falsos circuitos y retornos inventados por engañosos sabios? Porque las palabras del Eclesiastés sobre Salomón: «¿Qué fue? Lo mismo que será. ¿Qué se hizo? Lo mismo que se hará; y no hay cosa nueva debajo del sol. Ninguno puede decir esto es nuevo, porque ya precedió en los siglos que fueron antes de nosotros»; quieren algunos que se refieran a estos circuitos y revoluciones que vuelven a lo mismo, y lo traen todo a lo mismo; habiéndolo él dicho, o de las demás cosas de que trata arriba, esto es, de las generaciones, unas que van y otras que vienen; de las vueltas que da el sol; de las sendas y caminos de los arroyos o, a lo menos, de todas las cosas generales y corruptibles. Porque hubo hombres antes que nosotros, los hay con nosotros y los habrá después de nosotros. Asimismo animales y árboles, y aun los mismos monstruos que nacen fuera del curso ordinario, aunque son entre sí diferentes, y de algunos de ellos se dice que los hubo una sola vez; sin embargo, en cuanto generalmente son seres raros y monstruosos, también fueron y los habrá; pues no es cosa reciente y nueva que nazca un monstruo debajo del sol. Aunque algunos hayan entendido estas palabras como si el sabio quisiera decir que todas las cosas fueron ya en la predestinación de Dios, que por eso no hay cosa nueva debajo del sol; pero no permita Dios en la fe verdadera que profesamos, que creamos que estas palabras de Salomón signifiquen o digan aquellos circuitos y retornos con que ellos piensan que unas mismas revoluciones de los tiempos y de las cosas temporales van dándo la vuelta; de manera que -pongamos por ejemplo- en este siglo Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en la ciudad de Atenas, en la escuela que se dijo Academia; y después de innumerables siglos, aunque por muy largos y prolijos intervalos, pero ciertos y determinados, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a ser y existir, y por innumerables siglos después volverán a ser. Así que Dios nos libre de que creamos esto: «porque una vez murió Jesucristo por nuestros pecados, y habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere, ni la muerte tendrá más dominio sobre él, y nosotros, después de la resurrección, estaremos siempre con el Señor», a quien con confianza decimos ahora lo que nos advierte el real profeta: «Tú, Señor, nos guardarás y ampararás de esta generación para siempre.» Y me parece que muy al caso les conviene lo que sigue: «los impíos andan en circuito», no porque ha de venir a dar la vuelta su vida por los circuitos imaginarios que creen, sino porque es tal en la actualidad el camino errado que llevan, esto es, su falsa doctrina. CAPITULO XV De la temporal creación del hombre, la cual hizo Dios, no con nuevo acuerdo o consejo ni con voluntad mudable ¿Y qué maravilla es que andando descaminados en estos circuitos y círculos no hallen entrada ni salida? Pues ignoran qué principio tuvo, ni qué fin tendrá el linaje humano y esta nuestra mortalidad; porque es imposible penetrar la alteza de Dios, pues siendo el Señor eterno y sin principio, sin embargo, por algún principio, empezaron los tiempos; y al hombre, que jamás había criado antes, lo hizo en el tiempo, pero no con algún nuevo y repentino consejo, sino con acuerdo inmutable y eterno. ¿Y quién podrá comprender esta grandeza incomprensible, e investigar lo que es incapaz de indagarse; cómo crió Dios en el tiempo con inmutable voluntad al hombre temporal, antes del cual jamás hubo otro hombre, y con quien solamente multiplicó el humano linaje? Porque habiendo ya dicho el mismo real profeta: «Tú, Señor, nos guardarás y ampararás de esta generación para siempre»; y habiendo después cargado la mano sobre aquellos en cuya insensata e impía doctrina no se halla para el alma libertad alguna ni bienaventuranza eterna, añade inmediatamente, «en círculo, dice, y alrededor andan los impíos»; como si le dijeran: ¿qué es lo que tú crees, sientes y entiendes? ¿Acaso hemos de pensar que de improviso vino a Dios la voluntad de criar al hombre, a quien jamás durante una infinita eternidad había hecho, siendo Dios, al que nada le puede suceder de nuevo, y en quien no hay cosa mudable? Y porque oyendo nosotros esta doctrina no nos inquietara acaso alguna, duda, inmediatamente respondió hablando con el mismo Dios: «conforme a tu grandeza, multiplicaste a los hijos de los hombres». Sientan, dice, los hombres y estén satisfechos de lo que piensan, e imaginén lo que les agrade y todo cuanto quieran, y de eso disputen y conferencien; vos, Señor, conforme a vuestra grandeza y majestad, la cual no puede comprender ningún entendimiento humano, multiplicaste los hijos de los hombres. Porque es asunto muy escabroso, profundo e incomprensible el querer investigar cómo Dios fue siempre, y cómo quiso hacer primeramente en algún tiempo al hombre; que nunca antes había criado, y cómo, sin embargo, no mudó ni de dictamen ni de voluntad. CAPITULO XVI Si para que se entienda que fue siempre Señor así como siempre fue Dios, hemos de creer que no le faltó jamás criatura de quien fuese Señor; y cómo se puede llamar siempre criado lo que no puede decirse coeterno Así como no me atrevo a decir que Dios nuestro Señor alguna vez no fue Señor así no debo dudar que el hombre no existió siempre, sino que en algún tiempo fue criado. Pero cuando considero de quién pudo ser siempre Señor, si la criatura no existió siempre, temo afirmar cosa alguna, porque me considero a mí mismo, y advierto también que dice el Apóstol: «¿Qué hombre hay que baste a saber los altos decretos de Dios? ¿O quién podrá imaginar lo que quiere la voluntad del Señor? Porque los pensamientos de los mortales son falsos y tímidos, inciertos y engañosos nuestros discursos, pues este cuerpo corruptible agrava el alma, y esta habituación de tierra abate y oprime el espíritu ocupado con varios pensamientos y cuidados.» Entre esta multitud de ideas que revuelvo y hallo en esta terrena habitación y casa (que, en efecto, son muchas, y entre ellas hay alguna en que acaso no pienso, y tal vez sea la verdadera), si dijere que la criatura fue o existió siempre -cuyo Señor fuese el que es siempre Señor y nunca dejó de ser Señor-, pero que esta criatura es ahora una, ahora otra, según los diversos tiempos, para que así no digamos que hay alguna coeterna a su Criador, que es contra la fe y buena razón, nos debamos guardar de que sea un absurdo ajeno de la luz de la verdad, que la criatura mortal haya sido siempre por el orden y sucesión de los tiempos, pasando una y sucediendo otra, y que la inmortal no empiece a ser sino cuando llegaron nuestros siglos, cuando fueron criados los ángeles (si es que los significa aquella luz que primeramente fue criada o aquel cielo de quien dice la Sagrada Escritura: «en el principio hizo Dios el cielo y la tierra»), no habiendo existido antes de ser formados. Porque si decimos que los inmortales fueron siempre, no debe entenderse que son coeternos a Dios. Y si dijeron que los ángeles no fueron criados en el tiempo, sino que fueron antes de todos los tiempos, para que Dios fuera su Señor, que nunca fue sino Señor; asimismo me preguntarán: si es que fueron criados antes de todos los tiempos, ¿pudieron acaso ser siempre los que fueron hechos? Aquí, por ventura, parece que se podrá responder: ¿cómo no siempre, puesto que lo que es en todo tiempo sin inconveniente se dice que es siempre? Y de tal suerte fueron los ángeles en todo tiempo que fueron criados antes de todos los tiempos; y si con el cielo comenzaron los tiempos, ellos eran ya antes del cielo; pero si el tiempo no tuvo su origen con el cielo, sino que fue todavía antes del cielo, aunque no en horas, días, meses y años (porque estas dimensiones de los espacios temporales que continuamente y con propiedad se llaman tiempos, principiaron con los movimientos de las estrellas, y así, cuando los crió, dijo Dios: «Sirvan de señales y de distinguir los tiempos, días y años»), sino que existió el tiempo en algún movimiento mudable, cuyas partes se sucedieron porque no podían estar juntas; si antes del cielo, digo, en los movimientos angélicos hubo algo de esto y por eso hubo ya tiémpo; y los ángeles, después que fueron criados temporalmente, se movían; así fueron también en todo tiempo, puesto que con ellos se hicieron los tiempos. ¿Y quién dirá que no fue siempre lo que, en otro tiempo fue? Pero si yo les respondiere esto me dirían: ¿cómo no son coeternos a su Creador si él fue siempre, y ellos fueron siempre? ¿Y cómo puede decirse que fueron criados si se entiende que fueron siempre? A esto ¿qué responderemos? ¿Diremos acaso que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo, los que con el tiempo fueron formados, o con quienes fueron hechos los tiempos, y que, sin embargo, fueran criados? Porque tampoco podemos negar que los mismos tiempos fueron criados; aunque ninguno dude que en todo tiempo hubo tiempo. Porque si en todo tiempo no hubo tiempo, resultaría que hubo tiempo cuando no hubo tiempo alguno; ¿y quién habrá tan ignorante que diga esto? Podemos, pues, decir muy bien: hubo tiempo cuando no era Roma, hubo tiempo cuando no era Jerusalén, hubo tiempo cuando no era Abraham, hubo tiempo cuando no era el hombre, y otras cosas semejantes. Finalmente, si no fue criado el mundo con principio de tiempo, sino después de algún tiempo, podemos decir: hubo tiempo cuando no era el mundo; pero decir hubo tiempo cuando no hubo tiempo alguno, es tan contradictorio, como si uno dijera hubo hombre cuando no hubo hombre alguno; o había este mundo cuando no había mundo. Porque si se entiende de diferentes, de éste y de otro, podrá decirse en cierto modo: hubo otro hombre cuando no había este hombre; y así podremos decir bien; había otro tiempo cuando no había este tiempo; pero hubo tiempo cuando no había tiempo alguno, ¿quién habrá tan ignorante que lo diga? Así, pues; como decimos que fue criado el tiempo, aunque el tiempo fue siempre, porque en todo tiempo hubo tiempo; así también no se sigue que porque siempre fueron los ángeles, no hayan sido criados; de manera que por lo mismo se dice que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo; y por eso fueron en todo tiempo, porque en ninguna manera sin ellos pudo haber tiempo, pues donde no hay criatura alguna con cuyos inestables movimientos se hagan los tiempos, no puede haber de ningún modo tiempos; por lo cual, aunque siempre hayan existido, son criados; y no, aunque siempre fueron, por eso son coeternos a su Criador. Porque Dios siempre fue con eternidad inmutable, pero los ángeles fueron criados; mas por eso se dice que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo, y sin ellos los tiempos en ninguna manera pudieron ser; pero el tiempo que corre y pasa con mutabilidad no puede ser coeterno a la eternidad inmutable. Así, pues, aunque la inmortalidad de los ángeles no pasa en el tiempo; ni ha pasado como si ya no fuese; ni es futura como si aun no fuese; con todo, sus movimientos con que se hacen los tiempos pasan de lo futuro a lo pasado, y por eso no pueden ser coeternos a su Criador, en cuyo movimiento no podemos decir que fue lo que ya no es, o que ha de ser lo que aún no es. Por lo cual, si Dios fuese siempre Señor, siempre tendría criatura que le sirviese, aunque no engendrada de si mismo, sino formada por Él de la nada, y no coeterna a su Divina Majestad; porque era antes que ella, aunque en ningún tiempo sin ella; no traspasándola en el espacio, sino precediéndola con la eternidad permanente. Pero cuando respondiere esto a los que me preguntan: ¿cómo el Creador fue siempre Señor, si no hubo siempre criatura que le sirviese; o cómo la criatura fue criada y no es coeterna a su Creador, si siempre fue? Recelo les parezca que más fácilmente afirmo lo que ignoro que enseño lo que sé. Vuelvo, pues, a lo que nuestro Creador quiso que supiésemos, porque las cosas que quiso las supiesen en esta vida los más sabios, o las que reservó para que las supiesen los que son del todo perfectos en la otra, confieso que exceden a mis débiles fuerzas; pero me pareció exponerlas sin afirmar cosa alguna, para que los que esto leyesen observen de cuántas cuestiones escabrosas, intrincadas e insolubles se deben excusar, y no presuman que son idóneos y hábiles para todo; antes más bien adviertan cuán obedientes debemos ser al saludable precepto del Apóstol: «Yo, nos dice, usando de la gracia y merced ,que Dios me ha hecho, mando a cualquiera de vosotros que no intentéis saber más de lo que conviene, sino que seáis sabios con moderación, conforme a los dones que el Señor repartió a cada uno de la nueva vida espiritual». Porque si a una criatura pequeña la sustentaren y dieren de comer conforme al estado de sus fuerzas, llegará a crecer y a ser capaz de que le alarguen poco a poco el nutrimiento; pero si le dieren más de lo que exigen sus fuerzas, antes desfallecerá y no crecerá. CAPITULO XVII Cómo ha de entenderse que prometió Dios al hombre vida eterna antes de los tiempos eternos Qué siglos hayan pasado antes de la creación del hombre, confieso que no lo sé; pero no dudo que ninguna cosa criada es coeterna a su Creador. Llama también el Apóstol a los tiempos eternos, y no a los futuros, sino, lo que excita más la admiración, a los pasados, explicándose con estas palabras: «para esperar la vida eterna que nos prómetió Dios, que no miente, antes de los tiempos eternos, y nos cumplió y manifestó a su tiempo su palabra». Y ved aquí, como dice, que hubo anteriores tiempos eternos, los cuales, sin embargo, no fueron coeternos a Dios, puesto que no sólo el Señor era antes de los tiempos eternos, sino que también nos prometió la vida eterna la cual nos manifestó a su tiempo, esto es, en el tiempo conveniente. ¿Y qué otra prenda más segura que su Verbo? Porque éste es la vida eterna. Pero ¿cómo lo prometió, ya que lo prometió efectivamente a los hombres, que aun no eran, antes de los tiempos eternos, sino porque en su misma eternidad y en su misma palabra y Verbo, coeterno al mismo Dios, estaba ya, mediante la alta predestinación; establecido y decretado lo que a su tiempo debía ser? CAPITULO XVIII Qué es lo que la verdadera fe sostiene sobre el inmutable consejo, y voluntad de Dios, contra los discursos de los que quieren que las obras de Dios, derivándolas desde la eternidad, vuelvan siempre por unos mismos círculos y revoluciones de siglos Tampoco pongo en duda en que antes que Dios criase al primer hombre jamás hubo hombre alguno; ni tampoco que él mismo volviese a existir no sé con qué circuitos o rodeos, ni al cabo de cuántas revoluciones; ni otro alguno semejante a él en naturaleza. Ni de esta fe y creencia me pueden apartar los argumentos de los filósofos, entre los que se tiene por más agudo aquel que dice: que con ninguna ciencia pueden comprenderse las cosas que son infinitas; y así, dicen, las razones que tiene Dios acerca de las cesas finitas que hizo son finitas; y debemos creer que su bondad jamás estuvo ociosa, porque no venga a ser temporal la operación de aquel Señor cuya inacción haya sido antes eterna, como si se hubiese arrepentido de la ociosidad primera sin principio, y por esto hubiese comenzado a obrar; por lo que dicen, es necesario que unas mismas cosas vuelvan por su orden, y que las mismas pasen y corran para tornar siempre a volver, ya sea permaneciendo mudable el mundo, en cual, aunque siempre haya existido sin principio de tiempo, sin embargo, ha sido criado; ya sea repitiendo siempre y debiendo repetir con aquellos circulos y revoluciones su nacimiento y ocaso; porque si dijésemos que alguna vez comenzaron primeramente las obras de Dios, no se entienda que condenó de modo alguno aquella su primera inacción sin principio como ociosa y sin destino, y que por eso, como poco satisfecho de ella, la mudó. Si dijeren que siempre estuvo haciendo las cosas temporales, aunque ahora unas, ahora otras, y así llego también a formar al hombre, que nunca antes había criado, parecerá que hizo lo que hizo con cierta casual inconstancia, y no con la ciencia (con la que imaginan no puede comprender cualesquiera infinito), sino como por acaso, como le vino a la imaginación. Pero si admitimos, dicen, aquellos circuitos y rodeos con que (o permaneciendo el mundo o mezclando con los propios circuitos sus volubles nacimientos y ocasos) se vuelven a hacer las mismas cosas temporales, ni atribuiremos a Dios el ocio vergonzoso de una tan larga duración sin principio, ni la impróvida temeridad de sus obras; porque si no se repiten y vuelve a hacer las mismas, no puede ninguna ciencia o presciencia suya comprender la infinidad de ellas variadas con tanta diversidad. De esos argumentos con que los infieles procuran torcer del camino recto a nuestra sencilla y piadosa fe, para que andemos con ellos alrededor, aun cuando la razón no los pudiera refutar, la fe se debiera reir. Además, que con el favor de Dios nuestro Señor, estos volubles circulos que inventa la opinión los deshace la razón clara y manifiesta, por cuanto en esto se engañan, queriendo más caminar en su falso círculo que por el verdadero y derecho camino; pues miden el entendimiento divino del todo inmutable, capaz de cualquiera infinidad, y que enumera todo lo innumerable sin ninguna sucesión alternativa de su pensamiento, con el suyo, que es humano, inestable y limitado, sucediéndoles lo que dice el Apóstol: «que midiendo y comparándose ellos mismos a sí mismos, no se entienden y conocen a sí mismos». Porque como ellos todo cuanto se les antoja hacer de nuevo, lo hacen con nuevo acuerdo, porque tienen mudable entendimiento, sin duda que considerando e imaginando, no a Dios a quien no pueden imaginar, sino a sí mismos por él, no miden ni comparan a Dios con Dios, sino ellos mismos se comparan a sí mismos. Pero nosotros no podemos ni debemos creer que de un modo está dispuesto Dios cuando esta ocioso y de otro cuando obra, porque no puede decirse que se dispone, como si en su naturaleza sucediese y hubiese alguna novedad que antes no había, por cuanto el que se dispone padece, y es mudable todo el que padece algo. Así, que no se imagine que en su inacción haya ociosidad, inercia o pereza, como tampoco en sus obras, trabajo, conato o industria. Sabe él estando quieto trabajar, y trabajando estarse quieto. Puede aplicar a la obra nueva no nuevo acuerdo, sino el acuerdo eterno, y sin arrepentirse, de que primero hubiese cesado, empezó a obrar lo que antes no había creado. Pero aunque primero cesó y después obró (lo cual no sé cómo el hombre pueda entenderlo), esto, sin duda, que llamamos primero y postrero, estuvo en las cosas que primero no hubo, y después hubo; pero en Él no mudó alguna voluntad nueva otra voluntad que antes tuviese, sino que con una misma sempiterna e inmutable voluntad hizo que las cosas que crió primero no fuesen hasta que no fueron; y después fuesen cuando comenzaron a ser; manifestando acaso con esto maravillosamente a los que pueden ser capaces de entender estas cosas, que no tenía necesidad de ellas, sino que las crió por su mera gratuita bondad, habiendo estado sin ellas en no menor bienaventuranza desde la eternidad sin principio. CAPITULO XIX Contra los que dicen que las cosas que son infinitas no las puede comprender ni aun la ciencia de Dios Sobre el otro punto que dicen, que ni la ciencia de Dios puede comprender las cosas infinitas, les resta el atreverse a decir, sumergiéndose en este profundo abismo de impiedad, que no conoce Dios todos los números. Porque éstos es indudable que son infinitos, pues en cualquiera número que os pareciere parar y hacer fin, este mismo puede, no digo yo que añadiéndole uno, acrecentarse, sino que por alto que sea y por inmensa la multitud que abrace, en la misma razón y ciencia de los números puede no sólo duplicarse, sino multiplicarse. Y de tal modo cada número acaba y termina con sus propiedades, que ninguno de ellos puede ser igual a otro alguno. Así que son desiguales entre sí y diferentes; cada uno es finito y todos son infinitos. ¿Y que sea posible que Dios todopoderoso no sepa los números por su infinidad, y que la ciencia de Dios llegue hasta cierta suma de números, y que ignore los demás, quién habrá que pueda decirlo, por más ignorante y necio que sea? Y no es posible que se atrevan éstos a despreciar los números y decir que no pertenecen a la ciencia de Dios, pues entre ellos Platón, con grande autoridad, enaltece a Dios, que fabricó el mundo con números. Y entre nosotros leemos que se atribuye a Dios el «que todo lo dispuso según medida, número y peso»; de quien dice asimismo el profeta: «que produce en número el siglo», y el Salvador en el Evangelio: «todos vuestros cabellos, dice, están contados». De ningún modo dudemos de que conoce todos los números Aquel «cuya inteligencia, como dice el salmista, no tiene número». Así que la infinidad del número, aunque no haya número de números infinitos, con todo, no es incomprensible a aquel cuya inteligencia no tiene número. Por lo cual, si lo que comprende la ciencia se limita con la comprensión del que posee la sabiduría, sin duda que cualquiera infinidad en cierto modo inefable es finita y limitada para Dios, pues no es incomprensible a su ciencia. Y así que la infinidad de los números para la ciencia de Dios, que la comprende, no puede ser infinita, ¿qué presunción es la nuestra, que siendo unos hombrecillos nos atrevemos a poner limites a su ciencia, diciendo que si unas mismas cosas temporales no vuelven con los mismos circuitos y revoluciones de tiempos, no puede Dios en todas las cosas que ha hecho, o preverlas para hacerlas o conocerlas habiéndolas hecho?, cuya sabiduría, siendo una y varia, y uniformemente multiforme, o de muchas formas, con tan incomprensible entendimiento comprende todas las cosas incomprensibles, que si siempre quisiese obrar por más que se siguiesen cosas nuevas y diferentes de las pasadas, no pudiera tenerlas desordenadas e imprevistas, ni las previera de tiempo cercano y próximo, sino que las comprendiera y abrazara en sí con presciencia eterna. CAPITULO XX De los siglos de los siglos Lo cual, si lo ejecuta así y si se va uniendo entre sí con una continuada conexión los que acostumbramos llamar siglos de los siglos, aunque transcurriendo unos y otros con un ordenado desorden y desemejanza, y permaneciendo, sin embargo, solos los que se libertan de la miseria en su bienaventurada inmortalidad sin fin; o si se llaman siglos de siglos, los siglos que permanecen en la sabiduría de Dios con una inmoble estabilidad como causas eficientes de estos siglos que pasan con el tiempo, no me atrevo a definirlo. Porque acaso podrá ser que se llame siglo lo que son siglos, así como no es otra cosa que cielo de cielo, que cielos de cielos. Porque cielo llamó Dios al firmamento sobre el que están las aguas, y, no obstante, dice el real profeta: «Las aguas que están sobre los cielos alaben el nombre del Señor.» Qué cosa sea de estas dos, o si fuera de ambas, podemos entender alguna otra por «siglos de los siglos», es una cuestión muy profunda; ni al punto que tratamos impedirá si, dejándola indecisa, la diferimos para adelante; ya sea que podamos definir sobre ella, ya sea que, tratándola con más exactitud, nos hagamos más cautos y reservados, para que en tanta oscuridad no nos atrevamos y arroguemos la facultad de determinar decisivamente sobre un negocio tan escabroso, lo que siempre sería temeraria e inconsiderablemente. Porque al presente disputamos con los que ponen aquellos circuitos con que entienden que necesariamente unas mismas cosas vuelven siempre por sus intervalos y espacios de tiempo. Pero cualquiera de aquellas dos opiniones acerca de los siglos de los siglos que sea verdadera no hace al caso para estos circuitos; porque ya sean los siglos de los siglos, no los que, volvieron por aquella su revolución, sino los que corren, derivándose unos de otros con una conexión y trabazón muy concertada, quedando la bienaventuranza de los libertados certísima, sin que tengan recurso alguno los trabajos e infortunios; ya los siglos de los siglos sean eternos, como eficiente de los siglos temporales, como señores de sus súbditos, aquellas revoluciones con que vuelven unos mismos no tienen aquí lugar, a las cuales especialmente confunde y convence la vida eterna de los santos. CAPITULO XXI De la impiedad de los que dicen que las almas que gozan de la suma y verdadera bienaventuranza han de tornar a volver una y otra vez por los circuitos de los tiempos a las mismas miserias y aflicciones pasadas ¿Y qué católico temeroso de Dios ha de poder oír que después de haber pasado una vida con tantas calamidades y miserias (si es que merece nombre de vida ésta, que con más razón puede llamarse muerte, tanto más grave que, por amarla, tememos la muerte que de ella nos libra), que después de tan horrendos males, tantos y tan horribles, purificados finalmente por medio de la verdadera religión y sabiduría, lleguemos a la presencia de Dios y nos hagamos bienaventurados con la contemplación de la luz incorpórea (participando de aquella inmortalidad inmutable, con cuyo amor y deseo de conseguirla vivimos), de modo que nos sea preciso al fin dejarla en algún tiempo; y que los que la dejan, privados de aquella eternidad, verdad y felicidad, se vuelvan a enlazar en la mortalidad infernal, en la torpe demencia y abominable miseria donde vengan a perder a Dios, donde aborrezcan la verdad, donde por medio de los detestables vicios vengan a buscar la bienaventuranza; y que esto haya sido y haya de ser una y otra vez sin ningún fin, por ciertos intervalos y dimensiones de los siglos que han sucedido y sucederán; y esto para que Dios pueda tener noticia exacta de sus obras en ciertos y limitados circuitos que van y vuelven constantemente por nuestras falsas felicidades y yerdaderas miserias que aunque alternas con la revevolución incesable, son sempiternas; porque no puede cesar de hacer, ni con su ciencia comprender las cosas que son infinitas. ¿Quién puede escuchar esta doctrina? ¿Quién darla crédito? ¿Quién puede sufrirla? Que si fuese verdad, no sólo con más cordura se pasara en silencio, sino también (por decir según mi posibilidad lo que siento) fuera prueba de más sabiduría el no saberlo. Pues si en la eternidad no hemos de tener memoria de estas cosas, y por eso hemos de ser bienaventurados, ¿por qué razón aquí, con la noticia que tenemos de ellas, se nos agrava más esta nueva miseria? Y si en la vida futura necesariamente las hemos de saber, a lo menos no las sepamos en la presente, para que así sea más dichosa la esperanza, que allá el gozo y posesión del sumo bien; puesto que aquí esperamos conseguir la vida eterna, y allá sabemos que hemos al fin alguna vez de perder la vida bienaventurada, aunque no eterna. Y si dijesen que ninguno puede llegar a aquella bienaventuranza, si en la escuela de esta vida no hubiere conocido estos circuitos y revoluciones, donde alternativamente suceden la bienaventuranza y la miseria, ¿cómo enseñan que cuanto uno más amare a Dios, tanto más fácilmente llegarán a la bienaventuranza los que enseñan doctrina con que se entibie y enfríe este amor? Porque ¿quién habrá que no ame más remisa y tibiamente a quien sabe que necesariamente ha de venir a dejar y contra cuya verdad y sabiduría ha de sentir; y esto cuando con la perfección de la bienaventuranza hubiere llegado, según su capacidad, a tener plena y cumplida noticia de su verda y sabiduría? Pues ni a un hombre amigo puede uno amar fielmente si sabe que ha de venir a ser su enemigo. Pero Dios nos libre de creer que sea verdad esto, que nos promete y amenaza una verdadera miseria que nunca ha de acabarse, sino que con la interposición de la falsa bienaventuranza muchas meces y sin fin se ha de ir interrumpiendo. Porque ¿qué cosa puede haber más falsa y engañosa que aqullea bienaventuranza donde estando en la misma luz de la verdad, no sepamos que hemos de ser miserables, o estando en la cumbnre de la suma felicidad, temamos que lo habraemos de ser? Porqué si allá hemos de ignorar la calamidad que nos ha de sobrevenir, más sabía es acá nuestra niseria, donde tenemos noticia de la bienaventuranza que hemos de gozar; y si allá no se nos ha de esconder la miseria que esperamos, con más felicidad pasa su tiempo el alma miserable; pues pasado el suyo ha de volver al estado de miseria. Y así la esperanza que hay en nuestra desdicha será dichosa, y desdichada la que hay en nuestra felicidad. Por lo cual se deduce que puesto que aquí pademos los males presentes y allá tenemos los que nos amenazan y aguardan, con más verdad seremos siempre miserables que alguna vez bienaventurados. Mas porque esta doctrina es falsa y manifiestamente contraria a la religión y a la verdad (pues; efectivamente, nos promete Dios aquella verdadera felicidad, de cuya seguridad estaremos siempre ciertos, sin que la interrumpa ninguna desdicha), sigamos el camino recto que para nosotros es Jesucristo, y auxiliados de este ínclito caudillo y salvador, enderecemos las sendas de nuestra fe y desviémonos de este vano y absurdo círculo de los impíos. Porque si el platónico Porfirio no quiso seguir la opinión de los suyos acerca de estas revoluciones, idas y venidas alternativas de las almas sin cesar un momento, ya fuese movido por su propia vanidad, ya lo fuese por tener algún respeto a los tiempos cristianos, y quiso mejor decir (según insinúo en el libro X) que el alma fue entregada mundo para que conociese los males, y librada y purificada de ellos, cuando volviese al Padre, no padeciese ya semejantes mutaciones en su estado, ¿cuánto más debemos nosotros abominar y huir de ésta falsedad contraria a la fe cristiana? Descubiertos, pues, ya, y deshechos estos círculos. Pero Dios nos libre de creer que no habrá necesidad de decir sea verdad esto, que nos promete que el género humano no tuvo amenaza una verdadera miseria que de tiempo, en que empezara a nunca ha de acabarse, sino que con la existir; pues por no sé qué circuitos interposición de la falsa bienaventuranza y revoluciones no hay cosa nueva en el mundo que no haya sido antes por ciertos intervalos tiempos, y después no haya de volver a ser. Porque si se liberta el alma para no volver más a las miserias, de manera que nunca antes se ha librado a sí misma, ya se hace en ella algún efecto que jamás se hizo antes, y ésta es, en efecto, cosa muy grande, pues es la eterna felicidad que nunca ha de acabarse. Y si en la naturaleza inmortal ha de haber tan singular novedad, sin que haya sucedido jamás ni haya de volver a suceder con ningún circuito o revolución, ¿por qué porfían que no la puede haber en las cosas mortales? Y si dijeron que no alcanza el alma ninguna nueva bienaventuranza, porque torna a dar vuelta a aquella en que siempre estuvo, por lo menos es nuevo en ella libertarse de la miseria en que nunca estuvo cuando se libra el infortunio; y también lo es la misma miseria que nunca hubo. Y si esta novedad no es de las cosas ordinarias que se gobiernan por la divina Providencia, sino que sucede al acaso, ¿dónde están aquellos circuitos en quienes no sucede cosa nueva, sino que vuelven a ser las mismas cosas que antes fueron? Y si a esta novedad tampoco la eximen del gobierno de la divina Providencia (ya sea dada el alma a un cuerpo, ya sea que cayó en él) pueden hacerse cosas nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni son, sin embargo, ajenas y extrañas del orden natural de las cosas. Y si pudo el alma forjarse a sí misma por su imprudencia una nueva miseria que no fuese imprevista a la divina Providencia, de manera que ésta la incluyese en el orden y gobierno de las cosas, y de tal estado la misma Providencia la libertase, ¿con qué temeridad y vana presunción humana nos atrevemos a negar que pueda Dios hacer, no para sí, sino para el mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho ni jamás las haya tenido imprevistas? Y si dijeren que aunque las almas que se hubieren libertado no han de caer en la miseria, pero que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el mundo, porque siempre se han ido librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto a lo menos conceden si es así, que se forman nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y nueva libertad. Porque si dijeren que son las antiguas y de atrás sempiternas, con las cuales diariamente se hacen nuevos hombres (de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente, salen libres, de manera que nunca más vuelven a la miseria) han de decir, por consiguiente, que estas almas son infinitas. Pues por grande que se suponga que haya sido el numero de las almas, no pudiera ser suficiente para los infinitos siglos pasados, para que de ellas se fuesen haciendo siempre los hombres, cuyas almas se libraron siempre de esta mortalidad para no volver después más a ella. No nos podrán explicar de modo alguno cómo en las cosas de este mundo, que suponen no las comprende Dios porque son infinitas, haya un número infinito de almas. Por lo cual, quedando ya excluidas aquellas revoluciones y círculos con que se suponía que el alma necesariamente había de volver a unas mismas miserias, ¿qué otra cosa nos resta que más convenga a la piedad y religión católica, sino creer que no es imposible a Dios criar cosas nuevas que jamás hava hecho, y con su inefable presciencia no tenga voluntad mutable? Pero si el número de las almas que se han librado y no han de volver ya al estado de la miseria se puede siempre acrecentar, examínenlo los que discurren con tanta sutileza sobre limitar la infinidad de las cosas; porque nosotros cerramos y concluimos nuestro argumento por ambas partes. Pues si se puede, ¿qué razón hay para negar que se pudo criar lo que nunca antes fue criado, si el número que nunca antes hubo de las almas libertadas no sólo se hizo de una vez, sino que jamás se dejará y acabará de hacer? Y si es necesario que haya cierto número limitado de almas libertadas que no vuelvan más a la miseria, y que este número no se acreciente más, también éste, cualquiera que hubiere de ser, nunca fue. Ni realmente pudiera crecer y llegar al término de su cantidad sin algún principio, el cual tampoco existió antes. Para que hubiese este principio fue criado el hombre, antes del cual no hubo hombre alguno. CAPITULO, XXII De la creación del primer hombre solo, y en él la del linaje humano Habiendo explicado ya, según lo que permiten nuestras facultades, esta difícil y espinosa cuestión por la eternidad de Dios que va criando nuevas especies sin novedad alguna en su voluntad, no será dificultoso el advertir que fue mucho mejor lo que Dios hizo cuando de un solo hombre, que crió al principio, multiplicó el género humano, que si le empezara por muchos. Porque habiendo criado a los demás animales, a unos solitarios, agrestes y en cierto modo solivagos, esto es, que apetecen y gustan más de la soledad y de vivir solos, como son las águilas, milanos, leones, lobos y todos los demás que son de esta especie; a otros los hizo aficionados a la sociedad y a vivir congregados para habitar juntos en bandadas y en rebaños, como son las palomas, estorninos, ciervos, gamos y otros semejantes; con todo, no propagó y multiplicó estos dos géneros principiando por uno, sino mandó que fuesen muchos juntos. Pero el hombre, cuya naturaleza la criaba en cierto modo intermedia entre los ángeles y las bestias, de tal suerte, que si se sujetase a su Criador como a verdadero Señor y guardase con piadosa obediencia su precepto y mandato, pasase al bando y sociedad de los ángeles sin intermisión de la muerte, alcanzando la bienaventurada inmortalidad sin fin, y si usando de su libre voluntad con soberbia y desobediencia ofendiese a Dios, su Señor, condenado a muerte viviese bestialmente y fuese siervo de su propio apetito, y después de la muerte destinado a la pena eterna; le crió uno y singular, no para dejarlo solo sin la humana compañía, sino para encomendarle con esto más estrechamente la unión con la misma compañía y el vínculo de la concordia; viniéndose a juntar los hombres entre sí, no sólo por la semejanza de la naturaleza, sino también por el afecto del parentesco, pues aun a la misma mujer que se había de unir con el varón no la quiso crear como a él, sino de él, a fin de que todo el género humano se propagase y extendiese de un solo hombre. CAPITULO XXIII Que supo y previó Dios que el primer hombre que crió había de pecar; y juntamente vio el número de los santos y piadosos que de su generación, por su gracia, había de trasladar a la compañía de los ángeles. No ignoraba Dios que el hombre había de pecar, y que, estando ya sujeto a la muerte, había de procrear y propagar hombres asimismo sujetos a la muerte, y que habían de excederse sobremanera los mortales con la licencia y demasía de pecar; que más seguras y pacíficas habían de vivir entre sí, sin tener voluntad racional, las bestias de una especie (cuya propagación empezó de muchas, parte en el agua y parte en la tierra) que los hombres, cuya generación para fomentar la concordia se comenzó a propagar de uno solo. Porque nunca han traído tales guerras entre sí los leones o los dragones, como los hombres. Pero consideraba al mismo tiempo Dios que con su gracia había de convidar y llamar al pueblo piadoso y devoto a su adopcion; y que, absuelto de los pecados y justificado por el Espíritu Santo, le había de unir inseparablemente con los santos ángeles en la paz eterna, habiendo destruido al último enemigo, que es la muerte; al cual pueblo le había de ser no de poca importancia la consideración de cómo Dios, para manifestar a los hombres cuán acepta le es también la unión entre muchos, crió al linaje humano y le propagó de un solo individuo. CAPITULO XXIV De la naturaleza del alma del hombre, criada a imagen y semejanza de Dios Crió Dios al hombre a imagen y semejanza suya, porque le dio una alma de tal calidad, que por la razón y el entendimiento fuese aventajada a todos los animales de la tierra, del agua y del aire, que no tendría otra tal mente. Y habiendo formado al hombre del polvo o limo de la tierra, y habiéndole infundido una alma, como dije (ya la hubiese hecho, y se la infundiese soplando, ya, por mejor decir, la hiciese soplando) y queriendo que aquel soplo que hizo soplando (¿porque ¿qué otra cosa es soplar sino hacer soplo?) fuese el alma del hombre, también le crió una mujer para su compañía y auxilio en la generación, sacándole una costilla del lado, obrando como Dios. Porque no hemos de imaginar esto al modo común de la carne, como vemos que los artífices fabrican de cualquier materia cosas terrenas con los miembros corporales, lo mejor que pueden con la industria de su arte. La mano de Dios es la potencia de Dios, el cual aun las cosas visibles las obra invisiblemente. Pero estas cosas las tienen por fabulosas más que por verdaderas los que miden por estas obras ordinarias y cotidianas la virtud y sabiduría de Dios, que sabe y puede sin semilla criar la misma semilla; pero las que primeramente crió Dios, porque no las entienden, las imaginan infielmente, como si estas mismas cosas que saben y entienden acerca de las generaciones y partos de los hombres, contándolas a los que no tuvieran experiencia de ellas ni las supieran, no se les hiciesen más increíbles, aunque hay muchos que estas mismas las atribuyen antes a las causas corporales de la naturaleza que a las admirables obras de la divina Providencia. CAPITULO XXV Si puede decirse que los ángeles han criado alguna criatura, por mínima que sea Pero en estos libros no tratamos ni disputamos con los que no creen que la Majestad Divina es el autor de estas cosas o el que cuida de ellas. Con todo, aquellos que creen a su Platón y sostienen que el sumo Dios que hizo el mundo no crió, sino que con su licencia o mandato, otros menores, que él mismo hizo, criaron todos los animales mortales, y entre ellos al hombre, para que obtuviese el lugar más principal y más próximo a los mismos dioses; si estuviesen exentos de la superstición con que pretenden demostrar que justamente los adoran y ofrecen sacrificios como a autores y criadores suyos, fácilmente se librarán también de la falsedad y engaño de esta opinión. Porque no es lícito creer o afirmar que otro que Dios sea criador de ninguna criatura por mínima y mortal que sea, aun antes que pueda ésta dejarse entender. Y así, los ángeles, a quienes ellos con más gusto llaman dioses, aunque aplican, o mandándoselo Dios o permitiéndoselo, su operación a las cosas que se crían en el mundo, sin embargo, no son más criadores de los animales que lo son los labradores de las mieses y plantas. CAPITULO XXVI Que la naturaleza y forma de todas las criaturas no se hace sino por obra divina Porque habiendo dos especies de formas, una que se da exteriormente a cualquiera materia corporal, como son las que fabrican los alfareros y carpinteros y otros artífices semejantes, que forjan y hacen figuras y formas parecidas a los cuerpos de los animales; y otra que interiormente tiene sus causas eficientes, según el secreto y oculto albedrío de la naturaleza que vive y entiende; la cual, no sólo hace las formas naturales de los cuerpos, sino también las mismas almas de los animales al nacer; la primera forma se puede atribuir a cualesquiera artífices, pero esta otra no, sino solamente a Dios criador y autor de todos las cosas visibles e invisibles, que crió al mundo y a los ángeles sin ningún mundo y sin ningunos ángeles. Porque con aquella virtud divina, y, por decirlo así, efectiva, que no sabe ser hecha, sino hacer (con que recibió la forma, cuando se hizo, el mundo, la redondez del cielo y la redondez del sol) con la misma virtud divina y efectiva, que no sabe ser hecha, sino hacer, recibió forma la redondez del ojo y la redondez de la manzana, y las demás figuras naturales que vemos se acomodan a todas las cosas que nacen, no extrínsecamente, sino por virtud y potencia intrínseca del Criador, que dijo: «Yo lleno el cielo y la tierra» y «soy aquel cuya sabiduría toca de fin a fin con fortaleza, y con suavidad dispone todas las cosas». Y así, no sabré decir de qué sirvieron a su Criador la creación de las demás cosas los ángeles que primeramente Dios crió; porque ni me atrevo a atribuirles lo que acaso no pueden, ni debo derogarles lo que pueden. Pero la creación y fábrica de todas las naturalezas, por la que son naturalezas, con asentimiento de ellos mismos, la atribuyo a aquel Dios a quien ellos mismos saben que deben con acción de gracias el ser que tienen. Así que decimos que no sólo los labradores no son criadores de género alguno de frutales, puesto que leemos: «Que ni el que planta es el criador, ni el que riega, sino Dios, que es el que da el incremento», mas ni aun la misma tierra, aunque parezca una fecunda madre de todos, que promueve lo que brota en renuevos y pimpollos, y lo que está fijo con raíces lo mantiene; porque asimismo leemos: «Que Dios es el que da al grano sembrado su cuerpo como quiere, y a cada semilla su cuerpo conforme a su condición.» Por lo que tampoco debemos llamar a la madre autora y criadora de su hijo, sino antes a aquel que dijo a un siervo suyo: «Antes que te formara en el vientre de tu madre te conocí.» Y aunque el alma de la que está encinta, estando en esta o aquella disposición, pueda imprimir algunas cualidades al fruto de su vientre, como Jacob, que con las varas de diferentes colores hizo que la cría de sus ganados saliese de diferentes colores; con todo, aquella naturaleza no la crió ella misma, como tampoco se hizo a sí misma. Así que cualesquiera causas corporales o generativas que se apliquen para la procreación de los seres, ya sea por operación de los ángeles o de los hombres, o de cualesquiera animales, ya sea por la conjunción conyugal de varón y hembra, y cualesquiera deseos, pasiones y mociones del alma de la madre, pueden ser poderosos para sembrar algunos lineamientos o colores en los tiernos y suaves embriones; pero a las mismas naturalezas, que en su género se disponen de este o de aquel modo, no las hace sino el sumo Dios, cuyo oculto poder, como lo penetra todo con su inmutable presencia, hace que sea todo lo que en alguna manera tiene que ser de cualquiera manera, poco o mucho que le tenga; porque si el Señor no lo hiciera, no sólo no tuviera tal o tal ser, sino que del todo no pudiera ser. Por lo cual, si en aquella forma que los artífices dan exteriormente a las cosas corporales, decimos que a las ciudades de Roma y Alejandría las fundaron, no los artífices y arquitectos, sino los reyes: a la una, Rómulo, y a la otra, Alejandro, con cuya voluntad, acuerdo y orden fueron edificadas; ¿con cuánta más razón no debemos admitir sino a Dios por aútor y criador de las naturalezas, que es el que ni hace ser alguno de otra materia, sino de la que él mismo hizo y formó, ni tiene otros obreros sino los que él crió? Y si retirase su putencia fabricadora de las cosas, por decirlo nsí, no tendrán más ser que el que tuvieron antes que no fuesen ni existiesen. Antes, digo, en eternidad, no en tiempo; porque ¿quién otro es el autor de los tiempos sino el que hizo todas las cosas, con cuyos movimientos alternativos corriesen los tiempos? CAPITULO XXVII De la opinión de los platónicos, que piensan que a los ángeles los crió Dios, pero que los ángeles son los que crían los cuerpos humanos El filósofo Platón quiso que los dioses menores que crió el sumo Dios fuesen hacedores de los demás animales, recibiendo del Señor la parte inmortal, y de ellos la mortal. Por lo cual estos dioses no eran criadores de nuestras almas, sino de los cuerpos. Y por cuanto Porfirio, por amor de la purificación del alma, dice que debe huirse de todo lo que es cuerpo, opinando asimismo con su maestro Platón y con los demás platónicos que los que vivieren disoluta y torpemente vuelven a los cuerpos mortales para pagar sus penas (aunque Platón dice que también pasan a los cuerpos de las bestias, y Porfirio solamente a los de los hombres) síguese necesariamente que confiesen que estos dioses a que ellos desean les tributemos adoración como a progenitores y autores nuestros, no son otra cosa que unos fabricadores y arquitectos de nuestras cadenas y cárceles, y no nuestros hacedores, sino crueles carceleros que nos encierran en miserables y horrendos calabozos, y nos ponen gravísimas e insufribles prisiones y cadenas. O desistan, pues, los platónicos de amenazarnos con las penas que resultan a las almas de estos cuerpos, o no nos prediquen que adoremos a los dioses cuyas obras que hacen en nosotros, ellos mismos nos exhortan a que las huyamos en cuanto pudiéremos y nos libremos de ellas, aunque lo uno y lo otro es falsísimo. Porque ni de esta suerte satisfacen las almas las penas que deben, tornando de nuevo a esta vida penal, ni hay otro autor y criador de todos los que viven así en el cielo como en la tierra, sino Aquel que hizo el cielo y la tierra. Porque si no hay otra causa para vivir en este cuerpo mortal sino la de satisfacer a las merecidas penas por las culpas cometidas, ¿cómo dice el mismo Platón que no pudo hacerse de otro modo el mundo tan perfectamente hermoso y bueno si no le llenara Dios de todo género de animales, esto es, de los inmortales y mortales? Y si nuestra creación, por la que fuimos criados, aunque mortales, es don y beneficio divino, ¿cómo puede ser pena el volver a estos cuerpos, esto es, a los divinos beneficios? Y si Dios (lo que es muy común en la doctrina de Platón) tenía en su eterna inteligencia las ideas y especies, así como las del Universo, así también las de todos los animales, ¿cómo no criaba él mismo todas las cosas? ¿Cómo no había de querer ser artífice de algunas, teniendo su inefable e inefablemente loable entendimiento arte para hacerlas? CAPITULO XXVIII Que en el primer hombre nació toda la plenitud del linaje humano, en la cual previó Dios la parte que había de ser honrada y premiada y la que había de ser condenada y castigada Con razón la verdadera religión le reconoce y predica por autor y Criador del mundo y de todos los animales, esto es, de las almas y de los cuerpos. Y entre los terrenos y mortales hizo a su imagen y semejanza, por la causa que he insinuado, si acaso no hay otra más oculta, al hombre solamente, pero no lo dejó solo. Porque nó hay linaje de animal tan desavenido por sus vicios, ni tan sociable por su naturaleza como éste. Tampoco la humana naturaleza pudiera testificar más a propósito contra el vicio de la discordia, o para prevenir que no la hubiese, o para quitarla cuando la hubiese, que trayéndonos a la memoria aquel primer padre, a quien por eso quiso Dios criarle único. de quien se propagase la humana generación, para que con esta advertencia se viniese a conservar también entre muchos una concorde unión. Con haberle Dios formado una mujer, extrayéndola de su costado, nos dio a entender bien claro cuán amada y querida debe ser la unión del marido y de la mujer. Y estas obras de Dios por eso son extraordinarias e inusitadas, porque son primeras. Y los que no las creen tampoco deben creer que hizo Dios estupendos y admirables prodigios, pues que ni éstos, si se efectuasen según el curso ordinario de la naturaleza, se llamarían prodigios. ¿Y qué cosa hay que se haga en vano bajo un gobierno tan soberano y arreglado de la Divina Providencia, aunque su causa no sea oculta y secreta? Por lo que dice el real profeta: «Venid, y considerad las obras del Señor, los prodigios que hizo en la tierra.» La causa porque Dios hizo a la mujer del costado del varón, y lo que prefiguró éste, que en cierto modo podemos llamar primer prodigio, lo dire en otro lugar con el favor del Señor. Y ahora, porque hemos de poner fin a este libro, consideremos cómo en el primer hombre, que ante todos fue criado, nacieron, aunque no según evidencia, sin embargo, según la presciencia de Dios, en el linaje humano dos compañías o congregaciones de hombres, como dos ciudades; porque de él habían de nacer, unos para venirse a juntar con los ángeles malos en las penas y tormentos, otros con los buenos en el premio eterno por oculto, pero justo juicio de Dios. Pues, como dice la Sagrada Escritura: «Estando todas las sendas y disposiciones del Señor llenas de misericordia y verdad», ni su gracia puede ser injusta, ni cruel su justicia.
Libro Décimotercero La Muerte, Pena del Pecado de Adán CAPITULO PRIMERO De la caída del primer hombre, por quien heredamos el ser mortales Ya que hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro siglo y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la disputa acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres; y del origen y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la misma condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal condición que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar sin intervención de la muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada; y siendo desobedientes incurriesen en pena de muerte, por medio de una justísima, condenación, como lo insinuamos ya en el libro anterior. CAPITULO II De la muerte que puede sufrir el alma, libre del cuerpo, y de aquella a que está sujeta el alma unida al cuerpo Paréceme llegado el momento de tratar con más exactitud y escrupulosidad de los dos géneros de muerte; pues aunque con verdad se dice que el alma del hombre es inmortal, sin embargo, padece también su peculiar muerte. Se dice inmortal porque en cierto modo nunca deja de vivir y sentir, y el cuerpo por eso es mortal, porque puede faltarle totalmente la vida, y por sí mismo no puede vivir de modo alguno. Así que la muerte del alma sucede cuando la desampara el Señor, así como la del cuerpo cuando la deja el alma; por lo cual, la muerte del uno y del otro esto es, de todo el hombre, sucede cuando el alma, desamparada de Dios, desampara al cuerpo; porque así ni ella vive con Dios, ni el cuerpo con ella. A esta muerte de todo el hombre se sigue aquella a quien la autoridad de la Sagrada Escritura llama muerte segunda, la cual nos significó el Salvador cuando dice: «Temed a aquel que tiene potestad para arrojar para siempre al cuerpo y al alma en el infiemo»; lo cual, como no acontece antes que el alma se haya juntado con el cuerpo, sino después, de modo que no haya fuerza que pueda ya dividirlos y apartarlos, puede causar admiración que digamos que el cuerpo muere sin que le desampare el alma; antes si, estando animado y sintiendo, muere atormentado. Porque en aquella pena última y eterna (de la cual trataremos cuando sea conducente en su respectivo lugar), muy bien puede decirse que muere el alma porque no vive con Dios; pero que muera el cuerpo, ¿cómo puede suceder, si vive con el alma? No podría de otra conformidad sentir los tormentos corporales que ha de sufrir después de la resurrección. ¿Diremos, acaso, que por cuanto la vida, cualquiera que sea, es un singular bien, y el dolor un mal, por eso tampoco debe decirse que vive el cuerpo donde el alma no es causa del vivir, sino de padecer con dolor? Así que vive el alma con Dios cuando vive bien, porque no puede vivir bien si no es obrando Dios en ella lo que es bueno; pero el cuerpo vive con el alma cuando el alma vive en el cuerpo, ya viva ella, ya no viva con Dios. Porque la vida de los impíos en los cuerpos no es vida de las almas, sino de los cuerpos, la cual les pueden dar las almas aunque estén difuntas, esto es, desamparadas de Dios, sin que las deje la propia vida, cualquiera que sea, por la cual son también inmortales. Mas en la última y final condenación, aunque el hombre no dejará de sentir, con todo, porque el mismo sentido ni será suave por el deleite, ni saludable por la quietud, sino penoso por el dolor, no sin razón la llaman mejor muerte que vida, y por lo mismo segunda, porque es después de la primera, con que se hace la división de las naturalezas que estaban juntas, ya sea de Dios y del alma, ya sea del alma y del cuerpo; así que de la primera muerte del cuerpo puede decirse que es buena para los buenos y mala para los malos; pero la segunda, sin dada, que, como no es de ningún bien, así para ninguno es buena. CAPITULO III Si la muerte, que por el pecado de los primeros hombres se comunicó a todos los hombres, es también en los santos pena del pecado Pero se ofrece una duda que no es razón omitir: si realmente la muerte, con que se dividen el alma y el cuerpo, es buena para los buenos. Porque si es así, ¿cómo podrá defenderse que ella sea también pena del pecado? Pues no incurrieran en ella seguramente los primeros hombres si no pecaran; ¿y de qué manera podrá ser buena para los buenos la que no pudo suceder sino a los malos? Y, por otra parte, si no podía suceder sino a los malos, ya no podía ser buena para los buenos, antes no la debieran sufrir; ¿pues para qué había de haber pena donde no había qué castigar? Por lo cual hemos de confesar que, aunque Dios crió a los primeros hombres de suerte que si no pecaran no incurrieran en ningún género de muerte, sin embargo, a éstos que primeramente pecaron, los condenó a muerte de modo que todo lo que naciese de su descendencia estuviese también sujeto al mismo castigo, puesto que no había de nacer de ellos otra cosa de lo que ellos habían sido. Pues la pena, según la gravedad de aquella culpa, empeoró la naturaleza de tal conformidad, que lo que precedió penalmente en los primeros hombres que pecaron, eso mismo siguiese como naturalmente en los demás que fuesen naciendo. Porque no se formó el hombre de otro hombre, así como se formó el hombre del polvo; pues el polvo para hacer el hombre sirvió de materia, pero el hombre para engendrar al hombre sirvió de padre. Por lo tanto, no es la carne lo que es la tierra, aunque de la tierra se hizo la carne; mientras que lo que es el hombre padre es también el hombre hijo. Todo el linaje humano que se había de propagar por medio de la mujer en sus hijos y generación existió en el primer hombre cuando los dos primeros casados recibieron la divina sentencia de su condenación; y lo que fue hecho el hombre, no cuando le crió Dios, sino cuando pecó y fue castigado, eso fue lo que engendró respecto al origen del pecado y de la muerte. No quedó el hombre reducido con el pecado o con la pena a la ignorancia y debilidad del alma y cuerpo que observamos en los niños (que en esta ignorancia e imbecilidad quiso Dios que entrasen en la vida, como los hijos de las bestias, los tiernos hijos de los padres que había condenado a una vida y muerte propia de bestias, como lo dice la Sagrada Escritura: «El hombre, cuando vivía honrado en la justicia original, no entendió, no uso de la razón, y pecando, vino a ser semejante a las bestias, que no tienen discurso ni razón, siendo mortal como ellas»; y aún observamos en los niños que en el uso y movimiento de sus miembros, y en el sentido de apetecer o evitar, son aún más débiles e indolentes que los más tiernos hijos de los demas animales, como si la virtud humana con tanta mayor excelencia se aventajase sobre todos los demás animales, cuanto más se detiene en dilatar su imperio, retirándole atrás como saeta cuando se estiva el arco); así que no sólo cayó el primer hombre con aquella su ilícita y vana presunción, o le arrojaron y condenaron con justísimo decreto a la rudeza y flaqueza de niños, sino que la naturaleza humana quedó en él corrompida y mudada, de manera que padeciese en sus miembros la desobediencia y repugnancia de la concupiscencia, y quedase sujeta a la necesidad de morir, y así engendrase lo que vino a ser por su culpa y por la pena y castigo que en él hicieron, esto es, hijos sujetos al pecado y a la muerte. Y cuando los niños se libran de esta sujeción del pecado por la gracia, de Jesucristo, nuestro mediador y redentor; sólo pueden padecer la muerte que aparta y divide al alma del cuerpo, pero no pasan a aquella segunda de las penas eternas, porque están ya libres de la obligación del pecado. CAPITULO IV Por qué a los que están absueltos del pecado por la gracia de la regeneración no los absuelven de la muerte; esto es, de la pena del pecado Pero si alguno dudase creer que sufren también esta muerte, si ésta es asimismo pena del pecado, aquellos cuya culpa se perdonó por la gracia, ya está tratada y averiguada esta cuestión en otro libro que intitulé del Bautismo de los niños, donde dije que la causa porque quedaba al alma el haber de pasar por la experiencia de la separación del cuerpo, aunque estuviese absuelta del vínculo del pecado, era porque si consiguientemente al sacramento de la regeneración se siguiera luego la inmortalidad del cuerpo, la misma fe perdiera su fuerza y vigor; la cual entonces es fe, cuando se aguarda con la esperanza lo que aún no se ve en la realidad. Y con la virtud y contraste de la fe en la edad madura habían de llegar a vencer los hombres el temor de la muerte, lo cual principalmente resplandeció en los santos mártires; pues de este contraste. y lucha no hubiera, sin duda, ni victoria ni gloria, porque tampoco pudiera haber este mismo contraste y batalla si después de la regeneración y bautismo no pudieran los santos padecer muerte corporal. ¿Y quién habría que, con los pequeñuelos que se han de bautizar, no acudiese a la gracia de Jesucristo, principalmente por no apartarse y dividirse del cuerpo? No se estimaría, pues, la fe por el premio invisible, ni sería ya fe hallando y recibiendo de contado el premio de sus fatigas. Pero de esta otra conformidad con mucha mayor y más admirable ventaja de la gracia del Salvador, vemos la pena del pecado convertida en utilidad y aprovechamiento de la justicia; porque entonces dijo Dios al hombre: «morirás si pecares», y ahora dice al mártir: «muere por que no peques»; entonces le dijo: «si quebrantaseis el mandamiento, moriréis de muerte»; ahora les dice: «si rehusareis la muerte, quebrantareis el precepto». Lo que entonces debió ponerles freno y temor para no pecar, ahora lo deben admitir y abrazar para que no pequen; y de esta manera, por la inefable misericordia de Dios, la misma pena de los vicios se convierte y trueca en armas para la virtud, y viene a ser mérito del justo aun el castigo del pecador, porque entonces se ganó la muerte pecando, y ahora se cumple la justicia muriendo. Pero esto se entiende en los santos mártires, a quienes el tirano les propone una de dos, o que abjuren la fe o padezcan la muerte, porque los justos más quieren, creyendo, padecer lo que al principio, no creyendo, padecieron los pecadores; pues si éstos no pecaran, no murieran; pero aquéllos pecarán si no mueren Así que murieron aquéllos porque pecaron; éstos no pecan porque mueren; sucedió por culpa de aquéllos que incurriesen en el castigo; sucede por la pena de éstos que no caigan en la culpa; no porque la muerte se haya convertido en cosa buena, siendo antes mala, sino porque Dios dio tanta gracia a la fe, que la muerte, que, según es notorio, es contraria a la vida, se viniese a hacer instrumento por el cual se pudiese pasar a la vida. CAPITULO V Que así como los pecadores usan mal de la ley, que es buena, así los justos usan bien de la muerte, que es mala Porque el Apóstol, queriendo demostrar cuán poderoso era el pecado para causar males, cuando falta la ayuda de la gracia, no dudó llamar a la misma ley, que prohíbe el pecado, virtud del pecado: «El aguijón, dice, o el arma con que mata la muerte, es el pecado, y la ley es la virtud o potencia del pecado.» Y con mucha verdad, ciertamente, porque la prohibición acrecienta el deseo de la acción ilícita cuando no amamos la justicia, de modo que con el gusto y deleite de ella venzamos el apetito de pecar. Y para que amemos y nos deleite la verdadera justicia no nos ayuda y alienta sino la divina gracia. Pero porque no tuviésemos por mala a la ley, porque la llama virtud del pecado, por eso él mismo, tratando en otro lugar de esta cuestión, dice de esta manera: «La ley, sin duda, es santa, y los mandamientos, santos, justos y buenos; luego ¿lo que es bueno me ha causado por sí la muerte? En manera alguna, sino el pecado, por manifestarse pecado, esto es, porque campease la grandeza de su impulso por medio del mismo bien, tomando ocasión de la ley, me obró y causó la muerte para mostrarse el pecado sobremanera pecador, esto es, para manifestar todo su veneno y la inmensidad de su malicia.» Sobremanera, dijo, porque también se añade pecado cuando, habiendo aumentado en sí el apetito de pecar, se desprecia también la misma ley. Pero ¿a qué fin hemos dicho esto? Para que veamos que así como la ley no es mala cuando acrecienta el apetito de los que pecan, así tampoco la muerte es buena cuando aumenta la gloria de los que padecen; cuando la ley se deja por el pecado y forma prevaricadores y transgresores, o cuando la muerte se recibe por la verdad, y hace mártires; y por eso la ley, aunque es buena porque prohíbe el pecado, y la muerte es mala porque es la paga, recompensa y premio del pecado, sin embargo, así como los malos y pecadores usan mal, no sólo de las cosas malas, sino también de las buenas, así los buenos y justos usan bien, no solamente de las buenas, sino también de las malas; de donde dimana que los malos usan mal de la ley aunque la ley sea buena, y que los buenos mueren bien aunque la muerte sea mala. CAPITULO VI Del mal general de la muerte, con que se divide la sociedad del alma y del cuerpo Por lo cual, en cuanto toca a la muerte del cuerpo, esto es, a la separación del alma del cuerpo, cuando la padecen los que decimos que mueren, para ninguno es buena, porque el mismo impulso con que se separa lo uno y lo otro, que estaba en él viviente unido y trabado, tiene un sentimiento áspero y contrario a la naturaleza en tanto que dura hasta que se extinga y pierda todo el sentido que resultaba de la misma unión del alma y del cuerpo. Toda esta molestia a veces la ataja un golpe en el cuerpo o un trastorno del alma, y no permite que se sienta, con la presteza; pero todo aquello que, en los que mueren con grave sentimiento quita el sentido, sufriéndolo piadosa y fielmente, acrecienta el mérito de la paciencia, mas no la quita el nombre de pena. Y así, siendo la muerte, sin duda, por la descendencia continuada desde el primer hombre, una pena del que nace, con todo, si se emplea por la piedad y justicia, viene a ser gloria del que renace; y siendo la muerte retribución y recompensa del pecado, a veces impetra y alcanza que no se de castigo al pecado. CAPITULO VII De la muerte que padecen por la confesión de Jesucristo los que no están bautizados Todos aquellos que, sin haber recibido el agua de la regeneración mueren por la confesión de Jesucristo, les vale ésta tanto para obtener la remisión de sus pecados, como si se lavasen en la fuente santa del bautismo; pues si dijo Jesucristo: «que el que no renaciere con el agua y con el Espíritu Santo, no entrará en el reino de los cielos», en otro lugar le eximió, cuando con expresiones no menos generales dijo: «al que me confesare delante de los hombres le confesaré Yo también delante de mi Padre, que está en los cielos; y en otra parte: «el que perdiere por mí su vida, ése la hallará». Por eso dice el real profeta: «que es preciosa en los ojos del Señor la muerte de los santos». ¿Pues qué objeto más precioso y estimable que la muerte, por la que consigue el hombre que se le perdonen todos sus pecados y se le acrecienten más colmadamente los merecimientos? Porque no participan de un mérito tan relevante los que, no pudiendo diferir la muerte, se bautizaron, y pasaron de esta vida remitidos todos sus pecados, como le gozan los que pudieron dilatar la muerte no la difirieron, porque más quisieron confesando a Jesucristo acabar esta vida mortal, que negándole conseguir su bautismo. El cual seguramente si lo recibieran también se les perdonara en aquel admirable lavatorio el pecado con que, por temor de la muerte, negaron a Jesucristo; pues en el mismo lavatorio se les perdone igualmente aquel tan enorme crimen a los que crucificaron a Jesucristo. ¿Pero cómo, sino con la abundancia de la gracia de aquel soberano espíritu, que donde quiere inspira, pudieran amar tanto al Salvador, que en peligro tan inminente de la vida, pudiendo, con negarle, alcanzar el perdón, no quisieran hacerlo? Así que la preciosa muerte de los santos (a quienes adelantadamente con tanta gracia se les comunicó la muerte de Jesucristo, que para alcanzarle y gozar de él no dudaron emplear y dar voluntariamente su vida) demostró bien llanamente que lo que antes estaba puesto para castigo del que pecase, se había ya convertido en instrumento de donde naciese al hombre más copioso y abundante el fruto de la justicia. Así pues, la muerte no debe parecer buena porque la veamos transformada en una utilidad tan considerable, no por virtud suya, sino por la divina gracia, la cual determina que la que entonces se propuso por terror y freno para que no pecaran, ahora se proponga que la padezcan para que no se cometa pecado; y para que el cometido se perdone y se conceda a tan plausible victoria la debida palma de la justicia. CAPITULO VIII Que en los santos, la primera muerte que padecieron por la verdad fue absolución de la segunda muerte Si reflexionamos con más atención, cuando uno muere fiel y loablemente por la verdad, también huye de la muerte, pues padece algún tanto de ella, porque no se le apodere toda y llegue juntamente la segunda, que jamás se acaba. Sufre que le separen el alma del cuerpo, para que no se aparte ésta del cuerpo cuando Dios se encuentre apartado del alma; y cumplida la primera muerte de todo hombre, venga a caer en la segunda y eterna. Por lo cual la muerte, como insinué, cuando la padecen los que mueren y hace en ellos que mueran, para ninguno es buena; pero se sufre loablemente por conservar o alcanzar el sumo bien. Mas cuando están en ella los que se llaman ya muertos, no sin motivo se dice que para los malos es mala, y para los buenos, buena; porque las almas de los justos, separadas de sus cuerpos, están ya en descanso, y las de los impíos están satisfaciendo sus debidas penas, hasta que los cuerpos de las unas resuciten para la vida eterna, y los de las otras para la muerte eterna, que se llama segunda. CAPITULO IX Si el tiempo de la muerte en que pierden los que mueren el sentido de la vida, se ha de decir que está en los muertos Pero ¿cómo hemos de llamar aquel tiempo en que las almas, separadas de sus cuerpos; están, o participando del sumo bien, o padeciendo el mayor mal? ¿Diremos que es el momento mismo de la muerte, o el tiempo que sigue despues de la muerte? Porque si es después de la muerte, ya no es la misma muerte, que ya ha pasado, sino la vida presente del alma que sigue inmediatamente, o buena o mala. Pues la muerte entonces les era mala, cuando ella existía, esto es, cuando la padecían los que morían, por serles grave y molesto lo que sentían; y de este, mal y penalidad usan bien y se aprovechan los buenos. Pero la muerte que ya ha pasado, ¿cómo puede ser o buena o mala, supuesto que ya no es? Y si todavía quisieremos considerarlo con más escrupulosidad advertiremos que no será muerte la que dijimos que sentían grave y molesta los que morían; porque entre tanto que sienten, aún viven, y si todavía viven, mejor diremos que están o existen antes de la muerte, que no en la muerte; porque cuando ésta llega quita todo el sentido, el cual, aproximándose la muerte, es penoso y molesto al cuerpo. Por lo mismo es difícil declarar cómo decimos que mueren o están en la muerte los que aún no están muertos, sino que acercándose ya la muerte, están padeciendo una extrema y mortal aflicción; aunque de éstos digamos con propiedad que se están muriendo; mas cuando llega la muerte que los amenaza, ya no decimos que se mueren, sino que están muertos Todos los que están muriendo están vivos, porque el que se halla en el último período de la vida, como están, según decimos, los que se encuentran ya dando el alma, mientras no carecen de alma todavía viven. Luego juntamente uno mismo es el que está muriendo y el que vive, aunque se va acercando a la muerte y apartándose de la vida, pero todavía con la vida, porque reside el alma en el cuerpo; y aún no está en la muerte, porque aún no se ha despedido del cuerpo. Y si cuando se ha despedido ya tampoco está entonces en la muerte, sino después de la muerte, ¿quién podrá decir cuándo está en la muerte? Porque tampoco habrá alguno que esté muriendo si nadie puede juntamente estar muriendo y viviendo, pues entre tanto que está el alma en el cuerpo no podemos negar que vive. Y si es mejor decir que está muriendo aquel en cuyo cuerpo ya empieza a mostrarse la muerte, y nadie puede juntamente estar viviendo y muriendo, no sé cuándo diremos que está viviendo. CAPITULO X Si la vida de los mortales debe llamarse mejor muerte que vida Porque desde el momento que el hombre comienza a existir y residir en este cuerpo mortal que ha de morir, no puede evitar que venga sobre él la muerte, pues lo que hace su mutabilidad en todo el tiempo de la vida mortal (si es que debe llamarse vida) es que se acabe por llegar a la muerte. No hay alguno que no esté más próximo a ella al fin del año que lo estaba antes del principio del año, y más cercano mañana que hoy, y más hoy que ayer, y más poco después que ahora, y más ahora que poco antes; porque todo el tiempo que vamos viviendo lo desfalcamos del espacio de la vida, cada día se va disminuyendo más y más lo que resta; de manera que no viene a ser otra cosa el tiempo de esta vida que una precipitada carrera a la muerte, donde a ninguno se permite ni parar un solo instante ni caminar con paso alguno más tardo, sino que a todos los lleva un igual movimiento: ni les obliga a que caminen con diferente paso, porque el que tuvo vida más breve no paso más apriesa sus días que el que la disfrutó más larga, sino que, como al uno y al otro les fueron arrebatando igualmente unos mismos momentos, el uno tuvo más cerca y el otro más distante el término adonde ambos corrían con una misma velocidad; y una cosa es el haber andado más camino y otra el haber caminado con paso más lento. Así que el que consume más dilatados espacios de tiempo hasta Ilegar a la muerte no camina más lentamente, sino que anda más camino. Y si desde aquella hora principia cada uno a morir, esto es, a estar en la muerte, desde que comenzó en él a hacerse la misma muerte, es decir, desde que empezó a desfalcársele la vida (porque en concluyendo de desfalcarla estará ya después de la muerte, y no en la muerte), sin duda que desde la hora que comienza a estar en este cuerpo está en la muerte; porque ¿qué otra cosa se hace todos los días, horas y momentos, hasta que, consumida aquella muerte que se iba fabricando, se cumpla y acabe, y principie ya a ser después de la muerte el tiempo, que cuando ya se iba desfalcando la vida estaba en la muerte? Luego nunca se halla el hombre en la vida desde la hora que está en el cuerpo, y aún le podemos decir más muerto que vivo, puesto que juntamente no puede estar en la vida y en la muerte. ¿O acaso diremos que está juntamente en la vida y en la muerte: en la vida, porque vive hasta que se le desfalque toda, y en la muerte, porque ya muere cuando se le defrauda la vida? Porque si no está en la vida, ¿qué es lo que se le desfalca hasta que se consuma del todo? Y si no está en la muerte, ¿qué es aquello que se le desfalca y quita de la vida? No en vano, en habiendo faltado toda vida al cuerpo, decimos que ya es después de la muerte, sino porque estaba en la muerte cuando se le desfalcaba. Porque si acabado de desfalcar el hombre no está en la muerte, sino después de la muerte, ¿cuándo, sino cuando se desfalca, estará en la muerte? CAPITULO XI Si puede uno juntamente estar vivo y muerto Y si es un absurdo el decir que el hombre antes que llegue a la muerte está ya en la muerte (porque ¿a que muerte diremos que se va acercando cuando va cumpliendo los días de su vida, si ya está en ella?), especialmente que es cosa muy dura y extraordinaria el que se diga que a un mismo tiempo está viviendo y muriendo, puesto que no puede estar en un solo instante velando y durmiendo; resta saber cuándo estará muriendo. Porque antes que venga la muerte no está muriendo, sino viviendo, y cuando hubiere ya venido estará muerto, y no muriendo. Así que aquello es todavía antes de la muerte, y esto ya después de la muerte ¿Cuándo, pues, está en la muerte? Porque entonces está muriendo; pues así como son tres cosas cuando decimos: antes de la muerte, en la muerte y después de la muerte, asi a cada una de éstas acomodamos otras tres, a cada una la suya cuando está viviendo, muriendo y muerto. ¿Cuándo diremos que estará muriendo, esto es, en la muerte, adonde ni esté viviendo, que es antes de la muerte; ni muerto, que es después de la muerte, sino muriendo, que es en la muerte? Con gran dificultad puede determinarse, porque entre tanto que reside el alma en el cuerpo, principalmente si está con sus sentidos, sin duda que vive el hombre, que consta de alma y cuerpo, y, por consiguiente, hemos de decir que todavía es antes de la muerte, y no en la muerte; y cuando se hubiere partido el alma y quitado todo el sentido del cuerpo, ya decimos que es después de la muerte, y que está muerto. Desaparece, pues, entre lo uno y lo otro; cuando está muriendo o en la muerte; porque si todavía vive es antes de la muerte, y si dejó de vivir ya es después de la muerte. Así que nunca puede entenderse y comprenderse cuándo esté muriendo o en la muerte. Así también en el discurso del tiempo buscamos el presente y no le hallamos, porque no tiene espacio alguno aquello por donde se pasa del futuro nl pretérito. Pero conviene fijar la atención bastante para que no vengamos de esta manera a decir que no hay muerte alguna en el cuerpo. Porque si la hay, ¿cuándo es, pues ella no puede estar en nadie, ni alguno en ella? Cuando se vive, aun todavía no está, porque esto es antes de la muerte, y no en la muerte; y si se dejó de vivir, ya no está, porque también esto es ya después de la muerte, y no en la muerte. Y, por otra parte, si no hay muerte alguna antes o después, ¿qué es lo que llamamos antes de la muerte o después de la muerte? Porque también lo diremos vanamente si no hay muerte alguna. Y pluguiera, a Dios que, viviendo bien en el Paraíso, hubiéramos hecho que en realidad de verdad no la hubiera; pero ahora no sólo la hay, sino que también la que hay es tan molesta, que en ninguna manera tenemos palabra para explicarla ni traza alguna para excusarla. Hablemos, pues, conforme al uso y a la costumbre, porque no es razón que hablemos de otro modo, y digamos antes de la muerte primero que suceda la muerte, como lo dice la Sagrada Escritura: «Antes de la muerte no alabes a ningún hombre.» Digamos también cuando sucediere: después de la muerte de fulano o de zutano sucedió esto o aquello; digamos también del tiempo presente como pudiéramos, así como cuando decimos: muriendo fulano hizo testamento, y muriendo dejó esto y aquello a fulano y a zutano, aunque esto en ninguna manera lo pudo hacer nadie sino viviendo, y lo hizo antes de la muerte, y no en la muerte. Raciocinemos también, como lo hace la Escritura, que sin escrúpulo, alguno llama también muertos, no a los que se hallan después de la muerte, sino en la muerte; y así dice el real Profeta: «Porque en la muerte no hay quien se acuerde de ti.» Pues hasta que vivan y resuciten se dice muy bien que están en la muerte, como decimos que está uno metido en el sueño hasta que despierta; aunque a los que están en el sueño decimos que están durmiendo; con todo, no podemos decir del mismo modo a los que ya han muerto que están muriendo. Porque no mueren todavía los que, respecto a la muerte del cuerpo, de que tratamos ahora, están ya separados de los cuerpos. Esto es lo que dije que no se podía explicar con palabras; ¿cómo a los que mueren decimos que viven, o cómo a los que ya han muerto, aun después de la muerte, todavía decimos que están en la muerte? Porque ¿cómo se hallan después de la muerte, si aún están en la muerte, principalmente no pudiendo decir que están muriendo? Como a los que están en el sueño decimos que están durmiendo; y a los que en el trabajo, trabajando; y a los que en la pena, penando; y a los que en la vida, viviendo. Pero a los muertos, antes que resuciten, decimos que están en la muerte; y, sin embargo, no podemos decir que están muriendo. Por lo cual muy a propósito, y no sin que le cuadre, me parece que sucedió (cuando no fuese por industria humana, quizá por juicio divino) que este verbo moritur, que es morirse, en el idioma latino no le pudieron declinar los gramáticos por la regla que suelen declinarse sus semejantes. Porque del verbo oritur se deriva el pretérito ortus est y otros semejantes que se declinan por los participios del tiempo pretérito; pero del verbo moritur, si preguntásemos el tiempo pretérito, responderán mortuus est, duplicando la letra u. Porque así decimos mortuus, como fatuus, arduus, conspicuus y otros tales que no son del tiempo pretérito, sino que, como sus nombres, se declinan sin tiempo. Mas como para que se decline lo que no puede declinarse, pónese y constitúyese un nombre por participio del tiempo pretérito. Sucedió, pues, muy bien, que así como aquello que significa no se puede evitar en la realidad, así el mismo verbo no puede declinarse hablando. Podemos, sin embargo, con el auxilio y gracia de nuestro Redentor, a lo menos, declinar la muerte segunda. Porque ésta es la más grave y el colmo de todos los males, la cual sucede, no por la división del alma y del cuerpo, sino con la unión de ambos para la pena eterna. En ésta, por el contrario, no estarán los hombres, antes de la muerte, ni después de la muerte, sino que siempre se hallarán en la muerte; y, por consiguiente, nunca viviendo, ni jamás muertos, sino muriendo sin fin. Pues nunca le sucederá al hombre peor en la muerte que en donde habrá la misma muerte sin muerte. CAPITULO XII Con qué género de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantasen su mandamiento Cuando se pregunta ¿con qué especie de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantaban el mandamiento que les puso, y si no le guardaban obediencia, si con la del alma o la del cuerpo, o con la de todo el hombre, o con la que se dice segunda? Responderemos que con todas. Porque la primera consta de las dos, y la segunda totalmente de todas. Pues así como toda la tierra consta de muchas tierras, y toda la Iglesia de muchas iglesias, así toda la muerte de todas. Porque la primera consta de las dos: de la del alma y de la del cuerpo; de manera que la primera sea muerte de todo el hombre, cuando el alma sin Dios y sin el cuerpo paga por cierto tiempo sus penas; en la segunda queda el alma sin Dios y con el cuerpo, y satisface las penas eternas. Así que cuando Dios dijo al primer hombre, a quien colocó en el Paraíso, acerca del manjar que le mandaba no comiese: «El día que comiereis de él moriréis de muerte», no sólo comprendióaquella amenaza la primera parte de la primera muerte, donde el alma queda privada de Dios; ni sola la última, donde el cuerpo queda privado del alma; ni tampoco solamente toda la primera, donde el alma padece sus penas separada de Dios y del cuerpo, sino que comprendió todo lo que hay de muerte hasta la última, que se llama la segunda, después de la cual no hay otra que la suceda. CAPITULO XIII Cuál fue el primer castigo de la culpa de los primeros hombres Apenas quebrantaron nuestros primeros padres el precepto, cuando los desamparó luego la divina gracia y quedaron confusos y avergonzados de ver la desnudez de sus cuerpos. Y así, con las hojas de higuera, que fueron acaso las primeras que, estando turbados, hallaron a mano, cubrieron sus partes vergonzosas, que antes, aunque eran los mismos miembros, no les causaban vergüenza. Sintieron, pues, un nuevo movimiento de su carne desobediente como una pena recíproca de su desobediencia. Porque ya el alma, que se había deleitado y usado mal de su propia libertad y se había desdeñado de obedecer a Dios, la iba dejando la obediencia que le solía guardar el cuerpo, y porque con su propia voluntad y albedrío desamparó al Señor, que era superior; al criado, que era su inferior, no le tenía a su albedrío, ni del todo tenía ya sujeta la carne como siempre la pudo tener si perseverara ella guardando la obediencia y subordinación a su Dios. Entonces, pues, la carne comenzó a desear contra el espíritu, y con esta batalla y lucha nacimos, trayendo con nosotros el origen de la muerte, y trayendo en nuestros miembros y en la naturaleza viciada y corrompida la guerra continuada con ella o la victoria contra el primer pecado. CAPITULO XIV De las cualidades con que crió Dios al hombre, y en la desventura que cayó por el albedrío de su voluntad Dios crió al hombre recto, como verdadero autor de las naturalezas, y no de los vicios; pero como éste se depravó en su propia voluntad, y por ello fue justamente condenado, engendró asimismo hijos malvados y condenados. Puesto que todos nos representamos en aquel uno, cuando todos fuimos aquel uno que por la mujer cayó en el pecado, la cual fue formada de él antes del pecado. Aún no había criado y distribuido Dios particularmente la forma en que cada uno habíamos de vivir; pero existía ya la naturaleza seminal y fecunda de donde habíamos de nacer; de modo que estando ésta corrupta y viciada por causa del pecado, obligada al vínculo de la muerte y justamente condenada, no podía nacer del hombre otro hombre que fuese de distinta condición. Y así del mal uso del libre albedrío nació el progreso y fomento de esta calamidad, la cual, desde su origen y principio depravado, como de una raíz corrompida, trae al linaje humano con la trabazón de las miserias hasta el abismo de la muerte segunda, que no tiene fin, a excepción de los que se escapan y libertan por beneficio de la divina gracia. CAPITULO XV Que pecando Addn; primero dejó él a Dios que Dios le dejase a él, y que la primera muerte del alma fue el haberse apartado de Dios Por lo cual, cuando les dijo Dios morte moriemini, moriréis de muerte, ya que no dijo de muertes, si quisiéremos entender sólo aquella que sucede cuando el alma queda desamparada de su vida, que para ella es Dios (que no la desamparó para que ella desamparase, sino que fue desamparada por haberse desamparado; pues para el daño suyo primero es su voluntad, mientras para su bien, primero es la voluntad de su Criador; así para criarla cuando no era, como para restaurarla y redimirla cuando, pecando, se perdió) por ello decimos que Dios les amenazó y denunció esta muerte al decir: »El día que comiereis de él moriréis de muerte»; como si dijera: <El día que me dejareis por la desobediencia os desampararé por la justicia»; y, sin duda, que en aquella muerte les amenazó y notificó también las demás que infaliblemente se habían de seguir de ella. Porque cuando nació en la carne del alma desobediente el movimiento rebelde y desobediente, por el cual cubrieron sus partes vergonzosas, entonces sintieron la primera muerte con que desamparó Dios al alma. Esta la significaron aquellas palabras cuando, escondiéndose el hombre, despavorido de miedo, le dijo Dios: «Adán, ¿dónde estás?» No como quien le busca por ignorar donde estaba, sino por advertirle con la reprensión que considerase donde estaba al no estar Dios con él. Pero cuando la misma alma viene ya a desamparar el cuerpo, menoscabado por la edad y deshecho por la senectud, sucede la otra muerte de la cual dijo Dios al hombre, procediendo todavía contra el pecado: «Tierra eres y a la tierra volverás», para que con estas dos se acabase de cumplir aquella primera muerte, que es la de todo hombre, tras la cual se sigue al último la segunda, si no se escapa y libra el hombre por el beneficio de la divina gracia. Porque el cuerpo, que es de tierra, no volviera a la tierra si no fuera por su muerte, la cual le sucede cuando le desampara su vida, esto es, su alma. Y así consta entre los cristianos que tienen la verdadera fe católica, que tampoco la muerte del cuerpo nos vino por ley de la naturaleza, porque en ella no dio Dios muerte alguna al hombre, sino que nos la dio en pena y castigo del pecado; pues castigando Dios al pecado dijo al hombre, en quien entonces estábamos comprendidos todos: «Tierra eres, y a la tierra volverás.» CAPITULO XVI De los filósofos que opinan que la separación del alma y del cuerpo no es por pena o castigo del pecado de desobediencia Pero los filósofos, de cuyas calumnias procuramos defender la Ciudad de Dios, esto es, su Iglesia, se ríen y mofan de lo que decimos, que la división y separación que hace el alma del cuerpo se debe enumerar entre sus penas; porque, efectivamente, ellos sostienen que viene a ser perfectamente bienaventurada, quedando despojada íntegramente de todo lo que es cuerpo, simple sola, y en cierto modo desnuda vuelve a Dios. En lo cual, si no hallara en la doctrina de los mismos filósofos fundamentos con que refutar esta opinión, más prolijidad hubiera de costarme el demostrarles que el cuerpo no es trabajoso y pesado al alma, sino solamente el cuerpo corruptible. Esto mismo quiso decir el sabio (cuyo testimonio citamos en el libro precedente) cuando dijo «que el cuerpo corruptible es el que agrava al alma»; pues añadiendo esta voz, corruptible, dice que agrava al alma, no cualquier cuerpo, sino el que hizo el pecado, con las ualidades que le siguieron con el castigo; y aun cuando esto no lo añadiera, no deberíamos entender otra cosa. Pero confesando con toda claridad Platón que los dioses hechos y formados por mano del sumo Dios tienen cuerpos inmortales, y añadiendo que el mismo Dios que los crió les prometió por singular beneficio el que hará que vivan eternamente con sus cuerpos, y que con ninguna especie de muerte se separen de ellos, ¿por qué nuestros adversarios, por sólo el hecho de perseguir la fe cristiana, fingen ignorar lo que saben, contradiciéndose a sí mismos, por no dejar de contradecirnos? Estas son las palabras de Platón, como las refiere Cicerón en latín; introduciendo al sumo Dios, hablando y diciendo a los dioses que crió: «Vosotros, que nacisteis por generación de los dioses, atended que las obras que yo he hecho son indisolubles a mi albedrío, aunque todo lo que está ligado se puede disolver; pero no es bueno disolver lo que está atado con discreción. Porque habéis nacido, no podéis ser inmortales e indisolubles; no obstante, jamás os disolveréis, ni hado alguno de muerte os quitará la vida, ni será más poderoso que mi idea y voluntad, que es vínculo mayor y más fuerte para vuestra perpetuidad, que el hado a que quedasteis obligados cuando principió vuestra generación.» Y ved aquí cómo Platón dice que los dioses, por la mezcla del cuerpo y del alma, son mortales, y que, sin embargo, son inmortales por la voluntad del Dios que los hizo. Luego, si es pena del alma el residir en cualquier cuerpo, ¿por qué hablándoles Dios como temerosos de que se les entrase casualmente la muerte por sus puertas, esto es, de que se separasen del cuerpo, les asegura de su inmortalidad, no por su naturaleza, que es compuesta, y no simple, sino por su invicta voluntad, con que puede hacer que ni lo engendrado se corrompa ni lo compuesto se resuelva, sino que perseveren incorruptibles? Y si es verdad o no lo que en este particular dice Platón de las estrellas, es otra cuestión; porque no hemos de concederle incontinente que estos globos resplandecientes o estas estrellas que con su luz corpórea alumbran o de día o de noche la tierra, viven con sus almas propias, y éstas intelectuales y bienaventuradas; lo cual asimismo constantemente afirma del mismo mundo, como de un animal donde se contienen todos los demás animales. Pero ésta (como llevo insinuado) es otra cuestión, la cual no tratamos por ahora de averiguar; sólo quise insinuarla para refutar a los que se glorían de ser llamados platónicos, o quieren seguir su doctrina, y por la vanidad y soberbia de este nombre se ruborizan de ser cristianos, porque tomando el apellido común como el vulgo, no se les disminuya y apoque el de los del palio filosófico, que viene a ser tanto más vano cuanto es menor el número que se halla de ellos; y buscando qué tachar y reprender en la cristiana doctrina, dan contra la eternidad de los cuerpos, como si fuera entre sí contradictorio el que indaguemos la bienaventuranza del alma y queramos que ésta esté siempre en el cuerpo, como encerrada en una molesta y miserable prisión; confesando su jefe y maestro Platón que es merced y beneficio que el sumo Dios hizo a los dioses formados de su mano que nunca mueren, esto es, que nunca se separen y dividan de los cuerpos con que una vez los juntó. CAPITULO XVII Contra los que dicen que, los cuerpos terrenos no pueden hacerse incorruptibles y eternos Pretenden también estos filósofos que los cuerpos terrestres no pueden ser eternos, sosteniendo, por otra parte, que toda la tierra es miembro de su Dios, aunque no del sumo, sino del grande, esto es, de todo este mundo visible y sempiterno. Habiéndoles, pues, criado aquel Dios sumo, a otro que ellos imaginan que es Dios, esto es, a este mundo, digno de preferirse a todos los demás dioses que están debajo de él; y defendiendo que este mismo es animal, es, a saber, adornado del alma, según dicen racional o intelectual, encerrada en la inmensa máquina de su cuerpo; y habiendo obstinación; de modo que se contradicen claramente a sí mismos con grandes y prolijas disputas, afirmando, por una parte, que el alma, para que sea bienaventurada, no sólo debe huir del cuerpo terreno, sino de todo género de cuerpo, y asegurando, por otra, que los dioses disfrutan de almas beatisimas, y que, sin embargo, las tienen en cuerpos eternos, aunque los celestiales en cuerpos ígneos; y que el alma del mismo Júpiter, que quieren que sea este mundo, está contenida o encerrada por todos los elementos corpóreos de que consta toda esta máquina, principiando desde la tierra hasta el cielo. Por cuanto esta alma imagina Platón que se difunde y extiende por números músicos, desde el íntimo medio de la tierra, que los geómetras llaman centro, hasta las últimas y extremas partes del cielo; de suerte que este mundo sea un animal inmenso, beatísimo y eterno, cuya alma, por una parte, tenga perfecta felicidad de sabiduría, no desamparando su propio cuerpo, y por otra, que este su cuerpo viva por ella eternamente, y que, sin embargo, de no ser simple, sino compuesto de tantos y tan grandes cuerpos, no por eso la puede embotar y entorpecer. Permitiendo toda esta licencia a sus imaginaciones y sospechas, ¿por qué no quieren creer que, por la divina voluntad y poder, pueden los cuerpos terrenos venir a ser inmortales, donde las almas, sin separarse de ellos con ninguna especie de muerte, sin gravamen ni apego a ellos, vivan eterna y felizmente; así como aseguran que pueden vivir sus dioses en los cuerpos ígneos, y el mismo Júpiter, rey monarca de todos los números, en todos los elementos corpóreos? Porque si el alma, para ser bienaventurada, debe huir y, escaparse de todo lo que es cuerpo, huyan sus dioses de los globos de las estrellas, huya Júpiter del cielo y de la tierra; o, si no pueden, repútenlos por miserables. Pero ni lo uno ni lo otro quieren, pues ni se atreven a dar a sus dioses la separación de los cuerpos, porque no parezca que los adoran siendo mortales, ni la privación de la bienaventuranza, por no confesar que son infelices. Así que para conseguir la eterna felicidad no es necesario huir de cualesquiera cuerpos, sino de los corruptibles, molestos, graves y mortales, no cuales los crió la bondad de Dios o los primeros hombres, sino cuales les obligó a ser la pena del pecado. CAPITULO XVIII De los cuerpos terrenos que dicen los filósofos que no pueden estar en los cielos, porque a lo que es terreno, su peso natural lo llama y atrae la tierra Con toda seriedad dicen que el peso natural en la tierra detiene los cuerpos terrenos o los conduce impelidos por fuerza a la tierra, por lo que no pueden estar en el cielo. De los primeros hombres sabemos que estuvieron en una tierra poblada de bosques y fructífera, que se llamó Paraíso; mas porque a esta objeción hemos de responder igualmente, así por el cuerpo de Jesucristo, con que subió glorioso a los cielos, como por los demás santos, quienes los tendrán en la resurrección, es bien que consideremos con alguna más singular atención los dichos pesos terrenos. Porque si el ingenio humano puede hacer con ciertos artificios que algunos vasos fabricados de metal, cuya materia, Colocada sobre el agua, luego se hunde, anden todavía nadando sobre ella, ¿cuánto más creíble y eficazmente puede Dios, con un oculto y secreto modo de su divina acción (con cuya omnipotente voluntad, dice Platón, que ni las cosas que no tienen ser por generación se corrompen, ni las compuestas se disuelven, siendo más digno de admiración que estén unidas las incorpóreas con las corpóreas, que cualquiera cuerpo con cualesquiera cuerpos), puede, digo, dar a los cuerpos y máquinas terrenas impulso para que no los deprima y tire hacia la tierra ningún peso; y a las almas, que son ya perfectamente bienaventuradas, que pongan donde quieran sus cuerpos, aunque terrenos, pero ya incorruptibles, y que los muevan donde quieran con una disposición y movimiento facilísimo? Y si pueden los ángeles arrebatar cualesquiera animales terrenos de cualquier parte y ponerlos donde quieran, ¿hemos acaso de creer que no lo pueden hacer sin molestia o que sienten el peso y la carga? ¿Y por qué no creemos que las almas de los santos, que por especial gracia y beneficio de Dios son perfectos y bienaventurados, pueden llevar sin dificultad sus cuerpos donde quisieren y ponerlos donde fuese su voluntad? Pues siendo cierto que acostumbramos imaginar llevando a cuestas el peso de los cuerpos terrenos, que cuanto mayor es la cantidad tanto mayor es la gravedad, de suerte que oprime y fatiga más lo que más, pesa; sin embargo, el alma más fácil y ligeramente lleva los miembros de su cuerpo cuando están sanos y robustos, que cuando están enfermos y flacos. Y siendo más pesado cuando le llevan otros, el sano y robusto que el flaco y enfermo, con todo, él mismo, para mover y traer su cuerpo, es más ágil cuando, estando bueno y sano, tiene más peso que cuando en la pestilencia o hambre tiene menos fuerza. Tanto puede para sustentar aun los cuerpos terrenos, aunque todavía corruptibles y mortales, no el peso de la cantidad, sino el modo del temperamento. ¿Y quién podía explicar con palabras la diferencia tan grande que hay entre la sanidad presente que decimos y la futura inmortalidad? No arguyan y reprendan, pues nuestra fe los filósofos por los pesos y los cuerpos. Porque no quiero preguntarles por qué causa no creen que puede estar en el cielo el cuerpo terreno, viendo que toda la tierra se sustenta en nada. Porque quizá parezca verosímil la razón y el argumento que se toma del mismo lugar medio del mundo, puesto que acude a él todo lo que es grave. Sólo quiero decir: si los dioses menores, a quienes Platón dio facultad para hacer, entre los demás animales terrestres, al hombre, pudieron, como dice, separar del fuego la calidad que tiene de quemar y dejarle la de resplandecer, como es la que sale y resplandece por los ojos, ¿por qué no concederemos al sumo Dios (a cuya voluntad y potestad concedió él mismo el privilegio de que no se corrompan y mueran las cosas que tienen ser por generación, y que cosas tan diversas e incomparables, como son las corpóreas e incorpóreas entre sí unidas y conglutinadas, no puedan desunirse y descomponerse de modo alguno),que pueda desterrar del cuerpo del hombre, a quien hace la gracia de la inmortalidad, la corrupción, dejarle la naturaleza; conservarle la congruencia de la figura y de los miembros y quitarle la gravedad del peso? Pero al fin de esta obra, si fuese voluntad de Dios, trataremos más particularmente de la fe de la resurrección de los muertos y de sus cuerpos inmortales. CAPITULO XIX Contra la doctrina de los que no creen que fueran inmortales los primeros hombres si no pecaron Ahora declaremos lo que principiamos a decir de los cuerpos de los primeros hombres. Pues ni esta muerte, que dicen es buena para los buenos, y que la conocen no sólo algunos pocos inteligentes o creyentes, sino que es notoria a todos; muerte con que se hace la división del alma y del cuerpo; con la cual, sin duda, el cuerpo del animal que evidentemente vivía, evidentemente muere; no les pudiera sobrevenir a ellos si no se siguiera el mérito del pecado. Pues aunque no es lícito dudar que las almas de los difuntos piadosos y justos viven en perpetuo descanso, con todo, les fuera tanto mejor vivir con sus cuerpos buenos y sanos, que aun aquellos que son de parecer que de todas maneras es mayor la felicidad de estar sin cuerpo, convéncense de esta opinión, aunque contraria a su propio dictamen. Porque ninguno se atreverá a anteponer sus hombres sabios, que han de morir, o que ya han muerto, esto es, los que carecen de cuerpos o han de dejar los cuerpos, a los dioses inmortales, a quienes el sumo Dios, según Platón, por grande beneficio, les permite una vida indisoluble, esto es, una compañía eterna con sus cuerpos. Y al mismo Platón le parece particular felicidad la de los hombres cuando, habiendo pasado esta vida santa y justamente separados de sus cuerpos, son admitidos en el seno de los mismos dioses, que nunca dejan los suyos «para que, en efecto, olvidados de lo pasado, puedan volver otra vez al mundo y empiecen a desear el volver a nuevos cuerpos»; lo que celebran haber dicho Virgilio siguiendo la doctrina de Platón. Porque de esta manera entiende que las almas de los mortales no pueden estar siempre en sus cuerpos, sino que, con la necesidad de la muerte, se vuelven a disolver; y que tampoco sin los cuerpos duran perpetuamente, sino que por sus tandas y alternativas piensa que sin cesar se hacen los vivos de los muertos y los muertos de los vivos; de modo que parece que la diferencia que hay de los Sabios a los demás hombres es ésta: que los sabios de la muerte, suben a las estrellas a descansar cada uno algún tiempo más en el astro y constelación que más le agrade, y, desde allí, otra vez, olvidado de la miseria pasada y vencido del deseo de volver a su cuerpo, vuelve a los trabajos y miserias de los mortales; pero los que vivieron neciamente, al momento vuelven a los cuerpos, conforme a sus méritos, o de hombres o de bestias. En este estado tan duro coloca Platón también a las almas buenas y sabias, a las cuales no les reparte y distribuye cuerpos con que puedan vivir siempre inmortalmente, sino que ni pueden permanecer en los cuerpos, ni sin ellos pueden durar en la eterna pureza. Ya dijimos en los libros anteriores cómo Porfirio, en los tiempos cristianos, se avergonzó de esta doctrina de Platón. y que no sólo eximió a las almas de los hombres de los cuerpos de las bestias, sino que también quiso que la de los sabios de tal manera fuesen libres de los vínculos del cuerpo que, huyendo de todo lo que es cuerpo, estuviesen junto al Padre gozando de la bienaventuranza sin fin. Así que por no parecer inferior a Jesucristo, que promete a los santos vida eterna, también él a las almas purificadas las colocó en la eterna felicidad, sin que tengan necesidad de volver a las miserias pasadas; y por contradecir a Jesucristo, negando la resurrección de los cuerpos incorruptibles, dijo que habían de vivir para siempre, no sólo sin los cuerpos terrenos, sino totalmente sin ningún cuerpo. Sin embargo, a pesar de dicha opinión, no se atrevió a prohibir a estas almas que se sujetasen y respetasen con reverencia religiosa a los dioses corpóreos, porque no creyó que, a pesar de no tener cuerpo alguno, fueran mejores que ellos. Por lo cual, si no han de atreverse, como entiendo que no lo han de efectuar, a anteponer las almas de los hombres a estos dioses felicísimos, aunque tengan cuerpos eternos, ¿por qué les parece absurdo lo que enseña la fe cristiana, de que a los primeros hombres los crió Dios de tal suerte que, si no pecaran, no se apartaran con ninguna muerte de sus cuerpos, sino que por los méritos de la obediencia fielmente observada, remunerados con la inmortalidad, vivieran con ellos eternamente; y que los santos, en la resurrección, han de tener de tal manera los mismos cuerpos en que aquí fueron afligidos, que ni a su carne le ha de poder acontecer corrupción alguna o dificultad, ni a su bienaventuranza algún dolor o infelicidad? CAPITULO XX Que los cuerpos de los santos que descansan ahora con esperanza se han de venir a reparar con mejor calidad que la que tuvieron los de los primeros hombres antes del pecado Y por eso al presente las almas de los santos difuntos no sienten pesar por la muerte con que las separaron de los cuerpos, porque su carne descansa con esperanza, por mas ignominias que parezca que han recibido, estando ya fuera de todo sentido. Y no desean, como opinó Platón, olvidarse de sus cuerpos, sino acordándose de la promesa de aquel Señor que a ninguno engaña, el cual les aseguró que no perderían ni un cabello, con gran deseo y paciencia esperan la resurrección de sus cuerpos en que padecieran muchos trabajos para no sentirlos ya jamás en ellos. Pues si no aborrecían a su carne cuando ella con su flaqueza resistía al espíritu, y la reprimían por el derecho natural del espíritu, ¡cuánto más la amarán habiendo ella de ser también espiritual! Porque así como muy a propósito se llama carnal el espíritu que sirve a la carne, así la carne que sirve al espíritu se llamará muy bien espiritual; no porque se haya de convertir en espíritu, como algunos piensan, porque dice la Escritura: «Siémbrase (esto es, muere como semilla; que muere para llevar fruto) el cuerpo animal, y resucita cuerpo espiritual»; sino porque con suma y admirable facilidad y obediencia se sujeta al espíritu hasta cumplir la segura voluntad de la indisoluble inmortalidad, libre ya de todo género de molestia, corruptibilidad y pesadumbre. Pues no sólo será cual es ahora, cuando está más robusta y más sana, pero ni cual fue en los primeros hombres antes que pecaran; los cuales, aunque no hubiesen de morir si no pecaran, con todo, usaban como hombres de alimentos, trayendo consigo cuerpos terrenos, aún no espirituales, sino animales. Los cuales, aunque no se estragasen con la senectud, de manera que necesariamente llegasen a morir (el cual estado, por gracia de Dios, se les concedía en virtud del árbol de la vida, que estaba juntamente con el árbol vedado en medio del Paraíso); con todo, comían también de todos los otros manjares, exceptuando sólo un árbol del que les mandó Dios que no comiesen, no porque el árbol fuese malo, sino por recomendarnos lo bueno de la pura y simple obediencia, que es una grande virtud de la criatura racional, subordinada debajo de su Criador y Señor. Porque donde no era malo lo que se tocaba, sin duda que si estando vedado se tocaba, pecábase sólo por la desobediencia. Así pues, se sustentaban comiendo de otros manjares para que los cuerpos animales no sintiesen molestia alguna con el hambre y la sed; y del árbol de la vida comían porque no se les entrase la muerte de ninguna suerte, o consumidos de la vejez, en corriendo y pasando los espacios del tiempo se muriesen; como si todos los demás manjares les sirviesen de sustento y alimento, y aquel del árbol de la vida de Sacramento; de manera que entendamos que sirvió el árbol de la vida en el Paraíso corporal, como en el espiritual, esto es, en el Paraíso inteligible, la sabiduría de Dios, de quien dice, el sagrado texto «que es árbol de vida para los que lo abrazaren». CAPITULO XXI, De cómo el Paraíso, donde estuvieron los primeros hombres, se puede bien entender que nos figura y significa alguna cosa espiritual, salva la verdad de lo que la Historia refiere del lugar corporal Algunos alegorizan y refieren todo el Paraíso, donde dice verdaderamente la Sagrada Escritura que estuvieron los primeros hombres, padres del linaje humano, a las cosas inteligibles, y convierten todos aquellos árboles y plantas fructíferas en virtudes y costumbres arregladas para vivir bien, como si no hubiera habido aquellas cosas visibles y corporales, sino que se dijeron o escribieron así para significarnos las cosas inteligibles. Pero no debe deducirse de esto que no pudo haber Paraíso corporal, por cuanto podemos entenderle igualmente que el espiritual, y tanto valdría asegurar que no hubo dos mujeres, Agar y Sara, y dos hijos de Abraham habidos en ellas, uno de la esclava y otro de la libre, porque dice el apóstol que se figuraron en ellas los dos Testamentos; o que no corrió el agua de la piedra que hirió Moisés con la vara, porque allí por una significación figurada puede entenderse también Jesucristo, puesto que dice San Pablo «que la piedra era Cristo». Así pues, ninguno contradice que por el Paraíso puede entenderse la vida de los bienaventurados; por sus cuatro ríos, las cuatro virtudes cardinales, prudencia, fortaleza, templanza y justicia; por sus árboles, todas las artes útiles; por el fruto de los árboles, las costumbres de los justos; por el árbol de la vida, la misma sabiduría, madre de todos los bienes; y por el árbol de la ciencia del bien y del mal, la experiencia del precepto violado. Porque puso Dios la pena muy a propósito, puesto que, la puso justamente a los pecadores y, aunque no por su bien, la experimenta el hombre. Podemos también acomodar toda esta doctrina a la Iglesia, para que así lo entendamos mejor, tomando estos objetos como figuras y profecías de lo venidero; por el Paraíso, a la misma Iglesia, como se lee de ella en los Cantares; por los cuatro ríos del Paraíso, los cuatro Evangelios; por los árboles fructíferos, a los santos; por su fruta, sus obras; por el árbol de la vida, el santo de los santos, que es Jesucristo, y por el árbol de la ciencia del bien y del mal, el propio albedrío de la voluntad, pues ni aun de sí mismo puede el hombre usar muy mal si desprecia la voluntad divina; y así llega a saber la diferencia que hay cuando abraza el bien común a todos; o cuando gusta del suyo propio. Porque amándose a sí mismo, se premia a sí mismo, para que, viéndose por ello lleno de temores y tristezas, diga aquella expresión del real Profeta, si es que siente sus males: «En mí propio se me ha turbado el alma»; y, enmendado ya, diga: «Mi fortaleza, Señor, la dejaré en tus manos.» Si estas cosas, y otras semejantes, pueden decirse más cómodamente para que entendamos espiritualmente el Paraíso, díganlas en horabuena sin contradicción alguna, con tal que creamos también la certeza de aquella historia que nos refiere fielmente lo que pasó en realidad de verdad. CAPITULO XXII Que los cuerpos de los santos, después de la resurrección, serán espirituales, de manera que no se convierta la carne en espíritu Así que los cuerpos de los justos que han de hallarse en la resurrección ni tendrán necesidad de árbol alguno, para que ni la enfermedad ni la senectud los menoscabe y mueran, ni de otros cualesquiera corporales alimentos contra la molestia de la hambre o de la sed, porque infaliblemente y en todas maneras gozarán del don y beneficio inviolable de la inmortalidad; de suerte que si quieren comer podrán hacerlo, pero no por necesidad. Como tampoco comieron los ángeles cuando aparecieron visible y tratablemente, porque tenían necesidad, sino porque querían y podían, por acomodarse con los hombres, usando de cierta benignidad humana en su ministerio. Pues no debemos creer que los ángeles comieron imaginaria y fantásticamente cuando vinieron a ser huéspedes de los hombres, aunque a los que ignoraban si eran ángeles les pareciese que comían con la misma necesidad que acostumbramos nosotros. Y esto es lo que dice el ángel en el libro de Tobías: «Me veíais comer, pero sólo me veíais a vuestro parecer», esto es, pensabais que comía por necesidad que tenía de reparar el cuerpo, como lo hacéis vosotros. Pero aunque de los ángeles quizá se puede sostener otra opinión que sea más creíble, sin embargo, la fe cristiana no pone duda que nuestro Salvador, después de la resurrección, teniendo ya el cuerpo espiritual, comió y bebió con sus discípulos, porque lo que vendrán a perder semejantes cuerpos será la necesidad, no la potestad o posibilidad y así serán espirituales, no porque dejarán de ser cuerpos, sino porque se sustentaran y perseverarán con el espíritu que los vivifica. CAPITULO XXIII Qué es lo que debemos entender por el cuerpo animal y por el cuerpo espiritual; quiénes son los que mueren en Adán y quiénes los que se vivifican en Cristo Así como estos que aun no poseen un espíritu vivificante, sino una alma viviente, se llaman cuerpos animales, no siendo almas, sino cuerpos, así se denominan espirituales aquellos cuerpos; con todo, de ninguna manera debemos creer que han de ser espíritus, sino cuerpos que han de tener substancia de carne, pero que no han de padecer con el espíritu vivificante imperfección ni corrupción carnal. Entonces el hombre no será más ya terreno, sino celestial, no porque el cuerpo que se formó de la tierra no será el mismo, sino porque, por don del cielo, será tal que convenga también para morar en el cielo, no por haber, perdido su naturaleza, sino por haber mudado de calidad. Al primer hombre, como era de la tierra terreno, le hizo Dios ánima viviente y no espíritu vivificante, lo cual se le reservaba que viniera a serlo por mérito de la obediencia. Por eso su cuerpo (que tenía necesidad de comer y de beber para no tener hambre y sed, y el árbol de la vida le guardaba de la necesidad de la muerte y le conservaba en la flor de la juventud, aunque no tuviera la inmortalidad absoluta e indisoluble) indudablemente no era espiritual, sino animal, aunque por ninguna razón muriera si no incurriera pecando en la sentencia con que Dios le había amenazado. Y fuera del Paraíso, no faltándole los alimentos, pero no dejándole gustar del árbol de la vida, viniera a acabar más tarde, con el tiempo y la senectud, aquella vida, la cual, en el cuerpo, aunque animal (hasta que se hiciera espiritual por el mérito de la obediencia), pudo tener perpetua en el Paraíso, si no pecara. Por lo cual, aun cuando entendamos que juntamente les significó Dios esta muerte manifiesta con que se hace la división del alma y del cuerpo en el anatema con que rigurosamente les amenazó: «En el día que comiereis del árbol vedado moriréis de muerte>; no por eso debe parecer absurdo, porque no dejaron los cuerpos aquel mismo día en que comieron de la fruta vedada y mortífera. Pues desde este día se empeoró y corrompió la naturaleza, y quedando justamente excluida del árbol de la vida, se le siguió la necesidad de la muerte corporal, con cuyo fatal destino hemos nacido nosotros. Por eso no nos dice el Apóstol que el cuerpo morirá por causa del pecado, sino que dice que «el cuerpo está muerto por causa del pecado, pero que el espíritu vive por la justificación.» Después prosigue y dice: «Mas si aquel espíritu que resucitó a Jesucristo de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por el espíritu de Dios, que habita en vosotros.» Así que entonces tendrá espíritu vivificante el cuerpo que ahora tiene alma viviente, y, sin embargo, le llama el Apóstol muerto, porque está ya constituido en la dura necesidad de morir. Pero en el Paraíso, de tal modo tenía alma viviente, aunque no espíritu vivificante, que no se podía decir con propiedad muerto, por cuanto no podía tener necesidad de morir, si no es cometiendo el pecado. Habiéndonos Dios significado cuando dijo: «Adán, ¿adónde estás?» la muerte del alma, que se efectuó desamparándola el Señor; y cuando dijo: «tierra eres, y a la tierra volverás», la muerte del cuerpo que se verifica al separarse el alma del cuerpo, debemos creer que no hizo mención de la muerte segunda, porque quiso que estuviese oculta por causa de la dispensación del Nuevo Testamento, donde expresamente se nos manifiesta, para que pnmero se nos hiciese ver que aquella primera muerte, que es común a todos, vino y procedió de aquel pecado que en uno fue común a todos; pero la muerte segunda no es común a todos, «por aquellos que, según el propósito y elección divina, son llamados a la santidad, a los cuales entrevió y predestinó, como dice el Apóstol, que fuesen conformes a la imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos», a quienes la gracia de Dios, por el mediador, libertó de la segunda muerte. Así que, hablando en estos términos el Apóstol, nos da a entender que fue criado el primer hombre en cuetpo animal; pues queriendo distinguir este animal que al presente tenemos, del espiritual que ha de haber en la resurrección: .«Siémbrase como semilla -dice- en la sepultura nuestro cuerpo, sujeto a la corrupción, y se levantará y resucitará incorruptible; siémbrase ignominioso y feo, y resucitará claro y glorioso; siémbrase sujeto a mil flaquezas, y resucitará con mucha virtud y vigor; siémbrase cuerpo animal sujeto a hambre y sed, y resucitará sutil y espiritual, sin necesidad de comer ni beber.» Después, para probar está doctrina: «Si hay -dice- cuerpo animal, hay también cuerpo espiritual.» Y para demostrar qué cosa es cuerpo animal, añade: «Así lo dice la Sagrada Escritura: hizo Dios al primer hombre alma viviente.» De este modo nos quiso manifestar qué cosa es cuerpo animal; aunque el sagrado texto no dijo del primer hombre, que se llamó Adán, cuando Dios, con su aliento y soplo, crió aquella alma: «Crió Dios al hombre en cuerpo animal», sino «hizo Dios al primer hombre alma viviente». Luego, cuando dice el sagrado texto: «Hizo Dios al primer Adán alma viviente», quiso el Apóstol que entendiésemos el cuerpo animal del hombre; y cómo hemos de entender el espiritual nos lo patentizó, añadiendo: «Pero el ultimo Adán le hizo Dios espíritu vivificante», aludiendo, sin duda, a Cristo, que resucitó de entre los muertos, de suerte que no puede ya más morir. Después prosigue y dice: «Aunque no fue primero el cuerpo espiritual, sino el animal, y después el espiritual», donde con más claridad nos dio a entender cómo nos «quiso significar el cuerpo animal en aquella expresión de la Escritura, «que hizo Dios al primer Adán alma viviente»; y cuerpo espiritual en la otra, donde dice: «Y al último Adán espíritu vivificante.» Porque primero es el cuerpo animal, como le tuvo el primer Adán (aunque no cuerpo que muriera si no pecara, como le tenemos nosotros ahora, de una naturaleza tan trocada y corrompida, como se trocó en él después que pecó, por lo cual le sobrevino la necesidad de morir. Así también al principio quiso y se dígnó tener cuerpo Jesucristo por nosotros, aunque no por necesidad, sino por potestad. Después es el cuerpo espiritual y cual precedió ya en Cristo, como en cabeza nuestra sucederá también en sus miembros en la última resurrección de los muertos. Añade después el Apóstol la evidentísima diferencia que hay entre estos dos hombres, diciendo: «El primer hombre fue de la tierra, terreno, y el segundo, del cielo, celestial; y cual fue aquel terreno, tales son también los terrenos; y cual es el celestial, tales también los celestiales; como representamos, pues, y vestimos la imagen del terreno, así también representamos y nos vistamos la imagen de aquel que vino del cielo.» Esta doctrina la describió el Apóstol de manera que se realice ahora en nosotros, según el sacramento de la regeneración, como lo dice en otro lugar: «Todos los que os habéis bautizado en Cristo os habéis vestido de Cristo», esto es, os habéis hecho conformes y semejantes a Él. Pero, realmente, se acabará de hacer y cumplir esta semejanza en nosotros cuando lo que en nosotros es animal por el nacimiento, se hubiere hecho espiritual por la resurrección. Porque usando nuevamente de sus expresiones, dice: «Nuestra salvación ha sido en esperanza»; esto es, que aunque ahora no la veamos con nuestros ojos, con todo, el rescate se efectuó de suerte que esperamos salvarnos perfectamente. Vestímonos de la imagen y semejanza del hombre terreno por la propagación del pecado y de la muerte, de que nos hizo herederos. la generación; pero de la imagen y semejanza del hombre celestial nos vestimos por la gracia del perdón y de la vida eterna, de que nos hace herederos la regeneración por virtud de Jesucristo, hombre mediador de Dios y de los hombres, que es a quien entiende por el hombre celestial, pues vino del cielo para vestirse del cuerpo de la mortalidad terrena y vestir despúés al cuerpo de la celestial inmortalidad, Por eso llama también celestiales a los otros; pues por la gracia vienen a ser miembros suyos, de modo que Cristo viene a ser uno con ellos, como la cabeza y el cuerpo. Esto lo dice más claro en la misma epístola con estas palabras: «Por un hombre entró la muerte y por otro hombre la resurrección de los muertos; porque así como morimos todos en Adán, así en Cristo todos resucitaremos a la vida eterna; y esto será ya con el cuerpo espiritual, que será espíritu vivificante»; no porque todos los que mueren en Adán hayan de ser miembros de Cristo (puesto que la mayor parte de ellos irán condenados eternamente a la muerte segunda), sino que por eso dijo todos, en los unos y en los otros, en los que mueren y en los que vivirán, porque así ,como ninguno muere en cuerpo animal, si no es en Adán, así ninguno revive y resucita en cuerpo espiritual, si no es en Cristo. Por eso no debemos imaginar que en la resurrección hemos de tener el cuerpo de la misma cualidad que le tuvo el primer hombre antes del pecado; ni aquella expresión con que dice: «Cual es el terreno, tales serán también los terrenos», debe entenderse, según lo que se hizo, cometiendo el pecado; porque no debemos pensar que antes que pecara tuvo cuerpo espiritual, y que por el pecado y su mérito se mudó en animal. Los que así opinan atienden poco a palabras de un tan ilustre doctor, que dice: «Si hay cuerpo animal, hay también cuerpo espiritual, como leemos en el Génesis, que hizo Dios al primer hombre alma viviente»; ¿fue, acaso, después de la culpa cuando éste era el primer estado del hombre a que alude el santo Apóstol, para demostrar que era cuerpo animal, tomando dicho testimonio de la ley? CAPITULO XXIV Cómo debe entenderse aquel soplo de Dios con que se hizo al primer hombre alma viviente, o aquel de Cristo Nuestro Señor, cuando dijo: Tomad el Espíritu Santo Del mismo modo entendieron algunos con poca consideración aquellas palabras: «Inspiróle Dios soplando en su rostro el espiritú de vida, y quedó hecho el hombre alma viviente, que no le infundió Dios entonces primeramente al hombre alma, sino que a la que ya tenía la vivificó con el Espíritu Santo.» Y se inclinan a creerlo por advertir que Cristo Nuestro Señor, después que resucitó de los muertos, inspiró y sopló, diciendo a sus discípulos: «Tomad el Espíritu Santo.» Por eso piensan que se hizo aquí parte de lo que allá pasó, como si aquí también, prosiguiendo el santo evangelista; dijera: «Hízolo Dios alma viviente»; lo cual, si seguramente dijera, entenderíamos que el espíritu de Dios es una especie de vida de las almas racionales, sin el cual éstas deben tenerse por muertas, aunque con la presencia de ellas parezca que viven los cuerpos. Pero que esto no fue así cuando crió Dios al hombre bastantemente lo declaran las palabras del Génesis, donde se lee: «Y formó Dios del polvo de la tierra al hombre», cuya expresión, queriendo algunos interpretarla con más claridad, dijeron: «Hizo Dios al hombre del limo o barro de la tierra», porque había dicho arriba: «Subía de la tierra una fuente y regaba toda la faz de la tierra», como si por eso debiera entenderse el barro que se forma con la humedad y la tierra. Pero, dicho esto, continúa diciendo la Escritura: «Y formó Dios del polvo de la tierra al hombre», como se lee en los códices griegos, de cuyo idioma se tradujo al latino la Sagrada Escritura. Pero dígase formavit o finxit, qúe en griego dice eplasen, aquí no importa nada, aunque más propiamente se dice finxit; pero los que dijeron formavit quisieron huir de la ambigüedad porque en latín es más común decir fingere con respecto a los que componen alguna cosa fingida y disimuladamente. A este hombre, pues, formado del polvo de la tierra o del légamo, porque era el polvo húmedo, y, por decirlo más expresamente, como la Escritura, polvo de la tierra; a éste digo, nos enseña el Apóstol que le hizo Dios cuerpo animal cuando le infundió el alma, «hizo Dios a este hombre alma viviente», esto es, a este polvo formado le hizo alma viviente. Pero dirán que ya tenía alma, porque de otra suerte no se llamara hombre, pues el hombre no es el cuerpo solo o el alma sola, sino el que consta del alma y cuerpo. Verdaderamente no es el alma todo el hombre, sino la parte más noble del hombre; ni todo el hombre es el cuerpo, sino parte inferior del hombre; pero cuando está lo uno y lo otro juntos, se llama hombre, al cual nombre, sin embargo, tampoco lo pierden el cuerpo y el alma de por sí, aun cuando hablemos de cada uno de ellos separadamente. Porque ¿quién quita que se diga, según la ley recibida, en el lenguaje ordinario, tal hombre murió y ahora está en descanso o en penas pudiendo solo decirse esto del alma; y tal hombre se enterró en tal o en tal lugar, no pudiéndose entender sino de sólo el cuerpo? Y si dijeren que no suele hablar así la Sagrada Escritura, por el contrario, ella nos confirma de manera que, aun cuando estas dos cualidades están unidas y vive el hombre, sin embargo, a cada cosa de por sí la llama ella con nombre de hombre, es a saber, al alma; hombre interior, y al cuerpo, hombre exterior, como si fueran dos hombres, siendo lo uno y lo otro juntos un hombre. Pero conviene, saber en qué sentido se dice el hombre imagen y semejanza de Dios, y en cuál se dice el hombre tierra, y qué es lo que ha de ir a la tierra. Porque lo primero se dice según el alma racional que Dios infundió al hombre, esto es, al cuerpo del hombre, soplando, o, como se dice más a propósito, inspirando, y lo último se dice respecto del cuerpo, que formó Dios al hombre del polvo, a quien infundió el alma para que se hiciera cuerpo animal, esto es, el hombre animal viviente. Por eso, en lo que practicó Jesucristo nuestro Señor cuando sopló diciendo: «Tomad el Espíritu Santo», quiso darnos a entender que el Espíritu Santo no sólo es Espíritu del Padre, sino también del mismo Unigénito, porque un mismo Espíritu es el del Padre y el del Hijo, con quien es Trinidad, el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, no criatura, sino Criador. Pero aquel soplo corporal que salió de la boca carnal no era substancia o naturaleza del Espíritu Santo, sino una significación suya, para que entendiéramos, como insinué, que el Espíritu Santo era común al Padre y al Hijo, porque no tiene cada uno el suyo, sino que uno mismo es el de ambos. Y siempre este Espíritu, en la Sagrada Escritura, en griego se dice Pneuma, como también en este lugar le llamó el Señor cuando le repartió a sus discípulos, significándole con el soplo de su boca corporal; y no me acuerdo que se llame jamás de otra manera en toda la Escritura. Pero donde se lee: «Y formó Dios al hombre del polvo de la tierra, y le infundió, soplándole en el rostro, espíritu de vida, no pone el idioma griego esta voz Pneuma, que suele significar el Espíritu Santo, sino Pnoen, lo cual más de ordinario se lee de la criatura que del Criador; y así también algunos latinos, para diferenciarlos, quisieron mejor interpretar este mismo nombre y llamarle, no Espíritu, sino soplo. Este mismo se halla también en griego en Isaías, donde dice Dios: «Yo hice todos los soplos», significando, sin duda, todas las almas. Por ello, lo que en griego se dice Pnoen, los nuestros lo interpretan algunas veces soplo, otras espíritu, otras inspiración o aspiración, y otras también alma; pero la palabra Pneuma siempre es espíritu, ya sea del hombre, como cuando dice el Apóstol: «¿Qué hombre puede saber lo que está encerrado en el pecho del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?»; ya sea de las bestias, como se lee en el Eclesiastés: «¿Quién sabe si el espíritu del hombre sube al cielo, y si el espíritu de la bestia baja a la tierra, y perece juntamente con el cuerpo?»; ya sea este espíritu corpóreo, que también llamamos viento, porque este nombre se halla en el salmo, donde dice: «El fuego, el granizo, la nieve, la helada y el espíritu tempestuoso»; ya sea, no el espíritu criado, sino el Criador, como lo es cuando dice el Señor en el Evangelio: «Tomad el Espíritu Santo», significándonosle con el soplo corporal de su santísima, boca; y donde dice: «Andad y bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», donde excelentemente y con la mayor evidencia se nos declara la Santísima Trinidad; y donde dice: «Dios es espíritu», como en otros muchos lugares de la Escritura; pues en todos ellos la versión griega vemos que dice, no Pnoen, sino Pneuma, y la latina, no soplo, sino espíritu. Por lo cual, si cuándo dijo inspiró, o, si se dice con más propiedad, sopló en su cara, le infundió el espíritu de vida, en la versión griega no se pusiera Pnoen, como en ella se lee, sino Pneuma, tampoco podría deducirse que necesariamente debíamos entender el Espíritu Criador, que propiamente se llama en la Trinidad el Espíritu Santo, puesto que consta, como hemos dicho, que Pneuma se suele decir, no sólo del Criador, sino también de la criatura. Pero dirán que cuando dijo espíritu no añadiera de vida, si no quisiera entender allí el Espírítu Santo, y cuando dijo: «Hizo Dios al hombre alma» no añadiera viventem, viviente, si no sígnificara la vida del alma que se le comunicó por don y gracia del Divino Espíritu; porque viviendo el alma -dicen- con su propia vida, ¿qué necesidad había de añadir viviente, sino para que se entendiese la vida que se le da por el Espíritu Santo? Y esto ¿qué es sino defender con mucho cuidado la parte de la sospecha humana, y no atender sino con mucho descuido a la Sagrada Escritura? Porque ¿qué mucho era, sin ir muy lejos, leer en el mismo libro poco más arriba: «Produzca la tierra el alma viviente», cuando crió Dios todos los animales terrestres? Después, interponiendo algunos pocos capítulos, aunque en el mismo libro, ¿que mucho era advertir lo que dice: «Que todo lo que tenía espíritu de vida y estaba sobre la tierra había perecido»? Luego si hallamos también en las bestias alma viviente y espíritu de vida, según el estilo de la Sagrada Escritura, y habiendo dicho el griego asimismo en este lugar, donde se lee, todo lo que tenía espíritu de vida, no Pneuma, sino Pnoen, ¿por qué no preguntamos qué necesidad había de añadir viviente, puesto que no puede ser alma si no vive? ¿O qué necesidad había de añadir de vida, habiendo dicho espíritu? Entendemos que la Escritura, según su estilo, dijo espíritu de vida y alma viviente, queriendo dar a entender los animales, esto es, los cuerpos animados, que por el alma participan también de estos sentidos visibles del cuerpo. Pero en la creación del hombre no reparamos en cómo suele hablar la Escritura, habiendo hablado totalmente conforme a su estilo, por darnos a conocer que el hombre, aun después de haber recibido el alma racional (la cual quiso dar a entender que fue criada, no de la tierra, ni del agua, como toda carne, sino del aliento y soplo de Dios), fue, sin embargo, criado de modo que viviese en cuerpo animal; lo que sucede viviendo en él el alma, como viven aquellos animales de quienes dijo: produzca la tierra almas vivientes, y asimismo los que dijo que tuvieran en sí espíritu de vida, donde también el griego no escribe Pneuma, sino Pnoen, declarando con este nombre, sin duda, no el Espíritu Santo, sino el alma de estos animales. Pero, no obstante, dicen ellos, se deja entender que el soplo de Dios salió de la boca de Dios, el cual, si creyéremos que es el alma, habremos de confesar que es de su misma substancia e igual que aquella sabiduría, que dice: «Yo salí de la boca del Altísimo.» Pero es de advertir que no dijo la sabiduría que la sopló Dios de su boca, sino que ella salió de su boca. Porque así como nosotros podemos hacer, no de nuestra naturaleza de hombres, sino de este aire que nos circunda y con que respiramos, un soplo cuando soplamos, así Dios todopoderoso, no de su naturaleza, ni de alguna materia criada, sino de la nada, pudo hacer un soplo, el cual con mucha conveniencia se dijo que le inspiró y sopló para infundirle en el cúerpo del hombre, siendo él incorpóreo y el soplo también incorpóreo, pero él inmutable y el soplo mudable; porque siendo él no criado, le infundió criado. Mas para que entiendan los que quieren hablar de las Escrituras y no advierten las frases y metáforas con que habla la Escritura, que no solamente se dice que sale de la boca de Dios lo que es su igual o de su misma naturaleza, oigan o lean lo que dice Dios en el sagrado texto: «Porque eres tibio, y no cálido ni frío, te comenzaré a lanzar de mi boca.» Así que no hay razón alguna para que resistamos o contradigamos a las palabras evidentes y claras del Apóstol cuando, distinguiendo el cuerpo animal del cuerpo espiritual, esto es, este en que en la actualidad existimos, de aquel en que hemos de estar después, dice: «Arrojóse como semilla en la sepultura el cuerpo animal, y vuelve a nacer y a levantarse cuerpo espiritual; hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual; conforme a lo que dice la Escritura que hizo Dios al primer hombre, Adán, alma viviente, y al último Adán, espíritu vivificante; aunque no fue primero el cuerpo espiritual, sino el animal, y luego el espiritual. El primer hombre de tierra fue terreno, el segundo hombre de cielo fue celestial; cual es el terreno, tales son asimismo los terrenos, y cual es el celestial, tales serán también los celestiales. Luego, así como nos vestimos la imagen y semejanza del terreno, vistámonos igualmente la imag’en y semejanza de aquel que es del cielo.» Sobre todas estas palabras del Apóstol hemos ya raciocinado. El cuerpo animal, con el que dice San Pablo que hizo Dios al primer hombre, Adán, no era formado de suerte que no pudiese morir, sino de manera que no muriera si el hombre no pecara. Porque aquel que con el espíritu vivificante será espiritual e inmortal, no podrá de ningún modo morir; así como el alma que fue criada inmortal, aunque se dice que muere con el pecado, careciendo de una especie de vida suya, esto es, del espíritu de Dios, con que podía vivir sabia y bienaventuradamente; sin embargo, no deja de vivir con una vida suya propia, aunque miserable, porque la crió Dios inmortal. También a los ángeles apóstatas, aunque, en cierto modo, murieron pecando, porque apostataron y desampararon la fuente de la vida, que es Dios, bebiendo de la cual podían vivir virtuosa y felizmente; no obstante, no pudieron morir de suerte que totalmente dejasen de vivir y sentir, porque los crió Dios inmortales; y así, después del juicio final los arrojará y condenará a la muerte segunda, de manera que ni aun allí carezcan, de vida, puesto que no han de carecer de sentido, habiendo de vivir en dolor y tormento. Pero los hombres que participan de la gracia de Dios, ciudadanos de los santos ángeles que viven en la bienaventuranza, se vestirán los cuerpos espirituales de modo que ni pequen ya más ni se mueran, sino que gozarán de aquella inmortalidad que, como la de los ángeles, no pueda perderse con el pecado; quedándoles, con todo, la naturaleza de la carne, pero sin rastro de corruptibilidad o imperfección carnal. Réstanos por explorar una cuestión que es indispensable tratemos y, con el auxilio soberano del Señor de la verdad, decidamos formalmente. Si en los primeros hombres, cuando los desamparó la gracia divina, el apetito de los miembros corporales desobedientes nació del pecado de la desobediencia (por lo que vinieron a abrirse los ojos sobre su desnudez, esto es, la miraron con más curiosidad, y porque el movimiento torpe resistía al albedrío de la voluntad, cubrieron su cuerpo), ¿cómo vinieran a engendrar y propagar sus hijos si como Dios los crió, perseveraran sin pecar? Pero por ser ya tiempo de concluir este libro, y una cuestión tan célebre no es justo atropellarla, siendo cortos en su examen y exposición, la suspenderemos para tratarla con más comodidad y claridad en el libro siguiente.
Libro Décimocuarto: El Desorden De Las Pasiones, Pena Del Pecado CAPITULO PRIMERO Por la desobediencia del primer hombre, todos, caerían en la eternidad de la segunda muerte, si la gracia de Dios, no librase a muchos Dijimos ya en los libros precedentes como Dios, para unir en sociedad a los hombres, no sólo con la semejanza de la naturaleza, sino también para estrecharlos en una nueva unión y concordia con el vínculo de la paz por medio de cierto parentesco, quiso criarlos y propagarlos de un solo hombre; y cómo ningún individuo del linaje humano muriera si los dos primeros, creados por Dios, el uno de la nada y el otro del primero, no lo merecieran por su desobediencia; los cuales cometieron un pecado tan enorme, que con él se empeoró la humana naturaleza, trascendiendo hasta sus más remotos descendientes la dura pena del pecado y la necesidad irreparable de la muerte; la cual, con su despótico dominio, de tal suerte se apoderó de los corazones humanos, que el justo y condigno rigor de la pena nevara a todos como despeñados a la muerte segunda, sin fin ni término, si de ella no libertara a algunos la inmerecida gracia de Dios. De donde ha resultado que, no obstante el haber tantas y tan dilatadas gentes y naciones esparcidas por todo el orbe; con diferentes leyes y costumbres, con diversidad de idiomas, armas y trajes, con todo no haya habido más que dos clases de sociedades, a quienes, conforme a nuestras santas Escrituras, con justa causa podemos llamar dos ciudades: la una, de los hombres que desean vivir según la carne, y la otra, de los que desean vivir según el espíritu, cada una en su paz respectiva, y que cuando consiguen lo que apetecen viven en peculiar paz. CAPITULO II Él vivir según la carne se debe entender no sólo de los vicios del cuerpo, sino también de los del alma Conviene, pues, examinar en primer lugar qué es vivir según la carne y qué según el espíritu; porque cualquiera que por vez primera oyese estas proposiciones, desconociendo o nov penetrando cómo se expresa la Sagrada Escritura, podría imaginar que los filósofos epicúreos son los que viven según la carne, dado que colocan el sumo bien y la bienaventuranza humana en la fruición del deleite corporal, así como todos aquellos que en cierto modo han opinado que el bien corporal es el sumo bien del hombre, como el alucinado vulgo de los filósofos que, sin seguir doctrina alguna, ó sin filosofar de esta manera, estando inclinados a la sensualidad, no saben gustar, sino de los deleites que reciben por los sentidos corporales; y que los estoicos, que colocan el sumo bien en el alma, son los que viven según el espíritu, puesto que el alma humana no es otra cosa que un espíritu. Sin embargo, atendiendo el común lenguaje de las sagradas letras, es cierto que unos y otros viven según la carne, porque llama carne no sólo al cuerpo del animal terreno y mortal, como cuando dice: «No toda carne es de una misma especie; diferente es la carne del hombre y la de las bestias, y diferente la de las aves y la de los peces«», sino que usa con diversidad de la significación de este nombre; y entre estos distintos modos de hablar, muchas veces también al mismo hombre, esto es, a la a la naturaleza humana, suele llamar carne, tomando, conforme al estilo retórico, el todo por la parte, como cuando dice: «No hay carne alguna que se justifique por las obras de la ley. » ¿Qué quiso dar aquí a entender sino ningún hombre? Lo cual, con mayor claridad lo dice después. «Ningún hombre se justificará por la ley»; y escribiendo a los gálatas, les dice: «Sabiendo que ningún hombre puede justificarse por las obras de la ley.» Conforme a esta doctrina se entiende aquella expresión del sagrado cronista: «El Verbo eterno se hizo carne», esto es, hombre; la cual, como no la comprendieron bien algunos, imaginaron que Jesucristo no tuvo alma humana, porque así como el todo se toma por la parte en el sagrado Evangelio, cuando dice la Magdalena: «Han llevado de aquí a mi Señor, y no sé dónde le han puesto», hablando solamente de la carne de Jesucristo, la que, después de sepultada, pensaba la habían sacado de la sepultura, así también por la parte se entiende el todo, y diciendo la carne se entiende el hombre, como en los lugares que arriba hemos alegado. De modo que dando la Sagrada Escritura a la carne diversas significaciones, las cuales sería largo buscar y referir, para que podamos deducir qué cosa sea vivir según la carne (lo cual, sin duda, es malo, aunque no sea mala la misma naturaleza de la carne), examinemos con particular cuidado aquel lugar de la Epístola de San Pablo a los Gálatas: «Las obras de la carne son bien notorias y conocidas; como son los adulterios, fornicaciones, inmundicias, lujurias, idolatrías, hechicerías, enemistades, contiendas, celos, iras, disensiones, herejías, envidias, embriagueces, glotonerías Y otros vicios semejantes, sobre los cuales os advierto, como ya os tengo dicho, que los que cometen semejantes maldades no conseguirán el reino de los cielos.» Todo este lugar del Apóstol, considerado con la madurez y atención correspondiente para el negocio presente, podrá resolvernos esta cuestión: qué es el vivir según la carne. Porque entre las obras de la carne que dijo eran notorias, y refiriéndolas, las condenó, no sólo hallamos las que pertenecen al deleite de la carne, como son las fornicaciones, inmundicias, disoluciones, embriagueces y glotonerías, sino también aquellas con que se manifiestan los vicios del ánimo, que son ajenos al deleite carnal; porque ¿quién hay que ignore que la idolatría, las hechicerías, las enemistades, rivalidades, celos, iras, disensiones, herejías y envidias, son vicios del espíritu más que de la carne? Puesto que puede suceder que por la idolatría o por error de alguna secta se abstenga uno de los deleites carnales, sin embargo, aun entonces se comprende, por el testimonio del Apóstol, que vive el hombre según la carne, aunque parezca que modera y refrena los apetitos de la carne. ¿Quién no tiene la enemistad en el alma? ¿Quién de su enemigo o de quien piensa que es su enemigo dice: mala carne, sino más bien, mal ánimo tienes contra mí? Finalmente, así como al oír carnalidades nadie dudaria atribuirlas a la carne, así, al oír animosidades, las atribuirá al espíritu; ¿por qué, pues, a estas cosas y a otras tales <el doctor de las gentes en la fe y la verdad» las llama obras de la carne, sino porque, conforme al modo de hablar con que se significa el todo por la parte, quiere que por la carne entendamos el mismo hombre? CAPITULO III La causa del pecado provino del alma y no de la carne, y la corrupción que heredamos del pecado no es pecado, sino pena Si alguno dijere que en la mala vida la carne es la causa de todos los vicios, porque así vive el alma que está pegada a la carne, sin duda que no advierte bien ni pone los ojos en toda la naturaleza humana; porque aunque es indudable «que el cuerpo corruptible agrava y deprime el alma», el mismo Apóstol, tratando de este cuerpo corruptible, había dicho: «Aunque este nuestro hombre exterior se corrompa, sin embargo -añade-, sabemos que si ésta nuestra morada terrena en que vivimos se deshiciese, tenemos por la merced de Dios otra no temporal ni hecha por mano de artífice, sino eterna en los cielos; ésta es por la que también suspiramos, deseando vernos y abrigarnos en aquella nuestra mansión celestial, esto es, deseando vestirnos de la inmortalidad e incorruptibilidad, lo cual conseguiremos si no nos halláremos desnudos, sino vestidos de Cristo; porque entretanto que vivimos en esta morada suspiramos con el peso de la carne, pues no gustaríamos despojarnos del cuerpo, sino vestirnos sobre él de aquella gloria celestial, de manera que la vida eterna embebiese y consumiese, no el cuerpo, sino la corrupción Y mortalidad.» Así pues, nos agrava y oprime el cuerpo corruptible; pero sabiendo que la causa de este pesar no es la naturaleza o la substancia del cuerpo, sino su corrupción, no querríamos despojarnos del cuerpo, sino llegar con él a la inmortalidad. Y aunque entonces será también cuerpo, como no ha de ser corruptible, no agravará. Por eso ahora agrava y oprime el alma el cuerpo corruptible, «y esta morada nuestra de tierra no deja alentar al espíritu con el peso de tantos pensamientos y cuidados». Los que creen, pues, que todas las molestias, afanes y males del alma le han sucedido y provenido del cuerpo, se equivocan sobremanera, porque aunque Virgilio, en aquellos famosos versos donde dice: «Tienen estas almas en su origen un vigor de fuego y una raza y descendencia del cielo, en cuanto no las fatiga y abruma el dañoso cuerpo y las embotan los terrenos y mortales miembros», parece que nos declara con toda evidencia la sentencia de Platón, y, queriendo darnos a entender que todas las cuatro perturbaciones, agitaciones o pasiones del alma tan conocidas: el deseo, el temor, la alegría y la tristeza, que son como fuentes y manantiales de todos los vicios y pecados, suceden y provienen del cuerpo, añada y diga: «De este terreno peso les proviene el dolerse, desear, temer, gozarse, ni de la lóbrega y oscura cárcel en que están pueden o contemplar su ser o soltarse»; con todo, muy disonante y distinto es lo que sostiene y nos enseña la fe; porque la corrupción del cuerpo, que es la que agrava el alma, no es causa, sino pena del primer pecado; y no fue la carne corruptible la que hizo pecadora al alma, sino, al contrario, el alma pecadora hizo a la carne que fuese corruptible. Y aunque de la corrupción de la carne proceden algunos estímulos de los vicios y los mismos apetitos viciosos, sin embargo, no todos los vicios de nuestra mala vida deben atribuirse a la carne para no eximir de todos ellos al demonio, que no está vestido de carne mortal, pues aunque no podamos llamar con verdad al príncipe de las tinieblas fornicador o borracho u otro dicterio semejante alusivo al deleite carnal, aunque sea secreto instigador y autor de semejantes pecados, con todo, es sobremanera soberbio y envidioso; el cual vicio de tal modo se apoderó de su vano espíritu, que por él se halla condenado al eterno tormento en los lóbregos calabozos de este aire tenebroso. Y estos vicios, que son los principales que tiene el demonio, los atribuye el Apóstol a la carne, de la cual es cierto que no participa el demonio, porque dice que las enemistades, contiendas, celos, iras y envidias son obras de la carne, de todos los cuales vicios la fuente y cabeza es la soberbia, que, sin carne, reina en el demonio ¿Qué enemigo tienen mayor que él los santos? ¿Quién hay contra ellos más solícito, más animoso, más contrario y envidioso? Y teniendo todas estas deformes cualidades sin estar vestido de la carne, ¿cómo pueden ser obras de la carne sino porque son obras del hombre, a quien, como dije, llama carne? Pues no por tener carne (que no tiene el demonio), sino por vivir conforme a sí propio, esto es, segun el hombre, se hizo el hombre semejante al demonio, el cual también quiso vivir conforme a sí propio «cuando no perseveró en la verdad» para hablar mentira, movido, no de Dios, sino de sí propio, que no sólo es mentiroso, sino padre de la mentira. El fue el primero que mintió, por él principió el pecado y por él tuvo su origen la mentira CAPÍTULO IV ¿Qué es vivir según el hombre y vivir según Dios? Cuando vive el hombre según el hombre y no según Dios, es semejante al demonio; porque ni el ángel debió vivir según el ángel, sino según Dios, para que perseverara en la verdad y hablara verdad, que es fruto propio de Dios y no mentira, que es de su propia cosecha; por cuanto aun del hombre, dice el mismo Apóstol en otro lugar: «Si con mi mentira campea más y sale más ilustre y tersa la verdad de Dios», a la mentira la llamo mía y a la verdad de Dios. Por eso, cuando vive el hombre según la verdad, no vive conforme a sí mismo, sino según Dios; porque el Señor es el que dijo: «Yo soy la verdad», y cuando vive conforme a sí mismo, esto es, según el hombre y no según Dios, sin duda que vive según la mentira, no porque el mismo hombre sea mentira, pues Dios, que es autor y criador del hombre, ni es autor ni criador de la mentira, sino porque de tal suerte crió Dios recto al hombre, que viviese no conforme a sí mismo, sino conforme al que le crió, esto es, para que hiciese no su voluntad, sino la de su Criador, que el no vivir en el mismo estado en que fue criado para que viviese es la mentira, porque quiere ser bienaventurado aun no viviendo de modo que lo pueda ser; ¿y qué cosa hay más falsa y mentirosa que esta voluntad? Así, pues, no fuera de propósito puede decirse que todo pecado es mentira, porque no se forma el pecado sino con aquella voluntad con que queremos que nos suceda bien o con que no queremos que nos suceda mal; luego mentira es lo que, haciéndose para que nos vaya mejor, por ellos nos va peor. ¿Y de dónde proviene esto sino de que sólo le puede venir el bien al hombre de Dios, a quien, pecando, desampara, y no de sí mismo, a quien siguiendo peca? Así como insinuamos que de aquí procedieron dos ciudades entre sí diferentes y contrarias, porque los unos vivían según la carne y los otros según el espíritu, del mismo modo podemos también decir que los unos viven según el hombre y los otros según Dios, porque claramente dice San Pablo: «Y supuesto que hay entre vosotros emulaciones y contiendas, ¿acaso no sois carnales y vivís según el hombre? Luego lo que es vivir según el hombre, eso es carnal, pues por la carne, tomada como parte del hombre, se entiende el hombre.» Poco antes había llamado animales a los hombres, a quienes después llama carnales, diciendo: «Así como ningún hombre sabe los secretos del corazón humano, si no es el espíritu del hombre que está en él, así los de Dios ninguno los sabe si no es el espíritu de Dios, y nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu que procede de Dios para conocer las mercedes y gracias que Dios nos ha hecho, las cuales, como las conocemos, así las predicamos no con palabras artificiosas y acomodadas a la sabiduría humana, sino con las que hemos aprendido del espíritu, declarando los misterios espirituales con términos y palabras espirituales, porque el hombre animal no entiende ni admite las cosas del espíritu de Dios, teniendo por necedad cuando se aparta de lo que su sentido alcanza.» Y a estos tales, esto es, a los carnales, dice poco después: «Y yo, hermanos, no os pude hablar como a espirituales, sino como a carnales»; lo cual se entiende igualmente según la misma manera de hablar, esto es, tomando el todo por la parte, porque por el alma y por la carne, no son partes del hombre, se puede significar el todo, que es el hombre, y así no es otra cosa el hombre animal que el hombre carnal, sino que lo uno y lo otro es una misma cosa, esto es, el hombre que vive según el hombre; así como tampoco se entiende otra cosa que hombres cuando se, dice: «Ninguna carne se justificará por las obras de la ley», o cuando dice: «Setenta y cinco almas bajaron con Jacob a Egipto», porque en estos lugares por ninguna carne se entiende ningún hombre, y por setenta y cinco almas se entienden setenta y cinco hombres. Lo que dijo: «No con palabras artificiosamente compuestas y acomodadas a la humana sabiduría», pudo decirse también a la carnal sabiduría; así como lo que dijo: «Vivís según el hombre>, pudo decirse según la carne; y más se declaró esto cuando añadió: «Porque diciendo unos: yo soy de Pablo, y otros: yo soy de Apolo, ¿acaso no manifestáis que sois hombres?» Lo que antes dijo: Sois animales y sois carnales, más clara y expresamente lo dice aquí: Sois hombres, es decir, vivís según el hombre y no según Dios, que si según él vivieseis, seríais dioses. CAPITULO V Aunque es más tolerable la opinión de los platónicos que la de los maniqueos sobre la naturaleza del cuerpo y del alma, con todo, también aquellos son reprobados, porque las causas de los vicios las atribuyen a la naturaleza de la carne En nuestros vicios y pecados no hay motivo para que acusemos con ofensa e injuria del Criador a la naturaleza de la carne, la cual en su orden y especies es buena; pero el vivir según el bien criado, dejando el bien, que es su Criador, no es bueno, ya elija uno vivir según la carne, o según el alma, o según todo el hombre que consta de alma y carne, que es por donde le podemos llamar también con sólo el nombre del alma y con sólo el nombre de la carne. Porque el que estima como sumo bien a la naturaleza del alma y acusa como mala a la naturaleza de la carne, sin duda que carnalmente ama al alma y que carnalmente aborrece a la carne; pues lo que siente, lo siente con vanidad humana y no con verdad divina. Y aunque los platónicos no procedan con tanto error como los maniqueos, aborreciendo los cuerpos terrenos como a naturaleza mala, supuesto que atribuyen todos los elementos de que este mundo visible y material está compuesto, y todas sus cualidades a Dios como a su verdadero artífice, con todo, opinan que las almas de tal suerte son afectadas por los miembros terrenos y mortales, que de aquí les proceden los afectos de los deseos y temores, de la alegría y de la tristeza, en cuyas cuatro perturbaciones, como las llama Cicerón, o pasiones, como muchos, palabra por palabra, lo interpretan del griego, consiste todo el vicio de la vida humana; lo cual, si es cierto, ¿por qué en Virgilio se admira Eneas de esta opinión oyendo en el infierno a su padre que las almas habían de volver a sus cuerpos, y exclamando: «¡Oh padre mío! ¿Es posible que hemos de creer que algunas de estas almas han de subir desde aquí a ver el cielo, y que han de volver a encerrarse en la estrecha concavidad de los cuerpos? ¿Qué deseo tan horrible y abominable es éste que tienen de vivir los miserables?» ¿Por ventura, este tan detestable deseo aun permanece en aquella tan celebrada pureza de las almas, heredado de los terrenos e inmortales miembros? ¿Acaso dice que no están ya limpias y purgadas de todas estas pestes corpóreas cuando otra vez principian a querer volver a los cuerpos? De donde se infiere que aunque fuera cierto lo que es totalmente falso, el que sea una alternativa sin cesar la purificación y profanación de las almas que van y vuelven, con todo, no puede decirse con verdad que todos los movimientos malos y viciosos de las almas nacen y provienen de los cuerpos terrenos, supuesto que, según ellos (como el famoso poeta lo dice), es tanta verdad que aquel horrible deseo no procede del cuerpo, de modo que al alma que está ya purificada de toda pestilencia y contagio corporal, y fuera de todo lo que es cuerpo, la puede compeler y forzar a que vuelva al cuerpo; y así también, por confesión de ellos, el alma no sólo se altera y turba movida de la carne, de manera que desee, tema, se alegre y entristezca, sino que también de suyo y de sí propia puede moverse con estas pasiones. CAPITULO VI De la naturaleza de la voluntad humana, según la cual las pasiones del alma vienen a ser o malas o buenas Lo que importa es qué tal sea la voluntad del hombre, porque si es mala, estos movimientos serán malos, y si es buena, no sólo serán inculpables, sino dignos de elogio, puesto que en todos ellos hay voluntad, o, por mejor decir, todos ellos no son otra cosa que voluntades; porque ¿qué otra cosa es el deseo y alegría sino una voluntad conforme con las cosas que queremos? ¿Y qué es el miedo y la tristeza sino una voluntad disconforme a las cosas que no queremos? Pero, cuando nos conformamos deseando las cosas que queremos, se llama deseo, y cuando nos conformamos gozando de los objetos, que nos son más agradables y apetecibles, se llama alegría, y asimismo cuando nos es menos conforme y huimos de lo que no queremos que nos acontezca, tal voluntad se llama miedo, y cuando nos conformamos y huimos de lo que con nuestra voluntad nos sucede, tal voluntad es tristeza, y sin duda alguna que, según la variedad de las cosas que se desean o aborrecen, así como se paga de ellas u ofende la voluntad del hombre, así se muda, y convierte en estos o aquellos afectos, por lo que el hombre que vive según Dios y no según el hombre, es necesario que sea amigo de lo bueno, de donde se sigue que, aborrezca lo malo; y porque ninguno naturalmente es malo, sino que es malo por su culpa y vicio, el que vive según Dios debe aborrecer de todo corazón a los malos, de suerte que ni por el vicio aborrezca al hombre, ni ame el vicio por el hombre, sino que aborrezca al vicio y ame al hombre, porque, quitando el vicio, resultará que todo deba amarse y nada aborrecerse. CAPITULO VII Que el amor y dilección indiferentemente se usa en la Sagrada Escritura en bueno y mal sentido Porque todo el que quiere amar a Dios, y no según el hombre, sino según Dios, amar al prójimo como a sí mismo, sin duda por este amor se llama de buena voluntad, la cual en la Escritura suele llamarse ordinariamente caridad, aunque también se la denomina amor, porque hasta el Apóstol dice «que debe ser amador o amigo de lo bueno aquel que él manda elegir para gobernar el pueblo», y el mismo Señor, preguntando y diciendo al apóstol San Pedro: «¿Me quieres más que a éstos?», respondió: «Señor, tú sabes que te amo.» En otra ocasión le preguntó no si le amaba, sino si le quería Pedro, quien respondió otra vez: «Señor, tú sabes lo que te amo»; pero en la tercera pregunta tampoco dice el Salvador «¿me quieres», sino «¿me amas?»; donde, prosiguiendo el evangelista, dice «que se entristeció Pedro porque tercera vez le preguntó si le amaba». Habiendo dicho el Señor, no tres veces, sino una, «¿me amas?», y dos veces «¿me quieres?», se da a entender claramente que cuando asimismo decía el Señor: «¿Me quieres?», no decía otra cosa que «¿me amas?» Pero San Pedro no mudó la palabra de su interior sentimiento, que era una misma, sino que tercera vez respondió: «Señor, tú lo sabes todo, tu sabes que te amo.» He dicho esto porque algunos piensan que una cosa es la dilección o caridad, y otra el amor, pues dicen que la dilección debe tomarse en buen sentido y el amor en malo; sin embargo, es innegable que ni los autores profanos han usado de esta distinción, y, así, adviertan los filósofos si ponen diferencia en esta expresión, o cómo la ponen, en atención a que sus libros con bastante claridad nos insinúan cómo estiman y aprecian el amor en buena parte, y para con el mismo Dios; sin embargo, fue necesario manifestar cómo las Escrituras de nuestra santa religión, cuya autoridad anteponemos a otra cualquiera literatura o ciencia, no constituyen diferencia entre el amor y la dilección o caridad, porque ya hemos demostrado cómo también el amor se dice en buen sentido. Mas porque ninguno imagine que el amor se dice en buena y en mala parte, y que la dilección no, sino en buena, advierta lo que dice el real Profeta: «Quien pone su dilección o cariño en la iniquidad, aborrece a su alma»; y el apóstol San Juan: «Si alguno pusiere su corazón y dilección en el mundo, en este tal no hay dilección y caridad de Dios.» Y ved aquí en un mismo lugar la dilección en bueno y en mal sentido. Que el amor se tome en malo, porque en bueno ya lo hemos demostrado, lean lo que dice la Sagrada Escritura: «Serán entonces los hombres amigos y apasionados de sí mismos y amadores del dinero.» De modo que la voluntad recta es buen amor, y la voluntad perversa mal amor, el amor, pues, que desea tener lo que ama, es codicia, y el que lo tiene ya y goza de ello, alegría; el amor que huye de lo que le es contrario, es temor, y si lo que le es contrario le sucede, sintiéndolo, es tristeza; y así, estas cualidades son malas si el amor es malo, y buenas si es bueno. Pero probemos, y comprobémoslo con las sagradas letras. El Apóstol dice: «Desea morir y hallarse con Cristo», y más acomodadamente: «Deseó mi alma grandemente en todo tiempo, aficionarse a tus preceptos y mandamientos, y el amor de la sabiduría nos conduce al reino eterno.» Pero comúnmente hemos convenido en que al decir codicia o concupiscencia, si no añadimos de qué es la codicia o la concupiscencia, no se pueda tomar sino en mala parte. La alegría en el salmo se toma en buena parte: «Alegraos en el Señor y regocijaos los justos»: «Diste alegría a mi corazón»; y: «Me llenarás de alegría con tu presencia..» El temor se toma en buen sentido en el Apóstol, donde dice: «Entended a lo que toca a vuestra salvación con temor y temblor»; y: «No te engrías y ensoberbezcas; sino teme»; y: «Temo no suceda que, como la serpiente con su astucia embaucó y engañó a Eva así se profanen vuestras potencias interiores y se desvíen de la castidad y pureza que se debe a Cristo.» Pero acerca de la tristeza, a la que llama Cicerón aegritudo, y Virgilio dolor, donde dice dolent, gaudentque, duélense, y se alegran (sin embargo, yo tuve por más conveniente llamarla tristeza, porque la aegritudo o el dolor más ordinariamente se dice de los cuerpos) es más dificultosa la duda sobre si puede entenderse en buen sentido. CAPITULO VIII De las tres perturbaciones o pasiones que quieren los estoicos que se hallen en el ánimo del sabio, excepto el dolor o la tristeza, lo cual no debe admitir o sentir la virtud del ánimo De las que los griegos llaman eupathías, y nosotros podemos decir pasiones buenas, y Cicerón en el idioma latino llamó constancias, los estoicos no quisieron que hubiese en el ánimo del sabio más que tres en lugar de tres pasiones, por el deseo, voluntad; por la alegría, gozo; por el temor, cautela; pero en lugar del dolor (a que nosotros, por huir de la ambigüedad, quisimos llamar tristeza) dicen que no puede haber objeto alguno en el ánimo del sabio; porque la voluntad apetece y desea lo bueno, lo que hace el sabio; el gozo es del bien conseguido, lo cual dondequiera alcanza el sabio; la cautela evitar el mal, lo que debe obviar el sabio. Pero la tristeza, porque es del mal que ya sucedió, son de opinión los estoicos que ningún mal puede traer al sabio y dicen que en lugar de ella no puede haber otra igual en su ánimo; así les parece que; fuera del sabio, no hay quien quiera, goce y se guarde, y que el necio no hace sino desear, alegrarse, temer y entristecerse; y que aquellas tres son constancias y estas cuatro perturbaciones, según Cicerón, y, según muchos, pasiones. En griego, aquellas tres, como insinué, se llaman eupathías, y estas cuatro, pathías. Buscando yo con la mayor diligencia que pude si este lenguaje cuadraba con el de la Sagrada Escritura, hallé lo que dice el profeta: «No se gozan los impíos, dice el Señor», como que los impíos pueden más alegrarse que gozarse de los males, porque el gozo propiamente es de los buenos y piadosos. Asimismo en el Evangelio se lee: «Todo lo que queréis que os hagan los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos», y parece que lo dice porque ninguno puede querer algún objeto mal o torpemente, sino desearlo. Finalmente, algunos intérpretes por el estilo común de hablar añadieron todo lo bueno, y así interpretaron: «Todo el bien que queréis que os hagan a vosotros los hombres»; porque les pareció que era necesario excusar que ninguno quiera que los hombres le hagan acciones inhonestas e indebidas, y por callar las torpes, a lo menos los banquetes excesivos y superfluos, en los cuales, haciendo el hombre lo mismo, le parezca que cumplirá con este precepto. Pero en el Evangelio citado en idioma griego, de donde se tradujo al latino, no se lee lo bueno, sino: «Todo lo que queréis que hagan con vosotros los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos»; imagino que lo dice así, porque cuando dijo, queréis, ya quiso entender lo bueno, porque no dice cupitis, lo, que deseáis; sin embargo, no siempre debemos estrechar nuestro lenguaje con estas propiedades, aunque algunas veces debemos usar de ellas; y cuando las leemos en aquellos de cuya autoridad no es lícito desviarnos, entonces se deben entender. cuando el buen sentido no pueda hallar otro significado, cómo son las autoridades que hemos alegado, así de los profetas como, del Evangelio. Porque ¿quién ignora que los impíos se regocijan y alegran? Sin embargo, dice el Señor que no se gozan los impíos; ¿y por qué, sino porque cuando este verbo gaudere o gozarse se pone propiamente y en su peculiar sentido significa otra cosa? Asimismo, ¿quién puede negar que está bien mandado que lo que deseamos que otros hagan con nosotros, eso mismo hagamos nosotros con ellos, para que no nos demos unos a otros deleites y gustos torpes? Y, con todo, es precepto muy saludable y verdadero: «Todo lo que queréis que hagan los hombres, con vosotros, eso mismo haréis vosotros con ellos.» Y esto ¿por qué, sino porque en este lugar la voluntad se usa en sentido propio, sin que se pueda tomar en mala parte? Pero ¿no diríamos en el lenguaje más común que usamos: «No queráis mentir toda mentira>, si no hubiese también voluntad mala, de cuya malicia se diferencia aquella voluntad que nos anunciaron y predicaron los ángeles, diciendo: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», porque inútilmente se dice de buena, si no puede ser sino buena? ¿Y qué alabanza hubiera hecho el Apóstol de la caridad, al decir: «No se alegra del pecado» si no se alegra con él la malicia? Pues hasta en los autores profanos se halla esta diferencia de palabras, porque Cicerón, famoso orador, dijo: «Deseo, padres conscritos, ser clemente»; habiendo puesto este, verbo cupío en bien, ¿quién hay tan poco erudito que no piensa que mejor debía decir volo que cupío? Y en Terencio, un joven libertino llevado de su deshonesto apetito, dice: «Nada quiero sino a Filomena»; y que esta voluntad era deshonesta, bastantemente lo manifiesta la respuesta que allí da un criado anciano, porque dice a su amo: «¿Cuánto mejor te fuera buscar un medio para desechar ese temor de tu corazón, que hablar expresiones con que en vano vayas encendiendo más y más el voraz fuego de tu apetito?» Y que lo que es gaudium o gozo lo hayan también descrito en mal sentido, lo manifiesta aquel verso de Virgilio, donde con suma brevedad compendió estas cuatro perturbaciones: «De este terreno peso les proviene dolerse, desear, temer, gozar.» Dijo también el mismo poeta: «Los malos gozos del alma», por los ilícitos placeres. Por lo tanto, los buenos y los malos quieren, se guardan, temen y gozan; y, por decir lo mismo con otras palabras, los buenos y los malos desean, temen y se alegran; pero los unos bien y los otros mal, según que es buena o mala su voluntad. Y aun la tristeza, en cuyo lugar dicen los estoicos que no se puede hallar cosa alguna en el alma del sabio, se halla usada en buena parte, y principalmente entre los nuestros; porque el Apóstol elogia a los corintios de que se hubiesen entristecido según Dios. Pero dirá alguno acaso que el Apóstol les dio el parabién de que se hubiesen acongojado haciendo penitencia, y semejante tristeza no la puede haber sino en los que pecaron; porque dice así: «Veo que aquella carta, aunque sólo por algún tiempo, os entristeció; pero ahora me lisonjeo y lleno de placer, no porque os habéis acongojado, sino porque os habéis entristecido para hacer penitencia; pues os habéis contristado según Dios, de manera que por mi no os ha venido ningún daño o detrimento, porque la tristeza que es según Dios, causa en el hombre para su salud espiritual una penitencia y arrepentimiento inarrepentible; pero la tristeza del mundo motiva la muerte, porque ya veis, como esto mismo que es entristecerse según Dios, cuánta solicitud y cuidado pone en nosotros.» Y conforme a esta doctrina pueden los estoicos responder por su parte que la tristeza parece muy útil para que se duelan y arrepientan de su pecado, y que en el ánimo del sabio no puede haber causa, porque no hay pecado cuyo arrepentimiento le cause tristeza, ni puede existir algún otro mal cuya pasión y dolor le contriste; porque aun de Alcibíades refieren (si no me engaña la memoria en el nombre de la persona) que creyendo era bienaventurado oyendo los discursos e instrucciones de Sócrates, que le manifestaron era miserable por ser necio e ignorante, se cuenta que lloró. Así que la necedad fue aquí la causa propia de esta inútil e importante tristeza con que el hombre se duele de no ser lo que debe ser; mas los estoicos dicen que no el necio, sino el sabio, es incapaz de tristeza CAPITULO IX De las perturbaciones del ánimo, cuyas afecciones son rectas en el de los justos Pero a estos filósofos, respecto a la cuestión sobre, las perturbaciones del ánimo, ya les, respondimos cumplidamente en el libro IX de esta obra, manifestando cómo ellos disputaban, no tanto sobre las cosas como sobre las palabras, mostrándose más aficionados a disputar y porfiar ridículamente que a investigar la raíz de la verdad; pero entre nosotros (conforme a lo que dicta la Sagrada Escritura y la doctrina sana), los ciudadanos de la ciudad santa de Dios, que en la peregrinación de la vida mortal viven según Dios, éstos, digo, temen, desean, se duelen y alegran. Y por cuanto su amor o voluntad es recta e irreprensible, todas estas afecciones las poseen también rectas, temen el castigo eterno, duélense verdaderamente por lo que sufren: «Porque ellos aquí entre sí mismos gimen y suspiran, para que se verifique en ellos la adopción, esperando la redención e inmortalidad de su cuerpo, alégranse por la esperanza», «porque se cumplirá ciertamente lo que está escrito en caracteres indelebles, que la muerte quedará absorbida y vencida por el triunfo y victoria de Jesucristo». Asimismo temen pecar y ofender a la Majestad Divina; desean perseverar en la gracia, duélense de los pecados cometidos y se alegran de las buenas obras; pues para que teman el caer en la culpa les dice el Salvador: «Que crecerá tanto la iniquidad, que se entibiará la caridad de muchos»; y para que deseen perseverar, les dice: «El que perseverase hasta el fin, se salvara.» Para que se duelan de los pecados, les advierte San Juan: «Si dijésemos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos alucinamos y engañamos, y no hay verdad en nosotros.» Para que se llenen de gozo por las buenas obras, les certifica San Pablo: «Que ama Dios al que da lo que da con alegría y de buena voluntad»; y asimismo, según son débiles o fuertes, temen o apetecen las tentaciones; porque, para temerías, oyen: «Si alguno -dice el Apóstol- cayere en algún crimen, vosotros, los que sois más espirituales, mirad por él, procurando levantarle con espíritu de mansedumbre, considerando cada uno en sí mismo que puede también precipitarse en el abismo del pecado»; y para desearías, oyen que dice un varón fuerte de la Ciudad de Dios, esto es, el real profeta David: «Pruébame, Señor, y tiéntame, abrasa y consume mis entrañas y mi corazón.» Para que se duelan en ellas advierten cómo llora amargamente San Pedro; para que se alegren de ellas, escuchan, como dice Santiago: «Estimad por sumo contento cuando os vieseis afligidos de varias tentaciones.» Y no sólo por sí propios se mueven con estos afectos, sino también por las personas que desean eficazmente se salven y temen se pierdan, sienten entrañablemente si se pierden y se alegran sobremanera si se salvan, porque tienen puestos los ojos en aquel santo y fuerte varón que se gloria en sus dolores y aflicciones (para citar nosotros que hemos venido a la Iglesia de Jesucristo de en medio de los gentiles a aquel que es doctor de las gentes en la fe y la verdad, que trabajó más que todos sus compañeros los apóstoles y con más epístolas instruyó al pueblo de Dios, no sólo a los que tenía presentes, sino también a los que preveía que habían de venir), porque tenían, digo, puestos los ojos en aquel San Pablo, campeón y atleta de Jesucristo, enseñado e instruido por el mismo Salvador, ungido por El, crucificado con El, glorioso y triunfante en El; a quien en el teatro de este mundo, donde vino a ser «espectáculo de los ángeles y de los hombres», miramos con satisfacción y con los ojos de la fe, luchando el gran combate, «corriendo en busca de la palma y gloria de la soberana vocación y caminando siempre adelante», viéndole cómo «se alegra con los alegres y llora con los que lloran», «cómo fuera padece persecuciones y dentro temores», deseando «apartarse ya de su cuerpo y hallarse con Cristo» con ansia de ver «a los romanos por tener algún fruto en ellos como en las demás gentes», «estimulando a los corintios y temiendo con el mismo celo que no les engañen y desvíen sus almas de la fe y pureza que deben a Cristo, teniendo «una gran tristeza y continuo dolor de corazón por los israelita», porque «ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la suya, no estaban sujetos a la justicia de Dios», y no sólo manifestando su dolor, sino «también sus lágrimas por algunos que habían pecado y no habían hecho penitencia de sus deshonestidades y fornicaciones». Si estos movimientos y afectos que proceden del amor del bien y de una caridad santa se deben llamar vicios, permitamos asimismo que a los verdaderos vicios los llamen virtudes; pero siguiendo estas afecciones a la buena y recta razón, cuando se aplican donde conviene, ¿quién se atreverá a llamarlas en este caso flaquezas o pasiones viciosas? Por lo cual el mismo Señor, queriendo pasar la vida humana en forma y figura de siervo, pero sin tener pecado, usó también de ellas cuando le pareció conveniente, porque de ningún modo en el que tenía verdadero cuerpo de hombre y verdadera alma de hombre era falso el afecto humano. Cuando se refiere del Redentor en el Evangelio «que se entristeció con enojo por la dureza del corazón de los judíos», y cuando dijo: «Me alegro por causa de vosotros, para que creáis», cuando habiendo de resucitar a Lázaro lloró, cuando deseó comer la Pascua con sus discípulos, cuando acercándose su pasión estuvo triste su alma hasta la muerte, sin duda que esto no se refiere con mentira; pero el Señor, por cumplir seguramente con el misterio de la Encarnación, admitió estos movimientos y extrañas impresiones con ánimo humano cuando quiso; así como cuando fue su divina voluntad se hizo hombre. Por eso no puede negarse que, aun cuando tengamos estos afectos rectos, y según Dios, son de esta vida y no de la futura que esperamos, y muchas veces nos rendimos a ellos, aunque contra nuestra voluntad. Así que, en algunas ocasiones, aunque nos movamos no con pasión culpable, sino con amor y caridad loable; aun cuando no queremos, lloramos. Los tenemos, pues, por flaqueza de la condición humana, pero no los tuvo así Cristo Señor nuestro, cuya flaqueza estuvo también en su mano y omnipotencia. Pero entre tanto que conducimos con nosotros mismos la humana debilidad de la vida mortal, si carecemos totalmente de afectos, por el mismo hecho es prueba de que vivimos bien; porque el Apóstol reprendía y abominaba de algunos, diciendo de ellos que no tenían afecto. También culpó el real profeta a aquellos de quienes dijo: «Esperé quien me hiciera compañía en mi tristeza, y no hubo uno solo.» Porque no dolerse del todo mientras vivimos en la mortal miseria, como lo manifestó también uno de los filósofos de este siglo: «No puede acontecer sino que el ánimo esté dominado de fiera crueldad y el cuerpo de insensibilidad.» Por lo cual, aquella que en griego se llama apatía, y si pudiese ser en latín se diría impasibilidad (porque sucede en el ánimo y no en el cuerpo), si la hemos de entender por vivir sin los afectos y pasiones que se rebelan contra la razón y perturban el alma, sin duda que es buena y que principalmente debe desearse; pero tampoco se halla ésta en la vida actual, porque no son de cualesquiera, sino de los muy piadosos, justos y santos aquellas palabras: «Si dijéremos que no tenemos pecado, a nosotros mismos nos engañamos, y no se halla verdad en nosotros.» Habrá, por consiguiente, apatía o impasibilidad cuando no haya pecado en el hombre; pero al presente bastante bien se vive si se vive sin pecado que sea grave; y el que piensa que vive sin pecado, lo que consigue es no carecer de pecado, sino más bien no alcanzar perdón. Y si ha de decirse apatía o impasibilidad cuando totalmente en el ánimo no puede haber algún afecto, ¿quién no dirá que esta insensibilidad es peor que todos los vicios? Por eso, sin que sea absurdo, puede decirse que en la perfecta bienaventuranza no ha de haber estimulo o vestigio de temor o de tristeza; pero que no haya de haber en la celestial patria amor y alegría, ¿quién lo puede decir sino el que estuviere del todo ajeno de la verdad? Mas si es apatía o impasibilidad no tener miedo alguno que nos espante, ni dolor que nos aflija, la debemos huir en esta vida, si queremos vivir rectamente, esto es, según Dios; y sólo en la bienaventurada la podemos esperar. Porque el temor de quien dice el apóstol San Juan: «En la caridad no hay temor, antes la caridad perfecta echa fuera el temor, porque va acompañado de pena y de tristeza, y el que teme no ha llegado a la perfección de la caridad», no es ciertamente de la calidad de aquel con que temía el Apóstol San Pablo que los corintios fuesen seducidos y engañados con alguna infernal astucia, porque este temor no sólo le hay en la caridad, sino que sólo le hay en la caridad. El temor que no se halla en la caridad es aquel del que dijo el mismo apóstol San Pablo: «No habéis vuelto a recibir espíritu de servidumbre y temor.» El temor casto y santo «que permanece en los siglos de los siglos», si es que ha de existir también en el otro siglo (porque cómo puede entenderse de otra manera que permanece en los siglos de los siglos), no es temor que nos refrena y aparta del mal que puede acontecer, sino que persevera en el bien que no puede perderse, porque donde hay amor inmutable del bien conseguido, sin duda, si puede decirse así, seguro está el temor de que ha de guardarse del mal. Con el nombre de temor casto se nos significa aquella voluntad con que será necesario que no queramos ya pecar, y que nos guardemos de pecado, no porque temamos que nuestra flaqueza nos induzca al pecado, sino por la tranquilidad con que la caridad evitará el pecado, y no ha de haber temor de ninguna especie en aquella cierta seguridad de los perpetuos y bienaventurados gozos y alegrías. Así se dijo: El temor casto y santo «que permanece perdurable en los siglos de los siglos», como se dijo: «La paciencia de los pobres no perecerá eternamente», porque la paciencia no ha de ser eterna, supuesto que no es necesaria sino donde se hayan de padecer trabajos, mientras que será eterna la felicidad adonde se llega por la tolerancia. Por eso se dijo que el temor santo permanece y dura por los siglos de los siglos, porque permanecerá aquello adonde nos conduce el mismo temor. Y siendo esto cierto, ya que hemos de vivir una vida recta e irreprensible para llegar con ella a la bienaventuranza, todos estos afectos los tiene rectos la vida justificada, y la perversa, perversos. La vida bienaventurada y la que será eterna tendrá amor y gozo no sólo recto, sino también cierto, y no tendrá temor ni dolor, por donde se deja entender y se nos descubre con toda evidencia cuáles deben ser en esta peregrinación los ciudadanos de la Ciudad de Dios, que viven según el espíritu y no según la carne, esto es, según Dios y no según el hombre, y cuáles serán en aquella inmortalidad adonde caminan, porque la ciudad, esto es, la sociedad de los impíos que viven según el hombre y no según Dios, y que en el mismo culto falso y en el desprecio del verdadero Dios siguen las doctrinas de los hombres o de los demonios, padece los combates de estos perversos afectos como malignas enfermedades y turbaciones del ánimo, y si hay algunos ciudadanos en ella que parece templan y moderan semejantes movimientos, la arrogante impiedad los ensoberbece de manera que por lo mismo es en ellos mayor la vanidad, cuanto son menores los dolores. Y si algunos, con una vanidad tanto más intensa cuanto más rara, han pretendido y deseado que ningún afecto los levante ni engrandezca, y que ninguno los abata y humille, más bien con esto han venido a perder toda humanidad que llegado a conseguir la verdadera tranquilidad, pues no porque alguna materia esté dura, está recta, o lo que está insensible está sano. CAPITULO X Si es creíble que los primeros hombres en el Paraíso, antes que pecaran, no sintieron pasión o perturbación alguna Muy a propósito se pregunta si el primer hombre o las primeras personas (porque entre dos fue la unión del matrimonio) tenían estos afectos y pasiones en el cuerpo animal antes del pecado, cuales no los hemos de tener en el cuerpo espiritual después de purificado y consumado todo pecado; que si los tenían, ¿cómo eran tan bienaventurados en aquel famoso sitio de bienaventuranza, esto es, en el Paraíso? ¿Y quién absolutamente se puede llamar bienaventurado que sienta temor o dolor? ¿Y de qué podían temerse o dolerse aquellos hombres colmados de tantos bienes, donde ni temían a la muerte, ni alguna mala disposición del cuerpo, ni les faltaba cosa que pudiese alcanzar la buena voluntad, ni tenían cosa que ofendiese a la carne o al espíritu del hombre en aquella dichosa vida? Había en ellos amor imperturbable para con Dios, y entre sí los casados guardaban fiel y sinceramente el matrimonio, y de este amor resultaba inexplicable gozo, sin faltarles cosa alguna de las que amaban y deseaban para gozarlo. Había una apacible y tranquila aversión al pecado, con cuya perseverancia por ningún otro extremo les sobrevenía mal alguno que les entristeciese ¿Acaso dirá alguno que deseaban tomar el árbol cuya fruta les estaba prohibido comer, pero temían morir y, según esto, ya el deseo, ya el miedo, inquietaba a aquellos espíritus en aquel delicioso jardín? Líbrenos Dios de imaginar que hubiera cosa semejante donde no había género de pecado; porque no deja de ser pecado desear lo que prohíbe la ley de Dios, y abstenerse de ello por temor de la pena y no por amor a la justicia. Dios nos libre, digo, que antes de haber pecado alguno cometiesen ya el de hacer con el árbol de la fruta prohibida lo que de la mujer dice el Señor: «Que el que mira a la mujer para desearla, ya peca con ello en su corazón.» Así pues, tan felices fueron los primeros hombres sin padecer perturbación alguna de ánimo y sin sufrir incomodidad alguna en el cuerpo, tan dichosa fuera la sociedad humana si ni ellos cometieran el mal que traspasaron. a sus descendientes, ni alguno de sus sucesores cometiese pecado alguno por donde mereciera ser condenado; permaneciendo esta felicidad hasta que por aquella bendición de Dios: «Creced y multiplicaos» se llenara el número de los santos predestinados y consiguieran otra mayor, cual se les dio a los bienaventurados ángeles, donde tuvieran seguridad cierta de que ninguno había de pecar ni a había de morir; y fuera tal la vida de los santos sin haber sabido qué cosa era trabajo o dolor ni muerte, cual será después la experiencia de todas estas cosas en la incorrupción e inmortalidad de los cuerpos, luego que hubieren resucitado los muertos. CAPITULO XI De la caída del primer hombre, en quien crió Dios buena la naturaleza, y viciada no la pudo reparar sino su autor Porque Dios prevé y sabe todas las cosas, por eso no pudo ignorar que el hombre también había de pecar, y como el Señor lo previó y dispuso, debemos hablar de la Ciudad Santa según su presciencia y no según lo que no pudo llegar a nuestra noticia, afirmar que no estuvo en la previsión de Dios. Porque de ningún modo pudo el hombre con su pecado perturbar el divino consejo, como obligando a Dios a mudar lo que había determinado, habiendo previsto Dios, con su presciencia lo uno y lo otro, esto es, cuán malo, había de ser el hombre a quien crió bueno, y lo bueno que aún así había de hacer de él. Pues aunque se dice que muda Dios lo que una vez tenía determinado (y así la Sagrada Escritura metafóricamente dice que Dios se arrepiente), dícese de lo que el hombre esperaba, o según la disposición y orden de las cosas naturales, y no conforme a lo que Dios todopoderoso supo que había que hacer. Formó, pues, Dios, como lo insinúan las sagradas letras, al hombre recto y, por consiguiente, de buena voluntad, porque no fuera recto si no tuviera buena voluntad, y así la buena voluntad es obra de Dios, porque con ella crió Dios al hombre; pero la mala voluntad primera, que precedió en el hombre a todas las obras malas, antes fue un apartamiento o abandono de la obra de Dios que obra alguna positiva, y fueron malas estas obras de la mala voluntad porque las hizo el hombre conforme a si propio, y no según Dios, de suerte que la voluntad fuese como un árbol malo que produjo malos frutos, o, si se quiere, como el mismo hombre de mala voluntad. Aunque esta mala voluntad no sea conforme a la naturaleza, sino contra la naturaleza, porque es vicio, con todo, es de la naturaleza del vicio, el cual no puede existir sino en la naturaleza, es decir, en aquella que fue criada de la nada, no en la que engendró el Criador de sí mismo, como engendró al Verbo por quien fueron criadas todas las cosas. Pues aunque formó Dios al hombre del polvo de la tierra, la misma tierra y toda la materia y máquina terrena la crió absolutamente de la nada, y criando el alma de la nada la infundió en el cuerpo cuando hizo al hombre. Y en tanto grado aventajan los bienes a los males, que aunque los males se permitan para manifestar cómo puede también usar bien de ellos la providente justicia del Criador, sin embargo pueden hallarse los bienes sin los males, como es el mismo verdadero y sumo Dios y como son sobre este calignoso aire las criaturas celestiales e invisibles; pero los males no se pueden hallar sin los bienes, porque las naturalezas en que se hallan, en cuanto son naturalezas, son, sin duda, buenas. Quitase el mal no quitando la naturaleza o alguna parte suya, sino corrigiendo y sanando la viciada y depravada. El albedrío de la voluntad es verdaderamente libre cuando no sirve a los vicios y pecados; tal nos le dio Dios, que en perdiéndole por nuestro propio pecado no le podemos volver a recobrar sino de mano del que nos le pudo dar. Y así dice la misma verdad: «Si os librare el Hijo, entonces seréis verdaderamente libres», que es lo mismo que si se dijera: «Si el hijo de Dios os salvare, entonces seréis ciertamente salvos, porque es Salvador por el mismo motivo que es Libertador.» Vivía, pues, el hombre según Dios en el Paraíso corporal y espiritual, porque el Paraíso no era corporal por los bienes del cuerpo ni espiritual por los del espíritu, sino espiritual para que se gozara por los sentidos interiores, y corporal para que se gozara por los exteriores. Era verdaderamente lo uno y lo otro por lo uno y por lo otro, hasta que aquel ángel soberbio y, por consiguiente, envidioso por su soberbia, convirtiéndose en dios a sí propio, y con arrogancia casi tiránica, deseando más tener súbditos que serlo, cayó del Paraíso espiritual (de cuya caída y la de sus compañeros, que de ángeles de Dios se hicieron ángeles suyos, bastantemente traté, según mi posibilidad, en los libros XI y XII de esta obra), y deseando con astucia apoderarse del hombre a quien, porque perseveraba en su estado, habiendo él caído del suyo, tenía envidia, escogió a la serpiente en el Paraíso corporal, donde con aquellas dos personas, hombre y mujer, vivían también los demás animales terrestres sujetos y pacíficos sin hacer daño alguno; escogió, digo, a la serpiente, animal escurridizo que se mueve con torcidos rodeos, acomodado a su designio para poder hablar por ella, y habiéndola rendido por la presencia angélica y por la naturaleza más excelente con astucia espiritual y diabólica, y usando de ella como instrumento, cautelosamente comenzó a platicar con la mujer, empezando por la parte inferior de aquella humana compañía, para de lance en lance llegar al todo, juzgando que el varón no era tan crédulo y que no podía ser engañado sino cediendo y dejándose llevar del error del otro. Así como Aarón no consintió con el engañado pueblo en la construcción del ídolo siendo él engañado, sino que cedió y se dejó llevar forzado; ni es creíble que Salomón con error pensase que tenía obligación de servir a los ídolos, sino que le compelieron a ejecutar semejantes sacrilegios los halagos y caricias de las mujeres, así se debe creer que Adán creyó a su mujer, como cree uno a otro, el hombre a los hombres, el marido a su mujer, para quebrantar la ley de Dios, no engañado y persuadido de que le decía verdad, sino por condescendencia con ella, obedeciéndola por el amor que la tenía. Porque no en vano dijo el Apóstol: «Adán no fue engañado, la mujer fue la engañada», porque ella tomó como verdadero lo que le dijo la serpiente, y él no quiso apartarse de su única consorte ni en la participación del pecado. Mas no por eso fue menos reo y culpable, sino que, sabiéndolo y viéndolo, pecó; y así no dice el apóstol no pecó, sino no fue engañado, porque ya manifiesta seguramente que pecó cuando dice: «Por un hombre entró el pecado en el mundo»; y poco después más claramente: «A semejanza del pecado de Adán.» Por engañados quiso, pues, se entendiesen aquellos que piensan que lo que hacen no es pecado; pero Adán lo supo, porque, de no saberlo, ¿cómo seria verdad que Adán no fue engañado?; aunque como no tenía experiencia del divino rigor y severidad, pudo engañarse en pensar y creer que el pecado era venial; y así por este camino, aunque no fue engañado en lo que la mujer lo fue, se engañó en cómo había de tomar y juzgar Dios la excusa que había de dar, diciendo: «La mujer que me diste por compañera; ella me dio y comí.» ¿Para qué, pues, nos cansamos y alargamos en esto? Verdad es que ambos no fueron engañados, pero ambos pecaron, y por ello quedaron presos y enredados en los lazos del demonio. CAPITULO XII De la calidad del primer pecado que cometió el hombre Si alguno dudase por qué la naturaleza humana no se muda con los otros pecados como se mudó con el pecado de aquellos dos primeros hombres, quedando sujeta a la corrupción que vemos y sentimos, y por ella a la muerte, turbándose y padeciendo tanto número de afectos tan poderosos y entre si tan contrarios, de todo lo cual no sintió ella nada en el Paraíso antes del pecado, aunque estuviese en cuerpo animal; si alguno dudase, repito, y viere en esto dificultad, no por eso debe pensar que fue ligera y pequeña aquella culpa porque se hizo en cosa de comida, que no era mala ni dañosa, sino en cuanto era prohibida; pues no criara Dios cosa mala ni la plantara en aquel lugar de tanta felicidad, sino que en el mandamiento les encargó y encomendó Dios la obediencia, virtud que en la criatura racional es en cierto modo madre y custodia de todas las virtudes, porque crió Dios a la criatura racional de manera que le es útil e importante el estar sujeta y muy pernicioso hacer su propia voluntad y no la del que la crió. Así que este precepto y mandamiento de no comer de un solo género de comida donde había tanta abundancia de otras cosas, mandamiento tan fácil y ligero de guardar tan breve y compendioso para tenerle en la memoria, principalmente cuando aun el apetito no contradecía a la voluntad, lo cual se siguió después en pena de la infracción del precepto, con tanta mayor injusticia se violó y quebrantó, con cuanta mayor facilidad y observancia se pudo guardar. CAPITULO XIII En el pecado de Adán, a la mala obra precedió la mala voluntad Antes empezaron a ser malos en secreto que viniesen a caer en aquella manifiesta desobediencia, porque no llegaron a ejecutar aquel horrendo pecado «si no precediera mala voluntad». Y el principio de la mala voluntad, ¿qué pudo ser sino la soberbia? Porque «la cabeza y fuente de todos los pecados es la soberbia». ¿Y qué es la soberbia sino una ambición y apetito de perversa grandeza? Porque es maligna altanería querer el alma en algún modo hacerse y ser principio de sí misma, dejando el principio con quien debe estar unida. Esto sucede cuando uno se complace demasiado a sí mismo, y complácese a sí mismo de esta manera cuando declina y deja aquel bien inmutable que debió agradarle más que ella a sí misma. Esta declinación y defecto es espontáneo y voluntario, porque si la voluntad permaneciera estable en el amor del bien superior inmutable, que era el que la alumbraba para que viviese y la encendía para que amase, no se desviara de allí para agradarse a si misma, ni se quedara sin luz, a oscuras, ni sin amor helada; de manera que ni Eva creyera que la decía verdad la serpiente, ni Adán antepusiera al precepto de Dios el gusto de su esposa, ni imaginara que sólo pecaba venialmente si a la compañera inseparable de su vida la acompañaba también en el pecado. Así que no hicieron la obra mala, esto es, aquella trasgresión y pecado comiendo del manjar prohibido, sino siendo ya malos; aquella fruta era mala porque provenía del árbol malo, y el árbol hízose malo contra naturam; porque si no es por vicio de la voluntad, el cual es contra el buen orden de la Naturaleza, no se hiciera malo; que el depravarse y estragarse con el vicio, no sucede sino en la naturaleza formada en la nada. Así pues, el ser naturaleza lo tiene por ser criatura de Dios, y el degenerar y declinar de Aquel que la hizo, porque fue hecha de la nada. Pero tampoco de tal manera degeneró el hombre que del todo fuese nada, sino que, inclinándose a sí mismo, vino a ser menos de lo que era cuando estaba unido con Aquel que es Sumo en su esencia. Por esto, dejar a Dios y pretender ser en sí mismo, esto es, agradarse y complacerse de sí mismo, no es ser nada; sino, acercarse a la nada; por lo cual la Sagrada Escritura llama por otro nombre a los soberios, «gente que se agrada y paga de sí», porque bueno es tener el corazón levantado o elevado, pero no a sí propio, que es efecto de la soberbia, sino a Dios, que lo es de la obediencia, la cual no se halla sino en los humildes. Tiene la humildad cierta cualidad que con modo admirable levanta el corazón, y tiene, cierto atributo la soberbia que deprime y abate el corazón, y aunque parece casi contradictorio que la soberbia esté debajo y la humildad encima, sin embargo, la santa humildad, como se sujeta al superior, y no hay otra cosa más superior que Dios, ensalza y eleva al que hace súbdito de Dios; pero la altivez que hay en el vicio, por el mismo hecho de rehusar la sujeción y subordinación, cae de aquel que no tiene sobre sí superior, y por lo mismo, viene a ser inferior, sucediendo lo que dice la Sagrada Escritura: «Los abatiste cuando iban subiendo y ensalzándose»; y no dijo cuando estaban ya elevados y ensalzados, de modo que primero estuviesen ensalzados y después los derribase y abatiese, sino que cuando iban subiendo, entonces los abatió y derribó; porque el mismo acto de subir y ensalzarse es comenzar a abatirse, por lo cual al presente en la Ciudad de Dios y a la Ciudad de Dios que anda peregrinando en este siglo se recomienda principalmente la humildad que en su Rey, Cristo, singularmente se celebra; porque el vicio de la soberbia, contrario a esta virtud, nos manifiestan las sagradas letras que domina y reina principalmente en su cruel enemigo, el demonio. Verdaderamente es ésta una notable diferencia con que se distingue y conoce la una y la otra Ciudad de que vamos hablando, es a saber, la compañía de los hombres santos y piadosos y la de los impíos y pecadores, cada una con los ángeles que la pertenecen, en quienes precedió por una parte el amor de Dios y por otra el amor de sí mismo. Así que el demonio no sorprendiera al hombre en un pecado tan manifiesto, haciendo lo que Dios había prohibido se hiciese si no hubiera él empezado a agradarse y a complacerse de sí mismo. Porque de aquí nació el complacerse en lo que le dijeron: «Seréis como dioses», lo cual pudieron ser mejor estando conformes y unidos con el sumo y verdadero principio por la obediencia, que no haciéndose ellos principio suyo por la soberbia, porque los dioses criados no son dioses por virtud propia, sino por participación del verdadero Dios. Cuando el hombre apetece más, es menos, y queriendo ser bastante para sí mismo declinó de aquel que era verdaderamente bastante para él. El mal de agradarse a sí mismo y complacerse el hombre, como si él fuera la luz, apartándole de aquella luz que, si quisiera, también haría luz al hombre; aquel mal, digo, precedió en secreto para que se siguiera este mal que se cometió en público; porque es verdad lo que dice la Escritura: «Que antes que caiga se sube y eleva el corazón, y antes que llegue a alcanzar la gloria se humilla y abate.» La caída en secreto precede a la caída en público, no pensando que aquélla es caída; porque ¿quién imagina que la exaltación es caída, hallándose ya el defecto y caída al desamparar al Excelso? ¿Y quién no advertirá que es caída el traspasar evidentemente el mandato? Por eso Dios prohibió un hecho que, una vez cometido, no se pudiese excusar ni defender con ninguna imaginación de justicia, y por eso me atrevo a decir que es de importancia para los soberbios el caer en un pecado público y manifiesto, para que se desagraden de sí mismos los que, por agradarse y pagarse de sí, incurrieron en el más enorme reato. Más útil e importante le fue a Pedro el desagradarse de sí cuando lloró que el agradarse y pagarse de sí cuando presumió, y esto es lo mismo que dice el santo real profeta: «Cárgalos, Señor, de confusión e ignominia para que busquen tu nombre», esto es, para que tú les agrades y se paguen de ti buscando tu nombre, los que buscando el suyo se agradaron y pagaron de sí. CAPITULO XIV La soberbia de la transgresión fue peor que la misma transgresión Peor es y mas detestable la soberbia cuando hasta en los pecados manifiestos se pretende la acogida de la excusa, como sucedió en aquellos primeros hombres, entre quienes dijo la mujer: «La serpiente. me engañó y comí»; y el hombre: «La mujer que me diste, ésa me dio del fruto del árbol y comí.» De ninguna manera se acuerdan en este caso de pedir perdón; por ningún motivo piden el remedio y la medicina, porque aunque éstos no niegan, como Caín, el pecado que cometieron, no obstante, la soberbia procura cargar a otro la culpa que ella misma tiene: la soberbia de la mujer a la serpiente y la soberbia del hombre a la mujer. Pero más verdadera es la acusación que no la excusa, cuando manifíestamente quebrantaron el divino precepto, porque no dejaron de pecar porque lo hiciera la mujer a persuasión de la serpiente y el hombre a instancias de la mujer, como sí pudiera haber alguna cosa que se debiera creer o anteponer a Dios. CAPITULO XV De la justa paga que recibieron los primeros hombres por su desobediencia Porque no atendieron al mandato de Dios, que los había criado y había hecho a su imagen y semejanza, que los había designado por superiores y señores de los demás animales, los había colocado en el Paraíso, les había dado salud y abundancia de todas las cosas, que no les cargó de preceptos numerosos, graves y dificultosos, sino que les dio uno solo, y ése compendioso y levísimo, para conservar la obediencia y la subordinación con que les advertía que él era Señor de aquella criatura a quien estaba bien una libre servidumbre, fueron justamente condenados; condenados de tal modo, que el hombre, que si observara puntualmente el mandamiento fuera espiritual aun en la carne, fuese carnal hasta en el espíritu; y pues con su soberbia se había agradado y pagado de sí, por justicia de Dios fuese entregado a sí mismo para que no estuviese, como había pretendido, en omnímoda, absoluta e independiente potestad, sino que, desavenido igualmente consigo mismo, sufriese debajo de aquel con quien se había avenido pecando una dura y miserable esclavitud, en lugar de la libertad que buscó; muriendo voluntariamente en el espíritu, y debiendo de morir contra su voluntad en el cuerpo; y desertor de la vida eterna, fuera condenado a la muerte eterna, si no le libertase la gracia. Y el que piensa que semejante condenación es excesiva o injusta, sin duda no sabe medir ni tantear la gravedad de la malicia que hubo en el pecado, donde había tanta facilidad en no pecar; porque así como, no sin razón, se celebra por grande la obediencia de Abraham, porque en sacrificar a su hijo le mandaron una acción dificultosísima, así también en el Paraíso tanto mayor fue la desobediencia cuanto más fácil era lo que se les mandaba. Y así como la obediencia del segundo Adán es más celebrada y digna de perpetuarse en los faustos y anales del mundo, porque fue obediente hasta la muerte, así la desobediencia del primero fue más abominable, porque fue desobedecida hasta la muerte. Porque cuando hay impuesta rigurosa pena a la desobediencia, y lo que manda el Criador es fácil en la ejecución, ¿quién podrá encarecer bastantemente cuán grave maldad sea no obedecer en un precepto tan obvio y a un mandamiento de tan soberana potestad y so pena tan horrible? Y, en efecto, por decirlo en breves palabras, en la pena y castigo de aquel pecado, ¿con qué castigaron o pagaron la desobediencia sino con la desobediencia? ¿Pues qué cosa es la miseria del hombre sino padecer contra sí mismo la desobediencia de sí mismo, y que ya que no quiso lo que pudo, quiera lo que no puede? Porque aunque en el Paraíso, antes de pecar, no podía todas las cosas, con todo, lo que no podía no lo quería, y por eso podía todo lo que quería; pero ahora, como vemos en su descendencia y lo insinúa la Sagrada Escritura, «el hombre se ha vuelto semejante a la vanidad»; pues ¿quién podrá referir cuánta inmensidad de cosas quiere que no puede, entretanto que él mismo a sí propio no se obedece, esto es, no obedece a la voluntad, el ánimo, ni la carne, que es inferior al ánimo? Porque, a pesar suyo, muchas veces el ánimo se turba y la carne se duele, envejece y muere, y todo lo demás que padecemos no lo sufriéramos contra nuestra voluntad, si nuestra naturaleza obedeciese completamente a nuestra voluntad; pero, a la verdad, padece algunas cosas la carne que no la dejan servir. ¿Qué importa en lo que esto consiste con tal que por la justicia de Dios, que es el Señor, a quien siendo sus súbditos no quisieron servir, nuestra carne, que fue nuestra súbdita, no sirviéndonos, nos sea molesta? Bien que, nosotros, no sirviendo a Dios, pudimos hacernos molestos a nosotros y no a El; porque no tiene el Señor necesidad de nuestro servicio como nosotros del de nuestro cuerpo, y así es nuestra pena lo que recibimos, no suya; y los dolores que se llaman de la carne, del alma son, aunque en la carne y por la carne. Porque la carne ¿de qué se duele por sí sola? ¿Qué desea? Cuando decimos que desea o se duele la carne, o es el mismo hombre, como anteriormente dijimos, o alguna parte del alma que excita la pasión carnal, la cual, si es áspera, causa dolor; si suave, deleite; pero el dolor de la carne sólo es una ofensa del alma que procede de la carne, y cierto desavenimiento de su pasión o apetito; como el dolor del alma que llamamos tristeza es un desavenimiento de las cosas que nos suceden contra nuestra voluntad. A la tristeza las más veces precede el miedo, el cual también está en el alma, y no en la carne; pero al dolor de la carne no le precede un miedo de la carne que antes del dolor se sienta en la carne. Al deleite le precede el apetito que se siente en la carne, como un deseo suyo, por ejemplo, el hambre y la sed, y el que en los miembros vergonzosos más comúnmente se llama libido, siendo éste un vocablo general para designar todos los apetitos. Porque aun la ira, dijeron los ántiguos que no era otra cosa que libido, o un apetito de venganza, aunque a veces también el hombre se enfada y enoja con las cosas inanimadas, donde no hay razón alguna de venganza, de manera que de enojo y cólera, porque no escribe bien la pluma, la rompe y arroja. Sin embargo, también esto, aunque menos razonable, es apetito de venganza, y no sé qué, por llamarle así, como sombra de retribución; que los que mal hacen, mal padezcan. Así pues, hay apetito de venganza qye se llama ira; hay apetito o codicia de poseer, que se llama avaricia; hay apetito o deseo, como quiera, de vencer, que se llama pertinacia; hay apetito y ansia de gloriarse o jactarse, que se llama jactancia; hay muchos y varios apetitos que en idioma latino se dicen libidines, que algunos de ellos tienen asimismo sus voces propias, y otros no las tienen; porque ¿quién podrá fácilmente decir cómo se llama el apetito de dominio y señorío, del cual, no obstante, nos muestra y testifica la funesta experiencia de las guerras civiles, que es muy poderoso y señor absoluto de los corazones y almas de los tiranos? CAPITULO XVI De la malicia del apetito, que en latín se llama «libido», cuyo nombre, aunque cuadre a muchos vicios propiamente, se atribuye a los movimientos torpes, y deshonestos del cuerpo Aunque los apetitos de muchas cosas llámanse en latín libidines, cuando se escribe sólo libido, sin decir a qué páasión se refiere, casi siempre se entiende el apetito carnal; apetito que no sólo se apodera del cuerpo en lo exterior, sino también en lo interior, y conmueve de tal modo a todo el hombre juntando y mezclando al efecto del ánimo con el deseo de la carne, que resulta el mayor de los deleites del cuerpo; de suerte que cuando se llega a su fin, se embota la agudeza y vigilia del entendimiento. CAPITULO XVII De la desnudez de los primeros hombres y de cómo, después que pecaron, les pareció torpe y vergonzosa Con razón nos avergonzamos de este apetito y con razón también los miembros que, por decirlo así, lo alientan o refrenan no del todo a nuestro albedrío, se llaman vergonzosos; lo cual no fueron antes de que pecara el hombre. Porque, como dice la Escritura, «estaban desnudos y no se avergonzaban»; no porque dejasen de ver su desnudez, sino porque ésta no era aún vergonzosa; porque la carne ni movía el deseo contra la razón, ni en manera alguna con su desobediencia daba en rostro al hombre acusándole de la suya. No crió Dios ciegos a los primeros hombres, como piensa el necio vulgo, porque Adán vio los animales a quienes puso los nombres, y de Eva dice el Evangelio: «Vio la mujer que era buena la fruta del árbol y agradable a la vista.» Tenían, pues, los ojos abiertos, pero no atendían y miraban de manera que conociesen lo que la gracia les encubría, cuando sus miembros ignoraban lo que es desobedecer a la voluntad. Al faltar esta gracia, para que la desobediencia fuese castigada con pena recíproca, hallóse en el movimiento del, cuerpo una desvergonzada novedad, que convirtió en indecente la desnudez y los dejó avergonzados y confusos. De aquí que, después que quebrantaron al descubierto mandamiento de Dios, diga de ellos la Escritura: «Y se abrieron los ojos de entrambos, y conocieron que estaban desnudos y entrelazaron hojas de higuera y se hicieron sendos ceñidores. Abriéronse, dice, los ojos de entrambos, no para ver, porque también antes veían, sino para discernir y conocer el bien que habían perdido y el mal en que habían caído. De aquí que el árbol que daba este conocimiento a los que comían su fruto contra la prohibición del mandamiento tomase el nombre de árbol de la ciencia del bien y del mal; porque con la experiencia de los trabajos que se padecen en la enfermedad apréciase mejor el gusto de la salud. Conocieron, pues, que estaban desnudos, estándolo, en efecto, de aquella gracia que era la que hacia que ninguna desnudez del cuerpo (porque la ley del pecado no repugnaba a su espíritu) los avergonzase y confundiese. Conocieron, pues, lo que, por fortuna suya, hubieran ignorado si, siendo siempre fieles y obedientes a Dios, no hubieran cometido un pecado que les forzó a tocar y sentir por experiencia el daño que causan la infidelidad y la desobediencia. Confusos, pues, y avergonzados por la desobediencia de su carne, testigo y pena de la suya propia, acomodaron unas hojas de higuera en la forma que algunos traductores latinos llaman campestría, esto es, succintoría, o ceñidores, para cubrirse con ellos. Prefiero la palabra campestría, que es latina, y significa calzón, vestido corto que usaban los jóvenes que se ejercitaban luchando en el campo, cubriendo sus cinturas, y de aquí que a los así ataviados les llame el vulgo, campestratos. Así pues, lo que en pena de la culpa de desobediencia movía el apetito desobediente contra el fuero de la voluntad, cubríalo con empacho de vergüenza. De aquí que todas las gentes, por descender de aquel tronco, tan cuidadosamente acostumbran a cubrirse de suerte que algunos bárbaros ni aun en los baños se desnudan. CAPITULO XVIII Pudor que acompaña al acto de la generación En el acto mismo de la generación -y no hablo sólo de ciertas uniones carnales que buscan la obscuridad para escapar a la justicia humana, sino también del uso de prostitutas, que la ciudad terrena, al dar su aprobación, lo ha hecho lícito-, aun en este caso permitido e impune, la libido huye la luz y las miradas. Los mismos lupanares tienen por rubor natural una cámara obscura, y así vemos que ha sido más fácil a la impureza eximirse de la prohibición de la ley que a la desvergüenza cerrar el paso al pudor. Los deshonestos llaman deshonestas a sus acciones, y, siendo amadores de ellas, no se atreven a ser ostensores. Y ¿qué diré del concúbito conyugal, que, según la ley de las Tablas matrimoniales, tiene por objeto la procreación de los hijos? ¿No se busca también para él, aunque es lícito y honesto, un lugar secreto y retirado? Y antes de que el esposo comience su juego de caricias, ¿no echa fuera a todos cuantos alguna necesidad permitía su presencia, a los sirvientes y, a los mismos paraninfos? Es verdad que el mayor maestro de la elocuencia romana -como alguien le llama- dice que las cosas bien hechas buscan la luz, es decir, aman ser conocidas; pero esta acción recta apetece ser conocida de una manera muy rara, avergonzándose de ser vista. ¿Quién ignora lo que hacen los esposos entre sí con vistas a la procreación de los hijos y cuál es el objeto de celebrar las bodas con tanta pomposidad? Y, sin embargo, en el acto mismo de la generación no permiten que sean testigos ni los hijos, si tienen ya algunos. El conocimiento de esta acción recta ama de tal manera la luz de los ánimos, que rehuye la de los ojos. Y ¿de dónde nace esto sino de que lo naturalmente honesto va del brazo, aunque por pena con lo vergonzoso? CAPITULO XIX Los impulsos de la ira y de la liviandad se mueven tan viciosamente, que es necesario para moderarlos el freno de la razón Los filósofos que se acercaron más a la verdad confesaron que la ira y el apetito sensual eran dos partes viciosas del alma, porque se mueven tan turbadamente y sin orden, aun en las cosas que la razón no prohíbe, que tienen necesidad del gobierno de la razón, la cual siendo, según dicen, la tercera parte del alma, está puesta en lugar preeminente para regir a aquellas dos partes, a fin de que, mandando la razón y obedeciendo la ira y la liviandad, pueda conservar el hombre en todas las partes de su alma la justicia. Las citadas partes, pues que, según dichos filósofos, aun en el hombre sabio y templado son viciosas, para que la razón las refrene y desvíe, apartándolas de las cosas a que injustamente se mueven o las suelte para las que permite y concede la ley de la sabiduría, como es la ira para ejercer el justo castigo, y el apetito sexual para la propagación de la especie humana; las citadas partes, repito, no eran viciosas en el Paraíso antes del pecado, porque no se inclinaban a cosa contraria a la recta voluntad que exigiera contenerlas con el freno de la recta razón. El moverse ahora de modo que los que viven honesta, justa y santamente las gobiernan a veces con facilidad, y otras con dificultad las repriman y refrenen, no es, sin duda, salud propia de la naturaleza, sino enfermedad que procede de la culpa. Si los actos que provienen de la ira y de los demás afectos (consistan en palabras o en obras) no procura la vergüenza encubrirlos y esconderlos, como hace con los qué proceden del apetito sensual, débese a que los miembros del cuerpo que se emplean en la ejecución de aquellos no dependen en sus movimientos de las pasiones, sino de la voluntad, que es quien los domina. Porque el que enojado y con cólera dice alguna palabra ofensiva o hiere a otro, no pudiera hacer tales cosas si la voluntad no moviera la lengua o las manos, miembros a quienes también mueve la voluntad, aun cuando no haya ira o cólera alguna. Pero respecto de la pasión carnal, de tal manera está apoderado de ellos el apetito sensual, que sólo obedecen a la excitación de éste, sea espontánea o estimulada. Esto es lo que da vergüenza y lo que ruboriza a quien lo ve, y por ello prefiere el hombre, cuando se enoja injustamente con otro, que le miren cuantos quieran, a que le vea alguno cuando, conforme a la razón, condesciende con la pasión de la carne. CAPITULO XX De la vanísima torpeza de los cínicos La antedicha razón no la tuvieron presente los filósofos caninos, es decir, los cínicos, al defender la opinión bestial encaminada a suprimir el pudor. El pudor natural, sin embargo, ha podido más que esta opinión. Porque aun cuando han escrito que hizo Diógenes con arrogancia, gloriándose de ello y pensando que sería su secta más famosa si quedara arraigada en la memoria de las gentes esta famosa desvergüenza suya, con todo, después desistieron de esto los cínicos, y más pudo en ellos la vergüenza y el respeto que mutuamente se deben los hombres, que el error y el disparate con que los hombres afectaban ser semejantes a los perros. Ahora también vemos, filósofos cínicos, porque lo son todos los que no sólo visten el palio, sino llevan también su báculo; pero ninguno se atreve a hacer tal cosa, porque si alguno se atreviera, no diré que le apedrearan, sino que, por lo menos, a puro escupirle, le echaran del mundo. Así pues, la naturaleza humana se avergüenza, y con razón, de este apetito torpe que sujeta la carne a su albedrío, apartándola de la jurisdicción de la voluntad, y esta desobediencia prueba claramente el pago que se dio a la desobediencia del primer hombre. CAPITULO XXI De la bendición que echó Dios al hombre antes del pecado para que creciese y se multiplicara, no destruida por la prevaricación No creamos en manera alguna que los dos casados que estuvieron en el Paraíso habrían de cumplir por medio de este apetito sensual lo que en su bendición les dijo Dios: «»Creced y multiplicaos y henchid la tierra», porque este torpe apetito nació después del pecado, y después del pecado, la naturaleza, que no es dcshonesta, al perder la potestad y jurisdicción bajo la cual el cuerpo en todas sus partes le obedecía y servía, echó de ver este apetito, lo consideró, se avergonzó y lo cubrió. Pero la bendición del matrimonio para que los casados creciesen, se multiplicaran y llenaran la tierra, aunque quedó también para los delincuentes, siendo anterior a su falta, quedó para que se conociese que la generación de los hijos es cosa que toca a la honra del matrimonio, y no a la pena del pecado. Algunos que ignoran, sin duda, la felicidad que hubo en el Paraíso, creen que en él Adán y Eva no tuvieron hijos. Otros no aceptan totalmente la Divina Escritura, donde se lee que, después del pecado, se avergonzaron de verse desnudos, y cómo infieles, se ríen de ella. Otros, aunque aceptan y honran la Escritura, no quieren, sin embargo, que se entienda la frase «creced y multiplicaos» en el sentido de la multiplicación de la carne, porque encuentran otra que se refiere a la multiplicación del espíritu: «Multiplicarás y acrecentarás en mi alma la virtud y fortaleza»; y en lo que continúa diciendo el Génesis: «Y henchid la tierra y sed señores de ella», entienden que la palabra tierra quiere decir el cuerpo que anima el, alma con su presencia, y le domina y sujeta cuando las virtudes se multiplican en ella. Pero añaden que los hijos carnales ni aun entonces los pudieron engendrar, como tampoco ahora pueden, sin el torpe apetito que nació, se vio, se confundió y se cubrió después del pecado; y que dentro del Paraíso no tuvieron hijos, sino fuera de él, como así sucedió; porque después que los echaron de allí los engendraron. CAPITULO XXII Cómo Dios ordenó y bendijo el matrimonio Pero en manera alguna dudamos nosotros que el crecer y multiplicar y henchir la tierra conforme a la bendición de Dios es don del matrimonio que instituyó Dios desde el principio, antes del pecado, cuando crió al varón y la mujer, cuya diferencia clara y evidentemente se halla en la carne, pues a esta obra que hizo Dios fue a la que también echó su bendición, según dice la Escritura: «Hízolos Dios varón y mujer», e inmediatamente añade: «Y bendíjolos Dios, diciendo: creced y multiplicaos, y henchid la tierra, y sed señores de ella», etc. Aunque todo esto pueda entenderse en un sentido espiritual, sin embargo, no puede decirse que las palabras varón y mujer deban aplicarse a dos cosas que se encuentran en un solo hombre, con pretexto de que dentro de él una cosa es la que gobierna y otra la gobernada; sino, como evidentemente se echa de ver en cuerpos de diferente sexo, los crió Dios, varón y mujer para que, engendrando hijos, creciesen y se multiplicasen y llenaran la tierra. El empeño en contradecir sentido tan claro es grandísimo disparate; porque ni del espíritu que manda, ni de la carne que obedece, o del animal racional que rige y del apetito irracional que es regido, o de la virtud contemplativa, que es preeminente, y de la activa, que es inferior, o de la razón del alma y del sentido del cuerpo, sino claramente del vínculo del matrimonio a que se obliga y sujeta uno y otro sexo, hablaba el Señor cuando, preguntado si era lícito por cualquier causa despedir la mujer, porque Moisés, atendiendo a la dureza de corazón de los israelitas, les permitió repudiarla, contestó: «¿No habéis leído que el que los crió al principio los crió varón y mujer, y dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se juntará con su mujer, y los dos serán una misma carne? No son, pues, ya dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre.» Es, pues, indudable que desde el principio fueron creados los dos sexos en dos seres distintos, como ahora existen, y que se les llama un solo hombre o por la unión del matrimonio o a causa del origen de la mujer, formada del costado del hombre; origen que aprovecha el Apóstol para recomendar que los hombres amen a sus mujeres. CAPITULO XXIII Si Adán y Eva hubiesen tenido hijos en el Paraíso, en el caso de no pecar Los que defienden que Adán y Eva no engendraran hijos si no pecaran ¿defienden acaso otra cosa sino que, para aumentar el número de los santos, era necesario el pecado del hombre? Porque si no podían engendrar sino pecando, y si no engendraban quedaban solos, para que hubiese no ya dos hombres, sino muchos, era necesario el pecado. Imposible es defender este absurdo. ¿No es mejor creer que el número de los santos necesario para poblar aquella bienaventurada ciudad fuera tan grande, aunque nadie hubiese pecado, como lo es ahora que la gracia de Dios los elige entre la multitud de pecadores, mientras los hijos de este siglo son engendrados y engendran? Así pues, si el primer matrimonio digno de la felicidad del Paraíso no hubiese pecado, tuviera descendencia digna de su amor, y no apetito que lo avergonzara. CAPITULO XXIV La voluntad y los órganos de la generación en el Paraíso 1. Allí el hombre seminaria y la mujer recibiría el semen cuando y cuanto fuere necesario, siendo los organos de la generación movidos por la voluntad, no excitados por la libido. Porque no movemos solamente a nuestro antojo los miembros articulados con huesos, como los pies, las manos y los dedos, sino también movemos los compuestos de nervios fláccidos agitándolos y los enderezamos encogiéndolos a nuestro capricho. Así hacemos con los miembros de la boca y de la cara, que los mueve la voluntad como le place. Los pulmones, que son las vísceras más blandas, exceptuadas las medulas, y por eso resguardadas por la caja torácica para respirar y aspirar y para emitir o modificar la voz, sirven como fuelles de órgano, a la voluntad del que sopla, respira, habla, grita o canta. Y no me detengo a decir que a algunos animales les es natural e innato mover, cuando sienten alguna molestia sobre el cuerpo, solamente la piel que cubre el lugar en que la sienten, y espantan con el temblor de su piel no sólo las moscas que se les posan encima, sino también los aguijones que les clavan. Y porque el hombre no pueda hacer esto, ¿hemos de decir que el Creador no pudo dar esa facultad a los vivientes que quiso? Luego al hombre le fue también posible tener sujetos los miembros inferiores, facultad que perdió por su desobediencia, ya que para Dios fue fácil crearlo de manera que los miembros de su carne, que ahora únicamente son movidos por la libido, los moviera sólo la voluntad. 2. Conocidas nos son las naturalezas de algunos hombres, distintas de los demás y admirables por lo raras, que hacen con su cuerpo a placer cosas que otros no pueden hacer y que, oídas, apenas las creen. Hay quienes mueven las dos orejas a la vez o por separado; y otros que, sin mover la cabeza, echan sobre su frente la cabellera y la retiran cuando les place. Hay otros que, comprimiendo un poco los diafragmas, sacan como de una bolsa lo que quieren de la infinidad y variedad de cosas que han engullido. Otros hay que imitan y expresan tan a la perfección el canto de las aves y las voces de las bestias y de otros hombres, que, sino se les ve, es imposible distinguirlos. No faltan algunos que, sin fetidez, emiten por el fondo sonidos tan armoniosos, que se diría que cantan por esa boca. Yo mismo he visto sudar a un hombre cuando quería, y a nadie se le oculta que hay algunos que lloran cuando quieren y se anegan en un mar de lágrimas. Pero es mucho más increíble un hecho sucedido hace poco y del que fueron testigos muchos hermanos nuestros. En una parroquia de la iglesia de Calama había un presbítero llamado Restituto, que, cuando le placía (solían pedir que hiciera esto quienes deseaban ser testigos presenciales de la maravilla), al oír voces que imitaban el lamento de un hombre, se enajenaba de sus sentidos y yacía tendido en tierra tan semejante a un muerto, que no sólo no sentía los toques y los pinchazos, sino que a veces era quemado con fuego sin sentir dolor, hasta más tarde y por efecto de la herida. Y prueba de que su cuerpo no se movía, no porque él lo aguantaba, sino porque no sentía, era que no daba señal alguna de respiración, como un muerto. Sin embargo, contaba después que, cuando hablaban más alto los concurrentes, oía voces como a lo lejos. Si, pues, en la presente vida grávida de pesares por la carne corruptible, hay personas a las que obedece el cuerpo de modo maravilloso y extraordinario en muchas mociones y afecciones, ¿por qué no creemos que, antes de la desobediencia y de la corrupción, los miembros del hombre pudieron servir a la voluntad sin ninguna libido en lo relativo a la generación? El hombre fue abandonado a sí mismo porque abandonó a Dios, complaciéndose en sí mismo, y, no obedeciendo a Dios, no pudo obedecerse a sí mismo. Su más palmaria miseria procede de allí, y consiste en no vivir como quiere. Es cierto que, si viviera a su capricho, se juzgaría feliz; pero en realidad no lo sería si viviera torpemente. CAPITULO XXV De la verdadera bienaventuranza, la cual no se consigue en la vida temporal Si lo consideramos con madura reflexión, ninguno sino el que es feliz vive como quiere, y ninguno es bienaventurado sino el justo; y ni aun el mismo justo vive como quiere, si no llega a donde nunca pueda morir, padecer engaño ni ofensa, y le conste y esté asegurado de que siempre sera así; porque esto lo apetece y desea la naturaleza, y no será perfectamente cumplida y bienaventurada si no es consiguiendo lo que apetece. Mas ahora, ¿qué hombre hay que pueda vivir como quiere, cuando el mismo vivir no está en su mano? Porque él quiere vivir, y es indispensable que muera, ¿ha de vivir como quiera el que no vive todo lo que quiere? Y si quisiese morir, ¿cómo ha de vivir a su gusto el que no quiere vivir? Y si acaso quiere morir, no porque no quiere vivir, sino por vivir mejor después de la muerte, aun así no vive como quiere, sino cuando llegare, muriendo, a lo que quiere. Pero demos que viva como quiere, porque se hizo fuerza y mandó a sí mismo el no querer lo que no puede y querer lo que puede, como lo dice Terencio: «Supuesto que no puedes hacer lo que quieres, ¿te importa querer lo que puedes?; ¿acaso será bienaventurado, porque con paciencia sufra su miseria? Porque la vida no es bienaventurada si no es la que se desea; y si se ama y posee, es necesario que se ame con mayor afecto que a todo lo demás, pues por ésta se debe desear todo lo demas que se ama; y si se ama tanto cuanto merece ser amada (pues no es bienaventurado el que no ama la vida bienaventurada, cual ella merece), no puede ser que el que así la ama no quiera que sea eterna. Luego será bienaventurada cuando fuere eterna.» CAPITULO XXVI Que se debe creer que la felicidad de los que vivían en el Paraíso pudo cumplir el débito matrimonial sin el apetito vergonzoso Así que vivía el hombre en el Paraíso como quería, entretanto que quería lo que Dios mandaba; vivía gozando de Dios, con cuyo bien era bueno; vivía sin mengua o necesidad de cosa alguna, y así tenía en su potestad el poder vivir siempre. Abundaba la comida porque no tuviese hambre, la bebida porque no tuviese sed. Tenía a mano el árbol de la vida porque no le menoscabase la senectud, ni había género de corrupción en su cuerpo, ni por el cuerpo sentía alguna especie de molestia, no había enfermedad alguna, en lo interior ni en lo exterior tenía herida alguna, gozaba de perfecta salud en el cuerpo y de cumplida tranquilidad y paz en el alma; y así como en el Paraíso no hacía frío ni calor, así para los que en él vivían no había objeto que, por deseado o temido, alterase su buena voluntad. No había cosa melancólica y triste, nada vanamente alegre. El verdadero gozo se iba perpetuando con la asistencia de Dios, a quien amaban con ardiente caridad, con corazón puro, con ciencia buena y fe no fingida, y entre los casados se conservaba fielmente la sociedad indisoluble por medio del amor casto. Había una concorde vigilancia del alma y del cuerpo y una observancia exacta del divino precepto, sin fatiga. No existía cansancio que molestase al ocio, ni sueño que oprimiese contra la voluntad. Donde había tanta comodidad en las cosas y tanta felicidad en los hombres, Dios nos libre de sospechar que no pudieron engendrar sus hijos sin intervención del torpe apetito. Con todo eso, al sumo Dios todopoderoso y al Criador sumamente bueno de todas las naturalezas, que ayuda y remunera las buenas voluntades y da de mano y condena las malas, y ordena y dispone de las unas y de las otras, no le faltó traza y consejo como poder cumplir el número determinado de los ciudadanos que tenía él predestinado en su sabiduría para su ciudad, aun del linaje condenado de los hombres; no diferenciándolos por anteriores méritos, supuesto que toda la masa, como en raíz dañada y corrompida, quedó condenada, sino escogiéndolos con su gracia y mostrando a los libertados la merced que les hace, no sólo por el bien de la libertad propia, sino también por la miseria de los no libertados; pues conoce cada uno que ha escapado de los males por la bondad, no debida, sino graciosa, de Dios cuando se ve libre de la compañía de aquellas personas con quienes justamente pudiera padecer la pena. ¿Por qué, pues, no había de criar Dios a los que sabía que habían de pecar, pues podía manifestar en ellos y por ellos lo que merecía su culpa y lo que les concedía su gracia; y siendo El Criador y dispensador, el perverso desorden de los delincuentes no podía pervertir el orden recto del Universo? CAPITULO XXVII De los pecadores, así angeles como hombres, cuya perversidad no perturba a la Providencia divina Por tanto, no pueden practicar acción alguna los pecadores, así los ángeles como los hombres, por la que puedan impedir «las obras grandes de Dios, cuya razón depende de sola su voluntad>, porque el que con su providencia y omnipotencia distribuye a cada cosa lo que le pertenece, no sólo sabe usar bien de los bienes, sino también de los males; y así, usando bien Dios del ángel malo, que por mérito de su primera voluntad mala se condenó, obstinó y endureció de manera que ya no puede tener buena voluntad, ¿por qué razón no había de permitir que tentara al primer hombre, a quien había criado recto, esto es, de buena voluntad? Supuesto que estaba ya dispuesto que si confiaba en la ayuda de Dios, el hombre bueno venciera al ángel malo; y si, agradándose a sí propio con soberbia, dejaba a Dios su Criador y auxiliador, había de ser vencido; teniendo el mérito bueno de la voluntad recta favorecida de Dios, y el malo en la voluntad perversa desamparando a Dios. Y aunque confiar en la ayuda de Dios no le era posible sin la ayuda de Dios, no por eso dejaba de estar en su potestad al apartarse, agradándose a sí propio de estos beneficios de la divina gracia. Porque así como no está en nuestra mano el vivir en este cuerpo sin la ayuda de los elementos, y está en nuestra potestad no vivir en él, como lo hacen los que se matan, así no estaba en nuestra potestad el vivir bien en el cuerpo sin el favor de Dios, aun en el Paraíso, pero estaba en nuestra facultad el vivir mal, aunque con condición de que no había de permanecer la bienaventuranza, sino que había de sobrevenimos la condigna pena y castigo. Pues no ignorando Dios esta caída que había de dar el hombre, ¿por qué motivo no le había de dejar tentar por la malicia del ángel envidioso? Y aunque en ningún modo estaba incierto de si había de ser vencido, con todo, preveía ya entonces que este mismo demonio seria vencido por la descendencia del hombre, ayudada de su gracia con mayor gloria de los santos; y así fue que ni a Dios se le escondió cosa alguna futura, ni por su presciencia compelió a pecar a nadie; y maniféstó con la experiencia a la criatura racional, angélica y humana, la diferencia que hay entre la propia presunción de cada uno y entre su defensa y amparo; porque ¿quién se atreverá a creer o decir que no estuvo en la potestad de Dios el que no cayese ni el ángel ni el hombre? Pero más quiso no quitar la libertad a su albedrío, manifestando de esta manera cuánto mal podía traer la soberbia de ellos, y cuánto bien su divina gracia. CAPITULO XXVIII De la calidad de las dos ciudades, terrena y celestial Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: «Vos sois mi gloria y el que ensalzáis mi cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores, aconsejando, y los súbditos, obedeciendo; aquélla, en sus poderosos, ama su propio poder; éstá dice a su Dios: «A vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y fortaleza»; y por eso, en aquélla, sus sabios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes, o de su cuerpo, o de su alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios «no le dieron la gloria como a Dios, ni le fueron, agradecidos, sino que dieron en vanidad con sus imaginaciones y discursos, y quedó en tinieblas su necio corazón; porque, teniéndose por sabios, quedaron tan ignorantes, que trocaron y transfirieron la gloria que se debía a Dios eterno e incorruptible por la semejanza de alguna imagen, no sólo de hombre corruptible, sino también de aves, de bestias y de serpientes»; porque la adoración de tales imágenes y simulacros, o ellos fueron los que la enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e imitaron a otros, «y adoraron y sirvieron antes a la criatura que al Criador, que es bendito por los siglos de los siglos». Pero en esta ciudad no hay otra sabiduría humana sino la verdadera piedad y religión con que rectamente se adora al verdadero Dios, esperando por medio de la amable compañía de los santos no sólo de los hombres, sino también de los ángeles, «que sea Dios todo en todos».
Libro Décimoquinto: Principio De Las Dos Ciudades En La Tierra CAPITULO PRIMERO De dos géneros de hombres que caminan a diferentes fines Acerca de la felicidad del Paraíso o del mismo Paraíso y de la especie de vida que en él hicieron los primeros hombres de su pecado, pena y condigno castigo, opinaron variamente muchos escritores, y dijeron y escribieron con bastante extensión sobre el, particular. Nosotros, asimismo, hemos disputado en los libros precedentes sobre este mismo asunto según lo que resulta de las sagradas letras o lo que hemos leído en ellas, y de su lección y meditación hemos podido entender, conformándonos con su autoridad, las cuales, si quisiéramos desmenuzar e investigar con más particularidad, resultarían ciertamente muchas y varias cuestiones, siendo indispensable llenar con ellas muchos más libros de los que exige esta obra y la cortedad de tiempo de que disfrutamos, el cual, por ser tan escaso, nos impide detenernos en el examen de todas las dudas y objeciones que pueden ponernos los ociosos y, nimiamente escrupulosos, quienes son más prontos a preguntar que capaces para entender. Sin embargo, soy de sentir que quedan plenamente satisfechas y comprobadas las cuestiones más arduas, espinosas y dificultosas que se citan acerca del principio o fin del mundo o del alma, o del mismo linaje humano, al cual hemos distribuido en dos géneros: el uno de los que viven según el hombre, y el otro, según, Dios; y a esto llamamos también místicamente dos ciudades, es decir, dos sociedades o congregaciones de hombres de las cuales la una está predestinada para reinar eternamente con Dios, y la otra para padecer eterno tormento con el demonio, y éste es el fin principal de ellas, del cual trataremos después. Mas ya que del nacimiento y origen (ya de los ángeles, suyo número específico ignoramos, o de los dos primeros hombres) hemos raciocinado lo bastante, me parece que ya es ocasión de tratar de su discurso y progresos, principiando desde que los hombres empezaron a engendrar, hasta los tiempos en que dejarán de procrear; porque todo este siglo en que se van los que mueren, y suceden los que nacen, es el discurso y progreso de estas dos ciudades de que tratamos. El primero que nació dé nuestros primeros padres fue Caín, que pertenece a la ciudad de los hombres; y después Abel, que pertenece a la ciudad de Dios; pues así como en el primer hombre, según expresión del apóstol, «no fue primero lo espiritual, sino lo animal, y después lo espiritual» (dedonde cada hombre, naciendo de raízcorrompida primero es fuerza que, por causa del pecado de Adán sea malo y carnal, y si renaciendo en Cristo le cupiere mejor suerte, después viene a ser bueno y espiritual), así en todo el linaje humano, luego que estas dos ciudades, naciendo y muriendo, comenzaron á discurrir, primero nació el ciudadano de este siglo, y después de él el que es peregrino en la tierra y que pertenece a la Ciudad de Dios, predestinado por la gracia, elegido por la gracia y por la gracia peregrino en el mundo, y por la gracia ciudadano del cielo. En cuanto a su naturaleza, nació de la misma masa, que originalmente estaba toda inficcionada y corrompida; pero Dios, «como insigne alfarero (esta semejanza trae muy a propósito, el Apóstol), hizo de una misma masa un vaso destinado para objetos de estimación y aprecio, y otro para cosas viles». Sin embargo, primeramente se hizo el vaso para, destinos humildes y despreciables, y después el otro para los preciosos y grandes; porque aun en el mismo primer hombre, como insinué, primero es lo réprobo y malo, por donde es indispensable que principiemos, y en donde no es necesario que nos quedemos; y después es lo bueno, adonde, aprovechando espiritualmente, lleguemos, y en donde, llegando, nos quedemos. Por lo cual, aunque no todo hombre malo será bueno, no obstante, ninguno será bueno que no haya sido malo; pero cuanto más en breve se mude en mejor, más pronto conseguirá que le nombren con el dictado de aquello que alcanzó, y con el nombre último encubrirá el primero. Así que dice la Sagrada Escritura: de Caín que fundó una ciudad; pero Abel, como peregrino, no la fundó, porque la ciudad de los santos es soberana y celestial, aunque produzca en la tierra los ciudadanos, en los cuales es peregrina hasta que llegue el tiempo de su reino, cuando llegue a juntar a todos, resucitados con sus cuerpos, y entonces se les entregará el reino prometido, donde con su príncipe; rey de los siglos, reinarán sin fin para siempre. CAPITULO II De los hijos de la carne y de los hijos de promisión Sombra de esta ciudad e imagen profética, más para significárnosla que para ponerla y hacérnosla realmente presente, fue la que existió en la tierra cuando convino que se designase y llamase también ciudad santa, por razón de la imagen que significa, y no de la verdad, como ha de llegar a ser. De esta sombra o imagen que decimos, y de aquella ciudad libre, que representa, dice el Apóstol de este modo escribiendo a los gálatas: «Respondedme: ¿los que queréis vivir debajo de la ley, no habéis oído lo que dice la ley?» Según refiere la Sagrada Escritura, Abraham tuvo dos hijos, el uno tenido de una esclava, y el otro, de su mujer legítima y libre; pero el tenido de la esclava nació según la carne, esto es, según el curso natural sin milagro o promesa, de joven y fecunda, y él nació de la mujer libre contra el curso ordinario de la naturaleza, nació de vieja y estéril por virtud de la divina promesa, lo cual debemos entender, no sólo literalmente, sino también espiritual y alegóricamente. Veamos, pues, qué nos quieren dar a entender en sentido alegórico las dos madres y los dos hijos: las dos madres, pues, nos significan dos Testamentos y dos Iglesias, el Testamento Viejo y la antigua sinagoga de los judíos, y el Testamento Nuevo y la nueva Iglesia; de aquél nació un pueblo sujeto a la servidumbre de la ley, y de éste, otro pueblo, por la fe de Jesucristo, libre de la carga y peso de la ley. El uno empezó en el monte Sina, y engendra los hijos siervos, que es lo que signi fica Agar; porque Sina es un monte en Arabia que confina con lo que ahora se llama Jerusalén, pues sirve con todos sus hijos; pero la Jerusalén que está en alto es la libre, esposa legítima y madre nuestra, que es lo que nos significa Sara, de la cual estaba profetizado por Isaías, viendo concurrir la multitud de varias gentes y naciones a oír el Evangelio de Jesucristo: alégrate, ¡oh Iglesia de las gentes!, la que te llaman estéril y que no dabas hijos a Dios; prorrumpe en voces de alegría y clama, porque parecías estéril, y desamparada, y tendrás más hijos que la que tenía varón. Nosotros, hermanos, todos somos hijos de promisión, como Isaac. Pero así como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido milagrosamente en virtud de la divina promesa, así sucede ahora. Pero ¿qué dice la Sagrada Escritura?: «Echa de casa a la esclava y a su hijo, porque no ha de entrar en la herencia el hijo de la esclava con el hijo de la esposa libre y legítima. Nosotros, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre, lo cual debemos a Cristo, que nos puso en libertad.» Esta explicación que nos enseña la autoridad apostólica nos abre el camino para saber cómo hemos de entender la Sagrada Escritura, que está distribuida en dos testamentos, Viejo y. Nuevo, porque una parte de la ciudad terrena viene a ser imagen de la ciudad celestial, no significándose a sí, sino a ésta, y, por tanto, sirviéndola; pues no fue instituida por sí misma, sino para significar a la otra; y con otra imagen anterior la misma, que fue figura, fue también figurada; pues Agar, la esclava de Sara y su hijo fueron una imagen de esta imagen. Y porque habían de cesar las sombras en viniendo la luz, dijo Sara la libre, que significaba la ciudad libre, a quien, para significar de otro modo servía también aquella sombra: «Echa la esclava y a su hijo, porque no ha de ser heredero el hijo de la esclava con mi hijo Isaac», al cual llama el Apóstol «hijo de la libre». Así que hallamos en la ciudad terrena dos formas, una que nos muestra su presencia, y otra que sirve con su presencia para significarnos la ciudad celestial, A los ciudadanos de la ciudad terrena los produce la naturaleza corrompida con el pecado; pero a los ciudadanos de la ciudad celestial los engendra la gracia, libertando a la naturaleza del pecado; y así, los unos se llaman vasos de ira, y los otros, vasos de misericordia. Esto mismo se nos significa también en los dos hijos de Abraham, pues el uno, que es Ismael, nació naturalmente, según la carne, de la esclava llamada Agar; pero el otro, que es Isaac, nació milagrosamente, según la divina promesa, de Sara, que era libre. Uno y otro fueron hijos de Abraham; pero al uno le engendró el curso ordinario que significa la naturaleza, y al otro le produjo la promesa, que representa la gracia; en el uno se manifiesta la costumbre y uso humano, y en el otro se nos recomienda el beneficio divino. CAPITULO III De la esterilidad de Sara, a la cual hizo fecunda la divina gracia Porque Sara era estéril y sin esperanza de tener hijos en el orden físico y natural, deseando siquiera tener de su esclava lo que de sí no podía, diósela para este efecto a su marido, de quien había deseado tener hijos y no lo había conseguido. Nació, pues, Ismael como nacen los hombres, conforme a la ley y curso ordinario de la naturaleza; y por eso dijo la Escritura, según la carne, no porque estos beneficios no sean de Dios, o porque aquello, esto es la generación, no lo haga Dios, cuya sabiduría, como insinúa el sagrado texto, «con fortaleza toca de fin a fin, y con suavidad dispone todas las cosas»; Sino que para significar cómo la gracia concede gratuitamente a los hombres el don de Dios, que no nos es debido, era necesario que naciera el hijo, contra el curso ordinario de la naturaleza; pues la naturaleza niega ya los hijos a hombre y mujer, cuales eran entonces Abraham y Sara, agregándose a aquella edad la esterilidad de la mujer, la cual no podía dar a luz cuando le faltaba, no edad a la fecundidad, sino fecundidad a la edad. El no deberse, pues, a la naturaleza el fruto de la posteridad significa que la naturaleza humana, corrompida con el pecado, y con justa causa condenada, no merecía en adelante la verdadera felicidad. Muy bien, pues, significa Isaac, nacido en virtud de la divina promesa, los hijos de la gracia, los ciudadanos de la ciudad libre, los compañeros de la paz eterna; donde hay amor, no de la voluntad propia y en cierto modo particular, sino el amor que gusta del bien común e inmutable, y que, de muchos, hace un corazón; esto es, la obediencia del amor, reducida a una suma y perfecta concordia. CAPITULO IV De la guerra o paz que tiene la ciudad terrena La ciudad terrena, que no ha de ser sempiterna, porque cuando estuviere condenada a los últimos tormentos no será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del que se alegra como pueden alegrar tales cosas; y porque no es tal este bien, que libre y excuse de angustias a sus amadores, por eso la ciudad de ordinario anda desunida y dividida entre sí con pleitos, guerras y batallas, procurando alcanzar victorias, o mortales o, a lo menos, efímeras; pues por cualquier parte que se quisiese levantar haciendo guerra contra la otra parte suya, pretende ser victoriosa y triunfadora de las gentes, siendo cautiva y esclava de los vicios; y si, cuando vence, se ensoberbece, es mortífera. Pero si considerando la condición y los casos comunes se aflige más con las cosas adversas que le pueden suceder, que se alegra y regocija con las prósperas que le acontecieron, entonces es solamente perecedera esta victoria pues no podrá, por ser eterna, dominar siempre aquellos que pudo sujetar venciendo. Pero no es acertado decir que no son bienes los que apetece esta ciudad, puesto que, en su género ella misma es un bien, y más excelente que aquellos otros bienes. Para gozar de ellos desea cierta paz terrena, y con tal fin promueve la guerra; pues si venciere y no hubiere quien resista, tendrá la paz, que no tenían los partidos que entre sí se contradecían y peleaban por cosas que juntamente no podían tener. Esta paz pretenden las molestas y ruinosas guerras, y ésta alcanza la que estime por gloriosa victoria, y cuando vencen los que defendían la causa justa, ¿quién duda que fue digna de parabién la victoria, y que sucedió la paz que se pudo desear? Estos son bienes y dones de Dios pero si no haciendo caso de los mejores, que pertenecen a la ciudad soberana, donde habrá segura victoria en eterna y constante paz, se desean esto bienes, de manera que ellos solos se tengan por tales y se amen y quieras más que los que son mejores, necesariamente resultarán de ello miseria o se acrecentarán las que ya existan. CAPITULO V El primer autor y fundador de la ciudad terrena fue fratricida, cuya impiedad imitó con la muerte de su hermano el fundador de Roma. Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, porque vencido de la envidia mató a Abel, ciudadano de la Ciudad Eterna; que era peregrino en esta tierra. Por lo cual nadie debe admirarse que tanto tiempo después, en la fundación de aquella ciudad que había d llegar a ser cabeza de la ciudad terrena de que vamos hablando, y había de ser señora y reina de tantas gentes y naciones, haya correspondido a este primer dechado que los riegos dice archêtypo, una imagen de su traza género: porque también allí como dio un poeta refiriendo la misma desventura. «Con la sangre fraternal se regaron las murallas que primeramente se construyeron en aquella ciudad pues de este modo se fundó Roma cuando Rómulo mató a su hermano Remo, según refiere la historia romana. Ambos eran ciudadanos de la ciudad terrena, y los dos pretendían la gloria de la fundación de la República romana; pero ambos juntos no podían tenerla tan grande como la tuviera uno solo, pues el que quería la gloria del dominio y señorío, menos señorío sin duda tuviera si, viviendo un compañero suyo en el gobierno, se enervara su potestad, y por eso, para poder tener uno solo todo el mando y señorío, desembarazóse quitando la vida al compañero, y empeorando con esta impía maldad lo que con inocencia fuera menor y mejor. Mas los hermanos Caín y Abel no tenían entre sí ambición, como los otros, por las cosas terrenas, ni tuvo envidia el uno del otro, temiendo el que mató al otro que su señorío se disminuyese, pues ambos reinaran y fueran señores. Abel no pretendía señorío en la ciudad que fundaba su hermano, y éste mató por la diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque son buenos y ellos malos. Pues de ningún modo se atenúa la pasión de la bondad por que con su poseedor concurra o permanezca también otro; antes la posesión de la bondad viene a ser tanto más anchurosa cuanto es más concorde el amor individual de los que la poseen. En efecto, no podrá disfrutar esta posesión el que no quiere que todos gocen de ella, y tanto más amplia y extensa la hallará cuanto más ampliamente amare y deseare en ella compañía; así que lo que aconteció entre Remo y Rómulo nos manifiesta cómo se desune y divide contra sí misma la ciudad terrena; y lo que sucedió entre Caín y Abel nos hizo ver la enemistad que hay entre las mismas dos ciudad terrena entre sí los buenos y los malos; le pero los buenos con los buenos, si son y perfectos, no pueden tener guerra entre sí. Pero los proficientes, los que van aprovechando y no son aún perfectos, pueden también pelear entre sí, e como un hombre puede no estar de acuerdo consigo mismo; porque aun en un mismo hombre «la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne». Así que la concupiscencia espiritual puede pelear contra la carnal como pelean entre sí los buenos y los malos, o a lo menos las concupiscencias carnales de dos buenos que no son aun o perfectos como pelean entre sí los malos con los malos hasta que llegue la salud de los que se van curando a conseguir la última victoria. CAPÍTULO VI De los sufrimientos que padecen también en la peregrinación de esta vida por la pena del pecado los ciudadanos de la Ciudad de Dios, de los cuales se libran y sanan curándolos Dios Porque es indisposición y dolencia mortal la desobediencia de que disputamos en el libro XIV, que nos quedó en castigo de la primera desobediencia, pena que no sufrimos por naturaleza, sino por vicio de la voluntad, aconseja el Apóstol a los buenos que van aprovechando en la virtud y que viven con fe y esperanza en esta peregrinación terrenal: «Ayudaos unos a Otros a llevar vuestras cargas, y de esta manera observaréis puntualmente la ley de Jesucristo.» Asimismo en otro lugar les dice: «Corregid a los inquietos, consolad a los pusilánimes, ayudad y alentad a los flacos y sed con todos pacientes y sufridos; mirad que ninguno vuelva mal por mal.» Igualmente en otro lugar añade: «Si cayere alguno en algún delito, vosotros, los que fuereis más espirituales, procurad remediarle con espíritu de mansedumbre, considerándose cada uno a si mismo, no caigas tú también en la tentación. » Y en otra parte: «No se ponga el sol y os anochezca estando enojados y durando el rencor y la cólera.» Y en el Evangelio: «Si pecare contra ti tu hermano, corrígele entre ti y él a solas.» Asimismo de los pecados en que se pretende evitar el escándalo de muchos, dice el Apóstol: «A los que pecan repréndelos públicamente delante de todos, para que los demás se recaten y teman. » Por eso sobre el perdonarnos mutuamente las ofensas también nos da saludables consejos, recomendándonos con tanto cuidado la paz, «sin la cual ninguno podrá ver a Dios». A cuya doctrina viene muy al caso aquel terror que excita en nuestros corazones cuando ordena al otro siervo devolver la deuda de los diez mil talentos que le habían ya perdonado, porque él no remitió la deuda de cien denarios a su consiervo y compañero. Y habiendo propuesto este símil, añadió el buen Jesús y le dijo: «Así también lo hará vuestro Padre celestial con vosotros, si no perdonare cada uno de corazón a su hermano.» De este modo se van curando los ciudadanos de la Ciudad de Dios que peregrinan como pasajeros en esta terrena, y suspiran por la paz imperturbable de la soberana patria: y el Espíritu Santo va obrando interiormente en ellos para que aproveche algún tanto la medicina que exteriormente se les aplica; porque, de otro modo, aunque el mismo Dios, por medio de la criatura que le está sujeta, hable y predique a los sentidos corporales, ya sean del cuerpo o los que se nos ofrecen semejantes a ellos en sueños, si deja Dios de gobernar el espíritu con su interior gracia, no hace impresión en el hombre ninguna verdad que le prediquen. Y suele Dios hacerlo así, distinguiendo los vasos de ira de los vasos de misericordia con la dispensación que sabe, aunque muy oculta, pero muy justa; porque ayudándonos su Divina Majestad de modo admirable y secreto cuando el pecado que habita en nuestros miembros (que mejor podernos llamar pena del pecado), como dice el Apóstol: «No reina en nuestro cuerpo mortal para obedecer a sus apetitos y deseos», ni le darnos nuestros miembros para que le sirvan de armas para la maldad; nos convertimos al espíritu que, gobernado por Dios, no consiente, con su auxilio, en cosas malas; y este espíritu le tendrá ahora el hombre, y le dirigirá con más tranquilidad; y después, habiendo recobrado enteramente la salud y tomada posesión de la inmortalidad sin pecado alguno, reinará con paz eterna. CAPITULO VII De la causa y pertinacia del pecado de Caín, y cómo no fue bastante a hacerle desistir de la maldad que había concebido el hablarle Dios Por esto mismo, que según nuestra posibilidad hemos declarado, habiendo Dios hablado a Caín de igual modo que acostumbraba hablar con los primeros hombres, por medio de la criatura, como si fuera un compañero suyo, tomando forma competente, ¿qué le aprovechó? ¿Por ventura no puso por obra la maldad que había concebido de matar a su hermano aun después de habérselo avisado Dios? Porque habiendo diferenciado los sacrificios de ambos, mirando a los del uno y desechando los del otro, lo cual indudablemente no pudo menos de conocerlo Caín por alguna señal visible que lo declarase; y habiendo hecho esto Dios porque eran malas las obras de éste y buenas las de su hermano, entristecióse grandemente Caín y se le demudó el rostro; pues dice la Sagrada Escritura que le dijo el Señor a Caín: «¿Por qué, te has entristecido, y por qué se ha caído tu rostro? ¿No ves que si ofreces bien, mas no repartes bien, has caído en pecado? Sosiégate, porque a ti se convertirá él y tú le dominarás.» En este aviso que dio Dios a Caín aquello que dice: «¿No ves que si ofreces bien y no repartes bien has pecado?», porque no está claro a qué fin o por qué causa se dijo, de su oscuridad han nacido varios sentidos, procurando los expositores de la Sagrada Escritura declararlo, interpretando cada uno conforme a las reglas seguras de la fe. Porque muy bien, y rectamente se ofrece el sacrificio cuando se ofrece a Dios verdadero, a quien sólo se debe el sacrificio; pero no se reparte bien, y proporcionalmente cuando no se diferencian bien o los lugares, o los tiempos, o las mismas cosas que se ofrecen, o el que las ofrece, o a quien se ofrecen, o aquellos a quien la oblación se distribuye y reparte para comer, de manera que por división entendamos aquí la discreción, ya sea cuando se ofrece donde no conviene, o que no conviene allí, sino en otra parte, o cuando se ofrece cuando no conviene, lo que no conviene entonces, sino en otro tiempo, o cuando se ofrece lo que en ningún lugar y tiempo se debió ofrecer, o cuando reserva en sí el hombre cosas más escogidas o de mejor condición que las que ofrece a Dios, o cuando la cosa que se ofrece se comunica y reparte con el profano o con otro cualquiera a quien no es lícito. Cuál de estas cosas fue en la que Caín desagradó a Dios, no se puede averiguar fácilmente; pero porque el apóstol San Juan, hablando de estos hermanos, dice: «No como Caín, que no era hijo de Dios, sino del maligno espíritu, y mató a su hermano, ¿y por qué causa le quitó impíamente la vida? Porque sus acciones eran perversas y detestables y las de su hermano santas y buenas», se nos da a entender que no miró Dios a sus oblaciones, porque repartía mal, dando a Dios lo peor de sus bienes y reservando para sí los mejores, cual hacen los que, siguiendo no la voluntad de Dios, sino la suya, esto es, los que viviendo no con recto, sino con perverso corazón, ofrecen a Dios oblación y sacrificio con que piensan que le obligan no a que les ayude a sanar de sus perversos apetitos, sino a cumplirlos y satisfacerlos. Y esto es propio de la ciudad terrena, reverenciar y servir a Dios o a los dioses para reinar, con su favor, con muchas victorias y en paz terrena, no por amor y caridad de gobernar y mirar por otros, sino por codicia de reinar; porque los buenos se sirven del mundo para venir a gozar de Dios; pero los malos, al contrario, para gozar del mundo se quieren servir de Dios, a lo menos los que creen que hay Dios o que cuida de las cosas humanas, porque son mucho peores los que ni aun esto creen. Viendo, pues, Caín, que había mirado Dios el sacrificio de su hermano y no al suyo, sin duda debía, corrigiéndose, imitar a su virtuoso hermano y no, ensoberbeciéndose, envidiarle; mas porque se entristeció y decayó su rostro, le reprende principalmente Dios el pecado de la tristeza del bien ajeno, y más del bien de un hermano, porque reprendiéndole severamente, le preguntó, diciendo: «¿Por qué motivo te has entristecido y por qué se ha caído tu rostro?», Tenía envidia Caín de su hermano, y esto lo veía Dios y esto era lo que reprendía; pues los hombres que no ven el corazón de su prójimo, bien pudieran dudar y estar inciertos de si aquella tristeza era por el dolor que tenía de su propia maldad cuando vio que había desagradado a Dios, o si era por la bondad con que su hermano agradó a Dios cuando éste miró su sacrificio. Pero dando razón Dios por qué no quiso aceptar su oblación para que antes se desagradase y se ofendiese de sí propio con razón, que sin razón de su hermano, siendo él injusto porque no repartía rectamente, esto es, no vivía bien, Y siendo indigno de que le aceptasen su sacrificio, demuestra y enseña cuánto más injusto era en aborrecer sin motivo a su justo hermano. No por eso deja Dios de darle un consejo santo, justo y bueno: «Sosiégate -dice-, porque a ti se convertirá, tú serás señor de éI.» ¿Halo de ser acaso de su hermano? En manera alguna. ¿Pues de quién, sino del pecado? Porque había dicho: «¿No ves que has caído en pecado?» Y añade después: «Sosiégate, porque a ti se convertirá, y tú serás señor de él.» Puede entenderse también que la conversión del pecado debe ser al propio hombre, para que sepa que no lo debe atribuir a otro alguno cuando peca, sino a sí propio; porque ésta es una medicina saludable de la penitencia y una petición del perdón no poco conveniente, como cuando dice: «porque a ti su conversión de él», no se entiende será sino sea, a modo de precepto y no de profecía. Porque será cada uno señor del pecado si no le hiciere señor de sí, defendiéndole, si no le sujetare haciendo penitencia; pues de otra manera, favoreciéndole al principio, le servirá también cuando después impere en su ánimo. Pero para que por el pecado se entienda la misma concupiscencia carnal, de la que dice el Apóstol: «Que la carne apetece contra el espíritu», entre cuyos frutos carnales comprende también la envidia, que sin duda estimulaba a Caín y le encendía contra su hermano, bien se puede entender será, esto es, a ti será su conversión y tú serás sede él porque cuando se conmoviera la carne, que llama pecado el Apóstol, donde dice: «No lo hago yo, sino el pecado que habita en mí» (la cual llaman también los filósofos viciosa, no porque deba llevarse tras sí al espíritu, sino a quien debe mandar el espíritu, apartándola de las acciones ilícitas con la razón), cuando esta carne se conmoviere para hacer alguna acción mala; si nos acomodásemos y abrazásemos con el saludable consejo del Apóstol: «Que no demos fuerzas y armemos al pecado con nuestros miembros», domada y vencida se sometería al espíritu para darle obediencia y reinara sobre ella la razón. Esto mandó Dios a Caín, que ardía en rencor y envidia contra su hermano, y al que debiera imitar deseaba quitar la vida: «Sosiégate -dice-, esto es, no pongas las manos en ese pecado, no reine él en tu mortal cuerpo, de manera que obedezcas a sus malos deseos y sugestiones, ni le des fuerzas y armas haciendo a tus miembros instrumentos de maldad»; porque a ti se convertirá cuando no le ayudares dándole rienda, sino cuando le refrenares sosegándote, y tú serás señor de él, para que, no dejándole salir con su intento en lo exterior, se acostumbre y habitúe también en lo interior a no moverse estando bajo la potestad y gobierno del espíritu, que quiere lo bueno. Muy semejante a esto es lo que leemos en el mismo libro del Génesis de la mujer, cuando después del pecado, examinando Dios la causa, oyeron las sentencias de su condenación, el demonio en la serpiente y en sus personas Adán y Eva; porque habiéndole dicho a ella: «Sin duda que he de multiplicar tus tristezas y dolores, y con ellos darás a luz tus hijos», después añadió: «Y a tu marido será tu, conversión y él será señor de ti.» Lo mismo que dijo a Caín del pecado, o de la viciosa concupiscencia y apetito de la carne, dice en este lugar de la mujer pecadora, de donde debemos entender que el varón, en el gobierno de su mujer, se debe haber como el espíritu en el gobierno de su carne, y por eso dice el Apóstol: «Que el que ama a su mujer; a sí propio se ama, porque jamás hubo quien aborreciese su carne.» Estas cosas se deben curar y sanar como propias y no condenarlas como extrañas; pero Caín, como prevaricador que era, así recibió el mandamiento de Dios, porque creciendo en él el pecado de la envidia, cautelosamente y a traición mató a su hermano. Tal fue el fundador de la ciudad terrena. Pero cómo fue Caín figura de los judíos que mataron a Cristo, pastor verdadero de las ovejas descarriadas que son los hombres, y a quien figuraba Abel, pastor de ovejas que eran bestias, porque en sentido alegórico es cosa de profecía, dejo ahora de referirlo, y me acuerdo que dije lo bastante sobre este asunto, en mi libro contra el maniqueo Fausto. CAPITULO VIII Qué razón hubo para que Caín fundase una ciudad al principio del linaje humano Ahora parece oportuno defender la historia para que no parezca increíble lo que insinúa la Escritura: que un, solo hombre fundó una ciudad en la época en que precisamente no había en todo el orbe habitado, más que cuatro, o, mejor dicho, tres, después que un hermano mató al otro, esto es, el primer hombre, padre de todos, el mismo Caín y su hijo Enoch, de quien tomó su nombre la ciudad. Los que en esto reparan no consideran que el cronista de la Sagrada Historia no tuvo obligación de referir y nombrar todos los hombres que pudo haber entonces, sino sólo aquellos que pedía el objeto de su obra; porque el fin principal de aquel escritor, por cuyo medio hacía aquel histórico análisis de hechos el Espíritu Santo, fue llegar, por la sucesión de ciertas generaciones, desde el primer hombre hasta Abraham y después, por los hijos y descendencia de éste, al pueblo de Dios, en quien, por ser distinto de las demás naciones, se habían de prefigurar y vaticinar todos los sucesos que en espíritu se preveían que habían de acontecer en aquella ciudad, cuyo reino ha de ser eterno, y a su rey fundador Jesucristo; pero sin pasar en silencio tampoco lo que fuese necesario referir de la otra sociedad y congregación de hombres que llamamos ciudad terrena, para que de este modo la Ciudad de Dios, cotejada con su adversaria, venga a ser más ilustre y esclarecida. Así que como la Sagrada Escritura refiere el número de años que vivieron aquellos hombres y concluye diciendo de aquel de quien va hablando, engendró hijos e hijas y que fueron los días que el tal o el cual vivieron tantos años, y que murió, ¿acaso porque no nombra estos mismos hijos e hijas por eso debemos entender que por tantos años como entonces vivían en la primera edad de este siglo no pudieron nacer muchos hombres, con cuyos enlaces y sociedades se pudieran fundar muchas ciudades? Pero tocó a Dios, con cuya inspiración se escribían estos sucesos, el disponer y distinguir primeramente estas dos compañías con sus diversas generaciones, para que se tejiesen de una parte las generaciones de los hombres, esto es, de los que vivían según el hombre, y de otra las de los hijos de Dios, esto es, de los que vivían según Dios, hasta el Diluvio, donde se refiere la distinción y la unión de ambas sociedades: la distinción, porque se refieren de por si las generaciones de ambas, la una de Caín; que mató a su hermano, y la otra del otro, que se llamó Seth, porque también éste había nacido de Adán, en lugar del que mató, Caín; y la unión porque declinando y empeorando los buenos, se hicieron todos tales que los asoló y consumió con el Diluvio, a excepción de un justo que se llamaba Noé, su mujer, sus tres hijos y sus tres nueras, cuyas ocho personas merecieron escapar por medio del Arca de la sumersión y destrucción universal de todos los mortales. Por ello, pues, de lo que dice la Escritura: «Que conoció Caín a su mujer, concibió y dio a luz a Enoch, y edificó una ciudad, y llamóla con el nombre de su hijo Enoch», no se sigue que hemos de creer que éste fue el primer hijo que engendró, porque no hemos de pensar así porque dice que conoció a su mujer, como si entonces se hubiese juntado la primera vez con ella, pues aun del mismo Adán, padre universal del humano linaje, no sólo se dijo esto mismo después de concebido Caín, que parece fue su primogénito, sino también más adelante dice la Sagrada Escritura: «Conoció Adán a Eva su mujer, y concibió y dio a luz un hijo, al cual llamó Seth»; de donde se infiere que acostumbra a hablar así la Escritura, aunque no siempre, cuando se lee en ella que fueron concebidos algunos hombres y no precisamente cuando por primera vez se conocieron el varón y la mujer. Ni tampoco es argumento necesario para que opinemos que Enoch fuese primogénito de su padre porqué llamó a la ciudad con su nombre, pues no sería fuera de propósito que, por alguna causa, teniendo también otros hijos, le amase su padre más que a los otros, como tampoco Judas fue primogénito de quien tomó nombre Judea y los judíos sus moradores. Y aunque el fundador de aquella ciudad tuviese este hijo, el primero de todos, no por eso debemos pensar que puso su nombre a la ciudad que fundó cuando nació, supuesto que tampoco uno solo pudo entonces fundar aquella ciudad (que no es otra cosa que una multitud de hombres unida entre sí con cierto vínculo de sociedad), sino que, creciendo la familia de aquel hombre en tanto número que tuviese ya cantidad considerable de vecinos, pudo entonces efectivamente suceder que fundase una ciudad, y que a la fundada le pusiese el nombre de su primogénito; porque era tan larga la vida de aquellos hombres, que de los que allí se refieren, cuyos años no se omiten, el que menos vivió antes del Diluvio llegó a setecientos cincuenta y tres años, porque muchos pasaron de novecientos, aunque ninguno llegó a mil. ¿Quién hay que pueda dudar que en vida de un hombre se pudo multiplicar tanto el linaje humano que no hubiese gente con que se fundase, no una, sino muchas ciudades? Lo cual podemos conjeturar fácilmente, puesto que de sólo Abraham, en poco más de cuatrocientos años, creció tanto el número de la nación hebrea, que cuando salió aquel pueblo de Egipto se refiere que hube seiscientos mil hombres jóvenes que podían tomar las armas, sin contar la gente de los idumeos, que no pertenece al pueblo de Israel, la que engendró su hermano Esaú, nieto de Abraham, y otras naciones que descendieron del linaje del mismo Abraham y no por vía de su mujer Sara. CAPITULO IX De la vida larga que tuvieron los hombres antes del Diluvio, y cómo era mayor la estatura de los cuerpos humanos Todo el que prudentemente considerare las cosas, comprenderá que Caín no sólo pudo fundar una ciudad, sino que la pudo también fundar muy grande en tiempo que duraba tanto la vida de los hombres, aunque alguno, de los incrédulos e infieles quiera disputar acerca del dilatado número de años que, según nuestros autores, vivieron entonces los hombres, y diga que a esto no debe darse crédito. Porque tampoco creen que fue mucho mayor en aquella época la estatura de los cuerpos de lo que son ahora, y, sin embargo, su nobilísimo poeta Virgilio, hablando de una grandísima peña que estaba fija por mojón o señal de término en el campo, la cual en una batalla un valeroso varón de aquellos tiempos arrebató, corrió con ella y, la arrojó, dice que «doce hombres escogidos según los cuerpos humanos que produce el mundo en nuestros tiempos apenas la hicieron perder tierra», significándonos que hubo tiempo en que acostumbraba la tierra a producir mayores cuerpos. ¡Cuánto más sería en los tiempos primeros del mundo, antes de aquel insigne y celebrado Diluvio! En lo tocante a la grandeza de los cuerpos, suelen convencer y desengañar muchas veces a los incrédulos las sepulturas que se han descubierto con el tiempo, o por las avenidas de los ríos, o por otros varios acontecimientos donde han aparecido huesos de muerto de increíble tamaño. Yo mismo vi, y no solo, sino algunos otros conmigo, en la costa de Utica o Biserta, un diente molar de un hombre, tan grande que si le partieran por medio e hicieran otros del tamaño de los nuestros, me parece que pudieran hacerse ciento de ellos; pero creo que aquél fuese de algún gigante, porque fuera de que entonces los cuerpos de todos generalmente eran mucho mayores que los nuestros, los de los gigantes hacían siempre ventaja a los demás; así como también después, en otros tiempos y en los nuestros, aunque raras veces, pero nunca faltaron algunos que extraordinariamente excedieron la estatura y el tamaño de los otros. Plinio II, sujeto doctísimo, dice que cuanto más y más corre el siglo, produce la Naturaleza menores los cuerpos; lo cual también refiere Homero en sus obras, no burlándose de ello como de ficciones poéticas, sino tomándolo, como escritor de las maravillas de la Naturaleza, como historias dignas de fe. Pero, como dije, la altura de los cuerpos de los antiguos muchas veces nos la manifiestan, aun en los siglos últimos, los huesos que se han descubierto y hallado, porque son los que duran mucho. Del número grande de años que vivieron los hombres de aquel siglo no podemos tener en la actualidad experiencia alguna; mas no por eso debemos prescindir de la fe y crédito, que se merece la Historia sagrada, cuyas narraciones son tanto más dignas de crédito cuanto más ciertamente vemos que se va cumpliendo lo que ella nos dijo que había de suceder. Con todo, dice Plinio: «Todavía hay gente o nación donde viven doscientos años.» Así que si al presente se cree que en las tierras que no conocemos viven tanto los hombres cuanto nosotros no hemos podido experimentar, ¿por qué no se ha de creer que lo han vivido también en aquellos tiempos? ¿O acaso es creíble que en una región hay lo que aquí no hay, y es increíble que en algún tiempo hubo lo que ahora no hay?. CAPITULO X De la diferencia que parece haber en el número de los años entre los libros hebreos y los nuestros Aunque parece que entre los libros hebreos y los nuestros hay alguna diferencia sobre el número de los años, lo cual no sé cómo ha sido, con todo, no es tan grande que no confirme lo dicho respecto a que entonces los hombres fueron de tan larga vida; porque del mismo primer hombre, Adán, antes que procrease a su hijo Seth, en nuestros libros se dice que vivió doscientos y treinta años, y en los hebreos, ciento treinta; pero después de haberle engendrado, se lee en los nuestros que vivió setecientos, y en los suyos ochocientos, y así en unos y en otros concuerda toda la, suma de los años. En la sexta generación en nada discrepan los unos de los otros; y en la séptima, en que nació Enoch (que no murió, sino que por voluntad de Dios se dice que fue trasladado), hay la misma disonancia que en las cinco anteriores sobre los cien años antes que engendrase al hijo que refiere allí; pero en la suma hay la misma conformidad, porque vivió antes que fuese trasladado, según los libros de los unos y de los otros, trescientos sesenta y cinco anos. La octava generación tiene alguna diversidad, pero menor y diferente de las demás, porque Matusalén, que engendró a Enoch, antes que procrease al que sigue en el orden, vivió, según los hebreos, no cien años menos, sino veinte más, de los cuales, por otra parte, en los nuestros, después que engendró a éste, se hallan añadidos, y en los unos y en los otros está conforme la suma de todos los años. Solamente en la generación nona, esto es, en los años de Lamech, hijo de Matusalén y padre de Noé, discrepa la suma general, pero no mucho, porque se dice en los hebreos que vivió veinticuatro años más que en los nuestros, pues antes que engendrase al hijo que se llamó Noé tiene seis menos en los hebreos que en los nuestros; pero después que le procreó, en ellos treinta más que en los nuestros, y así, quitados aquellos seis, restan veinticuatro, como queda dicho. CAPITULO XI De los años de Matusalén, cuya edad parece que excede al Diluvio catorce años De esta diferencia entre los libros hebreos y los nuestros nace aquella celebrada cuestión de que Matusalén vivió catorce años después del Diluvio. La Sagrada Escritura dice positivamente que en el Diluvio, de todos los que habla sobre la tierra, sólo ocho personas escaparon en el Arca de la ruina universal, en las cuales no fue incluido Matusalén. Pero, según nuestros libros, Matusalén, antes que engendrase al que llamó Lamech, vivió ciento sesenta y siete años; después el mismo Lamech antes que naciese de él Noé, vivió ciento ochenta y ocho años, que juntos suman trescientos cincuenta y cinco; a éstos se añaden seiscientos de Noé, en cuyo sexcentésimo año acaeció el Diluvio; y todos juntos hacen novecientos cincuenta y cinco desde que nació Matusalén hasta el año del Diluvio. Todos los años que vivió Matusalén se cuentan que fueron novecientos sesenta y nueve, porque habiendo vivido ciento sesenta y siete engendró un hijo que se llamó Lamech, y después de haberle procreado vivió ochocientos dos años, que todos ellos, como he dicho, hacen novecientos sesenta y nueve, de los cuales, quitando novecientos cincuenta y cinco desde que nació Matusalén hasta el Diluvio, quedan catorce, que se cree que vivió después del Diluvio; por ello imaginan algunos que vivió, aunque no en la tierra, donde pereció todo viviente que no pudo existir fuera del agua, sino que vivió algún tiempo con su padre, que habla sido trasladado hasta que pasó el Diluvio, no queriendo derogar la fe a los libros que tiene recibidos la Iglesia por más auténticos, y creyendo que lo de los judíos no contienen la verdad más bien que los nuestros. Porque no admiten que pudo haber aquí error de los intérpretes antes que falsedad en la lengua que se tradujo a la nuestra por medio de la griega; sino dicen que no es creíble que los setenta intérpretes que juntamente a un mismo tiempo y con un mismo sentido la interpretaron pudiesen errar, o que donde a ellos no les iba nada quisiesen mentir; pero que los judíos, de envidia de que la ley y los profetas hayan venido a nuestro poder por medio de la traducción, mudaron algunas cosas en sus libros por disminuir la autoridad de los nuestros. Esta opinión o sospecha también admítala cada uno como le pareciere; con todo, es cosa cierta que no vivió Matusalén después del Diluvio, sino que murió el mismo año, si es verdad lo que se halla en los libros de los hebreos sobre el número de los años. Lo que a mí me parece de los setenta intérpretes lo diré más particularmente en su propio lugar; al llegar, con el favor de Dios, el momento de tratar de aquellos tiempos cuando lo pida la necesidad y estado de esta obra, porque para la duda presente basta saber que, según los libros de los unos y de los otros, los hombres de aquel siglo tuvieron tan largas vidas que durante la edad de uno que nació el primero, de dos padres que tuvo solos la tierra en aquel tiempo pudo multiplicarse el linaje humano de manera que se pudiera fundar una ciudad. CAPITULO XII De la Opinión de los que no creen que los hombres del primer siglo tuvieron tan larga vida como se escribe De ningún modo deben ser oídos los que imaginan que de otra manera se contaban en aquella época los años, esto es, tan breves, que uno de los nuestros tiene diez de aquellos, y por eso dicen, cuando oyen o leen que alguno vivió novecientos años, que deben entenderse noventa, por cuanto diez años de aquellos hacen uno nuestro, y diez de los nuestros son entre ellos ciento. Según este cálculo, creen que era Adán de veintitrés años cuando engendró a Seth, y que éste tenía veinte años y seis meses cuando hubo a su hijo Enos, a todos los cuales asigna la Escritura doscientos cincuenta años, pues según el sentir de éstos cuya opinión vamos refiriendo, entonces un año de los que al presente usamos le dividían en diez partes, a las cuales llamaban años; y cada una de éstas tenía un senario cuadrado, porque Dios finalizó sus obras en seis días para descansar en el séptimo, sobre lo cual dije lo bastante en el libro XI, cap. VII, y seis veces seis, que hacen un senario cuadrado, componen treinta y seis días, los cuales, multiplicados por diez, llegan a trescientos sesenta, esto es, doce meses lunares; porque por los cinco días que faltan, con que se cumple el año solar, y por una cuarta parte de día, la cual multiplicada cuatro veces en el año que llaman bisiesto o intercalar, se añade un día; añadían los antiguos después algunos días para que concurriese el número de los años, a cuyos días los romanos llamaban intercalares, Por esta cuenta, Enos, hijo de Sea, tenía diecinueve años cuando tuvo a su hijo Camán, a los cuales años llama el sagrado texto ciento noventa; y después en todas las generaciones en que antes del Diluvio se refieren los años de los hombres, ninguno casi se halla en nuestros libros que de cien anos, o de allí abajo, o de ciento veinte, o no mucho más, haya engendrado algún hijo, sino los que de menor edad procrearon se dice que tuvieron ciento sesenta años y más, porque ningún hombre, aseguran, puede engendrar de diez años, a cuyo número llamaban entonces cien años. Dado caso que no sea increíble que de otra manera se contasen entonces los años, añaden lo que se halla en muchos historiadores, que los egipcios tuvieron el año de cuatro meses, los acarnianos de seis meses, los lavinios de trece meses. Plinio II, habiendo dicho que se hallaba escrito que un hombre vivió ciento cincuenta y dos años, y otro diez más, y que otros vivieron doscientos años, otros trescientos, y que otros llegaron a quinientos, algunos a seiscientos y otros aun a ochocientos, piensa que todo esto nació de la ignorancia de los tiempos; porque unos, dice, reducían un año a un verano, otros a un invierno y otros a las cuatro estaciones del año, como los arcades, dice, cuyos años fueron de tres, meses. Añadió también que en cierto tiempo los egipcios, cuyos pequeños años insinuamos arriba, eran de cuatro meses, en una lunación terminaban su año; así que entre ellos se cuenta que vivieron mil años. Con estos argumentos como probables, procurando algunos no destruir la fe de esta sagrada historia, sino confirmaría para que no sea increíble lo que se refiere que los antiguos vivieron tantos años, se persuadieron a sí mismos, y piensan que, no sin razón, lo persuaden a otros, de que entonces un espacio tan corto de tiempo se llamó año, que diez de aquellos hacían uno nuestro, diez nuestros ciento de los suyos. La falsedad de este cálculo se prueba con un evidente e irrefragable documento; pero antes de demostrarlo he creído útil alegar otro, tomado de los libros hebreos, para refutar dicha opinión. En estos libros se lee que Adán tenía no doscientos treinta, sino ciento treinta años cuando procreó a su tercer hijo. Si estos años hacen trece de los nuestros, sin duda que engendró al primero cuando tenía once años, no mucho más. ¿Quién puede procrear en esta edad conforme a la ley ordinaria de la naturaleza? Pero dejemos a Adán, que quizá pudo hacerlo porque fue criado, y no es creíble que le criara Dios tan pequeño como nuestros niños. Su hijo no contaba doscientos cinco, como leemos nosotros, sino ciento cinco cuando engendró a Enos, y conforme a este cómputo, según el dictamen de éstos aun no tenía once años. ¿Qué diré de Camán, hijo de éste, que aunque contaba, según los nuestros, ciento setenta años de edad, según los hebreos era de setenta cuando engendró a Malaléhel? ¿Qué hombre hay que engendre de siete años, si entonces se llamaban setenta años los que ahora son siete? CAPITULO XIII Si en la cuenta de los años debemos preferir la autoridad de los hebreos a la de los setenta intérpretes Aun cuando yo piense así, me replican que aquello es ficción o mentir de los judíos, de lo cual bastantemente hemos ya hablado; porque los setenta intérpretes, varones tan celebrados alabados, no pudieron mentir. Pero si les preguntare qué sea más creíble: o que toda la nación judaica, que está tan extendida y esparcida Por el orbe, pudo de común acuerdo conspirar en escribir esta mentira, y, por envidiar a otros la autoridad, se despojase así de la verdad, o, qué setenta personas, que también eran judíos, juntos en un mismo lugar (porque para ésta famosa labor los había convocado y congregado Ptolomeo, rey de Egipto) enviaran a decir la verdad a los pueblos gentiles, y de acuerdo hicieran este penoso trabajo, ¿quién no advierte cuál sea más fácil de creer? Ninguno que sea sensato debe creer, o que los judíos, por más perversos y malévolos que fueran, pudieran hacer esta laboriosa tarea en tan crecido número de libros tan esparcidos y derramados, o que los setenta varones famosos comunicaron entre sí este particular acuerdo de enviar a los gentiles la verdad. Así que con más verosimilitud podría decirse que cuando primeramente se comenzó a trasladar y copiar esta historia de la suntuosa biblioteca de Ptolomeo, entonces pudo hacerse algo de esto en un libro es a saber, en el que primero se copió, del cual se extendió y traspasó a otros muchos, donde pudo también suceder que errase el amanuense. Y no es absurdo sospechar así en la cuestión acerca de la vida de Matusalén, y en la otra donde, por sobrar veinticuatro años, no concuerda la suma. Pero en las demás donde se repite semejante error de suerte que antes de procrear el hijo que se pone en lista, en una parte sobren cien años y en otra falten, y después de engendrado, donde faltaban sobren, y donde sobraban falten, para que concuerde la suma, como sucede en la 1ª , 2ª , 3ª , 4ª , 5ª , 6ª y 7ª generación; parece que el mismo error tiene (si puede decirse) cierta constancia así; y no parece que sucediera al acaso, sino de industria. De modo que aquella diferencia de números que hay en los libros griegos, latinos y hebreos, donde no se halla esta conformidad continuada por tantas generaciones de cien años, añadidos primero y después quitados, se debe atribuir, no a la malicia de esos judíos ni a la diligencia o prudencia de los setenta intérpretes, sino a error del amanuense que primeramente comenzó a copiar el libro de la biblioteca de dicho rey. Pues aun ahora, cuando los números no se relacionen con algún objeto que fácilmente pueda entenderse, o que nos importe conocer, se escriben con descuido, y con más negligencia se corrigen y enmiendan. ¿Quién cree, por ejemplo, que debe aprender cuántos millares de hombres tuvieron a cada una de las tribus de Israel? Porque entiende que nada le importa. ¿Y a cuántos hay que adviertan la profundidad de esta importancia? Pues aquí, donde tantas generaciones se ponen en lista, en las que faltan o sobran cien anos, y después de nacido el hijo que se había de contar, faltan donde los hubo y los hay donde faltaron, para que esté conforme la suma, parece que se ha querido persuadir a los que alegan que vivieron los antiguos tan gran numero de años porque los tenían brevísimos, haciéndoles ver que la edad no era madura e idónea para engendrar hijos, si por cada cien años debieran entenderse diez de los nuestros; y para que los incrédulos no dejasen de creer que habían vivido los hombres tanto tiempo, añadió ciento donde no halló la edad idónea para procrear hijos, y esos mismos los volvió a quitar después de engendrados, a fin de que conviniese y concordase la suma, pues de tal manera quiso hacer creíble la conveniencia de la edad apta para engendrar, que no defraudase a todas las, edades del número de lo que vivió cada uno; y el no haber hecho esto en la sexta generación; es lo que más nos persuade a que eso lo hizo, cuando el asunto que decimos lo pedía, pues no lo hizo donde no lo pedía. En esta generación hallo en los hebreos que Jareth vivió, antes que engendrase a Enoch, ciento sesenta y dos años, que, para él, según la cuenta de los años breves, son dieciséis y algo menos de dos meses, la cual edad es ya idónea para engendrar. Y así no fue necesario añadir cien años breves para que fuesen veintiséis de los nuestros, ni quitar los mismos después de nacido Enoch, porque nos lo había añadido antes que naciese. Así sucedió que en este particular no hubiese va riedad alguna entre unos y otros libros. Pero, sin duda, vuelve a presentársenos la dificultad cuando en la octava generación, antes que de Matusalén naciese Lamech, hallándose en los hebreos ciento ochenta y dos años, se hallan veinte menos en los nuestros, donde antes se acostumbraba añadir ciento; y después de engendrado Lamech, se restituyan para cumplir la suma, la cual no discrepa en los unos ni en los otros libros. Porque si ciento setenta años quería que por la edad madurara entendiesen diecisiete, así como no debía añadir nada, así tampoco debía quitar, supuesto que había hallado edad idónea para la generación de los hijos, por la cual, en las otras donde no la hallaba, añadía aquellos cien años. Y verdaderamente la diferencia de los veinte años con razón pudiéramos imaginar que pudo suceder por yerro, si no procurara después restituirlos como primero los había quitado para que conviniera la suma toda entera. ¿O por ventura creeremos que lo hizo con cierta astucia para encubrir aquella industria con que primero solía añadir los cien años, y después quitarlos, repitiendo el engaño donde no era necesario, quitando primero, aunque no de cien años, sino de cualquier número, y después añadiéndole? Pero comoquiera que esta razón se admita, ya se crea que lo hizo así, o no se crea, ya finalmente sea así o no lo sea, evidentemente cuando haya alguna diferencia entre unos y otros libros, de suerte que para la fe de la historia no puede ser verdad lo uno y lo otro será acertado, atenernos con preferencia a la lengua original de donde se tradujo a la otra por los intérpretes; porque aun en algunos libros, como es en tres griegos, en uno latino y en otro siríaco, que están conformes entre sí, se halla que Matusalén murió seis años antes del Diluvio universal. CAPITULO XIV Que los años duraban el mismo espacio de tiempo que ahora en los primeros siglos Veamos ya cómo podrá demostrarse con toda evidencia que no fueron tan breves los años que diez de ellos hicieran uno de los nuestros; sino que fueron tan largos como los tenemos ahora (que son los que hace el curso y revolución del sol) los que numeran la vida larga de aquellos hombres. Dice la Escritura que sucedió el Diluvio en el año de la vida de Noé. ¿Por qué dice, pues, que sucedió el Diluvio sobre la tierra el año 600 de la vida de Noé, en el mes segundo y a los veintisiete días de él, si aquel año tan cortó, que diez de ellos hacen uno nuestro, tenía treinta y seis días? Porque un año tan pequeño, sí es que antiguamente tenía este nombre, o no tiene meses, o su mes es de tres días para que pueda tener doce meses. ¿Cómo se dice, pues, el año 6OO, en el mes segundo, a los veintisiete días del mismo mes, sino porque entonces también eran los meses como son ahora? Pues a no ser así, ¿cómo dijera que comenzó el Diluvio a los veintisiete días del mes segundo? Asimismo, después de referir el fin del Diluvio, prosigue: «Y paró el Arca en el mes séptimo, a los veintisiete de dicho mes, sobre los montes, de Ararath, y el agua fue disminuyendo hasta el mes undécimo, y el primer día de dicho mes se descubrieron las cumbres de los montes.» Luego si eran tale los meses, tales, sin duda, eran también los años como los tenemos ahora; porque aquellos meses de tres día no pedían tener veintisiete días. Y si la parte trigésima de tres días entonces se llamaba día, para que todo proporcionalmente vaya disminuyendo, el Diluvio universal debió durar cuatro días de los nuestros, del cual se dio, que duró cuarenta días y cuarenta noches. ¿Quién podrá sufrir este absurdo y desvarío? Por tanto, desechemos este error, que quiere confirmar y apoyar la fe irrefragable de nuestra Sagrada Escritura en falsas conjeturas, las cuales, por otra parte, la destruyen. Era entones tan grande el día como lo es ahora el cual se divide en veinticuatro horas en el discurso del día y noche; tan grande el mes como lo es ahora, limitándole el principio y fin de una hora tan grande el año como lo es ahora formado por los doce meses lunares añadiendo por causa del curso del sol cinco días, y una cuarta parte de día; tal fue el segundo mes del año 60 en la vida de Noé, y tal el día veintisiete de dicho, mes cuando principio el Diluvio, del cual se dice que duró cuarenta días continuos, los cuales no tenían dos o pocas más horas, sino veinticuatro continuadas de día y de noche. Y tan dilatados años, vivieron los antiguos padres, pasando de novecientos, como los vivió después Abraham hasta el número de ciento setenta y cinco, y después de él su hijo Isaac hasta el ciento y ochenta, y Jacob, hijo de éste, cerca, de ciento y cincuenta como, después de transcurridos algunos años Moisés vivió ciento y veinte, como viven ahora los hombres setenta u ochenta, y no mucho más; de quienes dijo también la Escritura: «Que lo que vivían de más era molestia y dolor.» La variedad de números que se encuentren entre los libros de los hebreos y los nuestros no afecta a los muchos años que vivían los antiguos; y si ha alguna discordia tal que no pueda ser verdad lo uno y lo otro, la fe y verdad de la historia debemos buscar en el idioma de donde se tradujere las noticias que tenemos. Y pudiéndolo hacer con facilidad los que quieran, no es sin oculto misterio que ninguno se haya atrevido a enmendar por los libros hebreos lo que los setenta intérpretes en muchos lugares parece que afirman con notable diversidad; porque aquella diferencia no la han tenido por falsa o equivocada, ni yo juzgo que debe tenerse por tal, sino que donde no hay error o equivocación del amanuense, debe creerse que ellos, donde el sentido es conforme a la verdad, con divino espíritu quisieron decir alguna cosa de otra manera, no a modo de interpretes, sino con libertad de profetas, y así con razón se demuestra que la autoridad apostólica, cuando cita los testimonios de las Escrituras, usa no sólo de los hebreos, sino también de estos intérpretes. Pero de este particular, con el favor de Dios, ya prometí que trataría más singularmente en otro lugar más oportuno. Ahora quiero concluir con lo que tenemos entre manos, esto es, que no debemos dudar de que pudo el primer hijo del primer hombre, cuando vivían tanto tiempo, fundar la ciudad eterna, no la que llamamos Ciudad de Dios; por la cual y por el deseo de escribir sobre ella largamente nos hemos tomado la molesta fatiga de una obra tan grande como ésta. CAPITULO XV Si es creíble que los hombres del primer siglo no conocieron mujer hasta la edad en que se dice que engendraron hijos Dirá ciertamente alguno: ¿Será posible que hayamos de creer que el hombre que había de ser padre y no tenía resolución firme de permanecer célibe viviese en continencia por espacio de cien años y más, o, según los hebreos, ochenta, setenta y sesenta años, o si no vivió así, que no tuviera hijo alguno? A esta duda se satisface de dos modos: porque o tanto más tardía proporcionalmente fue la pubertad cuanto mayor era la vida del hombre, o, lo que me parece más creíble, no se refieren aquí los hijos primogénitos; sino los que exige el orden de sucesión para llegar a Noé; desde quien asimismo se llega hasta Abraham y después hasta el tiempo, que convenía señalar también, con las generaciones referidas para seguir el curso de la gloriosísima ciudad que peregrina en este mundo y busca con solicitud la patria celestial. Lo que no se puede negar es que Caín fue el primero que nació de varón y mujer, porque luego que nació no dijera Adán lo que se lee que dijo: « He adquirido un hombre por la gracia de Dios», si a ellos dos no se hubiera añadido otro, naciendo el primer hombre. En seguida nació Abel, a quien violentamente quitó la vida su hermano mayor, y fue el primero que prefiguró la Ciudad de Dios que anda peregrinando, la cual había de padecer injustas persecuciones de los impíos y de los hijos (en cierto modo) de la tierra, esto es, de los que gustan del origen de la tierra y se alegran y gozan con la terrena felicidad de la ciudad terrena. Pero cuántos años tuviese Adán cuando los procreó, no lo dice la Sagrada Escritura. Sucesivamente se pone el orden de otras generaciones, unas de Caín y otras de aquel que engendró Adán en lugar del que mató el hermano, cuyo nombre fue Seth, diciendo, como narra la Escritura: «Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel, a quien dio muerte Caín.» Así pues, estas dos líneas de generaciones, que descienden la una de Seth y la otra de Caín, nos señalan con sus distintos órdenes y genealogías estas dos ciudades de que vamos tratando, la una celestial que peregrina por la tierra, y la otra terrena, que busca y se detiene como si fueran únicos en los gustos terrenos; y ninguno de la estirpe de Caín, desde Adán hasta la octava generación, se declara cuántos años tuviese cuando engendró al que se refiere la Escritura en seguida de él; porque no quiso el Espíritu Santo notar los tiempos antes del Diluvio en las generaciones de la ciudad terrena, sino en las de la celestial, teniéndolas como por más dignas de memoria. Cuando nació Seth, aunque refiere los años de su padre, ya éste había procreado a otros. Pues que fueron solos Caía y Abel, ¿quién se atrevería a afirmarlo? Porque no por ser solos ellos los nombrados en el catálogo y serie de generaciones que convenía poner, debemos pensar que fueron solos los que entonces engendró Adán porque diciendo, después de haber pasado en silencio los nombres de todos Ios otros, que procreó hijos e hijas, ¿quién sin ser temerario se atreverá a determinar cuánta fue esta descendencia? Dado que pudo Adán, con divina inspiración, decir al punto que nació Seth: Dios me dio otro hijo en lugar de Abel, supuesto que había de ser tal que llenase el colmo de la santidad de Abel, y no porque fuese el primero que naciese después de él en la sucesión del tiempo. Asimismo lo que insinúa la Escritura, «que tenía Seth doscientos cinco años (o, conforme a los hebreos, ciento cinco) cuando engendró a Enos», ¿quién sin atrevimiento podrá afirmar que éste fue su primogénito, de suerte que no cause admiración y con razón dudemos cómo en tantos años no usó del matrimonio no teniendo o estando ligado con voto alguno de continencia?, O ¿cómo no procreó estando casado, ya que leemos de él «que engendró hijos e hijas y fueron todos los días de Seth novecientos doce años y que murió«? Del mismo modo los que después refiere el sagrado texto dice que procrearon hijos e hijas, sin que pueda deducirse que el que se dice nació fue el primogénito; pues no es creíble que aquellos padres, en una tan avanzada edad, o no fuesen idóneos para la generación, o careciesen de esposas o de hijos. Tampoco es de presumir que aquellos hijos fuesen los primeros que tuvieron, sino como el cronista de la Sagrada Escritura pretendía llegar por la sucesión de las generaciones, notando los tiempos, hasta el nacimiento y vida de Noé, en cuya época sucedió el Diluvio, sólo refirió las generaciones, no las que primero tuvieron sus padres, sino las que se encontraron en el catálogo del árbol genealógico. Y para que esto se vea más claro y ninguno dude que pudo ser lo que digo, quiero poner un ejemplo: Queriendo el evangelista San Mateo poner, para perpetuo recuerdo de los mortales, la estirpe y descendencia de nuestro Señor Jesucristo, según la carne, por el Orden y descendencia de sus padres, principiando por su padre Abraham y procura solo venir en primer lugar a David, dice: «Que Abraham engendró a Isaac.» ¿Por qué no dijo a Ismael, a quien había engendrado primero? Isaac engendró a Jacob. ¿Por qué no dijo a Esaú, que fue el primogénito? Porque por ellos no podía llegar a David. Después prosigue: «Jacob engendró a Judas y a hermanos.» ¿Acaso Judas fue su primogénito? Judas engendró a Phares y a Zaram; tampoco algunos de estos mellizos fue primogénito de Judas, sino que antes de ellos había ya tenido otros tres. Así que puso en el orden de las generaciones a aquellos por quienes había de llegar a David, y de allí adonde pretendía. De lo cual puede entenderse que entre los hombres de los primeros siglos, antes del Diluvio, tampoco se refieren los primogénitos sino aquellos por quienes había de continuarse el orden de las generaciones que sucedieron hasta el patriarca Noé, para que no nos fatigue y dé en qué entender la cuestión oscura y no necesaria de su tardía pubertad. CAPITULO XVI Del derecho de los matrimonios y de cómo los primeros fueron diferentes de los que después se usaron Teniendo, pues, necesidad el humano linaje, después de la primera unión del hombre, que fue criado del polvo de la tierra, y de su mujer, que fue formada del costado del hombre, del matrimonio entre uno y otro sexo para su multiplicación, y no habiendo otros hombres, tomaron por mujeres a sus hermanas, lo cual, sin duda, cuanto más antiguamente lo hicieron los hombres impeliéndolos la necesidad, más culpable ha sido después prohibiéndolo la religión, prohibición originada por un justo respeto al amor y a la caridad, para que los hombres a quienes importan la concordia se uniesen entre sí con diversos vínculos de parentescos y uno solo no tuviese muchos en una familia, sino que todos se esparciesen por todas, y de este modo tuviesen diversas personas muchos de estos enlaces, para que llegase a unirse más estrechamente la vida civil. Porque padre y suegro son nombres de dos parentescos, teniendo, pues, cada lino a uno por padre y a otro por suegro, a muchos más se extiende el amor y la caridad. Pero lo uno y lo otro era preciso que fuese Adán de sus hijos y de sus hijas cuando se casaban los hermanos con sus hermanas. Del mismo modo su mujer, Eva, para sus hijos e hijas fue madre y suegra, que si fueran dos mujeres, una madre y otra suegra, más copiosamente se uniera el amor civil y social. Finalmente, la hermana, porque venía a ser esposa, siendo una, tenía dos parentescos, los cuales, distribuidos en diferentes personas, de manera que una fuese la hermana y otra la esposa, se acrecentaba la afinidad social con más número de hombres. Pero entonces no había posibilidad de hacerlo, por no haber otros que los hermanos y hermanas, hijos de los dos primeros hombres. Posteriormente, cuando fue posible, se estableció que, habiendo abundancia, se tomasen por esposas y mujeres las que no eran ya hermanas, de modo que no sólo no hubiese necesidad de hacer aquello, sino que si se hiciese pecado. Porque si los nietos de los primeros hombres que podían ya recibir por mujeres a sus primas, se casaran con sus hermanas, vinieran a juntarse en un hombre, no ya dos, sino tres parentescos; cuando lo conveniente era extender estos lazos para estrechar mas el amor con una afinidad más numerosa; evitando que un hombre fuese de sus hijos casados, es a saber, del hermano unido con su hermana, padre, suegro y tío; y su mujer de mismos hijos comunes, madre, suegra y tía, y asimismo los hijos de éstos entre sí no sólo fueran hermanos y maridos, sino también primos, porque eran también hijos de hermanos. Todos estos parentescos que trababan con un hombre tres hombres, trabaron con el mismo nueve si se hiciera cada matrimonio con persona de otra familia, de manera que viniera a tener un hombre a una por hermana, a otra por mujer, a otra por prima; a uno por padre, a otro por tío, a otro por suegro; a una por madre, a otra por tía, a otra por suegra; y de este modo el vínculo civil con frecuentes afinidades y parentescos se extendiera más copiosa y numerosamente. Habiendo crecido y multiplicádose el linaje humano, vemos que se observa así aun entre los impíos idólatras, de forma que, aunque por bases perversas se permitan los matrimonios entre hermanos, con todo, la costumbre más loable es abominar de esta libertad licenciosa. Y habiendo sido lícito en los primeros tiempos del linaje humano el recibir por mujeres a las hermanas, se extraña hoy de tal modo como si nunca hubiera podido suceder: porque, en efecto, para atraer o extrañar el sentido humano, es muy poderosa la costumbre, la cual, como en este caso, pone freno a la inmoderación y destemplanza del apetito, con razón se tiene por acción abominable el innovarla y quebrantarla; porque si es cosa inicua e injusta, por codicia de la hacienda, traspasar el límite o término colocado en un campo, ¿cuánto más inicuo e injusto será por el apetito de gozar una mujer traspasar los límites de las buenas costumbres? Hemos visto por experiencia en los casamientos de primos en nuestros tiempos, por el grado de parentesco próximo al de hermano, cuántas veces se rechazaba por buena costumbre lo que era lícito hacer según las leyes; porque esto, ni la divina lo prohibió, ni la humana lo había vedado. Sin embargo, rehusaban lo que era lícito por lindar con lo ilícito, pues lo que se hacía con la prima casi parecía que se hacía con la hermana, porque aun entre sí, por el parentesco tan cercano, se llaman hermanos, y lo son casi como nacidos de un padre y de una madre. No obstante, los padres antiguos tuvieron mucho cuidado y diligencia para que el parentesco que se iba paulatinamente apartando y dirimiendo, extendiéndose por las ramas, no se alejase demasiado y dejase de ser parentesco, tornando a unirlo de nuevo con el vínculo del matrimonio antes que se alejase mucho y restaurándole cuando en cierto modo iba ya desapareciendo. Y así, estando ya el mundo poblado de hombres, gustaban de contraer matrimonio, aunque no con hermanas de parte de padre o de madre, o de ambos, sí con mujeres de su linaje. ¿Y quién duda que con más decoro, y honestidad se prohiben también en este tiempo los casamientos entre primos, no sólo por lo que hemos dicho del acrecentamiento y multiplicación de afinidades, para que no tenga dos parentescos una sola persona, pudiéndolos tener dos y crecer el número de la proximidad, sino también porque, no sé cómo, la modestia humana tiene cierta cualidad natural y loable que refrena el apetito, realmente libidinoso, no uniéndose con aquella a quien, por razón de la proximidad, debe tener con pudor un honroso respeto, apetito del que se ruboriza aún la modestia y honestidad de los casados? Así pues, la unión del varón y de la mujer, por lo que toca al linaje humano, es el semillero de la ciudad; aunque sólo la ciudad terrena tiene necesidad de generación, y la celestial, de regeneración para libertarse del daño de la generación. Si hubo alguna señal corporal y visible de regeneración antes del Diluvio, y si la hubo cuál fue, así como después impuso Dios a Abraham la circuncisión, la Sagrada Historia no lo insinúa. Con todo, no deja de decir que sacrificaron a Dios aquellos antiquísimos hombres, como se observó ya en los dos primeros hermanos. Y de Noé; después del Diluvio, leemos que luego que salió del Arca ofreció a Dios hostias o víctimas y sacrificios. De esto ya hemos hablado en los libros precedentes, diciendo que los demonios que se apropian y atribuyen la divinidad y desean que los tengan por dioses, quieren que les ofrezcan sacrificios y se complacen de tales honores, no por otro motivo sino porque saben que el verdadero sacrificio se debe solamente al Dios verdadero. CAPUULO XVII De los dos padres y jefes que nacieron de un padre Siendo, pues, Adán padre y cabeza le ambas generaciones, esto es, de la que pertenece a la ciudad terrena y de la que toca a la celestial, muerto Abel, y habiendo en su muerte figurado un admirable Sacramento y misterio, vinieron a ser dos los padres y progenitores de una y otra generación, Caín y Seth, en cuyos hijos, que fue indispensable nombrarlos, comenzaron mostrarse con más evidencia en la humana estirpe los indicios y señales de estas dos ciudades; porque Caín engendró a Enoch, de cuyo nombre fundó una ciudad terrena, es a saber, la que no peregrina en este mundo, sino la que reposa y descansa en su temporal paz y felicidad; pues interpretada la palabra Caín, quiere decir posesión, y así; cuando nació, dijeron su padre y su madre: «He adquirido un hombre por don y merced de Dios»; Enoch quiere decir dedicatoria, porque la ciudad terrena se dedica donde funda, por tener allí el fin que pretende y apetece. Pero Seth, interpretado, quiere decir resurrección, y Enos, su hijo, quiere decir hombre, no como Adán (que también este nombre significa hombre), porque dicen que Adán es común en lengua hebrea al varón y a la mujer, y así habla de él la Sagrada Escritura: «Criólos Dios varón y hembra, bendíjolos, y llamólos por nombre Adán.» No hay duda que la mujer se llamó Eva con propio nombre, mas de tal manera, que Adán, que quiere decir hombre, fuese nombre común a ambos; pero Enos de tal suerte significa hombre; que afirman los instruidos en aquél idioma que no puede acomodarse a la mujer, como hijo de resurrección, donde ni los hombres ni las mujeres se casarán ni ha de haber generación cuando nos lleve allá la regeneración. Por lo cual, soy de parecer que no en vano debe notarse que en las generaciones que se van sucediendo y multiplicando del que se denomina Seth; aunque se dice que engendró hijos e hijas; no se expresa mujer alguna de las procreadas; pero en las que se suceden aumentan de Caín al mismo fin hasta el término de la sucesión se nombra la última mujer engendrada; porque dice el sagrado texto: «Matusalén procreó a Lamech, y éste tomó en matrimonio dos mujeres; de las cuales, la una se llamó Ada y la segunda Sela; Ada dio a luz a Jobel, que fue padre y cabeza de los que vivían en los tabernáculos apacentando ganado, y el nombre de su hermano fue Jubal. Este fue él que inventó el salterio y la cítara; también Sela engendró Thobel, el cual fue maestro y artífice de labrar el bronce y hierro, y la hermana de Thobel fue Noema.» Hasta aquí se extienden todas las generaciones de Caín, que son desde Adán ocho, incluso el mismo Adán, es a saber, siete hasta Lamech, el cual estuvo casado con dos mujeres, y la octava generación es la de sus hijos; entre quienes se cuenta también la mujer; donde con la mayor elegancia se nos significó que la ciudad terrena hasta su fin había de tener generaciones carnales, fruto de la unión carnal entre el varón y la mujer, y lo que en ningún otro lugar se halla antes del Diluvio, a excepción de Eva, se observa aquí; donde se ponen por sus nombres propios las mujeres de aquel hombre que se nombra en último lugar por padre. Y así como Caín, que quiere decir posesión, fundador de la ciudad terrena, y su hijo Enoch, que quiere decir dedicatoria, en cuyo nombre fue fundada, muestran que esta ciudad tiene su principio y su fin todo terreno, donde no se esperaba más de lo que puede verse en este siglo; así, siendo Seth, que quiere decir resurrección, padre y cabeza de las generaciones que se refieren aparte, importa que veamos qué es lo que dice de su hijo esta sagrada historia. CAPITULO XVIII Qué se nos significó en Abel, Seth y, Enos, que parezca pertenecer a Cristo y a su cuerpo esto es, a su Iglesia «A Seth -dice- le nació un hijo, y le puso por nombre Enos. Este esperó invocar el nombre del Señor Dios.» Efectivamente, clama el testimonio de la verdad; así como con esperanza vive el hombre, hijo de la resurrección, con confianza vive mientras peregrina por la tierra la Ciudad de Dios, la cual se funda y engendra con la fe en la resurrección de Jesucristo; porque en aquellos dos hombres, Abel, que quiere decir llanto, y su hermano Seth, que significa resurrección, se nos prefigura la muerte del Salvador, y su vida resucitada entre los muertos; de la cual se engendra aquí la Ciudad de Dios, esto es, el hombre que esperó invocar el nombre del Señor Dios. Pues como dice el Apóstol: «El cumplimiento de nuestra salvación está en la esperanza, pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que ve uno y lo que posee ¿cómo puede decirse que lo espera? Y si esperamos lo que no vemos ni poseemos, con paciencia lo aguardamos.» ¿Y quién ha de imaginar que esta doctrina carece de algún profundo misterio? ¿Por ventura Abel no invocó con esperanza el nombre del Señor Dios; cuyo sacrificio refiere la Escritura que fue tan aceptable a Dios? Y el mismo Seth, ¿acaso no invocó con confianza el nombre del Señor Dios, por quien se dijo: «Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel?» ¿Por qué causa se atribuye, pues, a éste con propiedad lo que se entiende que es común a todos los hombres piadosos, sino porque convenía que aquel que nació el primero del padre, y cabeza de las generaciones separadas por la ciudad soberana, figurase al hombre, esto es, la sociedad y congregación de hombres, que vive, no según el hombre en la posesión de la ciudad terrena, sino según Dios, en la esperanza de la felicidad eterna? Y no dijo la Escritura: «Este esperó en el Señor Dios, o este invocó el nombre del Señor Dios, sino que dijo: «Este esperó invocar el nombre del Señor Dios.» ¿Qué quieren decir las palabras «esperó invocar» sino una profecía de que había de nacer y descender de él un pueblo que, según la elección de la gracia, invocase el nombre del Señor? Esto es lo que dijo otro profeta, y el Apóstol lo explica de este pueblo que pertenece a la gracia de Dios: «Que cualquiera que invocare el nombre del Señor se salvará.» Las palabras de la Escritura: «Y le puso por nombre Enos, que significa hombre, y lo que después añade: «Este esperó invocar el nombre del Señor Dios, bastantemente nos manifiesta que no debe fijar el hombre la esperanza en sí propio, porque, como insinúa en otro lugar la Escritura, «maldito es cualquiera que pone su esperanza en el hombre, y, por consiguiente, ni en si propio, para que sea ciudadano de la otra ciudad que no se dedica como la del hijo de Caín en este tiempo, esto es, en el presuroso curso de este mortal siglo, sino que se dedica en la inmortalidad de la bienaventuranza eterna». CAPITULO XIX De la significación que figura la traslación de Enoch Esta genealogía, cuyo progenitor y jefe es Seth, tiene su nombre peculiar de dedicatoria en una de sus generaciones, que es la séptima desde Adán, contando a éste; pues haciendo la numeración desde nuestro primer padre, el séptimo que nació fue Enoch, que quiere decir dedicatoria. Este es el que agradó a Dios, porque fue transportado fuera del mundo y es insigne por el número que le cupo en la lista de las generaciones, que es del día consagrado al descanso, es a saber, el séptimo, principiando desde Adán; pero empezando desde el padre y cabeza de esta estirpe, que se distingue de la descendencia de Caín, esto es, de Seth, es el sexto, en cuyo día fue criado el hombre y acabó o cesó Dios todas sus admirables obras. La traslación de Enoch fue una figura de la dilación de nuestra dedicatoria, la cual vino a hacerse en Cristo nuestra cabeza, el cual resucitó para no morir más. Resta aún otra dedicatoria de toda la casa y descendencia, cuyo fundamento es el mismo Jesucristo, la cual se difiere para lo último, cuando vendrá a ser la resurrección de todos los que no han de morir ya más llámese casa de Dios, templo de Dios o Ciudad de Dios, es una misma cosa, y no ajena del estilo con que suelen hablar los latinos, porque también Virgilio, a la ciudad imperial o metrópoli de tantos imperios la llama casa de Assaraco, aludiendo a los romanos que por parte de los troyanos traen su origen de Assarado; y á estos mismos los llama casa de Eneas, porque los troyanos, siendo este su castillo cuando vinieron a Italia, fundaron a Roma, Aquel poeta imitó a la Sagrada Escritura, en la cual un pueblo tan grande como el de los hebreos se llama casa de Jacob. CAPITULO XX Cómo la sucesión de Caín termina en ocho generaciones, comenzando desde Adán, y entre los descendientes, del mismo padre Adán, Noé es el décimo Dirá alguno: sí pretende el autor de esta historia referir las generaciones, desde Adán por su hijo Seth para Poder llegar a Noé, en cuyo tiempo sucedió el Diluvio, y desde él continuar otra vez el catálogo y serie de los que nacían, hasta llegar a Abraham, desde el cual el evangelista San Mateo principia las generaciones con que llegó a Cristo, rey eterno de la Ciudad de Dios, ¿qué pretende en las generaciones que comienzan desde Caín, y hasta dónde intentar llegar con ellas? Respóndese que hasta el Diluvio, en que feneció y se consumió todo el linaje de la ciudad terrena; aunque se restableció después en los hijos de Noé, dado, que no podrá faltar esta ciudad terrena y congregación de hombres que viven según el hombre hasta el fin del siglo, sobre el cual dice el Señor: «Los lujos de este siglo engendran y son engendrados.» Pero a la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, la regeneración la conduce a otro siglo cuyos hijos ni procrean ni son procreados. Así pues, aquí el engendrar y ser engendrados es común a una y otra ciudad; aunque la Ciudad de Dios tenga también en la tierra muchos millares de ciudadanos que se abstienen de la generación, como la otra los tiene igualmente por imitación, aunque viven equivocados. A ésta pertenecen también los que, apartándose de la fe; fundaron diversas sectas erróneas y heréticas, puesto que viven según el hombre y no según Dios; y los gimnosofistas de la India, que se dice filosofan desnudos en los despoblados y desiertos de aquella región, son sus ciudadanos y guardan continencia, aunque esto no es bueno sino cuando se hace según y conforme a la fe del Sumo Bien, que es Dios. Con todo, no se sabe que hiciese esto ninguno antes del Diluvio, pues el mismo Enoch, que era el séptimo empezando desde Adán, y de quien se refiere que fue transportado de este mundo sin que muriese, engendró hijos e hijas antes de su traslación, entre ellos Matusalén, por quien continúa el orden de las generaciones que se han de contar. ¿Y por qué causa se refieren tan pocas Sucesiones en la generación que procede de Caín, si convenía llegar con ellas hasta el Diluvio, y no era tan larga la edad que precedía a la pubertad que estuviese sin tener hijos ciento o más años? Porque si el autor de este libro no pretendía buscar alguno a quien necesariamente hubiese de llegar con el catálogo de las generaciones, como en las que viene de la estirpe de Seth, y sólo deseaba llegar, a Noé, desde quien nuevamente continuara la lista indispensable, ¿qué necesidad había de dejar los hijos primogénitos para llegar a Lamech, en cuyos hijos termina aquel catálogo, es a saber, en la octava generación, comenzando desde Adán, y en la séptima desde Caín, como si desde allí hubiera de continuar adelante para llegar; o al pueblo israelítico, en el cual la terrena Jerusalén presentó una figura profética de la ciudad celestial, o a Cristo, según su humanidad, el que es sobre todo bendito para siempre, fundador y rey de la Jerusalén celestial, habiendo perecido con el Diluvio toda la prole y descendencia de Caín? Por donde puede colegirse que en el mismo orden cronológico de generaciones se refirieron los primogénitos. ¿Y por qué son tan pocos? Pues no pudieron ser tan pocos hasta el Diluvio, si la pubertad no guardaba proporción con la duración de la vida y los hombres no tenían entonces hijos tan pronto como ahora, sino según la proporción de aquella larga vida, siendo también tardía la pubertad y edad madura para engendrar. Porque concedido que todos igualmente fuesen de treinta años cuando principiaron a procrear hijos, ocho veces treinta (porque ocho son las generaciones con Adán, y con los que engendró Lamech), son doscientos y cuarenta años. ¿Acaso en todo el tiempo que resta hasta el Diluvio no engendraron? ¿Por qué razón el que escribió esto no quiso contar y referir las generaciones que siguen? Porque desde Adán hasta el Diluvio hay, según nuestros libros, dos mil doscientos sesenta y dos años, y según los hebreos, mil seiscientos cincuenta y seis, y aun cuando creamos que este número menor es el verdadero, quítense de mil seiscientos cincuenta y seis años doscientos cuarenta, ¿por ventura es creíble que por mil cuatrocientos y más años que restan hasta el Diluvio estuvo sin engendrar toda la descendencia de Caín? Al que convenza esta razón, acuérdese que cuando pregunté cómo debemos creer que aquellos antiguos hombres pudieron por tantos años estar sin engendrar hijos, de dos maneras resolvimos esta cuestión: o por la pubertad y edad tardía para procrear según la proporción de una vida tan dilatada, o porque los hijos que se refieren en las generaciones no eran los primogénitos, sino aquellos por quienes el autor del libro podía llegar al que pretendía llegar, como a Noé en las generaciones de Seth. Por lo cual, si al reseñar las generaciones de Caín no tuvo el autor del Génesis el mismo propósito que al narrar las de Seth, deberemos acudir a la segunda explicación de la pubertad tardía, de manera que viniesen a ser capaces de engendrar después de cíen años de edad; para que corra la lista de las generaciones por los primogénitos, y llegue hasta el Diluvio al justo número de los años. Aunque pudo suceder que por otra causa secreta que ignoro, hasta Lamech y sus hijos refiriese las generaciones de esta ciudad terrena, y después dejase el escritor del libro de contar las demás que pudo haber hasta el Diluvio. Pudo también ser causa de que no continuara la serie de las generaciones por los primogénitos, independientemente de lo tardío: de la pubertad en aquellos hombres, que la ciudad que fundó Caín con el nombre de su hijo Enoch extendiera largamente sus limites y dominio, y que tuviera muchos reyes, no juntamente, sino uno después de otro, de padres a hijos, sin guardar orden de primogenitura. El primero de estos reyes pudo ser Caín; el segundo, su hijo Enoch, cuyo nombre tuvo la ciudad en donde reinó; el tercero, Gaidad, a quien engendró Enoch; el cuarto, Manihel, a quien procreó Gaidad; el quinto, Mathusael, a quien engendró Manihel; el sexto, Lamech, a quien engendró Mathusael, que es el séptimo rey desde Adán por Caín. No era indispensable que los primogénitos sucedieren en el reino a sus padres, sino los que por mérito, por alguna virtud que interesase a la ciudad terrena o alguna ley, estatuto, costumbre o buena suerte fueran llamados a la sucesión. Principalmente sucedía al padre por cierto derecho hereditario de reinar el que el padre amaba más cordialmente que a los demás hijos. Y pudo, viviendo y reinando todavía Lamech, suceder el Diluvio, de forma que él con todos los demás hombres se ahogase, a excepción de los que se hallaron en el Arca. No debe maravillarnos que habiendo gran diferencia de años entre los que se ponen en la genealogía desde Adán hasta el Diluvio, no tuviese una y otra estirpe igual número de generaciones, sino por parte de Caín siete, y por la de Seth, diez, porque Lamech es séptimo, contando desde Adán, y décimo Noé. Y se refirieron muchos hijos de Lamech, y no uno solo, como en los precedentes, por ser incierto que le había de suceder en muriendo si quedara tiempo para reinar entre él y el Diluvio. Comoquiera que la serie de generaciones que desciende de Caín, sea por primogénitos o por reyes, me parece que no se debe pasar en silencio que siendo Lamech el séptimo desde Adán, se citan tantos hijos suyos para llegar al número undécimo, que significa el pecado. Nombra la Escritura tres hijos y una hija, y por lo que toca a las mujeres con quienes estuvieron casados, puede significar otra cosa de que ahora no nos ocupamos, por tratar sólo de las genealogías. Y de ellas no se dice quiénes fueron hijas. Como la ley se nos presenta con el número denario, por lo que es tan famoso y memorable el Decálogo, sin duda el número undécimo, porque excede al décimo, significa la transgresión de la ley, y por esto el pecado. De aquí dimana que al Tabernáculo del testimonio, que cuando viajaba el pueblo de Dios era como un templo portátil, mandó Dios que se le hiciesen once velos cilicinos; esto es, hechos de pelos de cabras y camellos, porque en el cilicio está la memoria de los pecados cometidos por los cabritos que han de estar a la siniestra; y confesando esta verdad nos postramos con cilicio, como diciendo lo que expresa el real profeta: «Mi pecado está siempre delante de mis ojos.» Así pues, la estirpe que desciende desde Adán por el perverso Caín concluye con el número undécimo, que significa el pecado, y el mismo número termina en mujer, de la cual tuvo si principio el pecado por el que morimos todos. Y sucedió que prosiguiese también la sensualidad que resiste al espíritu, porque hasta la misma hija de Lamech, Noema, quiere decir deleite. Pero desde Adán, por Seth, hasta Noé, se nos recuerda el denario, número legítimo, al cual se le añaden tres hijos de Noé. Y habiendo caído el uno, bendice el padre a los dos para que, desechado el réprobo y añadidos los hijos buenos y aceptables al número, se nos presente el número doce, el cual igualmente es insigne por el número de los patriarcas y apóstoles y por las partes del septenario, multiplicadas una por otra, pues le forman tres veces cuatro o cuatro veces tres. Siendo esto así, creo que nos resta considerar cómo estas dos prosapias, que con sus distintas generaciones nos señalan dos ciudades, una de los terrenos y otra de los regenerados, se vinieron después a mezclar y confundir de forma que mereció perecer con el Diluvio todo el humano linaje, exceptuadas únicamente ocho personas. CAPITULO XXI La escritura refiere de distinto modo las generaciones de Caín y de Seth Es digno de advertir cómo en la serie de las generaciones desde Caín, que refiere la Escritura, habiendo contado antes de los demás sucesores a Enoch, que dio nombre a la ciudad fundada por Caín, continuaron los demás, hasta que aquel linaje y toda la estirpe se acabó y feneció con el Diluvio; pero después de haber enumerado a Enos, hijo de Seth, sin proseguir con los demás hasta el Diluvio, interpone un párrafo y dice; «Este es el libro de la generación de los hombres; el día que crió Dios al hombre le crió a su imagen y semejanza. Criólos varón y hembra, los bendijo y llamó por nombre Adán en el día que los crió.» Lo cual, en mi opinión, se interpuso para principiar desde aquí otra vez, y desde el mismo Adán, el cómputo de los tiempos, el cual no quiso hacer el que escribió esto al tratar de la ciudad terrena, como si a ésta la refiriera Dios de forma que no la quisiese computar. Mas ¿por qué motivo desde aquí vuelve a esta recapitulación después de haber nombrado al hijo de Seth, «hombre que esperó invocar el nombre del Señor Dios», sino porque convenía proponer así estas dos ciudades, la una por el homicida hasta llegar al homicida (porque también Lamech confiesa delante de sus dos mujeres que cometió homicidio), y la otra por aquel que esperó invocar el nombre del Señor Dios? En esta vida mortal, éste es el negocio sumo de la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, el cual nos debía recomendar un hombre engendrado por aquel en quien revivía Abel asesinado. Porque aquel hombre uno es la unidad de toda la ciudad soberana, aunque no la unidad completa, sino la que se ha de ir completando con este diseño y figura profética. El hijo de Caín, esto es, el hijo de la posesión, ¿qué nombre ha de tener sino el de la ciudad terrena, que se fundó llamándola de su nombre? Porque, en efecto, es de aquellos de quienes dice el salmo «que habían de poner los nombres que ellos tenían a sus tierras», y por eso les sucede lo que dice en otro lugar: «Señor, allá en tu ciudad reducirás a nada sus imágenes.» Pero el hijo de Seth, esto es, el hijo de la resurrección, el que espera invocar el nombre del Señor, es la figura de aquella sociedad y congregación que dice: «Yo, corno oliva fructuosa en la casa de Dios, esperé en su divina misericordia», y de aquella que no pretende en la tierra la gloria vana del nombre célebre, porque «sólo es bienaventurado aquel que pone su confianza en el nombre del Señor y no mira a las vanidades y falsas, locuras de los hombres». Así pues, habiendo propuesto dos ciudades, una en la posesión de este siglo y otra en la esperanza divina, salidas ambas como de la común puerta de la mortalidad que se abrió en Adán, para que corran a sus propios y debidos fines, empieza la enumeración de los tiempos, en la cual se añaden asimismo otras generaciones, haciendo la recapitulación desde Adán, de cuya estirpe condenada, como de una masa justamente anatematizada, hizo Dios a unos, para deshonra e ignominia, vasos de ira, y a otros, para honor y gloria, vasos de misericordia; dando a los unos lo que se les debe en pena de su crimen, y haciendo a los otros merced de lo que no se les debe en la gracia; para que por la misma comparación y cotejo de los vasos de ira aprenda la ciudad soberana que peregrina la tierra a no confiar en los sentimientos del libre albedrío, sino a esperar invocar el nombre del Señor Dios. Porque la voluntad en la naturaleza, siendo Dios bueno, la hizo buena; pero siendo en sí mismo inmutable, la hizo mudable, pues la hizo de la nada y puede declinar de lo bueno para hacer lo malo, lo que se ejecuta con el libre albedrío; y puede declinar de lo malo para hacer lo bueno, lo cual no se hace sino con el favor y auxilio de Dios. CAPITULO XXII De la caída de los hijos de Dios porqué se aficionaron a las mujeres extranjeras, por lo cual todos, exceptuadas ocho personas, merecieron perecer en él Diluvio Propagándose y creciendo el humano linaje con el libre albedrío de la voluntad, participando de la iniquidad, vino a hacerse una mezcla y confusión de ambas ciudades, cuya desventura principió nuevamente por la mujer, aunque no del mismo modo que al principio, porque aquellas mujeres no hicieron entonces pecar a los hombres, alucinadas o seducidas por los engaños de alguno, sino que los hijos de Dios, esto es, los ciudadanos de la ciudad que peregrina en el mundo se aficionaron a las que desde el principio se criaron con malas costumbres en la ciudad terrena, es a saber, en la sociedad de los hombres terrenos, por la gentileza y hermosura de los cuerpos de ellas, cuya hermosura, aunque es un don de Dios bueno y estimable, sin embargo, lo concede también a los malos, porque no parezca singular prerrogativa y gracia a los buenos. Así que, desamparando el bien incomparable, propio y característico de los buenos, se abatieron y humillaron al bien ínfimo, no peculiar de los buenos, sino común a los buenos y a los malos. Y de este modo los hijos de Dios se enamoraron de las hijas de los hombre, y para alcanzarlas por mujeres y gozar de su hermosura, se acomodaron a las costumbres de la sociedad terrena, desertando de la piedad que guardaban fielmente: en la sociedad y, congregación santa. Porque se aprecie mal la hermosura del cuerpo, bien criado por Dios, pero temporal, carnal e inferior, si por ella se deja a Dios, bien interno y sempiterno; así como desamparando la justicia aman también los avaros el oro sin pecado del oro, sino por culpa del hombre; y lo mismo sucede en todas las criaturas, porque como son buenas pueden ser bien y mal amadas; es a saber, bien, guardando el orden y mal, perturbando el orden, lo cual en estos versos, breve y concisamente, dijo un sabio en elogio del Criador: «Estas cosas tuyas son, y son buenas; Porque tú que eres bueno las criaste; no hay cosa nuestra en ellas, sino que pecamos, amando sin orden, en vez de ti, a la criatura» Pero el Criador, si verdaderamente es amado, esto es, si le ama a El mismo y no a otra cosa en su lugar que no sea El, no se puede amar mal, porque hasta el mismo amor debe ser amado ordenadamente, amando bien lo que debe amarse para que haya en nosotros la virtud con que se vive bien; por lo cual soy de parecer que la definición compendiosa y verdadera de la virtud es el orden en amar o el amor ordenado. Y así en los Cantares canta a Esposa de Jesucristo que es la Ciudad de Dios, y pide «que ordene en ella el amor». Trastornando, pues, y turbando el orden de este amor y caridad, despreciaron los hijos de Dios a Dios y amaron a las hijas de los hombres, con cuyos dos nombres bastante se distingue y conoce una y otra ciudad. Pues tampoco aquéllos naturalmente dejaban de ser hijos de los hombres, sino que habían comenzado a tener otro nombre por la gracia; porque la misma Escritura, donde dice que los hijos de Dios se aficionaron a las hijas de los hombres, a los mismos los llama también ángeles de Dios, por cuyo motivo muchos se han imaginado que aquéllos no fueron hombres, sino ángeles. CAPITULO XXIII Si es creíble que los ángeles, siendo de sustancia espiritual, se enamoraran de la hermosura de las mujeres; se casaran con ellos y de ellos nacieron los gigantes. Hemos tocado de paso en el libro III de esta obra, dejándola por resolver, la cuestión sobre si pueden los ángeles, siendo espíritus puros, conocer carnalmente a las mujeres; porque dice la Sagrada Escritura, «que hace Dios ángeles suyos a los espíritus», esto es, que aquellos que por su naturaleza son espíritus hace que sean ángeles suyos,’ encargándoles el honor de ser nuncios y legados suyos; pues lo que en idioma griego se dice angelus, en el latino significa nuncio o mensajero. Pero es aún controvertible y dudoso, si cuando consecutivamente dice: «y a sus ministros fuego ardiente», habla de sus cuerpos, o quiere significar que sus ministros deben estar encendidos en caridad, como un cuerpo actual. Porque la misma inefable Escritura afirma que los ángeles aparecieron a los hombres en tales cuerpos, que no sólo los pudiesen ver, sino también tocar. Pero que los santos ángeles de Dios pudiesen caer en, alguna torpeza en aquel tiempo, no lo puedo creer, ni que de éstos habló el apóstol San Pedro cuando dijo: «Dios no perdonó a sus ángeles cuando pecaron, sino que dio con ellos en las prisiones tenebrosas del infierno para castigarlos y reservarlos para el juicio final», sino que habló de aquellos que, apostatando y dejando a Dios, cayeron al principio con el demonio, su caudillo Y príncipe, que fue quien de envidia, con fraude serpentina, engañó al primer hombre: Y que los hombres de Dios se llamaron también ángeles, la misma Sagrada Escritura claramente lo testifica, pues aun de San Juan dice: «Yo enviaré mi ángel delante de ti, el cual dispondrá tu camino»; y el profeta Malaquias, por cierta gracia propia, esto es, por la que a él propiamente se le comunicó, se llamó a sí mismo ángel. Pero lo que hace dudar a algunos es que de los que se llaman ángeles de Dios, y de las mujeres que amaron, leemos que nacieron, no hombres como los de nuestra especie, sino gigantes, como si no hubieran nacido también en nuestros tiempos algunos que en la elevada estatura de sus cuerpos han excedido extraordinariamente la medida ordinaria de nuestros hombres, como tengo referido arriba. ¿No hube en Roma, hace pocos años, antes de la ruina y estragos que los godos hicieron en aquella suntuosa ciudad, una mujer con su padre y madre, cuyo cuerpo en cierto modo gigantesco sobrepujaba y excedía notablemente a todos los demás, y que sólo pata verla acudía singular concurso de todas partes, causando particular admiración que sus padres no eran más altos que los más altos, que ordinariamente vemos. Pudieron, pues, nacer gigantes aun antes que los hijos de Dios, que se dijeron también ángeles de Dios, se mezclasen con las hijas de los hombres, esto es, de los que vivían Según el hombre, es a saber, los hijos de Seth con las hijas de Caín; porque, la Sagrada Escritura, donde leemos esto, dice así: «Y sucedió después que comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la tierra, y tuvieron hijas. Viendo los ángeles de Dios las hijas de los hombres que eran buenas y de buen aspecto, escogieron, entre todas mujeres para sí, con quienes se casaron, y dijo el Señor Dios: «No permanecerá mi espíritu, esto es, la vida que les he dado, en esto; hombres para siempre, porque son carnales y serán sus días ciento y veinte años. En aquellos días había gigantes en la tierra, y después de esto, mezclándose los hijos de Dios con las hijas de los hombres, engendraron para sí hijos, estos fueron los gigantes, hombres tan famosos y celebrados desde el principio del mundo.» Estas palabras del sagrado texto bien claro nos manifiestan que ya en aquellos tiempos había habido gigantes en la tierra cuando los hijos de Dios se casaron con las hijas de los hombres, amándola: porque eran buenas, esto es, hermosas, pues acostumbra la Sagrada Escritura Mamar buenos también a los hermosos en el cuerpo. Pero después que acaeció esta novedad, nacieron asimismo gigantes, pues dice: «En aquellos días había gigantes sobre la tierra, y después de esto, mezclándose los hijos de Dios con las hijas de los hombres, etcétera.» Luego los hubo ya antes en aquellos días y después de ellos. Y lo que dice «y engendraban para sí hijos», bastantemente da a entender que antes de caer en aquella flaqueza los hijos de Dios engendraban hijos para Dios, no para sí; esto es, no dominando en ellos el apetito de la torpeza, sino sirviendo al cargo de la generación y propagación; no formando una familia para su fausto y soberbia; sino para que fuesen ciudadanos de la Ciudad de Dios, y asimismo para anunciarles como ángeles de Dios «que pusiesen en Dios su esperanza», imitando a aquel que nació de Seth, hijo de resurrección, y que esperó invocar el nombre del Señor Dios para que con esta esperanza fuesen herederos con sus descendientes de los bienes eternos y, debajo de un Dios Padre, hermanos de sus hijos. Pero no se debe entender que de tal manera fueron ángeles de Dios, que no fuesen hombres, como algunos imaginan. Sin duda alguna, la misma Escritura testifica que fueron hombres; pues habiendo dicho que, viendo los ángeles de Dios las hijas de los hombres que eran hermosas, tomaron pasa sí esposas entre todas las que escogieron; luego prosigue: «Y dijo el Señor: No permanecerá mi espíritu en estos hombres para siempre, porque son carnales.» Con el espíritu de Dios llegaron a ser ángeles de Dios e hijos de Dios; pero declinando a las cosas bajas de la tierra, los llama hombres con nombre de la naturaleza, y no de la gracia. Llamó también a los espíritus desertores, que desamparando a Dios fueron desamparados y carne o carnales. Los setenta intérpretes, llamaron a éstos ángeles de Dios e hijos de Dios, lo cual seguramente no está así en todos los libros, porque algunos sólo dicen hijos de Dios; y Aguila, a quien los judíos anteponen a los demás intérpretes, traduce, no ángeles de Dios ni hijos de Dios, sino hijos de los dioses. Lo uno y lo otro es verdadero; porque eran hijos de Dios, al cual, teniendo por Padre, eran también hermanos de sus padres; y eran hijos de los dioses por haber nacido de los dioses, con quienes ellos mismos eran igualmente dioses, conforme a la expresión del real profeta: «Yo digo que sois dioses, y todos hijos del Altísimo.» Porque Se cree que los setenta intérpretes tuvieron espíritu profético para que cuando mudasen algo con la autoridad del Espíritu Santo, y dijese, lo que interpretaban de modo distinto al que en el original tenía, no se dudase de esto, lo decía el Espíritu Santo. Aunque esto dice que aun en el hebreo está ambiguo, de forma que se pudo interpretar hijos de Dios e hijos de los dioses. Dejemos, pues, las fábulas de aquellas Escrituras que llaman apócrifas, porque de su principio, por ser oscuro; no tuvieron noticia clara los padres, quienes han transmitido las verdaderas e infalibles Escrituras con certísima fe y crédito hasta llegar a nosotros. Y aunque estos libros apócrifos dicen alguna verdad, con todo, por las, muchas mentiras que narran, no tienen autoridad canónica. No podemos negar que escribió algunas cosas inspiradas Enoch, aquel que fue el séptimo desde Adán, pues lo confirma el apóstol San Judas Tadeo en su epístola canónica. Con todo, no sin motivo están los libros de Enoch fuera del Canon de las Escrituras que se custodiaban en el templo del pueblo hebreo, por la exacta diligencia de los sacerdotes que se iban sucediendo. Pues por su antigüedad los tuvieron por sospechosos, y no podían averiguar si su contenido era lo mismo que el Santo había escrito, no habiéndolas publicado personas tales que por el orden de sucesión se probase las hubiesen guardado legítimamente. Por la misma razón las cosas que con su nombre se publican y contienen estas fábulas de los gigantes, que no fueron hijos de hombres, con razón creen los prudentes que no se deben tener por suyas; como otras muchas que con el nombre de otros profetas, y otras modernas que con el de los apóstoles publican los herejes. Todo lo cual con el nombre de apócrifo, de diligente examen, está desterrado de los libros canónicos. Conforme a las Escrituras canónicas hebreas y cristianas, no hay duda que antes del Diluvio hubo muchos gigantes, y que éstos fueron ciudadanos de la sociedad terrena de los hombres; y que los hijos de Dios, que según la carne descendieron de Seth, declinaron y se pasaron a esta congregación, dejando la justicia. Y no es maravilla que de ellos pudiesen nacer gigantes, no porque fueran todos gigantes, sino porque hubo muchos más entonces que, en los tiempos que sucedieron después del Diluvio; los cuales quiso criar Dios para manifestar su omnipotencia. Que no sólo la hermosura corporal, pero ni la grandeza y fortaleza debe estimar el sabio, cuya bienaventuranza consiste en los bienes espirituales e inmortales, que son mucho mejores y más sólidos, y propios de los buenos, no comunes a los buenos y a los malos. Así nos lo refiere el Profeta cuando dice: «Allí vivieron aquellos gigantes tan nombrados desde el principio, de grande estatura y belicosos. No escogió el Señor a éstos, ni les comunicó el verdadero camino de la sabiduría, sino que perecieron; y porque les faltó la sabiduría se perdieron por su consideración.» CAPITULO XXIV Cómo se debe entender lo que dijo el Señor de los que hablan de perecer en el Diluvio: «Serán sus días ciento y veinte años.» Lo que dijo el mismo Dios: «Serán sus días ciento y veinte años», no se debe entender como si les anunciara que después de la ruina universal del orbe, la vida de los hombres no había de pasar de ciento y veinte años, pues hallamos que aun después del Diluvio pasaron de quinientos; sino debe entenderse que se explicó así el Señor cuando andaba Noé próximo a cumplir quinientos años, esto es, en los cuatrocientos y ochenta de su vida, (los cuales llama a su modo la Escritura quinientos, significando muchas veces con el nombre del todo la mayor parte), porque a los seiscientos años de Noé, en el mes segundo, sucedió el Diluvio; y así dijo Dios que de ciento y veinte años sería la vida de aquellos hombres, los cuales cumplidos habían de acabar con el Diluvio. Y no sin razón se cree que sucedió el Diluvio cuando no se halló ya en la tierra quien no mereciese la muerte, con que Dios castigó a los impíos, no porque tal género de muerte cause a los buenos (que alguna vez han de morir) algo que pueda dañarles después de la muerte, aunque ninguno de los que según la Sagrada Escritura descendieron del linaje de Seth murió con el Diluvio. La causa del Diluvio la refiere el Espíritu Santo de esta manera: «Viendo el Señor, dice, que se había multiplicado la malicia de los hombres en la tierra, y que cada uno no maquinaba en su corazón sino maldades, y esto continuamente, pensó Dios cómo había criado al hombre sobre la tierra, y, reflexionando, dijo: «Destruirá al hombre que crié sobre la tierra; desde el hombre hasta las bestias, y desde las sabandijas y reptiles que andan arrastrándose, hasta las aves del cielo; porque estoy enojado de haberlas criado.» CAPITULO XXV Que la ira y enojo de Dios no perturba su inmutable tranquilidad La ira y enojo de Dios no es cierta perturbación de su ánimo, sino un juicio y sentencia con que da su respectiva pena y castigo al pecado; y su pensamiento y meditación es la razón inmutable de las cosas que han de mudarse Porque no es Dios como el hombre, que le pesa de alguna acción que haya ejecutado, sino que tiene sobre todas las cosas su dictamen y determinación tan fija y constante, como es cierta e infalible su presciencia. Pero si no usara la Escritura tales palabras, no se acomodara tan familiarmente a toda suerte de personas, cuya utilidad espiritual procura, bien poniendo terror a los soberbios, alentaron y despertando a los negligentes, ejercitando a los que trabajan y la buscan, alimentando y sustentando a los inteligentes; lo cual no haría si primero no se inclinase y en algún modo descendiese a los que están postrados y humillados. Y el notificarles asimismo la muerte de todos los animales de la tierra y aves del cielo no es amenazar con la muerte a los animales irracionales, como si hubieran éstos pecado, sino declarar y ponderar la grandeza del estrago que sucedería. CAPITULO XXVI El Arca que mandó hacer Dios a Noé en todo significa a Cristo y a su iglesia Ordenó Dios a Noé, hombre justo y, como dice la verdadera Escritura, entre todos los de su tiempo el más perfecto (aunque no como lo han de llegar a ser los ciudadanos de la Ciudad de Dios en aquel estado de inmortalidad en el que se igualarán con los ángeles de Dios, sino como puede haber perfectos en esta peregrinación de la tierra); mandó Dios a Noé que construyese una Arca para salvarse de la inundación del Diluvio con los suyos, esto es, con su mujer, hijos, nueras y con los animales que por orden de Dios entraron con él en el Arca. lo cual es, sin duda, una figura representativa de la ciudad de Dios que peregrina en este siglo, esto es, de la Iglesia, que se va salvando y llega al puerto deseado por el leño en que estuvo suspenso el Mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús, porque aun las mismas medidas y el tamaño de su longitud, altura y anchura significan el cuerpo humano, con el cual real y verdaderamente, según estaba profetizado, había de venir y vino. Pues la altura de un cuerpo humano, desde la cabeza hasta los pies, es seis veces más que la anchura, que es la que se toma de un lado a otro, y diez veces más que la medida desde las espaldas al vientre. Como si medimos un hombre tendido boca arriba o boca abajo, tiene de largo desde la cabeza hasta los pies seis veces más que el lado de izquierda a derecha, o de derecha a izquierda, y diez lo que tiene de altura de la tierra. Así se hizo el Arca de trescientos codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto. Y el haberle hecho puerta en el lado, sin duda significa aquella haga que con la lanza abrieron en el costado del Crucificado, porque por ella entramos los que caminamos a El, y de ella brotaron los Sacramentos con que los fieles se santifican. Y el mandar que se hiciese de piezas cuadradas significa la estabilidad que tiene por todas partes la vida de los santos, porque dondequiera que volviereis el cuadrado está firme. Y todo lo demás que se dice de la fábrica de esta Arca son señales de otras propiedades de la Iglesia; pero sería larga digresión quererlas especificar ahora, y ya tratamos de este particular en los libros que escribí contra el maniqueo Fausto, que negaba que en los libros de los hebreos hubiese profecía alguna de Jesucristo. Puede ser que las explicaciones que se den sean unas mejores que otras y algunas mejores que la nuestra, con tal que se refieran a la ciudad de Dios de que tratamos, que anda peregrinando como en un Diluvio en este perverso y corrompido siglo, si el que lo explique no quiere desviarse del sentido literal del autor que escribió esta historia. Como si alguno, v gr., lo que dice el sagrado texto, «las partes inferiores las harás de dos y de tres cámaras» no quiere que se entienda, como yo expuse en los citados libros, que de todas las gentes y naciones se junta y compone la Iglesia, y lo de dos cámaras se dijo por dos clases de gentes es a saber, los circuncidados y los que no lo estaban, a quienes el Apóstol en otra frase llama judíos y griegos; y lo de tres cámaras, porque todas las naciones se restauraron después del Diluvio, procediendo de los tres hijos de Noé; y quiere dar otra explicación que no sea ajena ni contradiga al Canon de la fe. Porque como quiso Dios que el Arca tuviese habitaciones o cámaras, no sólo en las partes inferiores, sino también en las Superiores, a esta disposición llamó dos cámaras; y por haber en las superiores otra cámara, díjose que había tres cámaras, de modo que, desde lo bajo a lo alto, eran primera, segunda y tercera habitación; por las cuales se pueden entender aquí aquellas tres excelentes virtudes que recomienda el Apóstol: la fe, la esperanza y la caridad; y con más propiedad y conveniencia los tres frutos evangélicos de treinta, sesenta y ciento; de modo que en lo más bajo tenga su morada la castidad conyugal; sobre ésta, la de la viuda, y sobre todo, la virginal. Estas y otras mejores interpretaciones pueden darse, con tal de que quepan dentro de la fe cristiana. Lo mismo digo de todo lo demás que aquí se hubiese de declarar, que puede explicarse de diversas maneras, pero atendiendo siempre a una sólida concordia con la fe católica. CAPITULO XXVII Del Arca y del Diluvio, y que no debe creerse a los que admiten sólo la historia sin significación alguna alegórica, ni a los que defienden sólo las alegorías, desechando la verdad de la historia Sin embargo, ninguno debe imaginar, o que escribió esto en vano, o que sólo debemos indagar la verdad de la historia sin atender a significación alguna alegórica; o al contrario, que nada de esto sucedió, sino que sólo son figuras verbales; o, sea lo que fuere, nada tiene que ver con las profecías de la Iglesia. Porque ¿quién, si no es un insensato o demente, ha de decir que son libros inútilmente escritos los que se han conservado y custodiado por tantos millares de años con tanta veneración y fidelidad de sucesión? O que debe atenderse sólo a la historia, pues, omitiendo otras particularidades, si por la multitud de los animales era fuerza que se construyera una Arca tan capaz, ¿qué precisión había para que se introdujesen de los animales inmundos dos de cada especie, y siete de los limpios, pudiéndose conservar unos y otros en igual número? ¿O acaso Dios, que para conservar las especies prescribió que las guardasen, no podía recriarlas del modo que las crió? Y los que sostienen que nada de esto sucedió, sino que sólo son figuras para significar otras cosas, piensan en primer lugar que no pudo ser tan grande el Diluvio que sobrepujase la creciente del agua quince codos las cumbres de los más elevados montes por causa del monte Olimpo, sobre el cual dicen que no pueden subir las nubes, porque es tan elevado como el cielo y no puede experimentarse allí este aire denso donde se engendran los vientos, nieblas y aguas; y no consideran los autores de este argumento que hay allí tierra, que es el más denso de los elementos, a menos que nieguen que sea de tierra la cumbre del monte. ¿Cómo pudo la tierra levantase hasta aquella altura del cielo y el agua no pudo, afirmando los que miden y pesan los elementos que el agua es superior y menos pesada que la tierra? ¿Y qué razón es la que dan para que la tierra, que es más grave e inferior, haya llegado y ocupe lugar del cielo más quieto y tranquilo por tantas series de años, y que al agua, que es más leve y superior, no se le haya permitido que haga esta ascensión, siquiera por un corto espacio de tiempo? Dicen también que en aquella Arca no pudo haber tanta especie de animales, macho y hembra, dos de cada clase de los inmundos y siete de los limpios; pero advierto que sólo cuentan trescientos codos de largura, cincuenta de anchura y treinta de altura, no considerando que hay otro tanto en las partes superiores o segundo piso, y asimismo otro tanto en las superiores de las superiores, esto es, en el tercer piso, y que, por consiguiente, multiplicando tres veces aquellos codos, dan de largo novecientos, de anche ciento y cincuenta, noventa de alto. Y si quisiésemos pensar lo que Orígenes, no sin agudeza, dijo, que Moisés, hombre de Dios y, como dice la Escritura, «versado en todas las ciencias de los egipcios», que fueron aficionados y dados al estudio de la geometría, pudo significar codos geométricos, uno de los cuales equivale a seis de los nuestros, ¿quién no advierte lo que pudo caber en aquella fabricación tan grande? El argumento de que no pudo hacerse una Arca de tanta grandeza y extensión es calumnia muy necia, observando que se han fabricado ciudades inmensas y muy dilatadas Y que se emplearon cien anos en la construcción de la Arca; a no ser que pueda junta piedra con piedra con sola cal, de modo que venga a formar un muro de muchas millas, y que sea imposible unir maderos con tarugos, abrazaderas, clavos y brea para una Arca, con líneas no curvas, sino rectas la cual no habla de ser necesario echar al mar a fuerza de brazos, sino que la movería y levantaría el agua cuando viniera con el orden natural de los pesos, y que la gobernara sobre las aguas más la divina Providencia que la humana prudencia, para que en ninguna parte padeciera naufragio. Respecto a los que preguntan con demasiada curiosidad si de las sabandijas más pequeñas, no sólo los ratones y lagartijas, sino también las langostas, escarabajos y, en fin, moscas y pulgas, hubo más cantidad en el Arca de la que ordenó y mandó Dios, deben advertir primeramente los que dudan de esta circunstancia que lo que dice la Sagrada Escritura: «los animales que van arrastrando sobre la tierra, se debe entender de modo que no fue necesario conservar en el Arca no sólo los que nadan debajo del agua, como los peces, sino tampoco los que flotan sobre ella, come varias aves; y cuando dice: «serán macho y hembra», sin duda lo dice para reparar la especie, y, según esto, tampoco fue necesario que hubiese allí los animalejos que pueden nacer sin la unión de macho y hembra de cualquiera materia o de cualquiera corrupción; o que si los hubo, como los suele haber en las casas, pudieron ser sin determinación de cantidad, y si el misterio sacratísimo que se representaba y la figura de una tan grande maravilla, en realidad de verdad no podía cumplirse de otra manera sino estando allí, en el Arca en determinado número, todos los animales que no podían, prohibiéndoselo su naturaleza, vivir en las aguas, no estuvo esto a cargo de aquel hombre o de aquellos hombres, sino al de Dios; porque Noé no los buscaba y metía en el Arca, sino que, conforme llegaban, los dejaban entrar, y a esto alude lo que dice: «entrarán contigo», es, a saber, no por diligencia humana, sino por voluntad divina. De modo que no se crea que hubo allí los que carecen de sexo, porque estaba ordenado que fuesen macho y hembra; pues hay algunos animales que nacen de cualquiera cosa, sin haber unión de macho y hembra, y después se vienen a juntar y engendrar, como son las moscas, y otros en quienes no hay macho y hembra, como son las abejas. Pero aquellos en quienes hay macho y hembra, y con todo no engendran, como son los mulos y las mulas, maravilla fuera que se hallaran allí, bastando que estuvieran sus Padres, es a saber, la especie del caballo y del asno; y lo mismo puede decirse de algunos que con la mezcla de diferentes especies procrean otra, aunque si esto importaba para el misterio, allí se hallarían, porque también esta especie tiene macho y hembra. Preguntan además algunos respecto de los manjares que allí podían tener los animales, que se sabe no se sustentan sino de carne, si además dei número determinado hubo allí alguno otros sin quebrantar el mandato, a loa cuales obligase a encerrar allí la necesidad de mantener a los otros, o, lo que es más verosímil si fuera de las carnes pudo haber algunos alimentos que conviniesen para todos; porque conocemos muchos animales que se sustentan de carne, que comen legumbres y frutas, y principalmente higos y castañas. ¿Qué maravilla, pues, si aquel varón sabio, justo y además instruido por Dios de lo que necesitaba cada uno, aprestó y guardó Para cada especie, además de las carnes, el alimento acomodado que le convenía? ¿Y qué cosa no les haría comer el hambre? ¿O qué pudo hacer Dios que no les fuese suave y saludable, pudiendo por divino privilegio concederles que vivieran sin comer, si no conviniera que comieran para el cumplimiento de la figura de tan grande misterio? No cabe, pues, dudar, como no sea por terquedad, que tantas y tan diversas señales de sucesos acaecidos no sirvan para figurarnos la Iglesia. Porque ya las gentes de tal suerte le han poblado los limpios y los inmundos hasta que llegue a determinado fin y de tal suerte están comprendidos y ligados con el vínculo de su estrecha unión, que por sólo esto, que es evidentísimo, no es licito dudar de las demás cosas que se dicen con más oscuridad, y con más dificultad pueden entenderse. Y siendo así, ninguno, por inflexible y obstinado que sea, se atreverá a pensar que esto se escribió inútilmente, ni tampoco que, habiendo sucedido, no tuvo cierta significación, ni que sólo son dichos significativos y no hechos. Ni puede decirse probablemente que son ajenos de representar o significas la Iglesia, sino debe creerse que se escribieron con mucho acuerdo y sabiduría, que realmente sucedieron, que significaron algún misterio, y que éste consiste en representar la Iglesia. Pero ya que hemos llegado a este punto, será bien concluir este libro, podrá continuar en el siguiente el curso de ambas ciudades, la terrena, que vive según el hombre, y la celestial, que vive según Dios, después del Diluvio y durante los demás sucesos que efectivamente acaecieron.
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