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Lefevbre no fue cismatico nunca

Antes de leer el texto siguiente recordemos que Lefevbre fue un judio asentado en Lille, Francia y que fue el villano que favoreció falsamente y a conveniencia las tradiciones católicas para hacer frente (batalla de circo) al anti-Papa de turno...... y para esto fue la FSSPX, para atraer incautos.



Conferencia de prensa con motivo de las
consagraciones episcopales

Esta es la conferencia de prensa que dirigió en el seminario de Ecône Monseñor Lefebvre, el 15 de junio de 1988, a los casi cien periodistas y fotógrafos congregados para tener conocimiento de la decisión de Monseñor de llevar a cabo las consagraciones episcopales, a pesar de la oposición oficial de Roma. Para guardar el carácter propio de la conferencia hemos conservado su estilo oral.

«Nos hemos permitido invitarles tal y como lo hicimos hace ahora trece años, en 1975, en el momento de los difíciles acontecimientos entre Roma y Ecône. Podemos decir que estamos de nuevo en un “verano caliente”.

Antes de considerar los acontecimientos de estos últimos días y de los días por venir, me gustaría hacerles un resumen que les ayude a comprender mejor la situación, para que en los informes que hagan ustedes a sus diarios sean lo más objetivos posibles.

Hay que situar los acontecimientos que ocurren hoy y que pasarán mañana –particularmente la consagración episcopal de cuatro jóvenes obispos el 30 de junio- en el contexto de nuestras dificultades con Roma, no sólo a partir del año 1970, el de la fundación de Ecône, sino desde el Concilio. En el Concilio, yo mismo y un grupo de obispos, luchamos contra el modernismo y los errores que juzgábamos inadmisibles e incompatibles con la Fe católica. Ese es el problema de fondo, el de una oposición formal, profunda y radical contra las ideas modernas y modernistas que se difundieron a través del Concilio.

Me preguntarán ustedes qué es lo que entiendo yo por esto. Pues bien, les voy a citar algunos ejemplos de este modernismo; por ejemplo la aceptación de los derechos del hombre de 1789. Es el derecho común en la sociedad civil de todas las religiones, es decir, el principio del laicismo del Estado. Es el ecumenismo o la asociación de todas las religiones. Es Asís, Kioto, son las visitas a la sinagoga, al templo protestante, y en la Iglesia es la colegialidad, con los sínodos, las conferencias epis­copales, es el cambio de la liturgia, el cambio del catecismo y el aumento de la participación de los seglares y las mujeres en los asuntos religiosos. Ya han hablado ustedes de estas cosas en sus diarios; las conocen bien puesto que han salido con ocasión de los sínodos de Roma. Es la negación del pasado de la Iglesia. Hay un combate dentro de la Iglesia para hacer desaparecer el pasado y la Tradición. La persecución continua contra aquellos que desean permanecer católicos, como lo eran los Papas de antes del Concilio Vaticano II. Esta es nuestra posición. Nosotros continuamos lo que los Papas han enseñado y hecho antes del Vaticano II y nos oponemos a lo que han hecho los Papas Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II actualmente, porque han llevado a cabo una ruptura con sus predecesores. Preferimos la Tradición de la Iglesia a la obra de unos pocos Papas que se oponen a sus predecesores. Sin embargo durante estos años, desde 1976, hemos querido guardar el contacto con Roma, cuando sufrimos la suspensión a divinis por continuar confiriendo ordenaciones sacerdo­ta­les. Hemos querido guardar el contacto con Roma en espera de que la Tradición volviera a gozar un día de sus derechos. Pero fue un esfuerzo fallido.

Ante la negativa de Roma de tomar en serio nuestras protestas y nuestra petición de vuelta a la Tradición, y dada la edad que tengo, puesto que voy a cumplir ochenta y tres años, es evidente que siento llegar el fin y necesito un sucesor. No puedo abandonar cinco seminarios distribuidos en el mundo sin obispo para ordenar a los seminaristas, puesto que no puede haber sacerdotes sin obispo. Y mientras no haya acuerdo con Roma, no habrá ningún obispo que lleve a cabo las ordenaciones. Me encuentro, por tanto, en un callejón sin salida y ante el siguiente dilema: o morir y dejar a mis seminaristas abandonados y huérfanos, o consagrar obispos. No tengo otra alternativa.

Pedí entonces a Roma en varias ocasiones: déjenme consagrar obispos, permítanme tener sucesores. Por eso el pasado 29 de junio (1987) hice una clara alusión a ello durante mi predicación aquí en Ecône con ocasión de la ordenación de los seminaristas. Dije que iba a hacer consagraciones episcopales puesto que Roma no quiere escucharme, no quiere oír y nos abandona. Me veo obligado a asegurarme sucesores. Por consiguiente el próximo 25 de octubre consagraré obispos que me sucedan . ¡Gran agitación en Roma!

A partir de esta declaración Roma se conmocionó profundamente, y entonces el 28 de julio recibí una carta después de haberme entrevistado con el Cardenal Ratzinger el 14 de julio, a quien había dicho: “O Roma me concede consagrar obispos o lo haré por mi cuenta”. En su carta del 28 de julio el Cardenal Ratzinger me respondía: “En lo que concierne a los obispos hay que esperar que su Hermandad esté reconocida. Para el resto tal vez le haremos algunas concesiones en materia de liturgia, y a propósito de los seminarios le enviaríamos un visitador”.

En efecto había pedido una visita para que se nos conozca, ya que nadie nos conocía y no venían a vernos. El caso es que hubo una apertura de parte de Roma en este momento, y confieso que he vacilado mucho. ¿Debía aceptar esta apertura o rechazarla? Tenía ganas de rechazarla porque ya no tengo confianza en estas autoridades romanas, lo confieso, pues sus ideas son completamente opuestas a las nuestras. No estamos para nada en la misma onda, y por tanto, no me fiaba.

Siempre fuimos perseguidos y ahora le tocaba a PortMarly con la persecución del Padre Lecareux a causa de sus parroquias, persecución aprobada por Roma, ya que los obispos tenían la aprobación romana. Todo esto no nos inspiraba ninguna confianza para ponernos en manos de Roma, de una Roma que se enfrentaba a la Tradición.

Pero hicimos un esfuerzo: intentémoslo, vamos a ver cuáles son las disposiciones de Roma hacia nosotros. Con esta idea me dirigí a Roma y después recibimos la visita del Cardenal Gagnon. Creo que esta visita ha sido favorable. Pero no sé nada porque no he recibido ni una sola palabra sobre el resultado de esta visita que tuvo lugar hace siete meses. Le dije al Cardenal Ratzinger que era inadmisible; se hace una visita para saber si actuamos bien o mal, si hay reproches que hacer o elogios, y no se nos dice nada. Tampoco supe nada de la visita en 1974 de los dos prelados belgas, que nos visitaron hace catorce años. Nunca recibí una sola línea que me dijera cuál era el resultado de esta visita.

Entonces vino el Cardenal Gagnon y nos propuso iniciar conversaciones para realizar un protocolo como preparación a un acuerdo destinado a establecer qué instituciones habrían regido la Tradición. Esos coloquios tuvieron lugar. Me hubiera gustado participar personalmente en el primero de ellos, pero prefirieron que no estuviera presente y designara a un teólogo y a un canonista. Es lo que hice y designé a los Padres Tissier de Mallerais y Laroche para que fueran a Roma y se entrevistaran con los representantes del Cardenal Ratzinger. Ellos eran tres, un teólogo, un canonista y el Padre Duroux que presidía esta reunión.

Pusieron a punto, tras cuarenta y ocho horas, una primera redacción que ordenaba las cuestiones doctrinales y disciplinares. Lo que nos sorprendió es que se nos hiciera firmar un texto doctrinal; teniendo en cuenta lo abierto que se me manifestó el Cardenal Raztinger en su carta del 28 de julio del año pasado, ya no había lugar para problemas doctrinales. Por tanto nos sorprendió que se nos pusiera a la vista lo que fue objeto de una incomprensión durante quince años. Precisamente nos oponíamos por motivos doctrinales. Pero como el artículo tercero de la parte doctrinal del protocolo afirmaba que podíamos reconocer que había puntos en el Concilio, la liturgia y el Derecho Canónico que no eran perfectamente conciliables con la Tradición, eso nos satisfizo. De alguna manera nos contentaban en estos aspectos, y ello nos permitía discutir puntos del Concilio, la liturgia y el Derecho Canónico. Es esto lo que nos movió a firmar este protocolo doctrinal, cosa que de otra manera no habríamos hecho.

Llegaron después las cuestiones disciplinares. Sobre todo la cuestión del obispo y de una comisión en Roma en la que ellos habrían tenido cinco miembros y no sólo dos. Esto no nos gustaba mucho. Lo discutimos porque nos parecía que estábamos realmente en minoría en esa comisión de Roma. Pero por otra parte, estaríamos en cierta medida de la jurisdicción de los obispos.

Durante una segunda reunión, esta vez el Carde­nal Ratzinger y yo con algunos teólogos y canonistas que ya habían deliberado entre sí, llegamos a una conclusión aceptable sobre el papel. Primero firmó el Cardenal Ratzinger; yo fir­mé el 5 de mayo en Al­bano. El protocolo estaba firmado.

La prensa anunció: acuer­do entre Monseñor Le­febvre y el Vaticano. Parece que las cosas se arreglan, que todo se va a arreglar. Personalmente, como les he dicho, yo andaba con desconfianza. Siempre tuve un sentimiento de desconfianza y debo confesar que siempre pensé que todo lo que hacían era para lograr reducirnos y que aceptáramos el Concilio y las reformas postconciliares. No pueden tolerarlo, como de hecho lo ha declarado el Cardenal recientemente en una entrevista a un diario alemán: “No podemos aceptar que haya grupos, después del Concilio, que no admitan el Concilio y las reformas que se han hecho después del Concilio. No podemos admitirlo”. El Cardenal lo repitió varias veces: “Monseñor, sólo hay una Iglesia, no puede haber una Iglesia paralela”. Yo le respondí: “Eminencia, no somos nosotros quienes hacemos una Iglesia paralela puesto que estamos continuando la Iglesia de siempre; son ustedes quienes hacen una Iglesia paralela al inventar la Iglesia del Concilio, la que el Cardenal Benelli ha llamado iglesia conciliar; son ustedes quienes se han inventado una nueva iglesia y no nosotros; son ustedes quienes han hecho nuevos catecismos, nuevos sacramentos, una nueva misa, una nueva liturgia, y no nosotros. Nosotros sólo continuamos con lo que antes se ha hecho. No somos nosotros quienes hacemos una nueva iglesia”.

En el transcurso de todas estas converaciones nos dimos cuenta de que había un deseo y una voluntad de encauzarnos hacia el Concilio. Bien. A pesar de to­do he firmado y he procurado mostrar buena vo­luntad pero desde el mismo día en que decidimos firmar pregunté al Cardenal Ratzinger respecto al obispo: “Entonces, ahora vamos a firmar el protocolo; ¿podría darnos ya la fecha para la consagración del obispo?” (era el 4 de mayo). “Tienen tiempo de aquí al 30 de junio de darme el mandato para el obispo. Yo mismo he participado en la presentación de obispos cuando era Delegado Apostólico, para treinta y siete obispos, y sé cómo funciona”. Ya había presentado los nombres, que estaban en los despachos del Vaticano, tres nombres, lo que se llama una terna. Este es un término clásico en Roma para designar tres nombres de obispos que se proponen, y la Santa Sede escoge de entre esos tres nombres. Presenté, pues, tres nombres. “De aquí al 30 de junio tienen el tiempo de prepararlo y de obtener un informe para darme el mandato”.

“¡Ah!, no, no, no, es imposible; el 30 de junio, imposible!. –Entonces, ¿cuándo? ¿El 15 de agosto? ¿Al final del año mariano? –¡Ah!, no, no, no, Monseñor. Usted sabe muy bien que el 15 de agosto no hay nadie en Roma. Del 15 de julio al 15 de septiembre son las vacaciones, y no se puede contar con el 15 de agosto, no es posible. –Digamos entonces el 1º de noviembre, para Todos los Santos. –¡Ah!, no lo sé, no se lo puedo decir. –¿Para Navidad? –No se lo puedo decir”.

Entonces me dije: Se acabó, ya entiendo. Nos quieren embaucar; se acabó, ya no me fío. Tenía razón en no fiarme, porque nos la están jugando. He perdido completamente la confianza. Y ese mismo día, el 5 de mayo, he escrito una carta al Papa y una carta al Cardenal Ratzinger, diciendo: Esperaba haber llegado a un resultado, pero creo que se ha terminado. Nos damos perfecta cuenta de que por parte de la Santa Sede hay una voluntad de someternos a su querer y a sus orientaciones. Es inútil continuar. Estamos totalmente opuestos el uno al otro.

Evidentemente en Roma se produjo una gran conmoción con motivo de esta carta; “Cómo, usted denuncia el protocolo; eso no se puede, es lamentable”.

Sí, pero puedo leerles rápidamente algunos extractos de esta carta que escribí: era el 6 de mayo. Con su respuesta el Cardenal añadía un proyecto de carta dirigida al Papa en la que yo tenía que pedir perdón, no por este asunto, sino por todo lo que hice durante estos trece años pasados y por los errores que había podido cometer aunque fuera de buena fe. Fueron ellos quienes escribieron esto para que firmara, y no yo. “Se pueden cometer errores con toda la buena fe. Así es que le ruego humildemente perdone todo aquello que, en mi comportamiento o el de la Hermandad, haya podido herir al Vicario de Cristo y a la Iglesia”.

Todo lo que se había dejado de lado, ahora nos lo ponían delante. Los enredos en que ahora nos ponían manifestaban que no había buena voluntad hacia nosotros y que el único deseo de la Santa Se­de era llevarnos al Concilio y a sus reformas. Por eso les hemos entregado la carta que definitivamente escribí al Papa el 2 de junio: “Santísimo Padre, los co­loquios y entrevistas con el Cardenal Ratzinger y sus colaboradores, aunque se hayan realizado en una atmósfera de cortesía y caridad, nos han convencido de que el momento de una colaboración franca y eficaz todavía no ha llegado”, teniendo en cuenta que el fin de esta reconciliación no es en absoluto el mismo para la Santa Sede y para nosotros. Y añadía: “Por eso nosotros mismos nos daremos los medios de continuar la Obra que la Providencia nos ha confiado”.

¡Pánico en Roma! Después recibí una carta del Santo Padre, firmada de su mano, en que me suplicaba que guardara la unidad, la unidad de la Iglesia, y que no la dividiera, que permaneciera fiel a la Iglesia.

Precisamente no estamos en la misma verdad. Para ellos la verdad es evolutiva, la verdad cam­bia con el tiempo y también la Tradición: es el Vaticano II. Para nosotros la Tradición es lo que la Iglesia ha enseñado desde los Apóstoles hasta nuestros días. Para ellos, no, la Tradición es el Vaticano II que resume en sí mismo todo lo que ha sido dicho antes. Las circunstancias históricas son tales que ahora hay que creer lo que el Vaticano II ha hecho. Lo que antes ha ocurrido ya no existe. Pertenece al pasado. Por eso el Cardenal no duda en decir que “el Concilio Vaticano II es un anti-Syllabus”. Uno se pregunta cómo un Cardenal de la Santa Iglesia puede decir que el Concilio Vaticano II es un anti-Syllabus, acto oficialísimo del Papa Pío IX en la encíclica Quanta Cura . Es inimaginable.

Un día dije al Cardenal Ratzinger: “Eminencia, hemos de escoger: o la libertad religiosa tal y como está en el Concilio, o el Syllabus de Pío IX. Son contradictorios y hay que escoger”. Entonces me dijo: “Pero Monseñor, ya no estamos en los tiempos del Syllabus . –¡Ah! dije, entonces la verdad cambia con el tiempo. Entonces lo que usted me dice hoy mañana ya no será verdad. Ya no hay forma de entenderse, estamos en una evolución continua, es impo­sible hablar”.

Esto es lo que tienen en la mente. El me repitió: “No hay más que una Iglesia, y es la Iglesia del Vaticano II. Vaticano II representa la Tradición”. Desgraciadamente la Iglesia del Vaticano II se opone a la Tradición, y no es lo mismo.

El Papa me suplica entonces que no rompa la unidad de la Iglesia. Me amenaza con penas canónicas si hago estas consagraciones el próximo 30 de junio.

Les aseguro que el ambiente en el que se desarrollaron los coloquios que precedieron la redacción del protocolo, y la suerte que han corrido quienes se unieron a Roma dan mucho que pensar».

La suerte reservada a los que se han adherido a Roma

 «Tomaré el ejemplo de Dom Agustín, que tiene un convento en Flavigny en el que hay veinticuatro sacerdotes que yo mismo ordené, benedictinos, y que al abandonarme me dijo: “Monseñor, no pue­do permanecer más con usted, me uno a Roma, deseo obedecer a Roma; no puedo seguir con usted”. Bien, se unió a Roma con la es­peranza de guardar la Tradición que conservaba en su monasterio, es decir, la misa tradicional para sus monjes. Pues bien, Roma exigió que la misa conventual fuera la misa del Concilio y no la misa antigua. En lugar de decirnos que podemos guardar la Tradición, se cambia la Tradición.

Tomemos un segundo ejem­plo, otro monasterio: Font­gonbault. Aceptaron por obediencia guardar durante quince años la nueva misa; co­mo los obispos decían que había que aceptar la nueva misa lo han hecho. Viene el indulto de Roma. Todos los que han aceptado la nueva misa podrán en adelante decir la misa antigua. Esto se aplicaba perfectamente a Fontgonbault. Rechazo del arzobispo de Bourges. Ustedes no pueden decir la misa antigua como misa con­ventual. Deben guardar la misa nueva. Porque sí. El abad de Fontgonbault fue a la Congregación para el Culto, en Roma, a ver a Monseñor Mayer que le dijo: “Sabe usted, eso es difícil, intente ver al Papa”. El Papa le remite al Cardenal Mayer: “Haga un esfuerzo, tal vez se pueda arreglar esto...”. El Cardenal Mayer terminó por enviarle de nuevo al arzobispo de Bourges y siguen con la misa nueva como misa conventual. Y sin embargo cumplían perfectamente con las condiciones del indulto.

No podemos fiarnos, no es posible. Y voy a ci­tarles un último ejemplo, un ejemplo extraordinario. Ustedes han oído hablar sin duda, y salieron algunos artículos en los periódicos hace dos años, de los tránsfugas de Ecône, ¡los famosos tránsfugas de Ecône! Se fueron de aquí, de Ecône, nueve seminaristas. El que fue de alguna manera el jefe de esta pequeña rebelión, ..., se quedó en el seminario durante cierto tiempo ocultando muy bien su juego, y consiguió convencer a otros ocho seminaristas para que dejaran Ecône. Se puso en contacto con el Padre Grégoire Billot que está aquí en Suiza, en Vaden; este Padre Billot tiene relaciones con el Cardenal Ratzinger, y habla alemán. Llamó por teléfono al Cardenal Ratzinger: “Mire, hay en Ecône nueve seminaristas dispuestos a salirse. ¿Qué les promete usted? ¿Qué hace usted con ellos?”.

¡Oh!, formidable; una ocasión única; se les promete el oro y el moro, y habrá otros que vendrán. Lo dijo explícitamente. El Cardenal Ratzinger lo ha dicho: “Estoy contento de que algunos hayan dejado Ecône y espero que habrá otros que les sigan”.

Lo saben ustedes muy bien, se hizo el famoso seminario Mater Ecclesiae, dirigido por un Cardenal, el Cardenal Innocenti, con el Cardenal Garrone y un tercer Cardenal, Ratzinger; seminario aprobado oficialmente por el Pa­pa en el Osservatore Romano. Repercusión mundial. Todos los diarios del mundo han hablado de este seminario tradicional hecho con los tránsfugas de Ecône y que agruparía a otros seminaristas con la misma sensibilidad. Se fueron y se juntaron unos veinte seminaristas.

Les aseguro que merece la pena leer la carta que acaba de enviarnos uno de estos días el seminarista ... que fue el instigador del abandono de otros seminaristas. Escribe: “Lo siento” con grandes letras en su carta. “Lo siento, porque lo hemos perdido todo, y no han cumplido ninguna promesa. Somos miserables que ni sabemos dónde ir”.

¡Eso es lo que ha ocurrido con esta gente que se ha querido unir a Ro­ma!... Este será nuestro caso. Estamos cada vez más convencidos de ello. Cuanto más reflexionamos en el ambiente de estos coloquios, mejor cuenta nos damos de que se nos está tendiendo una trampa, de que se nos quiere engañar diciéndonos mañana: en adelante se acabó la misa tradicional, hay que aceptar también la nueva misa. No hay que estar contra la nueva misa. Esto nos han dicho.

Un ejemplo de esto me lo dio el Cardenal Ratzinger. “Por ejemplo en San Nicolás de Char­donnet, Monseñor, cuando el protocolo se firme y se arreglen los asuntos, es evidente que San Nicolás de Chardonnet no puede quedarse como está. ¿Por qué? Porque San Nicolás es una parroquia de París y depende del Cardenal Lustiger. Por consiguiente será absolutamente necesario que en la parroquia de San Nicolás de Chardonnet haya la nueva misa, una, regularmente, todos los domingos. No se puede aceptar que los feligreses que desean la nueva misa no puedan ir a su parroquia para tenerla”. ¡Fíjense! Es el principio de la introducción: aceptar la nueva misa y adaptarnos... ¡No es posible! Nos sentimos atrapados en un engranaje del que ya no podemos salir.

Surgirán dificultades inextricables con los obispos y con los movimientos diocesanos que querrán que colaboremos con ellos si Roma nos reconoce. Tendremos todas las dificultades posibles e imaginables. Por eso pensé y me pareció que no podía continuar en conciencia. Y me he decidido... De ahí mi carta al Santo Pa­dre y el anuncio de la consagración de los cuatro obispos para el 30 de junio. En una de las hojas que les hemos entregado tienen algunas indicaciones sobre los futuros obispos.

El Osservatore Romano publicará una excomunión, una declaración de cisma evidentemente. ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Excomunión por quién? Por una Roma modernista, por una Roma que ya no conserva la perfecta Fe católica. No se puede decir que cuando hay una manifestación como la de Asís uno sigue siendo católico. No es posible. No se puede decir que cuando ocurre lo de Kyoto y las declaraciones que se hicieron a los judíos en la sinagoga, y la ceremonia ocurrida en Santa María de Trastévere el año pasado, en Roma mismo, que se es todavía católico. Es escandaloso. Esto no es católico.

Seremos excomulgados por modernistas, por gente que ha sido condenada por los Papas precedentes. ¿Qué significa esto entonces? Nos condenan personas ya condenadas, y que deberían haber sido condenadas públicamente. Por eso nos es indiferente, y por supuesto, no tiene ningún valor. Declaración de cisma; cisma respecto a qué, ¿con el Papa sucesor de Pedro? No, cisma con el Papa modernista, sí, cisma con las ideas que el Papa extiende por todas partes, las ideas de la revolución, las ideas modernas, sí. Con esto estamos en cisma. Y está claro que no lo aceptamos; no tenemos ninguna intención de ruptura con Roma. Queremos estar unidos a la Roma de siempre y estamos persuadidos de permanecer unidos a la Roma de siempre, porque en nuestros seminarios y en nuestras predicaciones, en toda nuestra vida y en la vida de los que nos siguen, continuamos la vida tradicional tal y como lo era antes del Concilio Vaticano II y como ha sido vivida durante veinte siglos. No veo entonces por qué estaríamos en ruptura con Roma por hacer lo que Roma aconsejó hacer durante veinte siglos. No es posible. Esta es la situación actual. Hay que entenderla bien para no resultar quisquilloso.

Se podría pensar: usted tenía un obispo, ya está bien. Usted podía haber tenido algunos miembros más en el consejo romano. Pero no es esto lo que nos interesa. Es el problema de fondo, el que está siempre detrás de nosotros y nos asusta. No queremos ser colaboradores de la destrucción de la Iglesia. Mi libro Carta abierta a los católicos perplejos lo terminé con estas palabras: “No quiero que cuando Dios me llame me diga: ¿Qué has hecho en la tierra? Tú también has contribuido a demoler la Iglesia”. Pero no es verdad, no he contribuido a la demolición de la Iglesia, sino en su construcción. Los que la destruyen son aquellos que difunden las ideas demoledoras de la Iglesia y que fueron condenadas por mis predecesores. Este es el fondo de los acontecimientos, acontecimientos que vamos a vivir en estos días. Mucho se va a hablar de esto, y habrá muchísima gente en la ceremonia del 30 de junio para la consagración de los cuatro jóvenes obispos que estarán al servicio de la Hermandad. Pues bien, estos cuatro obispos estarán al servicio de la Hermandad. Quien tendrá en principio la responsabilidad de las relaciones con Roma cuando yo desaparezca, será el Superior General de la Hermandad, Padre Schmidberger, al que le quedan todavía seis años de mandato por cumplir. El mantendrá eventualmente en lo sucesivo los contactos con Roma para continuar las conversaciones si continúan, o si el contacto se mantiene, lo cual es poco probable durante cierto tiempo, puesto que en el Osservatore Romano se pondrá con mayúsculas: “Cisma de Monseñor Lefebvre, excomunión...”. Durante equis años, tal vez dos o tres, no lo sé, existirá una separación».

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