UBS

altarcatolico

la ciudad de Dios

La Ciudad de Dios
(San Agustin de Hipona)



INDICE


Proemio
Libro 1–La devastación de Roma no fue castigo de los dioses debido al cristianismo
Libro 2–La degradación de Roma antes de Cristo
Libro 3–Calamidades de Roma antes de Cristo
Libro 4–La grandeza de Roma es don de Dios
Libro 5–El Hado y la providencia Divina
Libro 6–Teología Mítica Y Civil de Varrón
Libro 7–Los Dioses Selectos de la Teología Civil
Libro 8–Dioses de la teología natural de Varrón
Libro 9–Cristo, Impetrador de la vida eterna
Libro 10–El culto del Verdadero Dios
Libro 11–Principio de las dos ciudades entre los ángeles
Libro 12–Bondad y Malicia de los Angeles. Creación del hombre
Libro 13–La muerte, pena del pecado de Adán
Libro 14–El desorden de las pasiones, pena del pecado
Libro 15–Principio De Las Dos Ciudades En La Tierra
Libro 16–Las dos ciudades: desde Noé hasta los profetas
Libro 17–La ciudad de Dios hasta Cristo
Libro 18–La ciudad terrena hasta el fin del mundo
Libro 19–Fines de las dos ciudades
Libro 20–El juicio final
Libro 21–El infierno, fin de la ciudad terrena
Libro 22–El cielo, fin de la ciudad de Dios




 
Título: La Ciudad de Dios

‘Libro Primero. La devastación de Roma no fue castigo de los dioses debido al cristianismo‘

Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD)

CAPÍTULO PRIMERO. De los enemigos del nombre cristiano; y de cómo éstos fueron perdonados por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos, en el saqueo y, destrucción de la ciudad CAPÍTULO II. Que jamás ha habido guerra en que los vencedores perdonasen a los vencidos, por respeto y amor a los dioses de éstos CAPÍTULO III. Cuán imprudentes fueron los romanos en creer que los dioses Penates, que no pudieron guardar a Troya, les habían de aprovechar a ellos CAPITULO IV. Cómo el asilo de Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no libró a ninguno de la furia, de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles ampararon del furor de los bárbaros a todos los que se acogieron a ellos CAPÍTULO V. Lo que sintió Julio César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando entran por fuerza en las ciudades CAPITULO VI. Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que perdonasen a los vencidos que se guarecían en los templos CAPITULO VII. Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo CAPITULO VIII. De los bienes y males, que por la mayor parte son comunes a los buenos y malos CAPITULO IX. De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos CAPITULO X. Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las cosas temporales CAPITULO XI. Del fin de la vida temporal ya sea breve ya sea larga CAPITULO XII. De la sepultura de los cuerpos humanos, la cual, aunque se les deniegue, a los cristianos no les quita nada CAPITULO XIII. De la forma que tienen los Santos en sepultar los cuerpos CAPITULO XIV. Del cautiverio de los Santos, y cómo jamás les faltó el divino consuelo CAPITULO XV. De Régulo, en quien hay un ejemplo de que se debe sufrir el cautiverio aun voluntariamente por la religión, lo que no pudo aprovecharle por adorar a los dioses CAPITULO XVI. Si las violencias que quizá padecieron las santas doncellas en su cautiverio pudieron contaminar la virtud del ánimo sin el consentimiento de la voluntad CAPITULO XVII. De la muerte voluntaria por miedo de la pena o deshonra CAPITULO XVIII. De la torpeza ajena y violenta que padece en su forzado cuerpo una persona contra su voluntad CAPITULO XIX. De Lucrecia, que se mató por haber sido forzada CAPITULO XX. Que no hay autoridad que permita en ningún caso a los cristianos el quitarse a sí propios la vida CAPITULO XXI. De las muertes de hombres en que no hay homicidio CAPITULO XXII. Que en, ningún caso puede llamarse a la muerte voluntaria grandeza de ánimo CAPITULO XXIII. Sobre el concepto que debe formarse del ejemplo de Catón, que, no pudiendo sufrir la victoria de César, se mató CAPITULO XXIV. Que en la virtud en que Régulo superó a ,Catón se aventajan, mucho más los cristianos CAPITULO XXV. Que no se debe evitar un pecado con otro pecado CAPITULO XXVI. Cuando vemos que los Santos hicieron cosas que, no son lícitas, ¿cómo debemos creer que las hicieron? CAPITULO XXVII. Si por evitar el pecado se debe tomar muerte voluntaria CAPITULO XXVIII. Por qué permitió Dios que la pasión del enemigo se cebase en los cuerpos de los continentes CAPITULO XXIX. Qué deben responder los cristianos a los infieles cuando los baldonan de que no los libró Cristo de la furia de los enemigos CAPITULO XXX. Que desean abundar en abominables prosperidades los que se quejan de los tiempos cristianos CAPITULO XXXI. Con, qué vicios y por qué grados fue creciendo en los romanos el deseo de reinar CAPITULO XXXII. Del origen de los juegos escénicos CAPITULO XXXIII. De los vicios de los romanos, los cuales no pudo enmendar la destrucción de su patria CAPITULO XXXIV. De la clemencia de Dios con que mitigó la destrucción de Roma CAPITULO XXXV. De los hijos de la iglesia que hay encubiertos entre los impíos, y de los falsos cristianos que hay dentro de la iglesia CAPITULO XXXVI. De lo que se ha de tratar en el siguiente discurso CAPÍTULO PRIMERO. De los enemigos del nombre cristiano; y de cómo éstos fueron perdonados por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos, en el saqueo y, destrucción de la ciudad Hijos de esta misma ciudad son los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos ciudadanos; pero la mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose tan ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando huían el cuello de la segur vengadora de su contrario no hallaran la vida, con que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, ¿no persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes, por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron dentro, de sí, a los que precipitadamente, y temerosos de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo numero se compren dieron no sólo los gentiles, sino también los cristianos: Hasta estos lugares sagrados venía ejecutando su furor el enemigo, pero allí mismos amortiguaba o apagaba el furor de encarnizado asesino, y, al fin, a esto sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que, hallados fuera de los santos asilos, habían perdonado las vidas, para que no cayese en las manos de los que no usaba ejercitar semejante piedad, por lo que es muy digno de notar que una nación tan feroz, que en todas parte se manifestaba cruel y sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y capillas, donde la estaba prohibida su profanación, así como el ejercer las violencias que en otras partes la fuera permitido por derecho de la guerra, refrenaba del todo el ímpetu furioso de su espada, desprendiéndose, igualmente del afecto de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y abastecida. De esta manera libertaron sus vidas muchos que al presente infaman y murmuran de los tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y penalidades que Roma padeció, y no atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable que consiguieron por respeto a su santo nombre de conservarles las vidas; antes por el contrario, cada uno, respectivamente, hacía depender, este feliz suceso de la influencia benéfica del hado, o, de su buena suerte cuando, si lo reflexionasen con madurez, deberían atribuir las molestias y penalidades que sufrieron por la mano, vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar, con los funestos efectos, que presagia una guerra cruel los vicios y las corrompidas costumbres de los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida loable e incorregible suele, a veces, ejercitar su paciencia con semejantes tribulaciones, para proporcionarles la ‘aureola’ de su mérito, y, cuando ya tiene probada su conformidad, dispone transferir los trabajosa otro lugar, o detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos impugnadores atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la particular gracia de haberles hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el estilo observado en la guerra, sin otro, respeto que por indicar su, sumisión y reverencia a Jesucristo, concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos, dedicados al augusto nombre de nuestro Dios (los que eran sumamente espaciosos y capaces de una multitud numerosa), para que de este modo se manifestasen superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad. De esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes gracias a Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo nombre, con el fin de librarse por este medio de las perpetuas penas y tormentos del friego eterno, así como de su presente destrucción; porque, muchos de estos que veis que con, tanta libertad y desacato hacen escarnio de los siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia, con dañado corazón se opone a aquel santo nombre; que, en el tiempo de sus infortunios le sirvió de antemural, irritando de este modo la divina justicia y dando motivo a que su ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y dolores, que están preparados perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia y gratitud fue no de corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo de las felicidades momentáneas y caducas de esta vida. IR A CONTENIDO CAPÍTULO II. Que jamás ha habido guerra en que los vencedores perdonasen a los vencidos, por respeto y amor a los dioses de éstos Y supuesto que están escritas en los anales del mundo y en los fastos de los antiguos tantas guerras acaecidas antes y después de la fundación y restablecimiento de Roma y su Imperio, lean y manifiesten estos insensatos un solo pasaje, una sola línea, donde se diga que los gentiles hayan tomado alguna ciudad en que los vencedores perdonasen a los que se habían acogido (como lugar de refugio) a los, templos de sus dioses. Pongan patente un solo lugar donde se refiera que en alguna ocasión mandó un capitán bárbaro, entrando por asalto y a fuerza de armas en una plaza, que no molestasen ni hiciesen mal a todos aquellos que se hallasen en tal o tal templo. ¿Por ventura, no vio Eneas a Príamo violando con su sangre las aras que él mismo había consagrado? Diómedes y Ulises, degollando las guardias, del alcázar y torre del homenaje, ¿no arrebataron el sagrado Paladión, atreviéndose a profanar con sus sangrientas manos, las virginales vendas de la diosa? Aunque no es positivo que de resultas de tan trágico suceso comenzaron a amainar y desfallecer las esperanzas de los griegos; pues enseguida vencieron y destruyeron a Troya a sangre y fuego, degollando a Príamo, que se había guarecido bajo la religiosidad de los altares. Sería a vista de este acaecimiento una proposición quimérica el sostener que Troya se perdió porque perdió a Minerva; porque ¿qué diremos que perdió primero la misma Minerva para que ella se perdiese? ¿Fueron por ventura sus guardas? Y esto seguramente es lo más cierto, pues, degollados, luego la. pudieron robar, ya que la defensa de los hombres no dependía de la imagen; antes más bien, la de ésta dependía de la de aquellos. Y estas naciones ilusas, ¿como adoraban y daban culto (precisamente para que los defendiese a ellos y a su patria) a aquella deidad que no pudo guardar a sus mismos centinelas? IR A CONTENIDO CAPÍTULO III. Cuán imprudentes fueron los romanos en creer que los dioses Penates, que no pudieron guardar a Troya, les habían de aprovechar a ellos Y ved aquí demostrado a qué especie de dioses encomendaron los romanos la conservación de su ciudad: ¡oh error sobremanera lastimoso! Enójanse con nosotros porque referimos la inútil protección que les prestan sus dioses, y no se irritan de sus escritores (autores de tantas. patrañas), que, para entenderlos y comprenderlos, aprobaron su dinero, teniendo a aquellos que se los leían por muy dignos de ser honrados con salario público y otros honores. Digo, pues, que en Virgilio, donde estudian los niños, se hallan todas estas ficciones, y leyendo un poeta tan famoso como sabio, en los primeros años de la pubertad, no se les puede olvidar tan fácilmente, según la sentencia de Horacio, «que el olor que una vez se pega a una vasija nueva le dura después para siempre». Introduce, pues, Virgilio a Juno, enojada y contraria de los troyanos, que dice a Eolo, rey de los vientos, procurando, irritarle contra ellos: «Una gente enemiga mía va navegando por el mar, Tirreno, y lleva consigo a Italia Troya y sus dioses vencidos»; ¿y es posible que unos hombres prudentes y circunspectos encomendasen la guarda de su ciudad de Roma a estos dioses vencidos, sólo con el objeto de que ella jamás fuese entrada de sus enemigos? Pero a esta objeción terminante contestarán alegando que expresiones tan enérgicas y coléricas las dijo Juno como mujer airada y resentida, no sabiendo lo que raciocinaba. Sin embargo, oigamos al mismo Epeas, a quien frecuentemente llama piadoso, y atendamos con reflexión a su sentimiento: «Ved aquí a Panto, sacerdote del Alcázar, y de Febe, abrazado él mismo con los vencidos dioses, y con un pequeño nieto suyo de la mano que, corriendo., despavorido, se acerca hacia mi puerta.» No dice que los, mismos dioses (a quienes no duda llamar vencidos) se los encomendaron a su defensa, sino que no encargó la suya a estas deidades, pues le dice Héctor «en tus manos encomienda Troya su religión y sus domésticos dioses.» Si Virgilio, pues, a estos falsos dioses los confiesa vencidos y ultrajados, y asegura que su conservación fue encargada a un hombre para que lo librase de la muerte, huyendo con ellos, ¿no es locura imaginar que se obró prudentemente cuando a Roma, se dieron semejantes patronos, y que, si no los perdiera esta ínclita ciudad, no podría ser tomada ni destruida? Mas claro: reverenciar y dar culto a unos dioses humillados, abatidos y vencidos, a quienes tienen por sus tutelares, ¿qué otra cosa es que tener, no buenos dioses, sino malos demonios? ¿Acaso no será más cordura creer, no que Roma jamás experimentaría este estrago, si ellos no se perdieran primero, sino que mucho antes sé hubieran perdido, si Roma, con todo su poder, no los hubiera guardado? Porqué, ¿quién habrá que, si quiere reflexionar un instante, no advierta que fue presunción ilusoria el persuadirse que no pudo ser tomada Roma bajo el amparo de unos defensores vencidos, y que al fin, sufrió su reina porque perdió los dioses que la custodiaban, pudiendo ser mejor la causa de este desastre el haber querido tener patronos que se habían de perder, y podían ser humillados fácilmente, sin que fuesen capaces de evitarlo? Y cuando los poetas escribían tales patrañas de sus dioses, no fue antojo que les vino de mentir, sino que a hombres sensatos, estando en su cabal juicio, les hizo fuerza la verdad para decirla y confesarla sinceramente. Pero de esta materia trataremos copiosamente y con más oportunidad en otro lugar. Ahora únicamente declararé, del mejor modo que me sea posible, cuanto había empezado a decir, sobre los ingratos moradores de la saqueada Roma. Estos blasfemando y profiriendo execrables expresiones, imputan a Jesucristo las calamidades que ellos justamente padecen por la perversidad de su vida y sus detestables crímenes, y al mismo tiempo no advierten que se les perdona la vida por reverencia a nuestro Redentor, llegando su desvergüenza a impugnar el santo: nombre de este gran Dios con las mismas palabras con que falsa y cautelosamente usurparan tan glorioso dictado para librar su vida, o, por mejor decir, aquellas lenguas que de miedo refrenaron en los lugares consagrados a su divinidad, para poder estar allí seguros; y adonde por respeto a él lo estuvieron de sus enemigos; desde allí, libres de la persecución, las sacaron alevemente, para disparar contra. él malignas imprecaciones y maldiciones escandalosas. IR A CONTENIDO CAPITULO IV. Cómo el asilo de Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no libró a ninguno de la furia, de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles ampararon del furor de los bárbaros a todos los que se acogieron a ellos La misma Troya; como dije, madre del pueblo romano, en los lugares consagrados a sus dioses no pudo amparar a los suyos ni librarlos del fuego y cuchillo de los griegos, siendo así qué era nación que adoraba unos mimos dioses por el contrario, «pusieron en el asilo y templo de Juno a a Fénix, y al bravo Ulises para guarda del latín. Aquí depositaban las preciosas alhajas de Troya que conducían de todas partes, las que extraían de los templos, que incendiaron las mesas de los dioses, los tazones de oro macizo y las ropas que robaban; alrededor estaban los niños y sus medrosas madres, en una prolongada fila, observando el rigor del saqueo. En efecto; eligieron un templo consagrado a la deidad de Juno, no con el ánimo de que de él no se pudiesen extraer los cautivos, sino para que dentro de su amplitud fuesen encerrados con mayor seguridad. Coteja, pues, ahora aquel asilo y lugar privilegiado, no como quiera dedicado a un dios ordinario o de la turba común, sino consagrado a la hermana y mujer del mismo Júpiter y reina de todas las deidades, con las iglesias de nuestros Santos Apóstoles, y observa si puede formarse paralelo entre unos y otros asilos. En Troya, los vencedores conducían, como en triunfo, los despojos y preseas que habían robado de los templos abrasados y de las estatuas y tesoros de los Dioses, con ánimo de distribuir la presa entre todos y no de comunicarla o restituirla a los miserables vencidos; pero en Roma volvían con reverencia y decoro las alhajas, que, hurtadas en diversos lugares, averiguaban pertenecían él los templos y santas capillas. En Troya, los vencidos perdían la libertad, y, en Roma, la conservaban ilesa con todas sus pertenencias. Allá prendían, encerraban y cautivaban a los vencidos, y acá se prohibía rigurosamente el cautiverio. En Troya encerraban y aprisionaban los vencedores a los que estaban señalados para esclavos, y en Roma conducían piadosamente los godos a sus respectivos hogares los que habían de rescatar y poner en libertad. Finalmente, allá la arrogancia y ambición de los inconstantes griegos escogió para sus usos y quiméricas supersticiones el templo de Juno; acá la misericordia y respeto de los godos (a pesar de ser nación bárbara e indisciplinada) escogió las iglesias de Cristo para asilo y amparo de sus fieles. Si no es que quieran decir que los griegos, en su victoria, respetaron los templos de los dioses comunes, no atreviéndose a matar ni cautivar en ellos a los miserables y vencidos troyanos que a ellos se acogían. Y concedido esto, diremos que Virgilio mintió o fingió aquellos sucesos conforme al estilo de los poetas; pero lo cierto es que él nos pintó con los más bellos coloridos la práctica que suelen observar los enemigos cuando saquean y destruyen las ciudades. IR A CONTENIDO CAPÍTULO V. Lo que sintió Julio César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando entran por fuerza en las ciudades. Julio César, en el dictamen que dio en el Senado sobre los conjurados, insertó elegantemente aquella norma que regularmente siguen los vencedores en las ciudades conquistadas, según lo refiere Salustio, historiador tan verídico cómo sabio «Es ordinario -dice- en la guerra, el forzar las doncellas; robar los muchachos, arrancar los tiernos hijos de los pechos de sus madres, ser violentadas las casadas y madres de familia, y practicar todo cuanto se le antoja a la insolencia de los vencedores; saquear los templos y casas, llevándolo todo a sangre y fuego, y, finalmente, ver las calles, las plazas… todo lleno de armas, cuerpos muertos, sangre vertida, confusión y lamentos.» Si César no mencionara en este lugar los templos, acaso pensaríamos que los enemigos solían respetar los lugares sagrados. Esta profanación temían los templos romanos les había de sobrevenir, causada, no por mano de enemigos, sino por la de Catilina y sus aliados, nobilísimos senadores y ciudadanos romanos; pero, ¿qué podía esperarse de una gente infiel y parricida? IR A CONTENIDO CAPITULO VI. Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que perdonasen a los vencidos que se guarecían en los templos Pero ¿qué necesidad hay de discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles guerras entre sí, las que no perdonaron a los vencidos que se acogieron al sagrado de sus templos? Observemos a los mismos romanos, recorramos el dilatado campo de su conducta, y examinemos a fondo sus prendas, en cuya especial alabanza se dijo: «que tenían por blasón perdonar a los rendidos y abatir a los soberbios»; y que siendo ofendidos quisieron más perdonar a sus enemigos que ejecutar en sus cervices la venganza. Pero, supuesto que esta nación avasalladora conquistó y saqueó un crecido número de ciudades que abrazan casi el ámbito de la tierra, con sólo el designio de extender y dilatar su dominación e imperio, dígannos si en alguna historia se lee que hayan exceptuado de sus rigores los templos donde librasen sus cuellos los que se acogían a su sagrado. ¿Diremos, acaso, que así lo practicaron, y que sus historiadores pasaron en silencio una particularidad tan esencial? ¿Cómo es posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para atribuírselas a esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los lugares y tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el rasgo característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De Marco Marcelo, famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se refiere que la lloró viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar la sangre de sus moradores vertió él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de la honestidad, queriendo se observase rigurosamente este precepto, a pesar de ser los siracusanos sus enemigos. Y para que todo esto se ejecutase como apetecía, antes que como vencedor mandase acometer y dar el asalto a la ciudad, hizo publicar un bando por el que se prescribía que nadie hiciese fuerza a todo el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al estilo de la guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y clemente como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en talo cual templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco se pasaron en silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en los reales a favor de la honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la ciudad de Tarento, es celebrado porque no permitió se saqueasen ni maltratasen las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de que, consultándole su secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los dioses, de las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos, manifestó su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que estaban armadas, dijo con donaire: «Dejémosles a los tarentinos sus dioses airados.» Pero, supuesto que los historiadores romanos no pudieron dejar de contar las lágrimas de Marcelo, ni el donaire de Fabio, ni la honesta clemencia de aquél y la graciosa moderación de éste, ¿cómo lo omitieran si ambos hubiesen perdonado alguna persona por reverencia a alguno de sus dioses, mandando que no se diese muerte ni cautivase a los que se refugiasen en el templo? IR A CONTENIDO CAPITULO VII. Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo Todo cuanto acaeció en este último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de edificios, robos, incendios, lamentos y aflicción, procedía del estilo ordinario de la guerra; pero lo que se experimentó y debió tenerse por un caso extraordinario, fue que la cruel~ dad bárbara del vencedor se mostrase tan mansa y benigna, que eligiese y señalase unas iglesias sumamente capaces para que se acogiese y salvase en ellas el pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni fuese extraído; adonde los enemigos que fUesen piadosos pudiesen conducir a muchos para librarlos de la muerte, y de donde los que fuesen crueles no pudiesen sacar a ninguno para reducirle a esclavitud; éstos son, ciertamente, efectos de la misericordia divina. Pero si hay alguno tan procaz de no advertir que esta particular gracia debe atribuirse al nombre de Cristo y a los tiempos cristianos, sin duda está ciego; el que lo ve y no lo celebra es Ingrato, y el que se opone a los que celebran con júbilo y gratitud este singular beneficio es un insensato. No permita Dios que ningún cuerdo quiera Imputar esta maravilla a la fuerza de los bárbaros. El que puso terror en los ánimos fieros, el que los refrenó, el que milagrosamente los templó, fue Aquel mismo que mucho antes había dicho por Su Profeta: «Tomaré enmienda de ellos Castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre y peste; pero no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del cumplimiento de la palabra que les tengo dada». IR A CONTENIDO CAPITULO VIII. De los bienes y males, que por la mayor parte son comunes a los buenos y malos No obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. ¿Y quién es tan benigno para con todos? «El mismo que hace que cada día salga el sol para los buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores». Porque aunque es cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán de su pecado, otros, como dice el Apóstol, «no haciendo caso del inmenso tesoro de la divina bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno, según las obras que hubiere hecho». Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio. Además de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia usa de rigor con los malos para castigarlos como me recen, pues es innegable que el Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los que no gozarán los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que no serán molestados los buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y males temporales de la vida mortal fuesen comunes a los unos y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia los bienes de que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e infortunios que observamos envía: también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que llaman prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se ensoberbece con los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al pecador le envía Dios adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se estraga con las pasiones, separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin embargo, en muchas ocasiones muestra Dios también en la distribución de prosperidad y calamidades con más evidencia su alto poder; porque, si de presente castigase severamente todos los pecados, podría creerse que nada reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales que no había Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las felicidades terrenas, las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano liberal a algunos que se las piden con humillación, diríamos que esta particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia de un Dios tan grande, tan justo y compasivo, y por consiguiente, si fuese tan franco que las concediese a cuantos las exigen de su bondad, entendería nuestra fragilidad y limitado entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de iguales premios, y, semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino codiciosos y avarientos. Siendo tan cierta, esta doctrina, aunque los buenos y, malos juntamente hayan sido afligidos con tribulaciones y, gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no sean distintos los males que unos y, otros han padecido; pues se compadece muy, bien la diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y a pesar de que sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y, el vicio; porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea, y, con un mismo trillo se quebranta la arista, y, el grano se limpia; y, asimismo, aunque se expriman con un mismo peso y husillo el aceite y el alpechín, no por eso se confunden entre sí; así también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y, a los malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores abominan y blasfeman de Dios, y, los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo, exhala cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima. IR A CONTENIDO CAPITULO IX. De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos ¿Qué han padecido los cristianos aquella común calamidad, que, considerado con imparcialidad, no les haya valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero, porque reflexionando con humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha enviado al mundo tantas calamidades, aunque ellos estén distantes de ser pecaminosos, viciosos e impíos, con todo, no tienen por tan exentos de toda culpa que puedan persuadirse no merecen la pena de las calamidades temporales. Además de esto, cada uno, por más ajustado que viva, a veces se deja arrastrar de la carnal concupiscencia, y aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo del pecado, al golfo de los vicios y a la impiedad más abominable, sin embargo, degeneran en pecados, o raros, o tanto más ordinarios cuanto son más ligeros. Exceptuados éstos, ¿dónde hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya horrenda soberbia, lujuria y avaricia, y por cuyos abominables pecados e impiedades, Dios, según que nos lo tiene amenazado repetidas veces por los Profetas, envía tribulaciones a la tierra) les trate del modo que merecen y viva con ellos de la manera que con semejantes debe vivirse? Pues de ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni advertirlos de su fatal estado, y, a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea porque nos molesta esa fatiga tan interesante al bien de las almas, ya porque nos causa pudor ofenderles cara a cara, reprendiéndoles sus demasías, ya porque deseamos excusar enemistades que acaso nos impidan y, perjudiquen en nuestros intereses temporales o en los que pretende nuestra ambición o en los que teme perder nuestra flaqueza; de, modo que, aunque a los justos ofenda y desagrade la vida de los pecadores, y por este motivo no incurran al fin en el terrible anatema que a los malos les está prevenido en el estado futuro, con todo, porque perdonan y no reprenden los pecados graves de los impíos, temerosos de los suyos, aunque ligeros y veniales, con justa razón les alcanza juntamente con ellos el azote temporal de las desdichas, aunque no el castigo eterno y, las horribles penas del infierno. Así pues, con justa causa gustan de las amarguras de esta vida, cuando Dios los aflige juntamente con los malos, porque, deleitándose en las dulzuras del estado presente, no quisieron mostrarles la errada senda que seguían cuando pecaban, y siempre que cualquiera deja de reprender y, corregir a los que obran mal, porque espera ocasión más oportuna, o por que recela que los pecadores pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o porque no impidan a los débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan ajustadamente, o los persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que es ocasión de codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que viven bien y aborrecen los vicios de los malos, disimulan los pecados de aquellos a quienes debieran reprender, procurando no ofenderlos porque no les acusen de las acciones que los inocentes usan lícitamente; aunque este saludable ejercicio deberían practicarlo con aquel anhelo y, santo celo del que deben estar internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos en este mundo y, únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria en esta suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y, tienen sucesión o procuran tenerla y, poseen casa y, familias (con quienes habla el Apóstol, enseñándoles y, amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus maridos y éstos con aquéllas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los criados con sus señores y, los señores con sus criados) procuran adquirir las cosas temporales y, terrenas, perdiendo su dominio contra su voluntad, por cuyo respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida escandalosa y abominable les da en rostro, sino también los que están ya en estado de mayor perfección, libres del vinculo y obligaciones del matrimonio, pasando su vida con una humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando a su fama y bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias de los impíos, dejan de reprenderlos; y aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo que ellos se rindan a sus amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en que no tienen comunicación unos con otros, por lo común no los quieren reprender, pudiendo, quizá, con su corrección lograr la enmienda de algunos, y, cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción, llena de caridad, corra peligro su crédito y Vida; no porque consideren que su fama y vida es necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque se apodera de su corazón flaco la falsa idea de que son dignas, de aprecio las lisonjeras razones con que los tratan los pecadores, y que, por otra parte, apetecen vivir en concordia entre los hombres durante la breve época de su existencia; y, si alguna vez temen la critica del vulgo y el tormento de la carne o de la muerte, esto es por algunos efectos que produce la codicia en los corazones, y no por lo que se debe a la caridad. Esta, en mi sentir, es una grave causa, porque juntamente con los malos atribula Dios a los buenos cuando quiere castigar las corrompidas costumbres con la aflicción de las penas temporales. A un mismo tiempo derrama sobre unos y otros las calamidades y los infortunios, no porque juntamente viven mal, sino porque aman la vida temporal como ellos, y estas molestias que sufren son comunes a los justos y a los pecadores, aunque no las padecen de un mismo modo; por esta causa los buenos deben despreciar esta vida caduca y de tan corta duración, para que los pecadores, reprendidos con sus saludables consejos, consigan la eterna y siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas máximas ni asociarse con los buenos para obtener el último galardón, los debemos sufrir y amar de corazón, porque mientras existen en esta vida mortal, es siempre problemático y dudoso si mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y Criador. En lo cual no sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a su condenación aquellos de quienes dice Dios por su Profeta: «El otro morirá, sin duda, justamente por su pecado, pero a los centinelas yo los castigaré como a sus homicidas», porque para este fin están puestas las atalayas o centinelas, esto es, los Propósitos y Prelados eclesiásticos, para que no dejen de reprender los pecados y procurar la salvación de las almas; mas no por eso estará totalmente exento de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las personas con quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo hace por no chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes que posee lícitamente, en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón. En cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por qué Dios los aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada atentamente, conocerá que el Altísimo opera con admirable, probidad y por un medio tan esencial a nuestra salud, para que de este modo se conozca el hombre a sí mismo y aprenda a amar a Dios con virtud y sin interés. Examinadas atentamente estas razones, veamos si acaso ha sucedido algún trabajo a los fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en bien, a no ser que pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice. «Que es infalible que a los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como adversas, les son ayudas de costa para su mayor bien.» IR A CONTENIDO CAPITULO X. Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las cosas temporales Si dicen que perdieron cuanto poseían, pregunto: ¿Perdieron la fe? ¿Perdieron la religión? ¿Perdieron los bienes del hombre interior, que es el rico en los ojos de Dios? Estas son las riquezas y el caudal de los cristianos, a quienes el esclarecido Apóstol de las gentes decía: «Grande riqueza es vivir en el servicio de Dios, y contentarse con lo suficiente y necesario, porque así como al nacer no metimos con nosotros cosa alguna en este mundo, así tampoco, al morir, la podremos llevar. Teniendo, pues, que comer y vestir, contentémonos con eso; porque los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones y lazos, en muchos deseos, no sólo necios, sino perniciosos, que anegan a los hombres en la muerte y condenación eterna; porque la avaricia es la raíz de todos los males, y cebados en ella algunos, y siguiéndola perdieron la fe y se enredaron en muchos dolores. Aquellos que en el saqueo de Roma perdieron los bienes de la tierra, si los poseían del modo que lo habían oído a este pobre en lo exterior, y rico en lo interior, esto es, si usaban del mundo como si no usaran de él, pudieron decir lo que Job, gravemente tentado y nunca vencido: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como al Señor le agradó, así se ha hecho; sea el nombre del Señor bendito>, para que, en efecto, como buen siervo estimase por rica y crecida hacienda la voluntad y gracia de su Señor; enriqueciese, sirviéndole con el espíritu, y no se entristeciese ni le causase pena el dejar en vida lo que había de dejar bien presto muriendo. Pero los más débiles y flacos, que estaban adheridos con todo su corazón a estos bienes temporales, aunque no lo antepusiesen al amor de Jesucristo, vieron con dolor, perdiéndolos, cuánto pecaron estimándolos con demasiado afecto; pues tan grande fue su sentimiento en este infortunio como los dolores que padecieron, según afirma el Apóstol, y dejo referido, y así convenía que se les enseñase también con la doctrina la experiencia a los que por tanto tanto tiempo no hicieron caso de la disciplina de la palabra, pues cuando dijo el Apóstol Pablo «que los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones», sin duda que en las riquezas no reprende la hacienda, sino la codicia. El mismo Santo Apóstol ordena en otro lugar a su discípulo Timoteo el siguiente reglamento para que anuncie entre las gentes, y le dice: «Que mande a los que son ricos en este mundo que no se ensoberbezcan ni confíen y pongan su esperanza en la instabilidad e incertidumbre de sus riquezas, sino en Dios vivo, que es el que nos ha dado todo lo necesario para nuestro sustento y consuelo con grande abundancia; que hagan bien, y sean ricos de buenas obras y fáciles en repartir con los necesitados, y humanos en el comunicarse, atesorando para lo sucesivo un fundamento sólido para alcanzar la vida eterna. Los que así dispusieron de sus haberes recibieron un extraordinario consuelo, reparando sus pequeñas quiebras con un excesivo interés y ganancia, pues dando con espontánea voluntad lo pusieron en mejor cobro, formándose un tesoro inagotable en el cielo, sin entristecerse por la privación de la posesión de unos bienes que, retenidos, más fácilmente se hubieran menoscabado y consumido. Estos bienes pudieron muy bien haber perecido en esta vida mortal por los fatales accidentes que ordinariamente acaecen, los cuales, en vida, pudieron poner en las manos del Señor. Los que no se separaron de los divinos consejos de Jesucristo, que por boca de San Mateo nos dice: «No queráis congregar tesoros en la tierra, adonde la polilla y el moho los corrompen, y adonde los ladrones los desentierran y hurtan, sino atesoraos los tesoros en el cielo, adonde no llega el ladrón ni la polilla lo corrompe, porque adonde estuviere vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.» En el tiempo de la tribulación y de las calamidades experimentaron con cuánta discreción obraron en no haber desechado el consejo del Divino Maestro, fidelísimo y segurísimo custodio. Pero si algunos se lisonjearon de haber tenido guardadas sus riquezas adonde por acaso sucedió que no llegase el enemigo, ¿con cuánta más certidumbre y seguridad pudieron alegrarse los que, por consejo de su Dios, transfirieron sus haberes al lugar donde de ningún modo podía penetrar todo el poder del vencedor? Y así nuestro Paulino, Obispo de Nola, que, de hombre poderoso se hizo voluntariamente pobre cuando los godos destruyeron la ciudad de Nola, una vez ya en su poder (según que luego lo supimos por él mismo) hacía oración a Dios con el mayor fervor, implorando su piedad por estas enérgicas expresiones: «Señor, no padezca yo vejaciones por el oro ni por la plata, porque Vos sabéis dónde está toda mi hacienda.» Y estas palabras manifestaban evidentemente que todos sus haberes los había depositado en donde le había aconsejado aquel gran Dios; el cual había dicho, previendo los males futuro:, que estas calamidades habían de venir al mundo, y por eso los que obedecieron a las persuasiones del Redentor, formando su tesoro principal donde y como debían, cuando los bárbaros saquearon las casas y talaron los campos no perdieron ni aun las mismas riquezas terrenas; mas aquellos a quienes pesó por no haber asentido al consejo divino dudoso del fin que tendrían sus haberes, echaron de ver ciertamente, si no ya con la ciencia del vaticinio, a lo menos con la experiencia, lo que debían haber dispuesto para asegurar perpetuamente sus bienes. Dirán que hubo también algunos cristianos buenos que fueron atormentados por los godos sólo porque les pusiesen de manifiesto sus riquezas; con todo, éstos no pudieron entregar ni perder aquel mismo bien con que ellos eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer ultrajes y tormentos que manifestar y dar sus fortunas; haberes, seguramente, que no eran buenos; pero a éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro; era necesario advertirles cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen a amar, especialmente al que se enriquece y padece por Dios, esperando la bienaventuranza, y no a la plata ni al oro, pues en apesadumbrarse por la pérdida de estos metales fuera una acción pecaminosa, ya los ocultasen mintiendo, ya los manifestasen y entregasen diciendo la verdad; porque en la fuerza de los mayores tormentos nadie perdió a Cristo ni su protección, confesando, y ninguno conservó el oro sino negando, y por eso las mismas afrentas que les daban instrucciones seguras para creer debían amar el bien incorruptible y eterno eran, quizá, de más provecho que los bienes por cuya adhesión y sin ningún fruto eran atormentados sus dueños; y si hubo algunos que, aunque nada tenían que poseer patente, cómo no los daban crédito, los molestaron con injurias y malos tratamientos, también éstos, acaso, desearían gozar grandes haberes, por cuyo afecto no eran pobres con una voluntad santa y sincera, y éste es el motivo porque – era necesario persuadirles que no era la hacienda, sino la codicia de ella la que merecia semejantes aflicciones; pero si por profesar una vida perfecta e intachable no tenían atesorado oro ni plata, no sé ciertamente si aconteció acaso a alguno de éstos que le atormentasen creyendo que tenía bienes; y, dado el caso de que así sucediese, sin duda, el que en los tormentos confesaba su pobreza, a Cristo confesaba; pero aun cuando no mereciese ser creído de los enemigos, con todo, el confesor de tan loable pobreza no pudo ser afligido sin la esperanza del premio y remuneración que le estaba preparada en el Cielo. IR A CONTENIDO CAPITULO XI. Del fin de la vida temporal ya sea breve ya sea larga Mas se dirá perecieron muchos cristianos al fuerte azote del hambre, que duró por mucho tiempo, y respondo que este infortunio pudieron convertirle en utilidad propia los buenos, sufriéndole piadosa y religiosamente, porque aquellos a quienes consumió el hambre se libraron de las calamidades de esta vida, como sucede en una enfermedad corporal; y los que aún quedaron vivos, este mismo azote les suministró los documentos más eficaces no sólo para vivir con parsimonia y frugalidad, sino para ayunar por más tiempo del ordinario. Si añaden que muchos cristianos murieron también a los filos de la espada, y que otros perecieron con crueles y espantosas muertes, digo que si estas penalidades no deben apesadumbrar, es una ridiculez pensarlo así, pues ciertamente es una aflicción común a todos los que han nacido en esta vida; sin embargo, es innegable que ninguno murió que alguna vez no hubiese de morir; y el fin de la vida, así a la que es larga como a la que es corta, las iguala y hace que sean una misma cosa, ya que lo que dejó una vez de ser no es mejor ni peor, ni más largo ni más corto. Y ¿qué importa se acabe la vida con cualquier género de muerte, si al que muere no puede obligársele a que muera segunda vez, y, siendo manifiesto que a cada uno de los mortales le están amenazando innumerables muertes en las repetidas ocasiones que cada día se ofrecen en esta vida, mientras está incierto cuál de ella le ha de sobrevenir? Pregunto si es mejor sufrir una, muriendo, o temerlas todas, viviendo. No ignoro con cuánto temor elegimos antes el vivir largos años debajo del imperio de un continuado sobresalto y amenazas de tantas muertes, que muriendo de una, no temer en adelante ninguna; pero una cosa es lo que el sentido de la carne, como débil, rehúsa con temor, y otra lo que la razón bien ponderada y examinada convence. No debe tenerse por mala muerte aquella a que precedió buena vida, porque no hace mala a la muerte sino lo que a ésta sigue indefectiblemente; por esto los que necesariamente han de morir, no deben hacer caso de lo que les sucede en su muerte, sino del destino adonde se les fuerza marchar en muriendo. Sabiendo, pues, los cristianos, que fue mucho mejor la muerte del pobre siervo de Dios «que murió entre las lenguas de los perros que lamían sus heridas, que la del impío rico que murió entre la púrpura y la holanda», ¿de qué inconveniente pudieron ser a los muertos que vivieron bien aquellos horrendos género de muertes con que fueron despedazados? IR A CONTENIDO CAPITULO XII. De la sepultura de los cuerpos humanos, la cual, aunque se les deniegue, a los cristianos no les quita nada Pero dirán que, siendo tan crecido el número de los muertos, tampoco hubo lugar espacioso para sepultarlos. Respondo que la fe de los buenos no teme sufrir este infortunio, acordándose que tiene Dios prometido que ni las bestias que los comen y consumen han de ser parte para ofender a los cuerpos que han de resucitar, «pues ni un cabello de su cabeza se les ha de perder». Tampoco dijera la misma verdad por San Mateo «No temáis a los que matan al cuerpo y no pueden mataros el alma», si fuese inconveniente para la vida futura todo cuanto los enemigos quisieran hacer de los cuerpos de los difuntos; a no ser que haya alguno tan necio que pretenda defender, no debemos temer antes de la muerte a los que matan el cuerpo, precisamente por el hecho de darle muerte, sino después de la muerte, porque no impidan la sepultura del cuerpo; luego es tanto lo que dice el mismo Cristo, que pueden matar el cuerpo y no más, si tienen facultad, para poder disponer tan absolutamente de los cuerpos muertos; pero Dios nos libre de imaginar ser incierto lo que dice la misma Verdad. Bien confesamos que estos homicidas obran seguramente por sí cuando quitan la vida, pues cuando ejecutan la misma acción en el cuerpo hay sentido; pero muerto ya el cuerpo, nada les queda que hacer, pues ya no hay sentido alguno que pueda padecer; no obstante, es cierto que a muchos cuerpos de los cristianos no les cubrió la tierra, así como lo es que no hubo persona alguna que pudiese apartarlos del, cielo y de la tierra, la cual llena con su divina presencia. Aquel mismo que sabe cómo ha de resucitar lo que crió. Y aunque por boca de su real profeta dice: «Arrojaron los cadáveres de sus siervos para que se los comiesen las aves, y las carnes de tus Santos, las bestias de la tierra. Derramaron su sangre alrededor de Jerusalén como agua, y no había quien les diese sepultura»; mas lo dijo por exagerar la impiedad de los que lo hicieron, que no la infelicidad de los que la padecieron; porque, aunque estas acciones, a los ojos de los hombres, parezcan duras y terribles; pero a los del Señor «siempre fue preciosa la muerte de sus Santos»; y así, el disponer todas las cosas que se refieren al honor y utilidad del difunto, como son: cuidar del entierro, elegir la sepultura, preparar las exequias, funeral y pompa de ellas, más podemos caracterizarlas por consuelo de los vivos que por socorro de los muertos. Y si no, díganme qué provecho se sigue al impío de ser sepultado en un rico túmulo y que se le erija un precioso mausoleo, y les confesaré que al justo no perjudica ser sepultado en una pobre hoya o en ninguna. Famosas exequias fueron aquellas que la turba de sus siervos consagró a la memoria de su Señor, tan impío como poderoso, adornando su yerto cuerpo con holandas y púrpura; pero más magnificas fueron a los ojos de aquel gran Dios las que se hicieron al pobre Lázaro, llagado, por ministerio de los ángeles, quienes no le enterraron en un suntuoso sepulcro de mármol, sino que depositaron su cuerpo en el seno de Abraham. Los enemigos de nuestra santa religión se burlan de esta santa doctrina, contra quienes nos hemos encargado de la defensa de la Ciudad de Dios, y, con todo observamos que tampoco sus filósofos cuidaron de la sepultura de sus difuntos; antes, por el contrario, observamos que, en repetidas ocasiones, ejércitos enteros muertos por la patria no cuidaron de elegir lugar donde, después de muertos, fuesen sepultados, y menos, de que las bestias podrían devorarlos dejándolos desamparados en los campos; por esta razón pudieron felizmente decir los poetas: «Que el cielo cubre al que no tiene losa». Por esta misma razón no debieran baldonar a los cristianos sobre los cuerpos que quedaron sin sepultura, a quienes promete Dios la reformación de sus cuerpos, como de todos lo: miembros, renovándoselos en un momento con increíbles mejoras. IR A CONTENIDO CAPITULO XIII. De la forma que tienen los Santos en sepultar los cuerpos No obstante lo que llevamos expuesto, decimos que no se deben menospreciar, ni arrojarse los cadáveres de los difuntos, especialmente los de los justos y fieles, de quienes se ha servido el, Espíritu Santo «como de unos vasos de elección e instrumentos para todas las obras buenas»; porque si los vestidos, anillos y otras alhajas de los padres, las estiman sobremanera sus hijos cuanto es mayor el respeto y afecto que les tuvieron, así también deben ser apreciados los propios cuerpos que les son aún más familiares y aún más inmediatos que ningún género de vestidura; pues éstas no son cosas que nos sirven para el adorno o defensa que exteriormente nos ponemos, sino que son parte de la misma naturaleza. Y así, vemos que los entierros de los antiguos justos se hicieron en su tiempo con mucha piedad, y que se celebraron sus exequias, y se proveyeron de sepultura, encargando en vida a sus hijos el modo con que debían sepultar o trasladar sus cuerpos. Tobías es celebrado por testimonio de un ángel de haber alcanzado la gracia y amistad de Dios ejercitando su piedad de enterrar los muertos. El mismo Señor, habiendo de resucitar al tercero día, celebró la buena obra de María Magdalena, y encargó se celebrase el haber derramado el ungüento precioso sobre Su Majestad, porque lo hizo para sepultarle; y en el Evangelio, hace honorífica mención San Juan de José de Arimatea y Nicodemus, que, bajaron de la cruz el santo cuerpo de Jesucristo, y procuraron con diligencia y reverencia amortajarle y enterrarle; sin embargo, no hemos de entender que las autoridades alegadas pretenden enseñar que hay algún sentido en los cuerpos muertos; por el contrario, nos significan que los, cuerpos de los muertos están, como todas las cosas, bajo la providencia de Dios, a quien agradan semejantes oficios de piedad, para confirmar la fe de la resurrección. Donde también aprendemos para nuestra salud cuán grande puede ser el premio y remuneración de las limosnas que distribuimos entre los vivos indigentes, pues a Dios no se le pasa por alto ni aun el pequeño oficio de sepultar los difuntos, que ejercemos con caridad y rectitud de ánimo, nos ha de proporcionar una recompensa muy superior a nuestro mérito. También debemos observar que cuanto ordenaron los santos Patriarcas sobre los enterramientos o traslaciones de los cuerpos quisieron lo tuviésemos presente como enunciado con espíritu profético; mas no hay causa para que nos detengamos en este punto; basta, pues, lo que va insinuado, y si las cosas que en este mundo son indispensables para sustentarse los vivos, como son comer y vestir, aunque nos falten con grave dolor nuestro, con todo, no disminuyen en los buenos la virtud de la paciencia ni destierran del corazón la piedad y religión, antes si, ejercitándola, la alientan y fecundizan en tanto grado; por lo mismo, las cosas precisas para los entierros y sepulturas de los difuntos, aun cuando faltasen, no harán míseros ni indigentes a los que están ya descansando en las moradas de los justos; y así cuando en el saco de Roma echaron de menos este beneficio los cuerpos cristianos, no fue culpa de los vivos, pues no pudieron ejecutar libremente esta obra piadosa, ni pena de los muertos, porque ya no podían sentirla. IR A CONTENIDO CAPITULO XIV. Del cautiverio de los Santos, y cómo jamás les faltó el divino consuelo Sí dijesen que muchos cristianos fueron llevados en cautiverio, confieso que fue infortunio grande si, por acaso, los condujeron donde no hallasen a su Dios; mas, para templar esta calamidad, tenemos también en las sagradas letras grandes consuelos. Cautivos estuvieron los tres jóvenes, cautivo estuvo Daniel y otros profetas, y no les faltó Dios para su consuelo. Del mismo modo, tampoco desamparó a sus fieles en el tiempo de la tiranía y de la opresión de gente, aunque bárbara, humana, el mismo que no desamparó a su profeta ni aun en el vientre de la ballena. A pesar de la certeza de estos hechos, los incrédulos a quienes instruimos en estas saludables máximas intentan desacreditarlas, negándolas la fe que merecen, y, con todo, en sus falsos escritos creen que Arión Metimneo, famoso músico de cítara, habiéndose arrojado al mar, le recibió en sus espaldas un delfín y le sacó a tierra; pero replicarán que el suceso de Jonás es más increíble, y, sin duda, puede decirse que es más increíble, porque es más admirable, y más admirable, porque es más poderoso. IR A CONTENIDO CAPITULO XV. De Régulo, en quien hay un ejemplo de que se debe sufrir el cautiverio aun voluntariamente por la religión, lo que no pudo aprovecharle por adorar a los dioses Los contrarios de nuestra religión tienen entre sus varones insignes un noble ejemplo de cómo debe sufrirse voluntariamente el cautiverio por causa de la religión. Marco Atilio Régulo, general del ejército romano, fue prisionero de los cartagineses, quienes teniendo por más interesante que los romanos les restituyesen los prisioneros, que ellos tenían que conservar los suyos, para tratar de este asunto enviaron a Roma a Régulo en compañía de sus embajadores, tomándole ante todas cosas juramento de qué si no se concluía favorablemente lo que pretendía la República, se volvería a Cartago. Vino a Roma Régulo, y en el Senado persuadió lo contrario, pareciéndole no convenía a los intereses de la República romana el trocar los prisioneros. Concluido este negocio, ninguno de los suyos le forzó a que volviese a poder de sus enemigos; pero no por eso dejó Régulo de cumplir su juramento. Llegado que fue a Cartago, y dada puntual razón de la resolución del Senado, resentidos los cartagineses, con exquisitos y horribles tormentos le quitaron la vida, porque metiéndole en un estrecho madero, donde por fuerza estuviese en pie, habiendo clavado en él por todas partes agudísimos puntas, de modo que no pudiese inclinarse a ningún lado sin que gravemente se lastimase, le mataron entre los demás tormentos con no dejarle morir naturalmente. Con razón, pues, celebran la virtud, que fue mayor que la desventura, con ser tan grande; pero, sin embargo estos males le vaticinaban ya el juramento que había hecho por los dioses, quienes absolutamente prohibían ejecutar tales atrocidades en el género humano, como sostienen sus adoradores. Mas ahora pregunto: si esas falsas deidades, que eran reverenciadas de los hombres para que los hiciesen prósperos en la vida presente, quisieron o permitieron que al mismo que juró la verdad se le diesen tormentos tan acerbos, ¿qué providencia más dura pudieran tomar cuando estuvieran enojados con un perjuro? Pero, por cuanto creo que con este solo argumento no concluiré ni dejaré convencido lo uno ni lo otro, continúo así. Es cierto que Régulo adoró y dio culto a los dioses, de modo que por la fe del juramento ni se quedó en su patria ni se retiró a otra parte, sino que quiso volverse a la prisión, donde había de ser maltratado de sus crueles enemigos; si pensó que esta acción tan heroica le importaba para esta vida, cuyo horrendo fin experimentó en sí mismo, sin duda, se engañaba; porque con su ejemplo nos dio un prudente documento de que los dioses nada contribuían para su felicidad temporal, pues adorándolos Régulo fue, sin embargo, vencido y preso, y porque no quiso hacer otra cosa, sino que cumplir exactamente lo que había jurado por los, falsos dioses, murió atormentado con un nuevo nunca visto y horrible género de muerte; pero si la religión de los dioses da después de esta vida la felicidad, como por premio, ¿por qué calumnian a los tiempos cristianos, diciendo que le vino a Roma aquella calamidad por haber dejado la religión de sus dioses? ¿Pues, acaso, reverenciándoles con tanto respeto, pudo ser tan infeliz como lo fue Régulo? Puede que acaso haya alguno que contra una verdad tan palpable se oponga todavía con tanto furor y extraordinaria ceguedad, que se atreva a defender que, generalmente, toda una ciudad que tributa culto a los dioses no puede serlo, porque de estos dioses es más a propósito el poder para conservar a muchos que a cada uno en particular, ya que la multitud consta de los particulares. Si confiesan que Régulo, en su cautiverio y corporales tormentos, pudo ser dichoso por la virtud del alma, búsquese antes la verdadera virtud con que pueda ser también feliz la ciudad, ya que la ciudad no es dichosa por una cosa y el hombre por otra, pues la ciudad no es otra cosa que muchos hombres unidos en sociedad para defender mutuamente sus derechos. No disputo aquí cuál fue la virtud de Régulo; basta por ahora decir que este famoso ejemplo les hace confesar, aunque no quieran, que no deben adorarse los dioses por los bienes corporales o por los acaecimientos que exteriormente sucedan al hombre, puesto que el mismo Régulo quiso más carecer de tantas dichas que ofender a los dioses por quienes había jurado. ¿Pero, qué haremos con unos hombres que se glorían de que tuvieron tal ciudadano cual temen que no sea su ciudad, y si no temen, confiesan de buena fe que casi lo mismo que sucedió a Régulo pudo suceder a la ciudad, observando su culto y religión con tanta exactitud como él, y dejen de calumniar los tiempos cristianos? Mas por cuanto la disputa empezó sobre los cristianos, que igualmente fueron conducidos a la prisión y al cautiverio, dense cuenta de este suceso y enmudezcan los que por esta ocasión, con desenvoltura e imprudencia, se burlan de la verdadera religión; porque si fue ignominia de sus dioses que el que más se esmeraba en su servicio por guardarles la fe del juramento creciese de su patria, no teniendo otra; y que, cautivo en poder de sus enemigos, muriese con una prolija muerte y nuevo género de crueldad, mucho menos debe ser reprendido el nombre cristiano por la cautividad de los suyos, pues viviendo con la verdadera esperanza de conseguir la perpetua posesión de la patria celestial, aun en sus propias tierras saben que son peregrinos. IR A CONTENIDO CAPITULO XVI. Si las violencias que quizá padecieron las santas doncellas en su cautiverio pudieron contaminar la virtud del ánimo sin el consentimiento de la voluntad Piensan seguramente que ponen un crimen enorme a los cristianos cuando, exagerando su cautiverio, añaden también que se cometieron impurezas, no sólo en las casadas y doncellas, sino también en las monjas, aunque en este punto ni la fe, ni la piedad, ni la misma virtud que se apellida castidad, sino nuestro frágil discurso es el que, entre el pudor y la razón, se, halla como en caos de confusiones o en un aprieto, del que no puede evadirse sin peligro; mas en esta materia no cuidamos tanto de contestar a los extraños como de consolar a los nuestros. En cuanto a lo primero, sea, pues, fundamento fijo, sólido e incontestable, que la virtud con que vivimos rectamente desde el alcázar del alma ejerce su imperio sobre los miembros del cuerpo, y que éste se hace santo con el uso y medio de una voluntad santa, y estando ella incorrupta y firme, cualquiera cosa que otro hiciere del cuerpo o en el cuerpo que sin pecado propio no se pueda evitar, es sin culpa del que padece, y por cuanto no sólo se pueden cometer en un cuerpo ajeno acciones que causen dolor, sino también gusto sensual, lo que así se cometió, aunque no quita la honestidad, que con ánimo constante se conservé, con todo causa pudor para que así no se crea que se perpetró con anuencia de la voluntad lo que acaso no pudo ejecutarse sin algún deleite carnal; y por este motivo, ¿qué humano afecto habrá que no excuse o perdone a las que se dieron muerte por no sufrir esta calamidad? Pero respecto de las otras que no se mataron por librarse con su muerte de un pecado ajeno, cualesquiera que les acuse de este defecto, si le padecieron, no se excusa de ser reputado por necio. IR A CONTENIDO CAPITULO XVII. De la muerte voluntaria por miedo de la pena o deshonra Si a ninguno de los hombres es lícito matar a otro de propia autoridad, aunque verdaderamente sea culpado, porque ni la ley divina ni la humana nos da facultad para quitarle la vida; sin duda que el que se mata a sí mismo también es homicida, haciéndose tanto más culpado cuando se dio muerte, cuanta menos razón tuvo para matarse; porque si justamente abominamos de la acción de Judas y la misma verdad condena su deliberación, pues con ahorcarse más acrecentó que satisfizo el crimen de su traición (ya que, desesperado ya de la divina misericordia y pesaroso de su pecado, no dio lugar a arrepentirse y hacer una saludable penitencia), ¿cuánto más debe abstenerse de quitarse la vida el que con muerte tan infeliz nada tiene en sí que castigar? Y en esto hay notable diferencia, porque Judas, cuando se dio muerte, la dio a un hombre malvado, y, con todo, acabó esta vida no sólo culpado en la muerte del Redentor, sino en la suya propia, pues aunque se mató por un pecado suyo, en su muerte hizo otro pecado. IR A CONTENIDO CAPITULO XVIII. De la torpeza ajena y violenta que padece en su forzado cuerpo una persona contra su voluntad Pregunto, pues, ¿por qué el hombre, que a nadie ofende ni hace mal, ha de hacerse mal a sí propio y quitándose la vida ha de matar a un hombre sin culpa, por no sufrir la culpa de otro, cometiendo contra sí un pecado propio, porque no. se cometa en él el ajeno? Dirán: porque teme ser manchado con ajena torpeza; pero siendo, como es, la honestidad una virtud del alma, y teniendo, como tiene, por compañera la fortaleza, con la cual puede resolver el padecer ante cualesquiera aflicciones que consentir en un solo pecado, y no estando, como no está, en la mano y facultad del hombre más magnánimo y honesto lo que puede suceder de su cuerpo, sino sólo el consentir con la voluntad o disentir, ¿quién habrá que tenga entendimiento sano que juzgue que pierde su honestidad, si acaso en su cautivo y violentado cuerpo se saciase la sensualidad ajena? Porque si de este modo se pierde la honestidad, no será virtud del alma ni será de los bienes con que se vive virtuosamente, sino será de lo: bienes del cuerpo, como son las fuerzas, la hermosura, la complexión sana y otras cualidades semejantes, las cuales dotes, aunque decaigan en nosotros, de ninguna manera nos acortan la vida buena y virtuosa; y si la honestidad corresponde a alguna de estas prendas tan estimadas, ¿por qué procuramos, aun con riesgo del cuerpo, que no se nos pierda? Pero si toca a los bienes del alma, aunque sea forzado y padezca el cuerpo, no por eso se pierde; antes bien, siempre que la santa continencia no se rinda a las impurezas de la carnal concupiscencia, santifica también el mismo cuerpo. Por tanto, cuando con invencible propósito persevera en no rendirse, tampoco se pierde la castidad del mismo cuerpo, porque está constante la voluntad en usar bien y santamente de él, y cuanto consiste en él, también la facultad. El cuerpo no es santo porque sus miembros estén íntegros o exentos de tocamientos torpes, pues pueden, por diversos accidentes, siendo heridos, padecer fuerza, y a veces observamos que los médicos, haciendo sus curaciones, ejecutan en los remedios que causan horror. Una partera examinando con la mano la virginidad de una doncella, lo fuese por odio o por ignorancia en su profesión, o por acaso, andándola registrando, la echó a perder y dejó inútil; no creo por eso que haya alguno tan necio que presuma que perdió la doncella por esta acción la santidad de su cuerpo, aunque perdiese la integridad de la parte lacerada; y así cuando permanece firme el propósito de la voluntad por el cual merece ser santificado el cuerpo, tampoco la violencia de ajena sensualidad le quita al mismo cuerpo la santidad que conserva in violable la perseverancia en su continencia. Pregunto: si una mujer fuese con voluntad depravada, y trocado el propósito que había hecho a Dios a que la deshonrase uno que la había seducido y engañado, antes que llegue al paraje designado, mientras va aún caminando, ¿diremos que es ésta santa en el cuerpo, habiendo ya perdido la santidad del alma con que se santificaba el cuerpo? Dios nos libre de semejante error. De esta doctrina debemos deducir que, así como se pierde la santidad del cuerpo, perdida ya la del alma, aunque el cuerpo quede íntegro e intacto, así tampoco se pierde la santidad del cuerpo quedando entera la santidad del alma, no obstante de que el cuerpo padezca violencia; por lo cual, si una mujer que fuese forzada violentamente sin consentimiento suyo, y padeció menoscabo en su cuerpo con pecado ajeno, no tiene que castigar en sí, matándose voluntariamente, ¿cuánto más antes que nada suceda, porque no venga a cometer un homicidio cierto, estando el mismo pecado, aunque ajeno, todavía incierto? Por ventura, ¿se atreverán a contradecir a esta razón tan evidente con que probamos que cuando se violenta un cuerpo, sin haber habido mutación en el propósito de la castidad, consintiendo en el pecado, es sólo culpa de aquel que conoce por fuerza a la mujer, y no de la que es forzada y de ningún modo consiente con quien la conoce? ¿Tendrán atrevimiento, digo, a contradecir estas reflexiones aquellos contra quienes defendemos que no sólo las conciencias, sino también los cuerpos de las mujeres cristianas que padecieron fuerza en el cautiverio fueron inculpables y santos? IR A CONTENIDO CAPITULO XIX. De Lucrecia, que se mató por haber sido forzada Celebran y ensalzan los antiguos con repetidas alabanzas a Lucrecia, ilustre romana, por su honestidad y haber padecido la afrenta de ser forzada por el hijo del rey Tarquino el Soberbio. Luego que salió de tan apretado lance, descubrió la insolencia de Sexto a su marido Colatino y a su deudo Junio Bruto, varones esclarecidos por su linaje y valor, empeñándolos en la venganza; pero, impaciente y dolorosa de la torpeza cometida en su persona, se quitó al punto la vida. A vista de este lamentable suceso, ¿qué diremos? ¿En qué concepto hemos de tener a Lucrecia, en el de casta o en el de adúltera? Pero quién hay que repare en esta controversia? A este propósito, con verdad y elegancia, dijo un célebre político en una declaración: «Maravillosa cosa; dos fueron, y uno sólo cometió el adulterio; caso estupendo, pero cierto.» Porque, dando a entender que en esta acción en el uno había habido un apetito torpe y en la otra una voluntad casta, y atendiendo a lo que resultó, no de la unión de los miembros, sino de la diversidad de los ánimos; dos, dice, fueron, y uno sólo cometió el adulterio. Pero ¿qué novedad es ésta que veo castigada con mayor rigor a la que no cometió el adulterio? A Sexto, que es el causante, le destierran de su patria juntamente con su padre, y a Lucrecia la veo acabar su inocente vida con la pena más acerba que prescribe la ley: si no es deshonesta la que padece forzada, tampoco es justa la que castiga a la honesta. A vosotros apelo, leyes y magistrados romanos, pues aun después, de cometidos los delitos jamás permitisteis matar libremente a un facineroso sin formarle primero proceso, ventilar su causa por los trámites del Derecho y condenarle luego; si alguno presentase esta causa en vuestro tribunal y os constase por legítimas pruebas que habían muerto a una señora, no sólo sin oírla ni condenarla, sino también siendo casta e inocente, pregunto: ¿no castigaríais semejante delito con el rigor y severidad que merece?. Esto hizo aquella celebrada Lucrecia: a la inocente, casta y forzada Lucrecia la mató la misma Lucrecia; sentenciadlo vosotros, y si os excusáis diciendo no podéis ejecutarlo porque no está presente para poderla castigar, ¿por qué razón a la misma que mató a una mujer casta e inocente la celebráis con tantas alabanzas? Aunque a presencia de los jueces infernales, cuales comúnmente nos los fingen vuestros poetas, de ningún modo podéis defenderla estando ya condenada entre aquellos que con su propia mano, sin culpa, se dieron muerte, y, aburridos de su vida, fueron pródigos de sus almas a quien. deseando volver acá no la dejan ya las irrevocables leyes y la odiosa laguna con sus tristes ondas la detiene; por ventura, ¿no está allí porque se mató, no inocentemente, sino porque la remordió la conciencia? ¿Qué sabemos lo que ella solamente pudo saber, si llevada de su deleite consintió con Sexto que la violentaba, y, arrepentida de la fealdad de esta acción, tuvo tanto sentimiento que creyese no podía satisfacer tan horrendo crimen sino con su muerte? Pero ni aun así debía matarse, si podía acaso hacer alguna penitencia que la aprovechase delante de sus dioses. Con todo, si por fortuna es así, y fue falsa la conjetura de que dos fueron en el acto y uno sólo el que cometió el adulterio, cuando, por el contrario, se presumía que ambos lo perpetraron, el uno con evidente fuerza y la otra con interior consentimiento, en este caso Lucrecia no se mató inocente ni exenta de culpa, y por este motivo los que defienden su causa podrán decir que no está en los infiernos entre aquellos que sin culpa se dieron la muerte con sus propias manos; pero de tal modo se estrecha por ambos extremos el argumento, que si se excusa el homicidio se confirma el adulterio, y si se purga éste se le acumula aquél; por fin, no es dable dar fácil solución a este dilema: si es adúltera, ¿por qué la alaban?, y si es honesta, ¿por qué la matan? Mas respecto de nosotros, éste es un ilustre ejemplo para convencer a los que, ajenos de imaginar con rectitud, se burlan de las cristianas que fueron violadas en su cautiverio, y para nuestro consuelo bastan los dignos loores con que otros han ensalzado a Lucrecia, repitiendo que dos fueron y uno cometió el adulterio, porque todo el pueblo romano quiso mejor creer que en Lucrecia no hubo consentimiento que denigrase su honor, que persuadirse que accedió sin constancia a un crimen tan grave. Así es que el haberse quitado la vida por sus propias manos no fue porque fuese adúltera, aunque lo padeció inculpablemente; ni por amor a la castidad, sino por flaqueza y temor de la vergüenza. Tuvo, pues, vergüenza de la torpeza ajena que se había cometido en ella, aunque no con ella, y siendo como era mujer romana, ilustre por sangre y ambiciosa de honores, temió creyese él vulgo que la violencia que había sufrido en vida había sido con voluntad suya; por esto quiso poner a los ojos de los hombres aquella pena con que se castigó, para que fuese testigo de su voluntad ante aquellos a quienes no podía manifestar su conciencia. Tuvo, pues, un pudor inimitable y un justo recelo de que alguno presumiese había sido cómplice en el delito, si la injuria que Sexto había cometido torpemente en su persona la sufriese con paciencia. Mas no lo practicaron así las mujeres cristianas, que habiendo tolerado igual desventura aun viven; pero tampoco vengaron en si el pecado ajeno, por no añadir a las culpas ajenas las propias, como lo hicieran, si porque el enemigo con brutal apetito sació en ellas sus torpes deseos, ellas precisamente por el pudor público fueran homicidas de sí mismas. Es que tenían dentro de sí mismas la gloria de su honestidad, el testimonio de su conciencia, que ponen delante de los ojos de su Dios, y no desean más cuando obran con rectitud ni pretenden otra cosa por no apartarse de la autoridad de la ley divina, aunque a veces se expongan a las sospechas humanas. IR A CONTENIDO CAPITULO XX. Que no hay autoridad que permita en ningún caso a los cristianos el quitarse a sí propios la vida Por eso, no sin motivo, vemos que en ninguno de los libros santos y canónicos se dice que Dios nos mande o permita que nos demos la muerte a nosotros propios, ni aun por conseguir la inmortalidad, ni por excusarnos o libertarnos de cualquiera calamidad o desventura. Debemos asimismo entender que nos comprende a nosotros la ley, cuando dice Dios, por boca de Moisés: «no matarás», porque no añadió a tu prójimo, así como cuando nos vedó decir falso testimonio, añadió: «no dirás falso testimonio contra tu prójimo«; mas no por eso, si alguno dijere falso testimonio contra sí mismo, ha de pensar que se excusa de este pecado, porque la regla de amar al prójimo la tomó el mismo autor del amor de si mismo, pues dice la Escritura: «amarás a tu prójimo como a ti mismo», y si no menos incurre en la culpa de un falso testimonio el que contra sí propio le dice que si le dijera contra su prójimo, aunque en el precepto donde se prohíbe el falso testimonio se prohíbe específicamente contra el prójimo, y acaso puede figurárseles a los que no lo entienden bien que no está vedado que uno le diga contra sí mismo; cuánto más se debe entender que no es licito al hombre el matarse a sí mismo, pues donde dice la Escritura «no matarás», aunque después no añada otra particularidad, se entiende que a ninguno exceptúa, ni aun al mismo a quien se lo manda. Por este motivo hay algunos que quieren extender este precepto a las bestias, de modo que no podemos matar ninguna de ellas; pero si esto es cierto en su hipótesis, ¿por qué no incluyen las hierbas y todo que por la raíz se sustenta y planta en la tierra? Pues todos estos vegetales, aunque no sientan, con todo se dice que viven y, por consiguiente, pueden morir; así pues, siempre que las hicieren fuerza las podrán matar, en comprobación de esta doctrina, el apóstol de las gentes, hablando de semejantes semillas dice: «Lo que tú siembras no se vivifica si no muere primero»; y el salmista dijo: «matóles sus vidas con granizo». Y acaso cuando nos mandan no matarás», ¿diremos que es pecado arrancar una planta? Y si así lo concediésemos, ¿no caeríamos en el error de los maniqueos? Dejando, pues, a un lado estos dislates, cuando dice «no matarás« », debemos comprender que esto no pudo decirse de las plantas, porque en ellas no hay sentido; ni de los irracionales, como son: aves, peces, brutos y reptiles, porque carecen de entendimiento para comunicarse con nosotros; y así, por justa disposición del Criador, su vida y muerte está sujeta a nuestras necesidades y voluntad. Resta, Pues, que entendamos lo que Dios prescribe respecto al hombre: dice «no matarás», es decir, a otro hombre; luego ni a ti propio, porque el que se mata a sí no mata a otro que a un hombre. IR A CONTENIDO CAPITULO XXI. De las muertes de hombres en que no hay homicidio A pesar de lo arriba dicho, el mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este precepto, «no matarás», los que por orden de Dios declararon guerras o representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida. Por esta causa, Abraham, estando resuelto a sacrificar al hijo único que tenía, no solamente no fue notado de crueldad, sino que fue ensalzado y alabado por su piedad para con Dios, pues aunque, cumpliendo el mandato divino, determinó quitar la vida a Isaac, no efectuó esta acción por ejecutar un hecho pecaminoso, sino por obedecer a los preceptos de Dios, y éste es el motivo porque se duda, con razón, si se debe tener por mandamiento expreso de Dios lo que ejecutó Jepté matando a su hija cuando salió al encuentro para darle el parabién de su victoria, en conformidad con el voto solemne que había hecho de sacrificar a Dios el primero que saliese a recibirle cuando volviese victorioso. Y la muerte de Sansón no por otra causa se justifica cuando justamente con los enemigos quiso perecer bajo las ruinas del templo, sino porque secretamente se lo había inspirado el espíritu de Dios, por cuyo medio hizo acciones milagrosas que causan admiración. Exceptuados, pues, estos casos y personas a quienes el Omnipotente manda matar expresamente o la ley que justifica este hecho y presta su autoridad, cualquiera otro que quitase la vida a un hombre, ya sea a sí mismo, ya a otro, incurre en el crimen de homicidio. IR A CONTENIDO CAPITULO XXII. Que en, ningún caso puede llamarse a la muerte voluntaria grandeza de ánimo Todos los que han ejecutado en sus personas muerte voluntaria podrán ser, acaso, dignos de admiración por su grandeza de ánimo, mas no alabados por cuerdos y sabios; aunque si con exactitud consultásemos a la razón (móvil de nuestras acciones), advertiríamos no debe llamarse grandeza de ánimo cuando uno, no pudiendo sufrir algunas adversidades o pecados de otros, se mata a sí mismo porque en este caso muestra más claramente su flaqueza, no pudiendo tolerar la dura servidumbre de su cuerpo o la necia opinión del vulgo; pero si deberá tenerse por grandeza de ánimo la de aquel que sabe soportar las penalidades de la vida y no huye de ellas, como la del que sabe despreciar las ilusiones del juicio humano, particularmente las del vulgo, cuya mayor parte está generalmente impregnada de errores, si atendemos a las máximas que dicta la luz y la pureza de una conciencia sana. Y si se cree que es una acción capaz de realizar la grandeza de ánimo de un corazón constante el matarse a sí mismo, sin duda que Cleombroto es singular en esta constancia, pues de él refieren que, habiendo leído el libro de Platón donde trata de la inmortalidad del alma, se arrojó de un muro, y de este modo pasó de la vida presente a la futura, teniéndola por la más dichosa, ya que no le había obligado ninguna calamidad ni culpa verdadera o falsa a matarse por no poderla sufrir y sólo su grandeza de ánimo fue la que excitó su constancia a romper los suaves lazos de la vida con que se hallaba aprisionado; pero de que cita acción fue temeraria y no efecto de admirable fortaleza, pudo desengañarle el mismo Platón, quien seguramente se hubiera muerto a sí mismo y mandado a los hombres lo ejecutasen así, si reflexionando sobre la inmortalidad del alma, no creyera que semejante despecho no solamente no debía practicarse, sino que debía prohibirse. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIII. Sobre el concepto que debe formarse del ejemplo de Catón, que, no pudiendo sufrir la victoria de César, se mató Dirán que muchos se mataron por no venir en poder de sus enemigos; pero, por ahora, no disputamos si se hizo, sino si se debió hacer, en atención a que, en iguales circunstancias, a los ejemplos debemos anteponer la razón con quien concuerdan éstos, y no cualesquiera de ellos, sino los que son tanto más dignos de imitar cuanto son más excelentes en piedad. No lo hicieron ni los patriarcas, ni los profetas, ni los apóstoles hicieron esto. El mismo Cristo Señor Nuestro, cuando aconsejó a sus discípulos que siempre que padeciesen persecución huyesen de una ciudad a otra, les pudo decir que se quitasen la vida para no venir a manos de sus perseguidores; y si el Redentor no mandó ni aconsejó que de este modo saliesen los apóstoles de esta vida miserable (a quienes en muriendo, prometió tenerles preparadas las moradas eternas), aunque nos opongan los gentiles cuantos ejemplares quieran, es manifiesto que semejante atentado no es lícito a los que adoran a un Dios verdadero; no obstante que las naciones que no conocieron a Dios, a excepción de Lucrecia, no hallan otros personajes con cuyo ejemplo puedan eludir nuestra doctrina sólo Catón, precisamente porque fuese quien ejecutó en sí este crimen, fue reputado entre los hombres por bien y docto. Y éste es el motivo que puede hacer creer a algunos que cuando Catón tomó esta deliberación, podía hacerse, o que él tenía facultad para ejecutarlo cuando lo puso en práctica: Pero de un hecho tan temerario, ¿qué podré yo decir sino que algunas personas doctas, amigos suyos, que con más cordura le disuadían de su determinación, consideración esta acción como hija de un espíritu débil y no de un corazón fuerte? Pues por ella venía a manifestar, no la virtud que huye de las acciones torpes, sino la flaqueza que no puede sufrir las adversidades, lo cual dio a entender el mismo Catón en la persona de su hijo; porque si era cosa vergonzosa vivir bajo los triunfos y protección de César, como lo aconsejaba a su hijo, a quien persuadió tuviese confianza, que alcanzaría de la benignidad de César cuanto le pidiese, ¿por qué no le excitó a que, imitando su ejemplo, se matase con él? Si Torcuato, loablemente, quita la vida a su hijo, que contra su orden presentó la batalla al enemigo, no obstante de quedar vencedor, ¿por qué Catón vencido perdona a su hijo vencido, no habiéndose perdonado a sí propio? ¿Por ventura era acaso acción más humillante ser vencedor contra el mandato que contra el decoro de sufrir al vencedor? Luego Catón no tuvo por ignominioso vivir bajo la tutela de César vencedor; pues si hubiera sentido lo contrario, con su propia espada libertaría a su hijo de esta deshonra. ¿Y cuál pudo ser el motivo de esta persuasión paterna? Sin duda no fue otro tan singular como fue el amor que tuvo a su hijo, a quien quiso que César perdonase; tanta fue la envidia que tuvo de la gloria del mismo César, porque no llegase el caso de ser perdonado de éste, como refieren que lo dijo César, o para expresarlo con más suavidad, tanta fue la vergüenza de hacerse prisionero de su enemigo. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIV. Que en la virtud en que Régulo superó a ,Catón se aventajan, mucho más los cristianos Los incrédulos, contra cuyas opiniones disputamos, no quieren que antepongamos a Catón, un varón tan santo como fue Job, que quiso más padecer en su cuerpo horribles y pestíferos males, que, con darse muerte, carecer de todos aquellos tormentos, o a otros santos que, por el irrefragable testimonio de nuestros libros, tan autorizados como dignos de fe, consta quisieron más sufrir el cautiverio de sus enemigos que darse a sí propios la muerte. Con todo, por lo que resulta de los libros de estos fanáticos, a M. Catón podemos preferir Marco Régulo, en atención a que Catón jamás venció en campal batalla a César, siendo así que César había vencido a Catón, el cual, viéndose vencido, no quiso postrar su orgullosa cerviz sujetándose a su albedrío, y por no rendirse quiso más matarse a si propio; pero Régulo había ya batido y vencido varias veces a los cartagineses, y siendo aún general, había alcanzado para el Imperio romano una señalada victoria, no lastimosa para sus mismos ciudadanos, sino célebre por ser de sus enemigos; y, con todo, vencido al fin por los africanos, quiso más sufrir sus injurias sirviendo como esclavo que huir de la esclavitud dándose la muerte; y así, bajo el yugo de los cartagineses, mostró paciencia, y en el amor a su patria constancia, no privando a los enemigos de un cuerpo ya vencido, ni a sus ciudadanos de un ánimo invencible. Jamás tuvo la idea de quitarse la vida por insufribles que fuesen sus calamidades, y esto lo hizo por el deseo de conservar la vida; cuya presunción ratificó cuando, en virtud del juramento referido, volvió sin recelo al poder de sus contrarios, a quienes había causado en el Senado mayor perjuicio con sus raciocinios y dictamen que en campaña con su acreditado valor y temibles ejércitos. Así, pues, un tan gran menospreciador de la vida presente, que quiso más terminar su carrera entre enemigos crueles, padeciendo toda suerte de desdichas, que darse por sí mismo la muerte, sin duda que tuvo por horrendo crimen que el hombre a sí mismo se quite la vida. Entre todos sus varones insignes en virtud, armas y letras, no hacen alarde los romanos de otro mejor que de Régulo, a quien ni la felicidad le perdió; pues con tantas victorias murió pobre, ni la infelicidad quebrantó su constante ánimo, puesto que volvió sin temor a una servidumbre tan fiera, sólo por atender la felicidad de su patria; y si tales hombres, acérrimos defensores de Roma y de sus dioses (a quienes adoraban con el mayor respeto, observando religiosamente los juramentos que por ellos hacían), pudieron quitar la vida a sus enemigos, atendiendo el derecho de la guerra, éstos, ya que la veían conservada por la piedad del vencedor, no quisieron matarse a sí propios; pues no temiendo los horrores de la muerte, tuvieron por más acertado sufrir el yugo de sus señores que tomársela por sus propias manos. A vista de tales ejemplos, ¿con cuánta mayor razón los cristianos, que adoran a un Dios verdadero y aspiran a la patria celestial, deben guardarse de cometer este pecado, siempre que la Divina Providencia los sujete al imperio de sus enemigos, ya para probar la rectitud de su corazón, ya para su corrección? Pues es indudable que en tal calamidad no los desampara aquel gran Dios, que, siendo el Señor de los señores, vino en traje tan humilde a este mundo, para enseñarnos con su ejemplo a practicar la humildad, por lo cual, aquellos mismos a quienes ninguna ley, derecho militar ni práctica autoriza para atar al enemigo vencido, deben ser más cuidadosos en conservar vidas y no quebrantar las divinas sanciones. IR A CONTENIDO CAPITULO XXV. Que no se debe evitar un pecado con otro pecado ¿Qué error tan craso es el que se apodera de nuestra imaginación cuando llega a persuadir al hombre se mate a sí mismo, ya sea porque su enemigo pecó contra él, o por que no peque cuando no se atreve a matar al mismo enemigo que peca o ha de pecar? Dirán que se debe temer que el cuerpo, sujeto al apetito sensual del enemigo, convide y atraiga con él demasiado regaló al alma a consentir en el pecado; y por eso añaden que debe matarse uno a sí mismo, no ya por el pecado ajeno, sino por el suyo propio antes que le cometa; pero de ningún modo consentirá en tal flaqueza un alma que acceda al apetito carnal, irritada con el torpe deseo de otro; un alma, digo, que está más sujeta a Dios y a su admirable sabiduría que el apetito corporal; y si es una acción detestable y una maldad abominable el matarse el hombre a sí mismo, como la misma verdad nos lo predica, ¿quién será tan necio que diga: pequemos ahora para que no pequemos después; cometamos ahora el homicidio, no sea que después caigamos en adulterio? Pregunto: si dado caso que domine en nuestros corazones con tanto despotismo la maldad, que no escojamos ni echemos mano de la inocencia, sino de los pecados, ¿no será mejor el adulterio incierto futuro que el homicidio cierto de presente? ¿No sería menos culpable cometer un pecado que se pueda restaurar con la penitencia que cometer otro en que no se deja tiempo para hacerla? Esto he dicho por aquellos que por evitar el pecado, no ajeno, sino propio (no sea que a causa del ajeno apetito vengan a consentir también con el propio irritado), piensan que deben hacerse fuerza a sí y matarse. Pero líbrenos Dios que el alma cristiana que confía en su Dios, teniendo puesta en él su esperanza y estribando en su favor y ayuda, caiga, se rinda y ceda a un deleite carnal para consentir en una torpeza, aumentando un delito con otro delito. Y si la resistencia carnal, que había aun en los miembros moribundos, se mueve como por un privilegio suyo contra el de nuestra voluntad, cuánto más será (sin mediar culpa) en el cuerpo del que no consiente, si se halla (sin culpa) en el cuerpo del que duerme. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVI. Cuando vemos que los Santos hicieron cosas que, no son lícitas, ¿cómo debemos creer que las hicieron? Pero instarán diciendo que algunas santas mujeres, en tiempo de la persecución, por librarse de los bárbaros que perseguían su honestidad, se arrojaron en los ríos, cuyas arrebatadas aguas habían de ahogarlas, precisamente, y que de esto murieron, a las que, sin embargo, la Iglesia celebra con particular veneración en sus martirologios. De éstas no me atreveré a afirmar cosa alguna sin preceder un juicio muy circunstanciado, porque ignoro si el Espíritu Santo persuadió a la Iglesia con testimonios fidedignos a que celebrase su memoria; y puede ser que sea así. ¿Y quién podrá averiguar si estas heroínas lo hicieron no seducidas de la humana ignorancia, sino inspiradas por alguna revelación divina, y no errando, sino obedeciendo a los altos e inescrutables decretos del Criador? Así como de Sansón no es justo que creamos otra cosa, sino lo que nos dice la Escritura y exponen los Santos Padres; y cuando Dios así lo prescribe, ¿quién osará poner tacha en tal obediencia? ¿Quién criticará una obra piadosa? Pero no por eso obrará bien quien se determinare a sacrificar su hijo a Dios, movido de que Abraham lo hizo, y que de esta acción le resultó una gloria incomparable y su justificación; porque también el soldado, cuando, obedeciendo a su capitán, a quien inmediatamente está sujeto, mata a un hombre, por ninguna ley civil incurre en la culpa de homicida; antes, por el contrario, si no obedece a la voz de su jefe, incurre en la pena de los transgresores de las leyes militares, y si lo ejecutase por su propia autoridad y sin mandato, incurrirá en la culpa de haber derramado sangre humana; así pues, por la misma razón que le castigarán si lo ejecuta sin ser mandado, por la misma le castigarán si no lo hiciera mandándoselo; y si esto sucede cuando lo manda un general, ¿con cuánta más razón si así lo prescribiese el Criador? El que oye que no es lícito matarse, hágalo si así se lo previene Aquel cuyo mandamiento no se puede traspasar, pero atienda con el mayor cuidado si el divino mandato vacila en alguna incertidumbre. Nosotros, por lo que oímos, examinamos la conciencia, mas no nos usurpamos e¡ juzgar de lo que nos es oculto, pues nadie sabe lo que pasa en el hombre, sino su espíritu, que está con él. Lo que decimos, lo que afirmamos, lo que en todas maneras aprobamos, es que ninguno debe darse la muerte de su propia voluntad, como con achaque de excusar las molestias temporales, porque puede caer en las eternas; ninguno debe hacerlo por pecados ajenos, porque por el mismo hecho no se haga reo de un pecado propio gravísimo y mayor que aquel a quien no tocaba el ajeno; ninguno por pecados pasados, porque para éstos tenemos más necesidad de la vida, para enmendarlos con la penitencia, y ninguno por deseo de mejor vida que espera en muriendo, porque a los culpados en su muerte, después de muertos, no les aguarda mejor vida. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVII. Si por evitar el pecado se debe tomar muerte voluntaria Réstanos una causa que exponer, de la que ya habíamos empezado a tratar, y es que es muy importante darse la muerte por no caer en el pecado, ya sea convidado por la blandura del deleite o forzado por la crudeza del dolor; pero; si admitiésemos esta causa, pasaría tan adelante, que nos obligase a exhortar a los hombres a que se matasen, especialmente cuando, habiéndose purificado con el agua del bautismo, acaban de recibir el perdón de todos sus pecados, porque entonces es tiempo a propósito para guardarse de todos los pecados que pueden sobrevenir cuando ya están perdonados; lo cual, si se hace bien en la muerte voluntaria, ¿por qué no se hará entonces más que nunca? ¿Por qué todos los que se bautizan no se matan? ¿Por qué, habiéndose una vez librado, vuelven nuevamente a meterse en tantos peligros como hay en esta vida, siendo fácil medio para huir de todos el darse muerte? Y diciendo la Escritura «que quien ama el peligro cae en él», ¿por qué motivos se aman tantos y tan graves peligros? O, si no se aman verdaderamente, ¿por qué se meten los hombres en ellos? ¿Para qué se queda en esta vida aquel a quien es lícito irse de ella? Por ventura, ¿puede haber error tan disparatado, que trastorne el juicio de un hombre y no le deje reflexionar en aquella verdad que, si no se debe matar por no caer en pecado, viviendo en poder del que la cautivó; piense que le está bien el vivir para sufrir al mismo mundo, lleno a todas horas de tentaciones, y tales cuales se podían, viviendo, temer debajo la sujeción de un señor, y otras innumerables, sin las cuales no se vive en este mundo? ¿Para qué, pues, consumimos el tiempo en las acostumbradas exhortaciones, siempre que procuramos persuadir a los bautizados, o la integridad virginal, o la continencia vidual, o la fe del casto matrimonio, teniendo un atajo libre de todos los peligros de pecar, para que todos los que pudiésemos persuadir que se den muerte en acabando de recibir la remisión de sus pecados, los enviemos al Señor con las conciencias más sanas y más puras? Si alguno cree que puede ejecutar o persuadir esta doctrina, no sólo es ignorante, sino loco. ¿Con qué valor dirá a un hombre: Mátate, porque a tus pecados veniales acaso no añadas alguno grave viviendo, tal vez, en poder de un bárbaro o sensual, quien no puede decir sino con impiedad: Mátate, en estando absuelto de tus pecados, porque no vuelvas a caer en otro acaso más graves viviendo en un mundo tan engañoso, cercado de lazos y deleites, tan furioso, con tanto número de nefandas crueldades, y tan enemigo, con tantos errores y sobresaltos? Y si se dice que esto es maldad, sin duda lo es matarse, pues si pudiera haber alguna justa causa para hacerlo voluntariamente, ciertamente no habría otra más arreglada que ésta, y supuesto que ésta no lo es, luego ninguna hay para cometer un delito tan execrable Y esto, ¡oh fieles de Jesucristo!, no amargue vuestra vida; si de vuestra honestidad acaso se burló el enemigo, grande y verdadero consuelo os queda si tenéis la segura conciencia de no haber consentido a los pecados de los que Dios permitió pecasen en vosotros. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVIII. Por qué permitió Dios que la pasión del enemigo se cebase en los cuerpos de los continentes Y si acaso preguntáis por qué permitió Dios tan horribles crímenes, diré con el Apóstol:«Alta es, sin duda, y que se pierde de vista la providencia del Autor y Gobernador del mundo, incomprensibles sus juicios e investigables sus ideas y caminos». Con todo, preguntádselo fielmente y examinad vuestras conciencias, no sea que os hayáis engreído demasiado por la gracia de la virginidad y continencia, o por el privilegio de la castidad, y llevadas de la complacencia de las humanas alabanzas, envidiéis también esta prerrogativa a otras. No acuso lo que ignoro, ni oigo lo que a la pregunta os responden vuestros corazones. No obstante, si respondieren que es así, no debéis maravillaros que hayáis perdido la fama con que pretendíais conquistar los corazones de los hombres, si os ha quedado lo que no se pueden manifestar a los hombres, que es el pudor. Si no consentisteis con los que pecaron con vosotras, a la gracia divina, para que no se, pierda, se le añade el divino favor, y a la humana gloria para que no se la estime ni aprecie sucede el humano baldón. En lo uno y lo otro os podéis consolar las pusilánimes, pues por un lado fuisteis probadas y por otro castigadas, por uno justificadas y por otro enmendadas; pero a las que su corazón, preguntado, les responde que jamás se ensoberbecieron por el bien de la virginidad, o de la viudez o del casto matrimonio, y que no despreciaron, sino que se acomodaron con las humildes, alegrándose con temor y respeto por la merced que Dios les había concedido, y no envidiando a ninguno la excelencia de otra santidad y castidad igual o más excelente, antes bien, sin hacer caso de la humana gloria, que suele ser tanto mayor cuanto el bien que pide la alabanza es más raro y singular, habían deseado que fuese mayor el número de éstas que no el que entre pocas fuesen ellas las más ilustres. Tampoco las que fueron tales, si acaso a algunas de ellas lastimó su honra la bárbara licencia, deben irritarse contra la divina permisión, ni crean que por esto no cuida Dios de estas cosas, porque permite lo que ninguno comete impunemente. De estos pecados, los unos, como contrapeso de nuestros torpes apetitos, se nos perdonan en la vida presente por oculto juicio de Dios, pero otros se reservan para el último y tremendo juicio, que será patente a todos los mortales; y acaso también estas señoras, a quienes asegura el testimonio de su conciencia de no haberse envanecido ni engreído por el bien de la castidad, padeciendo, no obstante, violencia en sus cuerpos, tenían oculta alguna flaqueza que pudiera degenerar en soberbia, si en aquella miserable forma escaparán de la humillación con que las sujetó la barbarie del vencedor. Así como la muerte arrebató a algunos porque la malicia no les trastornase el juicio, así a éstas se les arrebató violentamente una cierta interior prerrogativa, para que la prosperidad no desvirtuase su modestia. A las unas y a las otras, que con respecto a su cuerpo les habían padecido afrenta alguna contra su honestidad, o eran ya soberbias, o acaso podrían ensoberbecerse si la violencia del enemigo no las hubiera tocado; pero esta acción no fue causa de perder la castidad, sino de recomendarles la humildad, proveyó Dios en lance tan crítico; de pronto remedió a la soberbia presente de las unas, y a la que amenazaba en lo sucesivo a las otras. Sin embargo, no se debe omitir que algunas que padecieron violencia pudo ser creyesen que el bien de la continencia era bien exterior del cuerpo, y que se poseía incorrupto mientras no sufriese torpeza de alguno, y que no consistía únicamente en la constancia de la voluntad, que estriba en el favor divino para que sea santo el cuerpo y el espíritu, y, finalmente, que este bien no es de calidad que no se pueda perder, aunque le pe se a la voluntad. Del, cual error quizá salieron con la experiencia, porque, cuando consideran con qué conciencia sirvieron a Dios y con fe cierta, creen que a los que así sirven invocan de ningún modo puede desampararlos, y, por último, no dudan lo agradable que es a sus divinos ojos la castidad, observan al mismo tiempo es infalible consecuencia que en ninguna manera permitiría sucediesen semejantes infortunios a sus santos si por ellos pudieran perder la santidad e incorruptibilidad de costumbres que el mismo autor de la Naturaleza les concedió y aprecia en ellos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIX. Qué deben responder los cristianos a los infieles cuando los baldonan de que no los libró Cristo de la furia de los enemigos Tienen, pues, todos los hijos del verdadero Dios su consuelo, no falaz ni fundado en la vana confianza de las cosas mudables, caducas y terrenas, antes más bien, pasan la vida temporal sin tener que arrepentirse de ella, porque en un breve transcurso se ensayan para la eterna, usando de los bienes terrenos como peregrinos, sin dejarse arrebatar de sus ligeras representaciones y sufriendo con notable conformidad los males que prueban su constancia o corrigen su vida; pero los que se burlan de los suaves medios de que Dios se sirve para acrisolar nuestra justificación, diciendo al hombre perseguido cuando le ven rodeado de calamidades temporales: «¿Adónde está tu Dios?», digan ellos, ¿adónde están sus dioses cuando padecen iguales infortunios, pues para eximirse de tales vejaciones, o acuden a su adoración, o pretenden que se deben adorar? Pero los atribulados por la mano poderosa constantemente responden: «Nuestro Dios, en todas partes y en todo lugar está presente, sin estar limitadamente encerrado en un solo lugar, pues es tan visible su omnipotencia, que puede hallarse presente estando oculto y ausente sin moverse. Este gran Señor, siempre que nos lastima con calamidades y adversidades, lo hace, o por examinar el grado en que se hallan nuestros méritos, o para castigar nuestras culpas, teniéndonos preparado el premio eterno por haber sufrido con constancia estos temporales Infortunios; pero, ¿quién sois vosotros para que yo me entregue a raciocinar con vosotros ni de vuestros dioses, cuanto más de mi Dios, que es terrible sobre todos los dioses, porque todos los dioses de los gentiles son demonios, y sólo el Señor crió los Cielos?» IR A CONTENIDO CAPITULO XXX. Que desean abundar en abominables prosperidades los que se quejan de los tiempos cristianos Si viviera aquel insigne Escipión Nasica, que fue ya vuestro pontífice (a quien, al mismo tiempo que estaba más encendida la segunda guerra Púnica, burlando la República una persona de la más excelente bondad para recibir la madre de los dioses que transportaban de Frigia, le escogió unánimemente todo el Senado para desempeñar este honorífico encargó), este ínclito héroe, el grande Escipión, digo, cuyo mismo rostro no os atreveríais a mirar, él reprimiría vuestra altanería. Porque, pregunto, si queréis que os diga mi sentir: cuando os veis afligidos con las adversidades, ¿acaso os quejáis por otro motivo de los tiempos cristianos, sino porque apetecéis tener seguros y libres de temores vuestros deleites, vuestros apetitos, y entregaros a una vida viciosa, sin que en ella se experimente molestia ni pena alguna? Y la razón es obvia y convincente, porque vosotros no deseáis la paz y abundancia de bienes para usar de ellos honestamente, es decir, con sobriedad, frugalidad y templanza, sino para buscar con inmensa prodigalidad infinita variedad de deleites, y lo que sucede entonces es que, con las prosperidades, renacen en la vida y las costumbres unos males e infortunios tan intolerables, que hacen más estragos en los corazones humanos que la furia irritada de los enemigos más crueles. Aquel Escipión, vuestro pontífice máximo, aquel grande hombre; superior en bondad a todos los patricios romanos, según el juicio del Senado, temiendo en vosotros esta calamidad, resistía a la destrucción de Cartago, émula y competidora en, aquella época del pueblo romano, contradiciendo a Catón, cuyo dictamen era se destruyese temeroso del ocio y de la seguridad, que es enemiga de los ánimos flacos, y viendo que era importante y necesario el miedo, como tutor idóneo de la flaqueza infantil de sus ciudadanos; mas no se engañó en este modo de pensar, porque la experiencia acreditó cuán cierto era lo que exponía, pues, destruida Cartago, esto es, habiendo ya sacudido y desterrado de sus ánimos el terror que tenía amedrentados a los romanos, inmediatamente se sucedieron tan crecidos males, nacidos de las prosperidades, que; rota la concordia primeramente con las sediciones populares, crueles y sangrientas, después, enlazándose unas revoluciones con otras, con las guerras civiles, se hizo tanto estrago, se derramó tanta sangre, creció tan insensiblemente la bárbara crueldad de las prescripciones y robos, que aquellos mismos ínclitos romanos que, viviendo moderadamente, temían recibir algún daño de sus enemigos, perdida la moderación y la inocencia de costumbres, vinieron a padecer terribles infortunios, ejecutados por la fiera mano de sus propios ciudadanos; finalmente, el insaciable apetito de reinar, que entre los otros vicios comunes a todos los hombres ocupaba el primer lugar, especialmente en los corazones de los romanos, después que salió con victoria respecto de muy pocos, y ésos no muy poderosos, al fin, habiendo quebrantado las fuerzas de los demás, los vino a oprimir también con duro yugo de la servidumbre. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXI. Con, qué vicios y por qué grados fue creciendo en los romanos el deseo de reinar Y ¿cómo había de aquietarse este deseo en aquellos ánimos soberbios, sino hasta el instante mismo en que con la continuación de los honores acabase de llegar la potestad real que a todos sujetase? Lo cierto es que no hubiera habido posibilidad para continuar tales dignidades, sino prevaleciera la ambición. Tampoco hubiera dominado la ambición si no fuera porque ya Roma estaba estragada con la abundancia de riquezas, deleites y festines; es innegable que el pueblo llegó a ser codicioso y vicioso en su trato y regalo por las propiedades pasadas, como sentía prudentemente el insigne Nasica, cuando era de dictamen que no se destruyese la ciudad más populosa, más fuerte y más poderosa de los enemigos, a fin de que el terror refrenase el apetito, y, moderado éste, no excediese en sus regalos y deleites; templados éstos no creciese la codicia, y, atajados estos vicios, floreciese y se fomentase la virtud, importante para la existencia del poder romano, permaneciendo y conservándose consiguientemente la libertad que, naturalmente, había de seguir a esta virtud. De estos principios y del aplaudido amor a la patria procedió lo que el mismo pontífice máximo (escogido por el Senado unánimemente como el varón más insigne en bondad) impidió para evitar graves inconvenientes, y fue que, teniendo resuelto el Senado fabricar un amplio teatro, puso en juego toda su elocuencia para persuadir que no debía ejecutarse, haciendo ver a aquel respetable Congreso en un enérgico discurso no era conveniente permitiesen el que se introdujesen paulatinamente en las varoniles costumbres de su patria los deleites, sensualidades y regalos de Grecia, y menos, consintiesen en que una peregrina superfluidad y fausto se estableciese, pues no serviría más que para destruir y corromper el valor y virtud romana. Fue tan eficaz el raciocinio de Nasica y tanta impresión hizo en los ánimos de los magistrados, que, movidos de sus poderosas razones, ordenaron los senadores que de allí adelante no se pusiesen los bancos o escaños que entonces solían poner en lugar de teatro y acostumbraban a usar para ver los juegos. ¿Con cuánta diligencia hubiera desterrado, Nasica de Roma los juegos escénicos si se hubiera atrevido a oponerse a la autoridad de los que él tenía por dioses y no sabía que eran demonios? Y, en caso que lo supiese, creía que primero debía aplacarles con las funciones que menospreciarles, pues en estos tiempos aún no se había declarado ni predicado a las gentes la doctrina del Cielo, la cual, purificando el corazón con la fe, pudiera enderezar el afecto humano para procurar con humildad las cosas celestiales librándole al mismo tiempo de la sujeción de los demonios. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXII. Del origen de los juegos escénicos Con todo, sabed los que ignoráis, y advertid los que disimuláis no saberlo y murmuráis contra el que os vino a librar de vuestra esclavitud, que los juegos escénicos, espectáculos de torpezas y vivo retrato de la humana vanidad, se instituyeron primeramente en Roma, no por los vicios de los hombres, sino por mandato de vuestros dioses. Ciertamente fuera más tolerable que dieseis honor y culto divino a aquel esclarecido Escipión, que no el que adoraseis semejantes dioses, cuando éstos no eran mejores que su pontífice. Advertid y escuchad, si el juicio, trastornado tiempo ha con los errores que ha bebido en el maternal pecho, os deja considerar algún punto que sea conforme a razón. Los dioses, para aplacar la pestilencia de los cuerpos, mandaron que se les hiciesen los juegos escénicos; y vuestro pontífice, porque se preservasen de la infección de los ánimos, estorbó el que se edificase el teatro. Si os quedó en el entendimiento alguna luz con que conozcáis, podéis preferir el ánimo al cuerpo; elegid a quien habéis de adorar. Aquella decantada pestilencia de los cadáveres no cesó tampoco entonces, a pesar de observar fielmente las fiestas prescritas; por cuanto en un pueblo belicoso y acostumbrado de antemano a solos los juegos circenses, no sólo se introdujeron la delicadeza y la lascivia de los juegos escénicos, sino que, observando la perspicaz astucia de los malignos espíritus que aquel contagio, había de cesar, llegado su total complemento, procuró con esta ocasión enviarles otro mucho más grave (que es la, que principalmente les agrada), no en los cuerpos, sino en las costumbres, el cual cegó con tan oscuras tinieblas los ánimos de los miserables y los estragó con tan reiteradas torpezas, que, aún al presente (que será quizá increíble si viniere a noticia de nuestros descendientes), después de destruida Roma, los que estaban atacados de aquella enfermedad contagiosa, y huyendo de ella pudieron llegar a Cartago, cada día concurren a porfía a los teatros, por el ansia y desatino de ver estos juegos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXIII. De los vicios de los romanos, los cuales no pudo enmendar la destrucción de su patria ¡Oh juicios sin juicio! ¡Qué error!, o, por mejor decir, ¡qué furor es éste tan grande, que llorando vuestra ruina -según he oídolas naciones orientales y haciendo públicas demostraciones de sentimiento y tristeza las mayores ciudades que hay en las partes más remotas de la tierra, vosotros busquéis aún los teatros, entréis en ellos hasta llenarlos del todo, y ejecutéis mayores desvaríos que antes! Esta ruina e infección de los ánimos, este estrago de la bondad y de la virtud, es lo que temía en vosotros el ínclito Escipión cuando prohibía severamente que se edifiquen teatros; cuando examinaba en su interior que las prosperidades fácilmente estragarían vuestros corazones, y cuando quería que no vivieseis seguros del terror de vuestros enemigos, porque no tenía aquel celebrado héroe por feliz la República que tenía los muros de pie y las costumbres por el suelo. Pero en vosotros pudo más la ingeniosa astucia y seducción de los impíos demonios que las providencias justas de hombres sensatos, de donde se infiere necesariamente que los males que hacéis no queréis imputároslos a vosotros; pero los que padecéis los imputáis a los tiempos cristianos, ya que en la época de la seguridad no pretendéis la paz de la República, sino la libertad de vuestros vicios, los que no pudisteis enmendar con las adversidades, porque ya vuestro corazón estaba pervertido con las prosperidades. Quería Escipión que os pusiera miedo el enemigo para que no cayeseis en el vicio, y vosotros, aún hollados y abatidos por el enemigo, no quisisteis desistir del vicio, perdisteis el fruto de la tribulación, habéis venido a ser miserables y quedado contagiados con vuestros pasados excesos; y, con todo, si lográis el vivir, debéis creer es por singular merced de Dios, que, con perdonaros, os advierte que os enmendéis haciendo penitencia. Por último, hombres ingratos, debéis estar persuadidos íntimamente que este gran Dios usó con vosotros la grande misericordia de libraros de la furia, del enemigo amparándoos bajo el nombre de sus siervos o en lugares y oratorios de sus mártires, adonde os acogíais y salvabais vuestras vidas. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXIV. De la clemencia de Dios con que mitigó la destrucción de Roma Refieren que Rómulo y Remo hicieron un asilo o lugar privilegiado adonde cualquiera que se acogiese fuese libre de cualquier daño o pena merecida, procurando con este ardid acrecentar la población de la ciudad que fundaban; maravilloso ejemplo precedió a la presente ruina para que sobre él se aumentase la gloria de Jesucristo, y los que arruinaron a Roma hicieron lo mismo que habían antes establecido sus fundadores, pero con esta diferencia: que éstos lo ejecutaron para suplir el número de sus ciudadanos, que era muy escaso, si había de formarse una población tan numerosa como apetecían, y aquellos igualmente lo practicaron por conservar el considerable número de hombres que había en ella. Responda a sus contrarios la familla redimida con la sangre de Jesucristo, y su peregrina ciudad, si más copiosa y cómodamente pudiere, estas y otras cosas semejantes. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXV. De los hijos de la iglesia que hay encubiertos entre los impíos, y de los falsos cristianos que hay dentro de la iglesia Pero acuérdese que entre estos sus amigos hay algunos ocultos que han de ser ciudadanos suyos; porque no juzgue es sin fruto, aun mientras conversa con ellos, que sufra a los que la aborrecen y persiguen hasta que finalmente se declaren y manifiesten; así como en la Ciudad de Dios, mientras es peregrina en el mundo, hay algunos que gozan al presente en ella de la comunión de los sacramentos, los cuales, sin embargo, no se han de hallar con ella en la patria eterna de los Santos, y de éstos unos hay ocultos y otros descubiertos, quienes con los enemigos de la religión no dudan en murmurar contra Dios, cuyo sacramento traen, acudiendo unas veces en su compañía a los teatros, y otras con nosotros a las iglesias. Pero de la enmienda aún de algunos de éstos con más razón no debemos perder la esperanza, pues entre los mismos enemigos declarados vemos que hay encubiertos algunos amigos predestinados sin que ellos mismos lo conozcan; porque estas’ dos ciudades en este siglo andan confusas y entre sf mezcladas, hasta que se distinga en el juicio final, de cuyo nacimiento, progresos y fin, con el favor de Dios, diré lo que me pareciere a propósito para mayor gloria de la Ciudad de Dios, la cual campeará mucho más cotejada con sus contrarios. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXVI. De lo que se ha de tratar en el siguiente discurso Pero todavía me quedan que decir algunas razones contra los que atribuyen las pérdidas de la República romana a nuestra religión, porque les prohíbe ésta que sacrifiquen a sus dioses; referiré también cuántas calamidades me pudieren ocurrir, o cuántas me parecieren dignas de referirse, que padeció aquella ciudad, o las provincias que estaban debajo de su Imperio, antes que se prohibiesen sus sacrificios. Todas las cuales, sin duda, nos las atribuyeran si tuvieran entonces, o noticia de nuestra religión, o les prohibiera así sus sacrílegos sacrificios. Después manifestaré cuáles fueron sus costumbres y por qué causa quiso, el verdadero Dios -en cuya mano están todos los imperios- ayudarles para acrecentar el suyo, y cómo en nada favorecieron los que ellos tenían por sus dioses, antes por el contrario, cuánto daño les causaron con sus engaños. Últimamente, hablaré contra los que, refutados y convencidos con argumentos insolubles, procuran defender la adoración de los dioses, no por la utilidad que se saca de ellos en vida, sino por la que se espera después de la muerte. En la cuestión si no me engaño, habrá mucho más en que entender, y será digna de que se trate con mayor esmero, de modo que en ella vengamos a disputar contra los filósofos, y no cualesquiera, sino contra los que entre ellos son de mejor fama y nombre, y concuerdan en muchas cosas con nosotros; es a saber, en la inmortalidad del alma, en que el verdadero Dios creó al mundo y en la admirable Providencia con que gobierna todo lo que creó; mas porque es justo que los refutemos también en los puntos que opinan contra nosotros, no dejaré tampoco de dar satisfacción a esta parte, para que, refutadas las impías contradicciones conforme a las fuerzas que Dios me diere, presentemos la Ciudad de Dios y la verdadera religión, mediante la cual se nos promete con verdad la eterna bienaventuranza. Así con esto concluyo este libro, para que lo que tenemos dispuesto lo comencemos en un nuevo libro.


 
Título: La Ciudad de Dios ‘Libro 2. La degradación de Roma antes de Cristo‘ Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD) CAPITULO PRIMERO. Del método que se ha de observar al exponer este tratado CAPITULO II. De las materias que se han resuelto en el primer libro CAPITULO III. De cómo se ha de aprovechar la historia que expone los trabajos acaecidos a los romanos cuando adoraban los dioses y antes que se propagase la religión cristiana CAPITULO IV. Que los que adoraban a los dioses jamás recibieron de ellos precepto alguno de virtud, y que en sus fiestas celebraron muchas torpezas y deshonestidades CAPITULO V. De las torpes deshonestidades con que honraban a la madre de los dioses sus devotos CAPITULO VI. Que los dioses de los paganos nunca establecieron doctrina para bien vivir CAPITULO VII. Que poco aprovecha lo que ha inventado la Filosofía sin la autoridad divina, pues a uno que es inclinado a los vicios, más le mueve lo que hicieron los dioses que lo que los hombres averiguaron CAPITULO VIII. De los juegos escénicos donde, aunque se referían las torpezas de los dioses, ellos no se ofenden, antes se aplacan CAPITULO IX. De lo que sintieron lo antiguos romanos sobre el reprimir la licencia de los poetas, la cual los griegos siguiendo el parecer de los dioses, quisieron que fuese libre CAPITULO X. De la astucia de los demonios para engañarnos, queriendo que se cuenten sus culpas, falsas o verdaderas CAPITULO XI. Cómo entre los griegos admitieron a los autores escénicos al gobierno de la República, porque les pareció no era razón menospreciar a aquellos por cuyo medio aplacaban a los dioses CAPITULO XII. Que los romanos, con quitar a los poetas contra los hombres la libertad que les concedieron contra los dioses, sintieron mejor de si que de sus dioses CAPITULO XIII. Que debían echar de ver los romanos que sus dioses, que gustaban los honrasen con tan torpes juegos y solemnidades, eran indignos del culto divino CAPITULO XIV. Que Platón, que no admitió a los poetas en una ciudad de buenas costumbres, es mejor que los dioses que quisieron los honrasen con juegos escénicos CAPITULO XV. Que los romanos hicieron para sí algunos dioses, movidos, no por razón, sino por lisonja CAPITULO XVI. Que si los dioses tuvieran algún cuidado de la justicia, de su mano debieran recibir los romanos leyes para vivir, antes que pedirlas prestadas a otras naciones CAPITULO XVII. Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun en los tiempos que tenían por buenos CAPITULO XVIII. Lo que escribe Salustio de las costumbres de los romanos, así de las que estaban reprimidas con el miedo, como de las que estaban sueltas y libres con la seguridad CAPITULO XIX. De la corrupción que hubo en la República romana antes que Cristo prohibiese el culto de los dioses CAPITULO XX. Cuál es la felicidad de que quieren y las costumbres con que quieren vivir los que culpan los tiempos de la religión cristiana CAPITULO XXI. Lo que sintió Cicerón de la República romana CAPITULO XXII. Que jamás cuidaron los dioses de los romanos de que no se estragase y perdiese la República por las malas costumbres CAPITULO XXIII. Que las mudanzas de las cosas temporales no dependen del favor o contrariedad de los demonios, sino de la voluntad del verdadero Dios CAPITULO XXIV. De las proezas que hizo Sila, a quien mostraron favorecer Ios dioses CAPITULO XXV. Cuánto incitan al hombre a los vicios los espíritus malignos, cuando para hacer las maldades interponen su ejemplo como una autoridad divina CAPITULO XXVI. De los avisos y consejos secretos que dieron los demonios tocante a las buenas costumbres, aprendiéndose por otra parte públicamente todo género de maldades en sus fiestas CAPITULO XXVII. Con cuánta pérdida de la moralidad pública hayan consagrado los romanos, para aplacar a sus dioses, las torpezas de los juegos CAPITULO XXVIII. De la saludable doctrina de la religión cristiana CÁPITULO XXIX. Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses CAPITULO PRIMERO. Del método que se ha de observar al exponer este tratado Si el pervertido y estragado corazón del hombre no se atreviera comúnmente a oponerse a la razón y a la verdad sólida y evidente, sino que sujetara su enferma ignorancia a la doctrina sana, como a medicina, hasta que con los auxilios. de Dios, y mediante la fe de la religión y de una piedad edificante recobrara la salud, no tendrían necesidad de emplear muchas razones los que sienten bien y declaran lo que entienden con palabras convenientes para, convencer y destruir cualquier error de los que opinan vanamente lo contrario. Mas porque en la presente época la dolencia más incurable y más contagiosa de las almas necias es aquella con que sus discursos e imaginaciones sin razón ni fundamento, aun después de haberle dado una instrucción tal cual está obligado a suministrar un hombre a otro, o de pura ceguedad, que les impide ver aun los objetos más perceptibles; o por tenaz obstinación, que le impele a no admitir aun aquello mismo que registran sus ojos, defienden sus temerarios caprichos como si fueran la misma razón y verdad, es fuerza que en la mayor parte de las materias que hayan de proponerse seamos algo extensos, aun en los asuntos por su esencia evidentes; como si las propusiéramos, no a los que tienen ojos para verlas, sino a los que andan a tientas y a ojos cerrados, para que las toquen y palpen. Pero ¿qué fin tendría la disputa o a qué límites habrían de ceñirse las expresiones si hubiéramos de contestar siempre a los que nos responden? Porque aquellos que no pueden entender lo que decimos, o, son tan inflexibles por la repugnancia de sus juicios, que, aun dado el caso que lo perciban, no quieren desistir de su tenacidad, responden como dice la Escritura: «Profieren expresiones impías, no cansándose jamás de ser vanos.» Cuyas contradicciones, si tantas veces las hubiéramos de refutar cuantas ellos se han empeñado con obstinación en sostener sus errores, ya ves. ¡cuán prolija, molesta e infructífera sería esta fatiga!, por la cual ni tú propio–¡carísimo hijo mío Marcelino!–ni los demás a quienes nuestras penosas tareas serán útiles para conservaros en el amor y caridad Jesucristo, gustaría fueseis jueces de mis obras, pues los incrédulos echan siempre de menos las respuestas, aunque oigan contradecir algún punto que hayan leído, y son como aquellas mujercillas de quienes dice el Apóstol «que aprenden siempre y nunca acaban de conseguir la ciencia de la verdad». IR A CONTENIDO CAPITULO II. De las materias que se han resuelto en el primer libro Habiendo comenzado a hablar en el libro anterior de la Ciudad de Dios, en cuya defensa (con del divino auxilio) he emprendido toda esta obra, decimos que, en primer lugar, se me ofreció responder con exactitud y extensión a los que imputan a la religión cristiana las crueles guerras con que es agitado el universo, y, principalmente, el último saqueo y destrucción que hicieron los bárbaros en Roma; no por otro motivo, sino porque prohíbe el culto, de los demonios, y sus nefarios sacrificios, debiendo antes atribuir a Jesucristo el que por reverencia a su santo nombre y contra el instituto de la guerra, les concedieron los godos lugares religiosos y capaces donde se pusiesen acoger libremente; quienes en muchas acciones que ejecutaron demostraron que no solamente habían honrado y respetado el culto debido Salvador, sino también que, ocupados del temor, presumieron no era lícito ejecutar lo que permitía el derecho de la guerra. Con este motivo se ofreció la cuestión, de por qué causa fueron comunes estos divinos beneficios a los impíos e ingratos, y, asimismo, por qué los sucesos ásperos y lastimosos que acaecieron en la toma de la ciudad afligieron juntamente a los buenos y a los malos. Para dar cumplida solución a esta cuestión, que encierra, otras varias (pues todo lo que ordinariamente observamos, así beneficios divinos como desgracias humanas, que los unos y los otros acontecen indiferentemente muchas veces a los que viven bien y mal, suele, excitar los corazones de algunos incrédulos); para resolverlo, digo, con forme convenía me ha detenido algún, tanto, especialmente para consolar a las mujeres santas y castas en quienes ejecutó violencia el enemigo, y que no perdieron la prenda de la honestidad, aunque las lastimasen el pudor y empacho de presentarse después en público, pues así podía reducir seguramente a que no les pesase de vivir a las que no tenían culpa de qué arrepentirse. Después dije algunas cosas contra aquellos que se rebelan contra los cristianos incluidos en las expresadas calamidades, como también contra las mujeres virtuosas y honestas que padecieron fuerza, siendo así que dIos son tórpes e infames por sus costumbres y conducta, en lo que degeneran de aquella decantada virtud romana, de donde se precian descender; y mucho más desdicen con sus obras de ser dignos sucesores de aquellos, ínclitos romanos, de quienes refieren las historias acciones famosas, propias solamente de una virtud sólida y elevada; y lo que es más, han reducido a la antigua Roma (fundada gracias a la diligensia de los antiguos, fomentada y acrecentada con su industria y valor) a un estado más deplorable y abominable que cuando el enemigo la arruinó, porque en su ruina cayeron sólamente las piedras y los maderos, y en la que éstos la han preparado han caído por tierra los más vistosos edificios y ornamentos, no de los muros, sino de las costumbres, haciendo más daño en sus corazones el ardor de sus sensuales apetitos que el fuego en los edificios de aquella ciudad; y con esto concluí el primer libro. Ahora expondré todas las calamidades que ha padecido Roma desde su fundación, así dentro, como en las provincias sujetas a su Imperio; todas las cuales, ciertámente, las atribuyeran a la religión cristiana si entonces la doctrina evangélica predicara libremente contra sus falsos y seductores dioses. IR A CONTENIDO CAPITULO III. De cómo se ha de aprovechar la historia que expone los trabajos acaecidos a los romanos cuando adoraban los dioses y antes que se propagase la religión cristiana Pero advierte que cuando refiero estas particularidades hablo todavía con los ignorantes, de quienes dimanó aquel refrán. común: «No llueve, la culpa, es de los cristianos»; porque entre ellos hay algunos instruidos en su literatura y aficionados a la Historia, por la cual saben todo esto. Pero estos engreídos y preocupados literatos, para malquistarnos con la turba de los ignorantes, fingen o disimulan que no tienen tal noticia, queriendo dar a entender al mismo tiempo al vulgo que las calamidades y aflicciones con que en ciertos tiempos conviene castigar a los hombres, suceden por culpa del nombre cristiano, el. cual se extiende y propaga con aplauso y fama por todo el ámbito de la tierra, mientras que se desmembra la reputación de sus dioses. Recorran, pues, con nosotros los tiempos anteriores a la venida del Salvador, y a la deseada época en que su augusto nombre se manifestó a las gentes con aquella gloria y majestad que en vano envidian, y advertirán con cuántas calamidades ha sido afligido incesantemente el Imperio romano, y en ellas excusen y defiendan a sus dioses si pueden; y si es que los adoran por no padecer estas desgracias, de las cuales, si ahora sufren alguna, procuran echamos la culpa, pregunto: ¿Por qué permitieron los dioses que a sus adoradores les sucediesen las calamidades que he de referir, antes, que les moleslase el nombre de Cristo y prohibiese sus sacrificios? IR A CONTENIDO CAPITULO IV. Que los que adoraban a los dioses jamás recibieron de ellos precepto alguno de virtud, y que en sus fiestas celebraron muchas torpezas y deshonestidades Y en cuanto a lo primero, por lo que se refiere a las costumbres, ¿por qué causa no procuraron sus dioses que no las tuviesen tan abominables? El Dios verdadero no hizo caso de aquellos que no le adoraban; pero los dioses, cuya veneración se quejan estos hombres ingratos que se les prohíbe, ¿por qué no auxiliaron con saludables leyes a sus adoradores para que pudiesen vivir bien y santamente? ciertamente, era justo que así como éstos cuidaban de sus sacrificios, así atendieran aquellos a su vida; pero a esta objeción responden que cada uno es malo porque quiere. ¿Y quién lo negará? Con todo eso, era cargo indispensable de los dioses a quienes consultaban no ocultar al pueblo que les rendía adoración los preceptos y mandamientos necesarios para vivir ajustadamente, antes manifestárselos con toda claridad, hablarles por medio de sus adivinos, reprenderles sus pecados, amenazar con los castigos más severos a los que viviesen mal, y prometer premios proporcionados a los que viviesen bien. ¿Cuándo se oyó en los templos de estas falsas deidades clamar contra los vicios y engrandecer las virtudes? Íbamos nosotros, siendo jóvenes, a los espectáculos y juegos sagrados, observábamos los linfáticos o furiosos, oíamos los músicos y gustábamos de los torpes juegos que se celebraban en honra de los dioses y las diosas. A la Celeste virgen, y a Berecynthia, madre de todos los dioses, en el día solemne que la sacaban procesionalmente, delante de sus andas la cantaban los corrompidos actores cánticos tan obscenos, que no sería justo lo oyera, no digo la madre de los dioses, pero ni la de cualquier senador o persona honesta; y, lo que es más, ni aun las madres de estos mismos actores, porque guarda para con los padres el respeto y pudor humano cierta reverencia que no puede quitársela aun la misma torpeza; y así las mismas expresiones feas y abominables que decían ejecutaban (y que se avergonzaran los mismos actores de hacerlas por vía de ensayo en sus casas y en presencia de sus madres) las hacían por las calles públicas delante de la madre de los dioses, observándolo y oyéndolo el concurso innumerable de gentes que se congregaba a estas fiestas. Pero si aquella muchedumbre pudo hallarse presente a estas funciones, permitiéndoselo la curiosidad, por lo menos por el escándalo público y ofensa a la castidad debieron confundirse. Y ¿a qué llamaremos sacrilegios, si éstas eran ceremonias sagradas? ¿qué profanación, si aquélla era purificación? A estas indecentes operaciones llamaban férculos, o, como si dijéramos, platos en que los demonios celebraran una especie de convite, y usando de estos manjares, se apacentaban y complacían. Y ¿quién hay tan inconsiderado que no advirtiera qué clase de espíritus son los que gustan de semejantes torpezas? Esto es, aquellos que ignoran que hay espíritus inmundos que engañan a las gentes con el dictado de dioses; o los que hacen tal vida, que en ella desean tener antes a éstos propicios, o temen tenerlos enojados más que al verdadero Dios. IR A CONTENIDO CAPITULO V. De las torpes deshonestidades con que honraban a la madre de los dioses sus devotos Bien desearía en el presente asunto no tener por jueces a los que procuran, primero que oponerse, entretenerse con los vicios de su mala vida y costumbres; y únicamente apetecería tener por mi censor al mismo Escipión Nasica, a quien el Senado eligió, como hombre de suma bondad, para recibir la estatua de la madre de los dioses, que introdujeron con pompa y aparato en la ciudad. Este nos diría si deseaba que su madre hubiera hecho tantos beneficios a la República, que por ellos se la decretaran las honras divinas, así como consta que los griegos, los, romanos y otras naciones las decretaron a ciertos hombres, por la gran, estimación que hicieron de las gracias que de ellos recibieron, creyendo que, colocados en el número de los inmortales, estaban ya admitidos en el catálogo de los dioses. Ciertamente que una felicidad tan grande, si fuera posible, la apetecería Escipión para su madre. Pero si le preguntáramos enseguida si le gustaría que entre sus divinos honores se celebraran las torpezas y deshonestidades, seguramente clamaría que quería más que su madre permaneciese muerta, sin sentido alguno, que, constituida diosa, viviese para oír semejantes obscenidades. No es posible que un senador romano, perseverando en el sano juicio con que prohibió se edificase un teatro en una ciudad poblada de gente valerosa, gustara que se diese culto a su madre en tales términos, que, contada entre las diosas, la aplacaron con ceremonias tales, que estando solamente en la clase de las matronas le ofenderían. Tampoco podría persuadirse que el pudor natural de una mujer honrada se transformaba con la divinidad en el extremo contrario, de modo que los que la adoraban la invocasen con tales honras, que cuando se dijesen semejantes denuestos contra alguno y oyéndolo en vida no se tapara los oídos y huyera de tales insolencias, se corrieran y avergonzaran de ella sus deudos, marido e hijos. Y si esta madre de los dioses, que tuviera vergüenza aun el hombre más abandonado y miserable de tenerla como madre propia, para apoderarse de los ánimos de los romanos buscó un hombre extremadamente bueno, no para hacerle tal con sus consejos y auxilio, sino para pervertirle con sus engaños; en todo semejante, pues, a aquélla mujer de quien dice la Escritura «que va pescando las preciosas almas de los hombres» para que aquel ánimo dotado de un excelente natural, engreído con este divino testimonio y teniéndose por extremadamente bueno, no buscase la verdadera piedad y religión, sin la cual cualquier índole, aunque buena, se desvanece y precipita con la soberbia. ¿Y cómo había de buscar aquella diosa, si no es cautelosamente, a. un hombre tan justificado cuando para sus ceremonias, aun las más sagradas, hace elección de aquellas que no gustan los hombres honrados se representen en sus banquetes? IR A CONTENIDO CAPITULO VI. Que los dioses de los paganos nunca establecieron doctrina para bien vivir De aquí se sigue necesariamente no vigilaban aquellos dioses en la vida y costumbres de las ciudades y naciones que les rendían culto; y esto, sin duda, lo ejecutaban con el fin de dejarlas que se saciasen de tan horrendos y abominables males, no precisamente en sus campos y viñas, no en sus casas y riquezas, finalmente, no en su cuerpo, que está sujeto al alma, sino en la propia alma, en el mismo espíritu que gobierna al cuerpo, entregándose así a todos los vicios, sin temor de algún precepto o mandamiento suyo que se lo prohibiese. Y en caso que vedasen semejantes torpezas, es importantísimo nos lo averigüen y prueben; si bien es cierto que permitían ciertos susurros inspirados en los oídos de algunos, bien pocos y tal cual instruidos, como una secreta y misteriosa religión, con que dicen se aprende la bondad y santidad de vida. Y si no, muestren los lugares que se hayan alguna vez consagrado para semejantes reuniones, no donde se representen los juegos con torpes expresiones y acciones de los farsantes, ni donde se solemnizan las fiestas fugales, en cuyas funciones dan rienda suelta a todas las deshonestidades, porque huyen de todo género de pudor y virtud, sino adonde el pueblo pudiese oír lo que mandaban los dioses acerca de refrenar la avaricia, moderar la ambición, cercenar el fausto y deleites, y adonde pudiesen estos miserables aprender lo que, reprendiendo a los hombres, enseña Persio: «Aprended, dice, oh miserables mortales, y procurad con el auxilio de la Filosofía conocer las causas y principios de las cosas naturales; quién y qué sois con un conocimiento propio y exacto, y para qué fin nacisteis en esta vida; aprended un modo de vivir que sea honesto, comprended cuán breve y frágil es la vida y por qué lo sea la humana inconstancia; entended cuál es lo más sustancial de las riquezas, qué es lo que se debe desear, y pedid a Dios el provecho y utilidad del dinero con su verdadero uso; y para no ser pródigos ni escasos, aprended lo que se debe de dar y emplear en los enemigos y deudos, en los padres y en la patria, y considerad la vocación y estado que Dios os dio, para que viváis contentos con vuestra suerte.» Dígannos: ¿en qué lugares o templos se acostumbran dictar semejantes preceptos y documentos que enseñasen los dioses y adonde acudiesen a oírlas las naciones que los adoran, como nosotros podemos señalar iglesias fundadas con este laudable objeto en todas partes que ha sido admitida la religión cristiana? IR A CONTENIDO CAPITULO VII. Que poco aprovecha lo que ha inventado la Filosofía sin la autoridad divina, pues a uno que es inclinado a los vicios, más le mueve lo que hicieron los dioses que lo que los hombres averiguaron Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las famosas escuelas y disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no tuvieron su origen en Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad romanos, porque. Grecia ha venido a ser provincia romana y estar sujeta a su imperio, no son preceptos y documentos de los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes, poseyendo natural-mente sutilísimos ingenios, procuraron con la fecundidad de su discurso descubrir lo que estaba encubierto en los arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor exactitud aquello que se debía desear o huir en la vida y costumbres; y, por último, que aquel arcano, observando escrupulosamente las reglas del discurso y argumentación, concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no concluía, o repugnaba. Algunos de estos celebres filósofos hallaron y conocieron, con el auxilio divino, cosas grandes, así como erraron en otras que no podían alcanzar por la debilidad de conocimientos que por sí posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería y caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo el campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al Cielo, de todo lo cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si fuese la voluntad de nuestro gran Dios. Con todo, si los filósofos encontraron algunos medios que puedan servir para vivir bien y conseguir la bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber decretado las honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en el templo sus libros de Platón, que no que en los templos de los demonios se castraran los galos, se consagraran los hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se ejercieran todos los demás actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o torpemente torpes, que suelen celebrarse en las fiestas y entre las ceremonias sagradas de los dioses? ¿Cuánto más importante sería para instruir y enseñar a la juventud la justicia y buenas costumbres, leer públicamente las leyes de los dioses, que alabar vanamente las leyes e instituciones de los antepasados? Porque todos los que adoran a semejantes dioses, luego que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de un vivo fuego sensual, más ponen la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o en lo que a Catón le pareció. Por eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que, mirando un cuadro colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de que en cierto tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en esta alusión la causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose que en ella imitaba a un dios ¿Y a qué dios dice? A aquel que hace temblar los más altos templos y edificios, tronando desde el cielo; ¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he ejecutado y de muy buena gana. IR A CONTENIDO CAPITULO VIII. De los juegos escénicos donde, aunque se referían las torpezas de los dioses, ellos no se ofenden, antes se aplacan Dirán acaso los defensores de estos falsos dioses que no se enseñan estas obscenidades en las ceremonias sagradas de los dioses, como se ven escritas en las fábulas de los poetas. No pretendo decir que aquellas misteriosas ceremonias son aún más obscenas que las del teatro: sólo digo lo mismo que persuade la historia a los que lo niegan, y lo es, que los juegos escénicos donde reinan las ficciones de los poetas, no los inventaron e introdujeron los romanos en las ceremonias sagradas de sus dioses por motivo de ignorancia, sino que los mismos dioses establecieron que les celebrasen solemnemente estos juegos y los consagrasen en honor suyo, mandándoselo rigurosamente; y, si así puede decirse, obligándolos por fuerza a practicarlo; todo lo cual toqué breve y concisamente en el libro primero: así es que, por autoridad de los Pontífices, y con motivo de acrecentarse el cruel azote de la peste, se instituyeron los juegos escénicos en Roma. ¿Quién habrá, pues, que en el orden y método de su vida no juzgue que debe seguir mejor lo que se hace en los juegos escénicos, instituidos por autoridad divina; que lo que se halla escrito en las leyes promulgadas por los hombres? Si los poetas falsamente delinearon y pintaron a Júpiter como adúltero, sin duda que estos dioses, si fuesen cautos, se debían enojar y tomar completa satisfacción de la injuria, pues por medio de estos humanos juegos se les motejaba de una maldad tan execrable, aunque no por eso dejaban de celebrarla. Y aun esto es lo más tolerable que se halla en los juegos escénicos, digo las comedias y las tragedias, es a saber, las fábulas de los poetas compuestas para representarlas en los espectáculos que contienen en realidad muchas acciones torpes, aunque a lo menos en las palabras no se hallan obscenidades y deshonestidades, y éstas procuran los ancianos que las lean y aprendan los jóvenes entre los estudios que llaman honestos y liberales. IR A CONTENIDO CAPITULO IX. De lo que sintieron lo antiguos romanos sobre el reprimir la licencia de los poetas, la cual los griegos siguiendo el parecer de los dioses, quisieron que fuese libre Y lo, que acerca de estas funciones sintieron los antiguos romanos nos lo dice Cicerón en su libro cuarto de República, donde discutiendo Escipión varias materias, dice: «Jamás las comedias, si no lo exigiera así el actual método de vivir, pudieran conseguir que se admitiesen con aplauso en el teatro sus torpezas». Algunos griegos antiguos guardaron cierta analogía en su errada opinión, entre quienes permitía la ley que en la comedia dijesen lo que quisiesen; y de quien les pareciera. Por esta razón, en los mismos libros dice Escipión el Africano: «¿Quién ha habido en la comedia que no haya sido zaherido, o, por mejor decir, quién ha escapado de su crítica, o quién se ha visto perdonado?» Y bien que haya ofendido solamente a Cleón, Cleofonte e Hipérbolo, hombres plebeyos de mala vida, y sediciosos contra la República. «Pasemos, dice, por esto, aunque a semejantes personas fuera mejor que las notara o reprendiera el censor que no el poeta. Pero que a Pericles, después de haber gobernado con suma autoridad y prudencia su República por tantos años, ya habiendo paz, ya guerras continuadas, le ultrajen con sus versos y los reciten en el teatro, es tan impropio como si nuestro Plauto o Nevio quisieran decir mal de Publio y Neyo Escipión, o Cecilio de Marco Catón». Poco más adelante dice: «Al contrario, nuestras Doce Tablas, aunque a pocos crímenes impusieron la pena capital, les pareció conveniente establecer esta pena, siempre que alguno representase o compusiese versos que causasen nota o infamia a alguno. Sabia constitución es ésta seguramente, ya que debemos tener nuestra vida sujeta a la decisión jurídica y sus legitimas determinaciones, y no a los gracejos y ficciones de los poetas; además de esto, tampoco debemos oír ignominia, alguna de boca de otro, sino de modo que podamos contestar y defendernos en juicio.» Estas expresiones me pareció conveniente sacarlas de Cicerón en dicho libro cuarto, dejando algunas expresiones como están, o mudándolas algún tanto para que se entiendan mejor, porque importan mucho, para lo que voy a explicar, si tuviese capacidad para ello. Añade Cicerón después otras particularidades, y concluye el asunto propuesto, manifestando que los antiguos romanos aborrecieron el que a ninguno en vida le alabasen o vituperasen en el teatro. Pero esta libertad, como ya dije, los griegos (aunque con .menos pudor y más acierto) quisieron permitirla, advirtiendo que sus dioses gustaban se representasen en las fábulas escénicas las ignominias y abominaciones, no sólo de los hombres, sino también de los dioses, ya fuesen ficciones de poetas, ya fuesen verdaderas, maldades de los dioses las que recitaban en los teatros, y ¡ojalá que a sus adoradores les pareciesen sólo dignas de ser reídas y no imitadas! Fue, sin duda, demasiada soberbia y atrevimiento respetar la fama de los principales ciudadanos, cuando sus dioses quisieron no se respetase su propio honor; porque las razones que alegan en su defensa sólo significan no ser cierto lo que dicen contra sus dioses, sino falso y fingido; y por el mismo hecho es mayor, maldad, si atendéis al respeto que se debe a la religión. Y si consideráis la malicia de los demonios, ¿qué espíritus puede haber más astutos y sagaces para engañar? Pues cuando se propala una expresión injuriosa contra un príncipe que es bueno y útil a su patria, pregunto: ¿esta acción no es más indigna, cuanto más remota de la verdad y más ajena de su conducta? ¿Y qué castigo, por terrible que sea, será bastante cuando se hace a Dios esta injuria tan atroz? IR A CONTENIDO CAPITULO X. De la astucia de los demonios para engañarnos, queriendo que se cuenten sus culpas, falsas o verdaderas Pero los malignos espíritus, a quienes tienen por dioses, se complacen en que se cuenten de ellos aun las obscenidades que nunca cometieron, a trueque de empeñar y trabar las almas de los hombres con semejantes opiniones como con redes, y llevarlos consigo a los tormentos que les están aparejados; ya las hayan cometido hombres a quienes desean los tengan por dioses los que se lisonjean en la ceguedad e ignorancia humana, y con el fin de que los adoren también por tales, se entremeten con infinitas cautelas y artificios perjudiciales y engañosos; ya no hayan sido realmente cometidas por hombre alguno, las cuales gustan los espíritus falaces que se finjan de los dioses, a fin de que parezca hay autoridad bastante para cometer torpezas y obscenidades, viendo que, al parecer, traen su derivación y ejemplo del mismo Cielo a la tierra. Viendo, pues, los griegos que servían a tales dioses, que en los teatros se representaban semejantes ignominias contra la santidad de sus dioses, no les pareció era razón les perdonasen de modo alguno los poetas, ya fuese por querer aun en esto asemejarse a sus dioses, o por temer que, pretendiendo mejor fama y prefiriéndose por este motivo a ellos, los enojasen y provocasen su ira. Y ésta es la razón de la razón por qué a los autores y representantes escénicos de estas fábulas los tenían por merecedores de las honras y cargos más importantes de la ciudad; pues como se refiere en el citado libro República, el elocuentísimo ateniense Esquines, después de haber representado tragedias en su juventud, entró en el gobierno de la República; y Aristodemo, autor también trágico, fue enviado en varias ocasiones por los atenienses en calidad de embajador al rey Filipo de Macedonia, sobre negocios gravísimos de paz y guerra. Porque estaban persuadidos de que no era razón tener por infames a los mismos que representaban los juegos escénicos, de los cuales veían que gustaban sus dioses. IR A CONTENIDO CAPITULO XI. Cómo entre los griegos admitieron a los autores escénicos al gobierno de la República, porque les pareció no era razón menospreciar a aquellos por cuyo medio aplacaban a los dioses Esta política, aunque torpe, la seguían los griegos por ser muy conforme al placer de sus dioses, sin atreverse a eximir la vida y, costumbres de sus ciudadanos de las mordaces lenguas de los poetas y farsantes, observando estaba sujeta a sus dicterios y reprensión la de los dioses. Fundados en estos principios, creyeron que no solamente no debían despreciar a los hombres que representaban en el teatro estas impiedades, de que se agradaban sus dioses, a quienes adoraban; antes, por el contrario, debían honrarlos con más distinción; ¿pues qué causa podían hallar para tener por honrados a los sacerdotes por cuyo ministerio ofrecían sacrificios agradables a los dioses, y al mismo tiempo tener por viles a los autores escénicos, por cuyo medio sabían tributaban a los dioses aquel honor que ellos habían establecido? Y más cuando así lo pedían los dioses, y aun se enojaban cuando suspendían tales funciones; y, lo que es más, advirtiendo que el erudito Labeón hace también distinción de cultos entre los dioses buenos y los malos, diciendo que los malos se aplacan con sangre y con sacrificios tristes y los buenos con, servicios alegres y placenteros, como son, según afirma, los juegos, banquetes y mesas que preparaban a los dioses en los templos, de todo lo cual hablaremos después particularmente, si Dios nos lo permite. Ahora, lo que se refiere al asunto de que vamos tratan, do es que, ya atribuyan a los dioses indiferentemente y sin distinción de buenos y de malos todas las operaciones como si fuesen todos buenos (porque no es razón que sean los dioses malos, aunque por ser todos espíritus inmundos todos son malos), ya les sirvan, como le pareció a Labeón, con cierta distinción, señalando para, los unos ciertos ritos y ceremonias y para los otros otras diferentes, diremos que con justa causa los griegos tienen por honrados así a los sacerdotes por cuyo ministerio se les ofrece el sacrificio como a los autores escénicos, por cuyo medio se les celebran los juegos; pues así no pueden acusarles de que agravian, o, generalmente a todos los dioses, si es que todos gustan de los juegos, o, lo que sería más indigno, a los que tienen por buenos, si únicamente éstos son aficionados a tales diversiones. IR A CONTENIDO CAPITULO XII. Que los romanos, con quitar a los poetas contra los hombres la libertad que les concedieron contra los dioses, sintieron mejor de si que de sus dioses Pero los romanos, como se gloría Escipión en la mencionada obra República, no quisieron tener expuesta su vida y fama a los dicterios e injurias de los poetas, antes por el contrario, impusieron la pena capital contra cualquiera que se atreviese a hacer semejantes poemas, la cual ley sin duda promulgaron en favor suyo y con sobrado fundamento; mas respecto de sus dioses, esta constitución era irreligiosa y contraria a su decoro, y el motivo de esta indolencia pudo consistir en que, como observasen que sus dioses sufrían, no sólo con paciencia, sino con placer, ser tratados de los poetas con denuestos e injurias, presumieron asimismo eran indignos de los dicterios con que se profanaba la autoridad de los dioses, y para esto se abroquelaron con una sanción tan rigurosa, permitiendo, sin embargo, el que se mezclasen en las solemnidades y fiestas las afrentas con que injuriaban a los dioses. ¡Que sea posible, Escipión, que alabes y encarezcas el haber prohibido a los poetas romanos la licencia de que no puedan notar con ignominia a ningún ciudadano romano, viendo que ellos no han perdonado a ninguno de vuestros dioses! ¿Es posible que os haya parecido más estimable la reputación de vuestro Senado que la del Capitolio, o, por mejor decir, la de toda Roma, más que la de todo el Cielo, que prohibieseis severamente por medio de una autorizada sanción a los poetas vomitasen la ponzoña de sus lenguas contra el honor de vuestros ciudadanos, y el que sin temor del castigo y contra la majestad de sus mismos dioses pudiesen zaherirles con sus frecuentes dicterios y afrentas ningún senador, ningún censor, ningún príncipe, ningún pontífice lo prohíba? Fue, por cierto, reprensible que Plauto y Nevio hablasen mal de Publio y Neyo Escipión y Cecilio de Marco Catón; pero ¿por qué reputáis por una acción justa y calificada el que vuestro Terencio, refiriendo el delito de Júpiter Optimo Máximo, excitase el apetito sensual de la juventud? IR A CONTENIDO CAPITULO XIII. Que debían echar de ver los romanos que sus dioses, que gustaban los honrasen con tan torpes juegos y solemnidades, eran indignos del culto divino Parece que, si viviera Escipión, acaso me respondería: «¿Cómo hemos de querer nosotros se castiguen aquellos crímenes que los mismos dioses constituyeron por ritos sagrados, cuando no sólo introdujeron en Roma los juegos escénicos, en los cuales se celebran, dicen, y representan semejantes indecencias, sino que mandaron también que se les dedicasen e hiciesen en honra suya?» Pero ¿y cómo instruidos en estos principios no llegaron a comprender que no eran verdaderos dioses, ni de modo alguno dignos de que la República les diese el honor y culto que se debe a Dios? Porque aquellos mismos que debían, por justas causas, no reverenciarlos, si hubieran deseado que se representaran los juegos escénicos con afrenta de los romanos, pregunto: ¿cómo los tuvieron por dioses y creyeron dignos de adorarlos? ¿Cómo no echaron de ver que eran espíritus abominables, que, con ansia de engañarlos, les pidieron que en honra suya les celebrasen sus torpezas y crímenes abominables? Además de esto, los romanos, aunque estaban ya bajo el yugo de una religión tan perversa que les inclinaba a dar culto a unos dioses que veían habían querido les consagrasen las representaciones obscenas de los juegos escénicos; con todo, mirando a su autoridad y decoro, no quisieron honrar a los ministros y representantes de semejantes fábulas, como lo ejecutaron los griegos, sino que, como dice Escipión y refiere Cicerón, considerando el arte de los cómicos y el teatro como ejercicio ignominioso, no solamente no quisieron que sus actores gozasen de los privilegios y honores comunes a los demás ciudadanos romanos, sino que hasta los privaron de su tribu, conforme a lo resuelto en la visita que practicaron los censores. Determinación verdaderamente prudente y digna de que se refiera entre las alabanzas de los romanos, pero yo quisiera que se siguiera a sí misma y se imitara a sí propia en tan acertadas decisiones: porque, reflexionad un poco ¿está muy bien ordenado que a cualquiera ciudadano romano que eligiese el oficio de los farsantes, no sólo le admitiesen a la obtención de honor alguno, sino que por orden del censor no le dejasen siquiera permanecer en su propia tribu? ¡Oh, glorioso decreto de una ciudad esclarecida, tan deseosa de alabanza como en el fondo verdaderamente romana! Pero, respóndanme: ¿qué motivo tuvieron para privar a los escénicos de todos los cargos de la ciudad, y, sin embargo, los mismos juegos los dedicaron al honor de sus dioses? Pasaron ciertamente muchos años en que la virtud romana no conoció los ejercicios del teatro, los cuales, silos hubieran buscado por humana diversión, su introducción, sin duda, hubiera procedido del vicio y relajación de las costumbres humanas; pero no nacieron de este principio: los dioses mismos fueron los que pidieron se les sirviese con ellos; y a vista de este particular precepto, ¿cómo menosprecian al actor por cuyo ministerio se sirve a Dios? ¿Y con qué valor se tacha y castiga al que representa la fábula en el teatro, al mismo tiempo que se adora al que lo pide? En esta controversia se hallan desavenidos en sus dictámenes los griegos y los romanos. Los griegos opinan que hacen bien en honrar a los actores, supuesto que adoran a los dioses que les piden tales juegos, y los romanos no consienten que se deslustre y desacredite con los actores una tribu de gente plebeya, cuanto más el orden de los senadores. Mas en ésta disputa se resuelve el punto de la cuestión con este argumento: proponen los griegos: si han de adorarse los tales dioses, por la misma razón debe honrarse a los que ejecuten sus juegos; resumen los romanos: Ahora bien; de ningún modo” se debe dar honor a tales hombres. Concluyen los cristianos: luego por ninguna razón se deben adorar tales dioses. IR A CONTENIDO CAPITULO XIV. Que Platón, que no admitió a los poetas en una ciudad de buenas costumbres, es mejor que los dioses que quisieron los honrasen con juegos escénicos Pregunto aún más: ¿por qué razón no hemos de tener por infames, como a los actores, a los mismos poetas que componen estas fábulas, a quienes por la ley de las Doce Tablas se les prohíbe el ofender la fama de los ciudadanos y se les permite lanzar tantas ignominias contra los dioses? ¿Cómo puede caber en una razón rectamente dirigida, y menos en la justicia, que se tengan por infames los actores y los dioses, y al mismo tiempo se honre a los autores? ¿Acaso en este particular hemos de dar la gloria al griego Platón, quien, fundando una ciudad tal cual era conforme a razón, fue de parecer se desterrasen de ella los poetas como enemigos de la tranquilidad pública? Platón no pudo sufrir las injurias que se hacían a los dioses; pero tampoco quiso que se estragasen los ánimos de los ciudadanos con ficciones y mentiras. Cotejemos ahora la condición humana de Platón, que destierra a los poetas de la ciudad porque no seduzcan a los ciudadanos con falsas imágenes, con la divinidad de los dioses, que desean y piden que los honren con los juegos escénicos. Platón, aunque no lo persuadió, con todo, disertando sobre estos puntos y atendiendo a la disolución y lascivia de los griegos, aconsejó que no se escribiesen semejantes obscenidades. Pero los dioses, mandándolo expresamente, obligaron con toda su autoridad y aun hicieron que la gravedad, y modestia de los romanos les representase tales funciones; y no se contentaron precisamente con que se les recitasen semejantes torpezas, sino que quisieron se las dedicasen y solemnemente se las celebrasen. ¿Y a quién con más justa causa debía mandar la ciudad romana Se tributasen honores como a Dios, a Platón, que prohibía estas maldades y abominaciones, o a los demonios, que gustaban de estos delirios de los hombres, a quienes Platón no pudo desengañar, ni persuadir la verdad? Fundado en estas razones, Labeón opinó que debíamos colocar y contar a Platón entre los semidioses, como a Hércules y Rómulo; y respecto de los semidioses, les pospone o coloca en el orden siguiente a los héroes, aunque a unos y otros coloca entre los dioses; pero Platón, a quien llama semidiós, no dudo debe ser preferido y antepuesto, no sólo a los héroes, sino a los mismos dioses. Las leyes de los romanos corresponden de algún modo con la doctrina de Platón, en cuanto éste condena absolutamente todas las ficciones poéticas; y ciertamente quitan a los poetas la licencia de infamar directamente a los hombres. Platón extermina y prohíbe a los poetas el habitar en la ciudad, y los romanos destierran a los actores y les cierran el paso para poder subir a los honores y prerrogativas correspondientes a los demás ciudadanos; y si del mismo modo se atrevieran con los dioses que deseen y resuelven los juegos escénicos, acaso lograran exterminarlos del todo: luego de ninguna manera pudieran esperar los romanos de sus dioses leyes bien combinadas para establecer las buenas costumbres o para corregir las malas; antes los vencen y convencen con sus desatinadas constituciones; porque ellos les piden los juegos escénicos en honra suya, y éstos privan de todos los honores correspondientes a su estado a los actores escénicos. Ordenan los romanos igualmente que se celebren por medio de las ficciones poéticas las acciones abominables de los dioses, y al mismo tiempo refrenan la libertad de los Poetas, prohibiéndoles injuriar a los hombres. Pero el semidiós Platón, no sólo se opuso al apetito descabellado de los dioses, sino que enseñó cuál era lo más conforme a la índole natural de los romanos, pues no quiso habitasen en una ciudad tan bien formada los mismos poetas, o los que, por mejor decir, mentían a su albedrío o proponían a los hombres acciones injustas que imitasen o representasen los crímenes de sus dioses Nosotros no defendemos que Platón es dios, ni semidiós, ni le comparamos a los ángeles buenos del verdadero Dios, ni a los profetas, ni a los apóstoles, ni a los mártires de Jesucristo, ni a algún hombre cristiano, y la razón de este dictamen la daremos en su lugar, pero, con todo, supuesto que quieren sostener fue semidiós, me parece debemos anteponerle, si no a Rómulo y a Hércules (aunque de Platón no ha habido historiador alguno o poeta que diga o finja que dio muerte a su hermano, ni haya cometido otra maldad), por lo menos debe ser preferido a Príapo o a un cinocéfalo, o, finalmente, a la fiebre, que son dioses que los temían los romanos, parte de otras naciones y parte los consagraban ellos propios. ¿Y de qué modo habían de prohibir el culto de semejantes dioses, y menos oponerse con sabios preceptos y leyes a tantos vicios como los que amenazan al corazón humano y a las costumbres del hombre? ¿O cómo habían de extirpar aquellos que naturalmente nacen y están arraigados en él? Mas, por el contrario, todos éstos procuraron fomentar y aun acrecentar, queriendo que tales torpezas suyas, o como si lo fuesen, se divulgasen por el pueblo por medio de las fiestas y juegos del teatro, para que, como con autoridad divina, se encendiese naturalmente el apetito humano, no obstante estar clamando contra este desenfreno en vano Cicerón, quien, tratando de los poetas, «a los cuales, como les divierten, dice, la voz y el aplauso del pueblo, como si fuese un perfecto y eminente maestro, ¡ qué de tinieblas introducen.!, ¡cuántos miedos infunden!, ¡qué de pasiones y apetitos inflaman!» IR A CONTENIDO CAPITULO XV. Que los romanos hicieron para sí algunos dioses, movidos, no por razón, sino por lisonja Y ¿qué razón tuvo esta nación belicosa para adoptarse estos dioses, que no fuese más una pura lisonja en la elección que hicieron de ellos, aun de los mismos que eran falsos? Pues a Platón, a quien respetan por semidiós (que tanto estudió y escribió sobre estas materias, procurando que las costumbres humanas no adoleciesen ni se corrompiesen con los males y vicios del alma, que son los que principalmente se deben huir), no le tuvieron por digno de un pequeño templo, y a Rómulo le antepusieron a muchos dioses, no obstante que la doctrina que ellos consideran como misteriosa y oculta le celebre más por semidiós que por dios, y en esta conformidad le crearon también un sacerdote que llamaban Flamen, cuya especie de sacerdocio fue tan excelente y autorizado en las funciones y ceremonias sagradas de los romanos, que usaban la insignia de un birreta de mitra, la que usaban los tres flamines que servían a los tres dioses, como eran un flamen dial para Júpiter, otro marcial para Marte y otro quirinal para Rómulo; pero habiendo canonizado a éste, y habiéndole colocado en el Cielo como por dios en atención a lo mucho que le estimaban sus ciudadanos, se llamó después Quirino, y así con esta honra quedó Rómulo preferido a Neptuno y a Plutón, hermanos de Júpiter, y al mismo Saturno, padre de éstos, confiriéndole como a dios grande el sumo sacerdocio que habían dado a Júpiter y Marte, como a su padre, y quizá por su respeto. IR A CONTENIDO CAPITULO XVI. Que si los dioses tuvieran algún cuidado de la justicia, de su mano debieran recibir los romanos leyes para vivir, antes que pedirlas prestadas a otras naciones Si pudieran los romanos haber obtenido de sus dioses leyes para vivir y gobernarse, no hubieran ido algunos años después de la fundación de Roma a pedir a los atenienses que les prestasen las leyes de Solón, aunque de éstas tampoco usaron del modo que las hallaron escritas, sino que procuraron corregirlas y mejorarlas conforme a sus usos; no obstante que Licurgo fingió había dispuesto que las leyes que dio a los lacedemonios con autoridad del oráculo de Apolo, lo cual, con justa razón, no quisieron creer los romanos, y por eso no las admitieron en todas sus partes, Numa Pompilio, que sucedió a Rómulo en el reino, dicen que promulgó algunas leyes, las cuales no eran suficientes para el gobierno de su Estado, y al mismo tiempo estableció ceremonias del culto religioso; pero no aseguran que estos, estatutos los recibiesen de mano de sus dioses; así éstos no cuidaron de que sus adoradores no poseyesen los vicios del alma, de la vida y de las costumbres, que son tan grandes, que algunos doctos romanos afirman que con estos males perecen las Repúblicas, estando aún las ciudades en pie; antes procuraron, como dejamos probado, el que se acrecentasen. CAPITULO XVII. Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun en los tiempos que tenían por buenos Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar leyes al pueblo romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre ellos no tanto por las leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y equidad provino el robo de las sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que engañar a las hijas de sus vecinos, bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no recibirlas por mujeres con voluntad de sus padres, sino robarlas por fuerza, según cada uno podía? Porque si fuera mal hecho el negarlas los sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue el robarlas, no dándoselas? Más justa fuera la guerra con una nación que hubiera negado sus hijas a sus vecinos por mujeres después de habérselas pedido que con las que pretendían, después se las volviesen por habérselas robado. Esto hubiera sido entonces más conforme a razón, pues, en tales circunstancias, Marte pudiera favorecer a su hijo en la guerra, en venganza de la injuria que se les hacia en negarles sus hijas por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con el derecho de la guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las que sin razón le habían negado; lo que sucedió muy al contrario -ya que sin motivo ni derecho robó las que no le habían sido concedida-, sosteniendo injusta guerra con sus padres, que justamente se agraviaron de un crimen tan atroz. Sólo hubo en este hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por suceso de suma importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó en aquella magnífica ciudad; y fue que los romanos cometieron un error muy craso, más en haber canonizado por su dios a Rómulo, después de ejecutado el rapto, que en prohibir que ninguna ley o costumbre autorizase el hecho de imitar semejante robo. De esta justicia y bondad resultó que, después de desterrados el rey Tarquino y sus hijos, de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto hizo por la fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su compañero en el consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco que tenía con los Tarquinos renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción fea efectuó con auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla recibido el consulado, así como Bruto. De esta justicia y bondad dimanó que Marco Camilo, varón singular de aquel tiempo, que al cabo de diez años de guerra, en que el ejército romano tantas veces había tenido tan funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma Roma, venció con extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo romano, ganándoles su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta en la guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de sus antagonistas y la insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan ingrata la ciudad que le debía su libertad, que, estando seguro de su condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar de estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había de volver a librar a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy ya fastidiado de referir relaciones tan abominables e injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos procuraban subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas de ambos partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención de atender a lo que era razón y justicia. IR A CONTENIDO CAPITULO XVIII. Lo que escribe Salustio de las costumbres de los romanos, así de las que estaban reprimidas con el miedo, como de las que estaban sueltas y libres con la seguridad Seré, pues, breve, y me aprovecharé del incontestable testimonio de Salustio, quien habiendo dicho en honor de los romanos (que es de donde empezamos nuestra exposición) que la justicia y bondad entre ellos florecía no tanto por las leyes cuanto por su buen natural, celebrando la gloriosa época en que, desterrados los reyes, insensiblemente y en breve tiempo aquella admirable ciudad; sin embargo, el mismo Salustio, en el libro primero de su historia y en las primeras páginas, confiesa que, casi en el mismo instante en que, extinguido el poder real se estableció el consular, padeció la República considerables vejaciones y agravios de los poderosos; por lo que resultaron divisiones entre el pueblo y los senadores, sin referir las discordias y daños que en seguida acaecieron; pues habiendo dicho cómo el pueblo romano había vivido con laudables costumbres y mucha concordia, aun en aquellos tiempos calamitosos en que la segunda y última guerra de Cartago atrajo considerables males, y habiendo asimismo expuesto que la causa de esta felicidad fue, no el amor de la justicia, sino el miedo de la poca seguridad de la paz que había mientras vivía Cartago en su grandeza, que era la razón porque también Nasica no quería que se destruyera a Cartago, para de este modo reprimir la disolución, conservar las buenas costumbres y refrenar con el miedo los vicios, añade: «Pero la discordia, la avaricia, la ambición y los demás vicios y desgracias que suelen resultar de las prosperidades, crecieron extraordinariamente después de la destrucción de Cartago, para que lo entendiésemos que antes no sólo solían nacer, sino igualmente crecer, los vicios»; y dando la razón por qué se explica en estos términos, prosigue diciendo: «Porque hubo vejaciones y agravios que cometían los poderosos, de donde procedía la división entre los senadores y el pueblo, y otras discordias domésticas en el principio, cuando apenas había cesado la autoridad de los reyes, viviendo los hombres con equidad y modestia mientras duró el miedo de Tarquino y la peligrosa guerra con los etruscos.» ¿Veis cómo también el miedo fue la causa de haber vivido un espacio de tiempo tan corto, después de desterrados los reyes, con alguna equidad y honestidad; pues se temía la guerra que el rey Tarquino, despojado del reino, excitaba, y hacía contra los romanos, aliados de los etruscos? Advierte, pues, ahora lo que añade en seguida: «Comenzaron los padres a tratar al pueblo como a esclavo, disponiendo de su vida y de sus espaldas, al modo que acostumbran los reyes, defraudándolos del repartimiento de los campos, quedándose ellos solos con el gobierno y autoridad, sin conferir con los demás parte alguna. Oprimido el pueblo con un gobierno tan tiránico, y principalmente con el peso de las deudas y usuras, sufriendo igualmente con la continuación de las guerras, el tributo y la milicia, se amotinó y acudió armado al monte Sacro y al Aventino, donde eligió para su gobierno tribunos de la plebe y estableció varias leyes; no teniendo otro fin más feliz las discordias de uno y otro bando que la segunda guerra Púnica. ¿Veis desde qué tiempo, esto es, poco después de ser desterrados los reyes, cómo se portaron entre silos romanos, de quienes se dice que la justicia y bondad valía entre ellos no tanto por las leyes como por su buen natural? Pues si vemos que fueron tales aquellos tiempos en que dicen fue virtuosa, inocente y hermosa la República romana, qué nos parece podemos ya decir o pensar de aquellos célebres romanos que les sucedieron, en cuya época, habiéndose transformado paulatinamente para usar de los términos del mismo historiador), de hermosa y buena se hizo muy mala y disoluta, es a saber: después de la destrucción de Cartago, como lo insinuó el mismo Salustio; y del modo que este historiador recopila y describe estos tiempos que pueden examinarse en su historia, es fácil observar con cuánta malicia y corrupción de costumbres, nacida de las prosperidades, se fueron corrompiendo hasta el desdichado tiempo de las guerras civiles. Desde esta época, dice, las costumbres de los antepasados, no poco a poco como antes, sino como un arroyo que se precipita, se relajaron en tanto grado y la juventud se estragó tanto con las galas, deleites y avaricia, que con razón se dijo de ella que había nacido una gente que no podía tener haciendo ni sufrir que otros la tuviesen. Dice Salustio muchas cosas acerca de los vicios de Sila y de los demás desórdenes de la República, en lo que convienen todos los escritores, aunque se diferencian mucho en la elocuencia. Ya veis, a lo que entiendo, y cualquiera persona que quiera advertirlo fácilmente podrá notar, la relajación y corrupción de costumbres en que estaba sumergida Roma antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo. Acaeció, pues, esta desenfrenada disolución no sólo antes que Cristo encarnase y predicase personalmente su divina doctrina, sino también aun antes que naciese de la Virgen Santísima; y supuesto no se atrevieron a imputar los graves males acaecidos por aquellos tiempos, ya fuesen los tolerables al principio o los intolerables y horribles sucedidos después de la destrucción de Cartago; no atreviéndose, digo, a imputarlos a sus dioses, que con maligna astucia sembraban en los humanos corazones unas opiniones y principios prevaricadores de donde naciesen semejantes vicios, ¿por qué tienen la osadía de atribuir los males presentes a Cristo, quien por medio de una doctrina sana nos libra, por una parte, de la adoración de los falsos y seductores dioses, y por otra, abominando y anatematizando con autoridad divina esta perjudicial y contagiosa codicia de los hombres, poco a poco va entresacando de todas las partes del mundo corrompidas, y aun destruidas, con estos males, su dichosa familia, para ir estableciendo y fundando con ella la ciudad que es eterna y verdaderamente gloriosa, no por voto y como un aplauso de la humana vanidad, sino a juicio de la misma verdad, que es Dios? IR A CONTENIDO CAPITULO XIX. De la corrupción que hubo en la República romana antes que Cristo prohibiese el culto de los dioses Y ved aquí cómo la República romana (lo cual no soy yo el primero que lo digo, sino que sus cronistas, de quienes a costa de muchas tareas y molestias lo aprendimos, lo dijeron muchos años antes de la venida de Cristo) poco a poco se fue mudando, y de hermosa y virtuosa se convirtió en mala y disoluta. Ved aquí cómo antes de la gloriosa venida del Salvador, y después de la destrucción de Cartago, las costumbres de sus antepasados no paulatinamente como antes, sino como una rápida avenida de un arroyo, se entregaron y relajaron en tanto grado, que la juventud se corrompió con la superfluidad de las galas, deleites y codicia. Léannos algunos preceptos que hayan promulgado sus dioses contra el lujo, regalo y ambición del pueblo romano, a quien ojalá hubieran callado las cosas santas y modestas y no le hubieran pedido también las torpes y abominables, para acreditarlas mediante el oráculo de su falsa divinidad con más daño de sus adoradores. Lean los nuestros, así los Profetas como el santo Evangelio, los hechos apostólicos y las epístolas canónicas, y observarán en todos estos admirables escritos gran abundancia y copia de máximas saludables y de persuasiones convincentes, predicadas al pueblo mediante el influjo del espíritu divino, contra la avaricia y lujuria, no excitando el ruidoso estrépito y vocería que se oye a los filósofos desde su cátedras, sino tronando como desde unos oráculos y nubes de Dios, y, sin embargo, no imputan a sus dioses el haberse convertido la República antes de la venida de Cristo en disoluta y perversa, con los fuertes incentivos del deleite, del lujo, del regalo y con costumbres tan torpes como sanguinarias; antes bien, cualquiera aflicción que sufre en la presente situación su soberbia y molicie la atribuyen al influjo de la religión cristiana, cuyos preceptos sobre las costumbres sanas y virtuosas, si los oyesen y juntamente se aprovechasen de ellos los reyes de la tierra, los jóvenes y las doncellas y todas las naciones juntas, los príncipes y los jueces de la tierra, los ancianos y los mozos, todos los de edad capaz de juicios, hombres y mujeres, y aquellos a quienes habla San Juan Bautista, los mismos publicanos y soldados, no sólo ilustraría y adornaría la República con su felicidad las tierras de esta vida presente, sino que subiría a la cumbre de la vida eterna para reinar eternamente y con perpetua dicha; pero por cuanto uno lo oye y otro lo desprecia, y los más son aficionados más a la perniciosa condescendencia y atractivo de los vicios que al importante rigor y aspereza de las virtudes, se les notifica y manda a los siervos de Jesucristo que tengan paciencia y sufran, ya sean reyes, príncipes, ya jueces, soldados, de provincias, ricos, pobres, libres, esclavos, de cualquier condición que sean, hombres y mujeres, que toleren, digo (si así conviene), aun a la República más disoluta y perversa, y que con este sufrimiento granjearán y conseguirán un elevado y distinguido lugar en aquella santa y augusta Corte de los Ángeles y República celestial, cuyas leyes y ordenanzas son la misma voluntad de Dios. IR A CONTENIDO CAPITULO XX. Cuál es la felicidad de que quieren y las costumbres con que quieren vivir los que culpan los tiempos de la religión cristiana Aunque los que aprecian y adoran a los dioses, cuyos crímenes y maldades se lisonjean de imitar, de ningún modo procuran atender a la conservación de una República mala y disoluta, con tal que ésta exista o que florezca en abundancia de bienes y gloriosas victorias; o lo que es mayor felicidad, con tal que goce de una paz segura y estable, ¿qué nos importa a nosotros? Antes bien, lo que a cada uno interesa más es que cualquiera aumente continuamente sus riquezas, con las cuales haya para sostener los diarios gastos, y, del mismo modo, es que fuere más poderoso pueda sujetar igualmente a los más necesitados, o que obedezcan a los ricos los más pobres, sólo para conseguir la comida y aliviar su necesidad, y para que a la sombra de su amparo gocen del ocio y de la quietud, y se sirvan los ricos de los indigentes para sus ministerios respectivos, y para la, ostentación de su pompa y fausto; que el pueblo aplauda, no a los que le persuaden lo que le importa, sino a los que le proporcionan gustos y deleites; que no se les mande cosa dura, ni se les prohíba cosa torpe; que los reyes no atiendan a si son buenos y virtuosos sus vasallos, sino a si obedecen sus órdenes; que las provincias sirvan a los reyes, no como gobernadores o primeros directores de sus costumbres, sino como a señores o dueños absolutos de sus haciendas y como a proveedores o dispensadores de sus deleites y regalos, y al mismo tiempo que los honren y reverencien, no sinceramente o de corazón, sino que los teman servilmente; que castiguen severamente las leyes primero lo que ofende a la vida ajena que lo que daña a la vida propia; que ninguno lleve a la presencia del juez, sino al que fuere perjudicial a los bienes, casa o salud ajena, o fuere importuno o nocivo por sus costumbres relajadas; que en lo demás, con sus afectos o deudos, o de los haberes de éstos, o de cuales quiera que condescendiere haga cada uno lo que más le agradare; que asimismo haya abundancia de mujeres públicas, para todos los que quisiesen participar de ellas, o particularmente para los que no pueden tenerlas en su casa; que se edifiquen grandes, magníficas y suntuosas casas donde se frecuenten los saraos y convites, y donde, según le pareciere a cada uno, de día y de noche, juegue, beba, se divierta, gaste y triunfe; que continúen sin interrupción los bailes, hiervan los teatros con el aplauso y voces de alegría; que se conmuevan con la representación de actos deshonestos y todo género de deleites tan abominables y torpes, y que sea tenido por enemigo público el que no gustare de esta felicidad; que a cualquiera que intentase alterarla o quitarla puedan todos, libremente, echarle adonde no le oigan, le destierren donde no sea visto y le saquen de entre los vivientes; que sean tenidos por verdaderos dioses los que procuraron que el pueblo consiguiese esta felicidad y, conseguida, supieron inventar medios para conservársela; que los reverencien y tributen del modo que les fuera más agradable; que pidan los juegos y fiestas que fuesen de su voluntad y pudiesen alcanzar de sus adoradores, con tal que procuren con todo su esfuerzo que esta felicidad momentánea esté segura de las invasiones del enemigo, de los funestos efectos del contagio y de cualquiera .otra calamidad; ¿y quién de sano juicio habrá que quiera comparar esta República, no digo yo con el Imperio romano, sino con la casa de Sardanápalo, quien, siendo por algún tiempo rey de los asirios, se entregó con tanta demasía a los deleites que mando se escribiese en su sepulcro que después de muerto sólo conservaba lo que había devorado y consumido en vida su torpe apetito? Si la suerte hubiera dado a los romanos por rey a Sardanápalo, y contemporizara y disimulara estas torpezas sin contradecirles de modo alguno, sin duda de mejor gana le consagraran templo y flamen que los antiguos romanos a Rómulo. IR A CONTENIDO CAPITULO XXI. Lo que sintió Cicerón de la República romana Pero si no hicieron caso del erudito escritor que llamó a la República romana mala y disoluta, ni cuidan de que esté poseída de cualesquiera torpezas y costumbres abominables y corrompidas, con tal que exista y persevere; digan cómo no solo se hizo procaz y disoluta, como dice Salustio, sino que, según enseña Cicerón, en aquella época había ya perecido del todo la República, sin quedar rastro ni memoria de ella Introduce, pues, en el raciocinio este sabio orador al valeroso Escipión, aquel mismo que destruyó Cartago, disertando sobre la República en un tiempo en que ya se sospechaba y advertía que estaba vacilante y expuesta a ser destruida con los vicios y corrupción de costumbres, sobre lo que elegantemente habla Salustio. Suscitose, pues, esta controversia en el tiempo en que ya uno de los Gracos había muerto, en cuyo gobierno -como escribe Salustio- tuvieron principio graves discordias, y de cuya muerte se hace mención en los mismos libros; y habiendo dicho Escipión al fin del libro segundo, que «así como se debe guardar en la citara, en la flauta y en la canción una cierta consonancia de distintas y diferentes voces, la cual, si se muda, disuena, ofende y no la puede sufrir un oído delicado, y esta misma consonancia, aunque de diferentes voces, con sólo contemplarlas y arreglarías a una perfecta modulación, se hace grata y suave al oído; así también una ciudad compuesta de diferentes órdenes y estados, altos, medios y bajos, como voces bien templadas, con la conformidad y concordia de partes de entre sí tan diferentes, vive concorde y tranquila; lo que llaman los músicos en el cántico armonía, esto era en la ciudad la concordia, que es un estrecho e importante vínculo para la conservación de toda la República, la cual de ningún modo podía existir sin la justicia»; pero disertando después dilatada y copiosamente sobre lo que interesaba el que hubiese justicia en la ciudad, como de los graves daños que se seguían en todo Estado que no se observaba; tomó la mano Filón, uno de los que disputaban, y pidió que se averiguase más circunstancialmente esta opinión, tratándose con más extensión de la justicia, porque comúnmente se decía que era imposible regir y gobernar una República sin injusticia, y por esto fue Escipión de parecer convenía aclarar y ventilar esta duda, diciendo «le parecía que era nada cuanto hasta entonces habían hablado acerca del gobierno de la República, y que aún podría decir más, a no estar confirmado y fuera de toda ambigüedad que era falso el principio de que sin justicia podía regirse un pueblo, así como era cierto el otro, de que es imposible gobernar una República sin una recta justicia». Y habiendo diferido la resolución de esta cuestión para el día siguiente, en el tercer libro se trató de esta materia copiosamente, refiriendo las disputas que ocurrieron para su decisión. El mismo Filón siguió el partido de los que opinaban era imposible regir la República sin injusticia, justificándose en primer lugar para que no se creyese que él realmente era de este parecer, y disertó con mucha energía en favor de la injusticia, y contra la justicia, dando a entender quería manifestar con ejemplos y razones verosímiles que aquélla interesaba a la República y ésta era inútil. Entonces Lelio, a ruegos de los senadores, empezando a defender con nervio y eficacia la justicia, ratificó, y aun aseguró cuanto pudo la opinión contraria, hasta demostrar que no había cosa más contraria al régimen y conservación de una ciudad que la injusticia, y que era absolutamente imposible gobernar un Estado y hacer que perseverase en su grandeza, sino obrando con rectitud y justicia. Examinada y ventilada esta cuestión por el tiempo que se creyó suficiente, volvió Escipión al mismo asunto que había dejado, tornando a repetir y elogiar su concisa definición de la Republica, en la que había asentado que era algo del pueblo; y resuelve que pueblo no es cualquiera congreso que compone la multitud, sino una junta asociada unánimemente y sujeta a unas mismas leyes y bien común. Después demuestra cuánto importa la definición para las disputas, y de sus definiciones colige que entonces es República, esto es, bien útil al pueblo, cuando, se gobierna bien y de acuerdo, ya sea por un rey, ya por algunos patricios, ya por todo el pueblo; pero siempre que el rey fuese injusto, a quien llamó tirano, como acostumbraban los griegos, injustos serían los principales encargados del gobierno, cuya concordia y unión dijo era parcialidad; o injusto sería el mismo pueblo, para quien no halló nombre usado, y por eso le llamó también tirano; no era ya República viciosa, como el día anterior habían dicho, sino que, como manifestaba el argumento y razones deducidas de las establecidas definiciones, de ningún modo era República, porque no era bien útil al pueblo, apoderándose de ella el tirano con parcialidad; ni el mismo pueblo era ya pueblo si era justo, porque no representaba ya la multitud unida y ligada por unas mismas leyes y bien común, como se ha definido al pueblo. Cuando la República romana era de tal condición cual la pintó Salustio, no era ya mala y disoluta, como él dice, sino que totalmente no era ya República, como se confirmó en la disputa que se suscitó sobre ella entre sus principales patricios que la gobernaban, así como el mismo Tulio, hablando no ya en nombre de Escipión ni de otro alguno, sino por si mismo, lo mostró al principio del libro quinto, alegando en su favor el verso del poeta Ennio, que dice: «Que conservan la República romana en su primitivo esplendor las antiguas buenas costumbres y los muchos hombres excelentes que había producido.» El cual verso, dice él, «me parece que, o por su concisión o sencillez, le pronunció como si fuese tomado de algún oráculo, porque ni los varones excelentes, si, no estuviera tan bien formada y acostumbrada la ciudad, ni las costumbres, si no presidieran y gobernaran estos insignes varones, hubieran podido establecer ni conservar una República tan dilatada con un dominio en su gobierno tan justo y tan extendido; así pues, en los tiempos pasados, las mismas costumbres o la buena conducta de nuestra patria elegía varones insignes, quienes conservaban en su primer esplendor las costumbres e instituciones de sus mayores; pero nuestro siglo, habiendo recibido el gobierno del Estado como una pintura hermosa que se deteriora y desmejora con la antigüedad, no solamente no cuidó de renovar los mismos colores que solía tener, pero ni procuró que por lo menos conservase la forma y sus últimos perfiles; porque ¿que retenemos ya de las antiguas costumbres con que dice estaba en pie la República romana, las cuales vemos tan desacreditadas y olvidadas, que no sólo se estiman, pero ni aun las conocen? Y de los varones puede decir que las mismas costumbres perecieron por falta de hombres que las practicasen, de cuya desventura no solamente hemos, de dar la razón, sino que también, como reos de un crimen capital, hemos de dar cuenta ante el juez de esta causa, en atención a que por nuestros propios vicios, no por accidente alguno, conservamos de la República sólo el nombre; pero la sustancia de ella realmente hace ya tiempo que la perdimos». Esto confesaba Cicerón, aunque mucho después de la muerte de Africano, a quien hizo disertar en sus libros sobre la República, pero todavía, antes de la venida de Jesucristo, y si esto se hubiera pensado y divulgado cuando ya florecía la religión cristiana, ¿quién hubiera entre éstos que no le pareciera que se debía imputar esta relajación a los cristianos? ¿Por qué no procuraron sus dioses que no pereciera ni se perdiera entonces aquella República, la cual Cicerón, muchos años antes que Cristo naciese de la Santísima Virgen, tan lastimosamente llora por perdida? Examine atentamente los que tanto ensalzan, qué tal fue aun en la época en que florecieron aquellos antiguos varones y celebradas costumbres; si acaso floreció en ella la verdadera justicia, o si quizá entonces tampoco vivía por el rigor de las costumbres, sino que estaba pintada con bellos colores, la cual aun el mismo Cicerón, ignorándolo cuando la celebraba y prefería, lo expresó; pero en otro lugar hablaremos de esto, si Dios lo quiere, procurando manifestar a su tiempo, conforme a las definiciones del mismo Cicerón, cuán brevemente explicó lo que era República y lo que era pueblo en persona de Escipión, conformándose con él otros muchos pareceres, ya fuesen suyos o de los que introduce en la misma disputa, donde sostiene que aquélla nunca fue República, porque jamás hubo en ella verdadera justicia; pero, según las definiciones más probables en su clase, fue antiguamente República, y mejor la gobernaron y administraron los antiguos romanos que los que se siguieron después; en atención a que no hay verdadera justicia, sino en aquella República cuyo Fundador, Legislador y Gobernador es Cristo, si acaso nos agrada el llamarla República, pues no podemos negar que ella es un bien útil al pueblo; pero si este nombre, que en otros lugares se toma en diferente acepción, estuviese acaso algo distante del uso de nuestro modo de hablar, por lo menos la verdadera justicia se halló, en aquella ciudad de quien dice la Sagrada Escritura: «¡Cuán gloriosas cosas están dichas de la, Ciudad de Dios!» IR A CONTENIDO CAPITULO XXII. Que jamás cuidaron los dioses de los romanos de que no se estragase y perdiese la República por las malas costumbres Por lo que se refiere a la presente cuestión, por más famosa que digan fue, o es, la República, según el sentir de sus más clásicos autores, ya mucho antes de la venida de Cristo se había hecho mala y disoluta, o por mejor decir, no era ya tal República, y había perecido del todo con sus perversas costumbres; luego para que no se extinguiese, los dioses, sus protectores, debieran dar particulares preceptos al pueblo que los adoraba para uniformar su vida y costumbres, siendo así que los reverenciaba y daba culto en tantos templos, con tantos sacerdotes, con tanta diferencia de sacrificios; con tantas y tan diversas ceremonias, fiestas y solemnidades, con tantos y tan costosos regocijos y representaciones teatrales; en todo lo cual no hicieron los demonios otra cosa que fomentar su culto, no cuidando de inquirir cómo vivían antes, y procurando que viviesen mal; pero si todo esto lo hicieron por puro miedo en honra y honor de los dioses, o si éstos les dieron algunos saludables preceptos, tráiganlos, manifiéstenlos y léannos qué leyes fueron aquellas que dieron los dioses a Roma y violaron los Gracos cuando la turbaron con funestas sediciones, cual fueron Mario, Cinna y Carbón, que fomentaron las guerras civiles, cuyas causas fueron muy injustas, y las prosiguieron con grande odio y crueldad y con mucha mayor las acabaron, las cuales, finalmente, el mismo Sila, cuya vida y costumbres, con las impiedades que cometió, según las pinta Salustio, y otros historiadores, ¿a quién no causan horror? ¿Quién no confesará que entonces pereció aquella República? ¿Acaso por semejantes costumbres experimentadas reiteradamente en Roma se atreverán, como suelen, a alegar en defensa de sus dioses aquella expresión de Virgilio en el libro 2 de la Eneida, donde dice «que todos los dioses que sustentaba en pie aquel Imperio se marcharon, desamparando sus templos y aras?» Si lo primero es así, no tienen que quejarse de la religión cristiana, pretendiendo que, ofendidos de ella sus dioses, los desampararon; pues sus antepasados muchos años antes, con sus costumbres, los espantaron como a moscas de los altares de Roma; pero, con todo, ¿adónde estaba esta numerosa turba de dioses cuando, mucho antes que se estragasen y corrompiesen las antiguas costumbres, los galos tomaron y quemaron a Roma? ¿Acaso estando presentes dormían? Entonces, habiéndose apoderado el enemigo de toda la ciudad, sólo quedó ileso el monte Capitolino, el cual también le hubieran tomado si, durmiendo los dioses, por lo menos no estuvieran de vela los gansos; de cuyo suceso resultó que vino a caer Roma casi en la misma superstición de los egipcios, que adoran a las bestias y a las aves, dedicando sus solemnidades al ganso; mas no disputo, por ahora, en estos males casuales que conciernen más al cuerpo que al alma, y suceden por mano del enemigo o por otra desgracia o casualidad. Ahora únicamente trato de la relajación de las costumbres, las cuales, perdiendo al principio poco a poco sus bellos colores y despeñándose después al modo de la avenida de un arroyo arrebatado, causaron, aunque subsistían las casas y los muros, tanta ruina en la República, que autores gravísimos de los suyos no dudan en afirmar que se perdió entonces; y para que así fuese hicieron muy bien en marcharse todos los dioses, desamparando sus templos y aras, si la ciudad menospreció los preceptos que les habían dado sobre vivir bien, con rectitud y justicia; pero, pregunto ahora: ¿quiénes eran estos dioses que no quisieron vivir ni conversar con un pueblo que los adoraba, al que viviendo escandalosamente no enseñaron a vivir bien? IR A CONTENIDO CAPITULO XXIII. Que las mudanzas de las cosas temporales no dependen del favor o contrariedad de los demonios, sino de la voluntad del verdadero Dios ¿Acaso no se puede demostrar que, aunque estos falsos dioses o deidades alentaron y ayudaron a los romanos a satisfacer sus torpes apetitos, sin embargo, no les asistieron para refrenarlos? ¿Por qué los que favorecieron a Mario, hombre nuevo y de baja condición, cruel autor y ejecutor de las guerras civiles, para que fuese siete veces cónsul, y que en su séptimo consulado viniera a morir viejo y lleno de años, no le patrocinaron asimismo a fin de que no cayera en manos de Sila, que había de entrar luego vencedor? ¿Por qué no le ayudaron también para que se amansara y evitara tantas y tan inmensas crueldades como hizo? Pues si para esta empresa no le ayudaron sus dioses, ya expresamente confiesa que, sin tener uno a sus dioses propicios y favorables, es factible que consiga la temporal felicidad que tan sin término codician, y que pueden algunos hombres, como fue Mario, a despecho y contra las disposiciones y ‘voluntad de los dioses, adquirir y gozar de salud, fuerzas y riquezas de honras y dignidades y larga vida; y que pueden igualmente algunos hombres, como fue Régulo, padecer y morir muerte afrentosa en cautiverio, servidumbre, pobreza y desconsuelo, estando en gracia de los dioses, y si conceden que esto es así, confiesan en breves palabras que de nada sirven, y que en vano los reverencian; porque si procuraron que el pueblo se instruyese en los principios más opuestos a las virtudes del alma y a la honestidad de la vida, cuyo premio debe esperar después de la muerte, y si en estos bienes transitorios y temporales ni pueden dañar a los que aborrecen ni favorecer a los que aman, ¿para qué los adoran y para qué con tanto anhelo? ¿Por qué murmuran en los tiempos adversos y desgraciados, como si ofendidos se hubieran ido, y al mismo tiempo con impías imprecaciones injurian la religión cristiana? Y si en estas cosas tienen poder para hacer bien o mal, ¿por qué en ellas favorecieron a Mario siendo un hombre tan malo, y fueron infieles a Régulo siendo tan bueno? Y acaso con este procedimiento, ¿no hacen ver claramente que son sumamente injustos y malos? Pero si por estos motivos creyeron que deben ser aún más temidos y reverenciados, tampoco esto debe creerse, porque es sabido que del mismo modo los adoró Régulo que Mario, y no por eso nos parezca se debe escoger la mala vida, porque se presume que los dioses favorecieron más a Mario que a Régulo, ya que Metelo, uno de los mejores y más famosos romanos, que tuvo hijos dignos del consulado, fue también dichoso en las cosas temporales, y Catilina, uno de los peores, fue desdichado, perseguido de la pobreza y murió vencido en la guerra que tan injustamente había promovido. Verdadera y cierta es solamente la felicidad que consiguen los buenos que adoran a Dios, y es de quien solamente la pueden alcanzar, pues cuando se iba corrompiendo y perdiendo Roma con las malas costumbres, no tomaron providencia alguna sus dioses para corregirlas o enmendarlas y para que no se aniquilase, antes cooperaron a su depravación, corrupción y completa destrucción. Ni por eso se finjan buenos como aparentando en cierto modo que, ofendidos de las culpas y crímenes de los ciudadanos, se ausentaron, pues seguramente estaban allí; con lo cual ellos mismos se descubren y conocen, puesto que al fin no pudieron ayudarlos con sus consejos, ni pudieron encubrirse callando. Paso por alto el que los minturnenses, excitados de Ia compasión, encomendaron los sucesos de Mario a la diosa Marica, a, quien rendían adoración en un bosque contiguo al lugar y consagrado a su hombre, para que le favoreciese y diese prósperos sucesos en todas sus empresas; y sólo advierto que, vuelto a su primera prosperidad desde la suma desesperación, caminó fiero y cruel contra Roma, llevando consigo un poderoso y formidable ejército, adonde cuán sangrienta fue su victoria, cuán cruel y cuánto más fiera que la de cualquier enemigo, léanlo los que quisieren en los autores que la escribieron. Pero esto, como digo, lo omito, ni quiero atribuir a no sé qué Marica la sangrienta felicidad de Mario, sino a la oculta providencia de Dios, para tapar la boca a los, incrédulos y para librar de su ceguedad y error a los que tratan este punto, no con compasión, sino que lo advierten con prudencia, porque aunque en estos acontecimientos pueden algo los demonios, es tanto su poder cuantas son las facultades que les concede el oculto juicio del que es Todopoderoso, para que, en vista de tales desengaños, no apreciemos demasiado las felicidades terrenas, las cuales como a Mario, se dispensan también por la mayor parte a los malos, ni tampoco mirándola bajo otro aspecto la tengamos por mala, viendo que, a despecho de los demonios, la han tenido también por lo mismo muchos santos y verdaderos siervos del que es un solo Dios verdadero; ni, finalmente, entendamos que debemos acatar o temer a estos impuros espíritus por los bienes o males de la tierra; porque así como los hombres malos no pueden hacer en la tierra todo lo que quieren, así tampoco ellos, sino en cuanto se les permite por orden de aquel gran Dios, cuyos juicios nadie los puede comprender plenamente y nadie justamente reprender. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIV. De las proezas que hizo Sila, a quien mostraron favorecer Ios dioses El mismo Sila, cuyos tiempos fueron tales que se hacían desear los pasados (a pesar de que a los ojos humanos parecía el reformador de las costumbres), luego que movió su ejército para marchar a Roma contra Mario, escribe Tito Livio que, al ofrecer sacrificios a los dioses, tuvo tan prósperas señales, que Postumio -sacrificador y adivino en este holocausto- se obligó a pagar con su cabeza si no cumplía Sila todo cuanto tenía proyectado en su corazón con el favor de los dioses. Y ved aquí cómo no se habían ausentado los dioses desamparando los sagrarios y las aras, supuesto que presagiaban los sucesos de la guerra y no cuidaban de la corrección del mismo Sila. Prometíanle, adivinando los futuros contingentes, grande felicidad, y no refrenaban su codicia amenazándole con los más severos castigos; después, manteniendo la guerra de Asia contra Mitrídates, le envió a decir Júpiter con Lucio Ticio que había de vencer a Mitrídates, y así sucedió; pero en adelante, tratando de volver a Roma y vengar con guerra civil las injurias que le habían hecho a él y a sus amigos, el mismo Júpiter volvió a enviar a decirle con un soldado de la legión sexta, que anteriormente le había anunciado la victoria contra Mitrídates, y que entonces le prometía darle fuerzas y valor para recobrar y restaurar, no sin mucha sangre de los enemigos, la República. Entonces preguntó qué forma o figura tenía el que se le había aparecido al soldado, y respondiendo éste cumplidamente, se acordó Sila de lo que primero le había referido Ticio cuando de su parte le trajo el aviso de que había de Vencer a Mitrídates. ¿Qué podrán responder a esta objeción si les preguntamos por qué razón los dioses cuidaron de anunciar estos sucesos como felices, y ninguno de ellos atendió a corregirlos con sus amonestaciones, o recordar al mismo Sila las futuras desgracias públicas, si sabían que había de causar tantos males con sus horribles guerras civiles, las cuales no sólo habían de estragar, sino arruinar totalmente la República? En efecto, se demuestra bien claro quiénes son los demonios, como muchas veces lo he insinuado. Sabemos nosotros por el incontrastable testimonio de la Sagrada Escritura, y su calidad y circunstancias nos muestran, que hacen su negocio porque les tengan por dioses, adoren y ofrezcan votos, que, uniéndose con éstos los que se les ofrecen, tengan juntamente con ellos delante del juicio de Dios una causa de muy mala condición. Después de llegado Sila a Tarento y sacrificado allí, vio en lo más elevado del hígado del becerro como una imagen o representación de una corona de oro. Entonces Postumio -el adivino de quien se ha hecho mención- le dijo que aquella señal quería dar a entender una famosa victoria que había de conseguir de sus enemigos; por lo que le mandó que sólo él comiese de aquel sacrificio. Pasado un breve rato un esclavo de Lucio Poncio, adivinando, dio voces, diciendo: «Sila, mensajero soy de Belona; la victoria es tuya»; añadiendo a estas palabras las siguientes: «Que se había de quemar el Capitolio.» Dicho esto, se apartó del campo, donde estaba alojado el ejército, y al día siguiente volvió aún más conmovido, y dando terribles voces, dijo que el Capitolio se había quemado, lo que era cierto, aunque era muy fácil que el demonio lo hubiese previsto y manifestado luego. Pero es digno de advertir lo que hace principalmente á nuestro propósito, y es, bajo qué dioses gustan estar los que blasfeman del Salvador, que es quien pone en libertad las voluntades de los fieles, sacándolas del dominio de los demonios. Dio voces del hombre, vaticinando: «Tuya es la victoria, Sila»; y para que se creyese que lo decía con espíritu divino, anunció también lo que era posible sucediese y después acaeció, estando, sin embargo, muy distante aquel por quien el espíritu hablaba; pero no dio voces, diciendo: «Guárdate de cometer maldades, Sila», las cuales, siendo vencedor cometió en Roma el mismo que en el hígado del becerro, por singular señal de su victoria, tuvo la visión de la corona de oro. Y si semejantes señales acostumbraban a dar los dioses buenos y no los impíos demonios, sin duda que en las entrañas de la víctima prometerían primero abominables males y muy perniciosos al mismo Sila: en atención a que la victoria no fue de tanto interés y honor a su dignidad cuanto fue perjudicial a su codicia, con la cual sucedió que, anhelando ensoberbecido y ufano las prosperidades, fue mayor la ruina y muerte que se hizo a si mismo en sus costumbres que el estrago que hizo a sus enemigos en sus personas y bienes. Estos fatales acaecimientos, que verdaderamente son tristes y dignos de lágrimas, no los anunciaban los dioses ni en las entrañas de las víctimas sacrificadas, ni con agüeros, sueños o adivinaciones de alguno, porque más temían que se corrigiese, que no que fuese vencido; antes procuraban lo posible que el vencedor de sus mismos ciudadanos se rindiese vencido y cautivo a los vicios nefandos, y por ellos más estrechamente a los mismos demonios. IR A CONTENIDO CAPITULO XXV. Cuánto incitan al hombre a los vicios los espíritus malignos, cuando para hacer las maldades interponen su ejemplo como una autoridad divina Y de cuanto va referido, ¿quién no entiende, quién no advierte, sino es el que gusta más de seguir e imitar semejantes dioses que apartarse con la divina gracia de su infame compañía, cuánto procuran los malignos espíritus acreditar los vicios y maldades con su ejemplo como con autoridad divina? En cuya comprobación decimos, que en una espaciosa llanura de tierra de campaña, adonde poco después los ejércitos civiles se dieron una reñida batalla, los vieron a ellos mismos pelear entre sí; allí se oyeron primero grandes rumores y estruendos, y luego refirieron muchos que habían visto por algunos días pelear mutuamente dos ejércitos; y, concluida la batalla, hallaron como huellas de hombres y caballos, cuantas pudieran imaginarse en un encuentro igual. Ahora, pues, si de veras pelearon los dioses entre sí, no se culpen ya las guerras civiles entre los hombres, sino considérese la malicia o miseria de estos dioses; y si fingieron que pelearon, ¿qué otra cosa hicieron sino trayendo entre sí los romanos guerras civiles, darles a entender no cometían maldad alguna teniendo aquel ejemplo de los dioses? A la sazón ya habían comenzado las guerras civiles y precedido algunos casos horrorosos y abominables de tan fieras batallas; y asimismo había ya conmovido los corazones de muchos el fatal suceso acaecido a un soldado que, despojando a otro que había muerto; descubriendo su cuerpo, conoció que era su hermano, y abominando de las guerras civiles, se mató a sí mismo en el mismo lugar, haciendo así compañía al difunto cuerpo de su hermano, lo cual sin duda les movía, persuadía, no precisamente a que se avergonzasen y arrepintiesen de una maldad tan execrable, sino a que creciese más y más el furor de tan perjudiciales guerras; luego estos demonios a quienes los tenían por dioses y les parecía debían adorarlos y reverenciarlos, quisieron aparecerse a los hombres peleando entre sí, para que, a vista de este espectáculo, no revelase el afecto y amor de una misma patria semejantes encuentros y combates; antes el pecado y error humano se excusase con el ejemplo divino. Con este ardid prescribieron también los malignos espíritus que se les consagrasen los juegos escénicos, de los que he referido ya circunstancialmente algunas particularidades, y en los que han celebrado tantas abominaciones de los dioses, así en los cánticos y músicas del teatro como en las representaciones de las fábulas, para que todo el que creyese que ellos hicieron tales acciones, lo mismo que el que no lo creyese, a pesar de ver que ellos querían gustosamente que se les ofreciesen semejantes fiestas, seguramente los imitase; y para que ninguno imagine cuando los poetas cuentan que pelearon entre sí, que habían escrito contra los dioses injurias y oprobios, y no acciones propias de su divinidad, ellos mismos, para engañar a los hombres, confirmaron los dichos de los poetas, mostrando a los ojos humanos sus batallas, no sólo por medio de los actores en el teatro, sino también por sí mismos en el campo. Nos ha movido a referir esto el observar que sus propios autores no dudaron en decir y escribir, que muchos años antes de las guerras civiles se había perdido la República romana con las perversas costumbres de sus ciudadanos, y que no había quedado sombra de República antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo; cuya perdición no imputan a sus dioses los que atribuyen a Cristo, los males transitorios y temporales con que los buenos, ya vivan, o ya mueran, no pueden perecer. Habiendo nuestro, gran Dios dado tantos preceptos contra las malas costumbres y en favor de las buenas, y no habiendo tratado sus dioses negocio alguno por medio de semejantes preceptos con el pueblo que los adoraba, para que aquella República no se perdiese, antes corrompiendo las mismas costumbres con su ejemplo y detestable autoridad, hicieron que totalmente se perdiese, de la cual – a lo que entiendo- ninguno se atreviera ya a decir que se perdió entonces, porque se marcharon todos los dioses; desamparando los sagrarios y las aras como afectos a las virtudes y ofendidos de los vicios de los hombres; pues por tantas señales de sacrificios, agüeros y adivinaciones con que deseaban recomendar su divinidad y presciencia y dar a entender conocían lo futuro y favorecían en las guerras, quedan convencidos de que estaban presentes; y si de veras se hubieran ido, sin duda con más piedad y clemencia se hubieran portado los romanos en las guerras civiles, aunque no se lo inspiran las instigaciones de los dioses, sino sólo sus pasiones y deseos ambiciosos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVI. De los avisos y consejos secretos que dieron los demonios tocante a las buenas costumbres, aprendiéndose por otra parte públicamente todo género de maldades en sus fiestas Siendo esto así, y habiéndose manifestado públicamente las torpezas, junto con las crueldades y afrentas de los dioses, y sus crímenes, verdaderos o fingidos, pidiéndolo ellos mismos y enojándose si no se ejecutaban, teniéndolos consagrados en ciertas solemnidades y habiendo pasado tan adelante que los han propuesto en los teatros a vista de todo el concurso como dignos de ser imitados, ¿qué significa el que estos mismos demonios, que en semejantes deleites se entremeten y confiesan que son espíritus inmundos y que sus crímenes y maldades, sean verdaderas o fingidas, y con apetecer que se las celebren, rogándoselo a los disolutos, y consiguiéndolo por fuerza de los modestos, se declaren ser autores de la vida disoluta y torpe? Con todo, se asegura que allá en sus sagrarios y en lo más secreto de sus templos, dan algunos preceptos para practicar las buenas costumbres a algunas personas como escogidas, predestinadas o consagradas a su deidad; y si esto fuese cierto, por el mismo hecho se convence de más engañosa la malicia de los malignos espíritus; porque es tan poderosa la fuerza de la bondad y de la honestidad, que toda o casi toda la naturaleza humana se conmueve con su alabanza, y jamás llega a tan torpe y viciosa que del todo se estrague y pierda el sentido de la honestidad; en esta inteligencia, si la malicia de los espíritus infernales no se transfigura a veces -como nos lo advierte la Sagrada Escritura- en ángel de luz, no puede salir con su pretensión, reducida únicamente a engañarnos; así que en público la impura y detestable torpeza por todas partes se vende a todo el pueblo, con notable estruendo y rumor, pero en secreto la honestidad fingida apenas la oyen algunos pocos; la publicidad es para las cosas abominables y vergonzosas, y el secreto para las honestas y loables; la virtud está oculta y la maldad descubierta; el mal que se hace y practica convida a todos los que le ven, y el bien que se predica apenas halla alguno que le oiga, como si lo honesto fuera vergonzoso y lo torpe, digno de gloria. Pero ¿dónde se obra tan impíamente sino en los templos de los demonios? ¿En los tabernáculos de los embustes y engaños? Pues lo primero lo ejecutaron para coger y prender a los virtuosos y honestos, que son pocos en número, y lo segundo porque no se corrijan y enmienden los muchos que son torpes y viciosos dónde y cuándo aprendiesen sus escogidos los preceptos de la celestial honestidad, lo ignoramos. Con todo, en el frontispicio del mismo templo adonde veíamos colocado aquel otro simulacro todos los que de todas partes concurríamos acomodándonos donde cada uno podía estar mejor, con gran atención veíamos los juegos que se hacían; pero volviendo los ojos a un lado, observábamos la pompa, fausto y aparato de las rameras, y volviéndonos a otros, veíamos la virgen diosa, y cómo adoraban humildemente a ésta, y celebraban delante de la otra tantas torpezas. No vimos allí ningún mimo recatado y honesto, en actora que manifestase alguna modestia o pudor; antes todos cumplían exactamente todos los oficios de deshonestidad e impureza. Sabían lo que agradaba al ídolo virginal, y representaban lo que la matrona más prudente podía llevar del templo a su casa. Algunas que eran más pundonorosas volvían los rostros por no mirar los torpes meneos de los actores, y, teniendo pudor de ver el arte y dechado de las impurezas, le aprendían reparándolo con disimulo; pues por estar los hombres presentes tenían vergüenza, y no se atrevían a mirar con Iibertad los ademanes y posturas deshonestas; pero al mismo tiempo no osaban condenar con ánimo casto las ceremonias sagradas de la deidad que reverenciaban. En fin, presentaban públicamente estas obscenidades para que se aprendiese en el templo aquello que para ejecutarlo, por lo menos en casa, se busca el aposento más oculto; sería sin duda cosa extraña el que hubiera allí algún pudor en los mortales, para no cometer libremente las torpezas humanas que religiosamente aprendían delante de los dioses, habiendo de tenerlos airados si no procuraban representarlas en honra suya. Porque, ¿qué otro espíritu con secreto instinto mueve las almas perversas y depravadas, las insta para que se cometan adulterios y se apacienta y complace en los cometidos, sino el que se deleita con semejantes juegos escénicos, poniendo en los templos los simulacros de los demonios ya gustando en los juegos de las imágenes y retratos de los vicios, murmurando en lo secreto lo que toca a la justicia, para seducir aun a los pocos buenos, y frecuentando en lo público lo que nos excita a la torpeza, para apoderarse de infinitos malos? IR A CONTENIDO CAPITULO XXVII. Con cuánta pérdida de la moralidad pública hayan consagrado los romanos, para aplacar a sus dioses, las torpezas de los juegos Tulio, aquel tan grave y tan excelso filósofo, cuando comenzó a ejercer el oficio de edil, clamaba delante del pueblo que entre las demás cosas que pertenecían a su oficio era una aplacar a la diosa Flora con la solemnidad de los juegos, los cuales suelen celebrarse con tanta más religión cuanta es mayor la torpeza. Dice en otro lugar, siendo ya cónsul, que en un grave peligro en que se vio la ciudad se habían continuado los juegos por diez días, y que no se había omitido circunstancia alguna para aplacar a los dioses; como si no fuera más conveniente enojar a semejantes dioses con la modestia que aplacarlos con la torpeza, y hacerlos con la honestidad enemigos antes que ablandarlos con tanta disolución; porque no pudieran causar tan graves daños por más fiereza y crueldad que usaran los enemigos por cuyo respeto los aplacaban, como causaban ellos con hacer aplacar con tan abominables impurezas; pues para excusar el daño que se temía causaría el enemigo en los cuerpos, se aplacaban los dioses de tal manera, que se extinguía la fuerza y el valor en los ánimos, supuesto que aquellos dioses no se habían de poner a la defensa contra los que combatían los muros, si primero no daban en tierra y arruinaban las buenas costumbres. Esta satisfacción ofrecida a semejantes dioses, deshonesta, impura, disoluta, desenfrenada y torpe en extremo, condenó a sus ministros en el honor el honrado pundonor y buen natural de los primeros romanos, los privó de su tribu, los reconoció por torpes y deshonestos, y los dio por infames. Esta satisfacción, digo, digna de vergüenza y de que la abomine la verdadera religión; estas fábulas torpes y llenas de calumnias contra los dioses, y estas ignominiosas acciones de los dioses, maligna y torpemente fingidas, o más maligna y torpemente cometidas, dándoles públicamente ojos para ver y orejas para oír tales impurezas, las aprendía generalmente toda la ciudad. Estas representaciones veía que agradaban a los dioses, y por tanto, creía que no sólo las debía recitar públicamente, sino que era razón imitarlas también, y no aquel no sé qué de bueno o de honesto que se manifestaba a tan pocos y tan en secreto; mas de tal modo se decía, que más temían que no se supiese y divulgase que el que no se ejecutase. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVIII. De la saludable doctrina de la religión cristiana Quéjanse, pues, y murmuran los hombres perversos e ingratos y los que están más profunda y estrechamente oprimidos del maligno espíritu de que los sacan mediante el nombre de Jesucristo del infernal yugo y penosa compañía de estas impuras potestades, y de que los transfieren de la tenebrosa noche de la abominable impiedad a la luz de la saludable piedad v religión; danse por sentidos de que el pueblo acuda a las iglesias con una modesta concurrencia y con una distinción honesta de hombres y mujeres, adonde se les enseña cuánta razón es que vivan bien en la vida presente, para que después de ella merezcan vivir eternamente en la bienaventuranza; donde oyendo predicar y explicar desde la cátedra del Espíritu Santo en presencia de todos la Sagrada Escritura y la doctrina evangélica, a fin de que los que obran con rectitud la oigan para obtener el eterno premio, y los que así no lo hacen, lo oigan para su juicio y eterna condenación; y donde cuando acuden algunos que se burlan de esta santa doctrina, toda su insolencia e inmodestia, o la dejan con una repentina mudanza o se ataja y refrena en parte con el temor o el pudor; porque allí no se les propone cosa torpe o mal hecha para verla o imitarla, ya que, o se les enseñan los preceptos y mandamientos del verdadero Dios, o se refieren sus maravillas y estupendos milagros, o se alaban y engrandecen sus dones y misericordias, o se piden sus beneficios y, mercedes. IR A CONTENIDO CÁPITULO XXIX. Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses Esto es lo que principalmente debes desear, ¡oh generosa estirpe de la antigua Roma! ¡Oh descendencia ilustre de los Régulos, Escévolas, Escipiones y Fabricios! Esto es lo que principalmente debes apetecer; en esto principalmente es en lo que te debes apartar de aquella torpe vanidad y engañosa malignidad de los demonios. Si florece en ti naturalmente alguna obra buena, no se purifica y perfecciona sino con la verdadera piedad, y con la impiedad se estraga y viene a sentir el rigor de la justicia. Acaba ahora de escoger el medio que has de seguir para que seas sin error alguno alabada, no en ti, sino en el Dios verdadero; porque aunque entonces alcanzaste la gloria y alabanza popular, sin embargo, por oculto juicio de la divina Providencia te faltó la verdadera religión que poder elegir. Despierta ya este día como has despertado ya en algunos, de cuya virtud perfecta y de las calamidades que han padecido por la verdadera fe nos gloriamos; pues, peleando por todas partes con las contrarias potestades y venciéndolas muriendo valerosamente, con su sangre nos han ganado esta patria. A ella te convidamos y exhortamos para que acrecientes el número de sus ciudadanos, cuyo asilo en alguna manera podemos decir que es la remisión verdadera de los pecados. No des oídos a los que desdicen y degeneran de ti; a los que murmuran de Cristo o de los cristianos y se quejan como de los tiempos malos buscando épocas en que se pase, no una vida quieta, sino una en que se goce cumplidamente de la malicia humana. Esto nunca te agradó a ti, ni aun por la eterna patria. Ahora, echa mano y abraza la celestial, por la cual será muy poco lo que trabajarás, y en ella verdaderamente y para siempre reinarás, porque allí, ni el fuego vestal, ni la piedra o ídolo del Capitolio, sino el que es uno y verdadero Dios, que sin poner límites en las grandezas que ha de tener, ni a los años que ha de durar, te dará un imperio que no tenga fin. No quieras andar tras los dioses falsos y engañosos; antes deséchalos y desprécialos, abrazando la verdadera libertad. No son dioses, son espíritus malignos a quienes causa envidia y da pena tu eterna felicidad. No parece que envidió tanto Juno a los troyanos, de quienes desciendes según la carne, los romanos alcázares, cuanto estos demonios, que todavía piensas que son dioses, envidian a todo género de hombres las sillas eternas y celestiales. Y tú misma en muchos condenaste a estos espíritus cuando los aplacaste con juegos, y a los hombres, por cuyo ministerio celebraste los mismos juegos, los diste por infames. Déjate poner en libertad del poder de los inmundos espíritus, los cuales colocaron sobre tus cervices el yugo de su ignominia para consagraría a sí propios y celebrarla en su nombre. A los que representaban las culpas y crímenes de los dioses los excluiste de tus honores y privilegios; ruega, pues, al verdadero Dios que excluya de ti aquellos dioses que se deleitan con sus culpas, verdaderas, que es mayor ignominia, o falsas, que es cosa maliciosa. Si bien, por lo que a ti se refería, no quisiste que tuviesen parte en la ciudad los representantes y los escénicos. Despierta y abre aún más los ojos; de ningún modo se aplaca la Divina Majestad con los medios con que se desacredita y profana la dignidad humana. ¿Cómo, pues piensan tener a los dioses que gustan de semejantes honras en el número de las santas potestades del cielo, pues a los hombres por cuyo medio se les tributan estos honores, imaginaste que no merecían que los tuviesen en el número del más ínfimo ciudadano romano? Sin comparación, es más ilustre la ciudad soberana donde la victoria es la verdad, donde la dignidad es la santidad, donde la paz es la felicidad, donde la vida es la eternidad, mucho menos que no admite en su compañía semejantes dioses, pues tú en la tuya tuviste vergüenza de admitir a tales hombres. Por tanto, si deseas alcanzar la ciudad bienaventurada, huye del trato con los demonios. Sin razón e indignamente adoran personas honestas a los que se aplacan por medió de ministros torpes. Destierra a éstos y exclúyelos de tu compañía por la purificación cristiana, como excluiste a aquellos de tus honras y privilegios, por la reforma del censor, y lo que toca a los bienes carnales, de los cuales solamente quieren gozar los malos, y lo que pertenece a los trabajos y males carnales, los cuales no quieren padecer solos. Y como ni aun en éstos tienen estos demonios el poder que se imagina (y aunque le tuvieran, con todo, deberíamos antes despreciar estos bienes y males, que por ellos adorar a los demonios, y adorándolos, privarnos de poder llegar a aquella gloria que ellos nos envidian; pero ni aun en esto pueden lo que creen aquellos que por esto nos procuran persuadir que se deben adorar); esto después lo veremos, para que aquí demos fin a este libro.


 
Título: La Ciudad de Dios ‘Libro Tercero. Calamidades de Roma antes de Cristo‘Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD) Contenido: CAPITULO PRIMERO. De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha padecido el mundo mientras adoraba a los dioses CAPITULO II. Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas para permitir la destrucción de Troya CAPITULO III. Que no fue posible que se ofendiesen los dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy usada entre ellos, como dicen CAPITULO IV. Del parecer de Varrón, que dijo era útil se finjan los hombres nacidos de los dioses CAPITULO V. Que no se prueba que los dioses castigaron el adulterio de Paris, pues en la madre de Rómulo le dejaron sin castigo CAPITULO VI. Del parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses CAPITULO VII. De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario CAPITULO VIII. Si fue prudente encomendarse Roma a los dioses de Troya CAPITULO IX. Si la paz que hubo en tiempo de Numa se debe creer que fue obra de los dioses CAPITULO X. Si se debió desear que el imperio romano creciese con tan rabiosas guerras, pudiendo estar seguro, con lo que creció en tiempo de Numa CAPITULO XI. De la estatua de Apolo Cumano, cuyas lágrimas se creyó que pronosticaron la destrucción de los griegos por no poderles ayudar CAPITULO XII. Cuántos dioses añadieron los romanos, fuera de los que hizo Numa, cuya multitud no les ayudó ni sirvió de nada CAPITULO XIII. Con que derecho y capitulaciones alcanzaron los romanos las primeras mujeres en casamiento CAPITULO XIV. De la injusta guerra que los romanos hicieron a los albanos y de la victoria que alcanzaron por codicia de reinar CAPITULO XV. Cuál fue la vida y el fin que tuvieron los reyes de los romanos CAPITULO XVI. De los primeros cónsules que tuvieron los romanos; cómo el uno de ellos echó al otro de su patria, y después de haber cometido en Roma enormes, parricidios, murió dando la muerte a su enemigo CAPITULO XVII. De las calamidades que padeció la República romana después que comenzó el imperio de los cónsules, sin que la favoreciesen los dioses que adoraba CAPITULO XVIII. Cuán graves calamidades afligieron a los romanos en tiempo de las guerras púnicas, habiendo deseado y pedido en balde el auxilio y favor de sus dioses CAPITULO XIX. De los trabajos de la segunda guerra púnica, en que gastaron las fuerzas de una y otra parte CAPITULO XX. De la destrucción de los saguntinos, a los cuales, muriendo por conservar la amistad de los romanos, no les socorrían los dioses de los romanos CAPITULO XXI. De la ingratitud que usó Roma con Escipión, su libertador, y las costumbres que hubo en ella, cuando cuenta Salustio que era muy buena CAPITULO XXII. Del edicto del rey Mitrídates, en que mandó matar a todos los ciudadanos romanos que se hallasen en Asia CAPITULO XXIII. De los males interiores que padeció la República romana con un prodigio que precedió, que fue rabiar todos los animales de que se sirve ordinariamente el hombre CAPITULO XXIV. De la discordia civil causada por las sediciones de los gracos CAPITULO XXV. Del templo que edificaron por decreto del Senado a la Concordia en el lugar donde las sediciones y muertes tuvieron lugar CAPITULO XXVI. De las diversas suertes de guerras que se siguieron después que edificaron el templo de la Concordia CAPITULO XXVII. De las guerras civiles entre Mario y Sila CAPITULO XXVIII. Cuál fue la victoria de Sila, que fue la que vengó la crueldad de Mario CAPITULO XXIX. Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles CAPITULO XXX. De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo CAPITULO XXXI. Con qué poco pudor imputan a Cristo los presentes desastres aquellos a quienes no se les permite que adores a sus dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los adoraban CAPITULO PRIMERO. De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha padecido el mundo mientras adoraba a los dioses Ya me parece que hemos dicho lo bastante de los males de las costumbres y de los del alma, que son de los que principalmente nos debemos guardar y cómo los falsos dioses no procuraron favorecer al pueblo que los adoraba, a fin de que no fuese oprimido con tanta multitud de males; antes, por el contrario, pusieron todo su esfuerzo en que gravemente fuese afligido. Ahora me resta decir de los males que éstos no quieren padecer, como son el hambre, las enfermedades, la guerra, el despojo de sus bienes, ser cautivos y muertos, y otras calamidades semejantes a éstas que apuntamos ya en el libro primero, porque éstas sólo los malos tienen por calamidades, no siendo ellas las que los hacen malos; ni tienen pudor (entre las cosas buenas que alaban} en ser malos los mismos que las engrandecen, y más les pesa una mala silla donde descansar que mala vida, como si fuera el sumo bien del hombre tener todas las cosas buenas fuera de sí mismo. Pero ni aun de estos males que solamente temen los excusaron o libraron sus dioses cuando libremente los adoraban, porque, cuando en diferentes tiempos y lugares, padecía el linaje humano innumerables e increíbles calamidades antes de la venida de nuestro redentor Jesucristo, ¿qué otros dioses que éstos adoraba todo el Universo, a excepción del pueblo hebreo y algunas personas de fuera de este mismo pueblo, dondequiera que por oculto y justo juicio de Dios merecieron los tuviese de su mano la divina gracia? Mas por no ser demasiado largo omitiré los gravísimos males de todas las demás naciones, y sólo referiré lo que pertenece a Roma y al romano Imperio, esto es, propiamente a la misma ciudad, y todo lo que las demás, que por todo el mundo estaban confederadas con ella o sujetas a su dominio, padecieron antes de la venida de Jesucristo, cuando ya pertenecían, por decirlo así, al cuerpo de su República. IR A CONTENIDO CAPITULO II. Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas para permitir la destrucción de Troya Primeramente la misma Troya o Ilion, de donde trae su origen el pueblo romano (porque no es razón que lo omitamos o disimulemos, como lo insinué en el libro primero, capítulo IV), teniendo y adorando unos mismos dioses, ¿por qué fue vencida, tomada y asolada por los griegos? Príamo, dice Virgilio, pagó el juramento que quebrantó su padre Laomedonte; luego es cierto que Apolo y Neptuno sirvieron a Laomedonte por jornal, pues aseguran les prometió pagarles su trabajo y que se lo juró falsamente. Me causa admiración que Apolo, famoso adivino, trabajase en una obra tan grande, y no previese que Laomedonte no había de cumplirle lo pactado; aunque no era justo que tampoco Neptuno, su tío, hermano y rey del, mar, ignorase las cosas futuras, pues a éste le introduce Homero presagiando gloriosos sucesos de la descendencia de Eneas, cuyos sucesores vinieron a ser los que fundaron a Roma, habiendo vivido, según dice el mismo poeta, antes de la fundación de aquella ciudad, a quien también arrebató en una nube, como dice, porque no le matase Aquiles; deseando, por otra parte, trastornar desde los fundamentos los muros de la fementida Troya que había fabricado con sus manos, como confiesa Virgilio. No sabiendo, pues, dioses tan grandes, Neptuno y Apolo, que Laomedonte les había de negar el premio de sus tareas, edificaron graciosamente a unos ingratos los muros de Troya. Adviertan no sea peor creer en tales dioses que el no haberles guardado el juramento hecho por ellos, porque eso, ni aun el mismo Homero lo creyó fácilmente, pues pinta a Neptuno peleando contra los troyanos y a Apolo en favor de éstos, diciendo la fábula que el uno y el otro quedaron ofendidos por la infracción del juramento. Luego si creen en tales fábulas, avergüéncense de adorar a semejantes dioses, y si no las creen, no nos aleguen los perjurios troyanos, o admírense de que los dioses castigasen a los perjuros troyanos y de que amasen a los romanos. Porque, ¿de dónde diremos provino que la conjuración de Catilina, formada en una ciudad tan populosa como relajada, tuviese asimismo tan grande número de personas que la siguiesen, si no de la mano y la lengua que sustentaba la fuerza de la conspiración, con el perjurio o con la sangre civil? ¿Y qué otra cosa hacían los senadores tantas veces sobornados en los juicios, tantas el pueblo en los sufragios o en las causas que ante él pasaban, por medio de las arengas que les hacían, sino perjurar también? Porque en la época en que florecían costumbres tan detestables se observaba el antiguo rito de jurar, no para guardarse de pecar con el miedo o freno de la religión, sino para añadirles perjurios al crecido número de los demás crímenes. IR A CONTENIDO CAPITULO III. Que no fue posible que se ofendiesen los dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy usada entre ellos, como dicen Así que no hay causa legítima por la cual los dioses que sostuvieron, como dicen, aquel Imperio, probándose que fueron vencidos por los griegos, nación más poderosa que ellos, se finjan enojados contra los troyanos porque no les guardaron el juramento: ni tampoco (como algunos los defienden) se irritaron por el adulterio de Paris para dejar a Troya, en atención a que ellos suelen ser autores y maestros (no vengadores) de los más horrendos crímenes. «La ciudad de Roma (dice Salustio), según yo lo he entendido, la fundaron y poseyeron al principio los troyanos, que, fugitivos de su patria con el caudillo Eneas, andaban vagando por la tierra sin tener aún asiento fijo»; luego si los dioses creyeron conveniente vengar el adulterio de Paris fuera razón que le castigaran antes los troyanos o también en los romanos, supuesto que la madre de Eneas fue la que cometió este crimen: ¿y por qué motivo condenaban en Paris aquel pecado los que disimulaban en Venus su crimen con Anquises, que produjo el nacimiento de Eneas? ¿Fue acaso porque aquél se hizo contra la voluntad de Menelao, y éste con el beneplácito de Vulcano? Pero yo creo que los dioses no son tan celosos de sus mujeres, que no gusten de comunicarlas a los hombres. Acaso parecerá que voy satirizando las fábulas y que no trato con gravedad causa de tanto momento; luego no creamos, si os parece, que Eneas fue hijo de Venus, y esto es lo que os concedo, con tal que tampoco se diga que Rómulo fue hijo de Marte; y si éste lo es, ¿por qué no lo ha de ser el otro? ¿Por ventura es ilícito que los dioses se mezclen con las, mujeres de los hombres, y es lícito que los hombres se mezclen con las diosas? Dura e increíble condición que lo que por derecho de Venus le fue lícito a Marte, esto, en su propio derecho, no lo sea lícito a la misma Venus. Con todo, lo uno y lo otro está admitido y confirmado por autoridad romana, porque no menos creyó el moderno César era Venus su abuela, que el antiguo Rómulo ser Marte su padre. IR A CONTENIDO CAPITULO IV. Del parecer de Varrón, que dijo era útil se finjan los hombres nacidos de los dioses Dirá alguno: ¿y crees tú esto?, y yo respondo que de ninguna manera lo creo. Pues aun su docto Varrón, aunque no lo afirma con certeza, con todo, casi confiesa que es falso. Dice que interesa a las ciudades que las personas de valor, a pesar de ser falso, se tengan por hijos de los dioses, para que de este modo el corazón humano, como alentado con la confianza de la divina estirpe, emprenda con mayor ánimo y denuedo las acciones grandes, las examine con más madurez y eficacia y con la misma seguridad las acabe más felizmente. Este dictamen de Varrón, referido como pude con mis palabras, ya veis cuán grande portillo abre a la falsedad, cuando entendamos que se pudieron ya inventar y fingir muchas ceremonias sagradas, y como religiosas, cuando pensemos que aprovechan e importan a los ciudadanos romanos las mentiras aun sobre los mismos dioses. IR A CONTENIDO CAPITULO V. Que no se prueba que los dioses castigaron el adulterio de Paris, pues en la madre de Rómulo le dejaron sin castigo Pero si pudo Venus con Anquises parir a Eneas, o Marte de la unión con la hija de Numitor engendrar a Rómulo, dejémoslo por ahora, porque casi otra semejante cuestión se origina igualmente de nuestras Escrituras, cuando se pregunta si los ángeles prevaricadores se juntaron con las hijas de los hombres, de donde nacieron unos gigantes, esto es, unos hombres de estatura elevada y fuertes, con que se pobló entonces la tierra. Pero, entre tanto, nuestro discurso abrazará lo uno y lo otro; porque si es cierto lo que entre ellos se lee de la madre de Eneas y del padre de Rómulo, ¿cómo pueden los dioses enfadarse de los adulterios de los hombres, sufriéndolos ellos entre sí con tanta conformidad? Y si es falso, tampoco pueden enojarse de los verdaderos adulterios humanos los que se deleitan aun de los suyos fingidos, y más que si el crimen de Marte no se cree, tampoco puede creerse el de Venus. Así que con ningún ejemplo divino, se puede defender la causa de la madre de Rómulo, en atención a que Silvia fue sacerdotisa vestal, y por eso debieran los dioses vengar antes este crimen sacrílego contra los romanos que el adulterio de Paris contra los troyanos. Era, pues, un delito tan execrable entre los antiguos romanos éste, que enterraban vivas a las sacerdotisas vestales, convencidas de deshonestidad; y a las mujeres adúlteras, aunque las afligían lo bastante, con todo, no era con ningún género de muerte cruel, pero acostumbraban a castigar con más rigor a los que pecaban contra los sagrarios divinos, que no a los que manchaban los lechos humanos. IR A CONTENIDO CAPITULO VI. Del parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses Y añado otra circunstancia, y es que, si tanto se irritaron los dioses de los pecados de los hombres, que ofendidos del rapto de Paris asolaron a Troya a sangre y fuego, pudiera moverles. Más contra los romanos la muerte impía del hermano de Rómulo, que contra los troyanos la burla hecha al esposo griego: sin duda más debía irritarles el parricidio cometido en una ciudad recién fundada, que el adulterio de la que ya reinaba, cuya investigación nada importa para el asunto que ahora tratamos; esto es, si el asesinato le mandó hacer Rómulo, o si le ejecutó él mismo, lo cual muchos lo niegan sin reflexión, otros por vergüenza lo ponen en duda, y algunos de pena disimulan. Y para que no nos detengamos en averiguar con demasiada diligencia esta circunstancia, atendiendo a los testimonios de tantos escritores, consta claramente que mataron al hermano de Rómulo, no los enemigos, ni los extraños, sino el mismo Rómulo, que ejecutó por sí mismo el fratricidio, o mandó se hiciese; y aun cuando así fuese, parece tuvo mejor derecho para decretarlo, pues Rómulo era el primer jefe y legislador de los romanos, y Paris no lo era de los troyanos. ¿Por qué razón provocó la ira de los dioses contra los troyanos aquel que robó la mujer ajena y Rómulo, que mató a su hermano, excitó y convidó a los mismos dioses a que tomasen sobre sí la tutela y amparo de los romanos? Y si este delito ni le cometió ni le mandó ejecutar Rómulo, no obstante que la trasgresión era digna de castigo, toda la ciudad fue la que le hizo, porque toda pasó por él y no hizo caso de él; y no mató precisamente a su hermano, sino lo que es más notable, a su mismo padre; en atención a que el uno y el otro fue su fundador, y quitando al uno alevosamente la vida no le dejaron reinar, creo que no hay para qué insinuar el castigo que mereció Troya para que la desamparasen los dioses, y así pudiese perecer, y el bien que mereció Roma para que hiciesen en ella asiento los dioses y pudiese creer, a no ser que digamos que, vencidos, huyeron de Troya y se vinieron a Roma para engañar también a estos nuevos fundadores de la República romana; sin embargo, de que es más cierto el que se quedaron en Troya para engañar, como suelen, a los que habían de ir a vivir en aquellas tierras, y ejercitando en Roma los mismos artificios de sus retiradas seducciones, fueron ensalzadas con mayores glorias, siendo adorados con extraordinarios honores. IR A CONTENIDO CAPITULO VII. De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario Y para explicarnos con más sencillez, decimos que, cuando ya pululaban las guerras civiles, ¿en qué había pecado la miserable ciudad de Ilion para que Fimbria, hombre facineroso del bando y parcialidad de Mario, la asolase con mayor fiereza e inhumanidad que antiguamente lo hicieron los griegos? Entonces al menos escaparon muchos huyendo, y muchos hechos cautivos a lo menos vivieron, aunque en servidumbre; pero Fimbria mandó, ante todo promulgar un bando por el cual ordenaba que a ninguno se perdonase, y así quemó y abrasó toda la ciudad y sus moradores. Este impío decreto se mereció la ciudad de Ilion, no por mano de los griegos, a quienes había irritado con sus maldades, sino por la de los romanos, a quienes había propagado con sus calamidades, no favoreciendo para estorbar tantas desgracias los dioses que los unos y los otros comúnmente adoraban, o lo que es más cierto, no pudiendo ayudarles en infortunio tan grave. ¿Acaso entonces, desamparando sus sagrarios y aras se habían ausentado todos los dioses que sostenían en pie aquel lugar después que los griegos le quemaron y asolaron? Y si se habían ido, deseo saber la causa; y cuanto más la examino, hallo que tanto mejor es la de los ciudadanos cuanto es peor la de los dioses; porque los habitantes cerraron las puertas a Fimbria sólo por conservar la ciudad a Sila, y él, enojado, les puso fuego, los abrasó y destruyó del todo; hasta entonces Sila era capitán de la mejor parte civil, y hasta entonces procuraba con las armas recobrar la República; pero de estos buenos principios aún no hablan llegado a experimentarse los malos fines. ¿Qué deliberación más justa y concertada pudieron tomar en tal apuro los vecinos de aquella ciudad? ¿Cuál más honesta? ¿Cuál más fiel? ¿Qué acción más digna de la amistad y parentesco que tenían con Roma que conservar la ciudad en defensa de la mejor causa de los romanos y cerrar las puertas a un parricida de la República romana? Pero en cuán grande ruina y destrucción suya se les convirtió esta generosa acción, véanlos los defensores de los dioses que desamparasen éstos a los adúlteros y que dejasen Ilion en poder de las llamas griegas, para que de sus cenizas naciese Roma más casta, sea enhorabuena; pero, ¿por qué causa desampararon después la ciudad cuna, de los romanos, no rebelándose contra Roma su noble hijo, sino guardando la fe más constante y piadosa al que en ella tenía mejor causa? Y, sin embargo, la dejaron para que la asolase, no a los más valientes griegos, sino al hombre más torpe de los romanos. Y si no agradaba a los dioses la parcialidad de Sila, que es para quien los infelices moradores guardaban su ciudad cuando cerraron las puertas, ¿por qué prometían tantas felicidades al mismo Sila? Con esta demostración se conoce igualmente que son más lisonjeros de los felices que protectores de los desdichados: luego no fue asolado entonces ya Ilion porque ellos le desampararon; ya que los demonios, que están siempre vigilantes para engañar, hicieron lo que pudieron; pues habiendo arruinado y quemado con el lugar todos los ídolos, sólo el de Minerva, dicen, como escribe Livio, que en una ruina tan grande de sus templos quedó entero, no porque se dijese en su alabanza: «¡Oh dioses patrios, bajo cuyo amparo está siempre Troya!» Sino porque no se dijese para su defensa que se habían ido todos los dioses, desamparando sus sagrarios y aras, en atención a que se les permitió pudiesen conservar aquel ídolo, no para que por este hecho se probase que eran poderosos, sino para que se viese que les eran favorables. IR A CONTENIDO CAPITULO VIII. Si fue prudente encomendarse Roma a los dioses de Troya ¡Qué prudente deliberación fue encomendar la, conservación de Roma a los dioses troyanos, después de haber visto por experiencia lo que pasó en Troya! Dirá alguno que ya estaban acostumbrados a vivir en Roma cuan do Fimbria asoló Ilion; pero, ¿dónde estaba el simulacro de Minerva? Y si estaban en Roma cuando Fimbria destruyó Ilion, ¿acaso cuando los galos tomaron y abrasaron a Roma estaba en Ilion? Pero como tienen perspicaz el oído y veloz el movimiento, al graznido de los gansos volvieron en seguida para defender siquiera la roca del Capitolio, que solamente había quedado; mas para poder venir a defender el resto de la ciudad llegó el aviso tarde. IR A CONTENIDO CAPITULO IX. Si la paz que hubo en tiempo de Numa se debe creer que fue obra de los dioses Créese también que éstos ayudaron a Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, para que gozase la paz que disfrutó en todo su reinado, y a que cerrase las puertas de Jano, que suelen estar abiertas en tiempo de guerra; es, a saber, porque enseñó a los romanos muchos ritos y ceremonias sagradas. A éste se le pudiera dar el parabién del ocio y quietud que gozó en el tiempo de su reinado, si pudiera emplearla en proyectos saludables, y, dejándose de una curiosidad perniciosa, se aplicara con verdadera piedad a buscar al Dios verdadero. Mas no fueron los dioses los que le concedieron el reposo, y es creíble que menos le engañaran si no le hallaran tan ocioso, porque cuanto menos ocupado le hallaron, tanto más le empeñaron en sus detestables designios y cuáles fueron sus pretensiones y los artículos con que pudo introducir para sí o para la ciudad semejantes dioses, lo refiere Varrón, de lo cual, si fuere la voluntad de Dios, hablaremos más largamente en su lugar; pero ahora, porque tratamos de sus beneficios, decimos que grande. y singular merced es la paz, mas las incomparables gracias del verdadero Dios son comunes por la mayor parte, como el sol, el agua y otros medios importantes para la vida, para los ingratos y gente perdida; y si este tan particular bien le hicieron los dioses a Roma o a Pompilio, ¿por qué después jamás se le hicieron al Imperio romano en tiempos mejores y más loables? ¿Eran, acaso, más interesantes los ritos y ceremonias sagradas cuando se instituían que cuando, después de instituidas, se celebraban? Ahora bien; entonces no existían, sino que se estaban instituyendo, y después ya existían y para que aprovechasen se guardaban. ¿Cuál fue la causa de que los cincuenta y tres años, o como otros quieren, treinta y nueve, se pasaron con tanta paz reinando Numa, y después, establecidas ya, las ceremonias sagradas y teniendo ya por protectores a los mismos dioses que habían sido honrados con las mismas ceremonias, apenas después de tantos años, desde la fundación de Roma hasta Augusto César, se refiera uno por gran milagro, concluida la primera guerra pánica, en que pudieron los romanos cerrar las puertas de la guerra? IR A CONTENIDO CAPITULO X. Si se debió desear que el imperio romano creciese con tan rabiosas guerras, pudiendo estar seguro, con lo que creció en tiempo de Numa Responderán acaso que el Imperio romano no podía extender tanto por todo el mundo su dominio y ganar tan grande gloria y fama, si no es con las guerras continuas, sucediéndose sin interrupción las unas a las otras. Graciosa razón por cierto; para que fuera dilatado el Imperio, ¿qué necesidad tenía de estar en guerra? Pregunto: en los cuerpos humanos, ¿no es más conveniente tener una pequeña estatura con salud, que llegar a una grandeza gigantesca con perpetuas aflicciones, y cuando hayáis llegado, no descansar, sino vivir con mayores males cuando son mayores los miembros? ¿Y qué mal hubiera sido, o qué bien no hubiera sucedido, si duraran aquellos tiempos que notó Salustiano, cuando dice: «Al principio los reyes (porque en el mundo éste fue el primer nombre que tuvo el mando y el imperio) fueron diferentes: unos ejercitaban el ingenio, otros el cuerpo, los hombres pasaban su vida sin codicia, y cada uno estaba sobradamente con lo suyo?». ¿Acaso, para que creciera tanto el Imperio, fue necesario lo que aborrece Virgilio, diciendo «que a poco vino la edad peor y achacosa, y sucesivamente la rabia de la guerra y la ansia de poseer?» Mas seguramente se excusan con justa causa los romanos de tantas guerras como emprendieron e hicieron, con decir estaban obligados a resistir a los enemigos que imprudentemente les perseguían, y que no era la codicia de alcanzar gloria y alabanza humana, sino la necesidad de defender su vida y libertad la que les incitaba a tomar las armas. Sea así enhorabuena: «porque después que su República (como escribe el mismo Salustio) se engrandeció con las leyes, costumbres y posesiones, y parecía que estaba harto próspera y poderosa, como sucede las más veces en las cosas humanas, de la opulencia y riqueza nació la envidia y la emulación: así que los reyes y pueblos comarcanos los comenzaron a tentar con la guerra, y pocos de sus amigos acudieron en su favor, pues los demás, aterrados con el miedo, hurtaron el cuerpo a los peligros; pero los romanos, diligentes en la paz y en la guerra, comenzaron a darse prisa, disponíanse con denuedo, animábanse los unos a los otros, salían al encuentro a sus enemigos, defendían con las armas su libertad, padres y patria; mas después habiéndose librado con su valor de los peligros inminentes que les rodeaban, se aplicaron a socorrer a sus amigos, aliados y confederados, empezando con esta política a granjear amistades más con hacer que con recibir beneficios». Con estos medios suaves se acrecentó honestamente Roma; pero reinando Numa, para que hubiese una paz tan estable y prolongada, pregunto: si les acometían los enemigos e incitaban con la guerra, o si acaso no había recelos de ésta, para que así pudiese perseverar aquella paz; pues si entonces era provocada Roma con la guerra y no resistía a las armas con las armas, con la traza que se apaciguaban los enemigos sin ser vencidos en campal batalla y sin causarles temor con ningún ímpetu de guerra, con la misma traza podía Roma reinar siempre en paz, teniendo cerradas las puertas de Jano, y si esto no estuvo en su mano, luego no tuvo Roma paz todo el tiempo que quisieron sus dioses, sino el que quisieron los hombres, sus comarcanos, que no se la turbaron con hostilidad alguna; si no es que semejantes dioses se atrevan también a vender al hombre lo que otro hombre quiso o no quiso. Es verdad que esta alternativa de acontecimientos coincide con el vicio propio y culpa de los malos, que opinan que se les permite a estos demonios el atemorizarles, o animarles sus corazones; pero si siempre dependiesen de su arbitrio tales sucesos, y por otra oculta y superior potestad no se hiciese muchas veces lo contrario de lo que ellos pretenden, siempre tendrían en su mano la paz y las victorias en la guerra, las cuales, las más de las veces, acontecen según disponen y mueven los ánimos de los hombres. IR A CONTENIDO CAPITULO XI. De la estatua de Apolo Cumano, cuyas lágrimas se creyó que pronosticaron la destrucción de los griegos por no poderles ayudar Y con todo, por la mayor parte suceden semejantes acontecimientos contra su voluntad, según lo confiesan las fábulas, que mienten mucho y apenas tienen indicio de cosa que sea verosímil, y también las mismas historias romanas, en cuya comprobación decimos que no por otro motivo se tuvo aviso que Apolo Cumano lloró cuatro días continuos, al tiempo que sostenían guerra los romanos contra los aqueos y contra el rey Aristónico; pero atemorizados los arúspices con este prodigio, y siendo de parecer que se debía echar en el mar aquel ídolo, intercedieron los ancianos de Cumas, diciendo que otro semejante milagro se había visto en la misma estatua en tiempo de la guerra de Antioco y en la de Jerjes, afirmando que en ellas les había sido próspera la fortuna a los romanos, pues por decreto del Senado le habían enviado sus dones a Apolo. En virtud de esta contestación congregaron entonces otros arúspices más prácticos, y examinando el caso con la debida circunspección, respondieron unánimemente que las lágrimas de la estatua de Apolo eran favorables a los romanos, porque Cumas era colonia griega, y que llorando Apolo había significado llanto y desgracias a las tierras de donde le habían traído, esto es, a la misma Grecia. Después de breve tiempo vino la nueva fatal de haber sido vencido y preso el rey Aristónico, quien seguramente no quisiera Apolo que fuera vencido, y de ello le pesaba, significándolo con lágrimas de su piedra, por lo que no tan fuera de propósito nos pintan como veraz la condición de los demonios los poetas con sus versos verosímiles, aunque fabulosos; porque en Virgilio leemos que Diana se duele y aflige por Camila, y que Hércules llora por Palante, advirtiendo que le habían de matar; por esta causa quizá también Numa Pompilio, gozando de una suave y larga paz, pero ignorando por beneficio de quién le provenía aquella felicidad, sin procurar indagarlo, estando Ocioso imaginando a qué dioses encomendaría la salud de los romanos y la conservación de su reino, y opinando que el verdadero y poderoso Dios no cuidaba de las cosas terrenas, y acordándose al mismo tiempo que los dioses troyanos, que Eneas había traído, no habían podido conservar por mucho tiempo ni el reino de Troya ni el de Lavinio, que el mismo Eneas había fundado, le pareció seria bueno proveerse de otros para añadirlos a los primeros que con Rómulo habían pasado a Roma, o a los que habían de pasar después de la destrucción de Alba, poniéndoselos, o por guardas como a fugitivos, o por ayuda y socorro como a poco poderosos. IR A CONTENIDO CAPITULO XII. Cuántos dioses añadieron los romanos, fuera de los que hizo Numa, cuya multitud no les ayudó ni sirvió de nada Con todo, no quiso contentarse con tributar culto a todos los dioses, como estableció en ella Numa Pompilio, sino que trató de añadir otros infinitos. Entonces aún no se había fundado el suntuoso templo de Júpiter, pues el rey Tarquino fue el que fabricó el Capitolio. Esculapio de Epidauro vino a Roma para poder, pues era sabio médico, ejercer en aquella noble ciudad su arte con más gloria y fama; y la madre de los dioses fue conducida no sé de qué ciudad del Pesinunte, por parecer impropio que, presidiendo ya y reinando el hijo en el monte Capitolino, estuviese ella escondida en un lugar de tan poco nombre; la cual, si es cierto que es madre de todos los dioses, no sólo vino a Roma después de algunos de sus hijos, sino que también precedió o otros que habían de venir después de ella. Me causa extraordinaria admiración que esta diosa pariese al Cinocéfalo, que transcurridos muchos años vino de Egipto, y si procreó igualmente a la diosa Calentura, averígüelo Esculapio, su biznieto; con todo, cualquiera que fuese su madre, me parece que no se atreverán los dioses peregrinos o forasteros a decir que es mal nacida y de baja condición una diosa que es ciudadana romana, estando bajo la protección de tantos dioses. ¿Y quién habrá que pueda contar los naturales y advenedizos, los celestes, terrestres, infernales, los del mar, fuentes y ríos, y, como dice Varrón, los ciertos e inciertos, y los de todo género, como se contienen en los animales, machos y hembras? Estando, pues, bajo la tutela de tantos dioses romanos, no sería razón que fuera perseguida y afligida con tan grandes y horribles calamidades, como de muchas referiré algunas pocas, pues con una tan grande humareda, como si fuese señal de atalaya, vino a juntar para su defensa una infinidad de dioses a quienes poder erigir y dedicar templos, altares, sacerdotes y sacrificios, ofendiendo con tan horrendos holocaustos al verdadero Dios, a quien sólo se deben estos cultos, practicados con la mayor veneración; y aunque vivió más dichosa con menos número, con todo, cuanto mayor se hizo, le pareció era menester proveerse de más, como una nave de marineros desahuciada, a lo que presumo, y sinceramente persuadida de que aquellos pocos -bajo cuya tutela había vivido más arregladamente en comparación de sus ordinarios excesos- no bastaban a socorrer a su grandeza, puesto que en el principio, y en tiempo de los mismos reyes, a excepción de Numa Pompilio, de quien he hablado ya, es notorio cuántos males causaron aquellas discordias y contiendas, que llegaron a quitar la vida al hermano de Rómulo. IR A CONTENIDO CAPITULO XIII. Con que derecho y capitulaciones alcanzaron los romanos las primeras mujeres en casamiento Del mismo modo, ni Juno, que con su Júpiter fomentaba ya y favorecía a los romanos y a la gente togada, ni la misma Venus pudo ayudar a los descendientes de su Eneas para que pudiesen haber mujeres conforme a razón; llegando a tanto extremo la falta de ellas, que se vieron precisados a robarías por engaño, y después del rapto tuvieron necesidad de tomar las armas contra los suegros, y dotar a las tristes mujeres que por el agravio recibido en la sangre de sus padres no estaban aún reconciliadas con sus maridos; ¿y dirán todavía que en esta guerra salieron los romanos vencedores de sus vecinos? Y estas victorias, pregunto, ¿cuántas heridas y muertes costaron, así de parientes como de los comarcanos? Por amor a un César y a un Pompeyo, suegro y yerno, habiendo ya muerto la hija de César, mujer de Pompeyo, exclama Lucano, excitado de un justo dolor, resultó la más que civil batalla de los campos de Emacia, y del derecho adquirido con una acción abominable dimanó el ser necesario que venciesen los romanos para conseguir por fuerza, con las manos bañadas en sangre de sus suegros, los miserables brazos de sus hijas, y también para que ellas no se atreviesen a llorar la muerte de sus padres, por no ofender la gloria de sus maridos, las cuales, mientras ellos peleaban, estaban suspensas e indecisas, sin saber para quiénes habían de pedir a Dios la victoria Tales bodas ofreció al pueblo romano Venus, sino Belona, o acaso Alecto, aquella infernal furia que, cuando los favorecía ya Juno, tuvo contra ellos más licencia que cuando con sus ruegos la estimulaba contra Eneas; más venturoso fue el cautiverio de Andrómaca que los matrimonios de los romanos; porque Pirro, aun después que gozó de sus brazos, ya cautiva, a ninguno de los troyanos quitó la vida; pero los romanos mataban en los reencuentros a los suegros cuyas hijas abrazaban ya en sus tálamos. Andrómaca, sujeta ya a la voluntad del vencedor, sólo pudo sentir la muerte de los suyos, mas no temerla; las otras, casadas con los que andaban actualmente en la guerra, temían cuando iban sus maridos a ellas, las muertes de sus padres, y cuando volvían se lamentaban sin poder temer ni sentir libremente, porque por las muertes de sus ciudadanos, padres, deudos y hermanos, piadosamente se entristecían, o por las victorias de sus maridos cruelmente se alegraban. A estas tristes circunstancias se añadía que, como son varios los sucesos de la guerra, algunas, al filo de la espada de sus padres, perdían a sus maridos, y otras, con las espadas de los unos y de los otros, los padres y los maridos. No fueron tampoco de poco momento los terribles aprietos y peligros que sufrieron los romanos, pues llegaron sus enemigos a poner cerco a la ciudad, defendiéndose los sitiados a puertas cerradas; pero habiéndolas abiertas por traición y entrado el enemigo dentro de los muros, se dio aquella tan abominable y cruel batalla en la misma plaza entre los suegros y los yernos, en la que iban también de vencida los raptores, y, a veces, huyendo a sus casas, deslustraban más gravemente sus pasadas victorias, aunque de la misma manera fueron éstas vergonzosas y lastimosas. Aquí fue donde Rómulo, desahuciado ya del valor de los suyos, hizo oración a Júpiter, pidiéndole hiciese que se detuviesen y parasen los suyos; de donde le vino a Júpiter el nombre de Estator. Ni con esta providencia se hubieran acabado tantos daños, si las mismas hijas, desgreñadas, desmelenadas, no se pusieran de repente por medio, y postradas a los pies de sus padres no aplacaran su justo enojo, no con las armas victoriosas, sino con piadosas y humildes lágrimas. Tranquilizados los ánimos y acordados por ambas partes los conciertos, Rómulo fue obligado a admitir por socio en el reino a Tito Tacio, rey de los sabinos, siendo así que antes no había podido sufrir la compañía de su hermano Remo en el gobierno. Y ¿cómo había de tolerar a Tacio el que no sufrió a un hermano gemelo? Así pues, le quitó también la vida, y quedó solo con el reino. ¿Qué condiciones de matrimonios son éstas? ¿Qué motivos de guerras? ¿Qué modo de conservar la fraternidad, afinidad, sociedad y divinidad? Finalmente, ¿qué vida y costumbres éstas de una ciudad que está bajo la tutela de tantos dioses? ¿Notáis cuán grandes cosas pudiera decir sobre esto si no cuidara de lo que resta y me apresurara a tratar otras materias? IR A CONTENIDO CAPITULO XIV. De la injusta guerra que los romanos hicieron a los albanos y de la victoria que alcanzaron por codicia de reinar Y ¿qué fue lo que sucedió en Roma después de la muerte de Numa cuando la gobernaban los reyes sus sucesores? ¿Con cuánto perjuicio, no sólo suyo, sino también de los romanos, fueron provocados los albanos a tomar las armas? En efecto, la paz de Numa fue tanto más vergonzosa cuanto fueron más frecuentes las derrotas que padecieron alternativamente los ejércitos romano y albano, de que se siguió el menoscabo y quebranto de ambas ciudades, porque la ínclita ciudad de Alba, fundada por Ascanio, hijo de Eneas (la cual era madre más próxima de Roma que Troya), siendo provocada por el rey Tulo Hostilio, tomó las armas y peleó, y peleando quedaron ambas igualmente destrozadas; y así determinaron fiar los sucesos de la guerra, por una y otra parte, a los tres hermanos mellizos. Salieron al campo, de la parte de los romanos, tres Horacios, y de los albanos, tres Curiacios; éstos mataron a dos Horacios, un Horacio maté a los tres Curiacios, y así quedo Roma con la victoria, habiendo padecido también en esta última batalla la desgracia de que de tres, uno solo volvió vivo a casa. Y ¿para quién fue el daño de los unos de Venus, para los nietos de Júpiter los otros? ¿Para quién el llanto, sino para el linaje de Eneas, para la descendencia de Ascanio, para los nietos de Júpiter? Esta guerra fue más que civil, pues peleó la ciudad hija con la ciudad madre. Causó asimismo este combate postrero de los mellizos otro fiero y horrible mal, porque como eran ambos pueblos antes amigos, por ser vecinos y deudos, pues la hermana de los Horacios estaba desposada con uno de los Curiacios, ésta, luego que vio los tristes despojos de su esposo en poder de su hermano victorioso, no pudo disimular ni contener las lágrimas, y por una acción tan natural la asesinó su propio hermano. Estoy firmemente persuadido que el afecto de esta sola mujer fue más humano que el de todo el pueblo romano; porque imagino que la que poseía ya a su marido por medio de la fe dada en los esponsales, y acaso también doliéndose de su hermano, viendo que había muerto a Curiacio, a quien había prometido a su hermana en matrimonio, creo, digo, que sus lágrimas no fueron culpables, y así, en Virgilio, el piadoso Eneas, con justa causa, se duele y lastima de la muerte del enemigo, aun del que él mató por su propia mano; asimismo Marcelo, considerando la ciudad de Siracusa y que había caído en un momento entre sus manos toda la grandeza y gloria que poco antes tenía, pensando en la suerte común, con lágrimas, se compadeció de su fatal suerte. Por el amor natural que mutuamente nos debemos, suplico nos dé licencia el ser humano para que, sin llorar una mujer a su difunto esposo, muerto por mano de su hermano, supuesto que los hombres pudieron llorar, aun con gloria y aplauso, a los enemigos que habían vencido; así que, al mismo tiempo que aquella mujer lloraba la muerte que su hermano había dado a su esposo, Roma se alegraba de haber peleado con tanta fiereza contra la ciudad, su madre, y de haber vencido con tanta efusión de sangre de parientes de una y otra parte. ¿Para qué alegan en mi favor el nombre de alabanzas o el nombre de victoria? Quítense las sombras de la vana opinión, examínense las obras imparcialmente, pondérense y júzguense desnudas de todo afecto. Dígase el crimen de Alba, como se decía el adulterio de Troya, y seguramente que no se hallará ninguna de su clase, ninguna que se le parezca cualquier flojedad o descuido me preinstigar a los hombres al manejo de las armas y aficionarlos a desacostumbradas victorias y a los triunfos. Por aquel pecado se vino a cometer una maldad tan execrable como fue la guerra entre amigos y parientes, y este crimen tan grave bien de paso le toca Salustio, porque, habiendo referido en compendio (alabando los tiempos antiguos, cuando pasaban su vida los hombres sin codicia y vivía cada uno contento con lo suyo), dice <que después que comenzaron Ciro en Asia, y los lacedemonios y atenienses en Grecia, a subyugar las ciudades y naciones y a tener por motivo justo para declarar la guerra el insaciable apetito de reinar, y a juzgar que la mayor gloria consistía en poseer un dilatado Imperio>, con lo demás que empezó allí a relacionar, me basta por ahora el haber referido hasta aquí sus palabras; este deseo de reinar mete a, los hombres en grandes trabajos y quebrantos. Vencida entonces de este epíteto, Roma triunfaba de haber vencido a Alba, y doraba su crimen con el pomposo nombre de gloria, porque, según dice la Sagrada Escritura, «el pecador se jacta en los perversos deseos de su alma, y el inicuo se ve celebrado». Quítense, pues, las engañosas celadas y las máscaras con que se disfrazan todas las cosas, para que sinceramente se examinen y consideren. Nadie me diga: aquel y el otro es grande porque combatió con éste y aquél y venció; pues también combaten los gladiadores y vencen del mismo modo, y esta crueldad tiene igualmente por premio la, alabanza; pero en mi concepto, tengo por más laudable pagar la pena de cualquier flojedad o descuido que pretender la gloria de aquellas armas; y con todo, si saliesen al teatro y a la arena a combatir entre sí un par de gl4diadores que el uno fuese padre y el otro hijo, ¿quién pudiera sufrir semejante espectáculo? ¿Quién no lo estorbara? ¿Cómo, pues, pudo ser gloriosa la guerra que se hizo entre dos ciudades madre e hija? ¿Hubo, por ventura, aquí alguna diferencia porque no hubo arena, o porque se llenaron los campos más extendidos y espaciosos con los cadáveres no de los gladiadores, sino de infinitos de uno y otro pueblo? ¿Acaso porque estos combates y batallas no las cercaba algún anfiteatro, sino todo el orbe? ¿O porque se mostraba aquel impío espectáculo a los entonces presentes y a los venideros hasta donde se extiende esta fama? Con todo, aquellos dioses patronos del Imperio romano, y que, como en un teatro, estaban mirando estos debates padecían entre sí los impulsos de la pasión que tenía cada uno a la parte que favorecía, hasta que la hermana de los Horacios, como habían sido muertos los tres Curiacios, también ella, muriendo a manos de su hermano, entró con sus dos hermanos a ocupar el número de los otros tres de la otra parte, para que así no tuviera menos muertos la vencedora Roma. Después, para conseguir el fruto de la victoria, asolaron a Alba, donde después de Ilion, destruido por los griegos, y después de Lavinio, donde el rey Latino puso por rey al fugitivo Eneas, habitaron finalmente aquellos dioses troyanos. Pero, según lo tenían ya de costumbre, quizá también se habían ausentado ya de allí, y por eso fue destruida. Fuéronse, en efecto, y desampararon sus sagrarios y aras todos los dioses que mantuvieron en pie aquel Imperio. Y ved aquí cómo se fueron ya la tercera vez, para que a la cuarta, por justa providencia, se les encomendase Roma; porque igualmente les descontentó» Alba, donde echando del reino a su hermano, reinó Amulio, y al mismo tiempo les había agradado Roma, donde, habiendo muerto a su hermano, había reinado Rómulo; pero antes que fuese asolada Alba, dicen, toda la gente del pueblo se mandó pasar a Roma, para que de ambas se hiciese una ciudad sola; y dado que fue así, con todo, aquella ciudad, que fue donde reinó Ascanio y tercer domicilio de los dioses troyanos, siendo ciudad madre, fue destruida por su hija, y para que de las reliquias que habían quedado de la guerra, de los dos pueblos se hiciera una miserable unión y sociedad, primeramente se hubo de derramar tanta sangre de una y otra parte. ¿Qué diré ya en particular cómo en tiempo de los demás reyes estas mismas guerras se renovaron tantas veces, cuando parecía que se habían ya acabado con tantas victorias y que, al parecer, aparentaban habían haber desaparecido finalmente con tantos estragos? ¿Cómo en una y otra ocasión, después de ajustadas alianzas y paces, tornaron a renovarse entre los, yernos y suegros, y entre sus descendientes y posteridad? No pequeño indicio de esta calamidad fue que ninguno de ellos cerrase las puertas de la guerra; luego ninguno de ellos reinó en paz bajo la tutela y amparo de tantos dioses. IR A CONTENIDO CAPITULO XV. Cuál fue la vida y el fin que tuvieron los reyes de los romanos Y ¿cuál fue el fin que tuvieron estos reyes? De Rómulo, vean lo que dice la lisonjera fábula, que fue recibido y canonizado por Dios en el Cielo, y asimismo, observen lo que algunos escritores romanos dijeron, que por su ferocidad le hicieron pedazos en el Senado, sobornando con crecidos dones a Julio Próculo para que dijese se le había aparecido y mandado que dijese al pueblo romano le admitiese en el número de los dioses, con lo que el pueblo, que había empezado a desabrirse con el Senado, se había reprimido y aplacado, y por qué sucedió también eclipsarse el sol, lo cual, ignorando el vulgo que acaece en ciertos tiempos por su natural curso y movimiento, lo atribuyeron a los méritos de Rómulo, como en realidad de verdad si llorara el sol por el mismo caso se debía creer que le habían muerto y que esta maldad la manifestaba con eclipsarse aun la misma luz del día, como realmente sucedió cuando fue crucificado nuestro Señor Jesucristo por la crueldad e impiedad de los judíos. Es prueba convincente de que aquel eclipse no sucedió por el curso regular de los astros el ver que entonces cayó la Pascua de los judíos -que se celebraba solemnemente- estando la luna llena, y el eclipse regular del sol no sucede sino al fin de la luna. Cicerón bien claro da a entender que la admisión de Rómulo entre los dioses fue más opinión vulgar que una realidad, pues alabándole en los libros de República, en persona de Escipión dice: «Tanto alcanzó, que como no se le viese, habiéndose de pronto oscurecido el sol, se creyó que le habían recibido en el número de los dioses, cosa que jamás ningún hombre pudo alcanzar sin estar dotado de singular valor»; y en lo que dice que de repente dejó de ser visto, sin duda se entiende así, o la violencia de la tempestad o el secreto con que le dieron muerte; pues otros escritores suyos, al eclipse de sol añaden también una imprevista tempestad, la cual, sin duda, o dio ocasión y tiempo a aquella muerte, o ella misma fue la que acabó con Rómulo; porque de Tulo Hostilio, que fue su tercer rey (constando de Rómulo que murió igualmente herido de un rayo), dice en los mismos libros Cicerón que no se creyó del mismo modo que le recibieron a éste entre los dioses muriendo de la manera insinuada, en atención a que lo que probaban por acaso, esto es, creían de Rómulo los romanos, no quisieron divulgarlo, es decir, disminuirlo y desacreditarlo, si concedían fácilmente esta prerrogativa a otro. Dice asimismo, expresamente, en aquellas invectivas: «A Rómulo, que fundó esta ciudad, le hemos colocado entre los dioses inmortales con el amor y con la fama»; para demostrarque no sucedió realmente, sino que por los méritos de su valor, junto con el afecto que le profesaban se echó esta voz y corrió esta fama. Y en el diálogo de Hortensio, hablando de los ordinarios eclipses del sol, dice así: «De modo que se noten las mismas tinieblas que hubo en la muerte de Rómulo, que sucedió en el eclipse del sol.» Es cierto que aquí no dudó llamarIa muerte de hombre, porque desempeñaba más el cargo de averiguar la verdad que el de hacer un panegírico; pero los demás reyes del pueblo romano, a excepción de Numa Pompilio y Anco Marcio, que murieron de enfermedad natural, ¿acaso no expiraron con horribles muertes? A Tulo Hostilio, como dije (el que venció y asoló la ciudad de Alba), un rayo le abrasó con todo su palacio. Tarquino Prisco murió por traición de los hijos de su antecesor. Servio Tulo falleció por el enorme crimen de su yerno Tarquino el Soberbio, que le sucedió en el reino, y, con todo, no se fueron los dioses, desamparando sus sagrarios y aras, no obstante haberse cometido tan gran parricidio en el rey más justo y virtuoso de aquel pueblo. Sin embargo, estos espíritus preocupados dicen que al proceder así con la miserable Troya y dejarla para que la asolasen y abrasasen los griegos, les movió el adulterio de Paris, contra lo cual, justamente, se opone que el mismo Tarquino sucedió en el reino al suegro, a quien había matado. A este infame parricida, con la muerte de su suegro le vieron aquellos dioses reinar, triunfar en muchas batallas y edificar con los despojos de ellas el Capitolio, sin desamparar ellos el lugar; antes hallándose presentes y de asiento a todos estos lances sufriendo que su rey Júpiter los presidiese y reinase sobre ellos en aquel elevado templo, esto es, construido por mano de un parricida, pues entonces aún no era inocente cuando edificó el Capitolio, y después, por su mala conducta y crueldad, fue echado de la ciudad entrando a poseer el mismo reino (o donde había de edificar el Capitolio) por medio de una abominable maldad y execrable crimen; pues cuando después le echaron los romanos del reino y le desterraron de los muros de la ciudad no fue porque él tuviese culpa en la violación de Lucrecia, porque éste fue pecado de su hijo, que le cometió no sólo sin saberlo, sino estando ausente, pues estaba a la sazón combatiendo la ciudad de Ardea y dirigiendo la guerra del pueblo romano. Ignoramos qué hubiera hecho si a su noticia llegara el delito que había cometido su hijo; y, con todo, sin saber su dictamen y voluntad, y sin hacer la prueba de ella, el pueblo le privó del reino, y habiendo recogido el ejército (a quien ordenaron que, dejase de seguir al rey y a sus banderas), le cerraron después las puertas de la ciudad y no le permitieron entrar dentro de ella; pero después de frecuentes y penosas guerras con que afligió a los romanos, procurando se conjurasen contra ellos sus comarcanos, viéndose absolutamente desamparado de sus antiguos aliados, en cuyo favor confiaba, y que no le era posible recobrar la corona, vivió en paz, según dicen, catorce años como persona particular en el Túsculo, cerca de Roma, y envejeció con su mujer, muriendo con muerte quizás más digna de envidia que la de su suegro, que murió por alevosía de su yerno y no ignorándolo su hija, según dicen. Y con todo, a este Tarquino no le llamaron los romanos el cruel o el malvado, sino el soberbio, no pudiendo acaso sufrir ellos su real fausto y soberbia, por otra semejante soberbia de que estaban dominados sus corazones. ¿Y por qué razón del crimen que cometió en matar a su suegro y a su buen rey hicieron tan poco caso, que en seguida le colocaron en el trono? Como si en este acto no cometieran ellos mayor culpa y maldad recompensando tan extraordinariamente un crimen tan alevoso; y con todo, no se fueron los dioses desamparando sus sagrarios y aras, si no es, que acaso haya alguno que intente defenderlos diciendo que por eso se quedaron en Roma, más para poder castigar a los romanos afligiéndolos que para ayudarlos con beneficios contentándolos con victorias vanas y destruyéndolos con crueles guerras. Esta fue la vida por casi doscientos cuarenta y tres años que se pasó en Roma bajo el gobierno de los reyes, en el tiempo tan alabado por sus escritores, hasta que echaron a Tarquino el Soberbio, por casi doscientos cuarenta y tres años, habiendo dilatado el Imperio con todas aquellas victorias compradas y habidas a costa de tanta sangre y de tantas desgracias, apenas veinte millas alrededor de Roma, espacio tan corto, que al presente no se puede comparar con ninguna de las ciudades de Getulia. IR A CONTENIDO CAPITULO XVI. De los primeros cónsules que tuvieron los romanos; cómo el uno de ellos echó al otro de su patria, y después de haber cometido en Roma enormes, parricidios, murió dando la muerte a su enemigo A esta época debemos añadir también la otra hasta la cual dice Salustio que se vivió justa y moderadamente, mientras duró el miedo que tenían a las armas de Tarquino y se terminó la peligrosa guerra que sostuvieron con los etruscos; porque todo, el tiempo que éstos favorecieron a Tarquino en la pretensión de recobrar el reino padeció Roma una guerra cruel; y por eso dice que se gobernó la República justa y moderadamente, forzados del terror y no por amor a la justicia. En, este tiempo, que fue sumamente breve, cuán funesto fue el daño en que se incluyeron los cónsules, extinguida ya la potestad real, porque no llegaron a cumplir el año; pues Junio Bruto, despojando de su oficio a su compañero Lucio Tarquino Colatino, le desterró de la ciudad, y, a poco, viniendo a las manos en una batalla con su Contrario, cayeron ambos muertos, habiendo el primero quitado antes la vida a sus propios hijos y a los hermanos de su mujer, porque tuvo noticia de que se habían conjurado para restituir a Tarquino. Esta hazaña, después de haberla contado Virgilio como famosamente luego, piadosamente, tuvo horror de ella, porque habiendo dicho «que por conservar la dulce libertad el mismo padre hará dar la muerte a sus, hijos por haber maquinado contra ellos nuevas guerras»; luego exclama y dice: «Desgraciado, en fin, como quiera que entendieren este hecho los venideros.» Como quiera, dice, que los sucesos tomaren este hecho; esto es, como quiera que le engrandecieren y alabaren. En efecto, el que mata a sus hijos es desgraciado y desdichado, y como para consuelo de este infeliz, añadió: «Vencióle el amor de la patria y la inmensa ambición de gloria.» ¿Por ventura en Bruto, que mató a sus hijos (y que habiendo dado muerte a su enemigo, hijo de Tarquino, quedando él muerto de mano del mismo, no pudo vivir más, antes el mismo Tarquino vivió después de él), no parece que quedó vengada la inocencia de Colatino, su colega, que, siendo buen ciudadano, después de desterrado Tarquino, padeció inculpablemente lo que el mismo tirano merecía? Y aun el mismo Bruto, dicen, era pariente de Tarquino. Pero, en efecto, a Colatino le perjudicó la semejanza en el nombre, porque también se llamaba Tarquino; forzáranle, pues, a que muere el nombre y no la patria, y, al fin, a que en su nombre faltara esta voz y se llamara solamente Lucio Colatino; mas por esto nada perdió en su reputación, ni lo que sin desdoro alguno pudiera perder, y menos fue motivo para que al primer cónsul le depusieran de su cargo, y para que a un buen ciudadano le desterraran de su patria. ¿Es posible que sea gloria y grandeza un crimen tan execrable de Junio Bruto, tan abominable y tan sin utilidad dc la República? ¿Acaso para cometer este crimen le venció el amor de la patria y la inmensa ambición de gloria? En efecto; después de desterrado Tarquino el Tirano, el pueblo eligió por cónsul, juntamente con Bruto, a Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia; pero con cuánta justicia atendió el pueblo a la vida y costumbres y no al nombre de su ciudadano, y con cuánta impiedad Bruto, al tomar posesión de aquella primera y nueva dignidad, privó a su colega de la patria, y del oficio, a quien pudiera fácilmente privar del nombre, si éste le ofendía, es cosa fácil de ver. Estas maldades se cometieron y estos desastres sucedieron cuando en aquella República los romanos se gobernaban y vivían justa y moderadamente. Asimismo, Lucrecio (a quien habían puesto en lugar de Bruto), antes de concluirse aquel mismo año, murió de una enfermedad, y así Publio Valerio, que sucedió a Colatino, y Marco Horacio, que entró en lugar del difunto Lucrecio, terminaron aquel año funesto y desgraciado en que hubo cinco cónsules; en este mismo, la República romana instituyó el oficio y potestad del consulado. IR A CONTENIDO CAPITULO XVII. De las calamidades que padeció la República romana después que comenzó el imperio de los cónsules, sin que la favoreciesen los dioses que adoraba Entonces, habiendo respirado un poco del miedo que reinaba en sus corazones, no porque habían cesado las guerras, sino porque no les estrechaban con tanto rigor, es a saber, acabado el tiempo en que se rigieron justa y moderadamente de esta manera: «Después comenzaron los senadores a tratar al pueblo como esclavos, disponiendo de su vida y de sus espaldas al modo que acostumbraban los reyes defraudándolos del repartimiento de los campos, cargándose ellos con todas las propiedades y excluyendo a los demás del gobierno. Irritado el pueblo con estas crueldades, y, principalmente viéndose oprimido con los gravámenes de las deudas públicas y de las usura sufriendo y soportando a un tiempo con la ocasión de las continuas guerras la malicia y el tributo, acudió, armado al monte Sagrado y al Aventino, y entonces estableció para la defensa de sus derechos tribunos de la plebe y otras leyes, poniendo fin a las discordias y debates que reinaron entre ambos partidos la segunda guerra púnica.» ¿Para qué me detengo, pues, en escribir tantos sucesos, o para qué molesto a los que los hubieren de leer? Cuán miserable haya sido aquella República en tan largo tiempo, y por tantos años como mediaron hasta la segunda guerra púnica, con la inquietud continua de las guerras de afuera y con las discordias y sediciones de dentro, Salustio nos lo ha referido sumariamente; y así, aquellas victorias no fueron alegrías y contentos sólidos de bienaventurados, sino consuelos vanos de miserables, y unos motivos extraños y celos de personas inquietas que los convidaban a emprender y sufrir más y más terribles trabajos; y no se enojen con nosotros los virtuosos y juiciosos romanos, aun que no hay causa para pedírselo ni advertírselo, pues es evidente que no se han de irritar con nosotros en modo alguno, porque ni referimos cosas más pesadas ni las decimos más gravemente que sus propios autores; sin embargo, de que en el estilo y en el tiempo que, nos queda libre somos muy inferiores, y, con todo, para estudiar y aprender estos autores no sólo trabajaron ellos mismos, sino que hacen también trabajar en ellos a sus hijos; y los que se enojan ¿cómo me sufrieran si yo insinuase lo que dice Salustio? <Nacieron muchas revoluciones y discordias, y, al fin, las guerras civiles, pretendiendo ambiciosamente ser los señores absolutos bajo el honesto y disfrazado título de favorecer la causa de los padres o del pueblo, algunos pocos de los más poderosos, cuya gracia y fortuna seguían la mayor parte, concedían el honor de ciudadanos a los buenos y a los malos, no por los méritos o servicios que hubiesen hecho a la República, estando todos igualmente corrompidos, sino según que cada uno era más rico y más poderoso, para agraviar a otros; porque defendían la causa presente, y lo que se antojaba se tenía por bueno>. Y si a aquellos historiadores les pareció que tocaba a la honesta libertad no pasar en silencio las calamidades de su propia ciudad, a quien en otros muchos lugares les ha sido forzoso alabarla con grande gloria y exageración, ya que, efectivamente, no disfrutaban de la otra más verdadera, adonde se han de admitir y recibir los ciudadanos eternos, ¿qué obligación nos liga a nosotros (cuya esperanza en Dios, cuanto es mejor y más cierta, tanto debe ser mayor nuestra libertad), viendo que imputan y atribuyen a nuestro Señor Jesucristo los infortunios y calamidades presentes, Para desviar a los débiles y menos entendidos y enajenarlos de aquella ciudad, la única en que se ha de vivir eterna y bienaventuradamente? Ni tampoco contra sus dioses decimos cosas más abominables que sus mismos autores, que ellos leen y alaban, pues de ellos hemos tomado nuestros discursos, y en ningún modo somos aptos para referir tales y tantas particularidades como ellos dicen. ¿Dónde, pues, estaban aquellos dioses que por la pequeña y engañosa felicidad de este mundo creen ellos que deben ser adorados, cuando los romanos, a quienes con falsa y diabólica astucia se vendían para que les rindiesen culto andaban afligidos con tantas calamidades? ¿Dónde estaban cuando los forajidos y esclavos mataron al cónsul Valerio, procurando ganar el Capitolio que ellos habían ocupado, en el cual aprieto, con más facilidad pudo él socorrer el templo de Júpiter que a él la turba de tantos dioses con su rey Optimo Máximo, cuyo templo había librado del furor de sus enemigos? ¿Dónde estaban cuando fatigada la ciudad con infinitas desgracias, causadas por las sediciones y discordias civiles, y permaneciendo en parte sosegada, mientras esperaban el regreso de los embajadores que habían enviado a Atenas para que les comunicasen sus leyes, fue asolada con una insufrible hambre y cruel pestilencia? ¿Dónde estaban cuando, en otra ocasión, padeciendo hambre el pueblo, creó por primera vez un prefecto que cuidase de la provisión del pan, y creciendo el hambre sobremanera, Espurio Melio, por haber proveído libremente de trigo al hambriento pueblo, incurrió en el crimen de haber intentado alzarse con el señorío de la República, siendo a instancia del mismo prefecto, por orden expresa del dictador Lucio Quincio, viejo ya decrépito, asesinado por Quinto Servilio, general de la caballería, ni sin una terrible y peligrosa revolución de la ciudad? ¿Dónde estaban cuando, en una cruel peste, viéndose el pueblo fatigado por mucho tiempo y sin remedio con sus dioses inútiles, determinó hacerles nuevos lectisternios, lo que jamás antes había hecho, para lo cual solían colocar unos lechos o mesas ricamente aderezadas en honra de los dioses, de donde esta ceremonia sagrada, o, por mejor decir, sacrílega, tomó el nombre? ¿Dónde estaban cuando por diez años continuos, peleando con mal suceso contra los veyos, el ejército romano padeció muchos y muy terribles estragos y calamidades, los que se hubieran acrecentado si al cabo no le socorriera Furio Camilo, a quien después condenó la ingrata ciudad? ¿Dónde estaban cuando los galos ocuparon a Roma y la saquearon, quemaron e hicieron infinitas muertes? ¿Dónde cuando aquella funesta peste causó tan terribles daños, en la cual murió también Furio Camilo, que defendió a aquella República ingrata primeramente de las armas de los veyos y después la libertó de la irrupción de los galos, y con ocasión de este contagio mortífero se introdujeron los juegos escénicos, que fue otra nueva infección en las costumbres y vida humana, que es lo más doloroso, aunque quedaron ilesos los cuerpos de los romanos? ¿Dónde estaban cuando se fomentó otra pestilencia más grave, nacida, a lo que se sospecha, de los mortales venenos de las matronas, cuya vida y costumbres causaron más funestas desgracias que la mayor peste? ¿O cuando en las Horcas Caudinas, estando cercados por los samnitas ambos cónsules, con su ejército, fueron forzados a concluir con ellos unas paces tan vergonzosas, quedando en rehenes 600 caballeros romanos, y los demás, perdidas las armas y despojados de sus insignias y vestidos, pasaron humildemente debajo del yugo de los enemigos? ¿O cuando estando todos gravemente enfermos de la peste muchos perecieron en el ejército, a causa de los rayos que cayeron del cielo? ¿O cuando asimismo, por otro intolerable y funesto contagio, fue obligada Roma a traer de Epidauro a Esculapio, como a dios médico, porque a Júpiter, rey universal de todos, que ya había mucho tiempo que presidía en el Capitolio, las muchas liviandades a que se entregó siendo joven no le dieron, quizá, lugar para estudiar la Medicina? ¿O cuando, conjurándose a un mismo tiempo sus enemigos los lucanos, brucios, samnitas, etruscos y galos senones, primeramente les mataron sus embajadores y después rompieron y derrotaron el ejército con su pretor, muriendo con él siete tribunos y 13,000 soldados? ¿O cuando en Roma, después de graves y largas discordias, en las cuales, al fin, el pueblo se amotinó y retiró al Janicolo? Siendo tan terrible este infortunio y calamidad, que por su causa hicieron dictador a Hortensio, nombramiento que sólo se ejecutaba en los mayores apuros, quien habiendo sosegado al pueblo murió en el mismo cargo, suceso que antes no había acaecido a ningún dictador, el cual, para aquellos dioses, teniendo ya presente a Esculapio, fue culpa más grave.Después de esto surgieron por todas partes tantas y tan crueles guerras, que, por falta de soldados, recibían en la milicia a los proletarios, los cuales se llamaron así porque su único y principal encargo era multiplicar la prole y generación, no pudiendo por su pobreza servir en la guerra. Entonces los tarentinos trajeron en su favor a Pirro, rey de Grecia (cuyo nombre, en aquel tiempo, era muy famoso), quien se declaró enemigo acérrimo de los romanos; y consultando éste al dios Apolo sobre el suceso que había .de tener la guerra, le respondió con un oráculo tan ambiguo, que cualquiera de las dos cosas que sucediese podía quedar con la reputación y crédito de adivino, porque dijo así: Dico te, Pyrrhe vincere posse romanos, y de esta manera, ya los romanos venciesen a Pirro, o Pirro a los romanos, el agorero seguramente podía esperar el éxito, cualquiera de las dos cosas que sucediesen Y ¿qué estrago y matanza padeció uno y otro ejército? No obstante, Pirro fue más venturoso en el combate, de modo que ya pudiera, interpretando en su favor a Apolo, publicarle y celebrarle por adivino si luego en esta batalla no llevaran lo mejor los romanos. En medio de la tribulación y despecho que causaban las guerras, sobrevino igualmente una peligrosa peste en las mujeres, porque antes de que al tiempo natural pudiesen parir las criaturas, morían con ellas, estando aún embarazadas, en lo cual, a lo que entiendo, se excusaba Esculapio, diciendo que él profesaba la facultad de médico mayor y no la de partera; del mismo modo perecía el ganado, siendo ya tan terrible la mortandad, que llegaron a persuadirse las gentes que se había de extinguir la generación de los animales. Y ¿qué diré de aquel invierno tan memorable en la Historia, que fue sobremanera cruel y riguroso, durando en la plaza por espacio de cuarenta días la nieve tan elevada, que ponía horror, helando también el Tiber? Si esto sucediera en nuestros tiempos, ¡qué de cosas y cuán grandes nos dijeran éstos! Y asimismo, ¿cuánto duró el rigor de aquella funesta peste? ¿Cuán excesivo fue el número de los que mató? La cual, como empezase a continuar aún más gravemente por otro año, teniendo en vano presente a Esculapio, acudieron a los libros Sibilinos, que son un género de oráculos; según refiere Cicerón en los libros de Divinatione, en que más se suele creer a los intérpretes que conjeturan como pueden o como quieren sobre las cosas dudosas. Entonces, pues, dijeron que la causa del contagio era porque muchas personas particulares tenían ocupadas varias de las casas consagradas a los dioses; y así libraron en esta ocasión a Esculapio de la indisculpable calumnia de ignorancia o desidia; ¿y por qué motivo, pregunto, se habían ido muchos a vivir en aquellas casas sin prohibírselo ninguno, sino porque inútilmente y por mucho tiempo habían acudido a pedir remedio a tanta multitud de dioses? Así, poco a poco, los que los reverenciaban desamparaban las casas para que, como baldías; por lo menos sin ofensa de nadie, pudiesen volver a servir a las necesidades de los hombres, y las que entonces, con toda diligencia, se renovaron y taparon con ocasión de aplacar la peste, si no volvieron a estar otra vez de la misma manera encubiertas y por haberlas desamparado, sin duda que no se tuviera por tan grande la noticia y erudición de Varrón, pues escribiendo de las casas consagradas a los dioses, refiere tantas de que no se tenía noticia y estaban olvidadas; pero entonces, más procurando inventar una aparente disculpa para con los dioses que el remedio necesario para atajar la peste. IR A CONTENIDO CAPITULO XVIII. Cuán graves calamidades afligieron a los romanos en tiempo de las guerras púnicas, habiendo deseado y pedido en balde el auxilio y favor de sus dioses En el tiempo en que se sostenían las guerras púnicas o cartaginesas, vacilando entre uno y otro Imperio, como in cierta y dudosa, la victoria, y haciendo estos dos poderosos pueblos fuertes y costosas jornadas, ¿qué reinos de menos reputación fueron destruidos? ¿Qué de ciudades populosas e ilustres asoladas? ¿Cuántas afligidas? ¿Cuántas perdidas? ¿Qué de provincias y tierras taladas de extremo a extremo? ¿Cuántas veces fueron vencidos los de acá, y vencedores los de allá? ¿Cuántos perecieron, ya de soldados peleando, ya de los pueblos que no peleaban y estaban en paz? Y si intentáramos referir la infinidad de naves que quedaron sumergidas también en los combates navales y anegadas con diversas tempestades, borrascas y temporales contrarios, ¿qué otra cosa vendríamos a ser nosotros que historiadores? Entonces, despavorida y turbada con un extraordinario miedo la ciudad de Roma, acudió presurosa a buscar remedios vanos e irresistibles. Renovaron por autoridad de los libros Sibilinos los juegos seculares, cuya solemnidad, habiéndose establecido de cien en cien años, y en los tiempos mejores habiéndose olvidado su memoria, se habían dejado ya de celebrar. Renovaron también los pontífices los juegos consagrados a los dioses infernales, estando también éstos ya olvidados con los muchos años que habían pasado sin solemnizarse; porque, en efecto, cuando los renovaron, como se habían enriquecido los dioses infernales con tanta copia y multitud de los que se morían, gustaban por lo mismo ya de jugar, en atención a que, seguramente, los tristes y miserables hombres, haciéndose rabiosa guerra, mostrando su valor y corazón sanguinario, alcanzando el uno y otro hemisferio funestas victorias, celebraban solemnes juegos a los demonios y banquetes abundantes y suntuosos a los dioses del infierno. No sucedió ciertamente tragedia más lamentable en la primera guerra púnica que el haber sido vencidos en ella los romanos; siendo hecho prisionero de guerra Régulo, de quien hicimos mención en el primero y segundo libros, persona sin duda de gran valor, que, primero había venido y dominado a los cartagineses, el cual hubiera podido terminar la primera guerra púnica, si por una extraordinaria ansia de gloria y alabanza no hubiera pedido a los rendidos cartagineses condiciones más duras de las que ellos podían sufrir. Si la prisión impensada de aquel célebre general, si la esclavitud y servidumbre indigna, si la fidelidad del juramento y la bárbara crueldad de su muerte no avergüenza a los dioses, sin duda es cierto que son de bronce y que no tienen gota de sangre que les pueda salir al rostro; al mismo tiempo no faltaron dentro de sus propios hogares gravísimos males y desgracias; porque, saliendo de madre el río Tiber fuera de lo acostumbrado, arruinó casi toda la parte baja de la ciudad, llevándose parte con el furioso ímpetu y avenida, y derribando parte con la humedad reconcentrada en tanto tiempo como estuvieron detenidas las aguas en las calles. Siguió a esta desgracia la del fuego, más perjudicial que la anterior, pues prendiendo por la plaza en los mas altos y encumbrados techos, no quisieron perdonar ni aun el templo de Vesta, su mayor amigo y familiar, adonde acostumbraban las que no eran tan honradas vírgenes conservar el fuego y darle, añadiéndole con diligencia leña, como una perpetua vida en donde el fuego entonces no sólo vivía, sino que se fomentaba más y más, de cuyo ímpetu y vigor, aturdidas las vírgenes, no pudiendo salvar de tan voraz incendio aquellos fatales dioses que habían ya oprimido tres ciudades donde habían tenido su residencia, el pontífice Metelo, olvidado en cierto modo de su vida y atravesando valerosamente por medio de las llamas, los sacó ilesos, saliendo él bastante chamuscado, porque ni aun a él le tocó el fuego, ni tampoco había allí dios, que aun cuando le hubiera no huyera más bien, podemos decir que el hombre pudo ser de más importancia a los dioses del templo de Vesta que ellos al hombre. Y si a sí propios no se podían defender del fuego, ¿a aquella ciudad, cuyo principio, esplendor y conservación se creía que amparaban, en qué la pudieran ayudar contra las aguas y las llamas, como, en efecto, la misma experiencia manifestó que nada pudieron? No les hiciéramos estas objeciones si dijeran que aquellos dioses los habían instituido no para custodia de los bienes temporales, sino para significar los eternos; y así, aunque sucediese perderse por ser cosas corporales y visibles, nada se perdía de aquellos objetos en, cuya significación fueron instituidos, y que se podían renovar y reparar de nuevo para el mismo defecto; pero es cierto que con extraña ceguedad creen que fue posible alcanzar con aquellos dioses, que no podían perecer, que no, pudiese acabar la salud corporal y la felicidad temporal de la ciudad; y así, cuando los manifestamos que, permaneciendo aún salvos sus dioses, les sucedió o el estrago en la salud, o la infelicidad, aún tienen valor para no mudar o abandonar la opinión que no pueden defender. IR A CONTENIDO CAPITULO XIX. De los trabajos de la segunda guerra púnica, en que gastaron las fuerzas de una y otra parte Y viniendo a tratar de la segunda guerra púnica, sería largo de contar el estrago que estos dos pueblos se hicieron mutuamente con tantas guerras como en tantas partes entre sí sostuvieron, de modo que, en sentir aún de los que tomaron de propósito a su cargo no tanto de referir las guerras romanas como el elogiar al Imperio romano, más representación tuvo de vencido el que venció, porque levantando Aníbal formidables ejércitos en España y pasando los montes Pirineos, atravesando y corriendo Francia, rompiendo los Alpes, acrecentando sus fuerzas con tanto rodeo, talando y sujetando cuanto se le ponía por delante y dando consigo, como una impetuosa e imprevista avenida, en el centro de Italia, ¡cuán sangrienta se hizo la guerra, qué de reencuentros y choques hubo, qué de veces fueron vencidos los romanos, qué de pueblos se humillaron y rindieron al enemigo, cuántos de éstos fueron entrados a fuerza de armas y saqueados, cuán crueles y horribles batallas se dieron, y muchas veces con gloria de Aníbal y ruina y desdoro de los romanos! ¿Qué diré, pues, de aquella derrota horrible digna de admiración, padecida en Cannas, donde Aníbal, no obstante ser cruel, con todo, saciado ya de la sangre de sus enemigos, dice que mandó a sus soldados que los perdonasen las vidas, enviando allí a Cartago tres celemines de anillos de oro, para dar a entender que en el combate había dado muerte a tantos individuos de la nobleza romana, que más fácilmente se pudieron medir que contar; y asimismo para que se conjeturase el estrago del ejército que murió sin anillos, que sería, sin duda, tanto más numeroso cuanto más débil? Finalmente, después de esta batalla sobrevino tan notable falta de gente para la guerra, que los romanos se reemplazaban y echaban mano de hombres facinerosos, ofreciéndoles el perdón de sus crímenes, dando también libertad a los esclavos, y, con todos no tanto suplieron cuanto formaron un vergonzoso ejército. Estos esclavos (pero no agravemos a los ya libertos) que habían de pelear por la República, faltándoles las armas ofensivas y defensivas, se vieron precisados a tomar las de los templos, como si dijeran los romanos a su dioses: «Dejad lo que tanto tiempo habéis tenido en vano, por si acaso nuestros esclavos pueden hacer algo de provecho con lo que vosotros, siendo nuestros dioses, no habéis podido emprender acción alguna heroica. Entonces, estando exhaustos igualmente el erario público para pagar el sueldo del ejército, vinieron las haciendas de los particulares a servir al beneficio común en tanto grado, que dando todos los ciudadanos cuanto poseían, el mismo Senado no se reservó, alhaja alguna de oro, a excepción de varios anillos y joyeles, insignias miserables de su dignidad, y así toda la gente. de las demás clases y tribus. ¿Quién pudiera tolerar a éstos si en nuestros tiempos vinieran a esta necesidad, apenas pudiéndoles sufrir ahora, cuando por un superfluo deleite dan más a los cómicos que entonces dieron a las legiones por el servicio de salvar la República de un peligro extremo? IR A CONTENIDO CAPITULO XX. De la destrucción de los saguntinos, a los cuales, muriendo por conservar la amistad de los romanos, no les socorrían los dioses de los romanos Pero entre todas las calamidades que sucedieron en la segunda guerra púnica, ninguna hubo más lastimosa ni más digna de compasión y justa queja. Porque esta ciudad de España, por ser amiga y confederada del pueblo romano, y por observar constantemente su asustad, fue destruida, y de esta conquista quebrantando la paz con los romanos, tomó ocasión Aníbal para irritarlos y obligarlos a la guerra. Cercó, pues, bárbaramente a Sagunto, lo cual, sabido en Roma, enviaron sus embajadores a Aníbal para que levantase el sitio, y, no haciendo caso de sus ruegos, marcharon a Cartago, donde, querellándose de la infracción de la paz y sin concluir cosa alguna, volvieron a Roma. Mientras andábase en estas dilaciones, la infeliz Sagunto, ciudad opulentísima y aliada de la República romana, fue destruida por los cartagineses al cabo de ocho o nueve meses de cerco, cuya ruina causa horror al leerlo, cuanto más al escribir cómo aconteció; sin embargo, la referiré brevemente, porque interesa al asunto que tratamos. Primeramente se fue consumiendo por el hambre, pues aseguran que al nos comieron los cuerpos muertos e sus mismos compatriotas; después, reducida al mayor extremo con la penuria y escasez de todas las cosas necesarias a la vida y a su propia defensa, por no verse m aun cautiva en manos de Aníbal, formó en la plaza pública una grande hoguera, y, degollando a todos sus amados hijos y parientes y demás ciudadanos, se arrojaron todos en ella. Hicieran aquí alguna admirable acción los dioses glotones y seductores, hambrientos de buenos bocados y manjares de los sacrificios, y empeñados solamente en alucinar a los idiotas con la oscuridad y la ambigüedad de sus engañosos presagios. Obraran aquí algún prodigio estupendo y socorrieran a una nación amiga del pueblo romano, y no dejaran perecer a la que se sepultaba voluntariamente en sus ruinas por conservar su amistad en atención a que ellos fueron los que presidieron en la unión y confederación que ella estipuló con la República romana. Así que, por observar escrupulosamente los sagrados tratados y conciertos que, presidiendo o autorizando estas falsas deidades, había concluido con verdadera voluntad, ligado con la amistad y estrechado con juramento inviolable, fue cercada, ocupada y asolada por un hombre pérfido y fementido. Si estos dioses fueron los que después espantaron y ahuyentaron a Aníbal de los muros de Roma con crueles tempestades y encendidos rayos, entonces, con tiempo, debieran obrar alguno de estos particulares prodigios, pues se atrevió a decir que con más justa razón pudieron enviar la tempestad en favor de los amigos de los romanos, expuestos al inminente riesgo de perderse puesto que, por no faltar a la fe dada a los romanos, estaban en peligro de perecer, y entonces, totalmente faltos de ayuda, que en favor de los mismos romanos, que peleaban y corrían riesgo por sí, y contra Aníbal teman en sí mismos bastante auxilio; luego si fueran tutores y defensores de la felicidad y gloria de Roma, debieran haberla librado de una culpa tan grave como fue la ruina de Sagunto. Pero ahora consideremos cuán neciamente creen que no se perdió Roma por la defensa de estos dioses cuando andaba victorioso Aníbal si vemos que no pudieron socorrer a la ciudad de Sagunto para que no se perdiese por guardar a Roma su amistad. Si el pueblo de Sagunto fuera cristiano y padeciera algún infortunio como éste por la fe evangélica (aunque no se hubiera él profanado a sí mismo, matándose a fuego y sangre), y si padeciera su destrucción por la fe evangélica, la sufriría con aquella esperanza que creyó en Jesucristo, y gozaría del premio y galardón, no de un brevísimo tiempo, sino de una eternidad sin fin. Pero en favor de estos dioses, los cuales dicen que por eso deben ser adorados y por eso se buscan para adorarlos, para asegurar la felicidad de estos bienes temporales y transitorios, ¿qué nos han de responder sus defensores sobre la pérdida de los saguntinos, sino lo mismo que sobre la muerte de Régulo? Porque la diferencia que hay es que aquél fue una persona particular, y ésta una ciudad entera; pero la causa de la ruina de ambos fue el querer guardar puntualmente la lealtad, pues por ésta quiso el otro volverse a poder de sus enemigos, y ésta no quiso entregarse; ¿luego la lealtad observada inviolablemente, provoca la ira de los dioses? ¿O es, acaso, cierto que pueden también, teniendo propicios a los dioses, perderse no sólo cualesquiera hombres, sino también las ciudades enteras? Elijan, pues, lo que más les agradare, porque si ofenden a estos dioses con una fidelidad bien guardada, busquen a los pérfidos y fementidos que los adoren; pero si teniéndolos aún propicios pueden perderse y acabar los hombres, y las ciudades ser afligidas con muchos y graves tormentos, sin provecho ni fruto alguno de esta felicidad los adoran. Dejen, pues, de enojarse los que entienden y creen que ha causado su desgracia el haber perdido los templos y sacrificios de estos dioses, porque pudieran, no sólo sin haberlos perdido, sino teniéndolos aún de su parte propicios y favorables, no como ahora, quejarse de su infortunio y miseria, sino, como entonces Régulo y los saguntinos, perderse y perecer también del todo con horribles calamidades y tormentos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXI. De la ingratitud que usó Roma con Escipión, su libertador, y las costumbres que hubo en ella, cuando cuenta Salustio que era muy buena Además de esto, en el tiempo que medió entre la segunda y última guerra púnica, cuando dice Salustio que vivieron los romanos con costumbres muy buenas y mucha concordia (porque varias acciones omito atendiendo a ser breve en esta obra); en este tiempo, pues, de tan buenas costumbres y tanta concordia, aquel Escipión que libró a Roma y a Italia, que acabó tan honrosamente la segunda guerra púnica, tan horrible, tan sangrienta y tan peligrosa; aquel vencedor de Aníbal, domador de Cartago, aquel cuya vida se refiere que desde su juventud fue encomendada a los dioses y criada en los templos, cedió a las acusaciones de sus enemigos, y desterrado de su patria (a quien había dado la vida y libertad con su valor), pasó y acabó el resto de su vida en Linterno, después de su famoso triunfo, con tan poca afición a Roma, que dicen mandó que ni aun le enterrasen en ingrata patria. Después de estos su sucesos, habiendo triunfado el procónsul Gn. Manlio de los gálatas, comenzó a cundir por Roma la molicie de Asia, aún más perjudicial que el mayor enemigo: porque entonces dicen fue la primera vez que se vieron lechos labrados de metal y preciosos tapetes. Entonces se comenzaron a usar en los banquetes mozas que cantaban y otras licenciosas desenvolturas; mas ahora no es mi intención otra que la de tratar de los males que impacientemente padecen los hombres, y no de los que ellos causan voluntariamente: y así aquellas gloriosas acciones que referí de Escipión, de cómo cediendo a sus enemigos murió fuera de su patria, a la cual había libertado, hacen más el propósito de lo que vamos, anunciando; pues los dioses de Roma, cuyos templos había defendido Escipión de los rigores de Aníbal, no le correspondieron a sus continuas fatigas, adorándolos ellos solamente por esta felicidad; pero como Salustio dijo que entonces florecieron allí las buenas costumbres, por esto me pareció referir lo de la molicie del Asia, para que se entienda también que Salustio dijo aquellas expresiones, hablando en comparación de los demás tiempos, en los cuales, sin duda, con las gravísimas discordias, fueron las costumbres mucho peores, porque entonces también, esto es, entre la segunda y última guerra cartaginesa, se publicó la ley Voconia, por la cual se mandaba <que ninguno dejase por su heredero a mujer alguna, aunque fuese hija única suya.» No sé que se pueda decir o imaginar orden más injusta que esta ley. Con todo, en aquel espacio de tiempo que duraron las dos guerras púnicas, fue mal tolerable la desventura, pues solamente con las guerras padecía el ejército de afuera, pero con las victorias se consolaba y en la ciudad no habla discordia alguna, como en otros tiempos; mas en la última guerra púnica, de un golpe fue asolada y totalmente destruida la émula y competidora del Imperio romano por el otro segundo Escipión, que por esto se llamó por sobrenombre el Africano; y desde este tiempo en adelante fue combatida la República romana con tantos infortunios que hace demostrarle que con la prosperidad y seguridad (de donde corrompiéndose en extremo las costumbres, nacieron acumuladamente aquellos males» hizo más estrago y daño Cartago con su rápida ruina que lo había hecho en tanto tiempo manteniéndose en pie contra su enemigo. En todo este tiempo, hasta Augusto César, quien parece no quitó del todo a los romanos, según la opinión de éstos, la libertad gloriosa, sino la perniciosa que totalmente estaba ya descaecida y muerta, y que, revocándolo todo y reduciéndolo al real albedrío, renovó en cierto modo la República arruinada ya y perdida casi con los males y achaques de la vejez; en todo este tiempo, pues, omito unas y otras derrotas de ejércitos nacidas de varias causas, y la paz numantina violada con tan horrible ignominia, porque volaron, en efecto, las aves de la jaula y dieron, como dicen, mal agüero al cónsul Mancino, como si por tantos años en que aquella pequeña ciudad, estando cercada, había afligido al ejército romano, empezando ya a poner terror a la misma República romana, los demás capitanes también hubieran ido contra ella con mal agüero. IR A CONTENIDO CAPITULO XXII. Del edicto del rey Mitrídates, en que mandó matar a todos los ciudadanos romanos que se hallasen en Asia Pero como dejo insinuado, omito estos sucesos, aunque no puedo pasar en silencio cómo Mitrídates, rey de Asía, mandó matar en un día todos los ciudadanos romanos, dondequiera que se hallasen en Asia, así los peregrinos y transeúntes como otra innumerable multitud de mercaderes y negociantes ocupados en sus tratos, y así se ejecutó. ¡Cuán lastimosa tragedia fue ver en un momento matar de repente e impíamente a todos éstos dondequiera que los hallaban, en el campo, en el camino, en las villas, en casa, en la calle, en la plaza, en el templo, en la cama, en la mesa! ¡Qué de gemidos habría de los que morían, qué de lágrimas de los que veían esta catástrofe, y acaso también de los mismos que los mataban! ¡Cuán; dura fuerza se hacía a los huéspedes, no sólo en haber de examinar con sus propios ojos, y en sus casas, aquellas desgraciadas muertes, sino también en haber de ejecutarlas por sí mismos, trocando repentinamente el semblante apacible y humano para ejecutar en tiempo de tranquila paz un crimen tan horrendo, matándose de un golpe, por decirlo así, lo mismo los matadores como los muertos, pues si el uno recibía la muerte en el cuerpo, el otro la recibía en el alma! ¿Acaso todos éstos no habían. apreciado asimismo los agüeros? ¿No tenían dioses domésticos y públicos a quienes pudieran consultar cuando partieron de sus tierras a aquella infeliz peregrinación? Y, si esto es cierto, no tienen los incrédulos en este punto de qué quejarse de nuestros tiempos, pues hace tiempo que los romanos no se ocupan de estas vanidades; mas si acaso los consultaron, digamos: ¿de qué les aprovecharon semejantes cosas, cuando por solas las leyes humanas, sin que nadie lo prohibiese, fueron licitas semejantes cosas? IR A CONTENIDO CAPITULO XXIII. De los males interiores que padeció la República romana con un prodigio que precedió, que fue rabiar todos los animales de que se sirve ordinariamente el hombre Pero empecemos ya a referir brevemente, como pudiéremos, aquellas calamidades que, cuanto más interiores, fueron tanto más funestas, las discordias civiles; o, por mejor decir, inciviles e inhumanas, no ya sediciones, sino guerras urbanas dentro de Roma, donde se derramó tanta sangre, donde los que favorecían las diversas parcialidades usaban de mayor rigor contra los otros, no ya con porfiadas demandas, contestaciones y destempladas voces, sino con las espadas y las armas; pues las guerras sociales, serviles y civiles, ¿cuánta sangre romana hicieron derramar, cuántas tierras talaron y asolaron en Italia? Y antes que se moviesen contra Roma los aliados del Lacio, todos los animales que están ordinariamente sujetos al servicio del hombre, como son perros, caballos, jumentos, bueyes y las demás bestias y ganados que están bajo su dominio, se embravecieron repentinamente, y, olvidados de su doméstica mansedumbre, se salieron de las casas y andaban sueltos, huyendo por varias partes, no sólo de los no conocidos, sino de sus propios dueños, con daño mortal o peligro del que se atrevía a acosarlos de cerca. Y si esto fue solamente un presagio que de suyo fue un mal tan enorme, ¿cuán grande fatalidad fue aquella que vaticinó? Si igual desgracia sucediera en nuestros tiempos, sin duda que sentiríamos a los incrédulos aún más rabiosos que los otros a sus animales. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIV. De la discordia civil causada por las sediciones de los gracos La causa que motivó las guerras civiles fueron las sediciones de los Gracos, nacidas de la promulgación de las leyes agrarias sobre el repartimiento de los campos, por las que se mandaba distribuir entre el pueblo las heredades que los nobles poseían con injusto título; pero el querer remediar una injusticia tan inveterada fue proyecto muy arriesgado, o, por mejor decir, como enseñó la experiencia, muy pernicioso. ¡Qué de muertes sucedieron cuando asesinaron al primer Graco, y cuántas hubo, pasado algún tiempo, cuando quitaron la vida al otro hermano! A los nobles y plebeyos los mataban los ministros de Justicia, no conforme a lo que dictaban las leyes y procediendo contra ellos jurídicamente, sino en movimientos sediciosos y pendencias, combatiéndose mutuamente con las armas. Después muerto el segundo Graco, el cónsul Lucio Opimio quien dentro de Roma movió contra él las armas y habiéndole vencido y muerto, hizo un considerable estrago en los ciudadanos, procediendo ya entonces por vía judicial persiguiendo a los demás conjurados, dicen que mató a tres mil hombres, de donde puede colegirse la infinidad de muertos que pudo haber en las frecuentes revoluciones y choques, cuando hubo tanta en los tribunales, después de examinadas escrupulosamente las causas. El homicida de Graco vendió al cónsul su cabeza por tanta cantidad de oro como pesaba; pues ésta había sido la recompensa ofrecida por Opimio, y en seguida quitaron la vida al consular Marco Fulvio, con sus hijos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXV. Del templo que edificaron por decreto del Senado a la Concordia en el lugar donde las sediciones y muertes tuvieron lugar Y mediante un elegante decreto del Senado, edificaron un templo a la Concordia en el mismo lugar donde se dio aquel funesto y sangriento tumulto, en el que murieron tantos ciudadanos de todas clases y condiciones, para que, como testigo ocular del merecido castigo de los Gracos, diese en los ojos de los que oraban y hacían sus arengas al pueblo y les escarmentase la memoria de tan lamentable catástrofe. Y esto, ¿qué otra cosa fue que hacer mofa de los dioses, erigiendo un templo a una diosa que si estuviera en la ciudad no se sepultara en sus ruinas ,con tantas disensiones, a no ser que, culpada la Concordia porque desamparó los corazones de los ciudadanos, mereciese que la encerrasen en aquel templo como en una cárcel? Y pregunto: si quisieron acomodarse a los acontecimientos que pasaron, ¿por qué no fabricaron más bien un templo a la Discordia? ¿Acaso traen alguna razón poderosa para que la Concordia sea diosa y la Discordia no lo sea; y según la distinción de Labeón, ésta sea buena y aquélla mala? Esto supuesto, no parece le movió otra razón para deliberar de este modo, sino el haber visto en Roma un templo dedicado, no sólo a la Fiebre, sino a la Salud; luego de la misma manera, no solamente debieron erigir templo a la Concordia, sino también a la Discordia. Así que en gran peligro quisieron vivir los romanos teniendo enojada a una diosa tan mala, sin acordarse de la destrucción de Troya, que tuvo su principio en haberla ofendido; porque ella fue la que, por no haber sido convidada entre los dioses, trazó la competencia de las tres diosas con la manzana de oro, de donde nació la lid y pendencia de éstas, la victoria de Venus, el robo de Elena y la destrucción de Troya; por lo cual, si acaso irritada porque no mereció tener en Roma templo alguno entre los dioses, turbada hasta entonces con tan grandes alborotos la ciudad, ¿cuánto más furiosamente se pudo enojar viendo en el lugar de aquella horrible matanza; esto es, en el lugar de sus hazañas, edificado un templo a su enemiga? Cuando nos reímos de estas vanidades se indignan y enojan estos doctos sabios, y con todo, ellos, que adoran a los dioses buenos y malos, no pueden soltar esta dificultad de la Concordia y Discordia, ya se olvidasen de estas diosas y antepusiesen a ellas las diosas Fiebre y Belona, a quienes construyeron templos en lo antiguo, ya también las adorasen a ellas; pues desamparándolos así, la Concordia, la feroz Discordia los condujo hasta meterlos en las guerras civiles. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVI. De las diversas suertes de guerras que se siguieron después que edificaron el templo de la Concordia Curioso baluarte contra las sediciones fue poner a los ojos de los que hablaban al pueblo el templo de la Concordia por testigo, memoria de la muerte y castigo de los Gracos La utilidad que de esto sacaron lo manifiesta el fatal suceso de las calamidades que se siguieron; pues desde entonces procuraron los que hablaban no separarse del ejemplo de los Gracos; antes salir con lo que ellos pretendieron, como fueron Lucio Saturnino, tribuno del pueblo y Gayo Servilio, pretor, y mucho después Marco Druso. De cuyas sediciones y alborotos resultaron primeramente infinitas muertes, encendiéndose después el fuego de las guerras sociales, con las cuales padeció mucho Italia, llegando a sufrir una infeliz desolación y destrucción. En seguida acaeció la guerra de los esclavos y las guerras civiles, en las cuales hubo reñidos encuentros y batallas, derramándose mucha sangre, de manera que casi todas las gentes de Italia, en que principalmente consistía la fuerza del Imperio romano, fueron domadas con una fiera barbarie; tuvo principio la guerra de los esclavos de un corto número; esto es, de menos que de setenta gladiadores; pero ¿a cuán crecido número, fuerte, feroz y bravo llegó? ¿Qué de generales romanos venció aquel limitado ejército? ¿Qué de provincias y ciudades destruyó? En fin, fueron tantas, que apenas lo pudieron declarar circunstanciadamente los que escribieron la historia. Y no sólo hubo esta guerra de los esclavos, sino que también antes de ella, gentes viles y de baja condición talaron la provincia de Macedonia, y después Sicilia y toda la costa del mar; y ¿quién podrá referir conforme a su grandeza cuán grandes y horrendos fueron al principio los latrocinios y cuán poderosa fue la guerra de los corsarios que vino después? IR A CONTENIDO CAPITULO XXVII. De las guerras civiles entre Mario y Sila Y cuando Mario, ensangrentado ya con la sangre de sus ciudadanos, habiendo muerto y degollado a infinitos del partido contrario, vencido, se fue huyendo de Roma, respirando apenas por un breve rato la ciudad -por usar las palabras de Tulio-, «venció de nuevo Cinna a Mario. Entonces, con la muerte de hombres tan esclarecidos, murió la refulgente antorcha, honor y gloría de esta ínclita ciudad. Vengó después Sila la crueldad de esta victoria, y no es menester referir con cuánta pérdida de ciudadanos y con cuánto daño de la República fue», porque de esta venganza, que fue más perniciosa que si los delitos que se castigaban quedaran sin castigo, dice también Lucano: «Fue peor el remedio que la enfermedad y profundizó demasiado la mano por donde cundía el mal.» Perecieron los culpados, más en un tiempo en que solamente quedaban los culpables; y en esta lastimosa situación se dio libertad a los odios, corrió presurosamente la ira y el rencor, sin miedo al freno de las leyes. En esta guerra de Mario y Sila, además de los que murieron fuera, en los combates, también dentro de Roma se llenaron de muertos las calles, plazas, teatros y templos, de modo que apenas se pudiera imaginar cuándo los vencedores hicieron mayor matanza, si cuando vencían, o después de haber vencido; pues en la victoria de Mario, cuando volvió del destierro, además de las muertes que se hicieron a cada paso por todas partes, la cabeza del cónsul Octavio se puso en la tribuna; degollaron en sus mismas casas a César y a Fimbria; hicieron pedazos a los Crasos, padre e hijo, al uno en presencia del otro; Bebio y Numitor perecieron arrastrados con unos garfios, derramando por el suelo sus entrañas. Catulo, tomando veneno, se libró de las manos de sus enemigos. Merula, que era sacerdote de Júpiter, abriéndose las venas, sacrificó su vida a Júpiter; y delante del mismo Mario daban luego la muerte a quienes al saludarle no alargaban la mano. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVIII. Cuál fue la victoria de Sila, que fue la que vengó la crueldad de Mario La victoria de Sila, que siguió luego (la que, en efecto, vengó la crueldad pasada a fuerza de mucha sangre de los ciudadanos, con cuyo derramamiento y a cuya costa se había conseguido terminada ya la guerra, permaneciendo todavía las enemistades), ejecutó aún más fieramente su rigor en la paz. Después de las primeras y recientes muertes que ejecutó Mario el mayor, habían ya hecho otras aún más horribles Mario el joven y Carbón, que eran del mismo partido de Mario, sobre quienes, viniendo enseguida Sila, desesperados, no sólo de la victoria, sino también de la misma vida, llenaron toda la ciudad de cadáveres, así con sus propias muertes como con las ajenas; porque, además del daño que por diversas partes hicieron, cercaron también el Senado, y de la misma curia, como de una cárcel, los iban sacando al matadero. El pontífice Mucio Escévola (cuya dignidad entre los romanos era la más sagrada, como el templo de Vesta, donde servía), se abrazó con la misma ara, y allí le degollaron; y aquel fuego, que con perpetuo cuidado y vigilancia de las vírgenes siempre ardía, casi pudo apagarse con la sangre del sumo sacerdote. Enseguida entró Sila victorioso en la ciudad, habiendo primeramente, en el camino, en un lugar público (encarnizándose no ya la guerra, sino la paz), degollado, no peleando, sino por expreso mandato, siete mil hombres que se le habían rendido desarmados del todo. Y como por toda la ciudad cualquiera partidario de Sila mataba al que quería, era imposible contar los muertos; hasta que advirtieron a Sila que era conveniente dejar a algunos con la vida, para que hubiese a quien pudiesen mandar los vencedores. Entonces, habiéndose ya aplacado la desenfrenada licencia de matar que por todas partes se observaba incesantemente, se propuso con grandes parabienes y aplauso una tabla que contenía dos mil personas que se habían de matar y proscribir del estado noble, contándose así de los caballeros como de los senadores un número sumamente crecido; pero daba consuelo solamente el ver que tenía fin, y no por ver morir a tantos era tanta la aflicción como era la alegría de ver a los demás libres del temor. Sin embargo, de la misma seguridad de los demás (aunque cruel e inhumana) hubo motivos suficientes para compadecer y llorar los exquisitos géneros de muertes que padecieron algunos de los que fueron condenados a muerte; porque hubo hombre a quien, sin instrumento alguno, le hicieron pedazos entre las manos, despedazando los verdugos a un hombre vivo con más fiereza que acostumbran las mismas fieras despedazar un cuerpo muerto. A otro, habiéndole sacado los ojos y cortándole parte por parte sus miembros, le hicieron vivir penando entre horribles tormentos, o, por mejor decir, le hicieron morir muchas veces. Vendiéronse en almoneda, como si fueran granjas, algunas nobles ciudades, y entre ellas una, como si mandaran matar a un particular delincuente, decretaron toda ella pasada a cuchillo. Todo esto se hizo en paz, después de concluida guerra, no por abreviar en conseguir la victoria, sino por no despreciar la ya alcanzada. Compitió la paz sobre cuál era más cruel con la guerra, y venció; porque la guerra mató a los armados, y la paz, a los desnudos. La guerra se fundaba en que el herido, si podía, hiriese; mas la paz estribaba no en que el que escapase viviese, sino que muriese sin hacer resistencia. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIX. Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles ¿Qué furor de gentes extrañas, qué crueldad de bárbaros se puede comparar a esta victoria de ciudadanos conseguida contra sus mismos ciudadanos? ¿Qué espectáculo vio Roma más funesto, más horrible y feroz? ¿Fue, por ventura, más inhumana la entrada que en tiempos antiguos hicieron los galos, y poco hace los godos, que la fiereza que usaron Mario y Sila y otros insignes varones de su partido, que eran como lumbreras de esta ciudad, con sus propios miembros? Es verdad que los galos pasaron a cuchillo a los senadores y a todos cuantos pudieron hallar en la ciudad, a excepción de los que habitaban en la roca del Capitolio, los cuales se defendieron por todos los medios. Con todo, a los que se habían guarecido en aquel lugar les vendieron a lo menos las vidas a trueque de oro, las cuales, aunque no pudieron quitárselas con las armas, sin embargo pudieron consumírselas con el cerco. Y por lo que se refiere a los godos, fueron tantos los senadores a quienes perdonaron la vida, que causa admiración que se la quitasen a algunos; pero, al contrario, Sila, viviendo todavía Mario, entró victorioso en el mismo Capitolio (el cual estuvo seguro del furor de los galos), para ponerse a decretar allí las muertes de sus compatriotas; y habiendo huido Mario, escapando para volver más fiero y más cruel, éste, en el Capitolio, por consultas y decreto del Senado, privó a infinitos de la vida y de la hacienda; y los del partido de Mario, estando ausente Sila, ¿qué cosa hubo de las que se tienen por sagradas a quien ellos perdonasen, cuando ni perdonaron a Mucio, que era su ciudadano, senador y pontífice, teniendo asida con infelices brazos la misma ara, adonde estaba -como dicen- el hado y la fortuna de los romanos? Y aquella última tabla o lista de Sila, dejando aparte otras innumerables muertes, ‘no degolló ella sola más senadores que los que fueron maltratados por los godos? IR A CONTENIDO CAPITULO XXX. De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo ¿Con qué ánimo, pues, con qué valor, desvergüenza, ignorancia o, mejor decir, locura, no se atreven a imputar aquellos desastres a sus dioses, y estos los atribuyen a nuestro Señor Jesucristo? Las crueles guerras civiles; más funestas aún, por confesión de sus propios autores, que todas las demás guerras tenidas con sus enemigos (pues con ellas se tuvo a aquella República no tanto por perseguida, sino por totalmente destruida), nacieron mucho antes de la venida de Jesucristo, y por una serie de malvadas causas, después de la guerra de Mario y Sila, llegaron las de Sertorio y Catilina, uno de los cuales había sido proscrito y vendido por Sila, y el otro se había criado con él; en seguida vino la guerra entre Lépido y Catulo, y de estos uno quería abrogar lo que había hecho Sila, y el otro lo quería sostener; siguióse la de Pompeyo y César, de los cuales, Pompeyo había sido del partido de Sila, a cuyo poder y dignidad había ya llegado, y aun pasado, lo cual no podía tolerar César, por no ser tanto como él; pero al fin logró conseguirla y aún mayor, habiendo vencido y muerto a Pompeyo.Finalmente, continuaron las guerras hasta el otro César, que después se llamó Augusto -en cuyo tiempo nació Jesucristo- y porque también este Augusto sostuvo muchas guerras civiles, y en ellas murieron innumerables hombres ilustres, entre los cuales uno fue Cicerón, aquel elocuente maestro en el arte de gobernar la República. Asimismo Cayo César (el que venció a Pompeyo y usó con tanta clemencia la victoria), haciendo merced a sus enemigos de las vidas y dignidades, como si fuera tirano y se conjugaron contra él algunos nobles senadores, bajo pretexto de la libertad republicana, y le dieron de puñaladas en el mismo Senado, a cuyo poder absoluto y gobierno déspota parece aspiraba después Antonio, bien diferente de él en su condición, contaminado y corrompido con todos los vicios, a quien se opuso animosamente Cicerón, bajo el pretexto de la misma libertad patria. Entonces comenzó a descubrirse el otro César, joven de esperanzas y bella índole, hijo adoptivo de Cayo julio César, quien como llevo dicho, se llamó después Augusto. A este mancebo ilustre, para que su poder creciese contra el de Antonio, favorecía Cicerón, prometiéndose que Octavio, aniquilado y oprimido el orgullo de Antonio, restituiría a la República su primitiva libertad; pero estaba tan obcecado y era poco previsor de las consecuencias futuras, que el mismo Octavio, cuya dignidad y poder fomentaba, permitió después, y concedió, como por una capitulación de concordia, a Antonio, que pudiese matar a Cicerón, y aquella misma libertad republicana, en cuyo favor había perorado tantas veces Cicerón, la puso bajo su dominio. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXI. Con qué poco pudor imputan a Cristo los presentes desastres aquellos a quienes no se les permite que adores a sus dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los adoraban Acusen a sus dioses por tan reiteradas desgracias los que se muestran desagradecidos a nuestro Salvador por tantos beneficios. Por lo menos cuando sucedían aquellos males hervían de gente las aras de los dioses y exhalaban de sí el olor del incienso Sabeo y de las frescas y olorosas guirnaldas. Los sacerdocios eran ilustres, los lugares sagrados, lugar de placer; se frecuentaban los sacrificios, los juegos y diversiones en los templos, al mismo tiempo que por todas partes se derramaba tanta sangre de los ciudadanos por los mismos ciudadanos, no solo en cualquiera lugar, sino entre los mismos altares de los dioses. No escogió Cicerón templo donde acogerse, porque consideró que en vano le había escogido Mucio; pero estos ingratos que con menos motivo se quejan de los tiempos cristianos, o se acogieron de los lugares dedicados a Cristo, o los mismos bárbaros los condujeron a ellos para que librasen sus vidas. Esto tengo por cierto, y cualquiera que lo mirase sin pasión, fácilmente advertirá (por omitir muchas particularidades que ya he referido y otras que me pareció largo contarlas) que si los hombres recibieran la fe cristiana antes de las guerras púnicas y sucedieran tantas desgracias y estragos como en aquellas guerras padeció África y Europa, ninguno de éstos que ahora nos persiguen lo atribuyera sino a la religión cristiana; y mucho más insufribles fueran sus voces y lamentos por lo que se refiere a los romanos, si después de haber recibido y promulgado la religión cristiana, hubiera sucedido la entrada de los galos o la ruina y destrucción que causó la impetuosa avenida del río Tiber y el fuego, o lo que sobrepuja a todas las calamidades, aquellas guerras civiles y demás infortunios que sucedieron, tan contrarios al humano crédito, que se tuvieron por prodigios, los que sucedieran en los tiempos cristianos, ¿a quiénes se lo habían de atribuir como culpas sino a los cristianos? Paso en silencio, pues, los sucesos que fueron más admirables que perjudiciales, de cómo hablaron los bueyes: cómo las criaturas que aún no habían nacido pronunciaron algunas palabras dentro del vientre de sus madres; cómo volaron las serpientes; cómo las gallinas se convirtieron en gallos y las mujeres en hombres, y otros portentos de esta jaez, que se hallaban estampados en sus libros, no en los fabulosos, sino en los históricos, ya sean verdaderos, ya sean falsos, que causan a los hombres no daño, sino espanto y admiración; asimismo aquel raro suceso de cuando llovió tierra, greda y piedras, en cuya expresión no se entiende que apedreó, como cuando se entiende el granizo por este nombre, sino que realmente cayeron piedras, cantos y guijarros; esto, sin duda, que pudo hacer también mucho daño. Leemos en sus autores que, derramándose y bajando llamas de fuego desde la cumbre del monte Etna a la costa vecina, hirvió tanto el mar, que se abrasaron los peñascos y se derritió la pez y resina de las naves; este suceso causó terribles daños. Aunque fue una maravilla increíble. En otra ocasión, con el mismo fuego, escriben que se cubrió Sicilia de tanta cantidad de ceniza, que las casas de la ciudad de Catania, oprimidas por el peso, dieron en tierra; y, compadecidos de esta calamidad, los romanos les perdonaron benignamente el tributo de aquel año; también refieren en sus historias que en África, siendo ya provincia sujeta a la República romana, hubo tanta multitud de langosta que anublaban el sol, las cuales, después de consumir los frutos de la tierra, hasta las hojas de los árboles, dicen que formaron una inmensa e impenetrable nube y dio consigo en el mar, y que muriendo allí, y volviendo el agua a arrojarlas a la costa, inficionándose con ellas la atmósfera, aseguran que causó tan terrible peste, que, según su testimonio, solo en el reino de Masinisa perecieron 80,000 personas, y muchas más en las tierras próximas a la costa. Entonces afirman que en Utica, de 30,000 soldados que había de guarnición quedaron vivos sólo diez. No puede darse semejante fanatismo como el que nos persigue y obliga a que respondamos que el suceso más mínimo de éstos que hubiese acontecido en la actual época le atribuirían el influjo y profesión de la religión cristiana, si le vieran en los tiempos cristianos. Y, con todo, no imputan estas desgracias a sus dioses, cuya religión procuran establecer por no padecer iguales calamidades o menores habiéndolas padecido mayores los que antes los adoraban.


 
Título: La Ciudad de Dios ‘Libro Cuarto: La grandeza de Roma es don de Dios‘ Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD) Contenido: CAPITULO PRIMERO. De lo que se ha dicho en el libro primero CAPITULO II. De lo que se contiene en el libro segundo y tercero CAPITULO III. Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los bienes que llaman, así de los felices como de los sabios CAPITULO IV. Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia CAPITULO V. De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la dignidad real CAPITULO VI. De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que movió guerra a sus vecinos CAPITULO VII. Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra para su esplendor y decadencia CAPITULO VIII. Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa CAPITULO IX. Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe atribuir a Júpiter, a quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses CAPITULO X. Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en diversas partes del mundo CAPITULO XI. De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos defienden que son un mismo Júpiter CAPITULO XII. De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que el mundo era el cuerpo de Dios CAPITULO XIII. De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un solo Dios CAPITULO XIV. Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio CAPITULO XV. Si conviene a los buenos querer extender su reino CAPITULO XVI. Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas de Roma CAPITULO XVII. Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener por diosa a la Victoria CAPITULO XVIII. Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la Fortuna CAPITULO XIX. De la Fortuna femenil CAPITULO XX. De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y sacrificios, dejándose otras cosas buenas que asimismo debían adorar, si se concedía rectamente a las otras la divinidad CAPITULO XXI. Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran contentar con la virtud y con la felicidad CAPITULO XXII. De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón haberla el enseñado a los romanos CAPITULO XXIII. De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses, en mucho tiempo no adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar de todos CAPITULO XXIV. Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de Dios CAPITULO XXV. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad CAPITULO XXVI. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad CAPITULO XXVII. De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola CAPITULO XXVIII. Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los romanos el culto de sus dioses CAPITULO XXIX. De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la fortaleza y estabilidad del imperio romano CAPITULO XXX. Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran CAPITULO XXXI. De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión que tenía el pueblo, y no llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con todo, es de parecer que se debía adorar un solo Dios CAPITULO XXXII. Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre sus vasallos las falsas religiones CAPITULO XXXIII. Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del verdadero Dios CAPITULO XXXIV. Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es sólo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión CAPITULO PRIMERO. De lo que se ha dicho en el libro primero Debiendo empezar ya a tratar de la Ciudad de Dios, fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los enemigos , quienes, como viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciéndo con ansia los bienes caducos y perecederos, cualquiera adversidad que padecen, cuando Dios, usando de su misericordia, les avisa, suspendiendo el castigarlos con todo rigor y justicia, lo atribuyen criminalmente a la religión cristiana, la cual es solamente la verdadera y saludable religión, y porque entre ellos hay también vulgo estúpido e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra nosotros, como excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos; persuadiéndose los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen la vicisitud de los tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas. Confirman su falsa opinión con disimular que lo que ignoran, no obstante que saben que es falso, para que de este modo se pueden persuadir los entendimientos humanos ser justa la queja que manifiestan tener contra nosotros, porque lo que fue necesario demostrar por los mismos libros que escribieron sus historiadores dándonos una noticia extensa y circunstanciada de la historia y sucesos ocurridos en los tiempos pasados, que es muy al contrario de lo que opinan; y asimismo enseñar que los dioses falsos que entonces adoraban públicamente y ahora todavía adoran en secreto, son unos espíritus inmundos, perversos y engañosos demonios, tan procaces, que tienen su mayor deleite y complacencia en oír y examinar las culpas y maldades más execrables, sean ciertas o fingidas, aunque seguramente suyas, las cuales quisieron se celebrasen y anunciasen solemnemente en sus fiestas, a fin de que la humana imbecilidad no se ruborizase en perpetrar acciones feas y reprensibles, teniendo por imitadores de las más impías a las mismas deidades, lo cual no he probado yo precisamente por meras conjeturas falibles, sino ya por lo sucedido en nuestros tiempos, en los que yo mismo vi hacer y celebrar semejantes torpezas en honor de los dioses, ya por lo que está escrito en autores que dejaron a la posteridad, el recuerdo de estas torpezas, considerándolas no como infames, sino como honoríficas y apreciables a sus dioses. De modo que el docto Varrón, de grande autoridad entre los gentiles, escribiendo unos libros que trataban de las cosas divinas y humanas, y distribuyendo, conforme a la calidad de cada uno, en unos las materias divinas y en otros las humanas, a lo menos no colocó los juegos escénicos entre las cosas humanas, sino entre las divinas, siendo seguramente cierto que si en Roma hubiera solamente personas honestas y virtuosas, ni aun en las cosas humanas fuera justo que hubiera juegos escénicos; lo cual, ciertamente, no estableció Varrón por su, propia autoridad, sino como nacido y criado en Roma, los halló considerados entre las cosas divinas. Y porque al fin del libro primero expusimos en compendio lo que en adelante habíamos de referir, y parte de ello dijimos en los dos libros siguientes, reconozco la obligación en que estoy empeñado de cumplir en lo restante con la esperanza de los lectores. IR A CONTENIDO CAPITULO II. De lo que se contiene en el libro segundo y tercero Prometimos, pues, hablar contra los que atribuyeron las calamidades padecidas en la República romana a nuestra religión, y referir extensamente todos los males y penalidades grandes y pequeños que nos ocurriesen, o los suficientes para demostrar claramente los que padeció Roma y las provincias que estaban bajo su Imperio antes de que se prohibieran absolutamente los sacrificios. Todos los cuales infortunios, sin duda, nos los atribuyeran si entonces tuvieran ellos noticia de nuestra religión, o les vedase sus sacrílegas oblaciones: este punto, a lo que creo, le hemos explicado bastantemente en el libro segundo y tercero. En el segundo, cuando tratamos de los males de las costumbres, que se deben estimar por los únicos y por los más grandes, y en el tercero, cuando tratamos de las calamidades que temen los necios y huyen de padecer; es, a saber: de los males corporales y de las cosas exteriores, las cuales por mayor parte sufren también los buenos; pero, al contrario, las desgracias con que empeoran sus costumbres las toleran, no digo con paciencia, sino con mucho gusto. Ha sido sumamente limitada la relación que he dado de las desgracias de Roma y de su Imperio, y de éstas no he referido todas las ocurridas hasta Augusto César; pues si me hubiera propuesto contar y exagerarlas todas, no las que se causan los hombres mutuamente unos a otros, como son los estragos y ruinas que motivan las guerras, sino las que atraen a la tierra los elementos celestes, las que resumió Apuleyo. en el libro que escribió del mundo, diciendo que todas las cosas de la tierra sufren cambios y destrucciones, porque asegura, para decirlo con. sus palabras, que se abrió la tierra con terribles temblores, se tragó ciudades enteras y mucha gente; que rompiéndose las cataratas del cielo se anegaron provincias enteras; que las que anteriormente había sido continente y tierra firme quedaron aisladas por el mar; que otras, por el descenso del mar, se hicieron accesibles a pie enjuto; que fueron asoladas y destruidas hermosas ciudades con furiosos vientos y tempestades; que de las nubes descendió fuego, con que perecieron y fueron abrasadas algunas regiones en el Oriente; que en el Occidente, las frecuentes avenidas de los ríos causaron igual estrago, y que en tiempos antiguos, abriéndose y despeñándose de las cumbres, del monte Etna hacia abajo aquellas encendidas bocas con divino incendio, corrieron ríos de llamas y fuego, como si fuesen una impetuosa avenida de agua. Si estas particularidades y otras semejantes intentara yo recopilar (las que se hallan en varias historias de donde podría trasladarlas), ¿cuándo acabaría de referir las que acontecieron en aquellos lastimosos tiempos, antes que el nombre de Cristo reprimiese a los incrédulos sus vanidades y contradicciones a la verdadera fe? Prometí asimismo patentizar cuáles fueron las costumbres que quiso favorecer para acrecentar con ellas el imperio el verdadero Dios, en cuya potestad están todos los reinos, y por qué causa y cuán poco les auxiliaron estos que tienen por dioses, o, por mejor decir, cuántos daños les causaron con sus seducciones y falacias; sobre lo cual advierto ahora que me conviene hablar, y aún más del acrecentamiento del Imperio romano, porque del pernicioso engaño de los demonios, a quienes adoraban como a dioses, y de los grandes daños que ha causado en sus costumbres su culto, queda ya dicho lo suficiente, especialmente en el libro segundo. En el discurso de los tres libros, donde lo juzgué a propósito, referí igualmente los imponderables consuelos que en medio de los trabajos de la guerra envía Dios a los buenos y a los malos por amor a su santo nombre, a quien, al contrario de lo que se acostumbra en campaña, tuvieron los bárbaros tanto respeto, tributando obediencia y reconocimiento al augusto nombre de Aquel que hace salga el sol sobre los buenos y los malos, y que llueva sobre los justos y los injustos. IR A CONTENIDO CAPITULO III. Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los bienes que llaman, así de los felices como de los sabios Veamos ya y examinemos las causas que puedan alegar para demostrar la grandeza y duración tan dilatada del Imperio romano, no sea que se atrevan a atribuirla a estos dioses, a quienes pretenden haber reverenciado y servido honestamente con juegos torpes y por ministerio de hombres impúdicos; aunque primero quisiera indagar en qué razón o prudencia humana se funda, que no pudiendo probar sean felices los hombres que andan siempre poseídos de un tenebroso temor y una sangrienta codicia en los estragos de la guerra y en derramar la sangre de sus ciudadanos o de otros enemigos, aunque siempre humana (tanto que solemos comparar al vidrio el contento y alegría de estos tales que frágilmente resplandece, de quien con más horror tememos no se nos quiebre de improviso), con todo, quieran gloriarse de la opulencia y extensión de su Imperio. Y para que esto se entienda más fácilmente y no nos desvanezcamos llevados del viento de la vanidad, y no escandalicemos la vista de nuestro entendimiento con voces de grande bulto, oyendo pueblos, reinos, provincias, pongamos dos hombres, porque así como las letras en un escrito, cada hombre se considera como principio y elemento de una ciudad y de un reino, por más grande y extenso que sea. Supongamos que el uno de éstos es pobre y el otro muy rico; pero este contristado con temores, consumido de melancolía, abrazado de codicia, nunca seguro, siempre inquieto, batallando con perpetuas contiendas y enemistades, que con estas miserias va acrecentando sobremanera su patrimonio, y con tales incrementos va acumulando también grandísimos cuidados; y el de mediana hacienda, contento con su corto caudal, acomodado a sus facultades, muy querido de sus deudos, vecinos confidentes y amigos, gozando de una paz dulce, piadoso en la religión, de corazón benigno, de cuerpo sano, ordenado en la vida, honesto en las costumbres y seguro en conciencia, No sé si pueda haber alguno tan necio que se atreva a poner en duda sobre a cuál de éstos, haya de preferir. Así, pues, como en estos dos hombres, así en dos familias, así en dos pueblos, así en dos reinos se sigue la misma razón de semejanza e igualdad, la cual, aplicada con acuerdo, si corrigiésemos los ojos de nuestro entendimiento, fácilmente advertiríamos dónde se halla la vanidad y dónde la felicidad; por lo cual, si se adora al verdadero Dios y le sirven con verdaderos sacrificios con buena vida y costumbres, es útil e importante que los buenos reinen mucho tiempo con crecidos honores; cuya felicidad no es precisamente útil a ellos solos, sino a aquellos sobre quienes reinan; pues por lo que se refiere a éstos, su religión y santidad (que son grandes dones de Dios) les basta para conseguir la verdadera felicidad, con la que pueden pasar dichosamente esta vida y después alcanzar la eterna. En la tierra se concede el reino a los buenos, no tanto por utilidad suya como de las cosas humanas; pero el reino que se da a los malos, antes es en daño de los que reinan, pues estragan y destruyen sus almas con la mayor libertad de pecar, aunque a los súbditos y a los que los sirven no les puede perjudicar sino su propio pecado; pues todos cuantos perjuicios causan los malos señores a los justos no es pena del pecado, sino prueba de la virtud, por tanto, el bueno, aunque sirva, es libre, y el malo, aunque reine, es esclavo, y no de sólo un hombre, sino, lo que es más pesado, de tantos señores como vicios le dominan, de los cuales, tratando la Escritura, dice: «que por el mismo hecho de dejarse uno vencer o rendir a otro, viene a ser su esclavo». IR A CONTENIDO CAPITULO IV. Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, ¿qué son sino unos reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su príncipe la que está unida entre si con pacto de sociedad, distribuyendo el botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a crecer con el concurso de gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde poblaciones fuertes, y magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre más ilustre llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que ha dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han añadido; y por eso con mucha gracia y verdad respondió un corsario, siendo preso, a Alejandro Magno, preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía inquieto y turbado el mar, con arrogante libertad le dijo: y ¿qué te parece a ti cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas porque yo ejecuto mis piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las haces con formidables ejércitos, te llaman rey. IR A CONTENIDO CAPITULO V. De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la dignidad real Por lo cual dejo de examinar qué clase de hombres fueron los que juntó Rómulo para la fundación de su nuevo Estado, resultando en beneficio suyo la nueva creación del Imperio; pues que se valió de este medio para que con aquella nueva forma de vida, en la que tomaban parte y participaban de los intereses comunes de la nueva ciudad, dejasen el temor de las personas que merecían por sus demasías, y este temor los impelía a cometer crímenes más detestables, y desde entonces viviesen con más sosiego entre los hombres. Digo que el Imperio romano, siendo ya grande y poderoso con las muchas naciones que había sujetado, terrible su nombre a las demás, experimentó terribles vaivenes de la fortuna, y temió con justa razón, viéndose con gran dificultad para poder escapar de una terrible calamidad, cuando ciertos gladiadores, bien pocos en número, huyéndose a Campania de la escuela donde se ejercitaban, juntaron un formidable ejército que, acaudillado por tres famosos jefes, destruyeron cruelmente gran parte de Italia Dígannos: ¿qué dios ayudó a los rebeldes para que, de un pequeño latrocinio, llegasen a poseer un reino, que puso terror a tantas y tan exorbitantes fuerzas de los romanos? ¿Acaso porque duraron poco tiempo se ha de negar que no les ayudó Dios, como si la vida de cualquier hombre fuese muy prolongada? Luego, bajo este supuesto, a nadie favorecen los dioses para que reine, pues todos se mueren presto, ni se debe tener por beneficio lo que dura poco tiempo en cada hombre, y lo que en todos se desvanece como humo. ¿Qué les importa a los que en tiempo de Rómulo adoraron los dioses, y hace, tantos años que murieron, que después de su fallecimiento haya crecido tanto el Imperio romano, mientras ellos están en los infiernos? Si buenas o malas, sus causas no interesan al asunto que tratamos, y esto se debe entender de todos los que por el mismo Imperio (aunque muriendo unos, y sucediendo en su lugar otros, se extienda y dilate por largos años), en pocos días y con otra vida lo pasaron presurosa y arrebatadamente, cargados y oprimidos con el insoportable peso de sus acciones criminales. Y si, con todo, los beneficios de un breve tiempo se deben atribuir al favor y ayuda de los dioses, no poco ayudaron a los gladiadores, que rompieron las cadenas de su servidumbre y cautiverio, huyeron y se pusieron en salvo, juntaron un ejército numeroso y poderoso, y obedeciendo a los consejos y preceptos de sus caudillos y reyes, causando terror a la formidable Roma, resistiendo con valor y denuedo a algunos generales romanos, tomaron y saquearon muchas poblaciones, gozaron de muchas victorias y de los deleites que quisieron, hicieron todo cuanto les proponía su apetito, eso mismo hicieron, hasta que finalmente fueron vencidos (cuya gloria costó bastante sangre a los romanos), y vivieron reinando con poder y majestad. Pero descendamos a asuntos de mayor momento. IR A CONTENIDO CAPITULO VI. De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que movió guerra a sus vecinos Justino, que, siguiendo a Trogo Pompeyo, escribió un compendio, de la Historia griega, o, por mejor decir, universal, comienza su obra de esta manera: «Al principio del mundo el imperio de las naciones le tuvieron los reyes, quienes eran elevados al alto grado de la majestad, no por ambición popular, sino por la buena opinión que los hombres tenían de su conducta. Los pueblos se gobernaban sin leyes, sirviendo de tales los arbitrios y dictámenes de los reyes, los cuales estaban acostumbrados más a defender que a dilatar ambiciosamente los términos de su imperio. El reino que cada uno poseía se incluía dentro de los límites de su patria. Nino, rey de los asirios, fue el primero que con nueva codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua costumbre conservada de unos a otros desde sus antepasados. Este monarca fue el primero que movió guerra a sus vecinos, y sujetó, como no sabían aún hacer resistencia, todas las naciones situadas hasta los confines de Libra»; y más adelante añade: «Nino robusteció el poder de su codiciado dominio con un largo reinado. Habiendo, pues, sujetado a sus comarcanos, como con el acrecentamiento de las fuerzas militares pasase con más pujanza contra otras naciones, y siendo la victoria que acababa de conseguir instrumento para la siguiente, sojuzgó las provincias y naciones de todo el Oriente.» Sea lo que fuere el crédito que se debe dar a Justino o a Trogo (porque otras historias más verdaderas manifiestan que mintieron en algunos particulares); con todo, consta también entre los otros escritores que el rey Nino fue el que extendió fuera de los límites regulares el reino de los asirios, durando por tan largos años, que el Imperio romano no ha podido igualársele en el tiempo; pues según escriben los cronologistas, el reino de los asirios, contando desde el primer año en que Nino empezó a reinar hasta que pasó a los medos, duró mil doscientos cuarenta años El mover guerra a sus vecinos, pasar después a invadir a otros, afligir y sujetar los pueblos sin tener para ello causa justa, sólo por ambición de dominar, ¿cómo debe llamarse sino un grande latrocinio? IR A CONTENIDO CAPITULO VII. Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra para su esplendor y decadencia Si el reino de los asirios fue tan opulento y permaneció por tantos siglos sin el favor de los dioses, ¿por qué el de los romanos, que se ha extendido por tan dilatadas regiones y ha durado tantos años, se ha de atribuir su permanencia a la protección de los dioses de los romanos, cuando lo mismo pasa en el uno y en el otro? Y si dijesen que la conservación de aquél debe atribuirse también al auxilio y favor de los dioses, pregunto: De qué dioses? Si las otras naciones que domó y sujetó Nino no adoraban entonces otros dioses, o si tenían los asirios dioses propios que fuesen como artífices más diestros para fundar y conservar Imperios, pregunto: ¿Se murieron, acaso, cuando ellos perdieron igualmente el Imperio? ¿O por qué no les recompensaron sus penosos cuidados, o por qué ofreciéndoles mayor recompensa, quisieron más pasarse a los medos, y de aquí otra vez, convidándolos Ciro y proponiéndolos tal vez partidos más ventajosos, a los persas? Los cuales, en muchas y dilatadas tierras de Oriente, después del reino de Alejandro de Macedonia, que fue grande en las posesiones y brevísimo en su duración, todavía perseveran hasta ahora en su reino. Y si esto es cierto, o son infieles los dioses que, desamparando a los suyos, se pasan a los enemigos (cuya traición no ejecutó Camilo, siendo hombre, cuando habiendo vencido y conquistado para Roma una ciudad, su mayor émula y enemiga, ella le correspondió ingrata, a la cual, a pesar de este desagradecimiento, olvidado después de sus agravios y acordándose del amor de su patria, la volvió a librar segunda vez de la invasión de los galos) o no son tan fuertes y valerosos cómo es natural sean los dioses, pues pueden ser vencidos por industria o por humanas fuerzas; o cuando traen en sí guerra no son los hombres quienes vencen a los dioses, sino que acaso los dioses propios de una ciudad vencen a los otros. Luego también estos falsos númenes se enemistan mutuamente, defendiendo cada uno a los de su partido. Luego no debió Roma adorar más a sus dioses que a los extraños, por quienes eran favorecidos sus adoradores. Finalmente, como quiera que sea este paso, huida o abandono de los dioses en las batallas, con todo, aún no se había predicado en aquellos tiempos y en aquellas tierras el nombre de Jesucristo cuando se perdieron tan poderosos reinos o pasaron a otras manos su poder y majestad con crueles estragos y guerras; porque si al cabo de mil doscientos años y los que van hasta que se arruinó el Imperio de los asirios, predicara ya allí la religión cristiana otro reino eterno, y prohibiera la sacrílega adoración, de los falsos dioses, ¿qué otra cosa dijeran los hombres ilusos de aquella nación, sino que el reino que había existido por tantos años no se pudo perder por otra causa sino por haber desamparado su religión y abrazado la cristiana? En esta alucinación, que pudo suceder, mírense éstos como en un espejo y tengan pudor, si acaso conservan alguno, de quejarse de semejante acaecimientos; aunque la ruina del Imperio romano más ha sido aflicción que mudanza, la que le acaeció igualmente en otros tiempos muy anteriores a la promulgación del nombre de Jesucristo y de su ley evangélica, reponiéndose al fin de aquella aflicción; y por eso no debemos desconfiar en esta época, porque en esto, ¿quién sabe la voluntad de Dios? IR A CONTENIDO CAPITULO VIII. Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que adoraban los romanos cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron aquel Imperio. ¿Por qué en empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a la diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o la Libentina, denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al Vaticano, que preside a los llantos de las criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo lugar de este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en abultados volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para cada ministerio? No se contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a un dios particular, sino que encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a la diosa Colatina, los valles a Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una vez se encargase y cuidase de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban debajo de la tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las trojes para que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la Segecia, mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y, con todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos y envoltorios de las espigas, y a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga la espiga; a la diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia, cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los arrancan de la tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se avergüenzan. Esto he dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se atreverán a decir que, estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano; pues en tal conformidad daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en general. ¿Cuándo Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo tiempo de las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto les había de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de la espiga, sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es hombre, es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea, para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo pudiese cuidar juntamente de las puertas, quicios y umbrales? IR A CONTENIDO CAPITULO IX. Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe atribuir a Júpiter, a quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses Dejada, pues, a un lado por tiempo breve la turba de estos dioses particulares, es necesario pasemos a indagar el oficio y cargo de los dioses mayores, con que Roma ha llegado a creer en tanto grado que ha tenido el dominio sobre tantas naciones crecido número de siglos. Luego, en efecto, esta gloria se debe a Júpiter Optimo Máximo, ya que quieren que éste sea el rey de todos los dioses y diosas; lo cual manifiesta su cetro y la elevada roca Tarpeya en el Capitolio. De este dios refieren, aunque por un poeta, que se dijo muy bien Jovis omnia plena, que todo estaba lleno de Júpiter. Este -cree Varrón- es el que adoraban también los que veneran a un solo dios sin necesidad de imágenes, aunque le llaman con otro nombre; y si esto es así ¿por qué le trataron tan mal en Roma, así como algunos, igualmente, entre las de-más naciones, erigiéndole estatuas, lo cual al mismo Varrón le desconcertó tanto, que con ser contra el uso y depravada costumbre de una ciudad tan populosa, no dudó en escribir que los que en los pueblos instituyeron estatuas les quitaron el temor y les añadieron error? IR A CONTENIDO CAPITULO X. Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en diversas partes del mundo Y ¿por qué ponen a su lado también a su esposa, Juno, y permiten que ésta se llame hermana y esposa? Por qué motivo por Júpiter entendemos el cielo, y por Juno el aire, siendo así que estos dos elementos están juntos, el uno más alto y el otro más bajo? Luego no es aquel dé quien se dijo que todo estaba lleno de Júpiter, si alguna parte la llena también Juno. ¿Por ventura cada uno de ellos hinche el cielo y el aire, y ambos están juntamente en estos dos elementos y en cada uno de ellos? ¿Por qué causa atribuyen el cielo a Júpiter y el aire a Juno? Finalmente, si estos dos solos fuesen bastantes, ¿para qué el mar le atribuyen a Neptuno, y la tierra a Plutón? Y porque éstos no estuvieran tampoco sin sus mujeres, les añadieron, a Neptuno, Salacia, y a Plutón, Proserpina; pues así como Juno, dicen, ocupa la parte inferior del cielo, esto es, el aire, así Salacia ocupa la parte inferior del mar, y Proserpina la de la tierra. Buscan solícitos estratagemas para sostener sus fábulas, y no las hallan; pues si esto fuese así, sus mayores mejor dijeran que los elementos del mundo eran tres, que no cuatro, para que a cada elemento le cupiera su casamiento con los dioses; no obstante, es cierto que afirman ser una cosa el cielo y otra el aire; y el agua, ya sea la de arriba o la de abajo, seguramente sea agua. Pero supongo que sea diferente; ¿acaso es tanta la diferencia que la inferior no sea agua? Y la tierra, ¿qué puede ser otra cosa que tierra, por más diferente que sea, y más cuando con estos tres o cuatro elementos estará ya perfeccionado todo el mundo corpóreo? Minerva, ¿dónde estará? ¿Qué lugar ocupará? ¿Cuál llenará? Ya, juntamente con los otros, la tienen puesta en el Capitolio, aunque no es hija de ambos; y si dicen que Minerva ocupa la parte superior del cielo, y por esta causa fingen los Poetas que nació de la cabeza de Júpiter, ¿por qué motivo no tienen a ésta por reina de los dioses, que es superior a Júpiter? ¿Es por ventura porque es impropio preferir una hija a su padre’? Y si ésta es la causa, ¿por qué no se hizo esta justicia a Saturno con el mismo Júpiter? ¿Es por ventura porque fue vencido? ¿Luego pelearon? De ninguna manera, dicen, sino que esto es cosa de fábulas. Sea así enhorabuena; no creamos a las fábulas y tengamos mejor concepto de los dioses; mas ¿por que no le han dado al padre de Júpiter, ya que no lugar más alto, por lo menos uno igual en honra? Porque Saturno, dicen, es la longitud del tiempo. Luego adoran al tiempo los que adoran a Saturno, y suficientemente se nos insinúa que el rey de los dioses, Júpiter, es hijo del tiempo. ¿Qué expresión indigna se profiere cuando se dice que Júpiter y Juno son hijos del tiempo, si él es el Cielo y ella la Tierra, supuesto que el Cielo y la Tierra son cosas criadas? Esto también lo confiesan sus doctos y sabios en sus libros, y no lo tomo de ficciones poéticas, sino de los libros de los filósofos, donde dijo Virgilio: «Entonces el Cielo, padre todopoderoso, con fecundas lluvias desciende en el regazo de su festiva esposa»; esto es, en el regazo de la Tellus o Tierra, porque también quieren que haya algunas diferencias, y en la misma tierra una cosa piensan que es la Tierra, otra Tellus, otra Tellumón, y tienen a todos éstos como dioses, llamándolos con sus propios nombres y con sus oficios distintos, y reverenciando a cada uno en particular con sus aras y sacrificios. A la misma Tierra denominan también madre de los dioses; de modo que viene ya a ser más tolerable lo que fingen los poetas, si, según los libros de éstos, no los poéticos, sino los que tratan de su religión, Juno no sólo es hermana y mujer, sino también madre de Júpiter. Esta misma Tierra quieren que sea Ceres, la misma también, Vesta, aunque, por la mayor parte afirmen que Vesta no es sino el fuego que pertenece a los hogares, sin los cuales no puede pasar la ciudad, y que por esto le suelen servir las vírgenes, porque así como de la virgen no nace cosa alguna, tampoco del fuego, Toda esta vanidad fue preciso que la desterrase y deshiciese el que nació de la Virgen; porque ¿quién podría sufrir que tributando tanto honor al fuego y atribuyéndole tanta castidad, algunas veces no tenga pudor de decir que Vesta es también Venus, para que en sus siervas sea vana la virginidad tan estimada y honrada? Por que si Vesta fue Venus, ¿cómo la podría servir legítimamente las vírgenes no imitando a Venus? ¿Por ventura hay dos Venus, una virgen y otra casada? O, por mejor decir, hay tres: una, de las vírgenes, la cual se llama también Vesta; otra, de las casadas, y otra, de las camareras. A ésta también los fenicios ofrecían sus oblaciones, resultantes de la torpe ganancia que hacían sus hijas con sus cuerpos antes que las diesen en matrimonio a sus maridos. ¿Cuál de estas matronas es la de Vulcano? Sin duda que no, es la virgen, porque tiene mando, y por ningún caso será tampoco la ramera, porque no parece que hacemos agravio al hijo de Juno, auxiliar de Minerva; luego se infiere que ésta es la que pertenece a las casadas; pero no queremos que la imiten en lo que ella hizo con Marte. Otra vez, dicen, volvéis a las fábulas; mas ¿qué razón o qué justicia es ésta, agraviarse de ,nosotros porque hablamos de sus dioses y no agraviarse de sus propios cuando tan de buena gana se ponen a mirar en los teatros como se representan semejantes delitos de sus dioses, y, lo que es más increíble, si constantemente no se probase con la experiencia que estos mismos crímenes teatrales de sus dioses se instituyeron en honor de su divinidad? IR A CONTENIDO CAPITULO XI. De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos defienden que son un mismo Júpiter Por más razones y argumentos filosóficos que quieran alegar, jamás podrán sostener que Júpiter es ya el alma de este mundo corpóreo que llena y mueve toda esta máquina, fabricada y compuesta de los cuatro elementos o de cuantos quisieren añadir; con tal que ceda su parte a su hermana y hermanos, ya sea el Cielo, de modo que tenga abrazada por encima a Juno, que es el aire y tiene debajo de sí; ya sea todo el Cielo, juntamente con el aire, y fertilice con fecundas lluvias y semillas la tierra, como a su mujer, y a la misma como a su madre; supuesto que tan extraña mezcla de parentescos en los dioses no se tiene por acción criminal; ya porque no sea necesario discurrir particularmente por todas sus cualidades si es un solo dios, de quien creen algunos habló el poeta cuando dijo <que Dios se difunde por todas las tierras, por todos los golfos y senos del mar, y por toda la profunda máquina del Cielo>. Pues bien; el que en el Cielo es Júpiter; en el aire, Juno; en el mar, Neptuno; en las partes inferiores del mar, Salacia; en la tierra, Plutón; en la parte inferior de la tierra, Proserpina; en los domésticos hogares, Vesta en las fraguas de los herreros, Vulcano; en los astros, el Sol, Luna y Estrellas; en los adivinos, Apolo; en las mercaderías, Mercurio; en Jano, el que comienza; en Término, el que acaba; en el tiempo, Saturno; Marte y Belona, en las guerras; Uber, en las viñas; Ceres, en las mieses; Diana, en las selvas; Minerva, en los ingenios; finalmente, sea Júpiter también la turba de dioses plebeyos; él sea el que preside, con el nombre de Libero, a la semilla o virtud generativa de los varones, y con nombre dc Ubera, a la de las mujeres; él sea Diespiter, el que lleva a feliz término los nacimientos; él sea la diosa Mena, a quien encargaron los menstruos de las mujeres; él sea Lucina, a quien invocan las que paren; él sea el que ayuda a los que nacen, recibiéndolos en el regazo de la tierra, y llámese Opis, el que en los llantos de las criaturas les abra la boca, y Ilámese dios Vaticano el que las levante de la tierra, y llámese la diosa Levana; el que tenga cuenta de las cunas, llámese diosa Cunina; no sea otro sino sea el mismo en aquellas diosas que dicen su suerte a, los que nacen, y se llaman Carmentes; tenga cargo de los sucesos fortuitos, y llámese Fortuna; ya representando a la diosa Ruma, dé leche a las criaturas, porque los antiguos al pecho llamaban ruma; en la diosa Potina, dé de beber bebida; en la diosa Educa, la comida; del pavor de los niños llámese Pavencia; de la esperanza que viene, Venilla; del deleite, Volupia; del acto generativo, Agenoria; de los estímulos con que se mueve el hombre con exceso al acto sexual llámese la diosa Estímula; sea la diosa Estrenua haciéndole estrenuo y diligente; Numeria, que le enseñe a numerar y contar; Camena, a cantar; él sea el dios Conso dándole consejos, los que particularmente no son adorados, ¿cómo no temen, habiendo aplacado a tan pocos, vivir teniendo airado contra si a todo el Cielo? Y si adoran y tributan culto a todas las estrellas, porque están contenidas en Júpiter, a quien reverencian, con este atajo pudieran en él solo venerar a todos, pues así ninguna se enojara, pues que, en sólo Júpiter se rogaba a todas, y ninguna era despreciada; mas adorando a unas se daría justa causa a otras de enojarse por ser adoradas las cuales son muchas más, sin comparación, mayormente cuando estando ellas resplandecientes desde su elevado asiento, se les prefiera hasta el mismo Príapo desnudo y torpemente armado. IR A CONTENIDO CAPITULO XII. De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que el mundo era el cuerpo de Dios Y ¿qué diremos del otro absurdo? ¿Acaso no es asunto que debe excitar los ingenios expertos, y aun a los que no sean muy agudos? En este punto no hay necesidad de poseer elevada excelencia de ingenio para que, dejada la manía de porfiar, pueda cualquiera advertir que, si Dios es el alma del mundo, y que respecto de esta alma el mundo se considera como cuerpo, de suerte que sea un animal que conste de alma y cuerpo; Y si este dios es un seno de la Naturaleza que en sí mismo contiene todas las cosas, de modo que de su alma, que vivifica toda esta máquina, se extraigan y tomen las vidas y almas de todos los vivientes, conforme a la suerte de cada uno que nace, no puede quedar de modo alguno cosa que no sea parte de Dios; y si esto es verdad, ¿quién no echa de ver la gran irreverencia e inconciencia que se sigue de que pisando uno cualquier cosa haya de pisar y hollar parte de Dios, y que matando cualquier animal haya de matar parte de Dios? No quiero referir todas las reflexiones que pueden ocurrir a los que lo consideraren maduramente, y no se pueden indicar sin pudor. IR A CONTENIDO CAPITULO XlII. De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un solo Dios Y si se obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales, como son los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es Dios, separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo animal, esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que del todo estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le adoran, si sus partes son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus peculiares vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino que se deben adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que no todos lo pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden que él les fundó y acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema, ¿cuál será el que creerán pudo emprender obra tan majestuosa estando ocupados todos los, demás en sus oficios y cargos propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? ¿Luego puede ser que el rey de los dioses propagase y amplificase el reino de los hombres? IR A CONTENIDO CAPITULO XIV. Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio Pregunto ahora lo primero: ¿por qué también el mismo reino no es algún dios? ¿Y por qué no lo será así, si la victoria es dios? ¿O qué, necesidad hay de Júpiter en este asunto si nos favorece la Victoria, la tenemos propicia y siempre acude en favor de los que quiere que sean vencedores? Con el socorro y favor de esta diosa, aunque esté quedo e inmóvil Júpiter, y ocupado en otros negocios, ¿qué naciones no se sujetaran? ¿Qué reinos no se rindieran? ¿Es acaso porque aborrecen los buenos el pelear con injusta causa, y provocar con voluntaria guerra por el ansia de dilatar los términos de su Imperio a los vecinos que están pacíficos y no agravian ni causan perjuicios a sus comarcanos? Verdaderamente que si así lo sienten, lo apruebo y alabo. IR A CONTENIDO CAPITULO XV. Si conviene a los buenos querer extender su reino Consideren, pues, con atención, no sea ajeno del proceder de un hombre de bien el gustar de la grandeza de! reino, porque el ser malos aquellos a quienes se declaró justamente la guerra sirvió para que creciese el reino, el cual sin duda fuera pequeño y limitado si la quietud y bondad de los vecinos comarcanos, con alguna injuria, no provocara contra sí la guerra; pero si permaneciesen con tanta felicidad las cosas humanas, gozando los hombres con quietud de sus haberes, todos los reinos fueran pequeños en sus limites, viviendo alegres con la paz y concordia de sus vecinos, y así hubiera en el mundo muchos reinos de diferentes naciones, así como hay en Roma infinitas casas compuestas de un número considerable de ciudadanos; y por eso el suscitar guerras y continuarías, como el dilatar del reino, sojuzgando gentes y pueblos, a los malos les parece felicidad y a los buenos necesidad; mas porque sería peor que los malos, procaces e injuriosos, se enseñoreasen de los buenos y pacíficos, no fuera de propósito, sino muy al caso, se llama también este trastorno felicidad. Con todo, seguramente, es dicha más apreciable tener amigo a un buen vecino que sujetar por fuerza al malo belicoso. Perversos deseos son desear tener odios y temores, para poder tener triunfos. Luego si sosteniendo juntos guerras, no impías ni injustas, pudieron los romanos conquistar un Imperio tan dilatado, ¿acaso deben o están obligados a adorar igualmente como a diosa a la injusticia ajena? Pues observamos que ésta cooperó mucho para conseguir esta grandeza y posesión vasta del Imperio, en atención a que ella misma formaba malévolos, para que hubiese con quien sostener justa guerra, y así acrecentar el Imperio; ¿y por qué motivo no será diosa del mismo modo la maldad, a lo menos de las otras naciones, si el Pavor, la Palidez y la Fiebre merecieron ser diosas de los romanos? Así que con estas dos, esto es, con la maldad ajena y con la diosa Victoria, levantando las causas y ocasiones de la guerra la maldad, y acabándola con dicho fin la Victoria, creció el Imperio sin hacer nada Júpiter; porque ¿qué parte pudiera tener aquí Júpiter, supuesto que los sucesos que pudieran considerarse como beneficios suyos los tienen por dioses, los llaman dioses y los adoran como dioses, y a éstos llaman e invocan en vez de sus partes? Aunque pudieran tener aquí alguna parte si él se llamara también reino, como se llama la otra victoria; y si el reino es don y merced de Júpiter, ¿por qué no ha de tenerse la victoria por beneficio suyo? Y, sin duda, se tuviera por tal, si conocieran y adoraran, no a la pedirían en el Capitolio, sino al verdadero Rey de Reyes y Señor de Señores. IR A CONTENIDO CAPITULO XVI. Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas de Roma Pero me causa grande admiración el observar que, atribuyendo los romanos su dios respectivo a cada objeto, y a casi todos los movimientos naturales en particular, llamando diosa Agenoria a la que los excita a obrar; diosa Estímula a la que los estimulaba con exceso a obrar desordenadamente; diosa Murcia, a la que con demasía los dejaba mover y hacía al hombre, como dice Pomponio, murcidum; esto es, demasiado flojo e inactivo; diosa Estrenía, a la que los hacía diligentes. A todos estos dioses y diosas les señalaron públicas fiestas; pero a la que llamaban Quietud, porque concedía quietud y descanso, teniendo su templo fuera de la puerta Colina, no quisieron recibirla públicamente. Ignoro si fue esta deliberación indicio seguro de su ánimo inquieto, o si acaso nos quisieron dar a entender que él que adoraba aquella turba, no de dioses verdaderos, sino de demonios, no podía gozar de quietud y reposo, a que nos llama y con vida el verdadero médico, diciendo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas». IR A CONTENIDO CAPITULO XVII. Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener por diosa a la Victoria ¿Dirán seguramente que Júpiter es quien envía con los mensajes felices a la diosa Victoria, y que ella, como, obediente al rey de los dioses, va adonde él se lo manda y allí hace su residencia? Esta particular prerrogativa se dice con verdad no de aquel Júpiter, a quien según su opinión suponen rey de los dioses, sino de aquel verdadero rey de los siglos, que envía no la victoria, que no es sustancia, sino a su ángel, haciendo que venza el que le ama de corazón, cuyo consejo y altas disposiciones pueden ser ocultas, pero no injustas;, que si la Victoria es diosa, ¿por qué no es dios también el Triunfo y se une con la Victoria, como marido, o como hermano, o como hijo? Tales absurdos idearon los antiguos gentiles, respecto de sus dioses, los cuales si los poetas lo fingieran y nosotros los reprendiéramos, respondieran que eran ridículas patrañas de los poetas, y no cualidades que se debían atribuir a los verdaderos dioses. Con todo, no se reían de sí mismos no digo cuando leían semejantes desatinos en los poetas, pero ni cuando los adoraban en sus templos; y en tales circunstancias debieran, pues, suplicar y dirigir sus oraciones a Júpiter en todas sus necesidades, acudieron a él solo con sus votos y ruegos; porque si la Victoria es diosa y está subordinada a este rey, no pudiera o no se atreviera a contradecirle, antes más bien cumplirla exactamente su voluntad. IR A CONTENIDO CAPITULO XVIII. Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la Fortuna Supuesto que la Felicidad es también diosa, le fue erigido templo, mereció ara, le dedicaron ceremonias propias; luego debieran adorar a ésta sola, porque donde ésta se halle, ¿qué bien no habrá? Pero ¿qué significa que del mismo modo tienen y adoran por diosa la Fortuna? ¿Es, por ventura, una cosa la felicidad y otra la fortuna? Sin duda, la fortuna puede ser también mala; pero la felicidad, si fuera mala, no será felicidad; pues ciertamente todos los dioses varones y hembras (si es que en ellos hay diferencia de sexos) no los debemos tener sino por buenos. Esto lo enseña Platón y lo enseñan otros filósofos y los más insignes príncipes de los pueblos. Y como la diosa Fortuna a veces es buena y a veces es mala, ¿acaso cuando es mala no es diosa, sino que de repente se convierte en espíritu maligno? ¿Cuántas son estas diosas? Sin duda, cuantos son los hombres afortunados; esto es, de buena fortuna; porque habiendo otros muchos juntamente, esto es, en una misma época, de mala fortuna, pregunto: si ella fuera tal, ¿sería juntamente buena y mala; para esto, una, y para los otros, otra? O la que es diosa, ¿es acaso siempre buena? Luego de esta manera ella es la felicidad, y si lo es, ¿para qué las ponen diversos nombres? Pero esto, dicen, se puede sufrir, porque también acostumbramos llamar a una misma cosa con diferentes nombres. ¿A qué vienen entonces diversos templos, diversas aras y sacrificios? Dicen que la causa es porque felicidad es la que tienen los buenos por sus merecimientos; pero la fortuna que se dice buena viene fortuitamente a los buenos y a los malos, sin tener en cuenta sus méritos, y por eso se, llama también fortuna. ¿Cómo es buena la que sin juicio ni discreción viene a los buenos y a los malos? ¿Y para qué la adoran siendo tan ciega y ofreciéndose a cada paso a cualquier persona, de modo que por la mayor parte desampara a los que la adoran y se hace de la parte de los que la desprecian? Y si es que aprovechan o sacan alguna utilidad los que la tributan culto de manera que ella los atienda y los ame, y tiene en cuenta los méritos y no viene por acaso. ¿Dónde está, pues, aquella definición de la Fortuna? ¿Y por qué se llamó Fortuna del caso fortuito? Porque es cierto que no aprovecha el rendirla adoración si es fortuna; pero si acude a sus devotos, y a los que la reverencian, de modo que utilizase su influjo, no es fortuna. ¿O es que Júpiter la puede enviar donde quiera? Entonces adórenle sólo a él; porque no puede resistir a sus mandatos ni dejar de ir adonde Júpiter quisiere. Pero, en fin, adórenla si quieren los malos, que no se preocupan de adquirir méritos con que granjear el afecto de la diosa Felicidad. IR A CONTENIDO CAPITULO XIX. De la Fortuna femenil Tanto poder atribuyen a esta diosa que llaman Fortuna, que la estatua que la dedicaron las matronas y se llamó Fortuna femenil refieren que habló y dijo, no una vez, sino dos, que legítimamente la habían dedicado las matronas, de lo cual, dado que sea verdad, no hay por qué maravillarnos: porque el engañarnos de este modo no es difícil a los malignos espíritus, cuyas cautelas debieran éstos advertir mucho mejor por este ejemplar, viendo que, habló una diosa que socorre por acaso y no por méritos, supuesto que vino a ser la fortuna parlera y la felicidad muda, ¿y con qué objeto, sino para que los hombres no cuidasen de vivir bien, habiendo ganado para sí la Fortuna que los puede hace? dichosos sin ningún merecimiento suyo? Si la Fortuna había de hablar, por lo menos hablara no la mujeril, sino la varonil, a fin de que no pareciese que las mismas que habían dedicado la estatua habían también fingido tan gran portento por la locuacidad de las mujeres. IR A CONTENIDO CAPITULO XX. De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y sacrificios, dejándose otras cosas buenas que asimismo debían adorar, si se concedía rectamente a las otras la divinidad Hicieron asimismo diosa a la Verdad, y si en realidad lo fuera, debiera ser preferida a muchas; pero supuesto que no es diosa, sino un don particular de Dios, pidámosla a Aquel que solamente la puede dar, y desaparecerá como humo toda la canalla de los dioses falsos. Mas ¿por qué motivo tuvieron por diosa a la Fe y la dedicaron templo y altar, a quien el que prudentemente lo reconoce, se convierte a sí mismo en templo y morada para ella? ¿Y de dónde saben ellos qué cosa sea fe, cuyo primero y principal deber es que se crea en el verdadero Dios? ¿Y por qué no se contentaron con sola la Virtud? ¿Por ventura no está allí también la fe, pues observaron que la virtud se divide en cuatro especies: prudencia, justicia, fortaleza y templanza? Y cómo cada una de éstas tienen sus especies subalternas, debajo de la justicia está comprendida la fe, y tiene el primer lugar entre cualquiera de nosotros que sabe lo que es: Justos ex fide vivit, «que el justo vive por la fe»; pero me admiro de estos que tienen ansia por aglomerar dioses. ¿Cómo o por qué causa, si la Fe es diosa, agraviaron a otras diosas sin hacer caso de ellas a quienes asimismo pudieran dedicar templos y aras? ¿Por qué no mereció ser diosa la templanza, habiendo alcanzado con su nombre no pequeña gloria algunos príncipes romanos? ¿Por qué razón, finalmente, no es diosa la fortaleza, la que favoreció a Murcio cuando extendió su diestra sobre las llamas; la que favoreció a Murcio cuando se arrojó por la defensa de su patria en un boquerón abierto en la tierra; la que motivó pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden que favoreció a Decio padre y a Decio hijo cuando ofrecieron sus vidas a los dioses por salvar el ejército? Si es que había en todos estos campeones verdadera fortaleza, de lo cual ahora no tratamos, ¿por qué la prudencia y sabiduría del nombre genérico de la misma virtud se reverencian y sobreentienden todas? Luego por el mismo motivo pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden que son todos los demás, y así es, que en la virtud sola se contienen igualmente la Fe y la Pureza, las cuales, sin embargo, merecieron se las erigiese altares en sus propios templos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXI. Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran contentar con la virtud y con la felicidad A estas virtudes de que acabamos de hablar las hizo diosas no la verdad, sino el capricho humano; pues de hecho son dones del verdadero Dios, no diosas. Con todo, donde está la virtud y la felicidad, ¿para qué buscan otra causa? ¿Qué le ha de bastar a quien no le es suficiente la virtud y la felicidad? La virtud comprende en sí todas las acciones loables que se deben practicar, y la felicidad todas las que se pueden desear; si porque les concediera éstas adoraban a Júpiter (que, en efecto, si la grandeza y duración larga del Imperio es algún bien, pertenece en cierto modo a la felicidad), ¿por qué, pregunto, no entendieron que eran dones de Dios y no diosas? Y si pensaron que eran divinidades, a lo menos no debieron buscar la demás turba numerosa de dioses, pues, considerados atentamente los oficios respectivos de todos ellos, los cuales fingieron como quisieron, según que a cada uno le pareció, busque si quieren alguna prerrogativa que pueda conceder algún dios al hombre, mediante la cual se haya virtuoso y consiga la felicidad. ¿Qué razón había para pedir doctrina a Mercurio o a Minerva, comprendiéndola toda en sí la virtud? Los antiguos nos definieron la virtud, diciendo «que era arte de vivir bien y rectamente», de la cual (como en griego se dice apern la Virtud) se entiende, que tomaron los latinos su derivación y tradujeron el nombre de arte, y si la virtud no podía recaer sino en el ingenios, ¿qué necesidad había del dios padre Cacio para que los hiciera cautos, esto es, agudos, pudiendo desempeñar este ministerio la felicidad? Porque el nacer uno ingenioso, a la felicidad pertenece; y así, aunque no pudo ser reverenciada la diosa Felicidad por el que aún no había nacido para que lisonjeándola en su favor le concediera este don gratuito, con todo, pudo hacer gracia a sus padres, sus devotos, para que les naciesen los hijos ingeniosos. ¿Qué necesidad había de que las que estaban de parto invocasen a Lucina, pues si tenían propicia a la felicidad, no sólo habían de tener feliz parto, sino también buenos hijos? ¿Qué necesidad había de encomendar a la diosa Opis las criaturas que nacían; al dios Vaticano las que lloraban; a la diosa Cunina las que estaban en las cunas; a la diosa Rumina las que mamaban; al dios Estalino las que se tenían ya en pie; a la diosa Adeona las que llegaban; a la Abeona las que partían; a la diosa Mente, para que las diera buena muerte y entendimiento; al dios Volumno y a la diosa Volumna, para que quisiesen cosas buenas; a los dioses Nupciales, para que las casaran bien; a los dioses Agrestes, para que los proporcionaran abundantes, Y copiosos frutos, y principalmente a la misma diosa Fructesea; a Marte y Belona, para que guerreasen con éxito; a la diosa Victoria, para que venciesen; al dios Honor, para que fuesen honrados; al dios Esculano y a su hijo Argentino, para que tuviesen dinero de vellón y plata? Y por eso tuvieron a Esculano por parte de Argentino, porque primero se principió a usar la moneda de vellón y después la de plata; pero me admiro que el Argentino no engendrase a Aurino, pues que a poco tiempo empezó a usarse la de oro; pues si éstos tuvieran por dios a éste, así como antepusieron a Júpiter Saturno, así también prefieran el Aurino a su padre Argentino y a su abuelo Esculano. ¿Qué necesidad había por el interés de estos bienes del cuerpo, o de los del alma, o de los exteriores, de adorar e invocar tanta multitud de dioses, que ni yo Ios he podido contar todos, ni ellos han podido proveer ni destinar a todos los bienes humanos, distribuidos menudamente y a cada uno de por sí, sus imbéciles y particulares dioses, pudiendo con un atajo importante y fácil conceder todos estos bienes la diosa Felicidad por sí sola; en cuyo caso, no sólo no buscaran otro alguno para alcanzar los bienes, pero ni aun para excusar los males? ¿Para qué habían de llamar para aliviar a los cansados a la diosa Fessonia; para rebatir los enemigos, a la diosa Pelonia; para cuidar a los enfermos, al médico Apolo o Esculapio, o a ambos juntos, cuando hubiese mucho peligro? ¿Qué falta les haría implorar el favor del dios Epinense para que les arrancase las espinas o abrojos del campo, ni a la diosa Rubigo para que no se les aneblasen las mieses, estando la Felicidad sola presente, con cuyo auxilio no se ofrecerían males algunos, o fácilmente se evitarían? Finalmente, puesto que hablamos de estas dos diosas, Virtud y Felicidad, si ésta es premio de la virtud, no es diosa, sino don de Dios, y si es diosa, ¿por qué no diremos que también ella da virtud, ya que el conseguirla es una inestimable felicidad? IR A CONTENIDO CAPITULO XXII. De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón haberla el enseñado a los romanos ¿Cómo se atreve a vender Varrón por un beneficio muy apreciable a sus ciudadanos no sólo el darles cuenta de los dioses a quienes deben venerar los romanos, sino el enseñarlos también lo que pertenece a cada uno? Así como, dice, no aprovecha que sepan los hombres el nombre y circunstancias de un médico si no saben que es médico, así, dice, no aprovecha saber que es dios Esculapio, sin saber asimismo que ayuda a recobrar la salud, y por esto ignoras lo que debes pedir. Esta misma doctrina enseña con otra semejante muy a propósito, diciendo que no sólo ninguno puede vivir acomodadamente, pero que ni absolutamente puede vivir si no sabe quién es el carpintero, quién el pintor, quién el albañil a quien pueda pedir lo que necesita de su oficio, de quien pueda ayudarse para que le encamine y le enseñe lo que hubiere de hacer, y de este mismo modo nadie duda que es útil el conocimiento de los dioses, si supiere la facultad o poder que cada dios tiene sobre cada cosa; «porque de esta investigación resultarán el que podamos, dice, saber a qué dios debemos llamar e invocar para cada cosa, y no ejecutaremos lo que acostumbraban los bufones de las comedias pidiendo el agua a Baco y a las ninfas el vino». Grande utilidad, por cierto, ¿y quién no se lo agradecería a este sabio escritor si enseñara la verdad y manifestara con expresiones sencillas y concluyentes el modo como debían los hombres reverenciar a un solo Dios verdadero, de quien proceden todos los bienes? IR A CONTENIDO CAPITULO XXIII. De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses, en mucho tiempo no adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar de todos Pero, volviendo a lo que íbamos hablando, si sus libros y los puntos tocantes a su religión son verdaderos, y la Felicidad es diosa, ¿por qué no crearon a ésta sola por divinidad, supuesto que todo podría concederlo, y sin dificultad hacer a cualquiera dichoso? ¿Quién hay, por acaso, que desee alcanzar alguna cosa por otro fin que por ser feliz y dichoso? ¿Por qué, finalmente, después de tantos príncipes romanos, vino Lúculo a dedicar templo, tan tarde, a una diosa tan célebre y poderosa? ¿Por qué razón el mismo Rómulo, ya que deseaba fundar una ciudad feliz, no edificó, antes que a otro, a ésta un templo? ¿Y para qué suplicó gracia alguna a los demás dioses, pues nada le faltaría si tuviese sólo a ésta propicia? Porque ni él fuera en sus principios rey ni, según ellos lo predican, después dios, si no hubiera tenido a está diosa por su favorita. ¿Para qué dio Rómulo por dioses a Jano, Júpiter, Marte, Pico, Fauno, Tiberino, Hércules, si hay otros? ¿Para qué Tito Tacio les añadió a Saturno, Opis, el Sol, la Luna, Vulcano, la Luz y los demás que aumentó, entre los cuales puso a la diosa Cloacina, si para nada valen dejándose a la Felicidad? ¿Para qué añadió Numa tantos dioses y tantas diosas si no hizo caso de ésta? ¿Es, por ventura, porque entre tanta turba no la vio? El rey Hostilio tampoco hubiera introducido nuevamente por dioses para tenerlos propicios al pavor y a la palidez si se conociera y adorara a esta diosa, porque en presencia de la Felicidad todo pavor y palidez se ausentaron, no por, haberlos aplacado, sino que, contra su voluntad, se marcharan. Y asimismo, ¿qué diremos fue el motivo de que, no obstante haberse extendido por diferentes provincias la dominación romana, sin embargo, todavía ninguno adoraba a la Felicidad? ¿Diremos, acaso, que por esto fue el Imperio más grande y feliz? Mas ¿cómo podría haber verdadera felicidad donde no había verdadera piedad y religión?, puesto que la piedad es el culto del verdadero Dios, y no el culto de los dioses falsos, que son tan dioses como demonios; con todo, aun después de haber recibido ya en el número sus falsos dioses a la Felicidad, sobrevino poco después aquella terrible infelicidad causada de las guerras civiles. ¿Diremos, acaso, que el motivo de esta catástrofe dimanó de haberse enojado con justa causa la Felicidad por haberla convidado tan tarde y por no honrarla, sino para afrentarla, con especialidad viendo que juntamente con ella tributaban rendidos cultos a Príapo y a Cloacina, al Pavor y a la Palidez, a la Fiebre y a los demás, no dioses que se debían adorar, sino vicios de los que adoraban? Finalmente, si les pareció conveniente venerar a una tan célebre diosa en compañía de una turba tan infame, ¿por qué siquiera no la adoraban y reverenciaban con más solemnidad que a los otros? ¿Quién ha de sufrir que no colocasen a la Felicidad ni aun entre los dioses Cosentes, que dicen asisten al consejo de Júpiter, ni entre los dioses que llaman Sabetos, dedicándola algún templo que, por la excelencia del lugar y la majestad del edificio, fuera preeminente? ¿Y por qué no debía ser más suntuoso que el del mismo Júpiter? ¿Pues quién dio el reino a Júpiter, sino la Felicidad? Si, pero fue feliz cuando reinó, y mejor es, sin duda, la felicidad que el reino, porque es infalible que fácilmente hallaréis quien rehúse ser rey, pero no hallaréis ninguno que no quiera ser feliz; luego si consultaran a los mismos dioses, por vía de prestigio o agüeros, o de cualquier otro modo que éstos entienden que pueden ser consultados, si, por ventura, querían ceder su lugar a la Felicidad, aun en el caso que el paraje donde hubiese de erigirse a la Felicidad su mayor y más suntuoso templo estuviese ocupado con algunos templos y altares de otros dioses, hasta el mismo Júpiter cediera el suyo a la Felicidad y señalara la misma cumbre del monte Capitolino, lo que ninguno contradijera si no opusiera a la Felicidad, sino lo que es imposible, el que, quisiese ser infeliz. Es evidente que si se lo preguntaran a Júpiter, no practicara, lo que hicieron con él los dioses Marte, Término y Juventas, que no quisieron de modo alguno cederle su lugar, no obstante ser el mayor y su rey; pues, según refieren sus historias, queriendo el rey Tarquino fabricar el Capitolio y observando que el paraje que le parecía más digno y acomodado, le tenían ya ocupado algunos dioses extraños, no atreviéndose a deliberar cosa alguna contra la voluntad de éstos, y creyendo que de su voluntad, gustosamente, cederían el lugar a un dios tan grande y que era su príncipe (por haber copiosa abundancia de ellos en el Capitolio), tomando su agüero procuró saber por el oráculo si querían conceder el lugar a Júpiter, y todos convinieron en desocuparle a excepción de los referidos Marte, Término y Juventas; por esta causa se dispuso la fábrica del Capitolio de tal modo, que quedaron igualmente dentro de él estos tres tan desconocidos y con señales tan oscuras, que apenas lo sabían hombres doctísimos; así que en ninguna manera despreciara Júpiter a la Felicidad, como a él le despreciaron Marte, Término y Juventas; y aun estos mismos que no cedieron a Júpiter, sin duda que cedieran su lugar a la Felicidad que les dio por rey a Júpiter, o si no se le dejaran no lo hicieran por menosprecio, sino porque quisieran más ser desconocidos en casa de la Felicidad que ser sin ella ilustres en sus propios lugares. Y así, colocada la Felicidad en un lugar tan alto y eminente, supieran todos los ciudadanos adónde habían de acudir en busca de ayuda y favor para el cumplimiento de todos sus buenos deseos. Conducidos de la misma Naturaleza, sin hacer caso de la muchedumbre superflua de los demás dioses, adoraran a sola la Felicidad; a ella sólo fueran las rogativas, sólo su templo frecuentaran los ciudadanos que quisiesen ser felices, y no habría uno solo que no lo quisiera hacer. Ella misma fuera a la que los hombres dirigieran sus plegarias, ella sola a la que implorasen y rogasen entre todos los dioses, y aun estos mismos; porque ¿quién hay que quiera alcanzar alguna gracia de un dios, sino la felicidad, o lo que piensa que importa para la felicidad? Por tanto, si la Felicidad tiene en su mano el comunicarse a la persona que quisiere (y tiénelo, sin duda, si es diosa), ¿qué ignorancia tan crasa es pedirla a otro dios, pudiéndola alcanzar de ella propia? Luego debieran estimar a esta diosa sobre todos los dioses, honrándola también con darla el mejor lugar; porque, según se lee en sus historias, los antiguos romanos tributaron adoraciones a no sé qué Sunmiano, a quien atribuían el descenso de los rayos que calan de noche, aunque con más religiosidad que a Júpiter, a quien pertenecía la dirección de los rayos que caían de día; pero después que edificaron a Júpiter aquel templo más magnífico y suntuoso por su excelencia y majestad, acudió a él tal multitud de gentes, que apenas se halla ya quien se acuerde siquiera de haber leído el nombre de Sunmiano, el cual no se oye ya en boca de alguno. Y si la Felicidad no es diosa, como es cierto, porque es don de Dios, búsquese a aquel Dios que nos la pueda dar, y dejen la multitud prejuiciosa de los falsos dioses, la cual sigue la ilusa turba de los hombres ignorantes, haciendo sus dioses a los dones de Dios, ofendiendo con la obstinación de su arrogante y pervertida voluntad al mismo de quien es peculiar la distribución de estos dones; porque no le puede faltar infelicidad al que reverencia a la felicidad como diosa y deja a Dios, dador y dispensador de la verdadera felicidad; así como no puede carecer de hambre el que lame pan pintado y no lo pide al que lo tiene verdadero y puede darlo. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIV. Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de Dios Pero quiero que veamos y consideremos sus razones: ¿Tan necios, dicen, hemos de creer que fueron nuestros antepasados, que no entendieron que estas cosas eran dones y beneficios di-vinos y no dioses? Sino que, como sabían que semejantes gracias nadie las conseguía si no es concediéndolas algún dios a los dioses, cuyos nombres ignoraban, les ponían el nombre de los objetos y cosas que veían que ellos daban, sacando de allí algunos nombres. Como de bello dijeron Belona, y no bellum; de las cunas, Cunina, y no cuna; de las segetes o mieses, Segecia, y no seges; de las pomas o manzanas Pomona, y no pomo; de los bueyes Bubona, y no buey, o también, sin alterar ni la palabra, sino denominándolas con sus propios nombres, como Pecunia se dijo de la diosa que da el dinero, sin tener de ningún modo por dios a la misma pecunia; así se llamó Virtud la que concede la virtud; Honor, el que da la honra; Concordia, la que da concordia; Victoria, la que da victoria; y por eso dicen que cuando llaman diosa a la Felicidad no se atiende a la que se da, sino al dios que la da. Con esta razón que nos han suministrado, con mayor facilidad persuadiremos a los que no fueren de ánimos demasiado obstinados. IR A CONTENIDO CAPITULO XXV. Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad Pero si ya echó de ver la humana flaqueza que la felicidad no la podía conceder sino algún dios, sintiendo esto mismo los hombres que adoraban tanta multitud de dioses, y entre ellos al mismo Júpiter, rey de los dioses, porque ignoraban el nombre del que concedía la felicidad, por eso quisieron llamarle con el nombre peculiar de la gracia que entendían que daba; luego suficientemente nos dan a entender que ni aun el mismo Júpiter, a quien ya adoraban, les podía dar la felicidad, sino aquel a quien con el nombre de la misma felicidad les parecía que se debía adorar; y apruebo, ciertamente, lo que ellos creyeron, que daba la felicidad un dios a quien no conocían; luego busquen a éste, adórenle; éste basta. Repudien el orgullo y tráfico de innumerables demonios; no baste este dios a quien no le basta su don; a aquél, digo, no le baste, para que adore y reverencie al Dios dador de felicidad, a quien no le basta ni satisface la misma felicidad; pero al que le es suficiente (pues que no tiene el hombre objeto que deba desear más) sirva a un solo Dios dador de la felicidad. No es éste el que ellos llaman Júpiter, porque si le reconocieran a éste por dispensador de la felicidad, sin duda que no buscaran otro u otra del nombre de la misma felicidad que les concediera esta particular gracia, ni fueran de parecer que debían adorar al mismo Júpiter por sus muchas maldades. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVI. De los fuegos escénicos que pidieron los dioses a los que los adoraban Pero «crímenes tan obscenos los finge Homero -dice Tulio-, así como las acciones humanas que transfirió, a los dioses, y yo quisiera más que trasladara las divinas a nosotros». Con razón desagradó a tan eximio orador y filósofo la relación del poeta, porque en ella no hizo más que suponer, falsamente, culpas y crímenes de los dioses; mas ¿por qué causa celebra los juegos escénicos, donde estos delitos se cantan y representan en honor de los dioses, y los más doctos entre ellos los colocan entre los ritos tocantes al culto divino? Aquí pudiera clamar Cicerón no contra las ficciones de los poetas, sino contra las costumbres de sus mayores. ¿Pero, acaso, no debían exclamar también ellos en su defensa, diciendo en qué hemos pecado nosotros? Los mismos dioses nos pidieron que hiciéramos estos juegos en honra suya; rigurosamente nos lo mandaron, y nos amenazaron con terribles calamidades si no los ejecutábamos, y porque por accidentes extraordinarios omitimos alguna particularidad de ellos, o los suspendimos algún tiempo, nos castigaron severamente, y porque practicamos lo que dejamos de hacer por breves instantes, se mostraron contentos y apiadados. Entre sus virtudes y hechos maravillosos se refiere el siguiente: Dijéronle en sueños a Tiro Latino, labrador romano, padre de familia, fuese y avisase al Senado que volviesen a celebrar de nuevo los juegos romanos. El primer día en que debían hacerlos sacaron al suplicio a un malhechor en presencia del pueblo romano, y como pretendían realmente los dioses lograr un completo júbilo y regocijo en los juegos, les ofendió la triste y rigurosa justicia pública; y como el que había sido advertido en sueños no se atrevió al día siguiente a ejecutar lo que le mandaron, la segunda noche le volvieron a prevenir lo mismo con más rigor, y perdió la vida su hijo mayor, porque no lo practicó; la tercera noche le dijeron que le amenazaba aún mayor castigo si no ejecutaba la orden; y no atreviéndose, a pesar de la cruel amenaza, cayó enfermo con un mal terrible y maligno; entonces, por consejo de sus amigos, dio, al fin, cuenta a los senadores, haciéndose conducir en una litera al Senado; y luego que declaró su misterioso sueño, recobró inmediatamente la salud, volviéndose a pie, sano y bueno, a su casa. Atónito el Senado con tan estupendo portento, mandó, que se volviesen a celebrar los juegos, gastando en ellos cuatro veces mayor cantidad de la acostumbrada. ¿Qué hombre juicioso y sensato habrá que no advierta cómo los hombres sujetos a los infernales espíritus (de cuyo poderío no los puede librar otro que la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro) fueron forzados a hacer en honor de estos dioses acciones que con justa razón se podían tener por torpes? Porque en los juegos escénicos es notorio se celebran las culpas y ficciones poéticas de los dioses, los cuales se renovaron por orden del Senado, habiéndole apremiado a ello los dioses. En tales fiestas, los obscenos y deshonestos farsantes cantaban, representaban y aplacaban a Júpiter de un modo extraordinario, manifestando claramente cómo era un profanador y corruptor de la honestidad. Si los sucesos reiterados en el teatro eran fingidos, enojárase en hora buena; pero si se holgaba y lisonjeaba de sus crímenes supuestos, ¿cómo había de ser reverenciado si no sirviendo al demonio? ¿Es posible que había de fundar, dilatar y conservar el Imperio romano este hombre, el más abatido e infame, que cualquier romano a quien no agradaran ciertamente semejantes torpezas? ¿Y había de dar la felicidad el que tan infelizmente se hacía venerar y si así no le reverenciaban, se enojaba en extremo? IR A CONTENIDO CAPITULO XXVII. De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola Refieren las historias que el doctísimo pontífice Escévola trató de tres géneros de dioses, de los cuales, el uno introdujeron los poetas, otro los filósofos y el tercero algunos príncipes de la ciudad. El primero dice que es una patraña, porque suponen muchas operaciones indignas del carácter de los dioses. El segundo, que no conviene a las ciudades, porque tiene algunas cosas superfluas, y otras también que nos conviene las sepa el pueblo: lo superfluo no es ahora tan digno de tenerse en cuenta, pues aun entre los doctos se suele decir que lo superfluo no daña; pero ¿cuáles son aquellas particularidades que, publicadas, dañan al vulgo? El saber que Hércules, Esculapio, Cástor y Pólux no son dioses, pues escriben los doctos que fueron hombres, y que murieron como hombres; y ¿qué más?, que de los que son realmente dioses no tienen las ciudades verdaderas imágenes, porque el que es verdadero Dios no tiene sexo, ni edad, ni ciertos y determinados miembros del cuerpo. Esto no quiere el pontífice que lo sepa el pueblo, porque no las tiene por falsas; luego opinó es bueno que sean engañadas las ciudades en materia de religión. Lo cual no duda afirmar el mismo Varrón en los libros de las cosas divinas. ¡Graciosa religión para que acuda a ella el enfermo en busca de su remedio, e indagando él la verdad para librarse, creamos que le está bien el engañarse en las mismas historias! No se omite tampoco la razón por qué Escévola no admite el género poético de los dioses, y es porque de tal manera afean y desfiguran a los dioses, que ni siquiera se pueden comparar a los hombres de bien, haciendo al uno ladrón y al otro adúltero. Y del mismo modo hacen que digan o hagan algunas cosas fuera de su orden natural, torpe y neciamente, publicando que tres diosas compitieron entre sí sobre quién llevaría el premio de la hermosura, y que las dos, por haber sido vencidas por Venus, destruyeron a Troya; que las diosas se casan con los hombres; que Saturno se comía a sus hijos; en fin, que no se puede fingir engaño alguno sobre horrendos monstruos o vicios que no se halle allí; todo lo cual es muy ajeno a la naturaleza de los dioses. ¡Oh Escévola, pontífice máximo! Destierra los juegos, si puedes; manda al pueblo que no haga tales honores a los dioses inmortales, con los que se deleite en admirarse de las culpas y delitos de los dioses, y se le antoja de imitar lo que es posible y fácil, y si te respondiere el pueblo: «Vosotros, pontífices, nos enseñasteis esta doctrina», acude y ruega a los mismos dioses, por cuya sugestión lo mandaste, que ordene no se ejecuten semejantes fiestas por ellos; las cuales, si son malas, por la misma razón en ninguna conformidad es justo que se crean de la majestad de los dioses; pues mayor injuria es la que se hace a éstos suponiendo libremente y sin temor semejantes abominaciones de ellos, pero no te oirán, son demonios, enseñan máximas perversas, gustan de torpezas, no sólo no las tienen por injuria cuando fingen de ellos estas liviandades, sino que no pueden sufrir de modo alguno la contumelia que reciben cuando estas torpezas no se representan en sus solemnidades. Ya, pues, si de estos juegos os quejaseis a Júpiter, especialmente por razón de que en ellos se representa la mayor parte de sus culpas y horrendos crímenes, acaso, aunque tengáis y confeséis a Júpiter por persona que rige y gobierna todo este mundo, por el mismo hecho de meterle vosotros entre la turba de los otros y adorarle juntamente con ellos y decir que es su reino, le hacéis una notable injuria. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVIII. Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los romanos el culto de sus dioses Luego de ningún modo semejantes dioses como éstos que se aplacan; o, por mejor decir, se infaman con tales honores, que es mayor culpa el gastar de ellos siendo falsos que si se dijeran de ellos con verdad; de ningún modo, digo, estos dioses pudieron acrecentar y conservar el Imperio romano; porque si pudieran hacerlo, dispensaran antes esta gracia tan particular a los griegos, quienes en iguales solemnidades divinas, esto es, en los juegos escénicos, los honraron con mucho más respeto y más dignamente, supuesto que ni aun a si propios se eximieron de la mordaz crítica de los poetas con que veían afrentar a los dioses, concediéndoles permiso para que trataren mal a quien se les antojase, y a los mismos actores no los tuvieron por personas abominables ni infames, antes los estimaron por beneméritos dignos de grandes honras y dignidades. Con todo, así como los romanos, pudieron tener la moneda de oro, aunque no veneraran al dios Aurino, y así como pudieron tener la de plata y la de bronce, aunque no tuvieran a Argentino ni a su padre, Esculano, y de este modo todo lo demás cuya narración fastidia, así también, aunque por ningún titulo pudieran tener el Imperio contra la voluntad del verdadero Dios, sin embargo, aun cuando ignoraran o vilipendiaran a estos dioses falsos, conocieran o veneraran a Aquel uno y solo con fe sincera y buenas costumbres, y no sólo gozaran en la tierra de un reino mucho más apreciable, cualquiera que fuese, grande o pequeño, sino que después de éste alcanzaran el eterno, ya le tuvieran aquí o no le tuvieran. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIX. De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la fortaleza y estabilidad del imperio romano ¿Y qué fue lo que dicen haber sido un maravilloso agüero? Digo lo que referí poco antes: que Marte, Término y Juventas no quisieron ceder su lugar a Júpiter, rey de los dioses, porque con esto, dicen, pronosticaron que la nación Marcial, esto es, los romanos, a nadie habían de ceder el lugar que ocupasen; que ninguno había de mudar los términos y límites romanos por respeto al dios Término, y que la juventud romana, por la diosa Juventas, a nadie había de ceder en valor y constancia. Advertían, pues, el aprecio en que tenían al rey de sus dioses y dador de su reino, supuesto que le oponían tales agüeros, teniendo por presagio muy favorable el que no se le hubiera cedido el lugar preeminente; aunque si esto es cierto, nada tienen que temer, ya que no han de confesar ingenuamente que sus dioses, que no quisieron ceder a Júpiter, cedieron por necesidad a Cristo, puesto que sin detrimento ni menoscabo de los límites del Imperio pudieron ceder al Salvador los lugares en donde residían, y, principalmente, los corazones de los fieles. No obstante, antes que Cristo viniese, al mundo en carne mortal; antes, en fin, que se escribiesen estos sucesos que referimos y citamos de sus libros, y después que en tiempo de Tarquino tuvieron aquel agüero, fue derrotado en distintas ocasiones el ejército romano; esto es, le hicieron huir, y demostró ser falso el agüero que aquella juventud no había cedido a Júpiter; la gente marcial, vencida por los galos, fue atropellada y degollada dentro de la misma Roma y los límites del Imperio, pasándose muchas ciudades al partido de Aníbal, se encogieron y estrecharon grandemente. Así salieron vanos sus admirables agüeros, y quedó contra Júpiter la contumacia, no de los dioses, sino de los demonios, porque una cosa es no haber cedido, y otra el haber vuelto al lugar desde donde habían cedido, aunque también después. en las provincias del Oriente se mudaron los límites del Imperio romano, queriéndolo así el emperador Adriano. Este concedió graciosamente al Imperio de los persas tres hermosas provincias: Armenia, Mesopotamia. y Asiria, de suerte que el dios Término, que, según éstos, defendía los límites romanos, y que por aquel admirable agüero no cedió su lugar a Júpiter, parece que temió más a Adriano, rey de los hombres, que al rey de los dioses; y habiéndose recobrado en esta época estas provincias, casi en nuestros tiempos retrocedieron nuevamente los límites, cuando el emperador Juliano, dado a los oráculos de aquellos dioses, con demasiado atrevimiento mandó quemar las naves en que se llevaban los bastimentos, con cuya falta el ejército, habiendo muerto luego el emperador de una herida que le dieron los enemigos, vino a padecer tanta necesidad, que fuera imposible escapar nadie, viéndose acometidos por todas partes, y los soldados, turbados con la muerte de su general, si por medio de la paz no se pusieran los límites del Imperio donde hoy perseveran, aunque no con tanto menoscabo como los concedió Adriano; pero fijos, en efecto, por medio de un tratado amistoso. Luego, con vano agüero, el dios Término no cedió a Júpiter, pues cedió a la voluntad de Adriano; cedió a la temeridad de Juliano y a la necesidad de Joviano. Bien advirtieron estos lances los romanos más inteligentes y graves; pero eran poco poderosos para rebatir las inveteradas y corrompidas costumbres de una ciudad que estaba ligada con los ritos y ceremonias de los demonios, y ellos, aunque entendían que todo aquello era vanidad, eran de opinión que se debía tributar el culto divino que se debe a Dios, a la Naturaleza criada, que está sujeta a la, providencia e imperio de un solo Dios verdadero; sirviendo, como dice el Apóstol, «antes a la criatura que, al Criador, que es bendito para siempre». El auxilio de este Dios verdadero era necesario para que nos enviara varones santos y verdaderamente píos que murieran por la verdadera religión, a fin de que se desterrara de entre los que viven y siguen la falsa. IR A CONTENIDO CAPITULO XXX. Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran Cicerón, siendo miembro del Colegio de Augures o Adivinos, se burla de los agüeros y reprende a los que disponen el método y régimen de su vida por las voces del cuervo y de la corneja. Pero éste académico, que sostiene que todas las cosas son inciertas, no merece crédito ni autoridad alguna en está materia. En sus libros, y en el segundo, De la naturaleza de los dioses, disputa en persona de Quinto Lucio Balbo, y aunque admite tas supersticiones que se derivan de la naturaleza de las cosas, como las físicas y filosóficas, con todo, reprueba la institución de los simulacros o ídolos y las opiniones falsas, diciendo de este modo: «¿Veis cómo de las cosas físicas que descubrieron y hallaron los hombres con utilidad y provecho de la humana sociedad tomaron ocasión para fingir e inventar dioses fabulosos? Lo cual fue motivo de formarse muchas opiniones falsas, de errores turbulentos y de supersticiones casi propias de viejas; porque conocemos la fisonomía de los dioses, su edad, vestido y ornato, y asimismo el sexo, los casamientos, parentescos y todo ello reducido al modo y talle de nuestra humana flaqueza, pues nos lo introducen con ánimos perturbados; conocemos, asimismo, los apetitos de los dioses, sus melancolías. y enojos, ni estuvieron exentos (según refieren las fábulas) de disensiones y guerras, no sólo, como vemos en Homero, cuando los dioses, unos favoreciendo una facción y otros la otra, ayudaban a dos ejércitos contrarios, sino también cuando sostuvieron sus propias guerras, como las que tuvieron con los titanes o gigantes. Estas particularidades no sólo se dicen, sino que se creen muy neciamente, y en realidad no son más que sofismas llenos de vanidad y de suma liviandad.» Y ved aquí, entretanto, palpable lo que confiesan los que defienden a los dioses de los gentiles; pues cuando añade después que esta doctrina pertenece a la superstición, y aun a la religión que él parece enseña, según los estoicos, «porque no sólo los filósofos, dicen, sino también nuestros antepasados, distinguieron la superstición de la religión, en atención a que todo el día rezaban y sacrificaban para que les sobreviviesen sus hijos supérstites, por lo cual los llamamos supersticiosos». ¿Quién no advierte que Cicerón procura aquí, por temor de no contravenir al uso y costumbre de su ciudad, alabar la religión de sus mayores, y queriéndola distinguir de la superstición no halla medio para poderlo hacer? Porque silos progenitores llamaron supersticiosos a los que todo el día rezaban y sacrificaban, ¿acaso no los denominaron así los que idearon, no sin reprenderlo aquél, las estatuas de los dioses, de diferente edad, vestido, sexo, sus casamientos y parentescos? Estas preocupaciones, sin duda, cuando se reprenden como supersticiosas, la misma culpa comprende a los antepasados, que establecieron y adoraron semejantes estatuas, que a él mismo, que por más que procurar con el sacrificio de su elocuencia desenvolverse y librarse de ella, con todo, le era necesario tributarles culto, por no exponerse a los rigores de un pueblo iluso; ni tampoco lo que dice aquí Cicerón y defiende con tanta energía se atreviera a mentarlo, perorando delante del pueblo. Demos, pues, los cristianos gracias a Dios nuestro Señor, no al cielo ni a la tierra, como éste enseña, sino al que hizo el cielo y la tierra, de que estas supersticiones, que este Balbo como balbuciente apenas reprende, las derribó por la elevada humildad de Cristo, por la predicación de los Apóstoles, por la fe de los mártires, que mueren por la verdad y viven con ella, las derribó, digo, y desterró no sólo de los corazones religiosos, sino de los templos supersticiosos, con libre servidumbre de los suyos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXI. De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión que tenía el pueblo, y no llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con todo, es de parecer que se debía adorar un solo Dios Pues qué, el mismo Varrón (de quien nos pesa que haya colocado entre los asuntos de la religión los juegos escénicos, aunque esto no fuese de su dictamen, pues en muchos lugares, como religioso, exhorta al culto de los dioses), ¿acaso no confiesa que no sigue por parecer propio las cosas que refiere instituyó la ciudad de Roma acerca de este punto, de modo que no duda decir que, si él fundara de nuevo aquella ciudad, dedicara los dioses y los nombres de éstos según la fábula de su naturaleza? Pero dice que le precisa seguir como estaba recibida por los antiguos en el pueblo viejo, la historia de sus nombres y sobrenombres, así como elles nos la dejaron, y escribir y examinarlos atentamente, llevando la mira y procurando que el vulgo se incline antes a reverenciarlos que a menospreciarlos; con las cuales palabras este hombre indiscreto, bastantemente nos da a entender que no declara todo lo que él solo despreciaba, sino lo que parecía que había de vilipendiar el mismo vulgo, si no lo pasase en silencio. Pareciera esto, hablando de las religiones, no dijera claramente que muchas cosas hay verdaderas que no sólo no es útil que las sepa el vulgo, sino también, dado que sean falsas, es conveniente que el pueblo lo entienda de otra manera; y por esto los griegos ocultaron con silencio y entre paredes sus mayores secretos y misterios. Aquí realmente nos descubrió toda la traza de los presumidos de sabios, por quienes se gobiernan las ciudades y los pueblos, aunque de estas seducciones y estos maravillosos gustan los malignos demonios pues igualmente están en posesión de los seductores y de los seducidos, y de su posesión y dominio no hay quien los pueda librar, sino, es la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro. Dice también el mismo sabio y discreto autor que es Dios los que creyeron era un espíritu, que con movimiento y discurso gobierna: el mundo; con cuyo sentir, aunque no alcanzó un conocimiento exacto y genuino de la verdad (porque el Dios verdadero no es precisamente el alma del mundo, sino más bien el Criador y Hacedor de este espíritu), con todo, si pudiera eximirse de las opiniones que estaban ya tan recibidas por la costumbre, confesara y persuadiera eficazmente que se debía adorar a un solo Dios, que con movimiento y razón el Universo; de modo que sobre este punto sólo quedara con la indecisa la cuestión y duda en cuanto que es espíritu, y no como debiera decir, Criador del alma. Dice asimismo que los antiguos romanos, por más de ciento setenta años, adoraron y veneraron a los dioses sin estatuas; y «si esto, añade, perseverara todavía, con más castidad y santidad se reverenciaran los dioses», Y en apoyo de su parecer cita, entre otros, por testigo la nación de los judíos, no dudando de concluir su discurso diciendo: «Que los primeros que introdujeron en el pueblo las estatuas de los dioses quitaron el miedo a los ciudadanos y los indujeron a nuevos errores»; advirtiendo, como prudente, que fácilmente podía despreciar a los dioses por la imperfección de sus imágenes; al decir no sólo que enseñaron errores, sino que les indujeron, quiere dar a entender ciertamente que también sin las estatuas, había ya errores. Por eso, cuando dice que sólo acertaron a indicar lo que era Dios los que se persuadieron era el alma que gobernaba el mundo, y es de parecer que más casta y santamente se guarda la religión sin estatuas, ¿quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de la verdad? Porque si se atreviera a oponerse a un error tan antiguo, sin duda que diría: lo uno que había un solo Dios, por cuya providencia creía que se gobernaba el mundo! y lo otro que éste debía adorarse sin representación sensible Y así, hallándose tan cercano a las primeras nociones de la verdadera religión, acaso cayera fácilmente en la cuenta, opinando que el alma era mudable, para de este modo poder entender que Dios verdadero era una naturaleza inmutable que había criado asimismo a la misma alma. Y siendo esto cierto, todas las vanidades ilusorias de muchos dioses, de que semejantes autores han hecho mención en sus libros, más han sido obligados por ocultos juicios de Dios a confesarías como son que procurando persuadirlas. Cuando citamos algunos testimonios de éstos, los alegamos para convencer a esos que no quieren advertir de cuán terrible y maligna potestad de los espíritus infernales nos libra el incruento sacrificio de la sangre santísima que por nosotros se derramó y el don y gracia del espíritu que por él se nos comunica. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXII. Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre sus vasallos las falsas religiones Dice también que por lo que se refiere a las generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas que a la de los físicos, y que por lo mismo sus antepasados, esto es, los antiguos romanos, creyeron como indudable el sexo y generaciones de los dioses, y creyeron que entre ellos habla también casamientos; lo cual, ciertamente, parece que no lo hicieran si no fuera porque el empeño y principal pretensión de los prudentes y sabios del siglo fue engañar al pueblo su color de religión, y en esto mismo no sólo adorar, sino imitar también a los demonios, que principalmente intentan seducirnos; porque así como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado, así también los príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios, lo mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera verdad lo persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban más en él el vínculo de la unión civil, para tenerle así obediente y sujeto; y con tal traza, ¿cómo el flaco e ignorante podría evadirse a un tiempo de los engaños de los príncipes y de los espíritus infernales? IR A CONTENIDO CAPITULO XXXIII. Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del verdadero Dios Aquel gran Dios, autor y único dispensador de la felicidad, esto es, el Dios verdadero, es el único que da los reinos de la tierra a los buenos y a los malos, no temerariamente y como por acaso, pues es Dios y no fortuna, sino según el orden natural de las cosas y de los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a El, al cual orden de los tiempos no sirve y se acomoda como súbdito, sitio que El, como Señor absoluto, le gobierna con admirable sabiduría, y como gobernador le dispone; mas la felicidad no la concede sino a los buenos, por cuanto ésta la pueden tener y no tener los que sirven; pueden también no tenerla y tenerla los que reinan, la cual, sin embargo, será perfecta y cumplida en la vida eterna, donde ya ninguno servirá a otro; y por eso concede los reinos de la tierra a los buenos y a los malos, para que los que le sirven y adoran y son aún pequeñuelos en el aprovechamiento del espíritu no deseen ni le pidan estas gracias y mercedes como un don grande y estimable. Y éste es el misterio del Viejo Testamento, en donde estaba oculto y encubierto el Nuevo, porque allí todas las promesas y dones eran terrenos y temporales, predicando al mismo tiempo, aunque no claramente, los que entonces eran inteligentes y espirituales, la eternidad que significaban aquellas cosas temporales, y en qué dones de Dios consistía la verdadera felicidad. IR A CONTENIDO CAPITULO XXXIV. Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó¿ el que es sólo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión Para que se conociese también que los bienes terrenos, a que sólo aspiran los que no saben imaginar con más utilidad espiritual, estaban en manos dcl mismo Dios, y no en la multitud de dioses falsos (los cuales creían los romanos antes de ahora se debían adorar), multiplicó en Egipto su pueblo, que era en número muy corto, de donde le sacó libre de la servidumbre con maravillosos prodigios y señales; y, con todo, no invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que, de un modo admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación, las fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de las manos y furia de los egipcios, que los perseguían y deseaban matarles; todas sus criaturas, sin la diosa Rumina, mamaron; sin la Cunina estuvieron en las cunas; sin la Educa y Potina comenzaron a comer y a beber, y sin tantos dioses de niños se criaron; sin los dioses conyugales se casaron, sin invocar a Neptuno se les dividió el mar y concedió paso franco, y anegó, tornando a juntar sus ondas, a los enemigos que iban en su seguimiento; ni consagraron alguna diosa Manina cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando, estando muertos de sed, la piedra herida con la misteriosa vara, les brotó abundancia de agua, adoraron a las ninfas y linfas; sin los desaforados misterios de Marte y de Belona emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin la victoria no vencieron, mas no la tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular de Dios. Tuvieron mieses sin Segecia; sin Bobona bueyes; miel sin Melona; pomos y frutas sin Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que los romanos creyeron debían acudir a suplicar a tanta turba de falsos dioses, lo tuvieron con mucha más bendición y abundancia de la mano de un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra El con curiosidad impía, acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses de los gentiles y a sus ídolos, y, últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran en la posesión del mismo reino, aunque no tan espacioso, pero sí más dichoso. Y si ahora andan tan derramados por casi todas las tierras y naciones, es providencia inescrutable de aquel único y solo Dios verdadero, para que, viendo cómo se destruyen por todas partes las estatuas, aras, bosques y templos de los falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se prueba y verifique por sus libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado, porque leyendo en los nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra; pero lo que se sigue es necesario que lo veamos en el libro siguiente.


 
Título: La Ciudad de Dios Libro Quinto. El Hado y la Providencia Divina Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD) Contenido: PROEMIO CAPITULO PRIMERO. Que la felicidad del imperio romano y de todos los reinos no es casual ni debida a la posición de las estrellas. CAPITULO II. De la disposición semejante y desemejante de dos mellizos CAPITULO III. Del argumento que Nigidio, astrólogo, tomó de la rueda del ollero en la cuestión de los gemelos. CAPITULO IV. De tos hermanos gemelos Esaú y Jacob, y de la diferencia tan grande que hubo, entre ellos en sus costumbres y acciones CAPITULO V. Cómo se, convence a los astrólogos de la vanidad de su ciencia CAPITULO VI. Los mellizos de distinto sexo CAPITULO VII. De la elección del día para tomar mujer o para plantar o sembrar alguna semilla en el campo CAPITULO VIII. De los que entienden por hado, no la posición de los astros, sino la trabazón de las causas que penden de la voluntad divina CAPITULO IX. De la presciencia de Dios y de ¡a libre voluntad del hombre contra la definición de Cicerón CAPITULO X. Si domina alguna necesidad en las voluntades de los hombres CAPITULO XI. De la providencia universal de Dios, debajo de cuyas leyes está todo CAPITULO XII. Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el verdadero Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio CAPITULO XIII. Del amor de la alabanza que, aunque es vicio se le tiene por virtud, porque por el cohíbense mayores vicios CAPITULO XIV. De cómo se debe cercenar el deseo de la humana alabanza, porque toda la honra y gloria de los justos está puesta en Dios CAPITULO XV. Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos CAPITULO XVI. Del premio de los ciudadanos santos de la Ciudad Eterna, a quienes pueden aprovechar los ejemplos de Las virtudes de los romanos CAPITULO XVII. Qué fruto sacaron los romanos con La guerra y cuánto hicieron a los que vencieron CAPITULO XVIII. Cuán ajenos de vanagloria deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable acción por el amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto Ios romanos por La gloria humana y por la ciudad eterna CAPITULO XIX. De La diferencia que hay entre el deseo de gloria y el deseo de dominar CAPITULO XX. Que tan torpemente sirven las virtudes a la gloria humana como al deleite del cuerpo CAPITULO XXI. Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo CAPITULO XXII. Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios CAPITULO XXIII. De la guerra en que Radagaiso, rey de los godos, que adoraba a los demonios, en un día fue vencido con su poderoso ejército CAPITULO XXIV. Cuán verdadera y grande sea la felicidad de los emperadores cristianos CAPITULO XXV. De las prosperidades que Dios dio al cristiano emperador Constantino CAPITULO XXVI. De la fe y, religión del emperador Teodosio PROEMIO Puesto que consta que el colmo de todo cuanto debe desearse es la felicidad cual no es diosa, sino don particular de Dios, y que por eso los los hombres no deben adorar otro dios, sino sólo al que puede hacerles felices, por cuyo motivo, si ésta fuera diosa, con razón se diría que a ella sola se debía tributar culto; veamos ya, según estos principios, por qué razón Dios, que puede dar los bienes que pueden gozar también los que no son buenos, y por el mismo caso los que no son felices, quiso que él Imperio romano fuese tan dilatado y que durase por tanto tiempo. Supuesto, pues, que esta tan admirable resolución no la causó la muchedumbre de dioses falsos que ellos adoraban, y basta por ahora lo que hemos ya referido acerca de ella; después diremos más donde nos pareciere a propósito. IR A CONTENIDO CAPITULO PRIMERO Que la felicidad del imperio romano y de todos los reinos no es casual ni debida a la posición de las estrellas. La causa, pues, de la grandeza y amplificación del Imperio romano no es fortuita ni fatal, según el sentir de los que afirman que las cosas fortuitas son las que, o no reconocen causa alguna, o suceden sin algún orden razonable, y las fatales, las que acontecen por la necesidad de cierto orden y contra la voluntad de Dios y de los hombres. Sin duda alguna, que la Divina providencia es la que funda los reinos de la tierra; y si ningún entusiasta atribuye su erección al hado, fundado en que por el nombre de hado se entiende la misma voluntad o poder de Dios, siga su opinión y refrene la lengua y este tal ¿por qué no dirá al principio lo que ha de decir al fin cuando le preguntaren qué entiende por hado? Porque cuando lo oyen los hombres, según el común modo de hablar, no entienden por esta voz sino la fuerza de la constitución de las estrellas, calculada según el estado en que se hallan cuando uno nace o es concebido; cuya operación intentan varios eximir de la voluntad de Dios; aunque otros quiéren que este efecto dependa asimismo de ella; pero a los que son de opinión que sin la voluntad de Dios las estrellas decretan lo que hemos de practicar lo que tenemos de bueno o padecemos de malo, no hay motivo para que les den oídos ni crédito, no sólo los que profesan la verdadera religión, sino los que siguen el culto de cualesquiera dioses, aunque falsos; porque esta opinión errónea ¿qué otra cosa hace que persuadir que, de ningún modo se adore a dios alguno, ni se le haga oración? Contra éstos, al presente, no disputamos, sino contra los que contradicen a la religión cristiana en defensa de los que ellos tienen por dioses; pero los que se persuaden estar dependiente de la voluntad de Dios la constitución de las estrellas, que en alguna manera decretan o fallan cuál es cada uno y lo que le sucede de bueno y de malo, si juzgan que las estrellas tienen este poder recibido del supremo poder de Dios, de modo que determinen voluntariamente estos efectos, hacen grande injuria al Cielo, en cuyo clarísimo consejo (digámoslo así) e ilustrísima corte, piensan que se decretan las maldades que se han de perpetrar por los malvados: que si tales las acordara alguna ciudad de la tierra por decreto de los hombres, debiera ser destruida y asolad ¿Y qué imperio y jurisdicción le queda después a Dios sobre las acciones de los hombres si las atribuyen a la necesidad del Cielo, o, por mejor decir, a la fatal constelación de los astros, siendo este gran Dios el Señor absoluto y Criador de los hombres y de las estrellas? Si dicen que, las estrellas no decretan estos sucesos a su albedrío, aunque hayan obtenido facultad del sumo Dios, sino que en causar tales necesidades cumplen puntualmente sus mandatos, ¿es posible que hemos de sentir de Dios lo que nos pareció impropio sentir de la voluntad de las estrellas? Si instan, diciendo que las estrellas significan los futuros contingentes, pero que no los ejecutan, de modo que aquella constitución sea como una voz que anuncia lo que está por venir, mas que no sea causa de ello (porque esta opinión fue de algunos filósofos bastante ignorantes), no suelen explicarse así los matemáticos, de forma que digan de esta manera: «Marte, puesto en tal disposición, anuncia un homicidio»; sino que dicen: «Hace un homicida»; pero aun cuando concedamos que no se expresan como deben, y que es necesario tomen de los filósofos la regla de cómo han de hablar para pronosticar lo que piensan que alcanzan para la constitución de las estrellas; ¿qué arcano tan profundo o dificultad tan intrincada es ésta, que jamás pudieron dar la razón por qué en la vida de los mellizos nacidos de un parto, en sus acciones, sucesos, profesiones, artes, oficios, en todo lo demás que toca a la vida humana y en la misma muerte hay por la mayor parte tanta diferencia, que les son más parecidos y semejantes en cuanto a estas cualidades muchos extraños que, los mismos mellizos, entre sí, a quienes, al nacer, los dividió un corto espacio de tiempo, y al ser concebidos con un mismo acto, y aun en un mismo movimiento, los engendraron sus padres? IR A CONTENIDO CAPITULO II De la disposición semejante y desemejante de dos mellizos Refiere Cicerón que Hipócrates, insigne médico, escribe que, habiendo caído enfermos dos hermanos a un mismo tiempo, viendo que su enfermedad en un mismo instante crecía y en el mismo declinaba, sospechó que eran gemelos, de quienes el estoico Posidonio, aficionado en extremo a la Astrología, solía decir que habían nacido bajo una misma constelación, que en la misma fueron concebidos, de modo que lo que el médico decía pertenecía a la correspondencia o semejanza que tenían entre si por su disposición física, el filósofo astrólogo lo atribuía a la influencia y constitución de las estrellas que se reconoció al tiempo que nacieron y fueron concebidos. En este punto es mucho más creíble y común la conjetura de los médicos, pues conforme a la disposición corporal que tenían los padres, pudieron disponerse los primeros materiales de la generación, de modo que, recibiendo el cuerpo de la madre los mismos principios nutritivos, naciesen los hijos de igual disposición, fuera buena o mala; después, criándose en una misma casa, con unos propios alimentos, sobre cuyas circunstancias dicen los médicos que el aire, el sitio del lugar y la naturaleza de las aguas pueden mucho para preparar bien o mal el cuerpo y acostumbrándose también a unos mismos ejercicios, es natural tuviesen los cuerpos tan semejantes, que de un mismo modo se dispusieran para estar enfermos a un tiempo, y por unas mismas causas; pero querer atribuir la igualdad y semejanza de esta enfermedad a la disposición del cielo y de las estrellas que se observó cuando los engendraron o cuando nacieron, siendo muy posible que se concibiesen y naciesen tantos de diverso género y de diferentes afectos y sucesos en un mismo tiempo, en una misma región y tierra colocada bajo un mismo cielo y clima, no sé si puede darse mayor temeridad; aunque en este país hemos conocido mellizos que han tenido no sólo diferentes acciones y peregrinaciones, sino que han padecido diferentes enfermedades; de lo cual, en mi sentir, pudiera dar fácilmente la causa Hipócrates, diciendo que con el uso de diferentes alimentos y ejercicios que proceden, no de la templanza del cuerpo, sino de la voluntad del ánimo, les pudo suceder tener diferentes disposiciones; y seria harto maravilloso que en este caso Posidonio o cualquier otro defensor del hado o influencia de las estrellas pudiera hallar qué replicar, a no ser queriendo trastornar los juicios de los ignorantes con fenómenos raros que no saben ni entienden; pues los que intentan persuadir, computando el pequeño espacio que tuvieron entre si los mellizos mientras nacieron con respecto a la partícula del cielo, donde se coloca la nota de la hora que llaman horóscopo, o no puede el signo tanto cuanta es la diversidad que hay en las voluntades, acciones, costumbres y sucesos de los gemelos, o pueden aún más estas cualidades que la misma bajeza o nobleza del linaje de los mellizos, cuya mayor diversidad no la calculan, sino la hora en que cada uno nace; y por consiguiente, si tan presto viene a nacer uno como otro permaneciendo en igual grado la misma parte o punto del horóscopo, luego deberán ser del todo semejantes o iguales en sus propiedades, lo cual es imposible hallarse en ningunos mellizos. Y si la dilación del segundo en el nacimiento muda el horóscopo, luego los padres serán diferentes, cuya circunstancia no puede verificarse en los mellizos. IR A CONTENIDO CAPITULO III Del argumento que Nigidio, astrólogo, tomó de la rueda del ollero en la cuestión de los gemelos. Así que en vano se alega en comprobación de esta doctrina aquella famosa invención de la rueda del ollero, de la cual refieren se valió Nigidio para responder hallándose atajado en esta cuestión, por lo cual le vinieron a llamar Fígulo, pues habiendo impelido y sacudido con toda su fuerza a la rueda, corriendo ésta la señaló con suma presteza, como si fuera en un determinado paraje de ella, con tinta dos veces; después, parando la rueda, hallaron los dos puntos que había señalado en las extremidades de ella no poco distantes entre sí; «del mismo modo, dice, siendo tan imperceptible la velocidad con que se mueve el cielo, aunque uno tras otro nazca con tanta presteza con cuanta yo herí dos veces la rueda, es mucho mayor la ligereza del cielo en su curso; de este principio, prosigue, dimanan todas las diferencias tan singulares que refieren hay en las costumbres y sucesos de los mellizos». Esta ficción es más frágil que las mismas ollas que se forjan con las vueltas de aquella rueda, porque si tanto importa en el cielo (lo que no puede comprenderse en las constelaciones) que a uno de los gemelos le venga la herencia y al otro no, ¿cómo se atreven a los que no son mellizos (examinando sus constelaciones) a pronosticarles sucesos que pertenecen a aquel secreto que nadie puede comprender, notándolos y atribuyéndolos a los puntos y momentos en que nacen las criaturas? Y si estos acaecimientos los pronostican en los nacimientos de los otros porque conciernen a espacios y tiempos más largos, aquellos puntos y momentos de partes tan menudas que pueden tener entre sí los gemelos cuando nacen, atribuyéndose a cosas mínimas, sobre que no se suele consultar a los astrólogos (porque quién ha de preguntar cuándo se sienta uno, cuándo se posea o cuándo come), ¿por ventura diremos esto cuando en las, costumbres, acciones y sucesos de los mellizos hallamos tantas y tan diferentes propiedades? IR A CONTENIDO CAPITULO IV De tos hermanos gemelos Esaú y Jacob, y de la diferencia tan grande que hubo, entre ellos en sus costumbres y acciones Nacieron dos gemelos en tiempo de los antiguos padres (por hablar de los más insignes), de tal suerte en uno tras el otro, que el segundo tuvo asida la planta del pie del primero. Hubo tanta diversidad en su vida y costumbres, tanta desigualdad en sus acciones y tanta diferencia en el amor de sus padres, que esta distancia les hizo entre sí enemigos. ¿Acaso refieren las historias esta particularidad de que andando el uno el otro estaba sentado, durmiendo el uno el otro velaba, y hablando el uno el otro callaba, todo lo cual pertenece a aquellas menudencias que no pueden comprender los que describen la constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios nace cada uno, para que en su vista puedan consultar a los matemáticos? El uno pasó su vida sirviendo a sueldo, el otro no sirvió; el uno era amado de su madre, el otro no lo era; el uno perdió la dignidad que entre ellos era tenida en mucho aprecio, y el otro la alcanzó; ¿pues qué diré de la diversidad que hubo en sus mujeres, hijos y hacienda? Y si estas cosas se dicen porque se atiende no a las diferencias pequeñísimas de tiempo que hay entre los mellizos; sino a espacios de tiempo más considerables, ¿a qué viene la rueda del ollero, sino para que a los hombres que tienen el corazón de barro los tenga al retortero, para que no queden en mal lugar las vanidades de los matemáticos? IR A CONTENIDO CAPITULO V Cómo se, convence a los astrólogos de la vanidad de su ciencia ¿Y qué practican, finalmente, aquellos mismos cuya enfermedad, porque a un mismo tiempo crecía y declinaba, Hipócrates, mirándolo como médico, sospechó que eran gemelos? ¿Por ventura no es argumento suficiente contra los que quieren atribuir a las estrellas lo que procedía de una misma templanza y disposición física de los cuerpos? Pregunto: ¿por qué de una misma manera y a un mismo tiempo no enfermaban el uno tras el otro, como habían nacido, pues seguramente no pudieron nacer ambos juntamente? Y si no fue de momento para que cayeran enfermos en diferentes tiempos el haber nacido en distintas estaciones, ¿por qué pretenden que vale para la diferencia de las otras propiedades la diferencia del tiempo en que nacen? Pregunto asimismo: ¿por qué pudieron peregrinar en diferentes tiempos, y en diferentes tiempos casarse, engendrar hijos y no pudieron por la misma causa enfermar también en diferentes tiempos? Porque si la desigualdad y dilación en el nacer mudó el horóscopo y causó desproporción y diferencia en las demás cualidades, ¿por qué razón perseveró en las enfermedades lo que tenían los que fueron concebidos con igualdad a un mismo tiempo? Y si la suerte o hado de la buena o mala disposición consiste en la concepción, y la de los demás sucesos en el nacimiento, no debieran vaticinar nada acerca de la salud, mirando las constelaciones del nacimiento, supuesto que no pueden observar la hora de la concepción. Y si vaticinan las enfermedades sin examinar el horóscopo de la concepción, ¿por qué las significan los puntos y momentos en que nacen? Pregunto: ¿cómo podrían pronosticar a cualquiera de aquellos mellizos, observando la hora de su nacimiento, cuándo habla de estar enfermo, si el otro que no nació en la misma hora necesariamente había de enfermar a un mismo tiempo? Pregunto más: si hay tanta distancia de tiempo en el nacimiento de los mellizos, que por ello sea preciso sucederles diferentes constelaciones por el horóscopo diferente, y por esto resultan distintos todos los ángulos cárdines, a los cuales atribuyen un influjo tan particular, que de ellos quieren procedan diferentes hados y suertes, ¿por dónde pudo suceder esto, pues la concepción de ellos no pudo ser en diferente tiempo? Y si dos concebidos en un mismo momento pudieran tener diferentes hados para nacer, ¿por qué otros dos que nacieron en un mismo instante de tiempo no pueden tener diferentes hados para vivir y morir? Pues si un mismo momento en que ambos fueron concebidos no impidió que naciese el uno primero y el otro después, ¿por qué causa, si nacen dos en un momento, ha de haber algún motivo que impida que muera el uno primero y el otro después? Si un momento en la concepción causa el que los gemelos tengan diferentes suertes hasta en el vientre de su madre, ¿por qué un instante en el nacimiento no motivará que otros dos cualesquiera tengan diferentes suertes en la tierra, y así se quiten todas las ficciones de esta arte, o, mejor decir, vanidad? ¿Qué misterio se encierra en que los concebidos eh un mismo tiempo, en un mismo momento, debajo, de una misma porción del cielo, tengan diferentes suertes, que los impelan a nacer en diferente hora, y que dos nacidos igualmente de dos madres en un momento de tiempo, debajo de una misma constelación del cielo, no pueden tener diferentes suertes que los traigan a diferente necesidad de vivir o de morir? ¿Acaso los concebidos no participan de la influencia de los hados sino cuando llega el momento de nacer? ¿Cómo, pues, aseguran que si se halla la hora de la concepción pueden adivinar muchas maravillas? ¿Y cómo defienden también algunos que un sabio escogió la hora en que se había de juntar con su esposa, y mediante una lección tan prudente logró engendrar un hermoso y perfecto hijo? ¿Cómo, finalmente, decía Posidonio, aquel grande astrólogo y filósofo, de los dos gemelos, que la causa de haber enfermado en un mismo tiempo consistió en que nacieron en un mismo momento, y en uno mismo fueron concebidos? Sin duda, parece, añadió la concepción, porque no le dijesen que no pudieron nacer precisamente en un mismo tiempo lo que era notorio fueron concebidos en un mismo momento, y por no atribuir la particularidad de haber enfermado de un mismo mal y a un mismo tiempo a la igual templanza o disposición del cuerpo; antes más bien, por imputar y hacer dependiente de las estrellas aquella misma igualdad y semejanza de enfermedad. Y si tanto puede para la igualdad de los hados la concepción, no se habían de mudar estos mismos hados con el nacimiento, o si se inmutan los hados de los gemelos porque nacen en diferentes tiempos, ¿por qué no hemos de imaginar con más justa causa que ya se habían mudado para que naciesen en diferentes tiempos? ¡Que no pueda la voluntad de los vivos mudar los hados del nacimiento, pudiendo el orden de hacer mudar los hados de la concepción, es admirable, sin duda! IR A CONTENIDO CAPITULO VI Los mellizos de distinto sexo Además, en las concepciones de los mielgos que han tenido lugar en el mismo momento, ¿de dónde procede que bajo una misma constelación fatal se conciba uno varón, y otra, hembra? Conocemos gemelos de distinto sexo. Ambos viven aún, ambos están aún en la flor de la edad. Aunque ellos tienen rasgos corporales semejantes entre sí, cuanto es posible entre seres de diferente sexo, con todo, en el comportamiento y tren de vida son tan dispares, que, fuera de las acciones femeninas, que necesariamente se han de diferenciar de las viriles, él milita en el oficio de conde y casi siempre está de viaje fuera de casa, y ella no se separa del suelo patrio y del propio campo. Más aún (cosa más increíble si se da fe a los hados de los astros, y no extraña si se consideran las voluntades de los hombres y los dones de Dios), él es casado y ella virgen consagrada a Dios; él, padre de muchos hijos; ella ni se casó siquiera. ¿Todavía es grande el poder del horóscopo? Sobre cuánta sea su vacuidad, ya diserté bastante. Pero, cualquiera que sea, dicen que influye en el nacimiento. ¿Acaso también en la concepción, donde es manifiesto que hay un solo ayuntamiento carnal? Y es tal el orden de la naturaleza; que, en concibiendo una vez la mujer, no puede concebir después otro. De donde resulta necesariamente que los mellizos son concebidos en el mismo momento. ¿Acaso, porque nacieron bajo diverso horóscopo, se cambió, al nacer, a aquél en varón y a ésta en hembra? Puede, pues sostenerse no de todo punto absurdamente que ciertos influjos sidéreos valen para solas las diferencias corporales, como vemos también variar los tiempos del año en las salidas y puestas del sol y aumentarse y disminuirse algunas cosas con los crecientes y menguantes de la luna, como los erizos, las conchas y los admirables oleajes del océano, y que las voluntades de los hombres no se subordinan a las posiciones de los astros. El que éstos ahora se esfuercen por hacer depender de ellas nuestros actos, nos previene para que investiguemos cómo esta su razón no puede probarse ni aun en los cuerpos. ¿Qué hay tan concerniente al cuerpo como el sexo? Y, sin embargo, bajo la misma posición de los astros pudieron concebirse mellizos de distinto sexo. Por tanto, ¿qué mayor disparate puede decirse o imaginarse que pensar que la posición sideral, que fue una misma para la concepción de ambos, no pudo hacer que, con quien tenía una misma constelación, no tuviera sexo distinto, y pensar que la posición sideral que presidía la hora del nacimiento pudo hacer que discrepara tanto de él por la santidad virginal? IR A CONTENIDO CAPITULO VII De la elección del día para tomar mujer o para plantar o sembrar alguna semilla en el campo ¿Quién ha de poder sufrir el oír que con hacer elección de ciertos días procuran formar con sus acciones unos nuevos hados? En efecto; no tuvo otro tal felicidad que lograse tener un hijo admirable; antes, por el contrario, supo le había de engendrar soez y despreciable, y por eso el hombre docto escogió hora determinada; luego hizo el hado que no tenía, por el mismo hecho comenzó a ser fatal, lo que no fue en su nacimiento. ¡Oh estupidez singular! Hacerse elección del día para tomar mujer, porque de no hacerlo así hubiera podido suceder en fecha no propicia ¿Dónde está, pues, lo que decretaron las estrellas cuando nació? Puede, acaso, el hombre mudar con la elección del día lo que le estaba ya decretado, y aquello que él determinó con la elección del día ¿no lo podrá mudar otra potestad? Mas si los hombres solos, y no todos los entes que están colocados debajo del cielo, están sujetos a las constelaciones, ¿por qué escogen días acomodados para plantar viñas, árboles o mieses, y otros para domar el ganado o para echar los machos a las hembras, para que se multipliquen las yeguas o los bueyes, y todo lo que es de esta clase? Y si las elecciones de los días valen para estos ejercicios por causa de que la posición de las estrellas domina sobre todos los cuerpos terrenos animados o inanimados, según la diversidad de los momentos de los tiempos, consideren cuán innumerables son las producciones que debajo de un mismo punto de tiempo nacen o salen de la tierra o empiezan a crecer, y, con todo, tienen tan diferentes fines, que a cualquier niño le obligan a que se ría y mofe de estas observaciones; porque ¿quién hay tan falto de juicio que se atreva a decir que todos los árboles, todas las plantas y hierbas, todas las bestias, reptiles, aves, peces, gusanillos e insectos participan, cada uno respectivamente, de diferentes momentos en su nacimiento? Con todo, suelen algunos, para experimentar la pericia de los astrólogos, representarles las constelaciones de algunos animales brutos, cuyos nacimientos han observado diligentemente en su casa para este efecto, y reputan por excelentes astrólogos a los que, habiendo visto las constelaciones, responden que no nació hombre, sino alguna bestia, atreviéndose a decir igualmente la calidad de la bestia, si es a propósito y acomodada para la lana, para carga, para el arado o para la custodia de la casa; y porque tienen su sabiduría hasta en los hados de los perros, responden a todo con grande aclamación de los que se admiran de su vana ciencia; tan necios proceden los hombres, que imaginan que cuando nace el hombre se impiden los demás nacimientos de las cosas naturales, de manera que debajo de una misma región del cielo, no nazca con él ni una mosca; pero si admiten el argumento, éste, paso a paso y poco a poco, los hace ir de las moscas a los camellos y elefantes. Tampoco quieren advertir que haciendo elección del día para sembrar el campo, la grande muchedumbre de granos que cae juntamente en el suelo, juntamente nace, y, nacida, espiga, grana y blanquea; y con todo, entre ellas, a unas mismas espigas, que son de un mismo tiempo que las otras, sembradas, nacidas y criadas juntas, las destruye la niebla, a otras las consumen las aves y a otras las arrancan los hombres. ¿Cómo han de decir que tuvieron diferentes constelaciones estas semillas, que ven tienen tan diferentes fines? Por ventura, ¿se avergonzarán y dejarán de elegir días para estas investigaciones, y negarán que no pertenecen a los decretos del cielo, y sólo sujetarán al imperio de las estrellas al hombre, a quien sólo en la tierra dio Dios voluntad libre? Considerando todas estas justas reflexiones con la meditación debida, no sin razón se cree que cuando los astrólogos ,admirablemente pronostican muchos sucesos que salen verdaderos, esto sucede por oculto instinto de los espíritus no buenos, a cuyo cargo está el plantar y establecer en los hombres estas falsas y dañosas opiniones de los hados o influjos de las estrellas, y no por algún arte que observa y nota el horóscopo, porque no le hay. IR A CONTENIDO CAPITULO VIII De los que entienden por hado, no la posición de los astros, sino la trabazón de las causas que penden de la voluntad divina Pero los que entienden por nombre de hado, no la constitución de los astros tomo se halla cuando se engendra, o nace, o crece alguna especie, sino la trabazón y orden de todas las causas con que se hace todo lo que se hace, no hay razón para que nosotros nos cansemos ni porfiemos obstinadamente con ellos sobre la cuestión del nombre, supuesto que el mismo orden y trabazón de las causas la atribuyen a la voluntad y potestad del Dios sumo, de quien se cree con realidad y verdad que sabe todas las cosas antes que se hagan, y que no deja alguna sin orden: de quien dependen todas las potestades, aunque no dependen de él todas las voluntades; que llamen estos hados con especialidad a la misma voluntad del sumo Dios, cuyo poder sin resistencia se difunde por todo lo criado, se prueba con estos versos, que son, si no me engaño, de Séneca «Llévame, Sumo Padre y Señor del alto Cielo, adonde quiera que quisieres; obedeceré sin dilación alguna. Ved aquí, en resumen, que, supuesto el caso que no quiera, he de seguirte, aunque no quiera, y haré, por fuerza, siendo malo, lo que pude hacer de grado siendo bueno. Al que quiere llévanle suavemente los hados, y al que no quiere, por fuerza.» Así que con este último verso, evidentemente llamó hados a la que había llamado voluntad del Sumo Padre, a quien dice que está dispuesto a obedecer, para que queriéndolo le lleven de grado y suavemente, y no queriendo no le llevan por fuerza; porque, en efecto, al que quiere le llevan suavemente los hados, y al que se resiste, por fuerza. Apoyan también esta sentencia aquellos versos de Homero que Cicerón puso en el idioma latino, y dicen: «Tales son las voluntades de los hombres, cuales son las influencias que al mismo padre Júpiter le parece enviar sobre la tierra.» Y aunque fuera de poca autoridad en esta cuestión el parecer del poeta, mas porque dice que los estoicos (que son los que defienden la fuerza del hado) suelen citar estos versos de Homero, no se trata ya de la opinión del Poeta, sino de la de estos filósofos, ya que con estos versos que citan en la materia, que tratan del hado manifiestamente, declaran qué es lo que sienten que es hado, supuesto que le llaman Júpiter, el cual piensan y entienden que es el sumo Dios, de quien dicen que depende la trabazón de los hados. IR A CONTENIDO CAPITULO IX De la presciencia de Dios y de ¡a libre voluntad del hombre contra la definición de Cicerón A estos filósofos de tal modo procura refutar Cicerón, que le parece no ser bastante poderoso contra ellos si no es quitando la adivinación, la cual procura destruir, diciendo que no hay ciencia de las cosas futuras, y ésta pretende probar con todas sus fuerzas intelectuales que es del todo ninguna, así en Dios como en los hombres; que no hay predicción o profecía de ningún futuro; niega, por consiguiente, la presciencia de Dios, procura enervar, desautorizar y dar por el suelo con vanos y lisonjeros argumentos todas las profecías más claras que la luz; y opóniéndose a sí mismo algunos oráculos, a que fácilmente se puede a satisfacción; no obstante, cuando refuta estas conjeturas de los matemáticos de contestar, con todo, tampoco triunfa su elocuencia, porque realmente ellas son tales, que mutuamente se destruyen y confunden. Con todo eso, son mucho más tolerables aún los que opinan ser infalibles los hados de las estrellas que Cicerón, que quita la presciencia de las cosas futuras; porque confesar que hay Dios y negar que sepa lo venidero es caer en un claro desvarío, lo cual, advertido por este elocuente orador, procuró asimismo establecer como inconcuso aquel verdadero axioma que se halla en la Escritura: «Dijo el necio en su corazón: no hay Dios»; aunque no en su nombre. Porque echó de ver cuan odioso y grave problema era éste; y por lo mismo, aunque procuró disputase Cota, apoyando la hipótesis contra los estoicos en los libros de la naturaleza de los dioses; con todo, quiso más declararse en favor de Lucio Balbo, a quien persuadió defendiese el sistema de los estoicos, que por Cota, que pretende establecer como principio innegable que no hay naturaleza alguna divina;. pero en los libros de Divinationes, hablando él mismo, refute claramente la presciencia de los futuros, todo lo cual parece lo hace por no conceder que hay hado, y echar por tierra la libertad de la voluntad o libre albedrío; pues estaba imbuido en el error de que concediendo la ciencia de lo venidero se seguía necesariamente conceder la influencia del hado, de forma que en ningún modo se pudiera negar; mas como quiera que sean las prolijas y perplejas disputas y conferencias de los filósofos, nosotros, así como confesamos que hay un sumo y verdadero Dios, así también confesamos su voluntad divina, sumo poder y presciencia; y no por eso tememos que hacemos involuntariamente lo que practicamos con libre voluntad, porque sabía ya que lo habíamos de ejecutar Aquel cuya presciencia es infalible. Esta justa repulsa temió Cicerón por el mismo hecho de combatir la presciencia, y los estoicos igualmente, por no verse precisados a confesar sinceramente ni decir que todas las cosas se hacían necesariamente, no obstante que al mismo tiempo sostenían que todas se hacían por el hado. Pero con especialidad, ¿qué fue lo que temió Cicerón en la presciencia de los futuros para que así procurase derribarla y destruirla con un raciocinio tan impío? Es, a saber, porque si se saben todas las cosas venideras, con el mismo orden que se sabe sucederán han de acontecer; y si han de acontecer con este orden, Dios, que lo sabe, ab aeterno, observa cierto y determinado orden; y si hay cierto orden en las cosas, necesariamente le hay también en las causas, ya que no puede ejecutarse operación alguna a que no preceda la causa eficiente, y si hay cierto orden de causas con que se efectúa todo cuanto se hace, «con el hado», dice, se hacen todas las cosas que se hacen, lo cual, si fuese cierto, nada está en nuestra potestad, y no hay libre albedrío en la voluntad; y si esto lo concedemos, prosigue, todas las acciones de la vida humana van por el suelo. En vano se promulgan leyes, en vano se aplican reprensiones, elogios, ignominias y exhortaciones, y sin justicia se prometen premios a los buenos y penas a los malos. Por este motivo, para que no se sigan estas consecuencias tan temerarias, funestas y perniciosas a las cosas humanas, no consiente que haya presciencia de los futuros, reduciendo Cicerón, y poniendo a un hombre Pío y temeroso de Dios en la estrechez de elegir una de dos vías: o que hay alguna acción dependiente de nuestra voluntad, o que hay presciencia de lo venidero; pues le parece que ambas posiciones no pueden ser ciertas, sino que si se concede la una se debe negar la otra; que si escogemos la presciencia de los futuros, quitamos el libre albedrío de la voluntad, y si elegimos éste, quitamos la presciencia del porvenir. El, pues, como varón tan docto y científico, atendiendo mucho y con mucha discreción y pericia a todo lo que toca a la vida humana, entre estos dos extremos escogió por más adecuado el libre albedrío de la voluntad, y para confirmarle y establecerle con solidez niega la presciencia de los futuros; y así, queriendo hacer a los hombres Iibres, los hace sacrílegos; pero un corazón piadoso y temeroso de Dios hace elección de lo uno y de lo otro. «Y ¿cómo es posible esto?, dice; porque si hay presciencia de lo venidero, síganse todas aquellas consecuencias que están entre sí trabadas, hasta que lleguemos al extremo de confesar que no hay acción alguna dependiente de nuestra voluntad, y si alguna depende de nuestra voluntad, por lo mismos grados llegamos a conocer que no hay presciencia de los futuros, porque por todas ellas volveremos a raciocinar así, si hay libre albedrío, no todas las cosas se hacen fatalmente; y s¡ no se hacen todas fatalmente, no de todas hay cierto y determinado orden de causas. Si no hay cierto orden de causas, tampoco hay cierto orden de cosas para la presciencia de Dios, las cuales no se pueden hacer sin causas, antecedentes y eficientes; si no hay cierto orden de las cosas para la presciencia de Dios, no todas las cosas suceden así como El las sabía que habían de suceder. Y si no suceden así todas las cosas, como El sabía que habían de acontecer, no hay, dice, en Dios presciencia de los futuros». Nosotros confesamos sinceramente contra esta sacrílega e impía presunción, que Dios sabe todas las cosas antes que se hagan, y que nosotros ejecutamos voluntariamente todo lo que sentimos, y conocemos que lo hacemos queriéndolo así; pero no decimos que todas las cosas se hacen fatalmente, antes afirmamos que nada se hace fatalmente, porque el nombre de hado, donde le ponen los que comúnmente hablan, eso es, en la constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios fue concebido o nació cada uno (porque esto vanamente se asegura), probamos y demostramos que nada vale; y el orden de las causas, en cuya influencia puede mucho la voluntad divina, ni le negamos ni le llamamos con nombre de hado, sino que es, acaso, entendamos que fatum se dijo de fando, esto es, de hablar; porque no podemos negar que dice la Sagrada Escritura: «Una vez habló Dios y oí estas dos, cosas: que hay en ti, mi Dios, potestad y misericordia, y que recompensarás a cada uno según sus obras». En las palabras primeras, donde dice «una vez habló», se entiende infaliblemente, esto es, inconmutablemente habló así, como conocer inconmutablemente todas las cosas que han de suceder, y las que El ha de hacer; así que en esta conformidad pudiéramos llamar y derivar el hado de fando, si no estuviera admitido comúnmente el entenderse otra cosa distinta por este nombre, a cuya excepción no queremos que se inclinen los corazones de los hombres. Y no se sigue que si para Dios hay cierto orden de todas las causas, luego por lo mismo nada ha de depender del albedrío de nuestra voluntad; porque aun nuestras mismas voluntades están en el orden de las causas, el que es cierto y determinado respecto de Dios, y se comprende en su presciencia, pues las voluntades humanas son también causas de las acciones humanas; y así el que sabía todas las causas eficientes de las cosas, sin duda que en ellas no pudo ignorar nuestras voluntades, de las cuales tenía ciencia cierta eran causas de nuestras obras; porque aun lo que el mismo Cicerón concede, que no se ejecuta acción alguna sin que preceda causa eficiente, basta para convencerle en esta cuestión; y ¿qué le aprovecha lo que dice, que, aunque liada se hace sin causa, toda causa es fatal, porque hay causa fortuita, natural y voluntaria? Basta su confesión cuando dice que todo cuanto se hace no se hace sino precediendo causa; pues nosotros no decimos que las causas que se llaman fortuitas, de donde vino el nombre de la fortuna, son ningunas, sino ocultas y secretas, y éstas las atribuimos, o a la voluntad del verdadero Dios, o á la de cualesquiera espíritus, y las que son naturales no las separamos de la suprema voluntad de aquel que es Autor y Criador de todas las naturalezas. Las causas voluntarias, o son de Dios, o de los ángeles, o de los hombres, o de cualesquiera animales; pero al mismo tiempo deben llamarse voluntades los movimientos de los animales irracionales, con los que practican ciertas acciones, según su naturaleza, cuando apetecen alguna cosa buena o mala, o la evitan; y también se dicen voluntades las de los ángeles, ya sean de los buenos, que llamamos ángeles de Dios, ya de los malos, a quienes denominamos ángeles del diablo, y también demonios; asimismo las de los hombres, es a saber, de los buenos y de los malos; de lo cual se deduce que no son causas eficientes de todo lo que se hace, sino las voluntarias de aquella naturaleza que es espíritu de vida; porque el aire se llama igualmente espíritu, mas porque es cuerpo no es espíritu de vida. El espíritu de vida que vivifica todas las cosas y es el Criador de todos los cuerpos y espíritus criados, es el mismo Dios, que es Espíritu no criado. En su voluntad se reconoce un poder absoluto, que dirige, ayuda y fomenta las voluntades buenas de los espíritus criados; las malas juzga y condena, todas las ordena, y a algunas da potestad, y a otras no. Porque así como es Criador de todas las naturalezas, así es dador y liberal dispensador de todas las potestades; no de las voluntades, porque las malas voluntades no proceden de Dios en atención a que son contra el orden de la naturaleza que procede de él. Así que los cuerpos son los que están más sujetos a las voluntades, algunos a las nuestras, esto es, a las de todos los animales mortales, y más a las de los hombres que a las de las bestias; y algunos a las de los ángeles, aunque todos, principalmente, están subordinados a la voluntad de Dios, de quien también dependen todas sus voluntades, porque ellas no tienen otra potestad que las que El les concede. Por eso decimos que la causa que hace y no es hecha, o más claro, es activa y no pasiva, es Dios; pero las otras causas hacen y son hechas, como son espíritus creados, y especialmente los racionales. Las causas corporales, que son más pasivas que activas, no se deben contar entre las causas eficientes; porque sólo pueden lo que hacen de ellas las voluntades de los espíritus. Y ¿cómo el orden de las causas (el cual es conocido a la presencia de Dios) hace que no dependa cosa alguna de nuestra voluntad supuesto que nuestras voluntades tienen lugar privilegiado en el mismo orden de las causas? Compóngase como pueda Cicerón, y arguya nerviosa y eficazmente con los estoicos, que sostienen que este orden de las causas es fatal, o, por mejor decir, le llaman con el nombre de hado (lo que nosotros abominamos) principalmente por el nombre, que suele tomarse en mal sentido. Y en cuanto niega que la serie de todas las causas no es certísima y notoria a la paciencia de Dios, abominamos más de él nosotros que los estoicos, porque o niega que hay Dios (como bajo el nombre de otra persona lo procuro persuadir en los libros de la naturaleza de los dioses), o si confiesa que hay Dios, negando que Dios sepa lo venidero, dice lo mismo que el otro necio en su corazón: Non est Deus, no hay Dios; pues el que no sabe lo futuro, sin duda, no es Dios, y así también nuestras voluntades tanto pueden cuanto supo ya y quiso Dios que pudiesen, y por lo mismo, todo lo que pueden ciertamente lo pueden, y lo que ellas han de venir a hacer en todo acontecimiento lo han de hacer, porque sabía que habían de poder y lo había de hacer Aquel cuya presciencia es infalible y no se puede engañar. Por tanto, si yo hubiera de dar el nombre de hado a alguna cosa, diría antes que el hado era de la naturaleza inferior, y que puede menos; y que la voluntad es de la superior y más poderosa, que tiene a la otra en su potestad; que decir que se quita el albedrío de nuestra voluntad con aquel orden de las causas, a quien los estoicos a su modo, aunque no comúnmente recibido, llaman hado. IR A CONTENIDO CAPITULO X Si domina alguna necesidad en las voluntades de los hombres Así que tampoco se debe temer aquella necesidad por cuyo recelo procuraron los estoicos distinguir las causas, eximiendo a algunas de las necesidades y a otras sujetándolas a ella; y entre las que no quisieron que dependiesen de la necesidad pusieron también a nuestras voluntades, para que, en efecto, no dejasen de ser libres si se sujetaban a la necesidad. Porque si hemos de llamar necesidad propia a la que no está en nuestra facultad, sino qué, aunque nos resistamos hace lo que ella puede, como es la necesidad de morir, es claro que nuestras voluntades, con que vivimos bien o mal, no están subordinadas a sta necesidad, supuesto que ejecutamos muchas acciones que, si no quisiésemos, las omitiríamos; a lo cual, primeramente, pertenece el mismo querer; porque si queremos es, si no queremos no es; porque no quisiéramos si no quisiéramos. Y si se llama y define por necesidad aquella por la cual decimos es necesario que, alguna cosa sea así o no se haga a no sé por qué hemos de temer que ésta nos quite la libertad de la voluntad, pues no ponemos la vida de Dios y su presencia debajo de esta necesidad; porque digamos es necesario que Dios siempre viva y que lo sepa todo, así como no se disminuye su poder cuando decimos que no puede morir ni engañarse; porque de tal manera no puedo esto, que si lo pudiese, sin duda, sería menos facultad. Por esto se dice con justa causa todopoderoso, el que con todo no puede morir ni engañarse; pues se dice todopoderoso haciendo lo que quiere y no padeciendo lo que no quiere; lo cual, si le sucediese, no sería todopoderoso, y por lo mismo no puede algunas cosas, porque es todopoderoso. Así también, cuando decimos es necesario que cuando queremos sea con libre albedrío sin duda, decimos verdad, y no por eso sujetamos el libre albedrío a la necesidad que quita la libertad. Así que las voluntades son nuestras, y ellas hacen todo lo que queriendo hacemos, lo que no se haría si no quisiésemos; y en todo aquello que cada uno padece, no queriendo, por voluntad de otros hombres, también vale la voluntad, aunque no es voluntad de aquel hombre, sino potestad dé Dios; porque si fuera sólo voluntad, y no pudiese lo que quisiese, quedaría impedida con otra voluntad más poderosa. Con todo, aun entonces, habiendo querer habría voluntad, y no sería de otro, sino de aquel que quisiese, aunque no lo pudiese lograr; y así todo lo que padece el hombre fuera de su voluntad no lo debe atribuir a las voluntades humanas o angélicas o de algún otro espíritu criador, sino a la de Aquel que da potestad a los que quiere. Luego, no porque Dios quisiese lo que había de depender de nuestra voluntad deja de haber algo a nuestra libre determinación. Por otra parte, si que previó lo que había de suceder en nuestra voluntad vio verdaderamente algo, se sigue que aun conociéndolo él, hay cosas de que puede disponer nuestra voluntad, por lo cual de ningún modo somos forzados, aunque admitimos la presciencia de Dios, a quitar el albedrío de la voluntad, ni aún cuando admitamos el libre albedrío, a negar que Dios (impiedad sería imaginarIo) sabe los futuros, sino que lo uno y lo otro tenemos, y lo uno y lo otro fiel y verdaderamente confesamos: lo primero, para que creamos con firmeza esto otro, y lo segundo, para que vivamos bien; y mal se vive si no se cree bien de Dios; por lo cual, este gran Dios nos libre de negar su presciencia intentando ser libres, con cuyo soberano auxilio somos libres o lo seremos. Y así no son en vano las leyes, las reprensiones, exhortaciones, alabanzas y vituperios; porque también sabía que habían de ser útiles, y valen tanto cuanto sabía ya que habían de valer; las oraciones sirven para alcanzar las gracias que sabía ya había de conceder a los que acudiesen a él con sus ruegos: y por eso, justamente, están establecidos premios a las obras buenas, y castigos a los pecados. Ni tampoco paca el hombre, porque sabía ya Dios que había de pecar, antes por lo mismo, no se duda de que peca cuando peca, pues Aquel a cuya presciencia es infalible y no se puede engañar, sabía ya que no el hado, ni la fortuna, ni otra causa, sino él, había de pecar. El cual, si no quiere, sin duda, no peca; pero si no quisiese pecar, también sabía ya Dios este su buen pensamiento. IR A CONTENIDO CAPITULO XI De la providencia universal de Dios, debajo de cuyas leyes está todo El sumo y verdadero Dios Padre, con su unigénito Hijo y el Espíritu Santo, cuyas tres divinas personas son una esencia, un solo Dios todopoderoso, Criador y Hacedor de todas las almas y de todos los cuerpos, por cuya participación son felices todos los que son verdadera y no vanamente dichosos; el que hizo al hombre animal racional, alma y cuerpo; el que en pecando el hombre no le dejó sin castigo ni sin misericordia; el que a los buenos y a los malos les dio también ser con las piedras, vida vegetativa con las plantas, vida sensitiva con las bestias, vida intelectiva sólo con los ángeles de quien procede todo género, toda especie y todo orden; de quien dimana la medida, número y peso; de quien pro viene todo lo que naturalmente tiene ser de cualquier género, de cualquiera estimación que sea. de quien resultan las semillas de las formas y las formas de las semillas, y sus movimientos el que dio igualmente a la carne su origen, hermosura salud. fecundidad para propagarse, disposición de miembros equilibrio en la salud; y el que así mismo concedió a¡ alma irracional me moría, sentido y apetito, y a la racional, además de estas cualidades, espíritu. inteligencia y voluntad; y el que no sólo al cielo y a la tierra, no sólo al ángel y al hombre, pero ni aun a las delicadas telas de las entrañas de un pequeñito y humilde animal, ni a la plumita de un pájaro, ni a la florecita de una hierba, ni a la hoja del árbol dejó sin su conveniencia, y con una quieta posesión de sus partes, de ningún modo debe creerse que quiera estén fuera de las leyes de su providencia los reinos de los hombres, sus señoríos y servidumbres IR A CONTENIDO CAPITULO XII Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el verdadero Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio Por lo cual, examinemos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes quiso favorecer el verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su Imperio aquel Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de averiguar este punto más completamente, escribí en el libro pasado a este propósito, manifestando cómo en este importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los dioses a quienes ellos adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí hemos tratado en este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya persuadido de que el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que tributaba a los falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa voluntad del sumo y verdadero Dios. Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; «con todo, eran aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria inmortal»; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir. Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar, glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron que fuese señora absoluta. De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes, «establecieron su gobierno anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron cónsules de consulendo, no reyes o señores de reinar o dominar» con despotismo. Aunque, en efecto, los reyes parece que se dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos, como queda dicho, de regir, paro el fausto y pompa real no se tuvo por oficio y cargo de persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y mira por el bien y utilidad pública, sino por soberbia y altivez de persona que manda. Desterrado, pues, el rey Tarquino, y establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el mismo autor refirió entre las alabanzas de los romanos: «Que la ciudad -cosa increible-, habiendo conseguido la libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el deseo de honra y gloria». Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó todas aquellas maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación de los hombres. Elogia el mismo Salustio por ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César, diciendo hacía muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su valor; pero que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y valerosos campeones, aunque, diferentes en la condición, ideas y proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el mérito de César, pone que deseaba para si el generalato (mejor dijera toda la autoridad republicana reunida en su persona), un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra, donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos de los hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las miserables gentes a la guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a fin de que de este modo hubiese ocasión para poder ellos manifestar su valor. La causa de estos deseos, sin duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que aspiraban. Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y por codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y lo otro el insigne poeta, diciendo: «A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena restablecer en su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su libertad se arrojaban a las armas con extraordinario denuedo y fiereza.» Así que entonces tuvieron ellos por acción heroica o morir como fuertes y valerosos soldados, o vivir con libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en el deseo de gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el dominio y señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter dice: «También Juno la áspera, la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y aire, mudará sus consejos para mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo el mundo, y a la gente togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pasando años, en que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble Micenas, y se enseñoreará, vencidos los griegos». Todo lo cual Virgilio refiere altamente, aunque introduce a Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado, y lo observa como presente. He querido alegar este testimonio para demostrar que los romanos, después de obtenida la libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus mayores elogios. De aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las profesiones y artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto primordial de reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: «Otros harán tan al vivo las imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros en el mármol esculpirán al vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán altamente de la astronomía de los movimientos de los cielos y de los aspectos de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de regir a los pueblos con Imperio; guarda solos estos preceptos; procura siempre conservar la paz, favoreciendo a los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso». Estas artes y profesiones las ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los deleites y a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo, deseando y acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando a sus infelices ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y las los que habían pasado y sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en las costumbres, y eran ricos y poderosos cuando esto escribía Salustio y cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la gloria por medio de aquellas artes, sino con cautelas y engaños; y así dice él mismo: «Pero al principio más ocupados tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la avaricia, aunque este vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y el mando igualmente los desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención por el camino verdadero, y el otro (porque le faltan medios limpios) procura alcanzarlo con cautelas y engaños.» Los medios limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición engañosa, a la honra, a la gloria y al mando, todas las cuales felicidades desean igualmente el bueno y el malo; aunque el bueno las procura por el verdadero camino, y este camino es la virtud, por la cual procura ascender como al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y del mando; y que estas particularidades las tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los romanos, nos lo manifiestan asimismo los templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y el del Honor, los cuales los edificaron contiguos y pegados el uno al otro, teniendo por dioses los dones peculiares que con acede Dios gratuitamente a los mortales. De donde puede colegirse el fin que se hablan propuesto, que era el de la virtud, y adónde la referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables, esto es, con cautelas y engaños. Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que cuanto menos pretendía la gloria tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos andaban tan codiciosos es el juicio y opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de los hombres. Y así es mejor la virtud, que no se contenta con el testimonio de los hombres, sino con el de su propia conciencia, por lo que dice el apóstol: «Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia. Y en otro lugar: «Examine cada uno sus obras, y cuando su conciencia no le remordiere, entonces se podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por lo que ve en otro». Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los buenos apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades deben seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin donde está el sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir, sino que la ciudad estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en aquel tiempo dos personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la virtud de Catón se aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del mismo Catón, veamos qué tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. «No penséis, dice, que nuestros antepasados acrecentaron la República con las armas. si así fuera, tuviéramosla mucho más hermosa, porque tenemos mayor abundancia de aliados y de ciudadanos, amén de más armas y caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los hicieron grandes, y de que carecemos nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio y el ánimo libre en el dictaminar y exento de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros gozamos del lujo y la avaricia, en público de pobreza y en privado de opulencia. Alabamos las riquezas, seguimos la inactividad. No hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la virtud están en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa en privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del dinero y del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como a una víctima sin defensa». Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina que todos o la mayor parte de los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas con las alabanzas que se les prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el mismo escribe, que ya cité en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los poderosos, y por ellas la escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias domésticas, existieron ya desde el principio. Y no más que después de la expulsión de los reyes, en tanto que duró el miedo de Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió con equidad y moderación. Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a usanza de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con los demás. El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos querían ser señores y otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un grave miedo, y a cohibir los ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a revocar a la concordia civil. Pero unos pocos, buenos según su módulo, administraban grandes haciendas y, tolerados y atemperados aquellos males, crecía aquella república por la providencia de esos pocos buenos, como atestigua el mismo historiador que, leyendo y oyendo el las muchas y preclaras hazañas realizadas en paz y en guerra, por tierra y por mar, por el pueblo romano, se interesó por averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los romanos habían peleado con un puñado de soldados contra grandes legiones de enemigos; conocía las guerras libradas con escasas riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de mucho pensar, le constaba que la egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado todo aquello, y que el mismo hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la poquedad a la multitud. «Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la república con su grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados». Catón elogió también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria doméstica mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas privadas fueran de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo lo contrario: públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia. IR A CONTENIDO CAPITULO XIII Del amor de la alabanza que, aunque es vicio se le tiene por virtud, porque por el cohíbense mayores vicios Por eso, habiendo brillado ya por largo tiempo los reinos de Oriente. quiso Dios se constituyera también el occidental, que fuera posterior en el tiempo, pero más floreciente en la extensión y grandeza de imperio. Y lo concedió para amansar las graves males de muchas naciones a tales hombres, que mediante el honor, la alabanza y la gloria velaban por la patria, en la que buscaban la propia gloria. No dudaron en anteponer a su propia vida la salud de la patria, aplastando por este único vicio, o sea, por el amor de la alabanza, la codicia del dinero y muchos otros vicios. Con más, cuerda visión apunta él que conoce que el amor de la alabanza es un vicio, cosa que, no se oculta ni al poeta Horacio, que dice: «¿Te engalla el amor de la alabanza? Hay remedios certeros en este librito que, leído tres veces y con sencillez, te podrán aliviar grandemente.» Y el mismo, en verso lírico, canta así para refrenar la libido de dominio: «Reinarás, domando tu insaciable espíritu, más anchurosamente que si juntaras Libia con la lejana Cádiz y te sirvieran las dos Cartagos.» Sin embargo, los que no refrenan sus libidos más torpes, rogando con piadosa fe al Espíritu Santo y amando la belleza inteligible, sino más bien por la codicia de la alabanza humana y de la gloria, no son santos ciertamente, pero sí menos torpes. Tulio mismo no pudo disimular esto en los libros que escribió Sobre la República, donde habla. de la constitución del príncipe en una ciudad, y dice que hay que alimentarlo con la gloria. A renglón seguido refiere que el amor de la gloria, inspiró a sus mayores muchas maravillas. No sólo no oponían resistencia a este vicio, sino que juzgaban que debía ser alentado y encendido, en la convicción de que era útil para la república. Ni en los mismos libros de filosofía, donde lo afirma con mayor claridad, oculta Tulio, esta peste. Hablando de los estudios, que cumple seguir por el verdadero bien, no por la vanidad de la alabanza humana, inserta esta sentencia universal y general: «El honor es el alimento de las artes, y todos se apasionan por los estudios por la gloria, y siempre yacen olvidadas las ciencias desacreditadas entre algunos.» IR A CONTENIDO CAPITULO XIV De cómo se debe cercenar el deseo de la humana alabanza, porque toda la honra y gloria de los justos está puesta en Dios Es más conveniente resistir con firmeza este apetito que dejarse vencer de él; porque tanto más es uno parecido a. Dios, cuanto está más limpio y puro de semejante inmundicia. La cual, aunque en la vida presente no se desarraigue totalmente del corazón humano, por cuanto no deja de tentar aun a los espíritus bien aprovechados, a lo menos vénzase el deseo de gloria con el amor de la justicia, para que si en alguno hay ciertos sentimientos nobles que entre los mundanos suelen ser despreciados, el mismo amor de la alabanza humana se avergüence y se retire ante el amor de la verdad, porque este vicio es tan enemigo de la fe (que se debe a Dios cuando hay en el corazón mayor deseo de gloria que temor o amor de Dios), que dijo el Señor: «¿Cómo podéis vosotros creer, pretendiendo ser honrados y estimados los unos de los otros, andando a caza de la gloria vana del mundo, olvidados de aquella que sólo Dios os puede dar?» Y asimismo dice el evangelista San Juan de algunos que habían creído en él y temían confesarle públicamente: «estimaron más la gloria y alabanza de los hombres que la de Dios». Lo que no hicieron los Santos Apóstoles, quienes predicando el nombre de Jesucristo en parajes y provincias dónde no sólo no le estimaban (porque, como dijo un sabio, están abatidas y olvidadas siempre las cosas de las que todos generalmente no hacen caso ni aprecian), sino que también le aborrecían en extremo, conservando en la memoria lo que habían oído a su divino Maestro y verdadero médico de sus almas: «Si alguno no me estimare y me negare delante de los hombres, también lo negaré yo delante de mi Padre, que está en los Cielos, y delante de los ángeles de Dios». Entre las maldiciones y oprobios, entre las gravísimas persecuciones y crueles tormentos, no dejaron de proseguir en la predicación de la salud de los hombres. aun cuando resultaba en notable ofensa de los hombres. Y aun cuando haciendo y diciendo cosas divinas, y viviendo divinamente después de haber conquistado en algún modo la dureza de los corazones, e introducido la paz de la justicia y santidad, alcanzaron en la iglesia de Cristo una suma gloria, sin embargo, no descansaron en ella como fin y blanco de su virtud, sino que atribuyendo esto mismo a gloria de Dios por cuya singular gracia y beneficio eran tales, con este divino fuego encendían asimismo a los que persuadían que le amasen que también a éstos les hiciese tales; porque les había enseñado su divino Maestro que no fuesen buenos por sólo la honra y gloria de los hombres, diciendo: «Guardaos, no hagáis vuestras buenas obras delante de los hombres porque ellos las vean, porque de esta manera, perderéis el premio de vuestro Padre, que está en los Cielos». Pero, por otra parte, porque entendiendo estas expresiones en sentido contrario, no temiesen y dejasen de agradar a los hombres, y fuesen de menos fruto estando encubiertos, y siendo buenos, mostrándoles con qué fin se habían de manifestar: «resplandezcan, dice, vuestras obras delante de los hombres, de suerte que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos». Así que no lo practiquéis porque os vean, esto es, n con intención de que pongan los ojos en vosotros, pues por vosotros sois nada, sino porque glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos, porque, vueltos a El, sean como vosotros. Esta máxima siguieron los mártires, quienes se aventajaron y excedieron a los Escévolas, a los Curcios y Decios, no sólo en, la verdadera virtud (por lo que en efecto les hicieron ventaja en la verdadera religión), sino también en la innumerable multitud, no tomando por si mismos las penas y tormentos, sino sufriendo con paciencia los que otros les daban. Pero, como aquéllos vivían en la ciudad terrena, y se habían propuesto por ella, como fin principal de todas sus obligaciones, su salvación y que reinase, no en el Cielo, sino en la tierra, no en la vida eterna, no en el tránsito de los que mueren y en la sucesión de los que habían de morir, ¿qué habían de amar y estimar sino la honra Y gloria con que querían también después de muertos vivir en las lenguas de los pregoneros de sus alabanzas? IR A CONTENIDO CAPITULO XV Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos Aquellos a quienes no habla de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en su celestial ciudad, a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el culto que los griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no les concediera ni aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y pagara sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de aquellos que parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres, dice también el Señor: «De verdad os dije que y a recibieron su recompensa. Pues bien, éstos despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y por su tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien de su patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y con todas estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al Imperio y a la gloria, y así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a muchas gentes, y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por así toda la redondez del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia del sumo y verdadero Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio. IR A CONTENIDO CAPITULO XVI Del premio de los ciudadanos santos de la Ciudad Eterna, a quienes pueden aprovechar los ejemplos de Las virtudes de los romanos Pero muy distante de éste es el premio y galardón de los santos que sufren también en esta vida con paciencia los oprobios por la verdad de Dios, con la cual tienen ojeriza los amigos de este mundo. Aquélla es la Ciudad sempiterna, allí ninguno nace, porque ninguno muere, donde la felicidad es verdadera y cumplida, no diosa, sino don de Dios. De allí procede la prenda que tenemos de nuestra fe, en tanto que, peregrinando por acá, suspiramos por su hermosura. Allí no nace el sol sobre los buenos y sobre los malos, sino que el sol de justicia sólo abriga a los buenos; allí no habrá necesidad de mucha industria y trabajo para enriquecer el erario y tesoro público con los pobres y escasos bienes de los particulares, donde el tesoro de la verdad es común. Por tanto, debemos creer que no se dilató el romano Imperio sólo por la gloria y honor de los hombres, a fin de que aquel galardón se diera a aquellos hombres, sino también para que los ciudadanos de la Ciudad Eterna, en tanto que acá son peregrinos, pongan los ojos con diligencia y cordura en semejantes ejemplos, y vean el amor tan grande que deben ellos tener a la patria celestial por la vida eterna, cuando tanto amor tuvieron sus ciudadanos a la terrena por la gloria y alabanza humana IR A CONTENIDO CAPITULO XVII Qué fruto sacaron los romanos con La guerra y cuánto hicieron a los que vencieron Por lo respectivo a esta vida mortal, que en pocos días se goza y se acaba, ¿qué importa que viva el hombre que ha de morir bajo cualquiera imperio o señorío, si los que gobiernan y mandan no nos compelen a ejecutar operaciones impías e injustas? ¿Acaso fueron de algún daño o inconveniente los romanos a las naciones, a quienes después de reducidas a su dominación impusieron sus leyes, sino sólo en cuanto esto se hizo por medio de crueles guerras? Lo cual, si se hiciera con piedad, lo mismo se lograra con mejor suceso, aunque fuera ninguna la gloria de los que triunfaban. Porque tampoco los romanos dejaban de vivir debajo de sus propias leyes que imponían a los otros; lo que si se hiciera sin intervención de Marte y Belona, de modo que no tuviera lugar la victoria no venciendo nadie, donde nadie había peleado, ¿no fuera una misma suerte y condición de los romanos y la de las demás gentes? Mayormente si luego se determinara lo que después se deliberó grata y humanamente, ordenando que todos los vasallos que pertenecían al Imperio romano gozasen de la naturaleza y privilegio de la ciudad, disfrutando el honor de los ciudadanos romanos, siendo así común a todos la prerrogativa que antes era peculiar de muy pocos, a excepción de aquel pueblo que no tuviese campos propios y se sustentase y viviese de los públicos, cuyo sustento con más dulzura y beneficencia lo sacaran de los que se conformaban voluntariamente con esta sanción por mano de los prudentes gobernadores de la República que consiguiéndolo por fuerza de los vencidos. Porque no veo que importe para la salud y buenas costumbres y para las mismas dignidades de los hombres que unos sean vencedores y otros vencidos, salvo aquel vano fausto de la honra humana, con el cual recibieron su galardón los que tanta ansia tuvieron de él, y tantas guerras sostuvieron por su logro. ¿Por ventura los campos y haciendas de los vencidos no pagan su tributo? ¿Acaso pueden ellos aprender y saber lo que los otros no pueden? ¿Por ventura no hay muchos senadores en otras provincias que ni aun de vista conocen a Roma? Echemos a un lado la vanagloria. Y ¿qué son todos los hombres sino hombres? Que si la perversidad del siglo permitiera que los virtuosos fueran los más honrados, aun de este modo no habría motivo para estimar en mucho la honra humana, porque es humo de ningún peso y de ningún momento; pero aprovechémonos también en estos sucesos de los beneficios de Dios nuestro Señor. Consideremos cuántas bellas ocasiones despreciaron, cuántas desgracias sufrieron, qué de apetitos propios vencieron por la gloria humana los que la merecieron alcanzar como galardón y premio de sus virtudes, y válganos también esta consideración para reprimir la soberbia; pues habiendo tanta diferencia entre la ciudad donde nos han prometido que hemos de reinar y entre esta terrena, cuanta hay del cielo a la tierra, del gozo temporal a la vida eterna, de los vanos elogios a la gloria sólida, de la compañía de los mortales a la sociedad de los ángeles, de la luz del sol y de la luna a la luz del que hizo el sol y a la luna, no les parezca que han hecho una acción heroica los ciudadanos de tan excelente patria, si por conseguirla practicaren alguna obra buena o su fueren con paciencia algunas malas cuando los otros, por alcanzar esta terrena, hicieron tantas proezas y sufrieron tantos infortunos, mayormente cuando el perdón de los pecados, que va recogiendo los ciudadanos dispersos a aquella eterna patria, tiene alguna semejanza con el asilo de Rómulo, donde la remisión de cualesquiera delitos fue el mejor aliciente para congregar los hombres y fundar aquella célebre ciudad. IR A CONTENIDO CAPITULO XVIII Cuán ajenos de vanagloria deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable acción por el amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto Ios romanos por La gloria humana y por la ciudad eterna ¡Qué acción tan heroica será despreciar todos los deleites y regalos de este mundo, por más apreciables que sean, por aquella eterna y celestial patria, si por esta temporal y terrena se animó Bruto a degollar a sus propios hijos, temeraria resolución a la que nunca se obliga en aquélla! Pero, realmente, más dificultoso es el matar a los hijos que lo que debemos nosotros hacer por ésta, y se reduce a que los tesoros que hablamos de congregar y guardar para los hijos, o los repartamos con los pobres o los abandonemos si hubiere alguna tentación que nos fuerce a hacerlo por la fe y la justicia. Pues ni a nosotros ni a nuestros hijos nos hacen felices las riquezas de la tierra, pues que lo hemos de perder en vida, o muriendo nosotros, han de venir a poder de quien no sabemos o de quien no quisiéramos, sino Dios es el que nos hace felices, que es la verdadera riqueza y tesoro de nuestras almas; además que Bruto, por haber muerto a sus hijos, aun el mismo poeta que le elogia le tiene por infeliz y despreciado, porque dice: «Y siendo padre poco dichoso, castigará a sus hijos que mueven guerras, deseando la libertad amable de la patria, lleven como llevaren esto sus descendientes». Pero en el verso que se sigue consuela al miserable héroe, diciendo: «A esto le obligó el amor de la patria y el deseo desordenado de ser celebrado en el mundo»; estas dos cualidades, la libertad y el deseo de elogios, son las que movieron a los romanos a hacer empresas heroicas y maravillosas. Luego, si por obtener la libertad de los que eran mortales y habían de morir, y por el deseo de la lisonja humana, que son cualidades que apetecen los hombres, pudo un padre matar a sus hijos, ¿que acción heroica será, por la verdadera libertad que nos exime de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte y no por la codicia de las humanas alabanzas, sino por el amor y caridad de libertar los hombres, no de la tiranía del rey Tarquino, sino de la de los demonios y de Luzbel, su príncipe, no digo ya matamos a los hijos, sino que a los pobres de Jesucristo los tenemos en lugar de hijos? Asimismo, si otro príncipe romano llamado Torcuato, quitó la vida a su hijo porque, siendo provocado del enemigo, con ánimo y brío juvenil peleó, no contra su patria, sino en favor de ella; mas saliendo victorioso porque dio la batalla contra su orden y andato, esto es, contra lo que el general, su padre, le había mandado, porque no fuese mayor inconveniente el ejemplo de no haber obedecido la orden de su general: qué gloria hubo en matar al enemigo, ¿para qué se han de jactar los que por las órdenes y mandamientos de la patria celestial desprecian todos los bienes de la tierra que se estiman y aman menos que los hijos? Si Furio Camilo, después de haber apartado de las cervices de su ingrata patria el yugo de los veyos, sus inexorables enemigos, y no obstante de haberle condenado y desterrado de ella por envidia sus émulos, con todo, la libertó segunda vez del poder de los galos, porque no tenía otra mejor patria adonde pudiese vivir con más gloria, ¿por qué se ha de ensoberbecer como si ejecutara alguna acción plausible el que, habiendo acaso padecido en la Iglesia alguna gravísima injuria en su honra por los enemigos carnales, no se pasó a sus enemigos, los herejes, o porque él mismo no levantó contra ella herejía alguna, sino que antes la defendió cuanto pudo de los perniciosos errores de los herejes, no habiendo otra ciudad, no donde se pase la vida con honor y aplauso de los hombres, sino donde se pueda conseguir la vida eterna? Mucio, para que se efectuara la paz con el rey Porsena, que tenía muy apretados a los romanos con su ejercito, porque no pudo matar al mismo Porsena, y por yerro mató a otro por él, puso la mano en presencia del rey sobre unas brasas que en una ara estaban ardiendo, asegurándole que otros tan valerosos como él se habían conjurado en su muerte, y teniendo el rey su fortaleza y asechanzas, sin dilación ajustó la paz y alzó la mano de aquella guerra; pues, si esto sucedió así, ¿quién ha de zaherir o dar en cara al rey sus méritos, no al de los Cielos, aun cuando hubiere aventurado por él, no digo yo una mano, no haciéndolo de su voluntad, sino aun cuando padeciendo por alguna persecución, dejare abrasar todo su cuerpo? Si Curcio, armado, arremetiendo el caballo, se arrojó con él en un boquerón por donde se había abierto la tierra, porque en esta acción heroica obedecía a los oráculos de sus dioses, que ordenaron que echasen allí la mejor prenda que tuviesen los romanos, y no pudiendo entender otra cosa, advirtiendo que florecían en hombres y armas, sino que era necesario por mandado de los dioses que se arrojase en aquella horrible abertura algún hombre armado, ¿cómo se atreve a decir que ha hecho algo grande por la eterna patria el que cayendo en poder de algún enemigo de su fe, muriese no arrojándose voluntariamente al riesgo de semejante muerte, sino lanzado por su enemigo; ya que tiene otro oráculo más cierto de su Señor, y del rey de su patria, donde le dice: «¿No queráis temer a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma?» Si los Decios, consagrando su vida en cierto modo, se ofrecieron solemnemente a la muerte para que con ella y con su sangre, aplacada la ira de los dioses, se librase el ejército romano, en ninguna manera se ensoberbezcan los santos mártires, como si hicieran alguna acción digna de alcanzar parte en aquella patria, donde hay eterna y verdadera felicidad, si amando hasta derramar su sangre, no sólo a sus hermanos, por quienes era derramada, sino, como Dios se lo manda, a los mismos enemigos que se la hacían derramar, pelearon con fe llena de caridad y con caridad llena de fe. Marco Pulvilo en el acto de dedicar el templo de Júpiter, Juno y Minerva, advirtiéndole cautelosamente sus émulos y envidiosos que su hijo era muerto, para que turbado con tan triste nueva dejase la dedicación y la honra y gloria de ella la llevase su compañero, hizo tan poco caso de la noticia, que mandó cuidasen de su sepultura, triunfando de esta manera en su corazón la codicia de gloria del sentimiento de la pérdida de su hijo: ¿pues qué heroicidad dirá que ha hecho por la predicación del Santo Evangelio con que se libran de multitud de errores los ciudadanos de la soberana patria, aquel a quien estando solícito de la sepultura de su padre, le dice el Señor: «Sígueme y deja a los muertos enterrar sus muertos»? Si Marco Régulo, por no quebrantar juramento prestado en manos de sus crueles enemigos quiso volver a su poder desde la misma Roma, porque, según dicen, respondió a los romanos que le querían detener, que después que había sido esclavo de los africanos no podía tener allí el estado y dignidad de un noble y honrado ciudadano, y los cartagineses, porque peroró contra ellos en el Senado romano, le mataron con graves tormentos, ¿qué tormentos no se deben despreciar por la fe de aquella patria, a cuya bienaventuranza nos conduce la misma fe? ¿O qué es lo que se le da a Dios en retorno por todas las mercedes que nos hace, aun cuando por la fe que se le debe padeciere el hombre otro tanto cuanto padeció Régulo por la fe que debía a sus perniciosos enemigos? ¿Y cómo se atreverá el cristiano a alabarse de la pobreza que voluntariamente ha abrazado para caminar en la peregrinación de esta vida más desembarazada por el camino que lleva a la patria, adonde las verdaderas riquezas es el mismo Dios, oyendo y leyendo que Lucio Valerio, cogiéndole la muerte siendo cónsul, murió tan pobre, que le enterraron ¿ hicieron sus exequias con la suma que el pueblo contribuyó de limosna? ¿Qué dirá oyendo o leyendo que a Quinto Cincinato, que poseía entre su hacienda tanto cuanto podían arar en un día cuatro yugadas de bueyes, labrándolo y cultivándolo todo con sus propias manos, le sacaron del arado para crearle dictador, cuya dignidad era aún más honrada y apreciada que la de cónsul, y que después de haber vencido a los enemigos y adquirido una suma gloria, perseveró viviendo en el mismo estado? ¿O qué estupenda acción se alabará que hizo el que por ningún premio de este mundo se dejó apartar de la compañía de la eterna patria, viendo que no pudieron tantas dádivas y dones de Pirro, rey de los epirotas, prometiéndole aun la cuarta parte de su reino, mudar a Fabricio de dictamen, ni precisarle por este arbitrio a que dejase la ciudad de Roma, queriendo más vivir en ella como particular en su pobreza, sin oficio público alguno? Porque teniendo ellos su República, esto es, la hacienda del pueblo, la hacienda de la patria, la hacienda Común, opulenta y próspera, experimentaron en sus casas tanta pobreza que echaron del Senado, compuesto de hombres indigentes, y privaron de los honores de la magistratura por nota y visita del censor, a uno de ellos que había sido cónsul dos veces, porque se averiguó que poseía una vajilla cuyo valor ascendía como hasta diez libras de plata. Si estos mismos eran tan pobres, éstos, con cuyos triunfos crecía el tesoro público, ¿acaso todos los cristianos que con otro fin más laudable hacen comunes sus riquezas, conforme a lo que se escribe en los hechos apostólicos, «que la distribuían entre todos, conforme a la necesidad de cada uno, y ninguno decía que tenía cosa alguna propia, sino que todo era de todos en común» no advierten que no les debe mover la lisonjera aura de la vanagloria cuando ejecuten acción semejante por alcanzar la compañía de los ángeles; habiendo los otros hecho casi otro tanto por conservar la gloria de los romanos? Estas y otras operaciones semejantes, si alguna de ellas se halla en sus historias, ¿cuándo fueran tan públicas y notorias, cuándo la fama las celebrara tanto, si el Imperio romano, tan extendido por todo el mundo, no se hubiere amplificado con magníficos sucesos? Así que, con este Imperio tan vasto y dilatado, de tanta duración, tan célebre y glorioso por virtudes de tantos y tan famosos hombres, recompensó Dios, no sólo a la intención de estos insignes romanos con el premio que pretendían, sino que también nos propuso ejemplos necesarios para nuestra advertencia y utilidad espiritual, a fin de que, si no poseyésemos las virtudes a que comoquiera son tan parecidas éstas que los romanos ejercitaron por la gloria de la ciudad terrena, sino las tuviésemos por la ciudad de Dios, nos avergoncemos y confundamos; y si las tuviésemos, no nos, ensoberbezcamos. Porque, como dice el Apóstol. «no son dignas las pasiones de éste tiempo de la gloria que se ha de manifestar en nosotros»; pero para la gloria humana y la de este siglo, por bastante loable, y digna de imitación se tuvo la ejemplar vida que éstos hacían. Y por lo mismo también concedió Dios a los judíos que crucificaron a Jesucristo, revelándonos en el Nuevo Testamento lo que había estado encubierto en el Viejo, y manifestándonos que debemos adorar un solo D¡os, no por los beneficios terrenos y temporales que la Providencia divina, sin diferencia, distribuye entre los buenos y los malos, sino por la vida eterna, por los dones y premios perpetuos y por la compañía de la misma ciudad soberana, con muy justa razón, digo, concedió y entregó a los judíos a la gloria de los gentiles, para que éstos, que buscaron y consiguieron con la sombra de algunas virtudes de gloria terrena, venciesen a los que con sus grandes vicios quitaron afrentosamente la vida y despreciaron al dador y dispensador de la verdadera gloria y ciudad eterna. IR A CONTENIDO CAPITULO XIX De La diferencia que hay entre el deseo de gloria y el deseo de dominar Pero hay notable diferencia entre el deseo de la gloria humana y el deseo del dominio y señorío; pues aunque sea fácil que el que gusta con exceso de la gloria humana apetezca también con gran vehemencia el dominio, con todo los que codician la verdadera gloria, aunque sea de las humanas alabanzas, procuran no disgustar a los que hacen recta estimación y discreción de las cosas; porque hay muchas circunstancias buenas en las costumbres, de las cuales muchos opinan bien y las estiman, no obstante que algunos no las posean, y procuran por ellas aspirar a la gloria, al imperio y al dominio, de quien dice Salustio que lo solicitan por el verdadero camino. Pero cualquiera que sin deseo de la gloria con que teme el hombre disgustar a los que hacen justa estimación de las cosas, desea el imperio y dominio, aun públicamente por manifiestas maldades, por lo general procura alcanzar lo que apetece; y así el que anhela la adquisición de la gloria, una de dos: o la procura por el verdadero camino, o, a lo menos, por vía de cautelas y engaños, queriendo parecer bueno no siéndolo. Por eso es gran virtud del que posee las virtudes menospreciar la gloria, porque el desprecio de ella está presente a los ojos de Dios, sin cuidar de descubrirse al juicio y aprecio de los hombres. Pues cualquiera acción que ejecutare a los ojos de los mortales, a fin de dar a entender que desprecia la gloria si creen que lo hace para mayor alabanza, esto es, para mayor gloria, no hay cómo pueda mostrar al juicio de los sospechosos que es su intención muy distinta de la que ellos imaginan. Mas el que vilipendia los juicios de los que le elogian, menosprecia también la temeridad de los maliciosos, cuya salvación, si él es verdaderamente bueno, no desprecia; porque es tan justo el que tiene las virtudes que dimanan del espíritu de Dios, que ama aun a sus mismos enemigos y de tal modo los estima, que a los maldicientes y que murmuran de él, corregidos y enmendados los desea tener por compañeros, no en la patria terrena, sino en la del Cielo, y por lo que se refiere a los que le alaban, aunque no, haya asunto de que ponderen sus virtudes; pero no deja de hacer caudal de que le amen, ni quiere engañar a éstos. cuando le elogian por no engañarlos cuando le aman. Y por eso procura en cuanto puede que antes sea glorificado aquel señor de quien tiene el hombre todo lo que en él con razón puede engrandecer. Mas el que menosprecia la gloria y apetece el mando y señorío, excede al de las bestias en crueldades y torpezas. Y tales fueron algunos romanos, que después de haber dado a través con el anhelo de su reputación, no por eso se desprendieron del deseo insaciable del dominio. De muchos de éstos nos da noticia exacta la Historia; pero el que primero subió a la cumbre, y como a la torre de homenaje de este vicio, fue el emperador Nerón, tan disoluto y afeminado, que pareciera que no se podía temer de él operación propia de hombre, sino tan cruel que debería decirse con razón no podía haber en él sentimientos mujeriles si no se supiera. Ni tampoco estos tales llegan a ser príncipes y señores sino por la disposición de la divina Providencia, cuando a ella le parece que los defectos humanos merecen tales señores. Claramente lo dice Dios, hablando en los Proverbios, su infinita sabiduría: «Por mí reinan los reyes, y los tiranos por mí son señores de la tierra». Mas por cuanto por los tiranos no se dejarán de entender los reyes perversos y malos, y no según el antiguo modo de hablar, los poderosos, como dijo Virgilio: «Gran parte y segura prenda de la paz y amistad que deseo será para mi el haber tocado la diestra de vuestro tirano»; muy claramente se dice de Dios en otro lugar: «Que hace reine un príncipe malo por los pecados del pueblo»; por lo cual, aunque según mi posibilidad he declarado bastantemente la causa por qué Dios verdadero uno y justo, ayudó a los romanos que fueron buenos, según cierta forma de ciudad terrena, para que alcanzasen la gloria y extensión de tan grande Imperio; sin embargo, pudo haber también otra causa más secreta, y debió ser los diversos méritos del género humano, los cuales conoce Dios mejor que nosotros; y sea lo que fuere, con tal que conste entre todos los que son verdaderamente piadosos que ninguno, sin la verdadera piedad, esto es, sin el verdadero culto del verdadero Dios, puede tener verdadera virtud, y que ésta no es verdadera cuando sirve a la gloria humana; con todo, los ciudadanos que no lo son de la Ciudad Eterna, que en las divinas letras se llama la Ciudad de Dios, son más importantes y útiles a la ciudad terrena cuando tienen también esta virtud, que no cuando se hallan sin ella. Y cuando los que profesan verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia de gobernar cl pueblo, por la misericordia de Dios alcanzan esta alta potestad, no hay felicidad mayor para las cosas humanas. Y estos tales, todas cuantas virtudes pueden adquirir en esta vida no las atribuyen sino a la divina gracia, que fue servida dárselas a los que las quisieron, creyeron y pidieron, y juntamente con esto saben lo mucho que les falta para llegar a la perfección de la justicia, cual la hay en la compañía de aquellos santos ángeles, para la cual se procuran disponer y acomodar. Y por más que se alabe y celebre, la virtud, que sin la verdadera religión sirve a la gloria de los hombres, en ninguna manera se debe comparar con los pequeños principios de los santos, cuya esperanza se funda y estriba en la divina misericordia. IR A CONTENIDO CAPITULO XX Que tan torpemente sirven las virtudes a la gloria humana como al deleite del cuerpo Acostumbran los filósofos, que Ponen fin de la bienaventuranza humana en la misma virtud, para avergonzar a algunos otros de su misma profesión, que, aunque aprueban las virtudes, con todo, las miden con el fin del deleite corporal, pareciéndoles que éste se debe desear por sí mismo, y las virtudes por él; suelen, digo, pintar de palabra una tabla, donde esté sentado el deleite en un trono real como una reina delicada y regalada, a quien estén sujetas como criadas las virtudes, pendientes o colgadas de su boca, para hacer lo que les ordenare, mandando a la prudencia que busque con vigilancia arbitrio para que reine el deleite y se conserve; previniendo a la justicia que acuda con los beneficios que pueda para granjear las amistades que fueren necesarias para conseguir las comodidades corporales; que a nadie haga injuria, para que estando en su vigor las leyes, pueda el deleite vivir seguro; ordenando a la fortaleza que si al cuerpo le sobreviniere algún dolor, por el cual no le sea forzoso el morir, tenga a su señora, esto es, al deleite, fuertemente impreso en su imaginación, para que con la memoria de los pasados contentos y gustos alivie el rigor de la presente aflicción; prescribiendo a la templanza que se sirva moderadamente de los alimentos y de los objetos que le causaren gusto, de modo que por la demasía no turbe a la salud algún manjar dañoso, y padezca notable menoscabo el deleite. El mayor que hay le hacen igualmente consistir los epicúreos en la salud de cuerpo; y así las virtudes, con toda la autoridad de su gloria, servirán al deleite como a una mujercilla imperiosa y deshonesta. Dicen que no puede idearse representación más ignominiosa y fea que esta pintura, ni que más ofenda a los ojos de los buenos, y dicen la verdad. Con todo, soy de dictamen no llegará la pintura bastantemente al decoro que se le debe, si también fijamos otro tal, adonde las virtudes sirvan a la gloria humana; porque, aunque esta gloria no sea una regalada mujer, con todo, es muy arrogante y tiene mucho de vanidad. Y así no será razón que la sirva lo sólido y macizo que tienen las virtudes, de manera que nada provea la prudencia, nada distribuya la justicia, nada sufra la fortaleza, nada modere la templanza, sino con el fin de complacer a los hombres y de que sirva al viento instable de la vanagloria. Tampoco se separarán de esta fealdad los que como vilipendiadores de la gloria no hacen caso de los juicios ajenos, se tienen por sabios y están muy pegados y complacidos de su ciencia Porque la virtud de éstos, si alguna tienen, en cierto modo se viene a sujetar a la alabanza humana, puesto que el que está agradado de sí mismo no deja de ser hombre; pero el que con verdadera religión cree y espera en Dios, a quien ama, más mira y atiende a las cualidades en que está desagradado de sí, que a aquéllas, si hay algunas en él, que no tanto le agraden a él cuanto a la misma verdad, y esto con que puede ya agradar, no lo atribuye sino a la misericordia de Aquel a quien teme desagradar, dándole gracias por los males de que le ha sanado, y suplicándole por la curación de los otros que tiene todavía por sanar. IR A CONTENIDO CAPITULO XXI Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo Siendo cierta, como lo es, esta doctrina, no atribuyamos la facultad de dar el reino y señorío sino al verdadero Dios, que concede la eterna felicidad en el reino de los Cielos a sólo los piadosos; y el reino de la tierra a los píos y a los impíos, como le agrada a aquel a quien si no es, con muy justa razón nada place. Pues, aunque hemos ya hablado de lo que quiso descubrirnos para que lo supiésemos, con todo, es demasiado empeño para nosotros, y sobrepuja sin comparación nuestras fuerzas querer juzgar de los secretos humanos y examinar con toda claridad los méritos de los reinos. Así que aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de favorecer al linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando quiso y en cuanto quiso, y el que le dio a los asirios, y también a los persas, de quienes dicen sus historias adoraban solamente a dos dioses, uno bueno y otro malo; por no hacer referencia ahora del pueblo hebreo, de quien ya dije lo que juzgué suficiente, y cómo no adoró sino a un solo Dios, y en qué tiempo reinó. El que dio a los persas mieses sin el culto de la diosa Segecia, el que les concedió tantos beneficios y frutos de la tierra sin intervenir el culto prestado a tantos dioses como éstos multiplican, dando a cada producción el suyo, y aun a cada una muchos, el mismo también les dio el reino sin la adoración de aquéllos, por cuyo culto creyeron éstos que vinieron a reinar. Y del mismo modo les dispensó también a los hombres, siendo el que dio el reino a Mario el mismo que le dio a Cayo César; el que a Augusto, el mismo también a Nerón; el que a los Vespasianos, padre e hijo, benignos y piadosos emperadores, el mismo le dio igualmente al cruel Domiciano; y ¿por qué no vamos discurriendo por todos en particular? El que le dio al católico Constantino, el mismo le dio al, apóstata Juliano, cuyo buen natural le estragó por el anheló y codicia de reinar una sacrílega y abominable curiosidad. En estos vanos pronósticos y oráculos esta enfrascado este impío monarca cuando, asegurado en la certeza de la victoria, mandó poner fuego a los bajeles en que conducía el bastimento necesario para sus soldados; después, empeñándose con mucho ardimiento en empresas temerarias e imposibles, y muriendo a manos de sus enemigos en pago de su veleidad, dejó su ejército en tierra enemiga tan escaso de vituallas y víveres, que no pudieron salvarse ni escapar de riesgo tan inminente si, contra el buen agüero del dios Término, de quien tratamos en el libro pasado, no demudaran los términos y mojones del Imperio romano; porque el dios Término, que no quiso ceder a Júpiter, cedió a la necesidad. Estos sucesos, ciertamente, sólo el Dios verdadero los rige y gobierna como le agrada. Y aunque sea con secretas y ocultas causas, ¿hemos, por ventura, de imaginar por eso que son injustas? IR A CONTENIDO CAPITULO XXII Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios Y así como está en su albedrío, justos juicios y misericordia el atribular o consolar a los hombres, así también está en su mano el tiempo y duración de las guerras, pudiendo disponer libremente que unas se acaben presto y otras más tarde. Con invencible presteza y brevedad concluyó Pompeyo la guerra contra los piratas, y Escipión la tercera guerra púnica, y también la que sustentó contra los fugitivos gladiadores, aunque con pérdida de muchos generales y dos cónsules romanos, y con el quebranto y destrucción miserable de Italia; no obstante que al tercer año, después de haber concluido y acabado muchas conquistas, se finalizó. Los Picenos, Marios y Pelignos, no ya naciones extranjeras, sino italianas, después de haber servido largo tiempo y con mucha afición bajo el yugo romano, sojuzgando muchas naciones a este Imperio, hasta destruir a Cartago, procuraron recobrar su primitiva libertad. Y esta guerra de Italia, en la que muchas veces fueron vencidos los romanos, muriendo dos cónsules y otros nobles senadores, con todo, no duró mucho, porque se acabó al quinto año; pero la segunda guerra púnica, durando dieciocho años, con terribles daños y calamidades de la República, quebrantó y casi consumió las fuerzas de Roma; porque en solas dos batallas murieron casi 70,000 de los romanos. La primera guerra púnica duró veintitrés años, y la mitridática, cuarenta. Y porque nadie juzgue que los primeros ensayos de los romanos fueron más felices y poderosos para concluir más presto las guerras en aquellos tiempos pasados, tan celebrados en todo género de virtud, la guerra samnítica duró casi cincuenta años, en la que los romanos salieron derrotados, que los obligaron a pasar debajo del yugo. Mas por cuanto no amaban la gloria por la justicia, sino que parece amaban la justicia por la gloria, rompieron dolorosamente la paz y concordia que ajustaron con sus enemigos. Refiero esta particularidad, porque muchos que no tienen noticia exacta de los sucesos pasados, y aun algunos que disimulan lo que saben, si advierten que en los tiempos cristianos dura un poco más tiempo alguna guerra, luego con extraordinaria arrogancia se conmueven contra nuestra religión, exclamando que si no estuviera ella en el mundo y se adoraran los dioses con la religión antigua, que ya la virtud y el valor de los romanos, que con ayuda de Marte y Belona acabó con tanta rapidez tantas guerras, también hubiera concluido ligeramente con aquélla. Acuérdense, pues, los que lo han leído cuán largas y prolijas guerras sostuvieron los antiguos romanos, y cuán varios sucesos y lastimosas pérdidas. según acostumbra a turbarse el mundo, como un mar borrascoso con varias tempestades, que motivan semejantes trabajos confiesen al fin lo que no quieren, y dejen de mover sus blasfemas lenguas contra Dios, de perderse a sí mismo y de engañar a los ignorantes. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIII De la guerra en que Radagaiso, rey de los godos, que adoraba a los demonios, en un día fue vencido con su poderoso ejército Pero lo que en nuestros tiempos, y hace pocos años, obró Dios con admiración universal y ostentando su infinita misericordia, no sólo no lo refieren con acción de gracias, sino que cuanto es en sí procuran sepultarlo en el olvido, si fuese posible, para que ninguno tenga noticia de ello. Este prodigio, si nosotros le pasásemos también en silencio, seríamos tan ingratos como ellos. Estando Radagaiso, señor de los godos, con un grueso y formidable ejército cerca de Roma, amenazando a las cervices de los romanos su airada segur, fue roto y vencido en un día con tanta presteza, que sin haber ni un solo muerto, pero ni aun un herido entre los romanos, murieron más de 100,000 de los godos; y siendo Radagaiso hecho prisionero, pagó con la vida la pena merecida por su atentado. Y si aquel que era tan impío entrara en Roma con tan numeroso y feroz ejército, ¿a quién perdonara? ¿A qué lugares de mártires respetara? ¿En qué persona temiera a Dios, cuya sangre no derramara, cuya castidad no violara? ¿Y qué de bondades publicaran éstos en favor de sus dioses? ¿Con cuánta arrogancia nos dieran en rostro que por eso había vencido, por eso había sido tan poderoso, porque cada día aplacaba y granjeaba la voluntad de los dioses con sus sacrificios, que no permitía a los romanos ofrecer la religión cristiana: pues aproximándose ya al lugar donde por permisión divina fue vencido, corriendo entonces su fama por todas partes, oí decir en Cartago que los paganos creían, esparcían y divulgaban que él, por tener a sus dioses por amigos y protectores, a quienes era notorio que sacrificaba diariamente, no podía, de ningún modo ser vencido por los que no hacían semejantes sacrificios a los dioses romanos ni permitían que nadie los hiciera? Y dejan los miserables de ser agradecidos a una tan singular misericordia de Dios como ésta; pues habiendo determinado castigar con la invasión de los bárbaros la mala vida y costumbres de los hombres dignos de otro mayor castigo, templó su indignación con tanta mansedumbre, que permitió ante todas cosas que milagrosamente Radagaiso fuese vencido, para que no se diese la gloria, para derribar los ánimos de los débiles a los demonios, a quienes constaba que él rendía culto y adoración. Y, además de esto, siendo después entrada Roma por aquellos bárbaros, hizo que, contra el uso y costumbre de todas las guerras pasadas, los mismos amparasen, por reverencia a la religión cristiana, a los que se acogían a los lugares santos, los cuales eran tan contrarios por respeto del nombre cristiano a los mismos demonios y a los ritos de los impíos sacrificios en que el otro confiaba, que parecía que sustentaban más cruel y sangrienta la guerra con ellos que con los hombres; con cuyos prodigiosos triunfos, el verdadero Señor y Gobernador del mundo, primeramente, castigó a los romanos con misericordia, y después, venciendo maravillosamente a los que sacrificaban a los demonios, demostró que aquellos sacrificios no eran necesarios para conseguir el remedio en las presentes calamidades, sólo con el loable objeto de que los que no fuesen muy obstinados y pertinaces, sino que con prudencia considerasen el milagro, no abdicasen la verdadera religión por los infortunios y necesidades presentes; antes la tuviesen más asidua con la fidelísima esperanza de alcanzar la vida eterna. IR A CONTENIDO CAPITULO XXIV Cuán verdadera y grande sea la felicidad de los emperadores cristianos Tampoco decimos que fueron dichosos y felices algunos emperadores cristianos porque reinaron largos años, porque muriendo con muerte apacible dejaron a sus hijos en el Imperio, porque sujetaron a los enemigos de la República, o porque pudieron no sólo guardarse de sus ciudadanos rebeldes, que se habían levantado contra ellos, sino también oprimirlos. Porque estos y otros semejantes bienes o consuelos de esta trabajosa vida también los merecieron y recibieron algunos idólatras de los demonios que no pertenecen al reino de Dios, al que pertenecen éstos. Y esto lo permitió por su misericordia, para que los que creyeren en él no deseasen ni le pidiesen estas felicidades como sumamente buenas. Sin embargo, los llamamos felices y dichosos; cuando reinan justamente, cuando entre las lenguas de los que los engrandecen y entre las sumisiones de los que humildemente los saludan no se ensoberbecen, sino que se acuerdan y conocen que son hombres; cuando hacen que su dignidad y potestad sirva a la Divina Majestad para dilatar cuanto pudiesen su culto y religión; cuando temen, aman y reverencian a Dios; cuando aprecian sobremanera aquel reino donde no hay temor de tener consorte que se le quite; cuando son tardos y remisos en vengarse y fáciles en perdonar; cuando esta venganza la hacen forzados de la necesidad del gobierno y defensa de la República, no por Satisfacer su rencor, y cuando le conceden este perdón, no porque el delito quede sin castigo, sino por la esperanza que hay de corrección; cuando lo que a veces, obligados, ordenan ,con aspereza y rigor lo recompensan con la blandura y suavidad de la misericordia, y con la liberalidad y largueza de las mercedes y beneficios que hacen; cuando los gustos están en ellos tanto más a raya cuanto pudieran ser más libres; cuando gustan más de ser señores de sus apetitos que de cualesquiera naciones, y cuando ejercen todas estas virtudes no por el ansia y deseo de la vanagloria, o por el amor de la felicidad eterna; cuando, en fin, por sus pecados no dejan de ofrecer sacrificios de humildad, compasión y oración a su verdadero Dios. Tales emperadores cristianos como éstos decimos que son felices, ahora en esperanza, y después realmente cuando viniere el cumplimiento de lo que esperamos. IR A CONTENIDO CAPITULO XXV De las prosperidades que Dios dio al cristiano emperador Constantino La bondad de Dios, a fin de que los hombres que tenían creído debían adorarle por la vida eterna no pensasen que ninguno podía conseguir las dignidades y reinos de la tierra, sino los que adorasen a los demonios, porque estos espíritus en semejantes asuntos pueden mucho, enriqueció al emperador Constantino, que no tributaba adoración a los demonios, sino al mismo Dios verdadero, de tantos bienes terrenos cuantos nadie se atreviera a desear. Concedióle asimismo que fundase una ciudad, compañera del Imperio romano, como hija de la misma Roma; pero sin levantar en ella templo ni estatua alguna consagrados a los demonios, reinó muchos años, poseyó y conservó siendo él solo emperador augusto de todo el orbe romano; en la administración y dirección de la guerra fue feliz y victorioso; en oprimir los tiranos tuvo grande prosperidad. Cargado de años, murió de los achaques de la vejez, dejando a sus hijos por sucesores en el Imperio. Además, para que ningún emperador apeteciese profesar el cristianismo por el interés de alcanzar la felicidad de Constantino, debiendo ser cada uno cristiano sólo por hacerse digno de conseguir la vida eterna, se llevó mucho antes, a Joviano que a Juliano, permitiendo que Graciano muriese a manos del hierro cruel, aunque con más humanidad que el gran Pompeyo, que adoraba a los dioses romanos; porque a aquél no le pudo vengar a Catón, a quien dejó en cierto modo por sucesor en la guerra civil; pero a éste, aunque las almas piadosas no tengan necesidad de semejantes consuelos, le vengó Teodosio, a quien había tomado por compañero en el Imperio, no obstante tener un hermano pequeño, deseando más amistad sincera que mando despótico. IR A CONTENIDO CAPITULO XXVI De la fe y, religión del emperador Teodosio Y así Teodosio, en vida, no sólo le guardó la fe que le debía, sino también después de muerto; porque habiendo Máximo, que fue el que le dio a él la muerte, echado del Imperio a Valentiniano, su hermano, que era aún muy pequeño, Teodosio, como cristiano, acogió al huérfano y pupilo, asociándole en la parte de su Imperio; amparó con afecto de padre al que desamparado de todos los auxilios humanos, sin dificultad alguna, podía quitarle de delante, si reinara en su corazón más la codicia de extender su Imperio y señorío que el deseo de hacer bien. Y así, acogiéndole y conservándole la dignidad imperial, le alentó más y consoló con toda clase de delicadezas y atenciones. Después, notando que con aquella deliberación se había hecho Máximo muy terrible, áspero y cruel, en el mayor aprieto y angustias que le causaban sus cuidados, no acudió a las curiosidades sacrílegas e ilícitas; antes, por el contrario, envió su embajada a un santo varón que habitaba en el yermo de Egipto, llamado Juan, el cual, por la fama que corría de él, entendía que era siervo muy estimado de Dios, y que tenía espíritu de profecía, de quien tuvo aviso cierto de que vencería a su enemigo; luego, habiendo muerto al tirano Máximo, restituyó al joven Valentiniano, con una reverencia llena de misericordia, en la parte de su Imperio de que le habían despojado. Y muerto éste dentro de breve tiempo, ya fuese por asechanzas o por cualquier otro motivo, o bien por casualidad, lleno de confianza por la respuesta profética que había recibido, venció y oprimió a otro tirano, llamado Eugenio, que en lugar de Valentiniano había sido elegido ilegítimamente en el Imperio, peleando contra su formidable ejército más con la oración que con la espada. A soldados que se hallaban presentes al referir que les sucedió arrancarles de las manos las armas arrojadizas, corriendo un viento furiosísimo de la parte de Teodosio contra los enemigos, el cual no sólo les arrebataba violentamente todo lo que arrojaban, sino que los mismos dardos que les tiraban se volvían contra los que los esgrimían; por los cual, también el poeta Claudiano, aunque enemigo del nombre de Cristo, con todo, en honra y alabanza suya, dijo: «¡Oh, sobremanera regalado y querido de Dios, por quien el cielo y los vientos conjurados al son de las trompetas acuden en su favor!» Habiendo conseguido la victoria, como lo había creído y dicho, hizo derribar una estatua de Júpiter, que contra él, no sé con qué ritos, se había consagrado y colocado en los Alpes; y como los rayos que tenían estas imágenes eran de oro, y diciendo sus adalides entre las burlas que permitía aquella alegría, que quisieran ser heridos de aquellos rayos, se les concedió la petición con júbilo y benignidad. A los hijos de sus enemigos que habían muerto, no ya por orden suya, sino arrebatados del ímpetu y furia de la guerra, acogiéndose, aun no siendo cristianos, a la Iglesia, con esta ocasión quiso que fuesen cristianos, y como tales los amó con caridad cristiana, y no sólo no les quitó la hacienda, sino que los acrecentó y honró con oficios y dignidades. No permitió después de la victoria que ninguno con este motivo se pudiese vengar de sus particulares enemistades. En las guerras civiles no se portó como Cinna, Mario, Sila y otros semejantes, que después de acabadas no quisieron que se terminasen, antes tuvo más pena de verlas comenzadas que ánimo de que, concluidas, fuesen en daño de ninguno. Entre todas estas revoluciones, desde su ingreso en el Imperio, no deja de ayudar y socorrer a las necesidades de la Iglesia promulgando leyes justas y benignas, la cual el hereje emperador Valente, favoreciendo a los arrianos, había afligido en extremo, y se preciaba más de ser miembro de esta Iglesia que de reinar en la tierra. Mandó que se derribasen los ídolos de los gentiles, sabiendo bien que ni aun los bienes de la tierra están en mano de los demonios, sino en la del verdadero Dios. ¿Y qué acción hubo más admirable que su religiosa humildad? Fue el caso que se vio obligado por el pueblo, a instancias de algunos. que andaban a su lado, a. castigar un grave crimen que cometieron los tesalónicos, a quienes ya por intercesión de algunos obispos había prometido el perdón. Por esto fue corregido conforme al estilo de la disciplina eclesiástica, y fue tal su compunción que, rogando a Dios el pueblo por él, más lágrimas derramó viendo postrada en la tierra la majestad del emperador que temor había manifestado cuando le vio cegado por la ira. Estas admirables acciones y otras buenas obras hizo que sería largo referirlas, llevando siempre consigo el desprendimiento del humo temporal de cualquier gloria y lisonja humana, de cuyas buenas operaciones el premio es la eterna felicidad, la cual sólo da Dios a los verdaderamente piadosos Pero todas las demás cualidades, ya, sean las más celebradas fortunas o los subsidios necesarios de ésta vida, como son el mismo mundo, la luz, el aire, la tierra, el agua, los frutos, el alma del mismo hombre, el cuerpo, los sentidos, el espíritu y la vida lo da Dios a los buenos y a los malos, en lo cual se incluye también cualquiera grandeza o exaltación al trono, lo cual dispensa igualmente este gran Dios según lo piden los tiempos. Según esto, advierto que únicamente me resta responder a aquellos que, refutados y convencidos con manifiestas razones y documentos, con que se demuestra evidentemente que para la obtención de estas felicidades temporales, que solos los necios desean tener, no aprovecha el número crecido de los dioses falsos, procuran, no obstante, defender que se deben adorar esos númenes, no por el provecho y comodidad de la vida presente, sino por la futura que se espera después de la muerte. Pues a los que por las amistades mundanas quieren adorar vanidades, y se quejan que no los permiten entregarse a los gustos y bagatelas de los sentidos, me parece que en estos cinco libros les hemos respondido lo necesario. De los cuales, habiendo sacado a luz los tres primeros, y empezando a andar ya en manos de muchos, oí decir que algunos habían tomado la pluma y disponían no sé qué respuesta contra ellos. Después me informaron asimismo que habían escrito, pero que aguardaban tiempo para darlo al público a su salvo; a los cuales advierto que no deseen lo que no les está. bien, porque es muy fácil parecer que ha respondido uno con no haber querido callar. Y ¿qué cosa hay más locuaz y sobrada de palabras que la vanidad? La cual no por eso puede lo que la verdad; pues si quisiera, puede también dar muchas más voces que la verdad; si no, considérenlo todo muy bien, y si acaso, mirándolo sin pasión de las partes, les pareciere que es de tal calidad que más pueden echarlo a barato que desbaratarlo con su procaz locuacidad y con su satírica y ridícula liviandad, repórtense y den de mano a sus vaciedades, y quieran más ser antes corregidos por los prudentes que alabados por los imprudentes. Porque si aguardan tiempo, no para decir libremente la verdad, sino para tener licencia de decir mal, Dios los libre de que les suceda lo que dice Tulio de uno, que por la licencia que tenía de pecar se llamaba feliz. ¡Oh miserable del que tuvo semejante licencia para pecar! Y así cualquiera que imaginare que es feliz por la licencia que tiene de maldecir, será mucho más dichoso si de ningún modo usare de tal permiso pudiendo aún ahora, dejando aparte la vanidad de la arrogancia, como con pretexto de querer saber la verdad, contradecir cuanto quisiere y cuanto fuere posible oír y saber honesta, grave y libremente lo que hace al caso de boca de aquellos con quienes, confiriéndolo en sana paz, lo preguntaren.


 
Título: La Ciudad de Dios Libro Sexto. Teología Mítica y Civil de Varrón Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD) Contenido: PROEMIO CAPITULO PRIMERO. De los que dicen que adoran a los dioses, no por esta vida presente, sino por la eterna CAPITULO Il. Qué es lo que se debe creer que sintió Varrón de los dioses de los gentiles, cuyos linajes y sacrificios, de que él dio noticia fueron tales, que hubiera usado con ellos de más reverencia si del todo los hubiera pasado en silencio CAPITULO III. La división que hace Varrón de los libros que compuso acerca de las antigüedades de las cosas humanas y divinas CAPITULO IV. Que, conforme a la disputa de Varrón, entre los que adoran a los dioses, las cosas humanas son más antiguas que las divinas CAPITULO V. De los tres géneros de Teología, según Varrón fabulosa, natural y civil CAPITULO VI. De la Teología mítica, esto es, fabulosa, y de la civil, contra Varrón CAPITULO VII. De la semejanza y conveniencia que hay entre la Teología civil y fabulosa CAPITULO VIII. De las interpretaciones de las razones naturales que procuran aducir los doctores paganos en favor de sus dioses CAPITULO IX. De los oficios que cada uno de los dioses tiene CAPITULO X. De la libertad con que Séneca reprendió la teología civil, con más vigor que Varrón la fabulosa CAPITULO XI. Lo que sintió Séneca de los judíos CAPITULO XII. Que descubierta la vanidad de los dioses de los gentiles, es, sin duda, que no pueden ellos dar a ninguno la vida eterna, pues que no ayudan tampoco para esta vida temporal PROEMIO Me parece que he disputado bastante en estos cinco libros pasados contra los, que temerariamente sostienen que, por la importancia y comodidad de la vida mortal, y por el goce de los bienes terrenos, deben adorarse con el rito y adoración que los griegos llaman latría, y se debe únicamente al solo Dios verdadero, a muchos y falsos dioses, de los cuales la verdad católica evidencia que son simulacros inútiles, o espíritus inmundos y perniciosos demonios, o por lo menos criaturas, y no el mismo Criador. Y ¿quién no advierte que para una necedad y pertinacia tan grandes no bastan estos cinco libros ni otros infinitos por más que sean muchos en el numero? En atención a que se reputa por gloria y honra de la humana lisonja rendirse a todos los contrastes de una verdad acrisolada, cuando resulta en perjuicio sin duda de aquél en quien reina tan monstruoso vicio. Porque también una enfermedad peligrosa contra toda la industria del que la cura es invencible, no precisamente porque cause daño alguno al médico, sino por el que resulta al enfermo considerado como incurable. Pero las personas que lo que leen lo examinan con madurez y circunspección habiéndolo entendido y considerado sin ninguna, o a lo menos no con demasiada obstinación en el error en que se veían sumergidos, echarán de ver fácilmente que con estos cinco libros que hemos concluido hemos satisfecho bastantemente a más de lo que exigía la necesidad de la cuestión, antes que haber quedado cortos, y no podrán poder en duda que toda esa odiosidad que los necios se esfuerzan en arrojar contra la religión cristiana, tomando pie de las calamidades de este mundo y de la fragilidad y vicisitudes de las cosas terrenas, con disimulo, más aún, con la aprobación de los doctos que obrando contra su conciencia se hacen necios por su loca impiedad, no dudarán, digo, que es un juicio vacío completamente de todo sentido y razón y lleno de vana temeridad y odio malvado. IR A CONTENIDO CAPITULO PRIMERO De los que dicen que adoran a los dioses, no por esta vida presente, sino por la eterna Ahora, pues, porque según lo pide nuestra promesa habremos también de refutar y desengañar a los que intentan defender que debe tributarse adoración a los dioses de los gentiles, que destruyen la religión cristiana, no por los intereses y felicidades de esta vida, sino por la que después de la muerte se espera, quiero dar principio a mi discurso por el verdadero oráculo del salmista rey, donde se lee: «Bienaventurado el hombre que pone toda su confianza en Dios, y el que no se aparta de El, ni fingió las vanidades y los falsos desvaríos.» Con todo, entre todas las ilusorias doctrinas y falsos despropósitos, los que más tolerablemente se pueden oír son los de los filósofos a quienes no satisfizo la opinión y error universal de las gentes; que dedicaron simulacros a los dioses, suponiendo muchas falsedades de los que llaman dioses inmortales, las cuales, siendo, falsas e impías, las fingieron o, una vez fingidas, las creyeron, y, creídas, las introdujeron en el culto y ceremonias de su religión. Con estos tales, que aunque no diciéndolo libremente, pero sí al menos en sus obras, como entre dientes aseguraban que no aprovechan semejantes desatinos, no del todo fuera de propósito se tratará esta cuestión: si conviene adorar por la vida que se espera después de la muerte, no a un solo Dios, que hizo todo lo criado espiritual y corporal, sino a muchos dioses, de quienes algunos: de los mismos filósofos, entre ellos los más acreditados y sabios, sintieron que fueron criados por aquél solo y, colocados en un lugar sublime. Porque ¿quién sufrirá se diga y defienda que los dioses de que hicimos mención en el libro IV, a quienes se atribuye a cada uno, respectivamente, su oficio y cargo de negocios de poco momento, conceden a los mortales la vida eterna? ¿Por ventura aquellos sabios y científicos, varones que se glorían por un beneficio digno del mayor aprecio el haber escrito y enseñado, para que se supiese, el método y motivo con que se había de suplicar a cada uno de los dioses, y qué era lo que se les debía pedir, a fin de que, inconsiderada y neciamente, como suele nacerse por risa y mofa en el teatro, no pidiesen agua a Baco y vino a las ninfas, aconsejaran a ninguno rogase a los dioses inmortales que cuando hubiese pedido a las ninfas vino y le respondiesen: «Nosotras sólo tenemos agua, eso pedidlo a Baco», dijese entonces prudentemente: «Si no tenéis vino, a lo menos dadme la vida eterna»? ¿Qué idea puede haber más monstruosa que este disparate? ¿Acaso excitadas a risa, porque suelen ser fáciles en reír, a no ser que afecten engañar, como que, son demonios, no responderán al que así les rogare: «Hombre de bien, ¿pensáis que tenemos en nuestra mano la vida, siendo así que habéis oído repetidas veces que ni aun disponemos de vida?» Así que es una necedad, y desvarío insufrible pedir o esperar la vida eterna de semejantes dioses, de quienes se dice que cada partecilla de esta trabajosa y breve vida, y si hay alguna que pertenezca a su fomento, incremento y sustento, la tiene debajo de su amparo; pero es con tal restricción, que lo que está bajo la tutela y disposición de uno lo deben pedir a otro, de que resulta se tenga por tan absurda imposible y temeraria tal potestad, como lo son los donaires y disparates del bobo de la farsa, y cuando esto lo hacen actores ingeniosos, ante el público, con razón se ríen de ellos en él teatro, y cuando lo hacen los necios ignorándolo, con más justa, causa se burlan y mofan de ellos en el mundo. Con mucho ingenio descubrieron los doctos y dejaron escrito en sus obras a qué dios o diosa de los que fundaron las ciudades se debería acudir en busca de diversos remedios; esa saber, qué es lo que se debía pedir a Baco, a las ninfas, a Vulcano, y así a los demás; de lo que parte referí en el libro IV y parte me pareció conveniente pasarlo en silencio, y si es un error notable pedir vino a Ceres, pan a Baca, agua a Vulcano y fuego a las ninfas, ¿cuánto mayor disparate será pedir a alguno de éstos la vida eterna? Por lo mismo, si cuando preguntábamos acerca del reino de la tierra qué dioses o diosas debía creerse que le podían dar, habiendo examinado este punto, averiguamos era muy ajeno de la verdad el pensar que los reinos, a lo menos de la tierra, los daba ninguno de los que componen tanta multitud de falsos dioses. Por ventura, ¿no será una disparatada impiedad el creer que la vida eterna, que sin duda alguna y sin comparación se debe preferir a todos los reinos de la tierra, la pueda dar a nadie ninguno de ellos? Porque está, fuera de toda controversia que semejantes dioses no podían dar ni aun el reino de la tierra, por sólo el especioso título de ser ellos dioses grandes y soberanos; siendo estos dones tan viles y despreciables, que no se dignarían cuidar de ellos, viéndose en tan encumbrada fortuna, a no ser que digamos que por más que uno, con justa razón, vilipendie, considerando la fragilidad humana, los caducos títulos del reino de la tierra, estos dioses fueron de tal calidad, que parecieron indignos de que se les confiase la distribución y conservación de ellas, no obstante de ser correspondiente a su alta dignidad encomendárselas y ponerlas bajo su custodia. Y, por consiguiente, si conforme a lo que manifestamos en los dos libros anteriores, ninguno de los que componen la turba de los dioses, ya sea de los plebeyos o de los patricios, es idóneo para dar los reinos mortales a los mortales, ¿cuánto menos podrá de mortales hacer inmortales? Y más que si lo tratamos con los que defienden deben ser adorados los dioses, no por las facilidades de la vida presente, sino por la futura, acaso nos dirán que de ninguna manera se les debe tributar veneración, a lo menos por aquellas cosas que se les atribuyen como repartidas entre ellos y propias de la potestad peculiar de cada uno, porque así lo persuada la luz de la verdad, sino porque así lo introdujo la opinión común, fundada en la vanidad humana y en el fanatismo, como se persuaden los que sostienen que su culto es necesario para sufragar a las necesidades de la vida mortal, contra quienes en los cinco libros precedentes he disputado lo preciso cuanto me ha sido posible. Pero siendo, como es, innegable nuestra doctrina; si la edad de los que adoran a la diosa Juventas fuera más feliz y florida, y ola de los que la desprecian se acabara en el verdor de su juventud, o en ella, como en un cuerpo cargado de años, quedaran yertos y fríos; si la fortuna Barbada con más gracia y donaire vistiera las quijadas de sus devotos, y a los que no lo fuesen los viéramos lampiños y su barbados, dijéramos muy bien que hasta aquí cada una de estas diosas podía en alguna manera limitarse a sus peculiares oficios, y, por consiguiente, que no se debía pedir ni a la Juventas la vida eterna, pues no podía dar ni aun la barba; ni de la fortuna Barbada se debía esperar cosa buena después de esta vida, porque durante ella, no tenía autoridad alguna para conceder siquiera aquella misma edad en que suele nacer la barba. Mas ahora, no siendo necesario su culto ni aun para las cosas que ellos sien den que les están sujetas, ya que muchos que fueron devotos de la diosa Juventas no florecieron en aquella edad, y muchos que no lo fueron gozaron del vigor de la juventud; y asimismo algunos que se encomendaron a la fortuna Barbada, o no tuvieron barbas o las tuvieron muy escasas; y si hay algunos que por conseguir de ella las barbas la reverencian, los barbados que la desprecian se mofan y burlan de ellos. ¿Es posible que esté tan obcecado el corazón humano que viendo está lleno de embelecos y es inútil el culto de los dioses para obtener estos bienes temporales y momentáneos, sobre los que dicen que cada uno preside particularmente a su objeto, crea que sea importante para conseguir vida eterna? Esta, ni aun aquellos, han osado afirmar que la pueden dar; ni aun aquellos, digo, que para que el vulgo necio los adorase, porque pensaban que eran muchos en demasía, y que ninguno de estar ocioso, les repartieron con tanta prolijidad y menudencia todos estos oficios temporales. IR A CONTENIDO CAPITULO II Qué es lo que se debe creer que sintió Varrón de los dioses de los gentiles, cuyos linajes y sacrificios, de que él dio noticia fueron tales, que hubiera usado con ellos de más reverencia si del todo los hubiera pasado en silencio ¿Quién anduvo buscando todas estas particularidades con más curiosidad que Marco Varrón? ¿Quién las descubrió más doctamente? ¿Quién las consideró con más atención? ¿Quién las distinguió con más exactitud y las escribió con más profusión y diligencia? Este escritor, aunque no es en el estilo y lenguaje muy suave, con todo, inserta tanta doctrina y tan buenas sentencias, que en todo género de erudición y letras que nosotros llamamos humanas y ellos liberales, enseña tanto al que busca la ciencia cuanto Cicerón deleita al que se complace en la hermosura de la frase. Finalmente, el mismo Tulio habla de éste con tanta aprobación, que dice en los libros académicos que la disputa la tuvo con Marco Varrón, sujeto, dice, entre todos sin controversia agudísimo y sin ninguna duda doctísimo; no le llama elocuentísimo o fecundísimo, porque en realidad de verdad en la retórica y elocuencia con mucho no llega a igualarse con los muy elocuentes y fecundos, sino entre todos, sin disputa, agudísimo. En aquellos libros, digo, en los académicos, donde pretende probar que todas las cosas son dudosas, le distinguió con el apreciable título de doctísimo. Verdaderamente que de esta prenda estaba tan cierto, que quitó la duda que suele poner en todo, como si habiendo de tratar de este célebre escritor, conforme a la costumbre que tienen los académicos de dudar de todo, se hubiera olvidado de que era académico. Y en el libro I, celebrando las obras que escribió el mismo Varrón: «Andando, dice, nosotros peregrinando y errantes por nuestra ciudad como si fuéramos forasteros, tus libros puedo asegurar nos encaminaron y tornaron a casa, para que, al fin, pudiéramos advertir quiénes éramos y adónde estábamos; tú nos declaraste la edad de nuestra patria, tú las descripciones de los tiempos, tú la razón de la religión, el oficio de los sacerdotes, la disciplina doméstica y pública de los sitios, regiones, pueblos y de todas las cosas divinas y humanas nos declaraste los nombres, géneros, oficios y causas». Este Varrón, pues, es de tan excelente e insigne doctrina, que brevemente recopila su elogio Terenciano, en este elegante y conciso verso «Varrón por todas partes doctísimo.» Leyó tanto, que causa admiración tuviese tiempo para escribir sobre ninguna materia; y, sin embargo, escribió tantos volúmenes cuantos apenas es fácil persuadirse que ninguno pudo jamás leer. Este Varrón, digo, tan perspicaz e instruido, si escribiera contra las cosas divinas, de que escribió también y dijera que no eran cosas religiosas, sino supersticiosas, no sé si escribiera en ellas cosas tan dignas de risa, tan impertinentes y tan abominables. Con todo, adoró a estos mismos dioses y fue de dictamen que se debían reverenciar, tanto, que en los mismos libros dice teme no se pierdan, no por violencia causada por los enemigos, sino por negligencia de los ciudadanos. De esta inminente ruina dice que los libra depositándolos y guardándolos en la memoria de los buenos, por medio de aquellos sus libros, con una diligencia harto más provechosa que la que es fama usó Metelo cuando libró su estatua de Vesta, y Eneas sus Penates del voraz incendio de Troya. Y con todo, deja allí escritas a la posteridad sentencias dignas que los sabios y los ignorantes las desechen y algunas sumamente contrarias a las verdades de la religión. En virtud de este proceder, ¿qué debemos pensar sino que este hombre, siendo muy ingenioso y docto, aunque no libre por la gracia del Espíritu Santo, se halló oprimido de la detestable costumbre y leyes de su patria, y, con todo, no quiso pasar en silencio las causas que le movían, so color de encomendar la religión? IR A CONTENIDO CAPITULO III La división que hace Varrón de los libros que compuso acerca de las antigüedades de las cosas humanas y divinas Habiendo escrito cuarenta y un libros sobre las antigüedades, los dividió según materias divinas y humanas. En estas últimas consume veinticinco, en las divinas dieciséis, siguiendo en la división de materias esta distribución; de forma que reparte en cuatro partes veinticuatro libros concernientes a las cosas humanas, designando seis a cada parte. Allí trata por extenso quiénes, dónde, cuándo y qué llevan a cabo. Así que en los seis primeros habla de los hombres, en los seis segundos de los lugares, en los seis terceros de los tiempos, y en los seis últimos de las cosas; y así cuatro veces seis hacen veinticuatro. Pero, además, colocó uno por sí solo, al principio, que en común habla de todos los asuntos propuestos. El que trata asimismo de las cosas divinas guardó el mismo método en la división, por lo respectivo a los ritos y víctimas que se deben ofrecer a los dioses, ya que los hombres, en determinados lugares y tiempos les ofrecen el culto divino. Las cuatro materias que, he dicho las comprendió en cada tres libros: en los tres primeros trata de los hombres; en los tres siguientes, de los lugares; en el tercer grupo, de los tiempos; en los tres últimos, del culto divino; designando en ese lugar, por medio de una sencilla distinción, quiénes, dónde, cuándo y qué ofrecen. Mas porque convenía decir -que era lo que principalmente se esperaba de él- quiénes eran aquellos a quienes se ofrece, trató también de los mismos dioses en los tres postreros, para que cinco veces tres fuesen quince, y son entre todos, como he dicho, dieciséis; porque al principio puso uno de por sí, que primero habla en común de todos. Y acabado éste, luego, conforme a la división hecha en las cinco partes, los primeros que pertenecen a los hombres los reparte de este modo: en el primero trata de los pontífices; en el segundo, de los augures o adivinos; en el tercero, de los quince varones que atendían a las funciones sagradas. Los tres segundos, que miran a los lugares, de esta manera: en el primero trata de los oratorios; en el segundo, de los templos sagrados; en el tercero, de los lugares religiosos; y los tres que siguen luego, que conciernen a los tiempos, esto es, a los días festivos, que en el primero habla de las ferias, en el segundo de los juegos circenses, en el tercero de los escénicos. Los del cuarto ternario, que pertenecen a las cosas sagradas; los divide así: en el primero diserta sobre las consagraciones; en el segundo, de la reverencia y culto particular, y en el tercero, del público. A éste, como aparato de los asuntos que ha de exponer en los tres que restan, siguen, en último lugar, los mismos dioses, en cuyo honor ha empleado todas sus tareas literarias, por este orden: en el primero trata de los dioses ciertos; en el segundo, de los inciertos; en el tercero y último, de los dioses escogidos. IR A CONTENIDO CAPITULO IV Que, conforme a la disputa de Varrón, entre los que adoran a los dioses, las cosas humanas son más antiguas que las divinas De lo que hemos ya insinuado y dios adelante puede fácilmente advertir el que obstinadamente no fuere enemigo de sí propio, que en toda esta traza, en esta hermosa y sutil distribución y distinción, en vano se busca y espera la vida eterna, que imprudentemente la quieren y desean. Porque toda esta doctrina, o es invención de los hombres o de los demonios, y no de los demonios que ellos llaman buenos, sino, por hablar más claro, de los espíritus inmundos o, más ciertamente, malignos, los cuales con admirable odio y envidia ocultamente plantan en los juicios de los impíos unas opiniones erróneas y perniciosas con que el alma más y más se vaya desvaneciendo y no pueda acomodarse ni adaptarse con la inmutable y eterna verdad; y en ocasiones, evidentemente, las infunden en los sentidos y las confirman con los embelecos y engaños que les es posible imaginar. Este mismo Varrón confiesa que por eso no escribió en primer lugar de las cosas humanas y después de las divinas, porque antes hubo ciudades, y después éstas ordenaron e instituyeron las ceremonias de la religión. Pero, al mismo tiempo, es indudable que a la verdadera religión no la fundó ninguna ciudad de la tierra, antes sí, ella es la que establece una ciudad verdaderamente celestial. Y ésta nos la inspira y enseña el verdadero Dios, que da la vida eterna a los que de corazón le sirven. La razón en que se funda Varrón cuando confiesa que por eso escribió primeramente de las cosas humanas y después de las divinas, porque éstas, fueron instituidas y ordenadas por los hombres, es ésta: «Así como es primero el pintor que la tabla pintada, primero el arquitecto que el edificio, así son primero las ciudades que las instituciones que ordenaron estas mismas.» Aunque dice que escribiera antes de los dioses y después de los hombres, si escribiera sobre toda la naturaleza de los dioses, como si escribiera aquí de alguna y no de toda, o como si alguna naturaleza de los dioses, aunque no sea toda, no debe ser primero que la de los hombres. Cuanto más que en los tres últimos libros, tratando cuidadosamente de los dioses ciertos, de los inciertos y de los escogidos, parece que no omite ninguna naturaleza de los dioses. ¿Qué significa, pues, lo que dice? «¿Si escribiéramos de toda la naturaleza de los dioses y de los hombres, primero concluyéramos con la divina que tocáramos a la humana?» Porque, o escribe de toda la naturaleza de los dioses, o de alguna o de ninguna; si de toda, debe ser preferida, sin duda, a las cosas humanas; si de alguna, ¿por qué también ésta no ha de preceder a las cosas humanas? ¿Acaso no merece alguna parte de los dioses ser antepuesta aun a toda la naturaleza de los hombres? Y si es demasiado que alguna parte divina logre preferencia generalmente sobre todas las cosas humanas, por lo menos será razón que se anteponga siquiera a las romanas, puesto que escribió los libros relativos a las cosas humanas, no precisamente por lo que respecta a todo el orbe de la tierra, sino en cuanto conciernen a sola Roma. A los cuales, sin embargo, en los libros de las cosas divinas, dijo que, según el orden analítico que habla observado en escribir, con razón los, había antepuesto, así como debe ser preferido el pintor a la tabla pintada, el arquitecto al edificio, confesando con toda claridad que estas cosas divinas, igualmente que la pintura y el edificio, son instituciones que deben su erección a los hombres. Resta, por último, sepamos que no escribió sobre naturaleza alguna de los dioses, lo cual no lo quiso hacer claramente y al descubierto; antes lo dejó a la consideración de los que lo entienden, Pues cuando se dice «no toda», comúnmente se entiende «alguna»; pero puede entenderse asimismo «ninguna», porque la que es ninguna, ni es todo ni es alguna; en atención a que, como él dice: «Sí escribiera de toda la naturaleza de los dioses, en el orden de la escritura debiera preferiría a las cosas humanas»; y conforme lo dice a voces, la verdad, aunque él lo calla, debiera anteponerla por lo menos, a las glorias romanas, cuando no fuera toda, a lo menos alguna; es así que con razón se pospone, luego no quiere hacer alusión a los dioses, donde se infiere que no quiso preferir las cosas humanas a las divinas; antes, por el contrario, a las verdaderas no quiso anteponer las falsas; pues en cuanto escribió acerca de las cosas humanas siguió la historia según el orden de los sucesos y acaecimientos; mas en lo que llama cosas divinas, ¿qué autoridad siguió sino meras conjeturas y sueños fantásticos? Esto es, en efecto, lo que quiso con tanta sutileza dar a entender, no sólo escribiendo últimamente de éstas y no de aquéllas sino también dando la razón por qué lo hizo así. La cual, si omitiera, acaso esto mismo que hizo lo defendieran otros de diversa manera; pero en la misma causa que dio no dejó lugar a los otros para sospechar lo que quisiesen a su albedrío. Con pruebas bien concluyentes y con razones harto claras dio a entender que prefirió los hombres a las instituciones humanas, y no la naturaleza humana a la naturaleza de los dioses. Y por esto confieso ingenuamente que Varrón escribió los libros pertenecientes a las cosas divinas, no según el idioma de la verdad que concierne a la naturaleza, sino según la falsedad que toca al error. Lo cual reprodujo más extensamente en otro lugar, como lo insinúe en el Libro IV, diciendo que él seguirá gustosamente el estilo y traza de la naturaleza si él fundara una nueva ciudad; pero, como había hallado una ya fundada, no pudo sino acomodarse y seguir las prácticas de ella. IR A CONTENIDO CAPITULO V De los tres géneros de Teología, según Varrón fabulosa, natural y civil ¿Y de qué aprecio es la proposición por la que sostiene que hay tres géneros de Teología, esto es, ciencia de los dioses, de los cuales el uno se llama mítico, el otro físico y el tercero civil? Al primer género le denominaremos con propiedad fabuloso, que es lo mismo que m¡thicon, pues mithos, en griego, quiere decir fábula: que al segundo llamemos natural, ya la costumbre de hablar así lo exige; al tercero, que se llama civil, él mismo le nombró en lengua latina. Después dice llaman mítico aquel del que usan los poetas, físico del que los filósofos, civil del que usa el pueblo. «En el primero, dice, se hallan infinitas ficciones indignas de la naturaleza de los inmortales; por cuanto en él se advierte cómo un dios nació de la cabeza, otro procedió de un muslo, otro de unas gotas de sangre. En él se lee cómo los dioses fueron ladrones, adúlteros y cómo sirvieron a los hombres; finalmente, en él atribuyen a los dioses todas las criminalidades que no sólo puede cometer un hombre, sino también aquellas que apenas se pueden acumular al más vil y despreciable. Aquí, a lo menos, donde pudo, donde se atrevió y donde le pareció que pudo hacerlo sin costarle molestia alguna, declaró con razones patéticas y demostrativas y sin obscuridad o ambigüedad, cuán grande agravio e injuria se hacía a la naturaleza de los dioses fingiendo de ellos mentirosas fábulas; explicóse en términos tan insinuantes y propios, porque hablaba no de la Teología natural, no de la civil, sino de la fabulosa, a la cual le pareció debía culpar y reprender libremente. Veamos lo que dice de lo segundo: «El segundo género es, dice, el que he enseñado, del cual nos dejaron escritos los filósofos muchos libros, donde se expone qué sean los dioses, de qué género y calidad, desde qué tiempo proceden, si son ab aeterno, si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de números; como Pitágoras; si de átomos, como Epicuro, y otros desvaríos semejantes más acomodados para oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y conversación social.» No culpó o reprendió proposición alguna relativa al género que llama físico y pertenece a los filósofos; sólo refirió las controversias que existen entre ellos, de las que han nacido tanta multitud de sectas, como se advierte, todas tan discordantes entre sí. Con todo, separó de este género, sacándole del trato común, esto es, de las investigaciones del vulgo y encerrándole dentro de las escuelas y sus paredes. Mas al otro, esto es, al primero, mentiroso y obsceno, no le apartó ni exterminó de las ciudades. ¡Oh, verdaderamente religiosos oídos los del vulgo, y sobre todo los de un romano! Lo que los filósofos disputan acerca de los dioses inmortales no lo pueden oír y lo que cantan los poetas y representan los farsantes, porque todo es indigno de la naturaleza de los inmortales, y porque son crímenes que pueden recaer no sólo en cualquier hombre, sino en el más bajo, humilde y despreciable; no sólo lo toleran, sino que oyen con gusto; y no contentos con esto, resuelven autorizadamente que esto es lo que agrada a los mismos dioses, y que por medio de semejantes representaciones teatrales debe aplacarse su ira. Diré alguno: estos dos géneros, mítico y físico, esto es, el fabuloso y el natural, debemos distinguirlos del civil, de que ahora tratamos, así como él los distinguió, y veamos ya cómo declara el civil. Bien considero las razones que militan para que se deba distinguir del fabuloso, supuesto que es falso, torpe e indigno; mas el querer distinguir el natural del civil, ¿qué otra cosa es, sino confesar que el mismo civil es asimismo mentiroso? Porque si aquél es natural, ¿qué tiene de reprensible para que se deba excluir? Y si éste que se llama civil no es natural, ¿qué mérito tiene para que se deba admitir? Esta es, en efecto, la causa porque primero escribió de las cosas humanas y últimamente de las divinas; pues en éstas no siguió la naturaleza de los dioses, sino las intrucciones de los hombres. Examinemos, pues, al mismo tiempo la Teología civil: «El tercer género es, dice, el que en las ciudades los ciudadanos, con especialidad los sacerdotes, deben saber y administrar, en el cual se incluye qué dioses deben adorarse y reverenciar públicamente, qué ritos y sacrificios es razón que cada uno les ofrezca.» Veamos ahora también lo que se sigue: «La primera Teología, dice, principalmente es acomodada para el teatro; la segunda, para el mundo; la tercera, para la ciudad.» ¿Quién no echa de ver a cuál dio la primacía? Sin duda que a la segunda, de la que dijo arriba cómo era peculiar a los filósofos, porque ésta, añade, que pertenece al mundo, es la que éstos reputan por la más excelente de todas. Pero las otras dos Teologías, la primera y la tercera, es a saber, la del teatro y la de la ciudad, ¿las distinguió o las separó? Porque advertimos que no porque una cosa sea propia de la ciudad puede consiguientemente pertenecer al mundo, aunque vemos que las ciudades están en el mundo; pues es posible acontezca que la ciudad instruida y fundada en opiniones falsas adore y crea tales cosas, cuya naturaleza no se halla en parte alguna del mundo o fuera de su ámbito. Y el teatro, ¿dónde está sino en la ciudad? ¿Y quién instituyó el teatro sino la ciudad? ¿Y por qué le instituyó sino por afición a los juegos escénicos? ¿Y dónde se hallan colocados los juegos escénicos sino entre las cosas divinas, de las cuales se escriben estos libros con tanto ingenio y agudeza? IR A CONTENIDO CAPITULO VI De la Teología mítica, esto es, fabulosa, y de la civil, contra Varrón ¡Oh Marco Varrón! Eres ciertamente el más ingenioso entre todos los hombres, y, sin duda, el más sabio; pero hombre, en fin, y no Dios; y, por lo mismo, aunque no ha sido elevado a la cumbre de la verdad y de la libertad por el espíritu de Dios para ver y publicar las maravillas divinas, bien echas de ver cuánta diferencia se debe hacer entre las cosas divinas y entre las fruslerías y mentiras humanas; pero temes ofender las erróneas opiniones y las pervertidas costumbres del pueblo, que las ha recibido entre las supersticiones públicas; asimismo, notas que estas ficciones repugnan a la naturaleza de los dioses, aun de aquellos que la flaqueza del espíritu humano imagina destruidos en los elementos de este mundo; tú lo echas de ver cuando por todas partes las consideras, y todo cuanto tenéis escrito en vuestros libros lo dice a voces: ¿qué hace aquí, aunque sea excelentísimo, el humano ingenio? ¿De qué te sirve en tal conflicto la sabiduría humana, aunque tan vasta y tan inmensa? ¿Deseas adorar los dioses naturales y eres forzado a venerar los civiles? Hallaste que los unos eran fabulosos, contra quienes pudiste libremente decir tu sentir, y, sin embargo, aun contra tu misma voluntad, viniste a salpicar en los civiles. ¿Por qué confiesas que los fabulosos son acomodados para el teatro, los naturales para el mundo, los civiles para la ciudad, siendo, como es, el mundo obra de todo un Dios, y las ciudades y los teatros invenciones humanas, y no siendo los dioses, de quienes se burlan y ríen en los teatros, otros que los que se adoran en los templos, y no dedicando los juegos a otros que a los que ofrecéis las víctimas y sacrificios? Con cuánta más libertad y con cuánta más sutileza hicieras esta división, diciendo que unos eran dioses naturales y otros instituidos por los hombres. Pero que de los establecidos por los hombres, una cosa enseña la doctrina de los poetas, otra la de los sacerdotes, aunque una y otra profesan entre sí una amistad mutua, por lo que ambas tienen de falsas; y de una y otra gustan los demonios, a quienes ofende la doctrina de la verdad. Dejando a un lado por un breve rato la Teología que llaman natural, de la cual hablaremos después, ¿os parece, acaso, que debemos perder o esperar la vida eterna de los dioses poéticos, teátricos, juglares y escénicos? Ni por pensamiento; antes nos libre Dios de cometer tan execrable y sacrílego desatino. ¿Acaso interpondremos nuestros ruegos para suplicar nos concedan la vida eterna unos dioses que gustan oír unos desvaríos, y se aplacan cuando se refieren y frecuentan en semejantes lugares sus culpas? Ninguno, a lo que pienso, ha llegado con su desvarío a un tan grande despeñadero de tan loca impiedad. De donde se infiere que nadie alcanza la vida eterna con la Teología fabulosa, ni con la civil; porque una va, sembrando doctrinas detestables, fingiendo de los dioses acciones torpes, y la otra, con el aplauso que las presta, las va segando y cogiendo; la una esparce mentiras, la otra las coge; la una recrimina a las deidades con supuestas culpas, la otra recibe y abraza entre las cosas divinas los juegos donde se celebran tales crímenes; la una, adornada con la poesía humana, pregona abominables ficciones de los dioses; la otra consagra esta misma poesía a las solemnidades de los mismos dioses; la una canta las impurezas y bellaquerías de los dioses, la otra las estima sobremanera; la una las publica y finge, y la otra o las confirma por verdaderas o se deleita aun con las falsas; ambas son seguramente torpes, ambas odiosas; pero la una -que es la teátrica-, profesa públicamente la torpeza, y la otra -que es la civil-, se adorna con la obscenidad de aquella. ¿Es posible que hemos, de esperar alcanzar la vida eterna con lo que ésta, caduca y temporal, se profana? Y si adultera la vida el comercio y trato con los hombres facinerosos cuando se entrometen a hacer consentir nuestros afectos y voluntades en sus maldades, ¿cómo no ha de profanarla y pervertir la sociedad con los demonios, que se adoran y veneran con sus culpas? Si éstas son verdaderas, ¿qué malos los que son adorados?; si falsas, ¿cuán mal son adorados? Cuando esto decimos, quizá parecerá al que fuere demasiado ignorante en esta materia que sólo las impurezas que se celebran de semejantes dioses son indignas de la, Majestad Divina; ridículas y abominables las que cantan los poetas y se representan en los juegos escénicos; pero los sacramentos que celebran, no los histriones, sino los sacerdotes, son limpios, puros y ajenos de toda esta impiedad e indecencia. Si esto fuese así, jamás nadie fuera de parecer que se celebrasen en honra y reverencia de los dioses las torpezas que pasan en el teatro, nunca ordenaran los mismos dioses que públicamente se representaran; mas no se ruborizan de hacer semejantes abominaciones en obsequio de los dioses, en los teatros, porque lo mismo se practica en los templos; finalmente, el mismo autor referido, procurando distinguir la Teología civil de la fabulosa, y formar una tercera Teología en su género, más quiso que la entendiésemos compuesta de la una y de la otra que distinta y separada de ambas. Y así dice que lo que escriben los poetas es menos de lo que debe seguir el pueblo, y lo que los filósofos es más de lo que conviene escudriñar al vulgo. Asegurando asimismo que, «no obstante de estar tan encontradas entre sí una y otra doctrinas, sin embargo, están recibidas no pocas opiniones de tantos géneros en el gobierno de los pueblos; con lo cual, lo que fuere común con los poetas, lo escribiremos juntamente con lo civil, aunque entre éstos debemos más arrimarnos y comunicar con los filósofos que con los poetas» Luego no del todo habla con los poetas, aunque en otro lugar dice que, por, lo respectivo a las generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas que a la de los físicos, por cuanto aquí designa lo que debía hacer, y allí lo que se hacía. Los físicos, añade, escribieron para la utilidad común, y los poetas para deleitar. Y así, según este sentir, lo que han escrito estos poetas y lo que no debe seguir el pueblo son las culpas de los dioses, los cuales con todo deleitan, igualmente así al pueblo como a los dioses. Porque a fin de deleitar, escriben, como dicen los poetas, y no para aprovechar; y con todo, escriben lo que los dioses pueden apetecer y el pueblo se lo pueda representar. IR A CONTENIDO CAPITULO VII De la semejanza y conveniencia que hay entre la Teología civil y fabulosa Así que la Teología civil se reduce a la Teología fabulosa, teatral, escénica, llena de preceptos indignos y torpes, y toda esta que justamente parece se debe reprender o condenar es parte de la otra, que, según su dictamen, se, debe reverenciar y adorar, y parte no por cierto despreciable (como lo pienso demostrar); la cual no sólo no es distinta ni ajena en todas sus partes de todo lo que es cuerpo, sino que del todo es muy conforme con ella, y convenientemente, como miembro de un mismo cuerpo, se la han acomodado. y juntado con ella. Y si no, digan, ¿qué nos manifiestan aquellas estatuas, las formas, las edades, los sexos y hábitos de los dioses? ¿Por ventura consideran los poetas a Júpiter barbado y a Mercurio desbarbado, y los pontífices no? Pregunto: ¿fueron los cómicos solos los que atribuyeron enormes crímenes a Priapo, y no los sacerdotes? ¿O le presentan en los lugares sagrados a la pública adoración bajo otro aspecto, o con distintos adornos cuando le sacan para que se rían de él en los teatros? ¿Acaso los comediantes representan a Saturno viejo y a Apolo joven, o de una manera diferente como están sus estatuas en los templos? ¿Por qué, preguntó, Fórculo, que preside las puertas y Lementino el umbral, son dioses varones, y Cardea, que custodia los quicios, es hembra? ¿Acaso no se hallan estas simplezas en los libros relativos, a las cosas divinas, las cuales, poetas graves las tuvieron por indignas de incluirlas en sus obras? ¿Por qué causa Diana, la del teatro, trae armas, y la de la ciudad no es más que una simple doncella? ¿Por qué motivo Apolo, el de la escena es citarista, y el de Delfos no ejercita tal arte? Pero todos estos despropósitos son tolerables respecto de otros más torpes. ¿Qué sintieron del mismo Júpiter los que colocaron al ama que le crió en el Capitolio? ¿Por ventura por este hecho no confirmaron la opinión del Evemero, quien, no con fabulosa locuacidad, sino con exactitud histórica, escribió que todos estos dioses fueron hombres, y hombres mortales? Igualmente, los que fingieron a los dioses Epulones parásitos convidados a la mesa de Júpiter, ¿qué otra cosa quisieron que fuesen sino unas ceremonias de pura farsa? Porque si en el teatro dijera el bobo o el gracioso que en el convite de Júpiter hubo también sus parásitos, sin duda que parecería que había intentado con este donaire hacer reír a la gente; pero lo dijo Varrón, y no en ocasión que escarnecía a los dioses, sino cuando los recomendaba y celebraba. Testigos fidedignos de que lo escribió así con los libros, no los pertenecientes a las cosas humanas, sino los que tratan de las divinas, y no en parte donde explicaba los juegos escénicos, sino donde enseñaba al mundo los ritos del Capitolio; finalmente, de estas ficciones se deja vilmente vencer, confesando que así como supieron de los dioses que tuvieron formahumana, así también creyeron que gustaban de los humanos deleites. IR A CONTENIDO CAPITULO VIII De las interpretaciones de las razones naturales que procuran aducir los doctores paganos en favor de sus dioses Sin embargo, dicen que todo esto tiene ciertas interpretaciones fisiológicas, esto es, razones naturales, como si nosotros en la presente controversia buscásemos la Fisiología y no la Teología; es decir, no la razón de la naturaleza, sino la de Dios, porque, aunque el verdadero Dios es Dios, no por opinión, sino por naturaleza, con todo, no toda naturaleza es Dios, pues, en efecto, la del hombre, la de la bestia, la del árbol, la de la piedra, es naturaleza, y nada de esto es Dios; y si, cuando tratamos de los misterios de la madre de los dioses, lo principal de esta interpretación consiste en que la madre de los dioses es la tierra, ¿para qué pasamos adelante en la imaginación? ¿Para qué escudriñamos lo demás? ¿Qué argumento hay que concluya con más evidencia en favor de los que sostienen que todos estos dioses fueron ‘hombres? Y en esta conformidad son terrígenas e hijos de la tierra, así como la tierra es su madre; pero en la verdadera Teología, la tierra es obra de Dios y no madre; con todo, como quiera que interpreten sus misterios y los refieran a la naturaleza de las cosas, el ser hombres afeminados no es según el orden de lo natural, sino contra toda la naturaleza. Esta dolencia, este crimen, esta ignominia es la que se practica entre aquellas ceremonias, lo que en las corrompidas costumbres de los hombres apenas se confiesa en los tormentos; y si estas ceremonias, que, según se demuestra, son más abominables que las torpezas escénicas, se excusan y purgan porque tienen sus interpretaciones, con las que se manifiesta que significan la naturaleza de las cosas, ¿por qué no se excusará y purificará asimismo lo que dicen los poetas? Pues que ellos han interpretado muchas cosas de la misma manera, y esto de forma que lo más horrible y abominable que cuentan como de que Saturno se comió a sus hijos, lo exponen así algunos; que todo cuanto el dilatado transcurso del tiempo, significado por el nombre de Saturno, engendra, él mismo lo consume. O, como piensa el mismo Varrón, porque Saturno pertenece a las semillas, las cuales vuelven a caer en la misma tierra de donde traen su origen, y otros de otra manera, y así lo demás concerniente al asunto. Y con todo ello, se llama Teología fabulosa, la cual, con todas estas sus interpretaciones, reprenden, desechan y condenan; y porque ha fingido acciones impropias del carácter de los dioses, no sólo con razón la diferencia de la natural, que es propia de las filósofos, sino también de la civil, de que, tratamos, de la que dicen que pertenece a las ciudades y al pueblo, lo cual ha sido con este fin, porque como los hombres ingeniosos y doctos que escriben de estas materias observaron que ambas Teologías eran dignas de condenación, así la fabulosa como la civil, y se atrevieron a condenar aquélla y no ésta, propusieron aquélla para condenarla, y a ésta, que era su semejante, la pusieron en público para que se comparase con la otra no para que la escogiesen, sino para que se entendiese que era digna de desechar juntamente con la otra, y de esta manera, sin riesgo alguno de los que temían reprender la Teología civil, dando de mano a la una y a la otra, que llaman natural, hállase lugar en los corazones de los que mejor sienten. Porque la civil y la fabulosa, ambas son fabulosas y ambas civiles, ambas las hallará fabulosas el que prudentemente considerare las vanidades y las torpezas de ambas, y ambas civiles, el que advierte incluidos los juegos escénicos, que pertenecen a la fabulosa, entre las fiestas de los dioses civiles y entre las cosas divinas de las ciudades. Esto supuesto, ¿cómo se puede atribuir el poder de dar la vida eterna a ninguno de estos dioses, a quienes sus propias estatuas, sus ritos y religión convencen que son semejantes a los dioses fabulosos que claramente reprueban, y muy parecidos a ellos en las formas, edades, sexo, hábito, matrimonios, generaciones, ritos? En todo lo cual se conoce que, o fueron hombres, y que conforme a la vida y muerte de cada uno les ordenaron sus peculiares ritos y solemnidades, insinuándoles y aun asegurándoles este error y ceguera los demonios, o que realmente fueron unos espíritus inmundos, que se entrometieron en su voluntad, favorecidos de cualquier ocasión ventajosa para engañar los juicios humanos. IR A CONTENIDO CAPITULO IX De los oficios que cada uno de los dioses tiene ¿Y qué diremos de los oficios peculiares de los dioses, repartidos tan vilmente y tan por menudo, por los cuales, dicen, es menester suplicarles conforme al destino y oficio que cada uno tiene? Sobre cuyo punto hemos ya dicho bastante, aunque no todo lo que había que decir; pues, ¿por ventura no se conforma más esta doctrina con los chistes y donaires de la farsa que con la autoridad y dignidad de los dioses? Si proveyese uno de dos amas a un hijo suyo para que la una no le diese más que la comida, y la otra la bebida, así como los romanos designaron para este encargo dos diosas: Educa y Potina, sin duda parecería que perdía el juicio, y que hacía en su casa una acción semejante a las que practica el cómico en el teatro con una desvergüenza extraordinaria. El mismo Varrón confiesa que semejantes obscenidades era imposible las hiciesen aquellas mujeres ministras de Baco, sino enajenadas de juicio, aunque después estas abominables fiestas llegaron a ofender tanto los ojos del Senado, más cuerdo y modesto, que las extinguió y abolió por un solemne decreto; y a lo menos, al fin quizá, echaron de ver lo que influyen los espíritus inmundos sobre los corazones humanos cuando los tienen por dioses. Estas impurezas, a buen seguro que no se ejecutaran en los teatros, porque allí se burlan, juegan y no andan furiosos; no obstante, el adorar dioses que gusten también de semejantes fiestas es una especie de furor. ¿Y de qué valor es aquella proposición, donde haciendo distinción del religioso y supersticioso, dice que el supersticioso teme a los dioses, y que el religioso sólo los respeta como a padres, y no los teme como a enemigos; añadiendo que todos son tan buenos, que les es más fácil el perdonar; a los culpados que el ofender al inocente? Con todo, refiere que a la mujer, después del parto, la ponen tres dioses de centinela, para que de noche no entre el dios Silvano y la cause alguna molestia; que para significar estos guardas, tres hombres, por la noche, visitan y rondan los umbrales de la casa, y que primeramente hieren el umbral con un hacha, después le golpean con mazo y mano de mortero, y, por último, le barren con unas escobas, a fin de que con estos símbolos de la labranza y cultivo se prohiba la entrada al dios Silvano, ya que no se cortan ni se podan los árboles sin hierro, ni el farro se hace sin el mazo con que le deshacen, ni el grano de las mieses se junta sin las escobas, y que de estas tres cosas tomaron sus nombres tres dioses: Intercidona, de la intercisión o del partir de la hacha; Pilumno, del pilón o mazo; Daverra, de las escobas, para que con el amparo de estos dioses la mujer estuviese segura e indemne contra las furiosas invasiones del dios Silvano; y así contra la fuerza y rigor de un dios injurioso y malo, no aprovechara la guarda de los buenos, si no fueran muchos contra uno, y contrastaran al áspero, horrendo, inculto y en realidad silvestre, como con sus contrarios, con los símbolos de la labranza y cultivo. ¿Es ésta, pregunto, la inocencia de los dioses, ésta la concordia? ¿Son éstos los dioses saludables de las ciudades, más dignos ciertamente de befa y risa que los escarnios de poetas y teatros? Váyanse, pues, y procuren distinguir con la sutileza que pudieren la teología civil de la fabulosa, las ciudades de los teatros, los templos de las escenas, los ritos de los pontífices, de los versos de los poetas, como las cosas honestas, de las torpes; las verdaderas, de las falsas; las graves, de las livianas; las veras, de las burlas, y las que se deben desear de las que se deben huir. Bien entendemos lo que pretende; conocen que la teología teatral y fabulosa depende de la civil, y que de los versos de los poetas, como de un espejo cristalino, resulta su retrato; y por eso, cuando hablan de ésta que no se atreven a condenar, con más libertad arguyen y reprenden aquélla, que es su imagen, para que los que advierten sus deseos abominen también el mismo original de ésta, cuyo dechado e imagen es aquélla, la cual, con todo, los mismos dioses, viéndose en ella como en un espejo, la aman; de modo que se descubre y echa de ver mejor en ambos lo que ellos son, y que tales son; y así también, con terribles amenazas, forzaron a los que los adoraban a que les dedicasen las impurezas. de la teología fabulosa, la pusiesen en sus solemnidades y la tuviesen entre sus cosas sagradas, en lo que, por una parte, nos enseñaron con la mayor evidencia que ellos eran unos espíritus torpes, y por otra, a la teología teatral, tan abatida y reprobada, la hicieron miembro y parte de la civil, que es en cierto modo escogida y aprobada, para siendo toda ella generalmente obscena y engañosa, Y estando llena en sí misma de dioses fingidos, una parte estuviese en la liturgia de los sacerdotes y otra en los versos de los poetas. Y si contiene igualmente otras partes, más, es otra cuestión; por ahora, por lo que se refiere a la división de Varrón, me parece que bastantemente he demostrado cómo la teología urbana y teatral pertenece a una misma civil; y así, participando ambas de unas mismas torpezas absurdas, impropiedades y falsedades, no hay motivo para que personas religiosas y piadosas imaginen esperar de la una y de la otra la vida eterna. Finalmente, hasta el mismo Varrón refiere y enumera los dioses, comenzando desde la concepción del hombre. Empieza por Jano y va siguiendo la serie de los dioses hasta la muerte del hombre decrépito, y concluye con los dioses, que pertenecen al mismo hombre, hasta llegar a la diosa Nenia, que es la que se invoca en los entierros de los ancianos; después sigue declarando otros dioses, que pertenecen, no al mismo hombre, sino a las cosas que son propias del hombre, como es el sustento, el vestido y todo lo demás que es necesario para la vida, manifestando en todos estos ramos cuál es el oficio de cada uno, y por qué se debe acudir y suplicar a cada uno de ellos; pero con toda esta su exactitud y curiosidad, no se hallará que demostró o nombró un solo Dios a quien se daba pedir la vida eterna, y solamente por ella sola somos en realidad cristianos. En vista de esto, ¿quién será tan estúpido que no advierta que este hombre, declarando con tanta prolijidad la teología civil, manifestando que es tan semejante a la fabulosa, impía, detestable e ignominiosa, e indicando con sobrada evidencia que la fabulosa es parte de ésta, no hace sino preparar el camino en los corazones de los hombres a la natural, la cual, dice, pertenece a los filósofos, lo que desempeña con tanta sutileza, que reprende abiertamente la fabulosa, y aunque no se atreve a motejar la civil, no obstante, al tiempo de declararla y examinarla, muestra cómo es reprensible; y así, reprobadas la una y la otra, a juicio de los que lo entienden bien, quede sola la natural, para que usen de ella; de lo cual, con el auxilio del verdadero Dios. trataremos con más extensión en su lugar. IR A CONTENIDO CAPITULO X De la libertad con que Séneca reprendió la teología civil, con más vigor que Varrón la fabulosa Pero la libertad que faltó, a Varrón para reprender a cara descubierta y con desahogo, como la otra, esta teología urbana tan parecida la teatral, no faltó, aunque no del todo, pero sí en alguna parte, a Anneo Séneca, que por varios indicios sabemos floreció en tiempo de nuestros santos apóstoles, porque la tuvo en la pluma, aunque le faltó en la vida. Y así, en el libro que escribió contra las supersticiones, más abundantemente y con mayor vehemencia reprende esta teología civil y urbana que Varrón la teatral y fabulosa; pues tratando de las estatuas: «dedican -dice- a los dioses sagrados, inmortales e inviolables en materia vilísima e inmóvil, vistiéndolos de formas propias de hombres, fieras y peces, y a algunos los hacen de ambos sexos y de diferentes cuerpos, llamándolos dioses, los cuales, si tomaran espíritu y vida y de improviso los encontraran, los tuvieran por monstruos». Después, un poco más abajo, habiendo referido los dictámenes de algunos filósofos, y celebrando la teología natural se opuso a sí mismo una duda, y dice: «Aquí dirá alguno: ¿He de sufrir yo a Platón y al peripatético Estratón, que el uno hizo a Dios sin cuerpo y el otro sin alma?» Y respondiendo a este argumento, dice: «¿Te parecen más verdaderos los sueños de Tito Tacio, o los de Rómulo, o los de Tulio Hostilio? Tito Tacio dedicó a la diosa Cloacina, Rómulo a Pico Tiberino, Hostilio al Pavor y a la Palidez, afectos pestilenciales del hombre, de los cuales el uno es un movimiento o alteración del ánimo espantado y despavorido, y el otro del cuerpo, y no es enfermedad, sino color; ¿y has de creer que éstos son dioses, canonizándolos y colocándolos en el cielo?» De los mismos ritos, atroces y torpes, ¿acaso no escribió también con la mayor libertad? «El uno -dice- se corta las partes que tiene de hombre, y el otro los músculos de los brazos: ¿cómo o cuándo temen a los dioses airados los que, así granjean y lisonjean los propicios? Parece que por ningún motivo se deben reverenciar los dioses, si es que igualmente quieren se les tribute este honor. Tan grande es el furor y desvarío de un juicio perturbado y sacado de sus quicios, que piensan aplacar a los dioses con sacrificios tales que ni aun los hombres más bárbaros, traídos por argumento de fábulas y tragedias crueles, se muestran más inhumanos y atroces que ellos. Los tiranos, aunque hicieron pedazos los miembros de algunos, sin embargo, a nadie mandaron que se los despedazase a sí propio. A algunos han castrado por contemplar o contemporizarse con el apetito sensual de algunos príncipes; mas ninguno puso en sí mismo las manos por mandato de algún señor para dejar de ser hombres. A sí propios se despedazaron en los templos, y bañados en su propia sangre y mortales heridas, imploraron el favor de sus mentidas deidades; si alguno tiene lugar de ver lo que hacen y lo que padecen, advertirá acciones tan indecentes e impropias de los honestos, tan indignas de los libertinos, tan desemejantes y contrarias a las de los cuerdos y sensatos, que no dudaría decir que están dementes y furiosos si fueran menos en número; pero ahora la numerosa multitud de fanáticos sirve para que los tengan por juiciosos.» Pues lo que insinúa que pasa en el mismo Capitolio, y lo que, sin miedo alguno, reprende severamente, ¿quién creerá que lo ejecutan, sino personas que escarnecen de ello o que están furiosas? Y así, habiéndose reído porque en las funciones sagradas de los egipcios lloraban el haber perdido a Osiris, y luego inmediatamente manifestaban particular alegría de haberle hallado, viendo que el perderle y el hallarle era fingido; aunque el dolor y alegría de los que nada perdieron y nada hallaron, realmente le representaban: «con todo dice- ésta locura y furor tiene su tiempo limitado; es tolerable volverse locos una vez en el año. Vine al Capitolio; vergüenza causará el descubrir la demencia que un furor ridículo ha tomado por oficio: uno hace como que presenta los nombres al dios, otro se ocupa en avisar a Júpiter las horas, otro se muestra que es lector, otro untador, que con un irrisible menear de brazos contrahace al que unta. Hay algunas mujeres que fingen están aderezando los cabellos a Juno y a Minerva, y estando no sólo lejos de la estatua, sino del templo, mueven sus dedos como quien está componiendo y tocando a otra. Hay otras que tienen el espejo, otras que llaman a los dioses para que les favorezcan en sus pleitos. Hay quien les ofrece memoriales y les informa de su causa: un excelente archimimo, o director de escena, anciano ya decrépito, cada día iba a recitar en el Capitolio, como si los dioses oyeran de buena gana al que los hombres habían ya dejado. Allí veréis ociosos todo género de oficiales, asistiendo al servicio de los dioses inmortales.» Y poco después dice: «éstos, aunque ofrecen al dios un ministerio superfluo y excusado, sin embargo, no es torpe ni infame: hay algunas mujeres que están sentadas en el Capitolio, persuadidas de que Júpiter está enamorado de ellas, sin tener respeto ni miedo a Juno, no obstante de ser (si quisierais creer a los poetas) una diosa colérica e iracunda». Esta libertad no la tuvo Varrón; solo se atrevió a reprender la teología poética, sin meterse con la civil, a la que éste fustigó. Con todo, si atendiéramos a la verdad. peores son los templos donde se ejecutan estas abominaciones que los teatros en donde se fingen. Y así, en orden a los ritos de la teología civil, aconseja Séneca al sabio «que no los conserve religiosamente en el corazón, sino que los finja en las obras, porque dice: todo lo cual guardará el sabio como las sanciones establecidas por la ley, pero no como agradables a los dioses. Y poco después añade: «Pues que hacemos también casamientos con los dioses, y aun esto no es piadosa y legítimamente, por cuanto casamos a hermanos con hermanas. A Belona casamos con Marte, a Venus con Vulcano, a Salacia con Neptuno; aunque a algunos los dejamos solteros, como si les hubiera faltado con quién, principalmente habiendo algunas viudas como Populonia o Fulgora, y la diosa Rumina, a quienes no me espanto no hubiese quien las pidiese. Toda esta turba plebeya de dioses, la cual por largo tiempo la amontonó una dilatada y sucesiva superstición, la adoramos – dice- en tales términos, que parece que su culto y veneración pertenece más al uso ya adaptado.» Por lo tanto, ni aquellas sus leyes civiles, ni el uso y la costumbre instituyeron en la teología civil cosa que fuese agradable a los dioses, o fuese de importancia; pero éste, a quien los filósofos, sus maestros, hicieron así libre, como que era ilustre senador del pueblo romano, reverenciaba lo que reprendía, practicaba lo que condenaba, lo que culpaba adoraba; y, en efecto, la Filosofía le había enseñado adecuadas máximas para que no fuese supersticioso en el mundo; mas él, por amor y respeto a las leyes civiles y a las costumbres establecidas, aunque no ejecutase lo que el escénico finge en el teatro, sin embargo, le imitaba en el templo, que es tanto peor y más reprensible; pues lo que hacía por ficción lo hacía de modo que el pueblo pensaba lo hacía de veras, y el actor de burlas; y fingiendo, antes deleitaba que engañaba. IR A CONTENIDO CAPITULO XI Lo que sintió Séneca de los judíos Séneca, entre otras supersticiones relativas a la teología civil, reprende igualmente los ritos de los judíos, con especialidad la solemnidad del sábado, diciendo que la celebran inútilmente; porque en los días que interponen cada siete días, estando ociosos, pierden casi la séptima parte de su vida, y se, malbaratan muchas cosas dejándolas de hacer al tiempo que debieran; pero no se atrevió a hacer mención de los cristianos, que ya entonces eran aborrecidos de los judíos, ni en bien ni en mal, o por no alabarlos quebrantando la antigua costumbre de su patria, o por no reprenderlos quizá contra su voluntad; pero hablando de los judíos, dice: «Y con todo eso, han cundido y prevalecido tanto las costumbres y método de vivir de esta malvada nación, que están ya recibidas por todas las provincias de la tierra, y los vencidos han dado leyes a los vencedores.» Admirábase diciendo esto, y no sabía lo que Dios obraba; al fin puso su parecer, significando lo que sentía acerca de aquellos ritos, y dice así: «Con todo, ellos saben y entienden las causas en que se fundan sus ritos y ceremonias, y la mayor parte del pueblo hace lo que ignora por qué lo hace»; pero sobre los ritos de los judíos, las causas porque fueron instituidos por la autoridad divina, la manera que se observó en su establecimiento, y cómo después por la misma autoridad en el tiempo en que convino se los quitaron al pueblo de Dios, a quien fue servido revelar el misterio de la vida eterna, ya en otra parte lo hemos expuesto, principalmente cuando disputamos contra los maniqueos, y en estos libros lo manifestaremos también en lugar más oportuno. IR A CONTENIDO CAPITULO XII Que descubierta la vanidad de los dioses de los gentiles, es, sin duda, que no pueden ellos dar a ninguno la vida eterna, pues que no ayudan tampoco para esta vida temporal Mas ahora acerca de estas tres teologías que los griegos llaman mítica, física y política, y en idioma latino pueden llamarse fabulosa, natural y civil, de ésta hemos demostrado que no se debe esperar la vida eterna; tampoco de la fabulosa, a la cual, aún los mismos que adoran muchos y falsos dioses, con bastante libertad reprenden; y menos de la civil, cuya parte principal se convence ser la fabulosa, descubriéndose que es muy semejante a ella y aun peor; pero si no pareciese suficiente a los incrédulos lo que hemos referido en este libro, añada también lo que hemos dicho copiosamente en los precedentes, y especialmente en el IV, hablando de Dios, dador y dispensador de la felicidad. Porque ¿a quién debieran consagrarse los hombres por amor de la vida eterna, sino sólo a la felicidad, si ésta fuera diosa? Y, supuesto que no lo es, sino un don de Dios, ¿a qué dios sino al dador de la felicidad nos hemos de consagrar los que con piadosa caridad amamos y deseamos la vida eterna, donde se halla la verdadera y completa felicidad? Que ninguno de los dioses que con tanta torpeza se reverencian, y que si no los adoran más torpemente se enojan, aunque se confiesan ellos mismos por espíritus inmundos; que ninguno de éstos, digo, sea dador de la felicidad, creo que por lo que llevamos referido ninguno tiene que dudar; y el que no da la felicidad, ¿cómo podrá dar la vida eterna? ¿Cuál es la causa porque llamamos vida eterna aquella donde hay felicidad sin fin? Pues si el alma vive en las penas eternas, donde también los espíritus malignos han de ser atormentados, mejor debe ser llamada aquélla muerte eterna que, vida; porque no hay muerte mayor ni más temible que aquella donde no muere la muerte; pero como la naturaleza del alma, que fue criada inmortal, no puede existir sin alguna vida, cualquiera que sea, su muerte más infausta es hallarse ajena y privada de la vida de Dios en la eternidad del tormento. De donde se infiere que la vida eterna, esto es, la feliz y bienaventurada sin fin, sólo la da el que da la verdadera felicidad; la cual, por cuanto está demostrado que no la pueden dar los dioses que reverencian esta teología civil, por lo mismo, no sólo no se les debe venerar por interés de las cosas temporales y terrenas, según lo manifestamos en los cinco libros anteriores, pero mucho menos por la vida eterna que esperamos después de la muerte; lo cual hemos probado en este solo libro, aprovechándonos también de las máximas establecidas en los precedentes, y por cuanto suele estar demasiado arraigada la malicia de una envejecida costumbre, si a alguno le pareciere que hemos dicho poco en razón de condenar y desterrar, esta teología civil, atienda con diligencia a lo que con el favor de Dios estudiaremos en el libro siguiente.


 
Título: La Ciudad de Dios Libro Séptimo. Los Dioses Selectos de la Teología Civil Autor: San Agustín Obispo de Hipona (354 AD-430 AD) . . Contenido: PROEMIO CAPITULO PRIMERO. Si habiéndonos constado que no hay divinidad en la teología civil, debemos creer que la debemos hallar en los dioses que llaman selectos o escogidos CAPITULO II. Cuáles son los dioses elegidos y si se les excluye de los oficios de los dioses plebeyos CAPITULO III. Nulidad de la razón aducida para mostrar la elección de algunos dioses, siendo más excelente el cometido asignado a muchos inferiores CAPITULO IV. Que mejor se portaron con los dioses inferiores, quienes no son infamados con oprobio alguno, que con los selectos, cuyas increíbles torpezas se celebran en sus funciones CAPITULO V. De la doctrina secreta de los paganos, y de sus razones físicas CAPITULO VI. De la opinión de Varrón, que pensó que Dios era el alma del mundo, y que, con todo, en sus partes tenía muchas almas, y que la naturaleza de éstas es divina CAPITULO VII. Si fue conforme a razón hacer dos dioses distintos a Jano y Término CAPITULO VIII. Por qué razón los que adoran a Jano fingieron su imagen de dos caras, la cual, con todo, quieren también que la veamos de cuatro CAPITULO IX. De la potestad de Júpiter y de la comparación de ésta con Jano CAPITULO X. Si es buena la distinción de Jano y de Júpiter CAPITULO XI. De los sobrenombres de Júpiter que se refieren no a muchos dioses, sino a uno mismo CAPITULO XII. Que también Júpiter se llama Pecunia CAPITULO XIII. Que declarando qué cosa es Saturno y qué es Genio, enseñan que el uno y el otro es un solo Júpiter CAPITULO XIV. De los oficios de Mercurio y de Marte CAPITULO XV. De algunas estrellas a las que los gentiles pusieron los nombres de sus dioses CAPITULO XVI. De Apolo y Diana y de los demás dioses escogidos, que quisieron fueran partes del mundo CAPITULO XVII. Que el mismo Varrón tuvo por dudosas sus opiniones acerca de los dioses CAPITULO XVIII. Cual sea la causa más creíble de donde nació el error del paganismo CAPITULO XIX. De las interpretaciones de los que sacan razón para adorar a Saturno CAPITULO XX. De los sacramentos de Ceres Eleusina CAPITULO XXI. Torpeza de los sacrificios celebrados en honor de Libero CAPITULO XXII. De Neptuno, Salacia y Venilia CAPITULO XXIII. De la tierra, la cual confirma Varrón que es diosa, porque el alma del mundo, que él sostiene que es Dios, discurre también por esta ínfima parte de su cuerpo, y le comunica su virtud divina CAPITULO XXIV. De los sobrenombres de la tierra y sus significaciones, las cuales, aunque demostraban muchas cosas, no por eso debían confirmar las opiniones de muchos dioses CAPITULO XXV. Interpretación hallada por la ciencia de los sabios griegos sobre la mutilación de Atis CAPITULO XXVI. Torpeza de los misterios de la gran Madre CAPITULO XXVII. De las ficciones y quimeras de los fisiólogos o naturales, que ni adoran al verdadero Dios, ni con el culto y veneración con que se le debe adorar CAPITULO XXVIII. Que la doctrina que trae Varrón sobre la teología no es consecuente consigo misma CAPITULO XXIX. Que todo lo que los fisiólogos y filósofos naturales refieren al mundo y a sus partes lo debían referir a un solo Dios verdadero CAPITULO XXX. Cómo se distingue el criador de la criatura para que no se adoren por uno tantos dioses cuantas son las obras de un mismo autor CAPITULO XXXI. De qué beneficios de Dios gozan propiamente los que siguen la verdad, además de los que a todos comunica la divina liberalidad CAPITULO XXXII. Que el misterio de la redención de Jesucristo nunca faltó en los siglos pasados, y que siempre se predicó y manifestó con diversas figuras y significaciones CAPITULO XXXIII. Que sólo por medio de la Religión cristiana se pudo descubrir el engaño de los malignos espíritus que gustan del error en los hombres CAPITULO XXXIV. De los libros de Numa Pompilio, los cuales mandó quemar el Senado por que no se publicasen las causas que en ellos se contenían de los ritos CAPITULO XXXV. De la hidromancia con que anduvo engañado Numa, viendo algunas imágenes de los demonios . . . . PROEMIO Si pareciere que soy algo más exacto y prolijo en procurar arrancar y extirpar las perversas y envejecidas opiniones contrarias a la verdadera religión; las cuales tenía arraigadas profunda y obstinadamente en los corazones meticulosos el error en que tanto tiempo había estado el género humano; y si vieren dedicar mis tareas literarias, y según lo que alcanzan mil facultades intelectuales cooperar, con la gracia de aquel que como verdadero Dios es poderoso, para extirparlas, (aunque ingenios que son más vivos y superiores en la comprensión quedan ya suficientemente satisfechos con los libros que dejamos explicados), lo habrán de sufrir con paciencia; y por amor a la salud eterna de sus prójimos, entender no es superfluo lo que ya respecto de ellos echan de ver que no es necesario. Grande negocio, y muy interesante es el que se hace cuando se predica y enseña que se debe buscar y adorar la verdadera y realmente santa esencia divina, y aun cuando ella no nos deje suministrar los medios necesarios para sustentar la humana fragilidad de que al presente estamos vestidos; sin embargo, la causa final por que se debe buscar y adorar, no es él humo transitorio de esta vida mortal, sino la vida dichosa y bienaventurada, que no es otra sino la eterna. IR A CONTENIDO . . CAPITULO PRIMERO Si habiéndonos constado que no hay divinidad en la teología civil, debemos creer que la debemos hallar en los dioses que llaman selectos o escogidos Que esta divinidad, o, por decirlo así, deidad (porque ya tampoco los nuestros se recelan de usar de esta palabra, por traducir, del idioma griego lo que ellos llaman Ceoteta), que esta divinidad o deidad, digo, no se halla en la teología denominada civil (de la cual disputó Marco Varrón en 16 libros), es decir, que la felicidad de la vida eterna no se alcanza con el culto de semejantes dioses, cuales instituyeron las ciudades, y del modo que ellas establecieron fuesen adorados; a quien esta verdad no hubiera aún convencido con la doctrina propuesta en el libro VI que acabamos de concluir, en leyendo acaso éste, no tendrá que desear más para la averiguación de esta cuestión; porque es factible piense alguno que por la vida bienaventurada, que no es otra sino la eterna, se debe tributar adoración a los dioses selectos y principales que Varrón comprendió en el último libro, de los cuales tratamos ya sobre este punto no digo lo que indica Tertuliano, quizá con más donaire que verdad: «Que silos dioses se escogen como las cebollas, sin duda que los demás, se juzgan por impertinentes»; no digo esto porque observo que de los escogidos se eligen igualmente algunos para algún otro objeto mayor y más excelente; así como en la milicia luego que se ha levantado y escogido la gente bisoña, de ésta también se eligen para algún lance mayor y más importante de la guerra los más útiles, y cuando en la Iglesia se escogen y eligen los prepósitos y cabezas, no por eso reprueban a las demás, llamándose con razón todos los buenos fieles escogidos. Elígense para un edificio las piedras angulares, sin reprobar las demás, que sirven para otros destinos y partes del edificio. Escógense las uvas para comer, sin reprobar las demás que dejamos para, beber, y no hay necesidad de discurrir o a los mismos dioses, antes se por otro ramos, siendo este asunto sumamente claro; por lo cual, no porque algunos dioses sean escogidos entre muchos, se debe menospreciar, o al que escribió sobre ellos, o a los que los adoran, o a los mismos dioses, antes se debe advertir quiénes sean y para qué efecto los escogieron. IR A CONTENIDO . . CAPITULO II Cuáles son los dioses elegidos y si se les excluye de los oficios de los dioses plebeyos Varrón enumera y encarece en uno de sus libros estos dioses elegidos: Jano, Júpiter, Saturno, Genio, Mercurio, Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol, Orco, el padre Libero, la Tierra, Ceres; Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus y Vesta. Poco más o menos, entre todos son veinte, doce machos y ocho hembras. Se pregunta si estos dioses llámanse elegidos por sus mayores administraciones en el mundo o porque son más conocidos por los pueblos y se les rinde mayor culto. Si es precisamente porque son de orden superior las obras que administran, no debíamos haberlos encontrado entre aquella turba de dioses casi plebeyos, destinados a trabajillos casi insignificantes. Comencemos por Jano. Este, cuando se concibe la prole, de donde toman principio todas las obras, distribuidas al por menor a los dioses pequeños, abre la puerta para recibir el semen. Allí se halla también Saturno por el semen mismo. Allí alienta también Libero, que, haciendo derramar el semen, libra al varón. Allí también L¡bera, que otros quieren que sea Venus a la vez, que presta a la hembra el mismo servicio, con el fin de que también ella, emitido el semen, quede libre. Todos éstos son de los llamados selectos. Pero también se halla allí la diosa Mena, que preside los menstruos al correr. Esta, aunque es hija de Júpiter, es plebeya. La provincia de los menstruos corrientes asígnala el mismo autor en el libro de los dioses selectos a Juno, que es la reina de los elegidos. Lucina, como Juno, con la susodicha Mena, su hijastra, preside la menstruación. Allí hacen acto de presencia también dos obscurísimas divinidades, Vitunno y Sentino, de los cuales uno da la vida a la criatura; y otro, los sentidos. En realidad, dan mucho más, siendo tan vulgares, que los otros próceres y selectos. Porque ¿qué es, sin vida y sin sentido, lo que la mujer lleva en su seno sino un no sé qué abyectisimo y comparable al cieno y al polvo? IR A CONTENIDO . . CAPITULO III Nulidad de la razón aducida para mostrar la elección de algunos dioses, siendo más excelente el cometido asignado a muchos inferiores 1. ¿Cuál fue la causa que compelió a tantos dioses elegidos a entregarse a las obras más insignificantes, cuando en la partición de esta munificencia son superados por Vitunno y por Sentino, que duermen en las sombras de una obscura fama? Da Jano, dios selecto, entrada al semen y le abre la puerta, por así decirlo. Confiere Saturno, también selecto, el semen mismo, y Libero, selecto, a su vez confiere la emisión del semen a los varones. Esto mismo confiere Libera, que es Ceres o Venus, a las hembras. Da Juno, la elegida, pero no sola, sino con Mena, hija de Júpiter, los menstruos corrientes para el crecimiento de lo concebido. Confiere el obscuro y plebeyo Vitunno la vida, y el obscuro y plebeyo Sentino el sentido, funciones ambas que sobrepujan las de los otros dioses en la misma proporción que la vida y, el sentido son superados por el entendimiento y la razón. Como los seres racionales y dotados de entendimiento son más poderosos, sin duda, que los que viven y sienten sin entendimiento y sin razón, como las bestias, así los seres dotados de vida y de sentido merecidamente llevan la preferencia a los que ni viven ni sienten. Se debió, pues, colocar entre los dioses selectos a Vitunno, vivificador, y a Sentino, sensificador, antes que a Jano, admisor del semen, y que a Saturno, dador o creador del mismo, y que a Libero y a Libera, movedores o emisores de él. Es monstruosa la sola imaginación de los sémenes sin vida y sin sentido. Estos dones escogidos no los dan los dioses selectos, sino ciertos dioses desconocidos y que están al margen de la dignidad de éstos. Si encuentran respuesta adecuada para atribuir, y no sin razón, a Jano el poder de todos los principios, precisamente en que abre la puerta a la concepción, y para asignar, el de todos los sémenes a Saturno, en que no puede separarse la seminación del hombre de su propia operación; y asimismo, para imputar a Libero y a Libera el poder de emitir los sémenes todos, en que presiden también lo tocante a la sustitución de los hombres, y para decir que la facultad de purgar y dar a luz es privativa de Juno, precisamente en que no falta a las purgaciones de las mujeres y a los partos de los hombres, busquen respuesta para Vitunno y Sentino, si quieren que estos dioses presidan a todo lo que vive y siente. Si conceden esto, consideren la sublimidad del lugar en que han de colocarlos, porque nacen de semen se da en la tierra y sobre la tierra; en cambio, vivir y sentir, según opinan ellos, se da también en los dioses del cielo. Si dicen que éstas solas son las atribuciones de Vitunno y Sentino, vivir en la carne y adminicular a los sentidos, ¿por qué aquel Dios que hace vivir y sentir a todas las cosas no dará también vida y sentido a la carne, extendiendo con su operación universal este don a los partos? ¿Qué necesidad hay de Vitunno y de Sentino? Si Aquel que con su regencia universal preside la vida y los sentidos confió estas cosas carnales, como bajas y humildes, a éstos como a siervos suyos, ¿están los dioses selectos tan faltos de domésticos, que no encuentren a quienes confiar estas cosas, sino que con toda su nobleza, causa aparente de su altivez, se ven obligados a desempeñar las mismas funciones que los plebeyos? Juno, elegida y reina, esposa y hermana de Júpiter, es Iterduca de los niños y ejerce su oficio con dos diosas de las más vulgares, con Abeona y con Adeona. Allí colocaron también a la diosa Mente encargada de dar buena mente a los niños, y no se la elevó al rango de los dioses selectos, como si pudiera proporcionarse algo mayor al hombre. En cambio, se elevó a ese rango a Juno, por ser Iterduca y Domiduca, como si fuera de algún provecho tomar el camino y ser conducido a casa si la mente no es buena. Los electores no tuvieron a bien enumerar la diosa que da este bien entre los dioses selectos. Sin duda que ésta debe ser antepuesta aun a Minerva, a la cual atribuyeron, entre tantas obras pequeñas, la memoria de los niños. ¿Quién pondrá en tela de juicio que es mucho mejor tener una buena mente que una memoria de las más prodigiosas? Nadie que tenga buena mente es malo, mientras que algunos pésimos tienen una memoria asombrosa. Estos son tanto peores cuanto menos pueden olvidar lo mal que imaginan. Con todo, Minerva está entre los dioses selectos, y la diosa Mente se halla arrinconada entre la canalla. ¿Qué diré de la Virtud? ¿Qué de la Felicidad? Ya he dicho mucho sobre ellas en el libro IV. Teniéndolas entre las diosas, no quisieron honrarlas con un puesto entre los dioses selectos, y honraron a Marte y a Orco, uno hacedor de muertes, y otro, receptor de las mismas. 2. Viendo, como vemos, a los dioses de la elite confundidos en sus mezquinas funciones con los dioses inferiores, como miembros del senado con el populacho, y hallando, como hallamos, que algunos de los dioses que no han creído dignos de ser elegidos tienen oficios mucho más importantes y nobles que los llamados selectos, no podemos menos de pensar que se les llama selectos y primates no por su más prestante gobierno del mundo, sino porque han tenido la fortuna de ser más conocidos por los pueblos. Por eso dice Varrón que a algunos dioses padres y a algunas diosas madres les sobrevino la plebeyez, igual que a los hombres. Si, pues, la Felicidad no cumplió que estuviera entre los dioses selectos justamente quizá porque alcanzaron tal nobleza no por sus méritos, sino fortuitamente, siquiera, colóquese entre ellos, o mejor, antes que ellos, a la Fortuna. Esta diosa, creen, confiere a cada uno sus bienes no por disposición racional, sino a la buena de Dios, a tontas y a locas. Esta debió ocupar el primer puesto entre los dioses selectos, ya que entre ellos hizo la principal ostentación de su poder. La razón es que los vemos escogidos, no por su destacada virtud, no por una felicidad racional, sino por el temerario poder de la Fortuna, según el sentir de sus adoradores. Tal vez el mismo disertísimo Salustio tiene la atención fija en aquellos dioses, cuando escribe: «En realidad de verdad, la Fortuna señorea todas las cosas. Ella lo enaltece y lo encubre todo, más por capricho que por verdad.» No puede hallarse el porqué de que se encomie a Venus y se encubra a la Virtud, siendo así que a una y a otra consagraron ellos por diosas y no hay cotejo posible en sus méritos. Y si mereció ser ennoblecida cabalmente por ser más apetecida, pues es indudable que aman muchos más a Venus que a la Virtud, ¿por qué se elogió a la diosa Minerva y se dejó en la penumbra a la diosa Pecunia, siendo así que entre los mortales halaga mucho más la avaricia que la pericia? Aun entre los mismos que cultivan el arte te verás negro para encontrar un hombre cuyo arte no sea venal a costa de dinero. Siempre se estima más el fin que mueve a la obra que la obra hecha. Si esta selección ha sido obra del juicio de la insensata chusma, ¿por qué no se ha preferido la diosa Pecunia a Minerva, pues que hay muchos artífices por el dinero? Y si esta distinción es obra de unos cuantos sabios, ¿por qué no han preferido la Virtud a Venus, cuando la razón la prefiere con mucho? Siquiera, como he dicho, la Fortuna, que, según el parecer de los que creen en sus muchas atribuciones, señorea todas las cosas y las enaltece y encubre más por capricho que por verdad, debiera ocupar el primer puesto entre los dioses elegidos, ya que goza de vara tan alta con los dioses, es verdad y que es tanto su valimiento, que, por su temerario juicio, ensalza a los que quiere y encubre a los que le place. ¿O es que no le fue posible colocarse allí, quizá no por otra razón que porque la Fortuna misma creyó tener fortuna adversa? Luego, se opuso a sí misma, puesto que, haciendo nobles a los otros, no se ennobleció a sí misma. IR A CONTENIDO . . CAPITULO IV Que mejor se portaron con los dioses inferiores, quienes no son infamados con oprobio alguno, que con los selectos, cuyas increíbles torpezas se celebran en sus funciones Todo el que fuese deseoso de la humana gloria y alabanza celebraría a estos dioses selectos, y los llamaría afortunados si no los viese escogidos más para sufrir injurias que para obtener honores; porque su misma vileza tejió y formó aquella ínfima turba para no cubrirse de oprobios. Nosotros nos mofamos seguramente cuando los vemos distribuidos (repartidos entre sí sus respectivos encargos, con las ficciones de las opiniones humanas) como arrendadores de alcabalas, o como artífices de las obras de plata, donde para que salga perfecto un pequeño vaso pasa por las manos de muchos artífices, cuando podría perfeccionarse por un oficial instruido en su arte. Aunque no se opinó lo contrario, resolviendo que debía consultarse a la multitud de los artífices, pues se deliberó así para que cada uno de ellos aprendiese breve, y fácilmente cada una de las .partes de su oficio, y todos ellos. no fuesen obligados a perfeccionarse tardíamente y con dificultad en un arte sola. Con todo eso, apenas se halla uno de los dioses no selectos, que por algún crimen abominable no haya incurrido en mala fama; y apenas ninguno de los elegidos que no tuviese sobre su honor una singular nota de alguna insigne afrenta: éstos descendieron a los humildes ministerios de éstos, y aquéllos no llegaron a perpetrar los detestables y públicos crímenes de aquéllos. De Jano no me ocurre fácilmente acción alguna que pertenezca a su deshonor e infamia; y acaso fue tal, que observó una vida inocente, absteniéndose de los delitos y pecados obscenos que a los demás se acumulan; recibió, pues, con benignidad y cariño a Saturno cuando andaba huido vagando por todas partes: partió con su huésped el reino, fundando cada uno de éstos una ciudad, Jano a Janículo, y Saturno a Saturnia; pero los que en el culto de los dioses apetecen todo desdoro a aquel cuya vida hallaron menos torpe, deshonraron su estatua con una monstruosa deformidad, pintándole ya con dos caras, ya con cuatro, como gemelo; ¿por ventura, quisieron que porque muchos dioses escogidos, perpetrando los más horrendos crímenes, habían perdido la frente, siendo éste el más inocente, apareciese con mayor número de frentes? IR A CONTENIDO . . CAPITULO V De la doctrina secreta de los paganos, y de sus razones físicas Pero mejor será oír sus propias interpretaciones físicas con que procuran, bajo el pretexto de exponer una doctrina más profunda, disimular la abominación y torpezas de sus miserables errores: primeramente Varrón exagera sobremanera estas interpretaciones, diciendo que los antiguos fingieron las estatuas, las insignias y ornamentos de los dioses, para que, viéndolos con los ojos corporales los que hubiesen penetrado y aprendido la misteriosa doctrina, pudiesen examinar con los del entendimiento el alma del mundo y sus partes, esto es, los verdaderos dioses; y que los que fabricaron sus estatuas en figura humana, parece lo hicieron así por cuanto el espíritu de los mortales, que reside en el cuerpo humano, es muy semejante al alma inmortal, como si para designar los dioses se pusiesen algunos vasos; y en el templo de Libero se colocase una vasija que sirva de traer vino, para significar el vino, tomando por lo que contiene lo contenido. Esto supuesto, decimos que por la estatua que tiene forma humana se significa el alma racional, porque en ella, como en un vaso, suele existir esta naturaleza, la cual creen que es dios o los dioses. Esta es misteriosa doctrina que había penetrado el doctísimo Varrón, de donde pudo deducir y enseñar estas máximas. Pero ¡oh hombre ingeniosísimo!, por ventura, alucinado con los misterios de esta doctrina, ¿te has olvidado de aquella tu innata prudencia, con que con mucho juicio sentiste que las primeras estatuas que notaste en el pueblo no sólo quitaron el temor a sus ciudadanos, sino acrecentaron y añadieron errores condenables, y que más santamente reverenciaron a los dioses sin estatuas los antiguos romanos? Porque éstos te dieron autoridad para que te atrevieras a propalar tal injuria contra los romanos que después se siguieron. Pues aun concedido que los antiguos hubieran venerado las estatuas, no hubiera sido mejor entregarle al silencio por el temor popular de que te hallas poseído, que con la ocasión de exponer estas perniciosas y vanas ficciones. publicar y pregonar con una vanidad y arrogancia extraordinaria los misterios de tan detestable doctrina? Sin embargo, está tu alma, tan docta e ingeniosa (por lo que te tenemos mucha lástima) no obstante de hallarse ilustrada con los misterios de esta doctrina, de ningún modo pudo llegar a conocer al sumo Dios, esto es, a Aquel por quien fue hecha, no con quien fue formada el alma; no a aquel cuya porción es, sino cuya hechura y criatura es; no al que es el alma de todos, sino al que es el criador de todas las almas, por cuya ilustración llega a ser el alma bienaventurada, si no corresponde ingrata a sus beneficios: pero qué tales sean y en cuánto se deben estimar los misterios de esta doctrina, lo que se sigue lo manifestará. Confiesa, con todo, el doctísimo Varrón que el alma del mundo y sus partes son verdaderos dioses; de este principio se deduce que toda su teología, que es, en efecto, la natural, a quien atribuye una singular autoridad, cuanto se pudo extender fue hasta la naturaleza del alma racional; porque de la natural muy poco dice en el prólogo de este libro, donde veremos si por las interpretaciones fisiológicas puede referir a esta teología natural la civil, que fue la última donde escribió de los dioses escogidos, que, si puede hacerlo, toda será natural. ¿Y qué necesidad había de distinguir con tanto cuidado la civil de ella? Y si la distinción fue buena, supuesto que ni la natural, que tanto le contenta, es verdadera, porque se extiende únicamente hasta el alma, y no hasta el verdadero Dios, que crió la misma alma, cuánto más despreciable será y falsa la civil, pues se ocupa principalmente en disertar acerca de la naturaleza de los cuerpos, como lo mostrarán sus mismas interpretaciones que con tanta exactitud y escrupulosidad han examinado y referido estos espíritus fanáticos, de los cuales necesariamente habré de referir alguna particularidad. IR A CONTENIDO . . CAPITULO VI De la opinión de Varrón, que pensó que Dios era el alma del mundo, y que, con todo, en sus partes tenía muchas almas, y que la naturaleza de éstas es divina Dice, pues, el mismo Varrón, hablando en el prólogo todavía de la teología natural, que él es de opinión que Dios es el alma del mundo a quien los griegos llaman Kosmos, y que este mismo mundo, es dios; pero que así como el hombre sabio, constando de cuerpo y alma, se dice sabio por aquella parte del alma que le ennoblece, así el mundo se dice dios por la misma parte del alma, por cuanto consta de alma y cuerpo. Aquí parece confiesa, como quiera, un dios; mas por introducir también otros muchos, añade que el mundo se divide en dos partes: en cielo y tierra; y el cielo en otras dos: éter y aire; y la tierra en agua y tierra, de cuyos elementos asegura ser el supremo el éter; el segundo el aire; el tercero el agua, y el ínfimo la tierra; y que todas estas cuatro partes están pobladas de almas, esto es, que en la parte etérea y en el aire se hallan las dos de los mortales; en el agua y en la tierra las de los inmortales; que desde la suprema esfera del cielo hasta el círculo de la luna, las almas etéreas son los astros y las estrellas; que éstos, que son dioses celestiales, no sólo se ven con el entendimiento, sino que también se observan con los ojos, que entre el círculo de la luna y la última región de las nubes y vientos están las almas etéreas; pero que éstas se alcanzan a ver sólo con el entendimiento, y no con los ojos; y que se llaman Heroas, Lares y Genios. Esta es, en efecto, la teología natural que brevemente propone en este su preámbulo, la cual le contentó no sólo a él, sino también a muchos filósofos; de la cual trataremos más particularmente cuando, auxiliados del verdadero Dios, hubiéremos concluido con lo que resta de la civil, por lo que se refiere a los dioses escogidos. IR A CONTENIDO . . CAPITULO VII Si fue conforme a razón hacer dos dioses distintos a Jano y Término Pregunto, pues, de Jano, por quien comenzó Varrón la genealogía de los dioses, ¿quién es? Responden que es el mundo. Breve sin duda y clara la respuesta. Mas ¿por qué dicen pertenecen a éste los principios de las cosas naturales, y los fines a otro, que llaman Término? Porque con respecto a los principios y fines, cuentan que dedicaron a estos dioses dos meses (además de los diez que empiezan desde marzo hasta diciembre), januario o enero a Jano, y febrero a Término; y por lo mismo, dicen que en el mismo mes de febrero se celebran las fiestas terminales, en las que practican la ceremonia de la purificación que llaman Februo, de que la misma deidad tomó su apellido; pero pregunto, ¿cómo los principios de las cosas naturales pertenecen acaso al mundo, que es Jano, y no le pertenecen los fines, de suerte que sea necesario acomodar y proveer a los fines de otro dios? ¿Acaso todas las cosas que insinúan se hacen en este mundo, no confiesan también que se terminan en este mismo mundo? ¿Qué impertinencia es ésta; darle la mitad del poder en cuanto al ejercicio, y dos caras en las estatuas? ¿Por ventura no interpretaran con más propiedad a este dios de dos caras, si dijeran que Jano y Término eran una misma deidad y acomodaran, la una cara a los principios, y a los fines la otra, pues el que hace alguna cosa debe atender a lo uno y a lo otro; porque siempre que uno se mueve a producir cualquier acción que sea, si no mira al principio tampoco mira al fin? Y así es necesario que la memoria, cuando se pone a recordar alguna especie, tenga juntamente consigo la intención de mirar al fin; porque al que se le olvidare lo que comenzó, ¿cómo ha de poder concluirlo? Y si entendieran que la vida bienaventurada principiaba en este mundo y que acababa fuera de él, y por lo mismo atribuyeran a Jano, esto es, al mundo, la potestad sola de los principios, sin duda que prefirieran y pusieran antes de él a Término, y a éste no le excluyeran del número de los dioses escogidos, aunque ahora, cuándo consideran igualmente en estos dioses los principios y fines de las cosas temporales, con todo, debía ser preferido y más honrado Término; porque es indecible el contento que experimenta cuando se pone fin a una obra, ,ya que los principios siempre están llenos de dificultades hasta que se conducen a buen fin, el cual, principalmente, atiende, procura, espera y sumamente desea el que empieza alguna cosa, y no se ve contento y satisfecho con lo comenzado si no lo acaba. IR A CONTENIDO . . CAPITULO VIII Por qué razón los que adoran a Jano fingieron su imagen de dos caras, la cual, con todo, quieren también que la veamos de cuatro Pero salga ya al público la interpretación de la estatua de Jano Bifronte, o de dos caras: dicen que tiene dos, una delante y otra a las espaldas, porque el hueco de nuestra boca, cuando la abrimos, parece semejante al mundo, y así al paladar los griegos le llamaron Uranon, y algunos poetas latinos le llamaron cielo. Desde este hueco de la boca se ve una puerta o entrada, de la parte de afuera, hacia los dientes, y otra de la parte de adentro, hacia la garganta. Ved aquí en lo que ha parado el mundo, por adaptar el nombre griego o poético que significa nuestro paladar; pero esto ¿qué tiene que ver con el alma? ¿Qué con la vida eterna? Adórese a este dios por solas las salivas, supuesto que ambas puertas del paladar se abren delante del cielo, ya para tragarlas o ya para expelerlas. ¿Y qué mayor absurdo que no hallar en el mismo mundo dos puertas contrapuestas, una enfrente de otra, por las cuales pueda recibir algún alimento dentro o expelerlo afuera? Tampoco nuestra boca y garganta tienen semejante con el mundo, y menos el querer fingir, en Jano la imagen del mundo por solo el paladar, cuya semejanza no tiene Jano; y cuando le hacen de cuatro caras y le llaman Jano Gémino, lo interpretan por las cuatro partes del mundo, como si el mundo tendiese la vista y mirase algún objeto de afuera, como Jano le observa por todas sus caras; además, si Jano es el mundo, y éste consta de cuatro partes, falsa es la estatua de Jano que tiene dos caras; o, si es verdadero, por que también en el nombre de Oriente y Occidente sabemos entender todo el mundo, pregunto: cuando nombramos las otras dos partes, del Septentrión y del Mediodía, ¿por qué llaman a aquel Jano de cuatro caras Gémino? ¿Hemos de llamar igualmente al mundo Gémino? Ciertamente, no tienen expresiones adecuadas para poder interpretar y acomodar las cuatro puertas que están abiertas para los que entran y salen, a semejanza del mundo, así como las tuvieron, por lo menos, para poderlo decir de Jano Brifonte, en boca del hombre si no es que los socorra Neptuno dándoles partes de un pez, que además de la abertura de la boca y de la garganta tengan también otras dos a la diestra y a la siniestra, y, sin embargo de tantas, puertas, no hay alma que se pueda escapar de tal ilusión, si no es la que oye a la misma verdad, que le dice: Ego sum Janus. Yo, soy la puerta. IR A CONTENIDO . . CAPITULO IX De la potestad de Júpiter y de la comparación de ésta con Jano Declaramos, pues, quién es el que quieren entendamos por Jove, a quien llaman también Júpiter; es un dios, responden, que tiene dominio y potestad absoluta sobre las causas que obran en el mundo; y cuán grande sea esta excelencia o prerrogativa, lo declara el celebrado verso de Virgilio, «dichoso el que consigue saber las causas de las cosas»; pero la razón por que se prefiere Jano, nos la insinúa el ingenioso y docto Varrón, cuando dice: «Jano ejerce potestad sobre las cosas primeras, y Júpiter sobre las principales»; así que con razón Júpiter es tenido por rey o monarca de todos; porque lo sumo vence a lo primero, pues aunque lo primero preceda en tiempo, sin embargo, lo sumo se le aventaja en dignidad; pero esto estuviera bien dicho cuando en las cosas que se hacen se distinguieran las primeras y las sumas, así como el principio de una acción es el partir y lo sumo el llegar; el principio de ella es empezar a aprender, y lo sumo, alcanzar la ciencia; y así en todas las cosas lo primero es el principio, y lo sumo el fin; mas este punto ya le tenemos averiguado entre Jano y Término; con todo, las causas que se atribuyen a Júpiter son las eficientes, y no los efectos a las cosas hechas, no siendo posible de modo alguno que ni aun en tiempo sean primero que ellas los efectos o cosas hechas, o los principios de las hechas, porque siempre es primero la causa eficiente y activa que la que es hecho o pasiva; por lo cual, si tocan y pertenecen a Jano los principios de las cosas que se hacen o están hechas, no por eso son primero que las causas eficientes que atribuyen a Júpiter, ‘pues así como no se hace cosa alguna, así tampoco se empieza a hacer alguna a que no haya precedido su causa eficiente, y realmente si a este dios, en cuya suprema potestad, están todas las causas de todas las naturalezas hechas, y de las cosas naturales llaman los gentiles Júpiter, y le reverencian con tantas ignominias y tan abominables culpas, más sacrílegos son que si no le tuviesen por dios. Y así, más acertadamente obrarían poniendo a otro que mereciera y le cuadrara aquella torpe y obscena veneración el nombre de Júpiter, colocando en su lugar algún objeto vano de que blasfemaran, como dicen que a Saturno le pusieron una piedra para que la comiese en lugar de su hijo, que no decir que este dios truena y adultera, gobierna todo el mundo y comete tantas maldades, y que tiene en su mano las causas sumas de todas las naturalezas y cosas naturales, y que las suyas no son buenas. Asimismo pregunto: ¿qué lugar dan entre los dioses a Júpiter, si Jano es el mundo? Porque, según la doctrina de este autor, el alma del mundo y sus partes son los verdaderos dioses, y así, todo lo que esto no fuere, según éstos, sin duda no será el verdadero dios. ¿Dirán, por Ventura, que Júpiter es el alma del mundo y Jano su cuerpo; esto es, este mundo visible? Si así lo persuaden, no habrá motivo para poder decir que Jano es dios, porque el cuerpo del mundo no es dios, aun según su mismo sentir, sino el alma del mundo y sus partes. Por, lo que el mismo Varrón dice claramente que su opinión es que Dios es el alma del mundo, y que este mismo mundo es Dios, pero que así como el hombre sabio, constando de alma y cuerpo, sin embargo, se dice sabio por el alma que le ennoblece, el mundo se dice dios por la misma alma, constando, como consta también, de alma y de cuerpo; de donde se infiere que el cuerpo solo del mundo no es dios, sino, o sola su alma, o juntamente el cuerpo y el alma; por la misma razón, si Jano es el mundo y dios es Jano, ¿querrán acaso decir que Júpiter, para que pueda ser dios, es necesario sea alguna parte de Jano? Antes, por el contrario, suelen atribuir el poder absoluto sobre todo el universo a Júpiter, y por eso dijo Virgilio «que todo el mundo estaba lleno de Júpiter» Así que Júpiter, para que sea dios, y especialmente rey y monarca de los dioses, no puede imaginar sea otro que el mundo, para que así reine sobre los demás dioses, que según éstos son sus partes. Conforme a esta opinión, el mismo Varrón, en el libro que compuso distinto de éstos, acerca del culto y reverencia de los dioses, declara unos versos de Valerio Sorano, que dicen así: «Júpiter todopoderoso es el progenitor de los reyes, de las cosas naturales y de todos los dioses, y el progenitor de los dioses es un dios y todos los dioses.» IR A CONTENIDO . . CAPITULO X Si es buena la distinción de Jano y de Júpiter Siendo, pues, Jano y Júpiter el mundo, y siendo uno solo el mundo. ¿por qué son dos dioses Jano y Júpiter? ¿Por qué de por sí tienen sus templos, sus aras, diversos ritos y diferentes estatuas? Si es porque una es la virtud y naturaleza de los principios y otra la de las causas, y la primera tomó el nombre de Jano y la segunda de Júpiter, pregunto: si porque un juez tenga en diferentes negocios dos jurisdicciones o dos ciencias, ¿hemos de decir que por cuanto es distinta la, virtud y la, naturaleza de cada una de ésta, por eso son dos jueces o dos artífices? Y en iguales circunstancias, porque un mismo dios tenga potestad sobre los principios y él mismo la tenga sobre las causas, ¿acaso por eso es forzoso imaginemos dos dioses, porque los principios y las causas son dos cosas? Y si esto les parece que es conforme a razón, también dirán que el mismo Júpiter será tantos dioses cuantos son los sobrenombres que le han puesto con relación a tantas facultades como tiene y ejerce, ya que son muchas y diversas las causas por las cuales le pusieron tantos sobrenombres, de los cuales referiré algunos. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XI De los sobrenombres de Júpiter que se refieren no a muchos dioses, sino a uno mismo Llámanle vencedor, invicto, auxiliador, impulsador, estator, cien pies, Supinal, Tigilio, Almo, Rumino y de otras maneras que sería largo el referirlas. Todos estos sobrenombres pusieron a un solo dios con respecto a diferentes causas y potestades, y, con todo, no en atención a tantos objetos, le obligaron a que fuese otros tantos dioses, porque todo lo vencía y de nadie era vencido, pues socorría a los que lo habían menester, tenía poder para impeler, estar permanente, establecer, trastornar, sostenía y sustentaba el mundo con una viga o puntal, todo lo mantiene y sustenta, y, finalmente, con la ruma, esto es, los pechos, cría los animales. Entre estas prerrogativas como hemos visto, algunas son grandes y otras pequeñas, y con todo, dicen que uno es el que lo hace todo. Pienso que las causas y principios, de las cosas, que es el motivo por que quisieron que un mundo fuese dos dioses, Júpiter y Jano, están entre sí más conexas que su opinión, mediante la cual aseguran que contiene en si al mundo, y que da la leche a los animales; y, no obstante, para desempeñar estos dos ministerios, tan distintos entre sí en virtud y en dignidad, no fue preciso que fuesen dos dioses, sino un Júpiter, que por el primero se llamó Tigilo, viga o puntal, que tiene y sustenta, y por el segundo, Rumino, que da el pecho; no quiero decir que por dar el pecho a los animales que maman, mejor se le pudo llamar Juno que Júpiter, mayormente habiendo también otra diosa Rumina, que en este cargo le podía ayudar a servir, porque imagino responderán que Juno no es otra que Júpiter, conforme a los versos de Valerio Sorano, donde dice: «Júpiter todopoderoso es el progenitor de los reyes, de las cosas naturales y de los dioses y progenitora de los dioses.» Pero pregunto ¿por qué se llamó también Rumino, pues es el mismo en el concepto de los que quizá con alguna más exactitud y curiosidad lo consideran, aquella diosa Rumina? Porque si con razón parecía impropio de la majestad de las diosas que en una sola espiga uno cuidase del nudo de la caña y otro del hollejo, ¿cuánto más indecoroso es que de un oficio tan ínfimo y bajo como es dar de mamar a los animales, cuide la autoridad de los dioses, que el uno de ellos sea Júpiter, que es el rey monarca de todos, y que esto no lo haga siquiera con su esposa, sino con una deidad humilde y desconocida, como es Rumina, y el propio Rumino; Rumino, acaso, por los machos que maman, y Rumina por las hembras? Cómo diría yo que no quisieron poner nombre de mujer a Júpiter, si en aquellos versos no le llamaran asimismo progenitor y progenitora, y entre otros nombres suyos no leyera que también se llama Pecunia, a cuya diosa hallamos entre aquellos oficiales munuscularios, como lo dijimos en, el libro IV; pero ya que la Pecunia la tienen los varones y las hembras, véanlo ellos por qué no se llamó igualmente Pecunia y Pecunio, como Rumina y Rumino. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XII Que también Júpiter se llama Pecunia ¡Y con cuánto donaire y gracejo dieron razón de este nombre! «Llamábase también, dicen, Pecunia, porque todas las cosas son o dependen de la Pecunia.» ¡Oh, qué plausible razón de nombre del dios! Antes aquel cuyas son todas las cosas es envilecido e injuriado siempre que se le llama pecunia o dinero; porque, respecto de todo cuanto hay en el Cielo y en la tierra, ¿qué es el dinero, en general, con respecto a cuanto posee el hombre con nombre de dinero? Pero, en efecto, la codicia puso a Júpiter este nombre, para que el que ama el dinero le parezca que ama no a cualquiera dios, sino al mismo rey y monarca de todos; mas fuera otra cosa muy diferente si se llamara riquezas, porque una cosa es riqueza y otra el dinero; porque llamamos ricos a los sabios, virtuosos y buenos, quienes, o no tienen dinero, o muy poco, y, con todo, son, en realidad, más ricos en virtudes, cuyo ornamento les basta aun en las necesidades corporales, contentándose con lo que poseen; y llamamos pobres a los odiciosos que están siempre suspirando, deseando y anhelando por las riquezas del mundo, sin embargo en su mayor abundancia no es posible dejen de tener necesidad, y al mismo Dios verdadero, con razón, le llamamos rico no por el dinero, sino por su omnipotencia. Llámense también ricos los adinerados, mas en el interior son pobres si son ambiciosos; asimismo se llaman pobres los que no tienen dinero; pero interiormente son ricos si son sabios. ¿En qué estimación debe tener, pues, el sabio la Teología en la cual el rey y monarca de los dioses toma el nombre de aquel objeto: «que ningún verdadero sabio, deseó», y cuanto más congruamente, si se aprendiera con esta, doctrina alguna máxima saludable que fuese útil para la vida eterna, llamaran a Dios, que es gobernador del mundo, no dinero, sino sabiduría, cuyo amor nos purifica de la inmundicia de la codicia, esto es, del afecto y deseo desordenado del dinero? IR A CONTENIDO . . CAPITULO XIII Que declarando qué cosa es Saturno y qué es Genio, enseñan que el uno y el otro es un solo Júpiter Pero ¿qué necesidad hay de que hablemos más de este Júpiter a quien acaso se deben referir todas las otras deidades. sólo con el objeto de refutar la opinión que establece muchos dioses, supuesto que éste es el mismo que todos, ya sea teniéndolos por sus portes o potestades, ya sea que la virtud del alma, la cual imaginan difundida por todos los seres creados, haya tomado de Ias partes de esta máquina, de las cuales se compone este mundo visible, y de los diversos oficios y cargos de la naturaleza sus nombres, como si fuera de muchos dioses? Porque ¿qué es Saturno? «Es uno de los principales dioses, dice, en cuya potestad y dominio están todas las sementeras.» Por ventura, la exposición de los versos de Valerio Sorano ¿no nos persuade, claramente que Júpiter es el mundo, y que expele de sí todas las semillas, y que asimismo las recibe en si? Luego él es en cuya mano está el dominio de todas las sementeras ¿Qué cosa es Genio? Es un dios, dice, que preside y tiene potestad sobre todo cuanto se engendra.» ¿Y quién otro imaginan ellos tiene esta facultad, sino el mundo, de quien dice que Júpiter todopoderoso es progenitor y progenitora? Y cuando, en otro lugar, añade que el genio es el alma racional de cada uno, y que por eso cada uno tiene su genio particular, y que la tal alma del mundo es diosa, a esto mismo, sin duda, lo reduce, para que se crea que la misma alma del mundo es como un genio universal; luego éste es el mismo a quien llaman Júpiter; porque si todo genio es dios, y toda alma del hombre es genio, se sigue que toda alma del hombre sea dios; y si el mismo absurdo y desvarío nos compele a abominarlos, resta que llamen singularmente y como por excelencia dios a aquel genio de quien aseguran que es el alma del mundo, y, por consiguiente; Júpiter. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XIV De los oficios de Mercurio y de Marte Pero a Mercurio y a Marte, ya que no hallaron medio para referirlos y acomodarlos entre algunas partes del mundo y entre las obras de Dios que se observan en los elementos, pudieran acomodarlos siquiera entre las operaciones de los hombres, designándolos por presidentes y ministros del habla y de la guerra; y el uno de éstos, que es Mercurio, si tiene la potestad de infundir el habla igualmente a los dioses, tendrá dominio también sobre el mismo rey de los dioses, si es que Júpiter habla conforme a su voluntad y albedrío, o toma de él la virtud y facultad de hablar, lo cual ciertamente es un disparate. Si dijeren que sólo se le atribuye la facultad de conceder el habla a los hombres, no es creíble quisiese Júpiter humillarse al oficio vil de dar de mamar no sólo a los niños, sino también a las bestias, por lo que se llamó Rumino, y se resistiese a que le tocase el cuidado y cargo de nuestra lengua, con que nos aventajamos a los irracionales. Conforme a esta doctrina, se deduce que uno mismo es Júpiter y Mercurio; y si la misma habla se llama Mercurio, como lo demuestran las interpretaciones que han escrito sobre la etimología y derivación de su nombre, por eso dicen se llamó Mercurio, como que corre por medio, por cuanto el habla, corre por medio entre los hombres; y por lo mismo se llamó Hermes en griego, porque el habla o la interpretación, que sin duda pertenece al habla, se llama Hermenia, por cuyo motivo preside sobre las mercaderías; porque entre los que venden y compran andan de por medio las palabras. Y ésta es la causa porque le ponen alas sobre la cabeza y en los pies, queriendo significar que vuela por los aires muy ligera la palabra, y que por eso se llamó mensajero, porque por medio de la palabra damos aviso y noticia de nuestros pensamientos y conceptos. Si Mercurio, pues, es la misma palabra, aun por confesión de ellos, no es dios. Pero como hacen dioses a los que son demonios, suplicando y adorando a los espíritus inmundos, vienen a caer en poder de los que no son dioses, sino demonios De la misma manera, como no pudieron hallar para Marte algún elemento o parte del mundo adonde como quiera ejercitara alguna obra natural, dijeron que era dios de la guerra, que es obra de los hombres y no de la codicia; luego si la felicidad nos diera una paz sólida y perpetua, Marte no tuviera en qué entender; y si Marte es la misma guerra, así como Mercurio la palabra, ojalá que cuán claro está que no es dios, así no haya tampoco guerra que ni aun fingidamente se llame dios. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XV De algunas estrellas a las que los gentiles pusieron los nombres de sus dioses Sino es que acaso estas estrellas sean los dioses cuyos nombres les pusieron, porque a una estrella llaman Mercurio, y asimismo a otra Marte; sin embargo, allí, esto es, en el globo celeste, está también la que llaman Júpiter, y, con todo, según éstos, el mundo es Júpiter; del mismo modo la que llaman Saturno, y, no obstante, además de ella le atribuyen otra no pequeña sustancia, es a saber: la de todas las simientes; allí también aquélla, que es la más clara y resplandeciente de todas, que llaman Venus, y, sin embargo, esta misma Venus quieren que sea también la Luna, aunque entre sí mismos sobre esta radiante y refulgente estrella sostienen una reñida controversia, así como sobre la manzana de oro la sustentaron Juno y Venus, porque el lucero unos dicen que es de Venus, y otros de Juno; pero, como acostumbra, vence Venus, pues son muchos mas los que atribuyen esta estrella a Venus, no hallándose apenas uno que sienta lo contrario. ¿Y quién podía dejar, de reírse al ver que dicen que Júpiter es rey y monarca de todos, observando, al mismo tiempo, que su estrella queda muy atrás en resplandor y claridad respecto de la mucha que tiene la estrella de Venus; pues tanto más refulgente y resplandeciente debía ser aquélla que las demás, cuanto es Júpiter más poderoso que todos? Responden que así parece, porque ésta que notamos menos resplandeciente está más elevada y mucho más distante de la tierra; luego si la dignidad mayor mereció lugar más alto, ¿por qué allí Saturno está más elevado que Júpiter? ¿Cómo no pudo la vanidad de la fábula que hizo rey a Júpiter llegar hasta las estrellas, antes, por el contrario, permitió consiguiese Saturno en el cielo la gloria y preeminencia que no pudo adquirir en su reino ni en el Capitolio? ¿Por qué razón a Jano no le cupo alguna estrella? Si es porque el mundo y todos están contenidos en él, también Júpiter es el mundo, y con todo eso la tiene. ¿O acaso éste negoció como pudo sus intereses, y en lugar de una estrella que no le cupo entre los astros se proveyó de tantas caras en la tierra? Asimismo, si por sólo las estrellas tienen a Mercurio y a Marte por partes del mundo para poderlos considerar como dioses supuestos, que, en realidad, la palabra y la guerra no son partes del mundo, sino actos y operaciones de los hombres, ¿por qué causa a Aries, a Tauro, Cáncer, a Escorpión y los demás semejantes a éstos, que reputan por signos celestes, y constan cada uno no de una sola estrella, sino de muchas, y dicen que están colocados más arriba en el supremo cielo, donde un movimiento más constante da a las estrellas un curso inalterable, por qué razón, digo, a éstos no les dedicaron aras, ni sacrificios, ni templos, ni los tuvieron por dioses, ni colocaron no digo en el número de los escogidos, mas ni entre los humildes y casi plebeyos? IR A CONTENIDO . . CAPITULO XVI De Apolo y Diana y de los demás dioses escogidos, que quisieron fueran partes del mundo A Apolo, aunque le tienen por adivino y médico, con todo, para poderle colocar en alguna parte del mundo, dicen que él es también el Sol, y asimismo su hermana Diana la Luna, que obtiene la intendencia de los caminos, queriendo sea doncella, porque no pare o produce cosa alguna, y asegurando que ambos tienen saetas, porque estas dos estrellas llegan con sus rayos desde el cielo hasta la tierra. Vulcano quieren que sea el fuego del mundo; Neptuno, las aguas; el padre Plutón, esto es, el orco o infierno, la parte terrena e ínfima del mundo. Libero y Ceres hacen presidentes de las semillas, o al uno, de las masculinas, y a la otra, de las femeninas, o a él que presida a la humedad, y a ella la sequedad de las semillas; todas las cuales virtudes se refieren, en efecto, al mundo, esto es, a Júpiter; pues por lo mismo se dijo progenitor y progenitora, porque echa y produce de si todas las semillas y las recibe en sí. Igualmente quieren que la gran madre sea la misma, Ceres, de la cual dicen no ser otra que la tierra, a la cual llaman también Juno, y por eso la atribuyen las causas segundas de las cosas, con haber dicho de Júpiter que es progenitor y progenitora de los dioses, porque, según ellos, todo el mundo es el mismo Júpiter; a Minerva también, porque la designaron para que presidiese las artes humanas, y no hallaron estrella donde colocarla, dijeron que era, o la suprema parte etérea o la Luna; y de la misma Vesta creyeron era la mayor o más principal de todas las diosas, porque es la tierra; aunque al mismo tiempo imaginaron que se debía atribuir a ésta el fuego del mundo, más ligero, que pertenece y sirve para los usos ordinarios de los hombres, y no el violento, cual es el de Vulcano; y por eso quieren que todos estos dioses escogidos sean este mundo; algunos todo él generalmente, otros sus partes; todo generalmente, como Júpiter; sus partes, como el Genio, la gran Madre, el Sol, la Luna, o, por mejor decir, Apolo y Diana; y, a veces, a un dios hacen muchas cosas, y otras a una cosa designan muchos dioses, fundados en que un dios abraza muchas, con el mismo Júpiter, pues éste es todo el mundo, éste sólo el cielo, y éste es y se llama estrella. Asimismo, Juno, la señora dispensadora de las causas segundas, es también el aire, la tierra y, si venciera a Venus, del mismo modo la estrella. De la misma manera, Minerva es la suprema parte etérea y la misma Luna, la cual imaginan que está en el lugar más ínfimo de la región etérea; y una misma cosa la hacen muchos dioses en esta conformidad, pues el mundo es Jano y es Júpiter; asimismo, la tierra es Juno, es la gran Madre y, es Ceres. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XVII Que el mismo Varrón tuvo por dudosas sus opiniones acerca de los dioses Y así como todo lo que he puesto por ejemplo no explica, antes oscurece, este punto, así es en todo lo demás, pues conforme los lleva y arroja el ímpetu de su opinión errónea, así se abalanzan a esto y dejan aquello, tanto, que el mismo Varrón, primero, quiso dudar de todo que afirmar cosa alguna. Porque habiendo concluido el primer libro de los tres últimos que hablan de los dioses ciertos, empezando a tratar de los dioses inciertos, dice: «No porque en este libro tenga por dudosas las opiniones que hay acerca de los dioses debo ser reprendido, porque al que le pareciere que conviene y puede resolverse, lo podrá hacer cuando las hubiere leído; yo, respecto de mí, más fácilmente me persuadiré a que lo que dije en el primer libro lo tenga por dudoso, que no lo que hubiere de escribir en éste lo, resuelva todo como cierto e indudable.» Y así hizo incierto no sólo este libro de los dioses inciertos, sino también aquel de los ciertos; y en este tercero, relativo a los dioses escogidos, después que hizo su preámbulo, tomando para ello lo que le pareció de la teología natural, habiendo de comenzar a tratar de las vanidades y desarregladas ficciones de la teología civil, a cuyo examen imparcial no sólo no le dirigía ni encaminaba la verdad sencilla, sino que también le hacía grande fuerza y violencia la autoridad de sus antepasados: «De los dioses públicos, dice, del pueblo romano escribiré en este libro, a quienes dedicaron templos y los celebraron adornándolos con muchas estatuas; mas como escribe Xenófanes Colonio, pondré lo que imagino y no lo que como cierto defiendo; porque de hombres es el dudar sobre estas cosas, y de Dios el saberlas.» Así que, habiendo de tratar de las instituciones hechas por los hombres con temor y recelo, promete exponer, no sucesos ignorados y que no les da crédito, sino máximas sobre las que hay opinión y razón para dudar; porque no del mismo modo que sabía que había mundo, que había, cielo y tierra, y veía al cielo resplandeciente y adornado de estrellas, y a la tierra fértil y poblada de semillas, y todo lo demás en esta conformidad, ni de la misma manera que creía cierta y firmemente que toda esta máquina y naturaleza se regía y gobernaba por una cierta virtud invisible y muy poderosa, así en los propios términos podía afirmar de Jano que era el mundo, o averiguar de Saturno cómo era padre de Júpiter, cómo vino a ser su súbdito y vasallo reinando Júpiter, y todo lo demás correspondiente al asunto. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XVIII Cual sea la causa más creíble de donde nació el error del paganismo De todo lo cual la razón más verosímil y más creíble que se alega es cuando dicen que fueron hombres y que a cada uno de ellos le instituyeron su culto divino y peculiares solemnidades los mismos que por adulación y lisonja quisieron formar los dioses; conformándose en este punto con la condición de los dioses, con sus costumbres, con sus acciones y sucesos acaecidos, y cundiendo este culto paulatinamente por los ánimos de los hombres, semejantes a los demonios y amigos de estas sutilezas, se divulgó por todo el mundo su santificación, adornándola por su parte las ficciones y mentiras de los poetas, y encaminándolos e induciéndolos a su adoración los cautelosos espíritus; pero más fácilmente pudo suceder que el impío joven, temeroso de que su cruel padre le matase, y codicioso del reino, echase y despojase de él a su mismo padre, que es lo que Varrón interpreta cuando dice que Saturno, su padre, fue vencido por Júpiter, su hijo; porque primero es la causa que pertenece a Júpiter que la simiente que toca a Saturno, pues si esto fuera cierto, nunca Saturno fuera primero, ni sería padre de Júpiter, pues siempre la causa precede a la simiente y jamás precede o se engendra de la simiente; pero mientras procura adornar, como con interpretaciones naturales, fábulas vanas y algunos hechos particulares de los hombres, aun los hombres más ingeniosos se meten en un caos tan lleno de confusiones, que nos es forzoso dolernos y compadecemos de su vanidad. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XIX De las interpretaciones de los que sacan razón para adorar a Saturno «Refiere -dice- que Saturno acostumbraba a comer y devorar lo mismo que de él nacía (esto es, sus hijos), volviendo las semillas al mismo lugar donde eran procreadas, y el haberle puesto en lugar de Júpiter un terrón para se le tragase, significa – dice- que los hombres, en sus sementeras, comenzaron con sus manos a enterrar debajo de la tierra las mieses, antes que se inventase el arado.» Luego la tierra debió llamarse Saturno, y no las semillas, porque ella en algún modo es la que se traga lo que había engendrado, cuando las semillas, que habían nacido de ella, vuelven otra vez a su seno. Sobre lo que añaden que porque Júpiter tomó y se comió un terrón, ¿qué importa esta necedad para lo que insinúan que los hombres con sus manos cubrieron la semilla en el terrón de la tierra? ¿Acaso no se lo tragó, como lo demás, porque se cubrió con un terrón de tierra? Esto se dice y suena del mismo modo, que si el que opuso el terrón quitara y escondiera la semilla, así como refieren que ofreciendo a Saturno el terrón, le quitaron de delante a Júpiter, y no como si cubriendo la semilla con el terrón, no hiciera que se le tragase mucho mejor. Y más que, entendido así, la semilla es Júpiter, y no causa de la semilla, como poco antes indicamos, ¿pero qué han de hacer unos hombres que, como interpretan necedades, no hallan qué poder decir con discreción? «Tiene una hoz, dicen, que alude a la agricultura.» Y a la verdad, cuando él reinaba aún no se conocía la agricultura; y por eso añaden que fueron sus tiempos los primeros según que el mismo interpreta las fábulas y patrañas, porque los primeros hombres se sustentaban y vivían de las semillas que voluntariamente producía la tierra. ¿Por ventura, tomó la hoz luego que perdió el cetro, para que después de haber reinado en los primeros tiempos con descanso, reinando su hilo se diese a la labranza y al trabajo? «Después -dice- que por esta causa algunos le solían ofrecer en holocausto niños, como los cartagineses; y otras personas mayores, como los galos, porque la mejor de las semillas es el género humano.» De esta cruel superstición, ¿para qué hemos de hablar más? Antes debemos advertir y tener por indudable que todas estas interpretaciones no se refieren al verdadero Dios (que es una naturaleza viva, incorpórea e inmutable, a quien debe pedirse sinceramente la vida bienaventurada, que ha de durar siempre), sino que todos sus fines vienen a parar en cosas corporales, temporales, mudables y mortales. «Lo que refieren las fábulas -dice- que Saturno castró al cielo su padre, significa que la semilla divina está en la potestad de Saturno y no del cielo.» Esta proposición, la misma razón la convence de fabulosa, porque en el cielo no nace cosa alguna de la semilla; pero adviertan que si Saturno es hijo del cielo, es también hijo de Júpiter. Porque muchos afirman con toda aseveración que el cielo es el mismo Júpiter. Por eso estas reflexiones que no caminan por la senda de la verdad por la mayor parte, aunque ninguno las violente, ellas mismas se destruyen. Dice «que se llamó Cronón, que en griego significa el espacio de tiempo, sin el cual -añade- la semilla no puede fecundizar». Estas particularidades y otras infinitas se dicen de Saturno, y todas se refieren a la semilla; pero si Saturno es bastante por sí solo, ejerciendo un poder, absoluto, como figuran tiene sobre las semillas, ¿a qué para ellas buscan otros dioses, principalmente a Libero y Libera, que es Ceres, de quienes (por lo que se refiere a las semillas) vuelve a referir tantas virtudes especiales como si nada hubiera dicho de Saturno? IR A CONTENIDO . . CAPITULO XX De los sacramentos de Ceres Eleusina Entre los ritos de Ceres, los más celebrados son los eleusinos, los cuales fueron muy famosos en Atenas. Acerca de los cuales, este autor nada interpreta, sino lo que toca al trigo descubierto por Ceres, y lo perteniente a Proserpina, a quien perdió llevándosela robada al Orco. «Esta -dice- significa la fecundidad de las semillas, la cual, habiendo faltado por una temporada, y estando triste la tierra con su ausencia, de esta esterilidad nació una nueva opinión y fama, de que el Orco se había llevado a la hija de Ceres; esto es, a la fecundidad, que de Proserpendo se llamó Proserpina y que la detuvo por algún tiempo en los infiernos; lo cual, como lo celebrasen con tristeza y llanto público, y volviese nuevamente la misma fecundidad, restituida Proserpina, renació la alegría, por cuyo motivo se le instituyeron sus peculiares solemnidades.» Dice después «que se practican muchas ceremonias en sus sacrificios y festividades que no pertenecen sino precisamente a la invención de las mieses». IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXI Torpeza de los sacrificios celebrados en honor de Libero Los misterios de Libero, a quien hicieron presidir las semillas líquidas y, por tanto, no sólo los licores de los frutos, de entre los cuales ocupa el primer lugar, en cierto modo, el vino, sino también los sémenes de los animales; ruborízame decir a cuánta torpeza llegaron, y ruborízame por la prolijidad del discurso, pero no por su arrogante enervamiento. Entre las cosas que me veo precisado a silenciar, porque son muchas, una es ésta: En las encrucijadas de Italia se celebraban los misterios de Libero -dice Varrón-, y con tal libertinaje y torpeza, que en su honor se reverenciaban las vergüenzas de los hombres. Y esto se hacía no en privado, donde fuera más verecundo, sino en público, triunfando así la carnal torpeza. Este impúdico miembro, durante las festividades de Libero, era colocado con grande honor en carrozas y paseado primeramente del campo a las encrucijadas y luego hasta la ciudad. En la villa llamada Lavinio se dedicaba todo un mes a festejar a Libero. En estos días usaban todos las palabras más indecorosas, hasta que aquel miembro, en procesión por las calles, reposaba por fin en su lugar. A este miembro deshonesto era preciso que una honestísima madre de familia le impusiera públicamente la corona. De esta suerte debía amansarse al dios Libero para el mayor rendimiento de las cosechas. Así debía repelerse el hechizo de los campos, a fin de que la matrona se viera obligada a hacer en público lo que ni la meretriz, si fueran espectadoras las matronas, debió permitirse en las tablas. Sólo una razón fundó la creencia de que Saturno no era suficiente para las semillas. Esta era el que el alma inmunda hallara ocasión para multiplicar sus dioses, y privada, en premio de su inmundicia, del único y verdadero Dios y prostituida por muchos y falsos dioses, ávida de una mayor inmundicia, llamara a estos sacrilegios sacramentos y a sí misma se entregara a la canalla de sucios demonios para ser violada y mancillada. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXII De Neptuno, Salacia y Venilia Supuesto que, en efecto, tenía ya Neptuno por socia en el poder a su mujer, Salacia, la cual dijeron era el agua de la parte más ínfima y profunda del mar, ¿por qué motivo juntaron también con ella a Venilia, sino para que sin justa causa que persuadiese el culto divino y una religión necesaria, sólo por la voluntariedad de un alma contaminada con los vicios más detestables, se multiplicara la invocación de los demonios? Pero salga a la luz la exposición de la famosa teología, que reprima con sus razones esta reprensión. «Venilia -dice- es la onda que viene a la orilla, y Salacia la que vuelve al mar», ¿por qué razón, pues, forman dos diosas siendo una la onda que va y viene? En efecto, esto es liviandad extremada que hierve por haber muchos dioses, pues aunque el agua que va, y viene no sean dos, con todo, con ocasión de esta ilusión, convidando a los demonios se profana más el alma que va a los infiernos y no vuelve. Por vida vuestra, Varrón, o vosotros, que habéis leído los libros de estos hombres tan doctos presumís que habéis aprendido una doctrina admirable, interpretadme esto: no quiero decir conforme a aquella eterna e inmutable naturaleza, la cual es solamente Dios, sino siquiera según el alma del mundo y sus partes, que tenéis vosotros por verdaderos dioses. Como quiera que sea, es error más tolerable hicieseis que fuera vuestro dios Neptuno, aquella parte del alma del mundo que discurre por el mar; pero que sea posible que la onda que se dirige a la costa y la que vuelve al mar sean dos partes del mundo, ¿quién de vosotros está fuera de sí que se pueda persuadir de tan extraña ilusión? ¿Por qué os las designaron como diosas, sino porque proveyó la providencia de aquellos sabios, vuestros predecesores, no que os gobernasen más demonios, que son los que número de dioses, sino que os poseyeran y gustan de estas ficciones y vanidades lisonjeras? ¿Y por qué, pregunto, Salacia, según esta exposición, perdió la parte inferior del mar, donde estaba sujeta a su marido? ¿Por qué, diciendo ahora que es la onda que va y viene, me la venís a colocar en la superficie? ¿Es por ventura porque su esposo se enamoró de Venilia, y, enojada, ella le arrojó y desposeyó de la parte superior del mar? IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXIII De la tierra, la cual confirma Varrón que es diosa, porque el alma del mundo, que él sostiene que es Dios, discurre también por esta ínfima parte de su cuerpo, y le comunica su virtud divina Una es, sin duda, la tierra, la cual vemos poblada de animales distintos entre sí; pero ésta, que es un cuerpo grandioso entre los elementos y la ínfima parte del mundo, pregunto: ¿por qué motivo quieren que sea diosa? ¿Es acaso porque es fecunda? Y conforme a esta razón, ¿por qué causa no serán con mejor título dioses los hombres, que labrándola y cultivándola la hacen más frugal y fecunda, digo cuando la aran y no cuando la adoran? «La parte del alma del mundo -dicen- que discurre por ella, la hace diosa»; como, si no estuviera más ciertamente el alma en los hombres, la cual, si reside en éstos no hay cuestión; y, con todo, a los hombres no los tienen por dioses, antes, por el contrario (lo que es más lamentable), los sujetan con admirable y miserable error a éstos que no son dioses y son menos que ellos, reverenciándolos y tributándoles culto. Por lo menos, el mismo Varrón, en el citado libro de los dioses escogidos, dice: «que hay tres grados o clases de alma en cualquiera naturaleza, y generalmente en toda ella. El uno que pasa y discurre por todas las partes corporales que viven y no tienen sentido, sino solamente vigor para vivir, y supone que esta virtud en nuestro cuerpo se comunica y esparce por los huesos, uñas y cabellos, de la misma manera que en el mundo los árboles se sustentan y crecen, y en cierto modo viven. Llama segundo grado del alma aquel en que hay sentido, asegurando que esta virtud se comunica a los ojos, orejas, narices, boca y tacto. El tercer grado del alma dice que es el sumo y supremo, que se llama ánimo, en el cual preside la inteligencia, de la cual, a excepción del hombre, carecen todos los mortales; y esta parte del alma en el mundo dice que se llama dios, y en nosotros genio. Y añade que hay también piedras y esta tierra que vemos, a las cuales no se les comunica el sentido, que son como los huesos y uñas del dios; que el sol, la luna y las estrellas que contemplamos son los sentidos de que usa; que el éter es su alma, cuya fuerza, que llega hasta los astros, hace dioses a las mismas estrellas, y por su medio convierte a lo que llega a la tierra en diosa Tellus, y a lo que pasa al mar lo hace dios Neptuno.» Vuelva, pues, de esta que piensa ser teología natural, donde, como para tomar algún descanso y aliento, cansado y fatigado de tantos rodeos, se había acogido y divertido. Vuelva, digo, vuelva a la civil, aquí le tengo todavía, mientras discurro un rato acerca de ella; aún no me introduzco a disputar en si la tierra y las piedras son semejantes a nuestros huesos y uñas, ni tampoco en si así como carecen de sentido carecen también de inteligencia, o en si dicen que nuestros huesos y uñas tienen inteligencia porque están en el hombre, que tiene inteligencia; sin duda, tan necio es el que dice que éstos son los dioses en el mundo, como lo es el que asegura que en nosotros los huesos y las uñas son los hombres. Pero esta controversia acaso es asunto cuya investigación pertenece a los filósofos; por ahora todavía quiero sostener la cuestión con ese político; esto es, civil; porque, puede ser que aun cuando parece quiso levantar un poco la cabeza, acogiéndose a la libertad de la teología natural, con todo, andando aún vacilante aquél, desde éste también fijase la vista en ella y que esto lo dijo porque no se entienda y crea que sus antepasados u otras ciudades adoraron vanamente a la tierra y a Neptuno. Mas lo que ahora pregunto es: ¿cómo la parte del alma del mundo que se difunde y comunica por la tierra, siendo, como es, una la tierra, no hizo igualmente una diosa, la que en su sentir es Tellus? Y si lo hizo así, ¿dónde estará el Orco, hermano de Júpiter y Neptuno, a quien llaman el padre Plutón? ¿Adónde Proserpina, su mujer, que según otra opinión que se hallaba en los mismos libros, dicen que es, no la fecundidad de la tierra, sino su parte inferior? Si dicen que la parte del alma del mundo, cuando se difunde y comunica por la parte superior de la tierra, hace dios al padre Plutón, y cuando por la inferior hace diosa a Proserpina, la Tellus, ¿qué será? Porque el todo, que era ella, está dividido de tal manera en estas dos partes y dioses, que no puede hallarse quién sea esta tercera y dónde esté, a no ser que diga alguno que juntos estos dioses, Orco y Proserpina, constituyen una diosa, Tellus, y que no son ya tres, sino una o dos; con todo, tres dicen que son, por tres se tienen, tres se adoran con sus aras, con sus templos, con sus sacramentos, con sus imágenes, con sus sacerdotes, y por medio de éstos, también con sus falsos y engañosos demonios, que profanan y abusan de la pobre alma del hombre; pero, respóndanme todavía: ¿por qué parte de la tierra se difunde y comunica la parte del alma del mundo para hacer al dios Tellumón? No da otra contestación, sino que una misma tierra contiene dos virtudes: una masculina, que produce las semillas, y otra femenina, que las recibe y cría, y por eso de la virtud de la femenina se llamó Tellus, y de la masculina, Tellumón; pero supuesta esta doctrina, ¿por qué motivo los pontífices como él lo insinúa, aumentando aún otros dos, sacrifican a cuatro: a Tellus, Tellumón, Altor y Rusor? Ya hemos hablado de la Tellus y de Tellumón, mas ¿por qué se ofrecen víctimas a Altor? Porque, dice, de la tierra se sustenta todo lo que nace. ¿Por qué a Rusor? Porque dice que de nuevo todo vuelve a la tierra. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXIV De los sobrenombres de la tierra y sus significaciones, las cuales, aunque demostraban muchas cosas, no por eso debían confirmar las opiniones de muchos dioses Luego una misma tierra, por estas cuatro virtudes, debía tener cuatrosobrenombres, y no era el caso de crear cuatro dioses, ¿Cómo hay un Júpiter con tantos sobrenombres y un Juno con otros tantos, en todos los cuales, dicen, se hallan diferentes virtudes que pertenecen a un dios o a una diosa, y no muchos sobrenombres que constituyen asimismo muchos dioses? Pero verdaderamente que así como algunas veces aun a las más viles y prostituidas mujercillas les pesa, se cansan y avergüenzan de la canalla que con sus deshonestidades han traído tras sí, de la misma manera el alma que ha dado en ser obscena y se ha sometido al apetito de los espíritus inmundos, cuando al principio gustó más de sensualidad, tanto más en repetidas ocasiones se arrepintió de haber multiplicado dioses para rendírseles, y ser profanada de ellos; porque hasta el mismo Varrón, corrido y avergonzado de la multitud de los dioses, quiere que la tierra, o Tellus, no sea más que una diosa. <A la misma -dice- llaman la gran Madre, asegurando que el tener el tamboril significa que ella es el orbe de la tierra, y las torres en la cabeza, que tiene villas y lugares: que el fingir alrededor de ella asientos es porque moviéndose todas las cosas, ella permanece inmóvil; que el haber dispuesto sirviesen a esta diosa los galos, significa que los que carecen de simiente es menester sigan la tierra porque en ella se hallan todas las cosas; el andar saltando y brincando junto a ella, es una advertencia -dice- a los que labran la tierra para que no se sienten, porque siempre hay que hacer en su cultivo: el sonido de los tamboriles y el ruido que se hace sacudiendo la herramienta y las manos y otras cosas de este jaez significa lo que pasa en la labranza del campo. Es de cobre, porque los antiguos, antes que descubriesen el hierro, la labraban con cobre. Acompáñanla -dice- con un león suelto y manso, para demostrar que no hay pedazo de tierra tan áspero y silvestre que no convenga ararlo y cultivarlo. Después añade y dice que el haber llamado a la madre Tellus con muchos nombres y sobrenombres ha dado ocasión de entender que son muchos dioses. La Tellus -dice- piensan que es Opis, porque obrando, opere, y trabajando en ella con el continuo cultivo se mejora; Madre, porque pare y produce muchas cosas; magna o grande, porque pare y produce el mantenimiento; Proserpina, porque de ella nacen y gracias a ella, como que trepan, Proserpere, las mieses; Vesta, porque se viste de hierbas, y de este modo -dice-, no fuera de propósito, reducen a ésta otras diosas. Luego si es una sola diosa ésta, que, averiguada la verdad, tampoco lo es, ¿para qué la hacen muchas? Sean de una sola tantos nombres y no haya tantas diosas como nombres; pero la autoridad del error en que vivieron sus antepasados les hace mucha fuerza, y al mismo Varrón, después de haber dado este parecer, le hace titubear; porque, añade y dice: «Lo cual no se opone a la opinión de nuestros predecesores acerca de estas diosas, pensando que son muchas.» ¿Y cómo no ha de ser contradictorio, siendo absolutamente distinto tener una diosa muchos nombres o ser muchas diosas? «Con todo, puede ser -dice- que una misma cosa sea una, y en ella algunas cosas sean muchas.» Concedo que en un hombre haya muchas particularidades; ¿luego por esto también habrá muchos hombres? De la misma manera, porque en una misma diosa hay muchas cualidades, ¿acaso por eso ha de haber también muchas diosas? Pero dividan como quieran, junten, multipliquen y vuelvan a multiplicar y a enredarlo todo. Esto son, en efecto, los insignes misterios de Tellus y de la gran Madre, viniendo a reducirse todo su poder a las semillas mortales y corruptibles, y al cultivo de la tierra. ¡Y que sea posible que cuantas sandeces se refieren a éstas y paran en esta limitada potestad, el tamboril, las torres, los hombres castrados o galos, el furioso brincar y sacudir de miembros, el ruido de los cencerros, la ficción de los leones, puedan prometer a ninguno la vida eterna! ¡Y que sea posible que los galos castrados se dediquen al servicio de esa diosa magna, para significar que los que carecen del semen generativo han menester seguir la tierra, como sí, por el contrario, la misma servidumbre no les hiciese tener necesidad de simiente! ¿Por qué cuando sirviendo a esta diosa, o no teniendo simiente la adquieren, o sirviendo a esta diosa teniendo simiente la pierden? ¿Esto es interpretar o desatinar? Y no se advierte y considera lo que han prevalecido los malignos espíritus, que con no haber atrevido a ofrecer con estos ritos cosa ninguna grande, con todo, pudieron pedir cosas tan horribles y crueles. Si la tierra no fuera diosa trabajando los hombres, pusieran las manos en ella, para alcanzar por ella las semillas y no las pusieren cruelmente en sí para perder la simiente por amor a ella. Si no fuera diosa, de tal modo se hiciera fecunda con las manos ajenas, que no obligara a los hombres a hacerse estériles con las suyas propias. CAPITULO XXV Interpretación hallada por la ciencia de los sabios griegos sobre la mutilación de Atis No menciona a Atis ni busca explicación para él. En memoria de su amor se castraba el galo. Pero los griegos doctos y sabios no pudieron callar causa tan santa y esclarecida. El célebre filósofo Porfirio dice que Atis simboliza las flores, por el aspecto primaveral de la tierra, más bello que en las demás estaciones, y que está castrado, porque la flor cae antes que el fruto. Luego no compararon la flor al hombre mismo o a aquella semejanza de hombre llamado Atis, sino a las partes viriles. Estas, en vida de él, cayeron, mejor diría, no cayeron ni se las cogieron, pero sí se las desgarraron. Y, perdida aquella flor, no se siguió fruto alguno, sino la esterilidad. ¿Qué significa este resto de él y qué lo que quedó en el emasculado? ¿A qué hace referencia? ¿Qué interpretación se da de ello? ¿Por ventura sus esfuerzos impotentes e inútiles no hacen ver que debe creerse sobre el hombre mutilado lo que corrió la fama y se dio al público? Con razón soslayó. Varrón este punto y no quiso tocarlo porque no se ocultó a varón tan sabio. CAPITULO XXVI Torpeza de los misterios de la gran Madre Tampoco quiso decir nada Varrón, ni recuerdo haberlo leído en parte alguna, sobre los bardajes consagrados a la gran Madre, injuriosos para el pudor de uno y otro sexo. Aun hoy en día, con los cabellos perfumados, con color quebrado, miembros lánguidos y paso afeminado, andan pidiendo al pueblo por las calles y plazas de Cartago, y así pasan su vida torpemente. Faltó explicación, se ruborizó la razón, y la lengua guardó silencio. La grandeza, no de la divinidad, sino de la bellaquería de la gran Madre, superó a la de todos los dioses hijos. A este monstruo, ni la monstruosidad de Jano es comparable. Aquél tenía deformidad sólo en sus simulacros; ésta tiene en sus misterios deforme crueldad. Aquél tenía miembros añadidos en piedra; ésta los tiene perdidos en los hombres. Este descoco no es superado por tantos y tamaños estupros del propio Júpiter. Aquél, entre corruptelas femeninas, infamó el cielo con solo Ganímedes; ésta, con tantos bardajes de profesión y públicos, profanó la tierra e hizo injuria al cielo. Quizá podamos cotejar a ésta o anteponer a ella en este género de torpísima crueldad a Saturno, de quien se cuenta que castró a su padre. Pero, en los misterios de Saturno, a los hombres les fue hacedero morir a manos ajenos y no ser castrados por las propias. Devoró él a los hijos, según cantan los poetas. De ello los físicos dan la interpretación que quieren. La historia dice simplemente que los mató. Y si los cartagineses les sacrificaban sus hijos, es usanza que no admitieron los romanos. Sin embargo, esta gran Madre de los dioses introdujo en los templos romanos a los eunucos, y conservó esta cruel costumbre en la creencia de que ayudaba las fuerzas de los romanos extirpando la virilidad en los hombres. ¿Qué son, comparados con este mal, los robos de Mercurio, la lascivia de Venus, los estupros y las torpezas de los demás, que citara tomándolo de los libros si no se cantaran y se representaran diariamente en los teatros? ¿Qué son éstos comparados con la grandeza de tamaña bellaquería, sólo pertenencia de la gran Madre? Y esto con el agravante de decir que son ficciones de los poetas, como si los poetas fingieran también que son gratas y aceptas a los dioses. Demos por bueno que el que se canten o se escriba, sea audacia o petulancia de los poetas. Pero el que se añadan por mandato y extorsión de los dioses a las cosas divinas y a sus honras, ¿qué es sino culpa de los dioses, mas aún, confesión de demonios y decepción de miserables? En todo caso, aquello de que la Madre de los dioses mereció culto por la consagración de los eunucos, no lo fingieron los poetas, sino que ellos prefirieron horrorizarse a versificarlo. ¿Quién se ha de consagrar a estos dioses selectos para vivir después de la muerte felizmente, si, consagrado a ellos antes de morir, no puede vivir honestamente, sometido a tan feas supersticiones y rendido a tan inmundos demonios? Todo esto, dice, se refiere al mundo. Considere no sea más bien a lo inmundo. ¿Qué no puede referirse al mundo de lo que se prueba que está en el mundo? Nosotros, empero, buscamos un espíritu que, enclavado en la religión verdadera, no adore al mundo como a su Dios, sino que alabe al mundo como a obra de Dios por Dios, y, purificado de las humanas sordideces, llegue limpió a Dios, Hacedor del mundo. CAPITULO XXVII De las ficciones y quimeras de los fisiólogos o naturales, que ni adoran al verdadero Dios, ni con el culto y veneración con que se le debe adorar Cuando considero las mismas fisiologías o exposiciones naturales con que los hombres doctos e ingeniosos procuran convertir las cosas humanas en divinas, advierto que no pudieron revocar o atribuir cosa alguna sino a obras temporales y terrenas y a la naturaleza corpórea que, aunque invisible, con todo es mudable, cuyo defecto no se halla en el verdadero Dios. Y si esto lo aplicaran a la religión con significaciones siquiera convenientes (aunque fuera lastimoso, porque con ellas no se daría noticia exacta, ni publicaría el nombre de Dios verdadero), con todo en alguna manera fuera tolerable, viendo que no se hacían ni se prescribían preceptos tan abominables y torpes; pero ahora, siendo como es una acción impía y detestable que el alma adore por verdadero Dios (con que sólo morando él en ella es dichosa y bienaventurada) al cuerpo o alma, ¿cuánto más nefando será tributar culto a estas sustancias, para que el cuerpo y el alma del que si las adora no alcance salud ni gloria humana? Por lo cuál, cuando se adora con templo, sacerdote y sacrificio (honor que sólo se debe al verdadero Dios) algún elemento del mundo, o algún espíritu criado, aunque no sea inmundo y malo, no por eso es malo, porque son malas las ceremonias con que lo adoran, sino porque son tales que con ellas sólo se debe adorar a Aquel a quien se debe, tal culto y religión. Y si alguno opinase que adora a un solo Dios verdadero, esto es, al creador de todas las almas y cuerpos con disparates y monstruosidades de imágenes, con sacrificios de homicidios, y con fiestas de juegos y espectáculos torpes y abominables, no por eso peca, por cuanto no debe adorarse al mismo que adora, sino porque tributa culto al que deben reverenciar, no como se debe venerar; y el que con semejantes obscenidades; esto es, con obras torpes y obscenas, adorare al verdadero Dios no peca precisamente porque no deba ser adorado aquel a quien adora, sino porque no le adora como debe; pero, en cambio, él, con tales torpezas, adora no al verdadero Dios, es decir, al autor del alma y del cuerpo, sino a la criatura (aunque no sea mala; ya ésta sea alma, ya sea cuerpo, ya sea juntamente alma y cuerpo), dos veces peca contra Dios; lo uno porque adora por Dios a lo que no es dios, y lo otro porque le adora con tales ritos con los que no se debe adorar ni a Dios ni a los que no es Dios; pero en qué términos, esto es, cuán torpemente hayan tributado adoración éstos a las mentidas deidades, fácil es conocerlo. Y qué hayan adorado, y a quienes, seria dificultoso indagarlo, si no dijeran sus historias cómo ofrecieron a sus dioses (pidiéndoselo ellos con amenazas y terrores) aquellos mismos holocaustos y ceremonias que confiesan por abominables y torpes; y así, quitados los rodeos, resulta que con toda esta teología civil, han convidado e introducido a los impíos demonios e inmundos espíritus en las necias y vistosas imágenes, y por ellos igualmente en los estúpidos corazones para que, los posean. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXVIII Que la doctrina que trae Varrón sobre la teología no es consecuente consigo misma ¿Qué utilidad se sigue de que el docto e ingenioso Varrón procure, y no pueda, con una sutil y delicada doctrina reducir todos estos dioses al cielo y a la tierra? Sin duda se le van de las manos, se le deslizan, se le escapan y caen; porque habiendo de tratar de las hembras, esto es, de las diosas, dice: ¿Cómo insinué en el primer libro de los lugares, donde hemos considerado dos principios y orígenes que traen los dioses del cielo y de la tierra, por lo que éstos unos se dicen celestes y otros terrestres, así como arriba principiamos por el cielo cuando tratamos de Jano, que unos dijeron era el cielo, otros el mundo, así, hablando de los hombres, empezaremos a escribir de la tierra.» Bien advierto cuán penosa molestia es la que padece tal y tan elevado ingenio, dejándose arrastrar de una razón verosímil, «mediante la cual sostiene que el cielo es el que hace, y la tierra la que padece»; y por eso atribuye al uno la virtud masculina y a la otra la femenina, sin reflexionar que el que hizo hados a ambos es el que desempeña todas estas funciones con su virtud propia. Conforme a esta exposición, interpreta en el libro precedente los famosos misterios de los Samotraces, diciendo: «Declarará y escribirá algunas particularidades de que no tienen noticia ni aun los suyos, a quienes casi religiosamente promete enviárselas, porque insinúa allí que él ha deducido, por muchos indicios que ha visto en las estatuas, que una cosa significa el cielo, otra la tierra, otras los ejemplos o dechados de las cosas que Platón llamó ideas. Por el cielo quiere se entienda Júpiter, por la tierra Juno, por las ideas Minerva, estableciendo igualmente que el cielo es el que hace o el principal agente, la tierra de quien se forma la idea según la cual se hace.» Sobre este particular no quiere decir, como afirmó Platón, «que estas ideas tienen tanta virtud que el cielo, conforme a ellas, no sólo obró en la producción de otros seres, sino que fue hecho también el mismo cielo». Lo que digo es que este autor en el libro de los dioses selectos destruyó la razón relativa a los tres dioses con que había casi abarcado toda su idea, por cuanto al cielo atribuye los dioses masculinos, los femeninos a la tierra, entre los cuales puso a Minerva, a quien la había colocado anteriormente sobre el mismo cielo. Asimismo Neptuno, que es dios varón, reside en el mar, el cual pertenece más a la tierra que al cielo; finalmente, del padre Ditis, que en el lenguaje griego se llama Plutón, también varón, hermano de ambos, dicen es dios terrestre, que preside la parte superior de la tierra, y en la inferior tiene a su mujer, Proserpina. ¿Acaso no es un medio extraordinario y ridículo el que usa para reducir los dioses al cielo y las diosas a la tierra? ¿Qué tiene este discurso de sólido, qué de constante, de cordura, de resolución y certeza? En efecto: la Tellus o tierra es el principio y origen de las diosas, es a saber, la gran Madre con quien anda la turba de los espíritus abominables y torpes, los afeminados, bardajes castrados, los que se cortan y laceran los miembros, los que andan saltando y brincando alrededor de ella como dementes y atolondrados. ¿A qué viene decir que es cabeza de los dioses Jano, y de las diosas la tierra, si ni allá constituye una cabeza el error, ni acá la hace sana y cuerda el furor? ¿Para qué procuran en vano reducir estas supuestas cualidades al mundo como si se pudiera adorar al mundo por verdadero dios O a la criatura por su creador? Si una verdad manifiesta los deja plenamente convencidos de que nada pueden sobre este punto, refieran solamente tales patrañas a los hombres muertos y a los malvados demonios, y no habrá más pleitos. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXIX Que todo lo que los fisiólogos y filósofos naturales refieren al mundo y a sus partes lo debían referir a un solo Dios verdadero Porque todo cuanto estos escritores insinúan de tales deidades, como fundados en razones físicas y naturales, lo refieren al mundo: seguramente que sin escrúpulo de sentir sacrílegamente lo podemos atribuir con más justa razón al verdadero Dios, que hizo el mundo y es el Criador de todas las almas y cuerpos, y se puede advertir mediante este raciocinio. Nosotros adoramos a Dios, no al cielo ni a la tierra, de los cuales consta este mundo, ni alma ni a las almas que se hallan repartidas entré todos y cualesquiera vivientes, sino a Dios, que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto hay en ellos, el cual creó todas las almas, así las que viven y carecen de sentido y de razón, como las que sienten y usan también de la razón IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXX Cómo se distingue el criador de la criatura para que no se adoren por uno tantos dioses cuantas son las obras de un mismo autor Empezando a discurrir ya por los efectos, o por las obras admirables de Dios, que es uno solo y verdadero, por respeto de las cuales, mientras procuran éstos, como con cierta honestidad, interpretar ritos torpes y abominables, vienen a multiplicar y a establecer muchos dioses, y todos falsos; nosotros adoramos a aquel Dios que a las naturalezas que crió las dio los principios y fines de su sustancia y movimiento; a Aquel que tiene en su mano, conoce y dispone las causas de las cosas; a Aquel que crió la virtud de las semillas, formó el alma racional para que le sirviese a sus inescrutables designios; les dio el uso y facultad de hablar; repartió a los espíritus que fue su voluntad el singular don de vaticinar lo venidero, y por medio de quienes quiera ¿las dice, y por medio de las personas que son de su agrado destierra las enfermedades; a Aquel que preside también riguroso cuando conviene castigar y corregir el linaje humano, en los principios, progresos y fines de las mismas guerras; a Aquel que no sólo crió, sino que también gobierna el vehemente y violento fuego de este mundo conforme al temperamento de la inmensa naturaleza: que es criador y gobernador de todas las aguas: que hizo el sol, astro el más resplandeciente de todas las luces corpóreas que se ven en el hemisferio, comunicándole virtud y movimiento conforme a su esfera; que hasta a los mismos condenados al infierno no niega su dominio y potestad; que sustituye y concede a las cosas mortales y caducas sus simientes, alimentos, así secos como líquidos; que fundó la tierra y la fecunda; que reparte sus frutos a las bestias y a los hombres; que conoce y ordena las causas, no sólo principales, sino también las subsiguientes o accesorias; que dio a la luna su curso y movimiento; que suministra con las mutaciones de los lugares los caminos por el cielo y por la tierra; que a los entendimientos humanos que crió les concedió también para el auxilio y alivio de su vida y naturaleza una noticia exacta y conocimientos de varias ciencias y artes; que a las sociedades y familias de los hombres concedió para los usos ordinarios e indispensables el beneficio del fuego de la tierra, de que se pudiesen servir en los hogares y en las luces. Estos son, en efecto, los cargos que el ingenioso y erudito Varrón, fundado en ciertas interpretaciones físicas y naturales, o tomadas de otro, o halladas por su propia conjetura, anduvo indeciso y confuso para distribuirlos y repartirlos entre los dioses escogidos. Y estas admirables obras son las que hace y en las que entiende Aquel que es un solo Dios verdadero; aunque este mismo Dios, así como está dondequiera, todo, sin estar encerrado en ningún lugar, ni atado o ceñido a una sola cosa, sin ser divisible en partes y de ninguna parte mudable, llena el cielo y la tierra con su presente omnipotencia. Y así, sin estar ausente su naturaleza, también administra todo lo que crió con tan particular sabiduría, que a cada cosa la deja ejercer libremente y ejecutar sus acciones propias; porque aun cuando no puede haber cosa alguna sin él, no obstante ninguna es lo que él. Hace también muchas cosas por medio de los ángeles; pero si no es consigo propio, no hace felices a los ángeles; por lo mismo, aunque por algunas causas ocultas envía ángeles a los hombres, con todo, no hace felices a los hombres con los ángeles, sino consigo propio, como a los ángeles. De este solo y verdadero Dios esperamos nosotros la vida eterna. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXXI De qué beneficios de Dios gozan propiamente los que siguen la verdad, además de los que a todos comunica la divina liberalidad Por cuanto nosotros, además de estos beneficios comunes, que por medio de esta recta administración y gobierno del mundo (del cual ya hemos dicho algunas particularidades), distribuye este gran Dios a los buenos y a los malos, tenemos de su Divina Majestad un indicio seguro y propio de los justos, del grande amor que nos profesa; aunque no podamos darle las debidas gracias por el ser que tenemos, de que vivimos, de que vemos el cielo y la tierra, de que tenemos entendimiento y razón, con que podemos buscar a este mismo que crió todas las cosas, debemos, sin embargo, corresponderle agradecidos, observando exactamente su santa ley; pero de que estando nosotros cargados y sumergidos en horribles pecados, sin dedicarnos, como debiéramos, a la contemplación de su luz, ciegos de amor y afición a las tinieblas, esto es, al pecado, no nos haya desamparado y dejado del todo, antes más bien nos haya enviado a su Unigénito, para que haciéndose hombre por nosotros y padeciendo afrentosa muerte conociésemos cuánto estima Dios al hombre; nos purificásemos con aquel incruento sacrificio de todas nuestras culpas e infundiendo con su espíritu en nuestros corazones su inefable amor, superadas todas las dificultades, viniesen a conseguir el descanso eterno y a gozar de la inmensa dulzura de su contemplación y visión beatífica. ¿Qué corazones, qué lenguas pretenderán ser bastantes para darle las debidas gracias? IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXXII Que el misterio de la redención de Jesucristo nunca faltó en los siglos pasados, y que siempre se predicó y manifestó con diversas figuras y significaciones Este misterio de la vida eterna viene de atrás, y ya desde el principio de la creación del hombre se predicó por ministerio de los ángeles, a quienes convenía, por medio de ciertas señales y ritos acomodados, a aquellos tiempos. Después se juntó el pueblo hebreo bajo una cierta forma de República que prefiguró este oculto sacramento, donde parte por algunos que lo entendían y parte por otros que eran incapaces de comprenderlo, se anunció todo cuanto por la venida de Cristo hasta ahora ha sucedido y en adelante ha de suceder. Después se derramó esta nación entre los gentiles, mediante el incontrastable testimonio de las escrituras, donde estaba profetizada la salud eterna por medio de Jesucristo. Porque no sólo las profecías que en el sagrado texto se escriben, ni tampoco solamente los preceptos que conforman la vida y la piedad, y se expresan en aquellos libros, sino también los sacramentos, los sacerdotes, el Tabernáculo o templo, los altares, los sacrificios, las ceremonias, los días festivos y todo lo demás perteneciente al culto que se debe a Dios, que en griego, propiamente, se llama latría, nos significaron y anunciaron todo aquello que para la vida eterna de los fieles creemos que se ha cumplido en Cristo, vemos que se cumple y esperamos que se ha de cumplir. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXXIII Que sólo por medio de la Religión cristiana se pudo descubrir el engaño de los malignos espíritus que gustan del error en los hombres Por esta religión, verdadera y única, se pudo descubrir que los dioses de los gentiles eran sumamente impuros y unos obscenos demonios, que con ocasión de algunas personas difuntas, y so color de las criaturas humanas, procuraron los tuviesen por dioses, gustando con detestable y abominable soberbia de los honores casi divinos, que no eran otra cosa que un complejo de acciones criminales y nefandas, envidiando a los hombres la conversión a su verdadero Dios. De cuyo cruel e impío poder y dominio se libró el hombre, creyendo sinceramente en Aquel que para levantarnos nos dio un ejemplo de humildad tan especial, cuanto fue mayor la soberbia por la que ellos cayeron destronados. Del número de éstos son no sólo aquellos de quienes hemos ya referido varias particularidades y otras semejantes que han infestado las demás naciones y provincias, sino también de que ahora tratamos, como escogidos para componer el Senado de los dioses, y a la verdad elegidos por la grandeza y publicidad de sus culpas no por la dignidad y méritos de sus virtudes, cuyos misterios, procurando Varrón reducirlos a razones naturales, buscando cómo dar un color honesto a las acciones torpes, no acaba de hallar cosa que le cuadre ni convenga, porque las causas que imagina, o, por mejor decir, quiere que se imaginen, no son causas de aquellos sacramentos. Porque si lo fuesen, no sólo éstas, sino también otras cualesquiera de esta especie, aunque no perteneciesen al verdadero Dios y a la vida eterna, que es la que en religión se debe buscar únicamente, con todo, dando cualquiera razón de la naturaleza de las cosas, mitigarían algún tanto la ofensa y escándalo que había causado su imponderable torpeza y desvarío, no entendido en la celebración de sus sacramentos, como lo procuró hacer el mismo Varrón en algunas fábulas teatrales o en los misterios de los templos, donde no con la semejanza de os templos dio por buenos los teatros, sino antes con la semejanza de los teatros condenó los templos; sin embargo, como quiera procuró aplacar el sentido ofendido y escandalizado con las obscenidades que le causaban horror, dando la razón a las causas naturales. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXXIV De los libros de Numa Pompilio, los cuales mandó quemar el Senado por que no se publicasen las causas que en ellos se contenían de los ritos Con todo, por el contrario, descubrimos (como el mismo docto autor lo escribe, citando los libros de Numa Pompilio), que no se pudieron tolerar de ningún modo las causas que allí se dan de los misterios de sus dioses, y no sólo las tuvieron por dignas de que, leyéndolas, viniesen a noticia de personas religiosas, pero ni aun quisieron que escritas se guardasen en el archivo de las tinieblas; por lo mismo quiero ya decir lo que prometí explicar en su propio lugar, en el libro III de esta obra. Porque, según refiere el mismo Varrón en el libro del culto de los dioses: «Cierto hombre, llamado Terencio, poseía una heredad en el Janículo, y un quintero suyo, arando con sus bueyes junto a la sepultura de Numa Pompilio, extrajo con el arado, debajo de la tierra, los libros donde estaban escritas las causas de los ritos que había instituido este monarca; y trayéndolos a la ciudad los entregó al Pretor, el cual, leyendo los títulos, pareciéndole asunto de importancia, los remitió al Senado, donde habiéndose leído algunas causas principales porque cada rito se había establecido en la religión, el Senado siguió el parecer del muerto Numa, y, como buenos religiosos, los senadores decretaron que el Pretor mandase quemar aquellos libros. Crea cada uno lo que él imagina, o, por mejor decir, cualquier famoso defensor de tan grande impiedad diga lo que le impele a decir su furiosa obstinación. A mí me basta advertir que las causas de los ritos que escribió el rey Pompilio, fundador de los misterios y religión de los romanos, fueron tales, que no convino tuviesen noticia de ellas ni el pueblo, ni el Senado ni aun los mismos sacerdotes, como también que el mismo Numa Pompilio, con curiosidad ilícita y supersticiosa, llegó a saber y penetrar aquellos secretos de los demonios, los cuales, aunque los escribió para avisarse a sí mismo con su lectura, sin embargo, con ser rey que a nadie temía, ni se atrevió a enseñarlos a sus vasallos, ni a destruirlos borrándolos o consumiéndolos del todo; de suerte que lo que quiso que ninguno lo supiese por no instruir a los hombres en máximas obscenas y nefandas, y lo que temió violar por no provocar contra sí la ira de los dioses, lo enterró y sepultó donde le pareció más seguro, no creyendo que podía llegar el arado a su sepultura; pero temiendo el Senado condenar la religión de sus antepasados, y hallándose por esto forzado a seguir el parecer de Numa, con todo, reputó aquellos libros por tan perniciosos, que no quiso mandar se volviesen a enterrar (porque la curiosidad humana no diese con más vehemencia en buscar lo que ya se había divulgado), sino que las llamas consumiesen tan abominables memorias, pareciéndole era ya necesario celebrar aquellos ritos, tuvo por más tolerable el error, todas las veces que se ignorasen sus causas, que no el permitir se supiese públicamente, lo cual era exponerse a que se alborotase y turbase la ciudad. IR A CONTENIDO . . CAPITULO XXXV De la hidromancia con que anduvo engañado Numa, viendo algunas imágenes de los demonios Por cuanto aun al mismo Numa (como no tuvo ningún profeta de Dios, ningún ángel santo que le ilustrase) le fue preciso usar de la hidromancia para poder ver en el agua las imágenes de los dioses, o, por mejor decir, los engaños de los demonios, y así le instruyesen en lo que debía ordenar y observar acerca de la religión. “Este modo de adivinar, dice el mismo Varrón, que vino de Persia, del cual usó Numa, y después el filósofo Pitágoras, donde no sin intervención de sangre dice que se hacen sus preguntas a las sombras infernales, y añade que en griego se llama Necromancia”; la cual, ya se llame hidromancia o necromancia, es lo mismo que adonde aparecen, o parece que adivinan los muertos. Con qué arte se ejecute, examinen lo ellos; porque no intento indicar que estas artes, aun antes de la venida de nuestro Salvador, entre los mismos gentiles se solían prohibir con leyes rigurosas y castigarlas con severísimas penas. No quiero, digo, indicarlo, porque acaso entonces se permitían y eran lícitas semejantes especulaciones; pero es indudable que con estas artes aprendió Pompilio aquellos ritos de la religión, cuyo ejercicio divulgó y cuyas causas enterró; por eso se receló él mismo de lo que aprendió, y el Senado quemó los libros en que se contenían estas necedades; en esta inteligencia, ¿para qué Varrón me quiere alegar no sé qué otras causas, al parecer físicas de aquellos ritos; que si los insinuados libros se hallaran, sin duda no los quemaran; ni acaso estos que escribió y dedicó Varrón al pontífice Cayo César y dio a luz tampoco los quemaran los senadores si realmente las contuvieran? Así que, por haber descubierto Numa Pompilio el agua con que hacía la hidromancia, por eso se dice que tuvo por mujer a la ninfa Egeria, como se declara en el libro de Varrón arriba citado. De este modo, la verdad de las cosas, mezclándola con mentiras se suele convertir en fábulas. En aquella hidromancia, aquél curiosísimo rey romano aprendió los ritos que habían de conservar, los pontífices en sus libros y a las causas de ellos, las cuales, a excepción de él, quiso que ninguno las supiese; y, así, habiéndolas escrito separadamente, hizo en cierto modo que muriesen y acabasen consigo, cuando procuró desterrarlas del conocimiento de los hombres y sepultarlas. En dichos libros, o había tan abominables y perjudiciales máximas de que gustaban los demonios (que por ellas se advertía cómo toda la teología civil era maldita, aun en sentir de los que en los mismos misterios habían recibido tantas nociones vergonzosas y abominables), o se descubría que no era otra cosa que hombres muertos todos aquellos que casi todas las naciones, por una dilatada serie de siglos, habían creído eran dioses inmortales, supuesto que se complacían igualmente de semejantes ritos los mismos demonios, que con la vana apariencia de falsos portentos se suponían y entrometían allí para que los adorasen por los mismos muertos a quienes ellos habían procurado fuesen reputados por dioses. Pero, por oculta providencia del verdadero Dios, sucedió que, estando en gracia y reconciliados con su amigo Pompilio, por medio de aquellas artes con que se pudo ejercer la hidromancia, se les permitiese que le confesasen con claridad todas, aquellas patrañas, y, con todo, no se les permitió le advirtiesen que cuando muriese procurase antes quemarlas que enterrarlas, pues para que no se supiese no pudieron ni impedir al arado que las extrajo afuera, ni la pluma de Varrón, por cuyo medio llegó hasta nuestros tiempos la noticia circunstanciada de cuánto pasó sobre este asunto; siendo, como es, sabido que no pueden ejecutar lo que no se les permite, sin embargo, se les permite en muchas ocasiones, por alto y justo juicio del sumo Dios, por los pecados de aquellos respecto de quienes es conveniente que solamente los aflijan o también los sujeten y engañen; y cuán pernicioso y ajeno del culto del verdadero Dios pareció lo que se contenía en aquellos libros, se puede inferir de la providencia del Senado, que más quiso quemar lo que Pompilio había escondido que temer lo que temió él mismo, que no pudo atreverse a practicar una acción tan generosa. El que no desea tener en la vida futura vida feliz, ni en la presente una verdaderamente piadosa y religiosa, con tales misterios busque la muerte eterna; pero el que no quiere tener comunicación con los malignos demonios, no tema la perniciosa superstición con que son adorados, sino reconozca la verdadera religión con que se descubren y vencen.



 
Hoy habia 163 visitantes (289 clics a subpáginas) ¡Aqui en esta página!
Altarcatolico. Todos los derechos sobre marca, nombre, logos reservados. Revisión 05/06/16. Próxima revisión 01/06/26.

AltarCatolico. Todos los Derechos Reservados. 2004

Este sitio web fue creado de forma gratuita con PaginaWebGratis.es. ¿Quieres también tu sitio web propio?
Registrarse gratis