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el apokalipsis segun leonardo castellani

Título: El Apocalipsis según Leonardo Castellani
Autor: R. P. Alfredo Sáenz, S. J.
Fuente: El fin de los tiempos y seis autores modernos

Contenido:
Introducción
I. Apocalipsis y la Teología de la Historia
1. Tipo y Antitypo
2. El estilo profético
3. Los signos de los tiempos
II. Las reluctancias frente al Apocalipsis
III. El Apocalipsis como drama
1. Cristo y El Dragón
IV. La victoria de Cristo y el Milenio
1. El Caballero del Blanco Corcel
2. La Primera Resurrección
3. El Milenio
a. El Séptimo Milenio
b. Tipos de Milenismo
c. El Reino de Cristo
V. El último remezón
VI. Ni optimismo ni pesimismo, sino esperanza
Obras consultadas


Introducción

En nuestro libro El fin de los tiempos y seis autores modernos (Asociación pro-cultura occidental, A.C., Guadalajara 1962, 402 pgs.), expusimos el pensamiento sobre este tema en los escritores Dostoiewski, Soloviev, Benson, Thibon, Pieper y Castellani. En esta breve obra presente reproducimos sólamente el último capítulo, que expone lo que el P. Leonardo Castellani nos dice acerca de las ultimidades de la historia.

Los cuatro primeros pensadores aludidos, Dostoievski, Soloviev, Benson y Thibon, se expresaron prevalentemente mediante el recurso literario, sin dejar de lado, por cierto, las cosas que de los tiempos postreros se leen en el Apocalipsis. En lo que toca a Josef Pieper, investigó el mismo tema desde el punto de vista filosófico-teológico. El P. Castellani, que cita frecuentemente a algunos de los autores nombrados, apelará a los dos expedientes, el del novelista y el del teólogo. Lo que en algunas de sus obras nos lo dice de manera novelada, lo reitera en otras de modo más sistemático.

Para muchos, señala nuestro autor, el Apocalipsis es un libro enigmático, prácticamente hermético, y por consiguiente resulta inútil leerlo. Pero cuesta pensar que Dios haya legado a su Iglesia una revelación tan impresionante -«Apocalipsis» significa descubrimiento, develación-, sabiendo que resultaría inaccesible al entendimiento de la mayoría. Un enigma insoluble es lo contrario de una revelación. Castellani se abocará a su interpretación, con la ayuda de la gran tradición patrística de la Iglesia, y de autores más recientes como Newman, Billot, Benson y Pieper. Los Padres vieron mucho, sin duda, pero en cierto modo nosotros podemos ver más, encaramados sobre sus hombros y con la experiencia de los hechos que ya han sucedido o que se van volviendo predecibles.

Por otra parte, el mundo actual se muestra ansioso de atisbar el futuro que la historia le depara. Nada de extraño, ya que semejante inquietud se suele acrecentar en las épocas tempestuosas y preñadas de amenazas. ¿A dónde se dirige el acontecer histórico?, se preguntan todos. De ahí el pulular de falsas profecías, de apariciones insólitas, de pronósticos peregrinos. Por eso hoy se vuelve más apremiante que nunca poner sobre el tapete el gran tema de la esjatología. A decir verdad, algunas de las interpretaciones que nos ofrecerá el genial Castellani son muy personales y no estamos obligados a hacerlas nuestras. Con todo, sus intuiciones resultan frecuentemente brillantes y, según decíamos, se respaldan en el aval de grandes pensadores.

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I. El Apocalipsis y la Teología de la Historia

Un primer aspecto que estudia nuestro autor es la relación del Apocalipsis con lo que se ha dado en llamar «el sentido teológico de la historia».

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1. Typo y Antitypo

Entre los discursos de Cristo que consigna el Evangelio se encuentra el denominado «Discurso Esjatológico». Allí el Señor anunció que hacia el fin de los tiempos estallaría una gran tribulación, tras la cual Él reaparecería, lleno de poder y majestad. En el transcurso de dicho sermón, encontramos esta afirmación tan categórica como desconcertante: «En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todas estas cosas sucedan. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 30-31). Aquellos que lo oían murieron y, sin embargo, no llegó el anunciado fin de los tiempos. ¿Se equivocó Cristo? Castellani juzga que acá se esconde la clave que explica el sentido de la interpretación profética. Toda profecía se desenvuelve en dos planos y se refiere a la vez a dos sucesos: uno próximo, llamado typo, y otro remoto, llamado antitypo. El profeta describe sucesos lejanísimos, para los cuales hasta las palabras resultan deficientes, pero proyectándolos analógicamente desde sucesos cercanos. «El profeta se interna en la eternidad desde la puerta del tiempo y lee por transparencia trascendente un suceso mayor indescriptible en un suceso menor próximo; es el modo que existe también analógicamente en los grandes poetas».

De este modo Isaías profetizó la redención de la humanidad en la liberación del pueblo judío del cautiverio babilónico, así como San Juan describió la Segunda Venida en la destrucción de la Roma imperial, y el mismo Cristo previo el fin del mundo en la caída de Jerusalén. Cuando, pues, dijo «no pasará esta generación sin que»… se refería a la vez a los apóstoles allí presentes, con referencia al typo, que es el fin de Jerusalén; y también a la descendencia de los apóstoles, con referencia al antitypo, el fin del mundo. Los apóstoles vieron el fin de Jerusalén, la Iglesia verá el fin del mundo. Así lo puso en claro un gran teólogo, el Cardenal Billot, en su libro La Parousie, donde afirma que el profeta ve el futuro lejano e inescrutable a la luz o por transparencia de un suceso cercano, también futuro, pero más inteligible y obvio. O, si se quiere, en el caso del Apocalipsis, percibiendo el vidente los tiempos propiamente parusíacos, profetiza en esquema todos sus prolegómenos y su germinación histórica latente en las tres primeras visiones que resumen cabalmente la historia de la Iglesia en forma simbólica: el Mensaje a las Siete Iglesias, los Siete Sellos y las Siete Tubas.

El mismo San Juan afirma en el Apocalipsis que la Parusía -palabra griega que aplicada a Cristo significa su presencia justiciera en la historia humana- está cerca. Lo hace desde el comienzo, cuando titula el libro «Revelación de Jesucristo para manifestación de lo que ha de suceder pronto» (Ap 1, 1), hasta el final, donde reiteradamente le hace repetir a Cristo: «Mira, vengo pronto» (Ap 22, 7.12.20).

Digamos una vez más que Cristo no se equivocó. Porque, como señala Castellani, este «vengo pronto» puede ser entendido de tres modos. Ante todo trascendentalmente, en cuanto que el período histórico de los últimos días, o sea el tiempo que corre de la Primera a la Segunda Venida será muy breve, cotejado con la duración total del mundo. Según una antigua tradición judeo-cristiana, «este siglo», es decir, el tiempo que va desde Adán al Juicio Final, tendría una duración de siete milenios, a semejanza de los siete días de la creación: dos milenios corresponden a la Ley Natural, dos milenios a la Ley Mosaica, dos milenios a la Ley Cristiana, siendo el último milenio el de «los tiempos finales», el domingo de la historia, la época parusíaca de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Así, pues, en un sentido trascendental, Cristo pudo decir con verdad que su Segunda Venida estaba cerca.

En segundo lugar, la promesa «vengo pronto» puede ser entendida místicamente, en el sentido de que todos debemos considerarnos próximos al juicio en razón de la muerte, que puede sobrevenir en cualquier momento, resultando siempre sorpresiva e inesperada para las expectativas e ilusiones humanas. La pedagogía de Cristo en el Evangelio fue siempre alertar sobre el carácter imprevisto que tiene la muerte para cada uno de los hombres: «Necio, esta misma noche morirás. Lo que has juntado, ¿para quién será?» (Lc 12, 20). Y no sólo respecto de los hombres individuales sino también en un sentido más universal: «Como sucedió en los días de Noé -dijo Jesús-, así será también en los días del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos… Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste» (Lc 17, 26-27.30). Lo sensato será, pues, pensar que el fin está siempre cerca, para tener aceite en el candil, como las vírgenes prudentes.

Por fin la expresión «vengo pronto» puede ser interpretada literalmente. Porque ese «pronto» de Cristo, un presente justiciero, se cumplió al poco tiempo en la destrucción de Jerusalén, y luego en el derrumbe del Imperio Romano, los dos typos del fin del siglo, o sea, el término del ciclo. Se cumplió en su primera fase para los contemporáneos del Señor, y se cumplirá quizá en su forma plenaria para nosotros, que pensamos menos en los fines últimos que los primeros cristianos, siendo que estamos más cerca que ellos.

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2. El estilo profético

Hay exégetas que han interpretado la totalidad del Apocalipsis en un sentido alegórico, lo que se presta a las más fabulosas fantasías. San Agustín y Santo Tomás dejaron una regla de oro para la interpretación de las Escrituras en general, y es que todo lo que en ellas se puede entender en sentido literal, debe ser así comprendido. Por cierto que «literal» no se contrapone a «simbólico». El Apocalipsis es un conjunto de símbolos plásticos, según se estila en todas las literaturas primitivas. Como sabemos, símbolo es una cosa o imagen concreta de algo que no se ve; por ejemplo, el anillo del obispo representa su autoridad. Alegoría, en cambio, es una imagen concreta de un concepto abstracto, como la barquilla del poema de Lope representa la vida humana. Las visiones del Apocalipsis son, por cierto, metafóricas, y no pueden entenderse en un sentido «literalísimo», pero sí en un sentido literal-simbólico. En razón de la teoría del typo y el anti-typo, dicho sentido es doble. Así la Primera Bestia puede significar simultáneamente a Nerón y al Anticristo, la Mujer calzada de luna a la Iglesia y al pueblo de Israel, la Gran Ramera a la Roma Pagana y a la ciudad que será la capital del Anticristo…

El tema central del Apocalipsis es la persecución de los fieles y el triunfo final de Cristo y de la Iglesia. En torno a dicho asunto se concentran las diversas visiones, que se desenvuelven tanto en el cielo como en la tierra y su tiempo histórico, con la ayuda de símbolos plásticos, como la Bestia, la Mujer Coronada, la Gran Ramera, los Dos Testigos. Su género literario tiene algo de polifonía: los espectáculos celestiales se conjugan con las diversas intervenciones de Dios en las vicisitudes religiosas de la historia humana. La contemplación del Trono divino abre la trama del texto sagrado, le confiere un marco litúrgico en toda su extensión, y la clausura en la última visión de la Jerusalén celestial. Mientras tanto, los hombres se debaten en el devenir de la historia. Y así «el autor de este drama divino se mueve continuamente del cielo a la tierra y otra vez al cielo, hasta que la tierra y el cielo quedan unidos y como compenetrados, nuevos cielos y nueva tierra, la Jerusalén Celeste».

La gran dificultad para penetrar en el sentido del Apocalipsis es su estilo. No debe ser interpretado, señala Castellani, como si se tratase de una historia lineal, sino según las leyes propias del hablar profético. Como se sabe, en el Apocalipsis encontramos diversos septenarios: el de las Iglesias, que examina los diversos estadios de la historia de la Iglesia; el de las Trompetas o Tubas, que recorre las sucesivas herejías que se han ido manifestando en el curso de los siglos, hasta la última; el de los Sellos, que describe la curva del progreso y de la decadencia del cristianismo en el mundo; el de las Copas o Redomas, que preanuncia las calamidades de los tiempos postreros, los castigos de Dios a la Gran Apostasía. Dichos septenarios siguen un método recapitulatorio, es decir, en algún momento el escritor detiene su relato y vuelve atrás en una nueva visión; cuando se acerca a la Parusía, recomienza en una inesperada perspectiva, o desde un punto más cercano a ella. La marcha no es así recta ni lineal, sino en espiral. Es el mismo tema general visto desde diferentes enfoques, «sinfonizado» por visiones que lo van explicando cada vez más, hasta la visión de la Jerusalén celestial, que es el objeto y término de las otras. Como dice San Victorino mártir, autor del siglo III: «No hay que buscar en el Apocalipsis el orden [cronológico] sino el sentido». Y San Agustín: «Con muchas palabras repite la misma cosa, cuando procura decir lo mismo de otra manera». Por lo que no hay que perder de vista el sentido de la imagen total.

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3. Los signos de los tiempos

De lo que se trata es, fundamentalmente, de percibir los signos de los tiempos. Como Castellani le hace decir al protagonista de su novela teológica Los papeles de Benjamín Benavides: «La Venida Segunda es imprevisible y es previsible a la vez… Es imprevisible desde lejos y en cuanto al tiempo exacto; pero a medida que se aproxime se irá haciendo… no diré cierta, pero sí, como dicen, «inminente». Se olerá en el aire, como las tormentas; pero no por todos, ciertamente, sino por muy pocos».

Le pasa al Apocalipsis lo que a todos los libros proféticos, que sólo se vuelven claros a medida que se van cumpliendo las profecías. Es natural que habiendo pasado dos mil años desde la Primera Venida, y encontrándonos nosotros más cerca del fin de la historia, estemos más capacitados para entender mejor las cosas relativas a las ultimidades. Por eso algunos autores de los tiempos recientes han logrado inteligir los hechos con más claridad que los mismos Padres de la Iglesia, si bien en continuidad con ellos. Cuando una profecía se cumple, entonces todos aquellos que la guardan en su corazón creyente, y solamente ellos, ven con claridad que no podía ser de otra manera.

Al igual que Pieper, Castellani observa cómo algunas de las cosas anunciadas en el Apocalipsis, que antaño pudieron parecer irrealizables y hasta ridículas, hoy se las ve como perfectamente posibles. Hace sólo un siglo Renan se permitía burlarse del apóstol Juan y de su «imaginación oriental delirante y desmesurada», tan diferente del sereno equilibrio y elegante compostura de la imaginación griega. «¡Un ejército de doscientos millones de hombres!», dice con sorna, aludiendo a Ap 9, 16. Pues bien, en la última guerra ha habido cerca de doscientos millones de combatientes, contando los obreros de las fábricas de armas. ¡Ciudades enteras que se derrumban en un instante y se convierten en ruinas! ¡Fuego que cae del cielo! Todo ello es hoy factible con las bombas nucleares. ¡La imagen de la Bestia que se ve en todo el mundo! Hoy es posible por la televisión satelizada. Renan paladea con gusto los «absurdos» de Juan, imposibles de aceptar en la edad del Progreso, de la Civilización y de la Ciencia Moderna.

La percepción de los signos de los tiempos resulta, pues, insoslayable para entender tanto la complejidad como el cumplimiento del Apocalipsis que, al decir de San Agustín, «abarca todos los acontecimientos grandes de la Iglesia, desde la primera venida de Cristo hasta el fin de este siglo, en que será su segunda venida». Una gran profecía que engloba lo que se ha dado en llamar «el tiempo de la Iglesia», es decir, el tiempo que corre entre la Ascensión de Cristo -en que un ángel anunció a los discípulos el Retorno del Señor- hasta su Segunda Venida, con el acento puesto en el término. O, como escribe Castellani: «El Apokalypsis es una profecía referente a la Segunda Venida de Cristo (dogma de fe que está en el Credo) con todo cuanto la prepara y anuncia, que es ni más ni menos que el desarrollarse en continua pugna de las Dos Ciudades, la Ciudad de Dios y la del Hombre». Por el hecho de que dicha Segunda Venida se basa en el Sermón Esjatológico de Cristo y en su exégesis auténtica hecha por Juan bajo la inspiración del Espíritu Santo, el Apocalipsis constituye «la cúspide y clave de todas las profecías del Antiguo y Nuevo Testamento, así como de la Metafísica de la Historia de la Iglesia; y del Mundo por extensión». Lo que explica que ningún libro de la Escritura haya tenido tantos comentaristas y dado lugar a tantas extravagancias.

Nosotros afirmamos que el Mesías ya ha venido -contra lo que sostienen los judíos-, de modo que las profecías mesiánicas ya se han cumplido en su primera parte, pero también afirmamos que han de realizarse de manera plenaria y más espléndida en su segunda venida. Afirma San Juan que Cristo es o wn kai o hn kai o ercomenod (Ap 1, , el que es, el que era y el que va a venir. Con la expresión el que es, el nombre mismo que Dios se dio cara a Moisés, se alude, escribe Castellani, a la existencia eterna de Dios; al decirse el que era, se quiere significar la existencia temporal de Cristo, que tuvo principio y término en la tierra; y con la fórmula el que vendrá, el que está por venir, el erjómenos, se hace referencia al futuro de quien está viniéndose.

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II. Las reluctancias frente al Apocalipsis

Tal es la gran enseñanza del Apocalipsis. Por eso quizás en el Adviento, al celebrarse la Expectativa de la Primera Venida del Señor, se comienza por recordar y «expectar» la Segunda, pues si ésta no existiera, en cierta manera la Parusía quedaría trunca. El Apocalipsis nos recuerda que este mundo terminará. Pero dicho término se verá precedido por una gran tribulación, y una gran apostasía, tras las cuales sucederá el advenimiento de Cristo y de su Reino, que no ha de tener fin.

La llegada del Señor, decíamos, será precedida por cataclismos, primordialmente cósmicos. En su Discurso Esjatológico, el Señor dice que «habrá en diversos lugares hambres y terremotos…, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo» (Mt 24, 7.29). El sol en la Escritura representa a veces la verdad religiosa; la luna, la ciencia humana; las estrellas figuran a los sabios y doctores. Pregúntanse los exégetas si aquellos «signos en el cielo» tan extraordinarios, serán físicos o metafóricos; si hay que tomar esas palabras como símbolos de grandes trastornos y perturbaciones morales, o si efectivamente las estrellas caerán y la luna se pondrá color sangre. Castellani piensa que las dos cosas; porque al fin y al cabo el universo físico no está separado del universo espiritual, y estas dos realidades, materia y espíritu, que se nos muestran como separadas y aun opuestas, en el fondo no son sino dos caras de una misma realidad.

Pero más allá de tales señales en la tierra y en el cielo, Cristo dio tres signos troncales de la inminencia de su Segundo Advenimiento: la predicación del Evangelio en todo el mundo (cf. Mt 24, 14), el término del vasallaje de Jerusalén en manos de los Gentiles (cf. Lc 21, 24), y un período de «guerras y rumores de guerras» (Mt 24, 6). Los tres signos parecen haberse cumplido. El Evangelio ha sido traducido ya a todas las lenguas del mundo y los misioneros han recorrido los cinco continentes. Jerusalén, que desde su ruina el año 70 ha estado sucesivamente bajo el poder de los Romanos, Persas, Árabes, Egipcios y Turcos, ha vuelto a manos de los Judíos con la consiguiente implantación del «Estado de Israel». Y en lo que toca a las guerras, nunca existió antes en el mundo una situación semejante a la de las últimas décadas, en que la guerra, según dijo Benedicto XV en 1919 «parece establecida como institución permanente de toda la humanidad». Estos síntomas no son aún el fin, pero están como preludiando el fin que será el Reinado Universal del Anticristo, quien perseguirá a todo el que crea de veras en Dios, hasta que finalmente sea vencido por Cristo.

Bien señala Castellani que todo el mundo, o casi, acepta que Cristo ha existido, ha nacido en Belén. Tanto Rousseau como Renan, tanto los modernistas como los judíos lo reconocen como un gran hombre de nuestra raza, y en cierto modo como Dios, sin concretar mucho si ese modo es el de Arrio, el de Nestorio, el de Mahoma, o el de Dante y Tomás de Aquino. Pero lo que distingue a los verdaderos cristianos es su fe en la Segunda Venida. «Hoy día ser verdadero cristiano es desesperar de todos los remedios humanos y renegar de todos los pseudosalvadores de la Humanidad que desde la Reforma acá surgen continuamente con panaceas universales», escribe Castellani.

A semejanza de Pieper, sostiene Castellani que frente al trascendental tema del «sentido de la historia», se han dado dos posiciones igualmente falsas, o mejor, dos actitudes heterodoxamente proféticas: una agorera y otra eufórica, que pueden ejemplificarse con facilidad en la actual literatura social o filosófica.

La primera de ellas podría enunciarse así: «Todo es inútil, no se puede hacer absolutamente nada». Dicha tesitura es advertible en el existencialismo ateo, así como en diversas obras al estilo de El ocaso de Occidente de Spengler, quien documentó con admirable erudición el estado de ánimo del pesimismo radical: nuestra civilización ha llegado al término de su devenir, al agotamiento senil e irreversible, contra lo cual no hay nada que hacer. Una posición semejante la encontramos en Luis Klages, Benedetto Croce, y tantos otros, que desahucian al Occidente de manera implacable, extendiendo el certificado de defunción al acontecer histórico.

La otra posición, de euforia atolondrada e infantil, es la más generalizada. Quizás haya encontrado su mejor expresión en la teoría espejista del Progreso Indefinido, que tanta vigencia tuvo en el siglo pasado, y que se opone tan directamente a la palabra de Cristo de que el final intraterreno será catastrófico, de que una terrible lucha precederá como agonía suprema la resolución del drama de la Historia. Oigamos si no lo que decía Renan: «El Anticristo ha cesado de alarmarnos. Nosotros sabemos que el fin del mundo no está tan cerca. Operará por medio del frío en centenares de centurias, cuando el planeta Tierra haya agotado los recursos de los senos del viejo Sol para proveer a su curso». Y tras mostrar su admiración por las leyes del progreso de la vida, sólo veía en este mundo brotes y yemas de un gran árbol que se va elevando por siglos sin fin. Por eso, concluye, «el Apocalipsis no puede dejar de regocijarnos. Simbólicamente expresa el principio fundamental de que Dios no tanto “es”, cuanto que “llegará a ser”». Lo que dice Renan, el padre del modernismo, no es por cierto lo que dice Cristo, quien nos habló de una tribulación como no se ha visto otra en el mundo, de guerras terribles, pestes, terremotos, y de una acción desatada de Satanás.

Detengámonos un tanto en esta segunda posición, tan francamente optimista. El mundo ha vivido ya cientos de millones de años, afirman sus sostenedores, y por lo tanto puede pensarse que seguirá existiendo cientos de siglos más. Todas las dificultades por las que pasamos, no pueden ser sino una especie de gripe, que necesariamente pasará para dejar al organismo más sano y más robusto. No son dolores de agonía sino de parto. La Ciencia y la Civilización convertirán a este mundo en el Edén del Hombre Emancipado. Esta idea está muy impregnada en el ambiente, y con ella podemos tropezar por doquier, en forma de argumento o de espectáculo. Es la gran Esperanza del Mundo Moderno, poseído del «espíritu de la tierra», el mesianismo del Progreso o milenarismo de la «Ciencia», sobre el que tantos pseudo-profetas de hoy escriben páginas tan brillantes. No hacen sino cumplir lo que preanunciaba San Pedro: «Sabed que en los últimos días vendrán hombres llenos de sarcasmos, guiados por sus propias pasiones, que dirán en son de burla: ¿Dónde queda la promesa de su Segunda Venida? Pues desde que murieron los padres [los fieles de la primera generación], todo sigue como al principio de la creación» (2 Pe 3, 3-4). Los hombres, como en los días de Noé, comerán, beberán, harán negocios, sin abrigar la menor duda sobre la continuidad indefinida del mundo. Por eso, como dice Castellani, «la última herejía será optimista y eufórica, «mesiánica»». Será como el resumen de todas las anteriores.

Nuestro autor insiste en este punto, capital para la inteligencia de su obra: la enfermedad mental específica del mundo moderno es pensar que Cristo «no vuelve más». En base a ello, y tras declarar que el cristianismo ha fracasado, el mundo inventa sistemas, a la vez fantásticos y atroces, para solucionar todos los problemas, nuevas Torres de Babel en orden a escalar el cielo. Pululan los profetas que dicen: «Yo soy. Aquí estoy. Éste es el programa para salvar el mundo. La Carta de la Paz, el Pacto del Progreso, la Liga de la Felicidad, la Una, la Onu, la Inam, la Unesco. ¡Mírenme a mí! ¡Yo soy!» Y así, encerrándose en su inmanencia, negando explícitamente la Segunda Venida de Cristo, lo que el mundo hace, en el fondo, es negar su Mesianismo, negar el proceso divino y providencial de la historia. «Con retener todo el aparato externo y la fraseología cristiana, falsifica el cristianismo, transformándolo en una adoración del hombre; o sea, sentando al hombre en el templo de Dios, como si fuese Dios. Exalta al hombre como si sus fuerzas fuesen infinitas. Promete al hombre el reino de Dios y el paraíso en la tierra por sus propias fuerzas». Esto se llamó sucesivamente filosofismo, naturalismo, laicismo, protestantismo, catolicismo liberal, comunismo, modernismo, corrientes diversas, por cierto, pero que confluyen ahora en una religión que todavía no tiene nombre. «Todos los cristianos que no creen en la Segunda Venida de Cristo se plegarán a ella. Y ella les hará creer en la venida del Otro», como llamó Cristo al Anticristo: «Porque yo vine en nombre de mi Padre y no me recibisteis; pero otro vendrá en su propio nombre y a ése lo recibiréis» (Jn 5, 43).

De ahí la importancia de ese dogma que recitamos en el Credo, casi como de paso: «Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar vivos y muertos». Un dogma bastante olvidado y nada meditado. Su traducción es ésta: el mundo no continuará desenvolviéndose indefinidamente, ni acabará por azar, o por un choque cósmico, sino por una intervención directa del Creador. «El Universo no es un proceso natural, como piensan los evolucionistas o naturalistas -escribe Castellani-, sino que es un poema gigantesco, un poema dramático del cual Dios se ha reservado la iniciación, el nudo y el desenlace; que se llaman teológicamente Creación, Redención y Parusía». El día en que el Señor ascendió, dijeron los ángeles: «Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá tal como le habéis visto subir al cielo» (Act 1, 11). De donde concluye nuestro autor: «El dogma de la Segunda Venida de Cristo, o Parusía, es tan importante como el de su Primera Venida, o Encarnación».

Por eso San Pablo dijo: «El tiempo es corto» (1 Cor 7, 29), recordando las enseñanzas de Cristo sobre la vigilancia que es preciso mantener frente a la muerte, el «ladrón nocturno», dirigida ahora no ya solamente a los particulares sino a toda la historia, así como a sus grandezas caducas y sus ilusiones de pervivencia terrena y de «progreso indefinido». Lo preocupante es que muchos cristianos consienten a dicha tentación. Porque, como escribe Castellani, «la señal más cierta de la aproximación del Anticristo será cuando la Iglesia no querrá ocuparse de él, conforme dice San Pablo: “cuando digan, henos aquí en plena paz y prosperidad, entonces súbito vendrá la pataleta” (1 Tes 5, 3)».

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III. El Apocalipsis como drama

Entremos ahora en el contenido mismo del Apocalipsis. El libro sagrado nos expone un drama impresionante, el de la secular lucha entre el bien y el mal, ahora llegada a su culminación, y por ende radicalizada. El P. Castellani lo escruta con toda la inteligencia y la inspiración del teólogo y del poeta que es a la vez.

Detengámonos con él en los principales personajes -los dramatis personæ-, que actúan, a veces bajo la forma de símbolos, en este drama teológico.

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1. Cristo y el Dragón

En el telón de fondo aparecen los dos grandes protagonistas, por así decirlo. Ante todo Cristo, el Señor de la Historia. Porque no es otro que el Señor, el Kyrios, el Cordero, quien abre el libro sellado, manifestando así su dominio plenario sobre los acontecimientos históricos. Él es el Liturgo que preside en el cielo el majestuoso culto de los ancianos, los ángeles y los seres vivientes. Es también el Guerrero, montado sobre blanco corcel, con su túnica salpicada en la sangre de su martirio victorioso, que galopa seguido por los ejércitos de los cielos, también en caballos blancos, y en cuyo muslo está grabado su nombre: Rey de Reyes y Señor de Señores.

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IV. La victoria de Cristo y el Milenio

Mientras tanto, sobre la tierra, el Anticristo tiene los días contados. El Apocalipsis nos describe la victoria de Cristo y la instauración de su Reino. He aquí la sucesión de los hechos.

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1. El Caballero del Blanco Corcel

En el clímax de la persecución, en el ápice mismo de la Gran Apostasía y la tribulación más espantosa de la historia, cuando los fieles estén casi por desfallecer, según las palabras del mismo Cristo: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿acaso hallará fe sobre la tierra?» (Lc 18, , llegará inesperadamente el momento de la victoria, de la victoria no última sino penúltima, que cerrará el primer combate esjatológico.

«Entonces vi el cielo abierto, y había un caballo blanco; el que lo monta se llama «Fiel» y «Veraz»; y juzga, y combate con justicia» (Ap 19, 11). Es Cristo que viene para deponer a su Adversario. «Y los ejércitos del cielo -prosigue el texto-, vestidos de lino blanco puro, le seguían sobre caballos blancos» (ibid. 14). Ya lo había anunciado el profeta al decir: «Vendrá el Señor Dios mío y todos los santos con él» (Zac 14, 5), lo que San Judas refrendó en su epístola: «He aquí que viene el Señor, con miles de santos suyos» (1, 14).

Luego, leemos en el texto del Apocalipsis, el Ángel, de pie sobre el sol, «llamó a todas las aves que volaban por lo alto del cielo», invitándoles a comer «carne de reyes, carne de caballos y de sus jinetes» (Ap 19, 17-18). En su libro sobre las Parábolas, Castellani relaciona este texto con una extraña frase que se encuentra en el libro de Job: «Donde está el cuerpo se juntan las águilas» (38, 27). Varias interpretaciones se han dado de estas últimas palabras. Nuestro autor prefiere, siguiendo a San Beda, Santo Tomás y Maldonado, aplicarlas al mundo de los últimos días, cuerpo muerto y descompuesto, a pesar del tremendo poder político y militar que lo rige; ese mundo homogeneizado por obra del Anticristo, contra el cual se lanzarán repentinamente, con la subitaneidad de un relámpago, las potencias espirituales del Cosmos -los ángeles- para hacerlo pedazos. Si se trata de una predicción de dos acontecimientos sucesivos, typo y antitypo, veamos lo que acaece en ambos. En el primero, las «águilas», que serían las divisiones romanas, confluyeron de todas partes a Jerusalén, según lo relata Josefo, para ocupar cruentamente la capital de los judíos. En el segundo, el objetivo será la gran ciudad capitalista, imperial y sacrílega, sede de la Bestia. Cuando ese mundo apóstata esté hecho cadáver, desechada la fe cristiana que le dio siglos de vida y esplendor, entonces las águilas del Espíritu caerán de las alturas sobre él y sobre su Usurpador, precediendo al verdadero Señor del mundo, Nuestro Señor Jesucristo. Pero no adelantemos la trama.

Porque ante ese ataque en picada, escribe el hagiógrafo, «vi a la Bestia y a los reyes de la tierra con sus ejércitos reunidos para entablar combate contra el que iba montado en el corcel y contra sus ejércitos». La conclusión es gloriosa: «Apresada fue la Bestia, y con ella el Pseudoprofeta…, los dos fueron arrojados vivos al lago de fuego que arde con azufre» (Ap 19, 19-20). En cuanto a los demás, «fueron exterminados por la espada que sale de la boca del que monta el caballo, y todas las aves se hartaron de sus carnes» (ibid. vers. 21).

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2. La Primera Resurrección

A continuación, el vidente observó a un Ángel, quizás el mismo Mikael, «que bajaba del cielo y tenía en su mano la llave del Abismo y aprehendió al Dragón, la antigua serpiente, que es el Diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años» (Ap 20, 1-2). Hemos llegado a un tema espinoso, el del Milenio. Su tratamiento no es nada fácil. Antes de considerarlo como corresponde, será conveniente decir algo sobre lo que sigue en el texto sagrado.

Háblase allí de unos tronos donde «los que revivieron» (Ap 20, 4) se sentaron para juzgar. Trátase, al parecer, de una «primera resurrección» (ibid. 5), donde revivirán sólo algunos; el resto de los muertos no volverán a la vida hasta que se acaben los mil años.

¿Quiénes resucitarán primero? Según varios comentaristas, solamente los mártires, los apóstoles y algunos santos, conforme a lo escrito en el Apocalipsis, donde se lee que revivirán «los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús, y todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron la marca en su frente o en sus manos» (Ap 20, 4). Quizás sea precisamente por ello que recibirán este privilegio y galardón peculiar, ya que soportaron la lucha más terrible. No en vano decía San Agustín que «los mártires de los últimos tiempos serán los más grandes de todos, porque los primeros mártires lucharon contra los Emperadores, pero los últimos combatirán con Satanás mismo». Los que sostuvieron el peso más arduo de la lucha recibirán un premio que no será común a los otros muertos, y es el privilegio de poder sentarse en el trono para juzgar, que según el uso de la Escritura es sinónimo de regir y gobernar el mundo, juntamente con Cristo, a quien, por haberse humillado hasta la muerte, le fue dado el poder reinar sobre todo el mundo y juzgar a todos los hombres. En cambio los impíos e impenitentes, que caerán con el Anticristo, no resucitarán para acompañar al Señor en la victoria que seguirá a su Parusía. Es la cizaña reservada hasta la siega para ser luego quemada (cf. Mt 13, 30).

Otros autores interpretan que en esta primera reviviscencia resucitarán todos los justos. Para ello se apoyan también en textos de la Escritura, especialmente de San Pablo, por ejemplo aquél donde dice: «Del mismo modo que en Adán todos mueren, así también todos revivirán en Cristo; pero cada uno en su orden: Cristo, como primicia, el primero; luego los que son de Cristo en su Parusía; luego, el final, cuando entregue el Reino a Dios Padre, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad, pues es preciso que él reine hasta poner bajo sus pies todo enemigo. El último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Cor 15, 22-26). El orden de la resurrección sería, pues, el siguiente: primero, Cristo; después, «los que son de Cristo», o sea, todos los justos en el tiempo de su Retorno; por último, todos los hombres, cuando la misma Muerte sea destruida, y nadie más haya de morir. Tales exégetas añaden otro texto del Apóstol en su favor, donde se dice: «El Señor en persona, a la orden dada por la voz del Arcángel y por la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar» (1 Tes 4, 16). Como «los muertos en Cristo» son todos los justos, por eso estiman que todos ellos resucitarán primero en la Parusía.

En cuanto a los que se negaron a prosternarse ante el Anticristo ni tampoco fueron por él asesinados, saldrán transfigurados al encuentro del Señor. Los que cedieron al Anticristo, recibiendo su marca en la frente o en la mano, no por complicidad sino por temor, que serán los más, una vez vencido el Anticristo harán penitencia, e integrarán la Iglesia de los viadores durante el Milenio, escribe Castellani.

Tras la ruina del Anticristo, dice el Apocalipsis que el Demonio será encadenado. El Ángel «lo arrojó al Abismo, lo encerró y puso encima los sellos, para que no seduzca más las naciones hasta que se cumplan los mil años» (Ap 20, 3). Sostienen los milenistas que Satanás ya no tendrá contacto con los hombres, lo que será una de las principales causas de felicidad en el Reino de Cristo.

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3. El Milenio

Acabamos de aludir al Milenio y el Reino de Cristo «por mil años» (Ap 20, 3.6). Estos versículos han traído verdaderos dolores de cabeza. Por lo general, nadie sostiene que el número mil haya de entenderse de manera literal. Mil años significa un largo período de la historia.

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a. El séptimo milenio

Es la cuestión del milenarismo, que Castellani prefiere llamar «milenismo», según lo denomina San Agustín; interpretación que, tomando el Milenio como reinado efectivo de Cristo, coloca esos mil años de que habla el Apocalipsis (cf. 20, 2-7) entre dos resurrecciones, la primera de las cuales, a que se refieren los versículos 4-6, se atribuye sólo a los justos, y la segunda y general, que se menciona en los versículos 12-13, se reserva para el juicio final.

Castellani se ha esmerado en demostrar, sobre todo en el libro La Iglesia patrística y la Parusía, que el milenismo fue propiciado por buena parte de los primeros Padres de la Iglesia. Así, por ejemplo, un Padre tan importante como San Ireneo sostuvo que el mundo duraría seis mil años desde Adán hasta la Segunda Venida de Cristo: «En cuantos días fue hecho el mundo, en otros tantos milenios será consumado. Por eso dice el Génesis: “Concluyéronse, pues, los cielos y la tierra y todo su mobiliario, y consumó Dios en el día sexto todas las obras suyas que había hecho, y descansó el día séptimo de todas las obras que hizo” (Gen 2, 1-2). Esto es a la vez narración de lo pasado y profecía de lo porvenir. Si, pues, “un día de Dios es como mil años” (Ps 89, 4), y en seis días consumó la creación, manifiesto es que en seis milenios consumará la historia» (Adv. hær. V, 28, 3). Pues bien, prosigue Ireneo, al fin del sexto milenio o al comienzo del séptimo, aparecerá el Anticristo, quien «recapitulará» todas las herejías: «Viniendo, pues, aquél y resumiendo toda apostasía en sí mismo transferirá a Jerusalén su Reino y se sentará en el templo de Dios, seduciendo a los que le adoraren “como si él fuese Cristo”… Y habiéndolo devastado todo este Contracristo, reinando en el mundo tres años y medio y sentándose en el templo solimitano, entonces vendrá el Señor de entre las nubes y en la gloria de su Padre; y al otro y a los que le obedecen arrojará al estanque ardiente; y llevará a los justos al Tiempo del Reino, es decir, del Descanso, al Séptimo Santificado Día»… (ibid. 25, 27, 30).

También San Agustín dividió la historia del mundo en siete períodos. El primero es el que va de Adán hasta Noé, el segundo de Noé hasta Abraham, el tercero de Abraham hasta David, el cuarto de David hasta la deportación a Babilonia, el quinto de la deportación a Babilonia hasta la llegada de Cristo nuestro Señor. Con la venida de Cristo comienza el sexto período, que es aquel en que estamos. Y así como el hombre fue hecho a imagen de Dios en el sexto día (cf. Gen 1, 26), de manera semejante en este tiempo, que es el sexto del gran ciclo histórico, nos regeneramos por el bautismo, recibiendo la semejanza de nuestro Modelador. Cuando pasare el sexto día, vendrá el descanso sabático para los santos y justos de Dios. Después del séptimo, iremos al reposo final, retornando al origen. «Pues así como pasados los siete días se llega al octavo que es a la vez el primero, así terminadas y cumplidas las siete edades de este ciclo fugitivo, volvemos a aquella felicidad inmortal de la cual decayó el hombre» (Sermo 259: PL 38, 1197).

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b. Tipos de Milenismo

Abundemos un tanto en este asunto. Tres son los tipos de milenismo que ha conocido la historia, escribe Castellani.

Ante todo el milenismo craso o carnal, que designa una tendencia poco menos que novelesca de los primeros siglos, según la cual Cristo triunfaría en esta tierra de una manera temporal y mundana, con un cortejo de satisfacciones, revanchas y deleites groseros para los resucitados. Se la atribuye originalmente a Cerinto, contemporáneo de los Apóstoles, que nació en Egipto, de padres judíos. Imbuido en la filosofía alejandrina, abrazó el cristianismo, conservando al parecer elementos judaicos. Dicho personaje, cuya herejía recibió el nombre técnico de «quiliasmo», imaginó para los justos, después de la resurrección primera en esta tierra, una vida jubilosa por muchos siglos, retomando viejas costumbres del Antiguo Testamento, como la circuncisión imperada por la Ley de Moisés; de las colinas fluirían leche y miel, habría grandes banquetes y festichongas, entendiéndose a la letra lo que se encuentra en diversos lugares de la Escritura, y ello a modo de compensación por lo sufrido antes del milenio. Algo semejante sostuvieron los llamados «ebionitas», que si bien adherían al cristianismo, conservaban también la ley de Moisés; Cristo, al venir, restauraría el Templo y restablecería los sacrificios judaicos, siguiéndose mil años de delicias.

El segundo tipo de milenismo es el espiritual, que no promete a los justos resucitados ni bodas ni francachelas, ni nada de lo que ha perimido en la ley mosaica, entendiendo que lo que la Escritura, con tropos e imágenes orientales, promete de felicidad en la Nueva Jerusalén ha de entenderse simbólicamente. Será preciso atenerse a lo esencial: un Milenio ha sido preanunciado, dicho período aún no ha tenido lugar, en qué consiste a punto fijo no lo sabemos; cuando se dé, lo sabremos.

Durante el período patrístico, muchos herejes sostuvieron el milenismo craso. Dicho milenismo se hizo especialmente peligroso en el siglo IV, por lo que fue duramente atacado por San Jerónimo y por el mismo San Agustín. Éste había sido primero milenista, pero después, por influjo de San Jerónimo, que le advirtió de los riesgos muy reales entonces del quiliasmo, propuso una interpretación más benigna, orientada principalmente a impugnar los abusos del milenismo carnal. En cuanto al milenismo espiritual, fue defendido por casi todos los Padres de los primeros siglos, así como por varios destacados teólogos a lo largo de la historia.

La tercera clase de milenismo es el alegorista, cuyos fautores sostienen que el Milenio no es sino este tiempo en que vivimos, es decir, todo «el tiempo de la Iglesia», desde la Ascensión de Cristo hasta el fin del mundo. Según sus sostenedores, el capítulo 20 del Apocalipsis debe entenderse como una «alegoría» de la actual vida de la Iglesia, excepto tres versículos, del 7 al 10, que ésos sí se refieren literalmente al fin del mundo. De donde no hay «resurrección primera y segunda», como dice el texto, sino una sola, la terminal. Algunos intérpretes de esta escuela afirman que el Milenio ya pasó, correspondiendo al tiempo de la Cristiandad, que comenzó en Carlomagno y terminó en 1789; ahora, tras el Milenio, el demonio estaría desatado, como parece indicarlo la oración a San Miguel Arcángel que León XIII imperó se rezase al término de la Misa.

Pregúntase Castellani por qué será que se fue virando de una inteligencia literal-simbólica, como él la llama, a una inteligencia de tipo alegorizante, que es la que hoy prevalece mayoritariamente. Lo explica diciendo que durante la época de las persecuciones, los cristianos vivieron acorralados en el Imperio, sin ninguna salida a la vista. La Parusía significaba la victoria sobre la persecución, y por eso el Apocalipsis se volvió de actualidad. Tras la conversión de Constantino, la situación cambió sustancialmente. Las iglesias están llenas, exclamaba eufórico San Agustín, cuyo viraje interpretativo fue seguido por gran parte de la exégesis medieval, que poco pensó en la Parusía. Ocupados en edificar la Cristiandad, no tenían prisa en profetizar sobre su fin. Sin embargo también entonces se hubiera podido aplicar la clave typo-antitypo. El typo de las profecías mesiánicas era precisamente ese mundo nuevo que se estaba gestando, ese triunfo de Cristo, también temporal, lo que implicaba enseñar, edificar, ordenar, más que consolar. Pero dicho «typo» sólo habría alcanzado su inteligibilidad total si hubiese sido visto a la luz del Milenio, su «antitypo», lo que no sucedió.

Hoy los tiempos han cambiado y se han vuelto de nuevo duros, persecutorios y apocalípticos, por lo que se torna una vez más al tema olvidado. De donde concluye Castellani: «La exégesis del Apocalipsis tiene dos polos, que son el typo y el antitypo de la profecía. De la ocupación intensa en el antitypo, que es el Reino de Cristo después de su Segunda Venida, ella osciló fuertemente hacia el typo, que es el Reino después de la Primera Venida; reino espiritual, invisible y lleno de cizañas; para volver de nuevo a su objeto principal, el propio y más importante, que responde al sentido literal; sin el cual es vicioso el sentido moral y alegórico».

Nuestro autor no ignora todas las alergias que hoy suscita el tema del Milenio. Él lo cree plenamente coherente con la doctrina de la Iglesia. El milenismo espiritual no ha sido jamás condenado por la Iglesia, ni lo será nunca, sostiene, por la simple razón de que la Iglesia no podría condenar a la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos, entre ellos a los más grandes.

Es cierto que hace varias décadas el Santo Oficio dio a conocer sobre este asunto dos decretos disciplinares para América del Sur, donde se prohibía la enseñanza del «milenarismo mitigado». En el primero de ellos, de 1941, se definía claramente en qué consiste dicho tipo de milenarismo, a saber, «el de los que enseñan que antes del juicio final, con previa o sin previa resurrección de justos, Cristo volvería a la tierra a reinar corporalmente». En 1944 apareció el segundo decreto, de índole aclaratoria, donde en vez de «corporalmente» se pone «visiblemente», ya que el primer adverbio resultaba inadecuado si se aplicaba a la época de la Iglesia en la tierra, donde Cristo está siempre «corporalmente» en el Santísimo Sacramento. Lo que está prohibido, sostiene Castellani, es enseñar «que Cristo reinará visiblemente desde un trono en Jerusalén sobre todas las naciones; presumiblemente con su Ministro de Agricultura, de Trabajo y Previsión y hasta de Guerra si se ofrece». Lo cual, obviamente, ningún Santo Padre o teólogo serio sostiene.

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c. El Reino de Cristo

Cristo, pues, retornará del cielo, hará su Parusía, su Última Venida, en gloria y majestad. ¿Con qué fin? Para reinar y juzgar, juntamente con los suyos: «Luego vi unos tronos y se sentaron en ellos, y se les dio el poder de juzgar…, revivieron y reinaron con Cristo mil años» (Ap 20, 4). Dijimos hace poco que las palabras «reinar» y «juzgar» son casi sinónimos en la Escritura, dado que los reyes antiguos eran «los jueces» que «daban a cada uno lo suyo», en lo cual consiste esencialmente la virtud de la justicia. El Reino de Cristo es denominado con propiedad Juicio, dice Castellani, pues en su inicio acaecerá el juicio y castigo del Anticristo y de todos sus secuaces, así como se otorgará el premio de la resurrección primera a los mártires o a todos los justos en general. En este mismo sentido escribió San Pablo a Timoteo: «Te conjuro delante de Dios y de Jesucristo, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Venida y por su Reino»… (2 Tim 4, 1), de donde se deduce que por su Advenimiento y por su Reino se llevará a cabo el Juicio de vivos y muertos. La Resurrección general y el Juicio Final no serán sino el acto conclusivo y consumante de dicho Reino. Por eso rectamente en el Credo se lo profesa a su término.

¿Cómo será el Reino milenario de Cristo? Sólo podemos barruntarlo. Sabemos de cierto que la Iglesia no cambiará sustancialmente, ni en su régimen, ni en su doctrina, ni en los sacramentos, si bien alcanzará en todo ello sublime perfección.

Será un Reino verdaderamente universal, cumpliéndose así las profecías veterotestamentarias: «A él se le dio el poder, la gloria y el reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servirán» (Dan 7, 14); «le adorarán todos los reyes de la tierra, todas las naciones le servirán» (Ps 71, 11). Será un Reino de justicia y de paz (cf. Is 60, 18; 32, 17; Ps 71, 3). Será un Reino de prosperidad, consecuencia de la paz y la justicia (cf. Ez 34, 26-27; Os 2, 23-24; Am 9, 13). Será sobre todo un Reino de amor, en que Dios se mostrará especialmente afectuoso con los hombres (cf. Is 66, 12-13).

La sede del Reino será en aquellos días Jerusalén. En la Sagrada Escritura, y particularmente en los Evangelios, la «Ciudad del Gran Rey» es Jerusalén (cf. Mt 5, 35). Actualmente no lo es, por la infidelidad del pueblo elegido; pero quitada ésta, y si el Gran Rey o su representante deben reinar un día sobre la tierra, nada impide que se alleguen a su Ciudad propia, y ello tanto más cuanto en aquel tiempo la mejor y más ardorosa porción de sus súbditos serán los israelitas. Varios profetas parecen refrendar esta idea (cf. por ej. Jer 3, 17; Joel 4, 21; Is 49, 17 ss.; Is 54, 2-17). La Jerusalén futura será, pues, la sede del Reino de Cristo, y por tanto también de la Iglesia, renovada por su Segunda Venida.

Todos los milenistas suponen que habrá cierta comunicación entre los viadores y los santos, entre la tierra y el cielo, de donde se derivarán muchos bienes. ¿En qué forma será ello? Quizás el estilo del trato que había entre Cristo glorificado y sus apóstoles en los cuarenta días que precedieron a la Ascensión del Señor, esbozo de estado glorioso de los Mil años. Posiblemente Cristo, la Santísima Virgen y los santos se aparecerán a los hombres, o al menos a algunos de ellos, de manera más frecuente que ahora…

Cerremos este espinoso asunto del milenismo. En Su Majestad Dulcinea señala Castellani que el problema es si Cristo ha de volver a consumar su Reino antes del fin del mundo o juntamente con el fin del mundo. Si la Parusía, el Reino de Dios, el Juicio Final y el Fin del Mundo, son cosas simultáneas, es muy probable que antes de esa consumación alboree en la historia un gran triunfo de la Iglesia y un período de oro para el cristianismo, el último período, por cierto, donde se acaben de cumplir las profecías, sobre todo la de la conversión del Pueblo Judío y la unidad de todos en un Único Rebaño bajo un Solo Pastor. Dicho período no podrá ser largo, durando quizás el tiempo de una vida humana. Después volverán a desatarse las tremendas fuerzas demoníacas previas al Triunfo Final de Cristo.

Pero si Cristo ha de venir antes, a vencer al Anticristo, y a reinar por un tiempo en la tierra; es decir, si la Parusía y el Juicio Final no coinciden, sino que son dos sucesos separados, según lo sostienen los Padres más antiguos, entonces no hay que esperar aquel próximo triunfo temporal de la Iglesia. La persecución se irá haciendo cada vez más intensa, casi insoportable, debiendo ser abreviada por la Segunda Venida de Cristo, que inaugurará un largo período de gloria y de paz.

Como resulta obvio, nuestro autor se inclina decididamente por la segunda variante, si bien lo hace con modestia: «Nosotros realmente no sabemos si el milenarismo es dogmáticamente o apodícticamente verdadero; ni tampoco lo contrario. Sabemos que es por lo menos una hipótesis (digamos) científica que nos satisface más; y que no se combate con insultos y con espantajos, sino con razones… Podemos, si no enseñarlo en cualquiera de sus formas, al menos tenerlo en cuenta en su forma espiritual más sesuda como una interpretación posible, no condenada», y hasta recomendada, como dijo San Jerónimo, a pesar de ser antimilenista, «por innumerables santos y mártires de ambas Iglesias latina y griega».

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V. El último remezón

«Cuando se terminen los mil años -prosigue el texto revelado-, será Satanás soltado de su prisión y saldrá a seducir a las naciones de los cuatro extremos de la tierra, a Gog y a Magog, y a reunirlos para la guerra, numerosos como la arena del mar» (Ap 20, 7-8).

No sabemos por qué tendrá que ser soltado de nuevo Satanás, comenta Castellani. Algunos opinan que aunque el demonio haya sido ligado, y por ende las tentaciones graves se encuentren amenguadas, el hombre no estará inmune de entibiarse. Es cierto que las manifestaciones frecuentes de Cristo y de sus santos fomentarán singularmente las virtudes, pero con todo, el hombre es veleidoso, y no hay cosa que a la larga no le infunda desgano. La paz, la tranquilidad y la abundancia de aquel tiempo podrán suscitar incuria o desidia, de modo que las pasiones se vuelvan a encender y se multipliquen las faltas, tornándose raras las apariciones de los santos. Será preciso trillar de nuevo el campo de las almas. El esplendor anterior, inficionado por la tibieza, requerirá una última purificación.

¿Quiénes son Gog y Magog? Hay que recordar acá los capítulos 38 y 39 de Ezequiel, de índole apocalíptica, donde se describe un terrible combate contra el príncipe Gog, rey de Magog, su ulterior derrota, y la consiguiente glorificación de Israel. Al parecer, el profeta alude a los infieles de los últimos tiempos, los cuales, como dice el Apocalipsis, «cercaron el campamento de los santos y de la Ciudad Amada» (Ap 20, 9). La Ciudad Amada es Jerusalén, donde vive la Israel convertida, reunida de entre todas las naciones, y habitando en paz la Tierra Santa.

Sigue diciendo el Apocalipsis: «Pero bajó fuego del cielo y los devoró. Y el Diablo, su seductor, fue arrojado al lago de fuego y azufre, donde están también la Bestia y el Falso Profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos» (Ap 20, 9-10). Esto recuerda el texto de Ezequiel, a que acabamos de aludir (cf. 38, 22). La Ciudad Santa no será, pues, ocupada, ni el Reino de los Santos destruido, aunque peligre por un momento.

Los milenistas defienden porfiadamente, observa Castellani, que la derrota del Anticristo y la del ejército Gog-Magog son dos cosas distintas, inasimilables. Se apoyan para ello en el texto mismo de San Juan: en el primer caso, la guerra era dirigida por la Bestia y el Falso Profeta, en el segundo, por el Demonio; allá fueron vencidos por el Verbo de Dios, el caballero del blanco corcel, que bajó con sus santos desde las nubes, acá son devorados por el fuego del cielo, sin que Cristo se mencione para nada; allá no se habla de campamentos ni de ciudades, acá es asediada la Ciudad Santa; allá los judíos se convierten, acá aparecen ya convertidos, viviendo juntos y serenamente en su tierra. Trátase, por consiguiente, de dos guerras diferentes, la del Anticristo, antes de comenzar el Milenio, y la de Gog y Magog, a su término.

¿Quiénes son concretamente los que se rebelaron? Según algunos, grupos diversos de disconformes y recalcitrantes, que habrían resistido el Señorío de Cristo durante el Milenio en distintos rincones de la tierra, como de hecho sucedió en Europa durante la Cristiandad medieval, cuando había enclaves de paganos pertinaces. Serán ellos quienes integren el ejército rebelde de Gog y Magog.

Tras el relato de la derrota de estos últimos, el Apocalipsis describe la resurrección final y el juicio postrero: «Vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro libro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras… El que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego» (Ap 20, 12.15). El Juicio postrero es el umbral de la vida eterna. Dicha vida no implicará la destrucción del Reino de Cristo sino su compleción, de modo que resulta equitativo decir que el Reino Milenario será imperecedero, según se afirma en el Credo: «Cuyo Reino no tendrá fin».

Culmina San Juan su visión: «Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 1-2).

Se habla, ante todo, de «un cielo nuevo y una tierra nueva». Nuestra tierra y nuestro cielo, después de haber sido purgados por la llama, se mostrarán transfigurados, como nuevos. Porque también este mundo debe ser restaurado; no solamente las almas individuales, sino también los cuerpos, la naturaleza, las plantas, los animales, los astros, todo debe ser purificado plenamente de las consecuencias del Pecado, que no son otras que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a ello, bien valió la pena haber pasado por una gran Angostura.

Asimismo el vidente habla de «la nueva Jerusalén», que desciende de lo alto. Los exégetas no coinciden en la interpretación de lo que significa esta ciudad esplendorosa. Según el P. Castellani, hay dos Jerusalenes, la celestial y la terrena. La Jerusalén celestial es la actual asamblea de los santos, o sea, lo que llamamos el Cielo. Pero esta Jerusalén celeste no es la que ve bajar ahora el Profeta. No es la esposa de Dios, sino la novia del Cordero, que desciende del cielo a la tierra en el resplandor de las piedras preciosas y el fulgor del jaspe. Trátase de una ciudad amurallada y medida, con doce puertas y doce pilares, en forma de cubo perfecto. La luz que la ilumina no es otra que el Cordero. Un río de agua viva la surca, y en medio de la plaza, a uno y otro lado del río, hay árboles de Vida, cuyas hojas son medicinales (cf. Ap 21, 9 – 22, 2).

Así la describe el Profeta. Y la promete para los últimos tiempos, para después de la Segunda Venida. Bien observa Castellani que la historia de la humanidad se enmarca entre dos ciudades, descritas respectivamente en el primero y en el último libro de las Escrituras. La ciudad inicial es Babel, ciudad de confusión, que los hombres prometeicos se propusieron edificar pelagianamente con sus propios músculos, y la segunda es la Nueva Jerusalén, ciudad de la gracia, que desciende de lo alto. El Anticristo pretendió usurpar el ideal de unidad del género humano mediante la instauración perversa de su Imperio Universal. Todo en vano, ya que sólo Cristo es el Señor de la Historia, y el verdadero principio de cohesión del Universo. Por eso Juan describe a la Nueva Jerusalén como una Ciudad, símbolo de la unidad social del hombre restaurado.

Ciérrase el Apocalipsis con el Cielo Eterno, o sea el Mundo de la Visión Beatífica.

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VI. Ni optimismo ni pesimismo, sino esperanza

El esplendor del cielo y el Cristo glorioso abren las visiones del último libro de la Sagrada Escritura, y las cierran la Nueva Jerusalén y la visión beatífica. No es, pues, el Apocalipsis, como se atrevió a decir Borges, un «libro de amenazas atroces y de júbilos feroces». Tras las huellas de Pieper, señala Castellani que la esjatología cristiana incluye dos elementos diversos: el fin catastrófico intrahistórico de la humanidad y el fin triunfal extrahistórico. Lo intrahistórico depende de la voluntad del hombre y las intervenciones metahistóricas provienen de Dios.

Resulta curioso, pero el Señor, en su Discurso Esjatológico, tras preanunciar las cosas más espeluznantes: Será la tribulación más grande que ha existido desde el principio del mundo hasta el presente ni volverá a haberla; los hombres se morirán de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; las fuerzas cósmicas se desatarán… (cf. Mt 24, 21 ss.; Lc 21, 23 ss.), concluye: «Entonces cobrad ánimo y levantad la cabeza, porque está cerca vuestra salvación» (Lc 21, 28). Es la actitud compleja del cristiano, cuya fe le asegura que este aión, este ciclo de la Creación, tendrá su fin, precedido por una tremenda agonía, pero será seguido de una espléndida reconstrucción. Bien señala nuestro autor que, por una paradoja de la psicología profunda, esta literatura «pesimista» ha sostenido el «optimismo» constructivo del Cristianismo. En las épocas en que la Iglesia vivió en el temblor y en la proclamación osada de la «inminente Parusía» es cuando proyectó la Cristiandad, como en los tiempos de San Pablo, de San Ireneo, de San Agustín…

Por otra parte, el conocimiento y la previsión de las catástrofes apocalípticas sirvió a los pueblos fieles para sobrellevar con entereza las catástrofes del momento, lo cual responde adecuadamente a las leyes de la psicología. «Cuando las inmensas vicisitudes del drama de la Historia -escribe Castellani-, que están por encima del hombre y su mezquino racionalismo, llegan a un punto que excede a su poder de medicación y aun a su poder de comprensión -como es el caso en nuestros días- sólo el creyente posee el talismán de ponerse tranquilo para seguir trabajando». Como si dijera: Todo esto ya estaba previsto y aún mucho más, pero después vendrá la victoria definitiva. Para eso se nos ha dado la profecía del Apocalipsis, para nuestro consuelo. Si no la tuviéramos, la tribulación se haría insoportable y su desenlace inextricable. En la Escritura, como ha señalado el Crisóstomo, se nos anuncian los males futuros, para que cuando vengan, no nos aplasten.

Frente al tema de las ultimidades, reiterémoslo por última vez con Castellani, caben posiciones erróneas y contradictorias entre sí. El Iluminismo de los siglos XVIII y XIX despreció la esjatología cristiana junto con toda la religión revelada, burlándose del Anticristo y del Dragón como de cuentos medievales. El resultado fue que cayó en una esjatología espúrea, o mejor, desembocó en dos esjatologías opuestas, fragmentos de la síntesis cristiana: la optimista, del Progreso Indefinido, y la pesimista, del Nihilismo sin sentido.

La primera visión, la visión optimista, encuentra un alto exponente en Kant, como ya lo hemos visto al desarrollar el pensamiento de Pieper. Kant creyó en el Reino instaurado por la sola fuerza de la Razón Pura, profetizando la paz perpetua sobre el fundamento del ideario de la Revolución francesa. También el progresismo católico moderno considera la historia, sobre todo a partir del Renacimiento, como un progreso indeclinable hacia el Punto Omega. Trátase siempre de una esjatología inmanente, cismundana, a la que de algún modo es reductible la teoría del «eterno retorno» de los hindúes, propugnada en Occidente por René Guénon, según la cual tras la Kali-Yuga retornará necesariamente la Edad de Oro.

Para ilustrar dicha actitud, Castellani trae a colación la parábola de las vírgenes necias. Porque también esa parábola tiene que ver con el Retorno del Señor, inserta como está en el Sermón Parusíaco de Cristo (cf. Mt 24-25). Ya desde el comienzo de la misma, Jesús alude a su Vuelta, y la cierra con un apremiante: «Velad, pues» (Mt 25, 13), que por otra parte había ya reiterado seis o siete veces en el sermón antedicho. Pero la parábola aporta algo peculiar, al esbozar un cuadro simbólico y vigoroso del «apurón» de la Parusía y de sus adjuntos principales, cifrando plásticamente el Sermón Profético anterior. Las vírgenes necias no eran impías, sino negligentes, saliendo al encuentro de Cristo con las lámparas vacías. Representan a los cristianos adormecidos en su «tibieza», justamente lo que se achaca en el Apocalipsis a la última Iglesia, la Iglesia de Laodicea. Lo que la parábola nos quiere decir es lo siguiente: la Parusía será inopinada, y la mayor parte de la gente estará dormida, pues aparentemente el tiempo sigue transcurriendo y «Cristo no vuelve más», como piensa la mayoría, o se demora mucho, como opinan numerosos cristianos. Cuando acaezca, se hará un gran clamor, y el desconcierto será total. Las providencias que tomen los que no se hayan preparado fracasarán todas, pues ya no será momento de previsiones.

Tal es la gran herejía de nuestro tiempo, la negación u olvido de la Parusía, en la espera de salvaciones intramundanas. Entre dichas esperanzas inmanentes hay que poner la expectativa del internacionalismo, concebido como panacea universal. Dice Castellani que en la actualidad hay dos posibles internacionalismos, el de Rousseau y el de San Agustín, el de la Ciudad de Dios y el de la Ciudad del Hombre. «Si admitimos que la pacificación de la Humanidad en una gran familia es un asunto específicamente religioso, no quedan para realizarlo sino dos religiones que son de veras internacionales: la Iglesia Católica y la Anti-Iglesia, o sea la Sinagoga. La Iglesia es internacional por divina vocación. La Sinagoga es internacional por divina maldición. La Iglesia y la Sinagoga representan las dos concreciones más fuertes y focales del sentimiento religioso que existen en el mundo. El pueblo cristiano y el pueblo judío representan por expresa declaración de Dios los dos pueblos sacerdotales que existen en la tierra: son el fermento de todo el resto, la sal de la tierra; la sal que ha perdido su salazón y no puede ya por nadie ser salada, y la otra sal, que debe salar todo». Los demás internacionalismos, el mahometano, el liberal, el bolchevique, son ramas provenientes de la Anti-Iglesia. Porque también el último, que tiene raíz judaica, es mesiánico, anticristiano y esjatológico, y por tanto se mueve en el plano religioso, de una religión inmanente, la del hombre divinizado.

De por sí, la empresa de congregar a todos los hombres es algo bueno, propio de la Iglesia Católica, que justamente quiere decir universal. El hombre no es instintivamente cosmopolita. Instintivamente los hombres se enjambran en grupos, en corporaciones, en clases, en razas. Solamente podrán reconocerse como hermanos, escribe nuestro autor, cuando se reconozcan como hijos de un mismo Padre que está en los cielos. No como hijos de un mismo padre que está encima de un árbol, el antropopiteco de Darwin. Ni de una madre que está en la estratosfera, como la «Diosa Humanidad» de Comte. Sólo los cristianos tenemos nuestra Mesa, que es sagrada, y sabemos que comunicando en ella volverán los pueblos del mundo a sentirse hermanos. Ninguna paz duradera será concertable en la Mesa Redonda de Londres o en la Mesa Directiva de Ginebra, si se prescinde del visto bueno de esta humilde Mesa de los cristianos, que fue instituida expresamente para que «todos sean uno, Padre mío, como tú y yo somos uno» (Jn 17, 22).

Concluyendo, pues: La unión de las naciones en grupos regionales, primero, y después, en un solo Imperio Mundial, sueño fascinante del mundo de hoy, no puede realizarse sino por Cristo o contra Cristo. Lo que se puede hacer sólo con la ayuda de Dios, y que de hecho Dios hará al final, conforme está prometido, febrilmente intenta el mundo moderno construirlo al margen del designio divino, orillando a Dios, abominando del antiguo proyecto de unidad que se llamó la Cristiandad, y violentando incluso la naturaleza humana, con la supresión intentada de la familia y de las patrias. En frase categórica de Castellani: «Todo lo que hoy día es internacional, o es católico o es judaico».

La segunda visión acerca del futuro, la visión pesimista, ha sido expuesta principalmente por nihilistas como Schopenhauer y Nietzsche, que heredaron el otro fragmento de la concepción cristiana. «Nietzsche vio la catástrofe impendente en el nihilismo europeo; y su refugio desesperado en la esperanza del Superhombre, la cual no es más que la programación del Anticristo», escribe nuestro autor. No deja de ser aleccionador observar cómo las viejas utopías eran todas de un optimismo delirante, en cambio los últimos ensayos sobre el porvenir son con frecuencia espeluznantes.

Así las dos partes inseparables de la Teología fermentaron y se pusieron en las manos de estos antiteólogos. «Esas dos corrupciones ideológicas perduran en el ateísmo contemporáneo, esperando la hora que el Anticristo las reúna en amalgama perversa… Cuando venga el Anticristo no necesitará más que tomar a Kant y Nietzsche como base programal de su religión autoidolátrica».

Tal es la situación en que hoy nos desenvolvemos. El «odio formal» a Dios, escribe Castellani, es el pecado más grave que puede cometer un hombre. Es el pecado del demonio y será el pecado del Anticristo. Pues bien, en nuestro siglo hemos sido testigos presenciales del odio a Dios encarnado en manifestaciones sociológicas y hasta políticas. Hemos visto, en el Este, la aparición de una «nación atea», oficial y constitucionalmente «anti-tea», con organizaciones contra Dios, museos contra Dios, y toda una «cultura» abocada a la destrucción de la idea de Dios. Y en el ámbito occidental, hemos presenciado y seguimos presenciando la universalización de un género de vida, ampliamente promocionado por los medios de comunicación, que parece suponer que «no hay Dios», que «no hay otra vida», y que lo único que se debe propiciar es una sociedad signada por la inmanencia y el hedonismo.

No hace tanto blasfemaba Heine: «El cielo se lo dejamos a los ángeles y a los gorriones». Atinadamente escribe Castellani: «Todo lo que impida fabricar un edén en la tierra y un rascacielos que efectivamente llegue hasta el cielo debe ser combatido con la máxima fuerza y por todos los medios -según estos hombres. Los que de cualquier modo atajen o estorben la creación de esa Sociedad Terrena Perfecta y Feliz deben ser eliminados a cualquier costo. Todas las inmensas fuerzas del Dinero, la Política y la Técnica Moderna deben ser puestas al servicio de esta gran empresa de la Humanidad, que un gran político francés, Viviani, definió con el tropo bien apropiado de «apagar las estrellas». Esos hombres no son solamente los masones, ni solamente los judíos, ni solamente los herejes; ni tampoco son dellos todos los judíos y todos los herejes; aunque es cierto que a esa trenza de tres se pueden reducir como a su origen todos los que hoy día están ocupados -¡y con qué febril eficiencia, a veces!- en ese trabajito de pura cepa demoníaca».

Por eso, ni optimismo ni pesimismo, posiciones ambas sustentadas por todos «los que no tienen el sello de Dios en sus frentes» (Ap 9, 4). El mundo se dirige hacia una catástrofe intrahistórica, que quizás asuma la forma de un suicidio colectivo, pero dicha catástrofe condiciona una gloriosa transfiguración de la vida del hombre y del mundo. Por sobre el pesimismo y el optimismo -categorías psicológicas-, el Apocalipsis levanta la divisa de la esperanza, que es una virtud teologal. Como escribe Castellani, el Apocalipsis se encuentra por sobre el optimismo y el pesimismo; «es juntamente pesimista al máximo y optimista al máximo, y por ende supera por síntesis estas dos posiciones sentimentales». El proceso de la Kali-Yuga o Edad Sombría está relatado en él con los términos más crudos, pero también y paralelamente, el proceso de la final Restauración en Cristo, «dependiente no de las fuerzas humanas sino de la potencia superhistórica que gobierna la Historia». El Apocalipsis es, pues, un libro de esperanza, no un libro hecho para infundir miedo, sino para consolar y fortificar a los que se sienten acosados por el temor de un futuro pavoroso.

Un auténtico católico no puede sino desear la Segunda Venida, recordando que el que una vez vino es también el que vendrá, el erjómenos. Pero hoy más que nunca este anhelo se vuelve apremiante. Siempre que ha habido una crisis histórica grave, la atención de los cristianos se dirigió casi como por instinto a las profecías. La crisis actual, con el peligro atómico y nuclear, que no deja de pender como la espada de Damocles, es mayor que todas las precedentes, engendrando angustia generalizada. En el campo espiritual, la crisis de la Iglesia, la inmanentización de las virtudes teologales, la organización de la Gran Apostasía religiosa, agravan infinitamente la situación.

El querido e inolvidable P. Castellani ha hecho con sus libros sobre la esjatología un servicio relevante a la cultura religiosa. Tras las huellas de Soloviev, nos recuerda que la función del «Profeta», que especula sobre el futuro, es necesaria a una nación tanto o más que la función del «Sacerdote» y la función del «Monarca». Si se arroja por la borda la profecía, se cae necesariamente en la pseudoprofecía (fantaciencia, literatura de pesadilla o ensayos de utopía). En su espléndida novela Juan XXIII (XXIV), le hace decir al simpatiquísimo Papa argentino de la ficción: «Mira, andaluz: cuando la Iglesia anda mal no coincide la vocación del sacerdote con la del profeta; y esto es señal infalible, que entonces los sacerdotes desconocen y aun persiguen a los profetas -y eso pasaba en mi patria. Pero cuando la Iglesia anda bien, entonces es compatible el ser sacerdote con el ser guerrero, ser sabio, ser artista, ser poeta, ser»…

La conclusión de este análisis sobre el Apocalipsis no es permanecer con los brazos cruzados, sino preparar el espíritu para épocas bravías, disponiéndonos convenientemente a enfrentar la apostasía con lucidez y coraje, al tiempo que trabajando en favor de la verdad conculcada. Dicho propósito no será estéril, ni quedará sin recompensa.

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Obras consultadas

Leonardo Castellani, Cristo ¿vuelve o no vuelve?, Dictio, Bs. As., 19762.

-El Apokalypsis de San Juan, Vórtice, Bs. As., 19904.

-El Evangelio de Jesucristo, Theoría, Bs. As., 19633.

-Juan XXIII (XXIV), Una fantasía, Theoría, Bs. As., 1964.

-Las parábolas de Cristo, Jauja, Mendoza, 19942.

-Los papeles de Benjamín Benavides, Dictio, Bs. As., 19783.

-Su Majestad Dulcinea, Patria Grande, Bs. As., 1974.

Alcañiz-Castellani, La Iglesia patrística y la Parusía, Paulinas, Bs. As., 1962.


 
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