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TOMO 2

 
EL Protestantismo Comparado con el Catolicismo y sus Relaciones con la Civilización Europea (TOMO 2) Título: EL Protestantismo Comparado con el Catolicismo y sus Relaciones con la Civilización Europea (TOMO 2) Autor: Dr. D. Jaime Luciano Antonio Balmes y Urpià (1842) Contenido del Tomo II: CAPÍTULO XVI. La Iglesia católica empleó para la abolición de la esclavitud no sólo un sistema de doctrinas y sus máximas y espíritu de caridad, sino también un conjunto de medios prácticos. Punto de vista bajo el cual debe mirarse este hecho histórico. Ideas erradas de los antiguos sobre la esclavitud. Homero, Platón, Aristóteles. El cristianismo se ocupó desde luego en combatir esos errores. Doctrinas cristianas sobre las relaciones entre esclavos y señores. La Iglesia se ocupa en suavizar el trato cruel que se daba a los esclavos. CAPÍTULO XVII. La Iglesia defiende con celo la libertad de los manumitidos. Manumisión en las iglesias. Saludables efectos de esta practica. Redención de cautivos. Celo de la Iglesia en practicar y promover esta obra. Preocupación de los romanos sobre este punto. Influencia que tuvo en la abolición de la esclavitud el celo de la Iglesia por la redención de los cautivos. La Iglesia protege la libertad de los ingenuos. CAPÍTULO XVIII. Sistema seguido por la Iglesia con respecto a los esclavos de los judíos. Motivos que impulsaban a la Iglesia a la manumisión de sus esclavos. Su indulgencia en este punto. Su generosidad para con sus libertos. Los esclavos de la Iglesia eran considerados como consagrados a Dios. Saludables efectos de esta consideración. Se concede libertad a los esclavos que querían abrazar la vida monástica. Efectos de esta práctica. Conducta de la Iglesia en la ordenación de los esclavos. Represión de abusos que en esta parte se introdujeron. Disciplina de la Iglesia de España sobre este particular. CAPÍTULO XIX. Doctrinas de San Agustín sobre la esclavitud. Importancia de esas doctrinas para acarrear su abolición. Se impugna a Guizot. Doctrinas de Santo Tomás sobre la misma materia. Matrimonio de los esclavos. Disposición del derecho canónico sobre ese matrimonio. Doctrina de Santo Tomás sobre este punto. Resumen de los medios empleados por la Iglesia para la abolición de la esclavitud. Impugnase a Guizot. Se manifiesta que la abolición de la esclavitud es debida exclusivamente al Catolicismo. Ninguna parte tuvo en esta grande obra el Protestantismo. CAPÍTULO XX. Cuadro de la civilización moderna. Bosquejo de las civilizaciones no cristianas. Tres elementos de la civilización: individuo, familia, sociedad. La perfección de estos tres elementos dimana de las doctrinas. CAPÍTULO XXI. Distinción entre el individuo y el ciudadano. Individualismo de los bárbaros, según M. Guizot. Si este individualismo perteneció exclusivamente a los bárbaros. Naturaleza y origen de este sentimiento. Sus modificaciones. Cuadro de la vida de los bárbaros. Verdadero carácter de su individualismo. Confesión de M. Guizot. Este sentimiento lo tenían en algún modo todos los pueblos antiguos. CAPÍTULO XXII. El respeto al hombre, en cuanto hombre, desconocido de los antiguos. Analogía de esta particularidad de los antiguos, con un fenómeno de las revoluciones modernas. Tiranía del poder público sobre los intereses privados. Explicación de un doble fenómeno que se nos presenta en las sociedades antiguas y en las modernas no cristianas. Opinión de Aristóteles. Carácter de la democracia moderna. CAPÍTULO XXIII. En la primitiva Iglesia tenían los fieles el sentimiento de la verdadera independencia. Error de M. Guizot sobre este punto. Dignidad de la conciencia sostenida por la sociedad cristiana. Sentimiento del deber. Sublimes palabras de San Cipriano. Desarrollo de la vida interior. Defensa del libre albedrío por la Iglesia católica. Importancia de este dogma para realzar la dignidad del hombre. CAPÍTULO XXIV. Ennoblecimiento de la mujer debido exclusivamente al Catolicismo. Medios empleados por la Iglesia para realzarla. Doctrina cristiana sobre la dignidad de la mujer. Monogamia. Diferente conducta del Catolicismo y del Protestantismo sobre este punto. Firmeza de Roma con respecto al matrimonio. Sus efectos. Indisolubilidad del matrimonio. Del divorcio entre los protestantes. Efectos del dogma católico que mira el matrimonio como verdadero sacramento. CAPÍTULO XXV. Pretendido rigor del Catolicismo con respecto a los esposos desgraciados. Dos sistemas para dirigir las pasiones. Sistema protestante. Sistema católico. Ejemplos. Pasión del juego. Explosión de las pasiones en tiempos turbulentos. La causa. El amor. Carácter de esta pasión. El matrimonio por sí solo no es un freno suficiente. Lo que debe ser el matrimonio para que sirva de freno. Unidad y fijeza de las doctrinas y conducta del Catolicismo. Hechos históricos. Alejandro, César, Napoleón. CAPÍTULO XXVI. La Virginidad. Doctrinas y conducta del Catolicismo en este punto. Id. del Protestantismo. Id. de la filosofía incrédula. Origen del principio fundamental de la economía política inglesa. Consideraciones sobre el carácter de la mujer. Relaciones ele la doctrina sobre la virginidad con el realce de la mujer. CAPÍTULO XXVII. Examen de la influencia del feudalismo en realzar la mujer europea. Opinión de M. Guizot. Origen de su error. El amor del caballero. Espíritu de la caballería. El respeto de los germanos por las mujeres. Análisis del famoso pasaje de Tácito. Consideraciones sobre este historiador. César, su testimonio sobre los bárbaros. Dificultad de conocer bien el estado de la familia y de la sociedad entre los bárbaros. El respeto de que disfruta la mujer europea es debido al Catolicismo. Distinción del Cristianismo y Catolicismo, por qué se hace necesaria. CAPÍTULO XXVIII. La conciencia pública. Su verdadera idea. Causas que la forman. Comparación de la conciencia pública de las sociedades modernas con la de las antiguas. La conciencia pública es debida a la influencia del Catolicismo. Medios de que éste se sirvió para formarla. CAPÍTULO XXIX. Examen de la teoría de Montesquieu sobre los principios en que se fundan las varias formas de gobierno. Los antiguos censores. Por qué no los han tenido las sociedades modernas. Causas que en este punto extraviaron a Montesquieu. Su equivocación sobre el honor. Este honor bien analizado es el respeto a la conciencia pública. Ilustración de la materia con hechos históricos. CAPÍTULO XXX. Dos maneras de considerar el cristianismo, corno una doctrina y como institución. Necesidad que tiene toda idea de realizarse en una institución. Vicio radical del Protestantismo bajo este aspecto. La predicación. El sacramento de la penitencia. Influencia de la confesión auricular en conservar y acendrar la moralidad. Observación sobre los moralistas católicos. Fuerza de las ideas. Fenómenos que ofrecen. Necesidad de las instituciones, no sólo para enseñar sino también para aplicar las doctrinas. Influencia de la prensa. Intuición, discurso. CAPÍTULO XVI La Iglesia católica empleó para la abolición de la esclavitud no sólo un sistema de doctrinas y sus máximas y espíritu de caridad, sino también un conjunto de medios prácticos. Punto de vista bajo el cual debe mirarse este hecho histórico. Ideas erradas de los antiguos sobre la esclavitud. Homero, Platón, Aristóteles. El cristianismo se ocupó desde luego en combatir esos errores. Doctrinas cristianas sobre las relaciones entre esclavos y señores. La Iglesia se ocupa en suavizar el trato cruel que se daba a los esclavos. AFORTUNADAMENTE la Iglesia católica fue más sabia que los filósofos, y supo dispensar a la humanidad el beneficio de la emancipación, sin injusticias ni trastornos: ella regenera las sociedades, pero no lo hace en baños de sangre. Veamos, pues, cuál fue su conducta en la abolición de la esclavitud. Mucho se ha encarecido ya el espíritu de amor y fraternidad que anima al Cristianismo; y esto basta para convencer de que debió de ser grande la influencia que tuvo en la grande obra de que estamos hablando. Pero quizás no se ha explorado bastante todavía cuáles son los medios positivos, prácticos, digámoslo así, que echó mano para conseguir su objeto. Al través de la oscuridad de los siglos, en tanta complicación y variedad de circunstancias, ¿será posible rastrear algunos hechos que sean como las huellas que indiquen el camino seguido por la Iglesia católica para libertar a una inmensa porción del linaje humano de la esclavitud en que gemía? ¿Será posible decir algo más que algunos encomios generales de la caridad cristiana? ¿Será posible señalar un plan, un sistema, y probar su existencia y desarrollo, apoyándose no precisamente en expresiones sueltas, en pensamientos altos, en sentimientos generosos, en acciones aisladas de algunos hombres ilustres, sino en hechos positivos, en documentos históricos, que manifiesten cuál era el espíritu y la tendencia del mismo cuerpo de la Iglesia? Creo que sí: y no dudo que me sacará airoso en la empresa lo que puede haber de más convincente y decisivo en la materia, a saber: los monumentos de la legislación eclesiástica. 140 Y ante todo no será fuera del caso recordar lo que se lleva ya indicado anteriormente, que cuando se trata de conducta, de designios, de tendencias, con respecto a la Iglesia, no es necesario suponer que esos designios cupieran en toda su extensión en la mente de ningún individuo en particular, ni que todo el mérito y efecto de semejante conducta fuesen bien comprendidos por ninguno de los que en ella intervenían: y aun puede decirse que no es necesario suponer que los primeros cristianos conociesen toda la fuerza de las tendencias del Cristianismo con respecto a la abolición de la esclavitud. Lo que conviene manifestar es que se obtuvo el resultado por las doctrinas y la conducta de la Iglesia; pues que entre los católicos, si bien se estiman los méritos y el grandor de los individuos en lo que valen, no obstante cuando se habla de la Iglesia, desaparecen los individuos; sus pensamientos y su voluntad son nada, porque el espíritu que anima, que vivifica y dirige a la Iglesia, no es el espíritu del hombre, sino el Espíritu del mismo Dios. Los que no pertenezcan a nuestra creencia echarán mano de otros nombres; pero estaremos conformes, cuando menos, en que mirados los hechos de esta manera, elevados sobre el pensamiento y voluntad del individuo, conservan mucho mejor sus verdaderas dimensiones, y no se quebranta en el estudio de la historia la inmensa cadena de los sucesos. Dígase que la conducta de la Iglesia fue inspirada y dirigida por Dios, o bien que fue hija de un instinto, que fue el desarrollo de una tendencia entrañada por sus doctrinas; se empleen estas o aquellas expresiones, hablando como católico o como filósofo, en esto no es menester detenerse ahora; pues lo que conviene manifestar es que ese instinto fue generoso y atinado, que esa tendencia se dirigía a un grande objeto, y que lo alcanzó. Lo primero que hizo el Cristianismo con respecto a los esclavos fue disipar los errores que se oponían no sólo a su emancipación universal, sino hasta a la mejora de su estado: es decir que la primera fuerza que desplegó en el ataque fue, según tiene por costumbre, la fuerza de las ideas. Era este primer paso tanto más necesario para curar el mal, cuanto acontecía en él lo que suele suceder en todos los males, que andan siempre acompañados de algún error, que o los produce o los fomenta. Había no sólo la opresión, la degradación de una parte de la humanidad; sino que estaba muy acreditada una opinión errónea, que procuraba humillar más y más a esa parte de la humanidad. La raza de los esclavos era, según dicha opinión, una raza vil, que no se levantaba ni de mucho al nivel de la de los hombres libres; era una raza degradada por el mismo Júpiter, marcada con un sello humillante por la naturaleza misma, destinada ya de antemano a ese estado de abyección y vileza. Doctrina ruin sin duda, desmentida por la naturaleza humana, por la historia, por la experiencia; pero que no dejaba por esto de contar distinguidos defensores, y que con ultraje de la humanidad y escándalo de la razón, la vemos proclamar por largos siglos, hasta que el Cristianismo vino a disiparla, tomando a su cargo la vindicación de los derechos del hombre. Homero nos dice (Odis. 17) que “Júpiter quitó la mitad de la mente a los esclavos”. En Platón encontramos el rastro de la misma doctrina, pues que si bien en boca de otros como acostumbra, no deja sin embargo de aventurar lo siguiente: “se dice que en el ánimo de los esclavos nada hay de sano ni entero, y que un hombre prudente no debe fiarse de esa casta de hombres, cosa que atestigua también el más sabio de nuestros poetas”: citando en seguida el pasaje de Homero, arriba indicado. (Plat. l. de las Leyes). Pero donde se encuentra esa degradante doctrina en toda su negrura y desnudez, es en la Política de Aristóteles. No ha faltado quien ha querido defenderle, pero en vano; porque sus propias palabras le condenan sin remedio. Explicando en el primer capítulo de su obra la constitución de la familia, y proponiéndose fijar las relaciones entre el marido y la mujer, y entre el señor y el esclavo, asienta que así como la hembra es naturalmente diferente del varón, así el esclavo es diferente del dueño; he aquí sus palabras: “y así la hembra y el esclavo son distinguidos por la misma naturaleza”. Esta expresión no se le escapó al filósofo, sino que la dijo con pleno conocimiento, y no es otra cosa que el compendio de su teoría. En el cap. 3 continúa analizando los elementos que componen la familia, y después de asentar que “una familia perfecta consta de libres y de esclavos”, se fija en particular sobre los últimos, y empieza combatiendo una opinión que parecía favorecerles demasiado. “Hay algunos, dice, qué piensan que la esclavitud es cosa fuera del orden de la naturaleza; pues que sólo viene de la ley el ser éste esclavo y aquél libre, ya que por la naturaleza en nada se distinguen”. 142 Antes de rebatir esa opinión explica las relaciones del dueño y del esclavo, valiéndose de la semejanza del artífice y del instrumento, y también del alma y del cuerpo, y continúa: “Si se comparan el macho y la hembra, aquél es superior y por esto manda, ésta inferior y por esto obedece, y lo propio ha de suceder en todos los hombres: y así aquéllos que son tan inferiores cuanto lo es el cuerpo respecto del alma, y el bruto respecto del hombre, y cuyas facultades consisten principalmente en el uso del cuerpo, siendo este uso el mayor provecho que de ellos se saca, éstos son esclavos por naturaleza”. A primera vista podría parecer que el filósofo habla solamente de las fatuos, pues así parecen indicarlo sus palabras; pero veremos en seguida por el contexto que no es tal su intención. Salta a la vista que si hablara de los fatuos, nada probaría contra la opinión que se propone impugnar, siendo el número de éstos tan escasos, que es nada en comparación de la generalidad de los hombres: además que si a los fatuos quisiera ceñirse, ¿de qué sirviera su teoría, fundada únicamente en una excepción monstruosa y muy rara? Pero no necesitamos andarnos en conjeturas sobre la verdadera mente del filósofo; él mismo se cuida de explicárnosla, revelándonos al propio tiempo por qué se había valido de expresiones tan fuertes, que parecían sacar la cuestión de su juicio. Nada menos se propone que atribuir a la naturaleza el expreso designio de producir hombres de dos clases: unos nacidos para la libertad, otros para la esclavitud. El pasaje es demasiado importante y curioso para que podamos dejar de copiarle. Dice así: “Bien quiere la naturaleza procrear diferentes los cuerpos de los libres y de los esclavos: de manera que los de éstos sean robustos, y a propósito para los usos necesarios, y los de aquéllos bien formados, útiles sí para trabajos serviles, pero acomodados para la vida civil, que consiste en el manejo de los negocios de la guerra y de la paz; pero muchas veces sucede lo contrario, y a unos les cabe cuerpo de esclavo y a otros alma de libre. No hay duda que, si en el cuerpo se aventajasen tanto algunos como las imágenes de los dioses, todo el mundo sería de parecer que debieran servirles aquéllos que no hubiesen alcanzado tanta gallardía. Si esto es verdad hablando del cuerpo, mucho más lo es hablando del alma; bien que no es tan fácil ver la hermosura de ésta como la de aquél; y así no puede dudarse que hay algunos hombres nacidos para la libertad, así como hay otros nacidos para la esclavitud: esclavitud que a más de ser útil a los mismos esclavos, es también justa”. ¡Miserable filosofía! que para sostener un estado degradante necesitaba apelar a tamañas cavilaciones, achacando a la naturaleza la intención de procrear diferentes castas, nacidas las unas para dominar, las otras para servir: ¡filosofía cruel! la que así procuraba quebrantar los lazos de fraternidad con que el Autor de la naturaleza ha querido vincular al humano linaje, que así se empeñaba en levantar una barrera entre hombre y hombre, que así ideaba teorías para sostener la desigualdad; y no aquella desigualdad que resulta necesariamente de toda organización social, sino una desigualdad tan terrible y degradante cual es la de la esclavitud. Levanta el Cristianismo la voz, y en las primeras palabras que pronuncia sobre los esclavos los declara iguales en dignidad de naturaleza a los demás hombres: iguales también en la participación de las gracias que el Espíritu Divino va a derramar sobre la tierra. Es notable el cuidado con que insiste sobre este punto el apóstol san Pablo: no parece sino que tenía a la vista las degradantes diferencias que por un funesto olvido de la dignidad del hombre se querían señalar; nunca se olvida de inculcar la nulidad de la diferencia del esclavo y del libre. “Todos hemos sido bautizados en un espíritu, para formar un mismo cuerpo, judíos o gentiles, esclavos o libres”. (1 ad Cor. c. 12. v. 13). “Todos sois hijos de Dios por la fe qué es en Cristo Jesús. Cualesquiera que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay macho ni hembra: pues todos sois uno en Jesucristo”. (Ad Gal, c. 3. v. 26, 27, 28)., “Donde no hay gentil ni judío, circunciso e incircunciso, bárbaro y escita, esclavo y libre, sino todo y en todos Cristo”. (Ad Coloss. c. 3. v. 11). Parece que el corazón se ensancha al oír proclamar en alta voz, esos grandes principios de fraternidad y de santa igualdad; cuando acabamos de oír a los oráculos del paganismo, ideando doctrinas para abatir más y más a los desgraciados esclavos, parece que despertamos de un sueño angustioso, y nos encontramos con la luz del día, en medio de una realidad halagüeña. La imaginación se complace en mirar a tantos millones de hombres que encorvados bajo el peso de la degradación y de la ignominia, levantan sus ojos al cielo, y exhalan un suspiro de esperanza. Aconteció con esta enseñanza del Cristianismo lo que acontece con todas las doctrinas generosas y fecundas: penetran hasta el corazón de la sociedad, quedan allí depositadas como un germen precioso, y desenvueltas con el tiempo producen un árbol inmenso que cobija bajo su sombra las familias y las naciones. Como esparcidas entre hombres no pudieron tampoco librarse de que se las interpretase mal, y se las exagerase; y no faltaron algunos que pretendieron que la libertad cristiana era la proclamación de la libertad universal. Al resonar a los oídos de los esclavos las dulces palabras del Cristianismo, al oír que se los declaraba hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, al ver que no se hacía distinción alguna entre ellos y sus amos, ni aun los más poderosos señores de la tierra, no ha de parecer tampoco muy extraño que hombres acostumbrados solamente a las cadenas, al trabajo, y a todo linaje de pena y envilecimiento, exagerasen los principios de la doctrina cristiana, e hiciesen de ella aplicaciones, que ni eran en sí justas, ni tampoco capaces de ser reducidas a la práctica. 144 Sabemos por San Jerónimo que muchos, oyendo que se los llamaba a la libertad cristiana, pensaron que con ésta se les daba la libertad; y quizás el Apóstol aludía a este error, cuando en su primera carta a Timoteo (c. 6. v. 1) decía: “Todos los que están bajo el yugo de la esclavitud, que Honren con todo respeto a sus dueños para que el nombre y la doctrina del Señor no sean blasfemados”. Este error había tenido tal eco, que después de tres siglos andaba todavía muy válido, viéndose obligado el concilio de Gangres, celebrado por los años de 324, a excomulgar a aquéllos que, bajo pretexto de piedad, enseñaban que los esclavos debían dejar a sus amos, y retirarse de su servicio. No era esto lo que enseña el Cristianismo; y además queda ya bastante evidenciado que no hubiera sido éste el verdadero camino para llegar a la emancipación universal. Así es que el mismo Apóstol, a quien hemos oído hablar a favor de los esclavos un lenguaje tan generoso, les inculca repetidas veces la obediencia a sus dueños; pero es notable que mientras cumple con este deber impuesto por el espíritu de paz y de justicia que anima al cristianismo, explica de tal manera los motivos en que se ha de fundar la obediencia de los esclavos, recuerda con tan sentidas y vigorosas palabras las obligaciones que pesan sobre los dueños, y asienta tan expresa y terminantemente la igualdad de todos los hombres ante Dios, que bien se conoce cuál era su compasión para con esa parte desgraciada de la humanidad, y cuán diferentes eran sobre este particular sus ideas de las de un mundo endurecido y ciego. Se alberga en el corazón del hombre un sentimiento de noble independencia, que no le consiente sujetarse a la voluntad de otro hombre, a no ser que se le manifiesten títulos legítimos en que fundarse puedan las pretensiones del mando. Si estos títulos andan acompañados de razón y de justicia, y sobre todo si están radicados en altos objetos que el hombre acata y ama, la razón se convence, el corazón se ablanda, y el hombre cede. Pero si la razón del mando es sólo la voluntad de otro hombre, si se hallan encarados, por decirlo así, hombre con hombre, entonces bullen en la mente los pensamientos de igualdad, arde en el corazón el sentimiento de la independencia, la frente se pone altanera y las pasiones braman. Por esta causa, en tratándose de alcanzar obediencia voluntaria y duradera, es menester que en el que manda se oculte, desaparezca el hombre y sólo se vea el representante de un poder superior, o la personificación de los motivos que manifiestan al súbdito la justicia y la utilidad de la sumisión: de esta manera no se obedece a la voluntad ajena, por lo que es en sí, sino porque representa un poder superior, o porque es el intérprete de la razón y de la justicia; y así no mira el hombre ultrajada su dignidad, y se le hace la obediencia suave y llevadera. No es menester decir si eran tales los títulos en que se fundaba la obediencia de los esclavos, antes del Cristianismo: las costumbres los equiparaban a los brutos, y las leyes venían, si cabe, a recargar la mano, usando de un lenguaje que no puede leerse sin indignación. El dueño mandaba porque tal era su voluntad, y el esclavo se veía precisado a obedecer, no en fuerza de motivos superiores, ni de obligaciones morales, sino porque era una propiedad del que mandaba, era un caballo regido por el freno, era una máquina que había de corresponder al impulso del manubrio. ¿Qué extraño, pues, si aquellos infelices, abrevados de infortunio y de ignominia, abrigaban en su pecho aquel hondo y concentrado rencor, aquella virulenta saña, aquella terrible sed de venganza, que a la primera oportunidad reventaba con explosión espantosa? El horroroso degüello de Tiro, ejemplo y terror del universo, según la expresión de Justino, las repetidas sublevaciones de los penestas en Tesalia, de los ilotas en Lacedemonia, las defecciones de los de Quío y Atenas, la insurrección acaudillada por Herdonio, y el terror causado por ella a todas las familias de Roma, las sangrientas escenas, la tenaz y desesperada resistencia de las huestes de Espartaco, ¿qué eran sino el resultado natural del sistema de violencia, de ultraje y desprecio con que se trataba a los esclavos? ¿No es esto lo mismo que hemos visto reproducido en tiempos recientes, en las catástrofes de los negros de las colonias? Tal es la naturaleza del hombre: quien siembra desprecio y ultraje, recoge furor y venganza. Estas verdades no se ocultaron al Cristianismo, y así es que si predicó la obediencia, procuró fundarla en títulos divinos; si conservó a los dueños sus derechos, también les enseñó altamente sus obligaciones; y allí donde prevalecieron las doctrinas cristianas, pudieron los esclavos decir: “somos infelices, es verdad: a la desdicha nos han condenado, o el nacimiento, o la pobreza o los reveses de la guerra, pero al fin se nos reconoce por hombres, por hermanos; y entre nosotros y nuestros dueños hay una reciprocidad de obligaciones y de derechos”. - 146 Oigamos si no lo que dice el Apóstol: “Esclavos, obedeced a los señores carnales con temor y temblor, con sencillez de corazón como a Cristo, no sirviendo con puntualidad para agradar a los hombres, sino como siervos de Cristo, haciendo de corazón la voluntad de Dios, sirviendo de buena voluntad, como al Señor, y no como a los hombres. Sabiendo que cada uno recibirá del Señor el bien que hiciere, sea esclavo, sea libre. Y vosotros, señores, haced lo mismo con vuestros esclavos, aflojando en vuestras amenazas; sabiendo que el Señor de ellos y vuestro está en los cielos; y delante de él no hay acepción de personas”. (Ad Ephes. c. 6. v. S, 6, 7, 8, 9,). En la carta a los colonenses (c. 3) vuelve a inculcar la misma doctrina de la obediencia, fundándola en los mismos motivos; y como consolando a los infelices esclavos les dice: “del Señor recibiréis la retribución de la Heredad. Servid a Cristo Señor. Pues quien hace injuria recibirá su condigno castigo: 3. no hay delante de Dios acepción de personas”. Y más abajo (c. 4. v. 1) dirigiéndose a los señores añade : “señores, dad a los esclavos lo que es justo y equitativo; sabiendo que también vosotros tenéis un Señor en el cielo”. Esparcidas doctrinas tan benéficas, ya se ve que había de mejorarse en gran manera la condición de los esclavos, siendo el resultado más inmediato el templarse aquel rigor tan excesivo, aquella crueldad que nos sería increíble, si no nos constara en testimonios irrecusables. Sabido es que el dueño tenía el derecho de vida y de muerte, y que se abusaba de esta facultad hasta matar a un esclavo por un capricho, como lo hizo Quintio Flaminio en medio de un convite; y hasta arrojar a las murenas a uno de esos infelices por haber tenido la desgracia de quebrantar un vaso, como se nos refiere de Vedio Polión. Y no se limitaba tamaña crueldad al círculo de algunas familias que tuviesen un dueño sin entrañas, no, sino que estaba erigida en sistema: resultado funesto, pero necesario, del extravío de las ideas sobre este punto, del olvido de los sentimientos de humanidad : sistema violento que sólo se sostenía teniendo hincado sin cesar el pie sobre la cerviz del esclavo, que sólo se interrumpía cuando pudiendo éste prevalecer, se arrojaba sobre su dueño y lo hacía pedazos. Era antiguo proverbio: “tantos enemigos cuantos esclavos”. Ya hemos visto los estragos que hacían esos hombres furiosos y abrasados de sed de venganza, siempre que podían quebrantar las cadenas que los oprimían; pero a buen seguro que no les iban en zaga los dueños cuando se trataba de inspirarles terror. En Lacedemonia, temiéndose un día de la mala voluntad de los ilotas, los reunieron a todos cerca del templo de Júpiter, y los pasaron a cuchillo (Tuc., 1. 4); y en Roma había la bárbara costumbre de que, siempre que fuese asesinado algún dueño, fueran condenados a muerte todos sus esclavos. 147 Congoja da el leer en Tácito (Anzz. 1. 44,43) la horrorosa escena ocurrida después de haber sido asesinado por uno de sus esclavos el prefecto de la ciudad, Pedanio Secundo. Eran nada menos que 400 los esclavos del difunto, y según la antigua costumbre debían ser conducidos todos al suplicio. Espectáculo tan cruel y lastimoso en que se iba a dar la muerte a tantos inocentes, movió a compasión al pueblo, que llegó al extremo de amotinarse para impedir tamaña carnicería. Perplejo el senado, deliberaba sobre el negocio, cuando tomando la palabra un orador llamado Casio, sostuvo con energía la necesidad de llevar a cabo la sangrienta ejecución,, no sólo a causa de prescribirlo así la antigua costumbre, siglo también por no ser posible de otra manera el preservarse de la mala voluntad de los esclavos. En sus palabras sólo hablan la injusticia y la tiranía; ve por todas partes peligros y asechanzas; no sabe excogitar otros preservativos que la fuerza y el terror; siendo notable en particular la siguiente cláusula, porque en breve espacio nos retrata las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto : “Sospechosa fue siempre a nuestros mayores la índole de los esclavos, aun de aquéllos que por haberles nacido en sus propias posesiones y casas, podían desde la cuna haber cobrado afición a los dueños; pero después que tenemos esclavos de naciones extrañas, de diferentes usos y de diversa religión, para contener a esa canalla no hay otro medio que el terror”. La crueldad prevaleció: se reprimió la osadía del pueblo, se cubrió de soldados la carrera, y los 400 desgraciados fueron conducidos al patíbulo. Suavizar ese trato cruel, desterrar esas horrendas atrocidades, era el primer fruto que debían dar las doctrinas cristianas; y puede asegurarse que la Iglesia no perdió jamás de vista tan importante objeto, procurando que la condición de los esclavos se mejorase en cuanto era posible; que en materia de castigos se sustituyese la indulgencia a la crueldad; y lo que más importaba, se esforzó en que ocupase la razón el lugar del capricho, que a la impetuosidad de los dueños sucediese la calma de los tribunales : es decir, que anduvieran aproximando los esclavos a los libres, rigiendo con respecto a ellos, no el hecho sino el derecho. La Iglesia no ha olvidado jamás la hermosa lección que le dió el Apóstol cuando escribiendo a Filemón intercedía por un esclavo, y esclavo fugitivo, llamado Onésimo, y hablaba en su favor un lenguaje que no se había oído nunca en favor de esa clase desgraciada. “Te ruego, le decía, por mi hijo Onésimo : ahí te lo he remitido, recíbelo como mis entrañas, no como a esclavo sino como a hermano carísimo; si me amas, recíbelo como a mí; si en algo te ha dañado, o te debe, yo quedo responsable”. (Ep. ad Philem). No, la Iglesia no olvidó esta lección de fraternidad y de amor, y el suavizar la suerte de los esclavos fue una de sus atenciones más predilectas. El concilio de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, sujeta a penitencia a la mujer que haya golpeado con daño grave a su esclava. El de Orleáns, celebrado en 549 (can. 22), prescribe que si se refugiare en la Iglesia algún esclavo que hubiere cometido algunas faltas, se le vuelva a su amo, pero haciéndole antes prestar juramento de que al salir no le hará daño ninguno; mas que si le maltratare quebrantando el juramento, sea separado de la comunión y de la mesa de los católicos. Este canon nos revela dos cosas: la crueldad acostumbrada de los amos, y el celo de la Iglesia por suavizar el trato de los esclavos. Para poner freno a la crueldad nada menos se necesitaba que exigir un juramento; y la Iglesia, aunque de suyo tan edificada en materia de juramentos, juzgaba sin embargo el negocio de bastante importancia, para que pudiera y debiera emplearse en el augusto nombre de Dios. El favor y protección que la Iglesia dispensaba a los esclavos, se iba extendiendo rápidamente : y a lo que parece, debía de introducirse en algunos lugares la costumbre de exigir juramento, no tan sólo de que el esclavo refugiado a la iglesia no sería maltratado en su persona, pero que ni aun se le impondría trabajo extraordinario, ni se le señalaría con ningún distintivo que le diera a conocer. De esta costumbre, procedente sin duda del celo por el bien de la humanidad, pero que quizás hubiera traído inconvenientes aflojando con demasiada prontitud los lazos de la obediencia, y dando lugar a excesos de parte de los esclavos, encuéntranse los indicios en una disposición del concilio de Epaona (hoy según algunos Abbón) celebrado por los años de 517, en que se procura atajar el mal, prescribiendo una prudente moderación, sin levantar por eso la mano de la protección comenzada. En el canon 39 ordena, que si un esclavo reo de algún delito atroz se retrae a la iglesia, sólo se le libre de las penas corporales; sin obligar al dueño a prestar juramento de que no le impondrá trabajo extraordinario, o que no le cortará el pelo para que sea conocido. Y nótese bien, que si se pone esa limitación es cuando el esclavo haya cometido un delito atroz, y que en tal caso la facultad que se le deja al amo, es la de imponerle trabajo extraordinario, o de distinguirle cortándole el pelo. 149 Quizás no faltará quien tizne de excesiva semejante indulgencia, pero es menester advertir que cuando los abusos son grandes y arraigados, el empuje para arrancarlos ha de ser fuerte; y que a veces, si bien parece a primera vista que se traspasan los límites de la prudencia, este exceso aparente no es más que aquella oscilación indispensable que sufren las cosas, antes de alcanzar su verdadero aplomo. Aquí no trataba la Iglesia de proteger el crimen, no reclamaba indulgencia para el que no la mereciese; lo que se proponía era poner coto a la violencia y al capricho de los amos; no quería consentir que un hombre sufriese los tormentos y la muerte, porque tal fuese la voluntad de otro hombre. El establecimiento de leyes justas, y la legítima acción de los tribunales, son causas a que jamás se ha opuesto la Iglesia; pero la violencia de los particulares no ha podido consentirla nunca. De este espíritu de oposición al ejercicio de la fuerza privada, espíritu que entraña nada menos que la organización social, encontramos una muestra muy a propósito en el canon 15 del concilio de Mérida, celebrado en el año 666. Sabido es, y lo llevo ya indicado, que los esclavos eran una parte principal de la propiedad, y que estando arreglada la distribución del trabajo conforme a esta base, no le era posible prescindir de tener esclavos a quien tuviese propiedades, sobre todo si eran algo considerables. La Iglesia se hallaba en este caso; y como no estaba en su mano el cambiar de golpe la organización social, tuvo que acomodarse a esta necesidad, y tenerlos también. Si con respecto a éstos quería introducir mejoras, bueno era que empezase ella misma a dar el ejemplo; y este ejemplo se halla en el canon del concilio que acabo de citar. En él, después de haber prohibido a los obispos y a los sacerdotes el maltratar a los sirvientes de la iglesia mutilándolos, dispone el concilio que si cometen algún delito se los entregue a los jueces seglares, pero de manera que los obispos moderen la pena a que sean condenados. Es digno de notarse que, según se deduce de este canon, estaba todavía en uso el derecho de mutilación, hecha por el dueño particular; y que quizás se conservaza aún muy arraigado, cuando vemos que el concilio se limita a prohibir esta pena a los eclesiásticos, y nada dice con respecto a los legos. En esta prohibición influía sin duda la mira de que derramando sangre humana, no se hicieran incapaces los eclesiásticos de ejercer aquel elevado ministerio, cuyo acto principal es el augusto sacrificio en que se ofrece una víctima de paz y de amor; pero esto nada quita de su mérito, ni disminuye su influencia en la mejora de la suerte de los esclavos : siempre era reemplazar la vindicta particular con la vindicta pública; era una nueva proclamación de la igualdad de los esclavos con los libres cuando se trataba de efusión de sangre; era declarar que las manos que derramasen la de un esclavo quedaban con la misma mancha que si hubiesen vertido la de un hombre libre. 150 Y era necesario inculcar de todos modos esas verdades saludables, ya que estaban en tan abierta contradicción con las ideas y costumbres antiguas; era necesario trabajar asiduamente en que desapareciesen las expresiones vergonzosas y crueles, que mantenían privados a la mayor parte de los hombres de la participación de los derechos de la humanidad. En el canon que acabo de citar hay una circunstancia notable que manifiesta la solicitud de la Iglesia para restituir a los esclavos la dignidad y consideración de que se hallaban privados. El rapamiento de los cabellos era entre los godos una pena muy afrentosa, y que según nos dice Lucas de Tuy, casi les era más sensible que la muerte. Ya se deja entender que cualquiera que fuese la preocupación sobre este punto, podía la Iglesia permitir el rapamiento, sin incurrir en la nota que consigo lleva el derramamiento de sangre, pero sin embargo no quiso hacerlo; y esto indica que procuraba borrar las marcas de humillación, estampadas en la frente del esclavo. Después de haber prevenido a los sacerdotes y obispos, que entreguen al juez a los que sean culpables, dispone que “no toleren que se los rape con ignominia”. Ningún cuidado estaba de más en esta materia; era necesario acechar todas las ocasiones favorables, procurando que anduviesen desapareciendo las odiosas excepciones que afligían a los esclavos. Esta necesidad se manifiesta bien a las claras en el modo de expresarse el concilio decimoprimero de Toledo, celebrado en el año 675. En su canon 6 prohíbe a los obispos el juzgar por sí los delitos dignos de muerte, y el mandar la mutilación de los miembros; pero véase cómo juzgó necesario advertir que no consentía excepción, añadiendo “ni aun contra los siervos de su iglesia”. El mal era grave, y no podía ser curado sino con solicitud muy asidua; por manera que aun limitándonos al derecho más cruel de todos, cual es el de vida y muerte, vemos que cuesta largo trabajo el extirparle. A principios del siglo VI no faltaban ejemplos de tamaño exceso, pues que el concilio de Epaona en su canon 34 dispone “que sea privado por dos años de la comunión de la Iglesia el amo que por su propia autoridad haga quitar la vida a su esclavo”. Había promediado ya el siglo IX, y todavía nos encontramos con atentados semejantes: atentados que procuraba reprimir el concilio de Wormes, celebrado en el año 868, sujetando a dos años de penitencia al amo que con su autoridad privada hubiese dado muerte a su esclavo. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XVII La Iglesia defiende con celo la libertad de los manumitidos. Manumisión en las iglesias. Saludables efectos de esta practica. Redención de cautivos. Celo de la Iglesia en practicar y promover esta obra. Preocupación de los romanos sobre este punto. Influencia que tuvo en la abolición de la esclavitud el celo de la Iglesia por la redención de los cautivos. La Iglesia protege la libertad de los ingenuos. MIENTRAS se suavizaba el trato de los esclavos, y se los aproximaba en cuanto era posible a los hombres libres, era necesario no descuidar la obra de la emancipación universal: pues que no bastaba mejorar ese estado, sino que además convenía abolirle. La sola fuerza de las doctrinas cristianas, y el espíritu de caridad que al par con ellas se iba difundiendo por toda la tierra atacaban tan vivamente la esclavitud, que tarde o temprano debían llevar a cabo su completa abolición; porque es imposible que la sociedad permanezca por largo tiempo en un orden de cosas, que esté en oposición con las ideas de que está imbuida. Según las doctrinas cristianas, todos los hombres tienen un mismo origen y un mismo destino, todos son hermanos en Jesucristo, todos están obligados a amarse de todo corazón, a socorrerse en las necesidades, a no ofenderse ni siquiera de palabra; todos son iguales ante Dios, pues que serán juzgados sin acepción de personas; el Cristianismo se iba extendiendo, arraigando por todas partes, apoderándose de todas las clases, de todos los ramos de la sociedad : ¿cómo era posible, pues, que continuase la esclavitud, ese estado degradante en que el hombre es propiedad de otro, en que es vendido como un bruto, en que se le priva de los dulcísimos lazos de familia, en que no participa de ninguna de las ventajas de la sociedad? Cosas tan contrapuestas ¿podían vivir juntas? Las leyes estaban en favor de la esclavitud, es verdad, y aun puede añadirse más, y es que el Cristianismo no desplegó un ataque directo contra esas leyes; pero en cambio ¿qué hizo? 152 Procuró apoderarse de las ideas y costumbres, les comunicó un nuevo impulso, les dió una dirección diferente, y en tal caso ¿qué pueden las leyes? Se afloja su rigor, se descuida su observancia, se empieza a sospechar de su equidad, se disputa sobre su conveniencia, se notan sus malos efectos, van caducando poco a poco, de manera que a veces ni es necesario darles un golpe para destruirlas : se las arrumba por inútiles, o si merecen la pena de una abolición expresa, es por mera ceremonia, son como un cadáver que se entierra con honor. Mas no se infiera de lo que acabo de decir que, por tanta importancia a las ideas y costumbres cristianas, pretenda que se abandonó el buen éxito a esa sola fuerza, sin que al propio tiempo cuidara la Iglesia de tomar las medidas conducentes demandadas por los tiempos y circunstancias, nada de eso, antes, como llevo indicado ya, la Iglesia echó mano de varios medios, los más a propósito para surtir el efecto deseado. Si se quería asegurar la obra de la emancipación, era muy conveniente en primer lugar poner a cubierto de todo ataque la libertad de las manumitidos; libertad que desgraciadamente no dejaba de verse combatida con frecuencia, y de correr graves peligros. De este triste fenómeno no es difícil encontrar las causas en los restos de las ideas y costumbres antiguas, en la codicia de los poderosos, en el sistema de violencia generalizado con la irrupción de los bárbaros, y en la pobreza, desvalimiento y completa falta de educación y moralidad, en que debían de encontrarse los infelices que iban saliendo de la esclavitud; porque es de suponer que muchos no conocerían todo el valor de la libertad, que no siempre se portarían en el nuevo estado conforme dicta la razón y exige la justicia, y que entrando de nuevo en la posesión de los derechos de hombre libre, no sabrían cumplir con sus nuevas obligaciones. Pero todos estos inconvenientes, inseparables de la naturaleza de las cosas, no debían impedir la consumación de una obra reclamada por la religión y la humanidad; era necesario resignarse a sufrirlos, considerando que en la parte de culpa que caber pudiera a los manumitidos, había muchos motivos de excusa, a causa de que el estado de que acababan de salir embargaba el desarrollo de las facultades intelectuales y morales. Se ponía a cubierto de los ataques de la injusticia, y quedaba en cierto modo, revestida de una inviolabilidad sagrada la libertad de los nuevos emancipados, si emancipación se enlazaba con aquellos objetos que a la sazón ejercían más poderoso ascendiente. Hallábase en este caso la Iglesia, y cuanto era de su pertenencia; y por lo mismo fue sin duda muy conducente que se introdujese la costumbre de manumitir en los templos. 153 Este acto, al paso que reemplazaba los usos antiguos, y los hacía olvidar, venía a ser como una declaración tácita de lo muy agradable que era a Dios la libertad de los hombres; una proclamación práctica de igualdad ante Dios, ya que allí mismo se ejecutaba la manumisión, donde se leía con frecuencia que delante de Dios no hay acepción de personas, en el mismo lugar donde desaparecían todas las distinciones mundanas, donde quedaban confundidos todos los hombres, unidos con suaves lazos de fraternidad y de amor. Verificada de este modo la manumisión, la Iglesia tenía un derecho más expedito para defender la libertad del manumitido; pues que habiendo sido ella testigo del acto, podía dar fe de su espontaneidad y demás circunstancias para asegurar la validez, y aun podía también reclamar su observancia, apoyándose en que faltar a ella era en cierto modo una profanación del lugar sagrado, era no cumplir lo prometido delante del mismo Dios. No se olvidaba la Iglesia de aprovechar en favor de los manumitidos semejantes circunstancias; y así vemos que el primer concilio de Orange, celebrado en 441, dispone en su canon 7, que es menester reprimir con censuras eclesiásticas a los que quieren someter a algún género de servidumbre a los esclavos a quienes se haya dado libertad en la iglesia, y un siglo después encontramos repetida la misma prohibición en el canon 7 del 54 concilio de Orleáns, celebrado en el año 549. La protección dispensada por la Iglesia a los esclavos manumitidos era tan manifiesta y conocida de todos, que se introdujo la costumbre de recomendárselos particularmente. Hacíase esta recomendación a veces en testamento, como nos lo indica el concilio de Orange poco ha citado; ordenando que por medio de las censuras eclesiásticas se impida que no sean sometidos a género alguno de servidumbre los esclavos manumitidos, recomendados en testamento a la Iglesia. No siempre se hacía por testamento esa recomendación, según se infiere del canon 6 del concilio de Toledo, celebrado en 589, donde se dispone que cuando sean recomendados a la Iglesia algunos manumitidos, no se los prive ni a ellos ni a sus hijos de la protección de la misma. Aquí se habla en general, sin limitarse al caso de mediar testamento. Lo mismo puede verse en otro concilio de Toledo, celebrado en el año 633, donde se dice que la Iglesia recibirá únicamente bajo su protección a los libertos de los particulares que se los hayan recomendado. Aun cuando la manumisión no se hubiese hecho en el templo, ni hubiese mediado recomendación particular, no obstante la Iglesia no dejaba de tomar parte en la defensa de los manumitidos, en viendo que peligraba su libertad. 154 Quien estime en algo la dignidad del hombre, quien abrigue en su pecho algún sentimiento de humanidad, seguramente no llevará a mal que la Iglesia se entrometiese en esa clase de negocios, aunque no consideráramos otros títulos que los que da al hombre generoso la protección del desvalido; no le desagradará el encontrar mandado en el canon 29 del concilio de Agde en Languedoc, celebrado en 506, que la Iglesia, en caso necesario, tome la defensa de aquéllos a quienes sus amos han dado legítimamente libertad. En la grande obra de abolición de la esclavitud, ha tenido no escasa parte el celo que en todos tiempos y lugares ha desplegado la Iglesia por la redención de los cautivos. Sabido es, que una porción considerable de esclavos debía esta suerte a los reveses de la guerra. A los antiguos les hubiera parecido fabulosa la índole suave de las guerras modernas: ¡ay de los vencidos! podíase exclamar con toda verdad; no había medio entre la muerte y la esclavitud. Se agravaba el mal con una preocupación funesta que se había introducido contra la redención de los cautivos; preocupación que tenía su apoyo en un rasgo de asombroso heroísmo. Admirable es sin duda la heroica fortaleza de Régulo, erízanse los cabellos al leer las valientes pinceladas con que le retrata Horacio (L. 3. od. 5); y el libro se cae de las manos al llegar al terrible lance en que: Fertur pudice conjugis osculum Parvosque natos, ut capitis minor, A se removisse, et virilem Torvus humi posuisse vultum. Pero sobreponiéndonos a la profunda impresión que nos causa tanto heroísmo, y al entusiasmo que excita en nuestro pecho todo cuanto revela una grande alma, no podremos menos de confesar que aquella virtud rayaba en feroz; y que en el terrible discurso que sale de los labios de Régulo hay una política cruel contra la que se levantarían vigorosamente los sentimientos de humanidad, si no estuviera embargada y como aterrada nuestra alma, a la vista del sublime desprendimiento del hombre que habla. El Cristianismo no podía avenirse con semejantes doctrinas: no quiso que se sostuviese la máxima de que para hacer a los hombres valientes en la guerra, era necesario dejarlos sin esperanza; y los admirables rasgos de valor, las asombrosas escenas de inalterable fortaleza y constancia, que esmaltan por doquiera las páginas de la historia de las naciones modernas, son un elocuente testimonio del acierto de la religión cristiana, al proclamar que la suavidad de costumbres no estaba reñida con el heroísmo. 155 Los antiguos rayaban siempre en uno de dos extremos: la molicie o la ferocidad; entre estos extremos hay un medio, y este medio lo ha enseñado a los hombres la religión cristiana. Consecuente, pues, el Cristianismo en sus principios de fraternidad y de amor, tuvo por uno de los objetos mas dignos de su caritativo celo el rescate de los cautivos; y ora miremos los hermosos rasgos de acciones particulares que nos ha conservado la historia, ora atendamos al espíritu que ha dirigido la conducta de la Iglesia, encontraremos un nuevo y bellísimo título para granjear a la religión cristiana la gratitud de la humanidad. Un célebre escritor moderno, Chateaubriand, nos ha presentado en los bosques de los francos a un sacerdote cristiano esclavo voluntario, por haberse entregado él mismo a la esclavitud, en rescate de un soldado cristiano que gemía en el cautiverio, y que había dejado a su esposa en el desconsuelo, y a tres hijos en la orfandad y en la pobreza. El sublime espectáculo que nos ofrece Zacarías, sufriendo con serena calma la esclavitud por el amor de Jesucristo y de aquel infeliz a quien había libertado, no es una mera ficción del poeta; en los primeros siglos de la Iglesia viéronse en abundancia semejantes ejemplos, y el que haya llorado al ver el heroico desprendimiento y la inefable caridad de Zacarías, puede estar seguro que con sus lágrimas ha pagado un tributo a la verdad. “A muchos de los nuestros hemos conocido, dice el Papa San Clemente, que se entregaron ellos mismos al cautiverio para rescatar a otros”. (Carta 1 a los Corin. c. S5.). Era la redención de los cautivos un objeto tan privilegiado, que estaba prevenido por antiquísimos cánones, que si esta atención lo exigía, se vendiesen las alhajas de las iglesias, hasta sus vasos sagrados en tratándose de los infelices cautivos, no tenía límites la caridad, el celo saltaba todas las barreras, hasta llegar, al caso de mandarse que por mal parados que se hallasen los negocios de una iglesia, primero que a su reparación, debía atenderse a la redención de los cautivos. (Caus. 12. Q. 2.). Al través de los trastornos que consigo trajo la irrupción de los bárbaros, vemos que la Iglesia, siempre constante en su propósito, no desmiente la generosa conducta con que había principiado. No cayeron en olvido ni en desuso las disposiciones benéficas de los antiguos cánones, y las generosas palabras del santo obispo de Milán en favor de los cautivos encontraron un eco que nunca se interrumpió, a pesar del caos de los tiempos. (V. S. Ambros. de Of f. 1. 2, c. 15) . 156 Por el canon 5 del concilio de Macón, celebrado en 585, vemos que los sacerdotes se ocupaban en el rescate de los cautivos, empleando para ello los bienes eclesiásticos; el de Reims, celebrado en el año 625, impone la pena de suspensión de sus funciones al obispo que deshaga los vasos sagrados; añadiendo empero generosamente: “por cualquier otro motivo que no sea el de redimir cautivos”; y, mucho tiempo después hallamos en el canon 12 del de Verneuil, celebrado en el año 844, que los bienes de la Iglesia servían para la redención de cautivos. Restituido a la libertad el cautivo, no le dejaba sin protección la Iglesia, antes se la continuaba con solicitud, librándole cartas de recomendación; seguramente con el doble objeto de guardarle de nuevas tropelías en su viaje y de que no le faltasen los medios para repararse de los quebrantos sufridos en el cautiverio. De este nuevo género de protección tenemos un testimonio en el canon 2 del concilio de Lyón, celebrado en el año 583, donde se dispone que los obispos deben poner en las cartas de recomendación que dan a los cautivos, la fecha, y, el precio del rescate. De tal manera se desplegó en la Iglesia el celo por la redención de los cautivos, que hasta se llegaron a cometer imprudencias, que la autoridad eclesiástica se vio en la necesidad de reprimirlas. Pero estos mismos excesos nos indican hasta qué punto llegaba el celo, pues que por su impaciencia caía en extravíos. Sabemos por un concilio celebrado en Irlanda, llamado de San Patricio, que tuvo lugar por los años de 451 ó 456, que algunos clérigos se ocupaban en procurar la libertad de los cautivos haciéndolos huir; exceso que reprime con mucha prudencia el concilio en su canon 32, disponiendo que el eclesiástico que quiera redimir cautivos, lo haga con su dinero, pues que el robarlos para hacerlos huir, daba ocasión a que los clérigos fuesen mirados como ladrones, y redundaba en deshonra de la Iglesia. Documento notable, que si bien nos manifiesta el espíritu de orden y de equidad que dirige a la Iglesia, no deja al propio tiempo de indicarnos cuán profundamente estaba grabado en los ánimos, lo santo, lo meritorio, lo generoso que era el dar libertad a los cautivos, pues que algunos llegaban al exceso de persuadirse de que la bondad de la obra autorizaba la violencia. Es también muy loable el desprendimiento cíe la Iglesia en este punto : una vez invertidos sus bienes en la redención de un cautivo, no quería que se la recompensase en nada, aun cuando alcanzasen a hacerlo las facultades ‘del redimido. 157 De esto tenemos un claro testimonio en las cartas del Papa San Gregorio, donde vemos que estando recelosas algunas personas libradas del cautiverio con la plata de la Iglesia, de si con el tiempo podría venir caso en que se les pidiera la cantidad expendida, les asegura el Papa que no, y manda que nadie se atreva a molestarlos ni a ellos ni a sus herederos, en ningún tiempo, atendido que los sagrados cánones permiten invertir los bienes eclesiásticos en la redención de los cautivos (L. 7. ep. 14.). Este celo de la Iglesia por tan santa obra debió de contribuir sobremanera a disminuir el número de los esclavos; y fue mucho más saludable su influencia por haberse desplegado cabalmente en las épocas de más necesidad: es decir, cuando por la disolución del imperio romano, por la irrupción de los bárbaros, por la fluctuación de los pueblos que fue el estado de Europa durante muchos siglos, y por la ferocidad de las naciones invasoras, eran tan frecuentes las guerras, y tan repetidos los trastornos, y tan familiar se había hecho por doquiera el reinado cíe la fuerza. A no haber mediado la acción benéfica y libertadora del Cristianismo, lejos de disminuirse el inmenso número de los esclavos legado por la sociedad vieja a la sociedad nueva, se habría acrecentado más y más; porque dondequiera que prevalece el derecho brutal de la fuerza, si no le sale al paso para contenerla y suavizarla algún poderoso elemento, el humano linaje camina rápidamente al envilecimiento, resultando por necesidad el que la esclavitud gane terreno. Ese lamentable estado de fluctuación y de violencia, era de suyo muy a propósito para inutilizar los esfuerzos que hacía la Iglesia en la abolición de la esclavitud; y no le costaba escaso trabajo el impedir que se malograse por una parte lo que ella procuraba remediar por otra. La falta de un poder central, la complicación de las relaciones sociales, pocas bien deslindadas, muchas violentas, y todas sin prenda de estabilidad, hacía que estuviesen mal seguras las propiedades y las personas, y que así como eran invadidas aquéllas, fueran éstas privadas de su libertad. Por manera que era menester evitar que no hiciese ahora la violencia de los particulares, lo que antes hacían las costumbres y la legislación. Así vemos que en el canon 3 del concilio de Lyón, celebrado por los años de 566, se excomulga a los que retienen injustamente en la esclavitud a personas libres; en el canon 17 del de Reims, celebrado en el año 625, se prohíbe bajo pena de excomunión el perseguir a personas libres para reducirlas a esclavitud; en el canon 27 del de Londres, celebrado en el año 1012, se prohíbe la bárbara costumbre de hacer comercio de hombres cual si fueran brutos animales; y en el capítulo 7 del concilio de Coblenza, celebrado en el año 922, se declara reo de homicidio al que seduce a un cristiano para venderlo. 158 Declaración notable, en que la libertad es tenida en tanto precio, que se la equipara con la vida. Otro de los medios de que se valió la Iglesia para ir aboliendo la esclavitud, fue el dejar a los infelices que por su pobreza hubiesen caído en ese estado, camino abierto para salir de él. Ya he notado más arriba, que la indigencia era una de las fuentes de la esclavitud; y hemos visto el pasaje de Julio César, en que nos dice cuán general era esto entre los galos. Sabido es también que por el derecho antiguo, el que había caído en la esclavitud, no podía recuperar su libertad sino conforme a la voluntad de su amo; pues que siendo el esclavo una verdadera propiedad, nadie podía disponer de ella sin consentimiento del dueño, y mucho menos el mismo esclavo. Este derecho era muy corriente supuestas las doctrinas paganas, pero el Cristianismo miraba la cosa con otros ojos; y si el esclavo era una propiedad, no dejaba por esto de ser hombre. Así fue que la Iglesia no quiso seguir en este punto las estrictas reglas de las otras propiedades; y en mediando alguna duda, o en ofreciéndose alguna oportunidad, siempre se ponía de parte del esclavo. Previas estas consideraciones, se comprenderá todo el mérito de un nuevo derecho que introdujo la Iglesia, cual es que las personas libres que hubiesen sido vendidas o empeñadas por necesidad, tornasen a su estado primitivo, en devolviendo el precio que hubiesen recibido. Este derecho que se halla expresamente consignado en un concilio de Francia, celebrado por los años de 616, según se cree, en Boneuil, abrió anchurosa puerta para recobrar la libertad: pues que a más de dejar en el corazón del esclavo la esperanza, con la que podía discurrir y practicar en medios para obtener el rescate, hacía la libertad dependiente de la voluntad de cualquiera, que compadecido de la suerte de un desgraciado, quisiese pagar o adelantar la cantidad necesaria. Recuérdese ahora lo que se ha notado sobre el ardiente celo despertado en tantos corazones para esa clase de obras, y que los bienes de la Iglesia se daban por muy bien empleados siempre que podían acudir al socorro de un infeliz, y se verá la influencia incalculable que había de tener la disposición que se acaba de mentar; se verá que esto equivalía a cegar uno de los más abundante manantiales de la esclavitud, y abrir a la libertad un anchuroso camino. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XVIII Sistema seguido por la Iglesia con respecto a los esclavos de los judíos. Motivos que impulsaban a la Iglesia a la manumisión de sus esclavos. Su indulgencia en este punto. Su generosidad para con sus libertos. Los esclavos de la Iglesia eran considerados como consagrados a Dios. Saludables efectos de esta consideración. Se concede libertad a los esclavos que querían abrazar la vida monástica. Efectos de esta práctica. Conducta de la Iglesia en la ordenación de los esclavos. Represión de abusos que en esta parte se introdujeron. Disciplina de la Iglesia de España sobre este particular. NO dejó también de contribuir a la abolición de la esclavitud la conducta de la Iglesia con respecto a los judíos. Ese pueblo singular, que lleva en su frente la marca de un proscrito, que anda disperso entre todas las naciones, sin confundirse con ellas, como nadan enteras en un líquido las porciones de una materia insoluble, procura mitigar su infortunio acumulando tesoros, y parece que se venga del desdeñoso aislamiento en que le dejan los otros pueblos, chupándoles la sangré con crecidas usuras. En tiempos de grandes trastornos y calamidades que por necesidad debían de acarrear la miseria, podía campear a sus anchuras el detestable vicio de una codicia desapiadada; y recientes como eran la dureza y crueldad de las antiguas leyes y costumbres sobre la suerte de los deudores, no estimado aún en su justa medida todo el valor de la libertad, no faltando ejemplos de algunos que la vendían para salir de un apuro, era urgente evitar el riesgo y no consentir que tornase sobrado incremento el poderío de las riquezas de los judíos en perjuicio de la libertad de los cristianos. Que no era imaginario el peligro, demuéstralo el mal nombre que desde muy antiguo llevan los judíos en la materia; y lo confirman los hechos que todavía se están presenciando en nuestros tiempos. El célebre Herder, en su Adrastea, se atreve a pronosticar que los hijos de Israel llegarán con el tiempo, a fuerza de su conducta sistemática y calculada, a reducir a los cristianos a no ser más que esclavos suyos : si pues en circunstancias infinitamente menos favorables a los judíos, cabe que hombres distinguidos abriguen semejantes temores, ¿qué no debía recelarse de la codicia inexorable de los judíos en los desgraciados tiempos a que nos referimos? 160 Por estas consideraciones, un observador imparcial, un observador que no esté dominado del miserable prurito de salir abogando por una secta cualquiera, con tal que pueda tener la complacencia de inculpar a la Iglesia católica, aun cuando sea en contra de los intereses de la humanidad, un observador que no pertenezca a la clase de aquéllos que no se alarmarían tanto de una irrupción de cafres como de una disposición en que la potestad eclesiástica parezca extender algún tanto el círculo de sus atribuciones, un observador que no sea tan rencoroso, tan pequeño, tan miserable, verá, no con escándalo, sino con mucho gusto, que la Iglesia seguía con prudente vigilancia los pasos de los judíos, aprovechando las ocasiones que se ofrecían, para favorecer a los esclavos cristianos, y llegando al fin a madurar el negocio hasta prohibirles el tenerlos. El tercer concilio de Orleáns, celebrado en el año 538, en su canon 13, prohíbe a los judíos el obligar a los esclavos cristianos a cosas opuestas a la religión de Jesucristo. Esta disposición que aseguraba al esclavo la libertad en el santuario de su conciencia, le hacía respetable a los ojos de su propio dueño, y era una proclamación solemne de la dignidad del hombre, en que se declaraba que la esclavitud no podía extender sus dominios a la sagrada región del espíritu. Esto sin embargo no bastaba, sino que era conveniente facilitar a los esclavos de los judíos el recobro de la libertad. Sólo habían pasado tres años cuando se celebró el 49 concilio en Orleáns, y es notable lo que se adelantó en éste con respecto al anterior : pues que en su canon 30 permite rescatar a los esclavos cristianos, que huyan a la Iglesia, con tal que se pague a los dueños judíos el precio correspondiente. Si bien se mira, una disposición semejante debía producir abundantes resultados en favor de la libertad, dando asa a los esclavos cristianos para que huyesen a la Iglesia, e implorando desde allí la caridad de sus hermanos, lograsen más fácilmente que se les socorriera con el precio del rescate. El mismo concilio en su canon 31 dispone que el judío que pervierta a un esclavo cristiano sea condenado a perder todos sus esclavos. Nueva sanción a la seguridad de la conciencia del esclavo, nuevo camino abierto por donde pudiera entrar la libertad. Iba la Iglesia avanzando con aquella unidad de plan, con aquella constancia admirable que han reconocido en ella sus mismos enemigos; y en el breve espacio que media entre la época indicada y el último tercio del mismo siglo, se deja notar el adelanto, pues se encuentra en las disposiciones canónicas mayor empresa, y si podemos expresarnos así, mayor osadía. En el concilio de macón, celebrado en el año 581 o 582, en su canon 16 llega a prohibir expresamente a los judíos el tener esclavos cristianos : y a los existentes permite rescatarlos pagando 12 sueldos. 161 La misma prohibición encontramos en el canon 14 del concilio de Toledo, celebrado en el año 589; por manera que en esta época manifestaba la Iglesia sin rebozo cuál era su voluntad : no quería absolutamente que un cristiano fuese esclavo de un judío. Constante en su propósito atajaba el mal por todos los medios posibles, limitando si era menester la facultad de vender los esclavos, en ocurriendo peligro de que pudieran caer en manos de los judíos. Así vemos que en el canon 9 del concilio de Chalóns, celebrado en el 650, se prohíbe vender esclavos cristianos fuera del reino de Clodoveo, con la mira de que no caigan en poder de los judíos. No todos comprendían el espíritu de la Iglesia en este punto, ni secundaban debidamente sus miras, pero ella no se cansaba de repetirlas y de inculcarlas. A mediados del siglo VII se nota que en España no faltaban seglares y aun clérigos, que vendieran sus esclavos cristianos a los judíos; pero acude desde luego a reprimir este abuso el concilio 10 de Toledo, tenido en el año 656, prohibiendo en su canon 7 que los cristianos, y principalmente los clérigos, vendan sus esclavos a judíos; “porque, añade bellamente el concilio, no se puede ignorar que estos esclavos fueron redimidos con la sangre de Jesucristo, por cuyo motivo antes se los debe comprar que venderlos”. Esa inefable dignación de un Dios hecho hombre, vertiendo la sangre por la redención de todos los hombres, era el más poderoso motivo que inducía a la Iglesia a interesarse con tanto celo en la manumisión de los esclavos; y en efecto no se necesitaba más para concebir aversión a desigualdad tan afrentosa, que pensar cómo aquellos mismos hombres, abatidos hasta el nivel de los brutos, habían sido objeto de las miradas bondadosas del Altísimo, lo mismo que sus dueños, lo mismo que los monarcas más poderosos de la tierra. “Ya que nuestro Redentor, decía el Papa San Gregorio, y Creador de todas las cosas, se dignó propicio tomar carne humana, para que roto con la gracia de su divinidad el vínculo de la servidumbre que nos tenía en cautiverio, nos restituyese a la libertad primitiva, es obra saludable el restituir por la manumisión su nativa libertad a los hombres, pues que en su principio a todos los crió libres la naturaleza, y sólo fueron sometidos al yugo de la servidumbre por el derecho de gentes”. (L. 5. ep. 12). Siempre juzgó la Iglesia muy necesario el limitar todo lo posible la enajenación de sus bienes; y puede asegurarse que en general fue regla de su conducta en esta materia, confiar poco en la discreción de ninguno de los ministros, tomados en particular. 162 Obrando de esta manera se proponía evitar las dilapidaciones, que de otra suerte hubieran sido frecuentes, estando esos bienes desparramados por todas partes, y encontrándose a cargo de ministros escogidos de todas las clases del pueblo, y expuestos a la diversidad de influencias que consigo llevan las relaciones de parentesco, de amistad, y mil y mil otras circunstancias, efecto de la variedad de índole, de conocimientos, de prudencia, y aun de tiempos, climas y lugares: por esto se mostró recelosa la Iglesia en punto a conceder la facultad de enajenar; y si venía al caso, sabía desplegar saludable rigor contra los ministros que olvidasen sus deberes, dilapidando los bienes que tenían encomendados. A pesar de todo esto, ya hemos visto que no reparaba en semejantes consideraciones cuando se trataba de la redención de cautivos, y se puede también manifestar que en lo tocante a la propiedad que consistía en esclavos, miraba la cosa con otros ojos, y trocaba su rigor en indulgencia. Bastaba que los esclavos hubiesen servido bien a la Iglesia para que los obispos pudiesen concederles la libertad, donándoles también alguna cosa para su manutención. Este juicio sobre el mérito de los esclavos se encomendaba, según parece, a la discreción del obispo; y ya se ve que semejante disposición abría ancha puerta a la caridad de los prelados, así como por otra parte estimulaba a los esclavos a observar un comportamiento que les mereciese tan precioso galardón. Como podía ocurrir que el obispo sucesor levantando dudas sobre la suficiencia de los motivos que habían inducido al antecesor a dar libertad a un esclavo, quisiese disputársela, estaba mandado que los obispos respetasen en esta parte las disposiciones de sus antecesores; no tan sólo dejando en libertad a los manumitidos, sino también no quitándoles lo que el obispo les hubiera señalado, fuese en tierras, viñas, o habitación. Así lo encontramos ordenado en el canon 7 del concilio de Agde, en Languedoc, celebrado en el año 506. Ni obsta el que en otros lugares se prohíba la manumisión, pues que en ellos se habla en general, y no concretándose al caso en que los esclavos fuesen beneméritos. Las enajenaciones o empeños de los bienes eclesiásticos hechos por un obispo que no dejase nada al morir, debían revocarse; y ya se echa de ver que la misma disposición está indicando que se trata de aquellos casos en que el obispo hubiese obrado con infracción de los cánones; mas, a pesar de esto, si sucedía que el obispo hubiese dado libertad a algunos esclavos, encontramos que se contemplaba el rigor, previniéndose que los manumitidos continuasen gozando de su libertad 163 Así lo ordenó el concilio de Orleáns, celebrado en el año 541, en su canon 9; dejando tan sólo a los manumitidos el cargo de prestar sus servicios a la Iglesia : servicios que, como es claro, no serían otros que los de los libertos y que por otra parte eran también recompensados con la protección que a los de esta clase dispensaba la Iglesia. Como un nuevo indicio de la indulgencia en punto a los esclavos, puede también citarse el canon 10 del concilio del Celchite (Celychytense) en Inglaterra, celebrado en el año 816, canon de que nada menos resultaba, sino quedar libres en pocos años todos los siervos ingleses de las iglesias, en los países donde se observase; pues que disponía que a la muerte de un obispo se diese libertad a todos sus siervos ingleses, añadiendo que cada uno de los demás obispos y abades debía manumitir tres siervos, dándoles a cada uno tres sueldos. Semejantes disposiciones iban allanando el camino para adelantar más y más lo comenzado, preparando las cosas y los ánimos de manera que pasando algún tiempo pudieran presenciarse escenas tan generosas como la del concilio de Armach en 1171, en que se dió libertad a todos los ingleses que se hallaban esclavos en Irlanda. Estas condiciones ventajosas de que disfrutaban los esclavos de la Iglesia eran de mucho más valor, a causa de una disciplina que se había introducido, que se las hacía inadmisibles. Si los esclavos de la Iglesia hubieran podido pasar a manos de otros dueños, venido este caso, se habrían hallado sin derecho a los beneficios que recibían los que continuaban bajo su poder; pero felizmente estaba prohibido el permutar esos esclavos por otros; y si salían del poder de la Iglesia, era quedando en libertad. De esta disciplina tenemos un expreso testimonio en las Decretales de Gregorio IX (1. 3. t. 19. c. 3 y 4)y es notable que en el documento que allí se cita, son tenidos los esclavos de la Iglesia, como consagrados a Dios, fundándose en esto la disposición de que no puedan pasar a otras manos, y que no salgan de la Iglesia, a no ser para la libertad. Se ve también allí mismo, que los fieles, en remedio de su alma, solían ofrecer los esclavos a Dios y a sus santos; y pasando así al poder de la Iglesia quedaban fuera del comercio común, sin que pudiesen volver a servidumbre profana. El saludable efecto que debían producir esas ideas y costumbres, no es menester ponderarlo: basta observar que el espíritu de la época era altamente religioso, y que todo cuanto se asía del áncora de la religión estaba seguro de salir a puerto. 164 La fuerza de las ideas religiosas que se andaban desenvolviendo cada día, dirigiendo su acción a todos los ramos, se enderezaba muy particularmente a sustraer por todos los medios posibles al hombre del yugo de la esclavitud. A este propósito es muy digno de notarse una disposición canónica del tiempo de San Gregorio el Grande. En un concilio de Roma, celebrado en el año 597, y presidido por este Papa, se abrió a los esclavos una nueva puerta para salir de su abyecto estado, concediéndoles que recobrasen la libertad aquéllos que quisiesen abrazar la vida monástica. Son dignas de notarse las palabras del santo Papa, pues que en ellas se descubre el ascendiente de los motivos religiosos, y cómo iban prevaleciendo sobre todas las consideraciones e intereses mundanos. Este importante documento se encuentra entre las Epístolas de San Gregorio, y se hallará en las notas al fin de este tomo. Sería desconocer el espíritu de aquellas épocas el figurarse que semejantes disposiciones quedasen estériles; no era así, sino que causaban los mayores efectos. Puédenos dar de ello una idea, lo que leemos en el Decreto de Graciano (Distin. 54, c. 12) donde se ve que rayaba la cosa en escándalo; pues fue menester reprimir severamente el abuso de los esclavos que huían de sus amos y se iban con pretexto de religión a los monasterios; lo que daba motivo a que se levantasen por todas partes quejas y clamores. Como quiera, y aun prescindiendo de lo que nos indican esos abusos, no es difícil conjeturar que no dejaría de cogerse abundante fruto, ya por procurarse la libertad de muchos esclavos, ya también porque los realzaría en gran manera a los ojos del mundo, el verlos pasar a un estado, que luego fue tomando creces, y adquiriendo inmenso prestigio y poderosa influencia. Contribuirá no poco a darnos una idea del profundo cambio que por esos medios se iba obrando en la organización social, el pararnos un momento a considerar lo que acontecía con respecto a la ordenación de los esclavos. La disciplina de la Iglesia sobre este punto era muy consecuente con sus doctrinas. El esclavo era un hombre como los demás, y por esta parte podía ser ordenado lo mismo que el primer magnate; pero mientras estaba sujeto a la potestad de su dueño, carecía de la independencia necesaria a la dignidad del augusto ministerio, y por esta razón se exigía que el esclavo no pudiese ser ordenado, sin ser antes puesto en libertad. Nada más razonable, más justo ni más prudente que esta limitación en una disciplina, que por otra parte era tan noble y generosa; en esa disciplina, que por sí sola era una protesta elocuente en favor de la dignidad del hombre, una solemne declaración de que por tener la desgracia de estar sufriendo la esclavitud, no quedaba rebajado del nivel de los demás hombres, pues que la Iglesia no tenía a mengua el escoger sus ministros entre los que habían estado sujetos a la servidumbre; disciplina altamente humana y generosa, pues que colocando en esfera tan respetable a los que habían sido esclavos, tendía a disipar las preocupaciones contra los que se hallaban en dicho estado, y labraba relaciones fuertes y fecundas entre los que a él pertenecían y la más acatada clase de los hombres libres. 165 En esta parte llama sobremanera la atención el abuso que se había introducido de ordenar a los esclavos sin consentimiento de sus dueños : abuso muy contrario en verdad a los sagrados cánones, y que fue reprimido con laudable celo por la Iglesia, pero que sin embargo no deja de ser muy, útil al observador para apreciar debidamente el profundo efecto que andaban produciendo las ideas e instituciones religiosas. Sin pretender disculpar en nada lo que en eso hubiera de culpable, bien se puede hacer también mérito del mismo abuso; pues que los abusos muchas veces no son mas que exageraciones de un buen principio. Las ideas religiosas estaban mal avenidas con la esclavitud; ésta se hallaba sostenida por las leyes, y de aquí esa lucha incesante que se presentaba bajo diferentes formas, pero siempre encaminada al mismo blanco, a la emancipación universal. Con mucha confianza se puede emplear en la actualidad ese linaje de argumentos, ya que los mas horrendos atentados de las revoluciones los hemos visto excusar con la mayor indulgencia, sólo en gracia de los principios de que estaban imbuidos los revolucionarios, y de los fines que llevaba la revolución que eran el cambiar enteramente la organización social. Curiosa es la lectura de los documentos que sobre este abuso nos han quedado, que pueden leerse por extenso al fin de este volumen, sacados del Decreto de Graciano (Dist. 54, c. 9, 10, 11, 12). Examinándolos con detenimiento se echa de ver: 1° que el número de esclavos que por este medio alcanzaban libertad era muy numeroso, pues que las quejas y los clamores que en contra se levantan son generales; 2°que los obispos estaban por lo común a favor de los esclavos, que llevaban muy lejos su protección, y que procuraban realizar de todos modos las doctrinas de igualdad, pues que se afirma allí mismo, que casi ningún obispo estaba exento de caer en esa reprensible condescendencia; 3° que los esclavos, conociendo ese espíritu de protección, se apresuraban a deshacerse de las cadenas, y arrojarse en brazos de la Iglesia; 4° que ese conjunto de circunstancias debía de producir en los ánimos un movimiento muy favorable a la libertad, y que entablada tan afectuosa correspondencia entre los esclavos y la Iglesia, a la sazón tan poderosa e influyente, debió de resultar que la esclavitud se debilitase rápidamente, caminando los pueblos a esa libertad que siglos adelante vemos llevada a complemento. 166 La Iglesia de España, a cuyo influjo civilizador han tributado tantos elogios hombres por cierto poco adictos al Catolicismo, manifestó también en esta parte la altura de sus miras y su consumada prudencia. Siendo tan grande como hemos visto el celo caritativo a favor de los esclavos, y tan decidida la tendencia a elevarlos al sagrado ministerio, era conveniente dejar un desahogo a ese impulso generoso, conciliándole en cuanto era dable, con lo que demandaba la santidad del ministerio. A este doble objeto se encaminaba sin duda la disciplina que se introdujo en España de. permitir la ordenación de los esclavos de la Iglesia, manumitiéndolos antes, como lo dispone el canon 74 del 49 concilio de Toledo, celebrado en el año 633, y como se deduce también del canon 11 del 9º concilio también de Toledo, celebrado en el año 655, donde se manda que los obispos no puedan introducir en el clero a los siervos de la Iglesia sin haberles dado antes libertad. Es notable que esta disposición se ensanchó en el canon 18 del concilio de Mérida, celebrado en el año 666, donde se concede hasta a los curas párrocos, el escoger para sí clérigos entre los siervos de su iglesia, con la obligación empero de mantenerlos según sus rentas. Con esta disciplina, sin cometer ninguna injusticia, se salvaban todos los inconvenientes que podía traer consigo la ordenación de los esclavos; y además se conseguían muy benéficos resultados por una vía más suave: porque ordenándose siervos de la misma iglesia, era más fácil que se los pudiera escoger con tino, echando mano de aquéllos que más lo merecieran por sus dotes intelectuales y morales; se abría también ancha puerta para que pudiese la Iglesia emancipar sus siervos, haciéndolo por un conducto tan honroso cual era el de inscribirlos en el número de sus ministros; y finalmente se daba a lo lejos un ejemplo muy saludable, pues que si la Iglesia se desprendía tan generosamente de sus esclavos, y era en este punto tan indulgente que sin limitarse a los obispos, extendía la facultad hasta a los curas párrocos, no debía tampoco ser tan doloroso a los seglares el hacer algún sacrificio de sus intereses en pro de la libertad de aquéllos que pareciesen llamados a tan santo ministerio. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XIX Doctrinas de San Agustín sobre la esclavitud. Importancia de esas doctrinas para acarrear su abolición. Se impugna a Guizot. Doctrinas de Santo Tomás sobre la misma materia. Matrimonio de los esclavos. Disposición del derecho canónico sobre ese matrimonio. Doctrina de Santo Tomás sobre este punto. Resumen de los medios empleados por la Iglesia para la abolición de la esclavitud. Impugnase a Guizot. Se manifiesta que la abolición de la esclavitud es debida exclusivamente al Catolicismo. Ninguna parte tuvo en esta grande obra el Protestantismo. Así ANDABA la Iglesia deshaciendo por mil y mil medios la cadena de la servidumbre, sin salirse empero nunca de los límites señalados por la justicia y la prudencia: así procuraba que desapareciese de entre los cristianos ese estado degradante que de tal modo repugnaba a sus grandiosas ideas sobre la dignidad del hombre, a sus generosos sentimientos de fraternidad y de amor. Dondequiera que se introduzca el Cristianismo, las cadenas de hierro se trocarán en suaves lazos, y los hombres abatidos podrán levantar con nobleza su frente. Agradable es sobremanera el leer lo que pensaba sobre este punto uno de los más grandes hombres del cristianismo: San Agustín. (De Civit. Dei, 1. 19, 14, 15, 16). Después de haber sentado en pocas palabras la obligación que tiene el que manda, sea padre, marido o señor, de mirar por el bien de aquél a quien manda, encontrando así uno de los cimientos de la obediencia en la misma utilidad del que obedece; después de haber dicho que los justos no mandan por prurito ni soberbia, sino por el deber y deseo de hacer bien a sus súbditos: neque enini dominarsdi cupiditate iniperant, sed of ficio consulendi, nec praecipiendi superbia, sed providendi misericordia; después de haber proscrito con tan nobles doctrinas toda opinión que se encaminara a la tiranía, o que fundase la obediencia en motivos de envilecimiento; como si temiese alguna réplica contra la dignidad del hombre, se enardece de repente su grande alma, aborda de frente la cuestión, la eleva a su altura más encumbrada, y desatando sin rebozo los nobles pensamientos que hervían en su frente, invoca en su favor el orden de la naturaleza y la voluntad del mismo Dios, exclamando: “así lo prescribe el orden natural, así crió Dios al hombre; díjole que dominara a los peces del mar, a las aves del cielo y a los reptiles que se arrastran sobre la tierra. La criatura racional hecha a su semejanza, no quiso que dominase sino a los irracionales, no el hombre al hombre, sino el hombre al bruto” 168 Este pasaje de San Agustín es uno de aquellos briosos rasgos que se encuentran en los escritores de genio, cuando atormentados por la vista de un objeto angustioso sueltan la rienda a la generosidad de sus ideas y sentimientos, expresándose con osada valentía. El lector asombrado con la fuerza de la expresión, busca suspenso y sin aliento lo que está escrito en las líneas que siguen, como abrigando un recelo de que el autor no se haya extraviado, seducido por la nobleza de su corazón, y arrastrado por la fuerza de su genio; pero se siente un placer inexplicable cuando se descubre que no se ha apartado del camino de la sana doctrina, sino que únicamente ha salido cual gallardo atleta, a defender la causa de la razón, de la justicia y de la humanidad. Tal se nos presenta aquí San Agustín: la vista de tantos desgraciados como gemían en la esclavitud, víctimas de la violencia y caprichos de los amos, atormentaba su alma generosa; mirando al hombre a la luz de la razón y de las doctrinas cristianas, no encontraba motivo por que hubiese de vivir en tanto envilecimiento una porción tan considerable del humano linaje; y por esto mientras proclama las doctrinas que acabo de indicar, lucha por encontrar el origen de tamaña ignominia, y no hallándola en la naturaleza del hombre, la busca en el pecado, en la maldición. “Los primeros juntos, dice, fueron más bien constituidos pastores de ganados que no reyes de hombres, dándonos Dios a entender con esto lo que pedía el orden de las criaturas, y lo que exigía la pena del pecado; pues que la condición de la servidumbre fue con razón impuesta al pecador; y por esto no encontramos en las Escrituras la palabra siervo hasta que el justo Noé la arrojó como un castigo sobre su hijo culpable. De lo que se sigue que este nombre vino de la culpa, no de la naturaleza”. Este modo de mirar la esclavitud como hija del pecado, como un fruto de la maldición de Dios, era de la mayor importancia; pues que dejando salva la dignidad de la naturaleza del hombre, atajaba de raíz todas las preocupaciones de superioridad natural que en su desvanecimiento pudieran atribuirse los libres. Quedaba también despojada la esclavitud del valor que podía darle el ser mirada como un pensamiento político, o medio de gobierno; pues sólo se debía considerarla como una de tantas plagas arrojadas sobre la humanidad por la cólera del Altísimo. En tal caso los esclavos tenían un motivo de resignación, pero la arbitrariedad de los amos encontraba un freno, la compasión de todos los libres un estímulo; pues que habiendo nacido todos en culpa, todos hubieran podido hallarse en igual estado; y si se envanecían por no haber caído en él, no tenían más razón que quien se gloriase en medio de una epidemia, de haberse conservado sano, y se creyese por eso con derecho de insultar a los infelices enfermos. 169 En una palabra, el estado de la esclavitud era una plaga y nada más; era como la peste, la guerra, el hambre u otras semejantes; y por esta causa era deber de todos los hombres el procurar por de pronto aliviarla, y el trabajar para abolirla. Semejantes doctrinas no quedaban estériles; proclamadas a la faz del mundo, resonaban vigorosamente por los cuatro ángulos del orbe católico: y a más de ser puestas en práctica como lo acabamos de ver en ejemplos innumerables, eran conservadas como una teoría preciosa al través del caos de los tiempos. Habían pasado ocho siglos, y las vernos reproducidas por otra de las lumbreras más resplandecientes de la Iglesia Católica: Santo Tomás de Aquino (1 P. Q. 96, art. 4.). En la esclavitud no ve tampoco ese grande hombre ni diferencia de razas, ni la inferioridad imaginaria, ni medios de gobierno; no acierta a explicársela de otro modo que considerándola como una plaga acarreada a la humanidad por el pecado del primer hombre. Tanta es la repugnancia con que ha sido mirada entre los cristianos la esclavitud, tan falso es lo que asienta M. Guizot de que “a la sociedad cristiana no la confundiese ni irritase ese estado”. Por cierto que no hubo aquella confusión e irritación ciegas, que salvando todas las barreras; no reparando en lo que dicta la justicia y aconseja la prudencia, se arrojan sin tino a borrar la marca de abatimiento e ignominia; pero si se habla de aquella confusión e irritación que resultan de ver oprimido y ultrajado al hombre, que no están empero reñidas con una santa resignación y longanimidad, y que sin dar treguas a la acción de un celo caritativo, no quieren sin embargo precipitar los sucesos, antes los preparan maduramente para alcanzar efecto más cumplido; si hablamos de esta santa confusión e irritación, ¿Cabe mejor prueba de ella que los hechos que he citado, que las doctrinas que he recordado? ¿Cabe protesta más elocuente contra la duración de la esclavitud que la doctrina de los dos insignes doctores, que como acabarnos de ver, la declararon un fruto de maldición, un castigo de la prevaricación del humano linaje, que no la pueden concebir sino poniéndola en la misma línea de las grandes plagas que afligen a la humanidad? Las profundas razones que mediaron para que la Iglesia recomendase a los esclavos la obediencia, bastante las llevo evidenciadas, y no puede haber nadie imparcial que se lo achaque a olvido de los derechos del hombre. Ni se crea por eso que faltase en la sociedad cristiana la firmeza necesaria para decir la verdad toda entera, con tal que fuera verdad saludable.- 170 Tenemos de ello una prueba en lo que sucedió con respecto al matrimonio de los esclavos: sabido es que no era reputado como tal, y que ni aun podían contraerle sin el consentimiento de sus amos, so pena de considerarse como nulo. Había en esto una usurpación que luchaba abiertamente con la razón y la justicia; ¿qué hizo, pues, la Iglesia? Rechazó sin rodeos tamaña usurpación. Oigamos si no lo que decía el Papa Adriano 1: “Según las palabras del Apóstol, así como en Cristo Jesús no se ha de remover de los sacramentos de la Iglesia ni al libre ni al esclavo, así tampoco entre los esclavos no deben de ninguna manera prohibirse los matrimonios; y si los hubieren contraído contradiciéndolo y repugnándolo los amos, de ninguna manera se deben por eso disolver”. (De conjug. serv. 1. 4, t. 9, c. 1). Esta disposición que aseguraba la libertad de los esclavos en uno de los puntos más importantes, no debe ser tenida como limitada a determinadas circunstancias; era algo más, era una proclamación de su libertad en esta materia, era que la Iglesia no quería consentir que el hombre estuviera al nivel de los brutos, viéndose forzado a obedecer al capricho o al interés de otro hombre, sin consultar siquiera los sentimientos del corazón. Así lo entendía Santo Tomás, pues que sostiene abiertamente que en punto a contraer matrimonio, no deben los esclavos obedecer a sus dueños (2?-. 2-, Q. 104, art. S.) En el rápido bosquejo que acabo de trazar, he cumplido, según creo, con lo que al principio insinué: de que no adelantaría una proposición que no la apoyara en irrecusables documentos, sin dejarme extraviar por el entusiasmo a favor del Catolicismo, hasta atribuirle lo que no le pertenezca. Velozmente, a la verdad, hemos atravesado el caos de los siglos; pero se nos han presentado en diversísimos tiempos y lugares pruebas convincentes de que el Catolicismo es quien ha abolido la esclavitud, a pesar de las ideas, de las costumbres, de los intereses, de la leves que formaban un repare, al parecer invencible; y todo sin injusticias, sin violencias, sin trastornos, y todo con la más exquisita prudencia, con la más admirable templanza. Hemos visto a la Iglesia Católica desplegar contra la esclavitud un ataque tan vasto, tan variado, tan eficaz, que para quebrantarse la ominosa cadena no se ha necesitado siquiera un golpe violento; sino que expuesta a la acción de poderosísimos agentes, se ha ido aflojando, deshaciendo hasta caerse a pedazos. Primero se enseñan en alta voz las verdaderas doctrinas sobre la dignidad del hombre, se marcan las obligaciones de los amos y de los esclavos, se los declara iguales ante Dios, reduciéndose a polvo las teorías degradantes que manchan los escritos de los mayores filósofos de la antigüedad; luego se empieza la aplicación de las doctrinas, procurando suavizar el trato de los esclavos, se lucha con el derecho atroz de vida y muerte, se le abren por asilo los templos, no se permite que a la salida sean maltratados, y se trabaja por sustituir a la vindicta privada la acción de los tribunales; al propio tiempo se garantiza la libertad de los manumitidos enlazándola con motivos religiosos, se defiende con tesón y solicitud lo de los ingenuos, se procura cegar las fuentes de la esclavitud, ora desplegando vivísimo celo por la redención de los cautivos, ora saliendo al paso a la codicia de los judíos, ora abriendo expeditos senderos por donde los vendidos pudiesen recobrar la libertad. Se da en la Iglesia el ejemplo de la suavidad y del desprendimiento, se facilita la emancipación admitiendo a los esclavos en los monasterios y en estado eclesiástico, y por otros medios que iba sugiriendo la caridad: y así a pesar del hondo arraigo que tenía la esclavitud en la sociedad antigua, a pesar del trastorno traído por la irrupción de los bárbaros, a pesar de tantas guerras y calamidades de todos géneros, con que se inutilizaba en gran parte el efecto de toda acción reguladora y benéfica, se vió no obstante que la esclavitud, esa lepra que afeaba a las civilizaciones antiguas, fué disminuyéndose rápidamente en las naciones cristianas, hasta que al fin desapareció. No se descubre por cierto un plan concebido y concertado por los hombres; mas por lo mismo que sin ese plan se nota tanta unidad de’ tendencias, tanta identidad de miras, tanta semejanza en los medios, hay, una prueba mas evidente del espíritu civilizador y libertador entrañado por el Catolicismo; y los verdaderos observadores se complacerán sin duda en ver en el cuadro que acabo de presentar, cuál concuerdan admirablemente en dirigirse al mismo blanco, los tiempos del imperio, los de la irrupción de los bárbaros, y los de la época del feudalismo; y más que en aquella mezquina regularidad que distingue lo que es obra exclusiva del hombre, se complacerán, repito, los verdaderos observadores, en andar recogiendo los hechos desparramados en aparente desorden, desde los bosques de la Germania hasta las campiñas de la Bética, desde las orillas del Támesis hasta las márgenes del Tíber. Estos hechos yo no los he fingido: anotadas van las épocas, citados los concilios; al fin de este volumen encontrará el lector originales y, por extenso, los textos que aquí he extractado y resumido; y allí podrá cerciorarse plenamente que no le he engañado. 172 Que si tal hubiera sido mi intención, a buen seguro que no hubiera descendido al terreno de los hechos: entonces habría divagado por las regiones de las teorías, habría pronunciado palabras pomposas y seductoras, habría echado mano de los medios más a propósito para encantar la fantasía y excitar los sentimientos; me habría colocado en una de aquellas posiciones, en que puede un escritor suponer a su talante cosas que jamás han existido, y lucir con harto escaso trabajo las galas de la imaginación y la fecundidad del ingenio. Me he impuesto una tarea algo más penosa, quizás no tan brillante, pero ciertamente más fecunda. Y ahora podremos preguntar a M. Guizot cuáles han sido las otras causas, las otras ideas, los otros principios de civilización, cuyo completo desarrollo, según nos dice, ha sido necesario, para que triunfase al fin la razón de la más vergonzosa de las iniquidades. Esas causas, esas ideas, esos principios de civilización, que según él ayudaron a la Iglesia en la abolición de la esclavitud, menester era explicarlos, indicarlos cuando menos, que así el lector hubiera podido evitarse el trabajo de buscarlos como quien adivina. Si no brotaron del seno de la Iglesia, ¿dónde estaban? ¿Estaban en los restos de la civilización antigua? Pero los restos de una civilización desastrosa, y casi aniquilada, ¿podrían hacer lo que no hizo, ni pensó hacer jamás, esa misma civilización cuando se hallaba en todo su vigor, pujanza y lozanía? ¿Estaban quizás en el individualismo de los bárbaros, cuando este individualismo era inseparable compañero de la violencia, y por consiguiente debía ser una fuente de opresión y esclavitud? ¿Estaban quizás en el patronazgo militar, introducido, según Guizot, por los mismos bárbaros, que puso los cimientos de esa organización aristocrática, convertida más tarde en feudalismo? Pero ¿qué tenía que ver ese patronazgo con la abolición de la esclavitud, cuando era lo más a propósito para perpetuarla en los indígenas de los países conquistados, y extenderla a una porción considerable de los mismos conquistadores? ¿Dónde está, pues, una idea, una costumbre, una institución, que sin ser hija del Cristianismo, haya contribuido a la abolición cíe la esclavitud? Señálese la época de su nacimiento, el tiempo de su desarrollo, muéstresenos que no tuvo su origen en el cristianismo, y entonces confesaremos que él no puede pretender exclusivamente el honroso título de haber abolido estado tan degradante; y no dejaremos por eso de aplaudir y ensalzar aquella idea, costumbre o institución, que haya tomado una parte en la bella y grandiosa empresa de libertar a la humanidad. Y ahora bien se puede preguntar a las iglesias protestantes, a esas hijas ingratas que después de haberse separado del seno de su madre, se empeñan en calumniarla y afearla: ¿dónde estabais vosotras cuando la Iglesia Católica iba ejecutando la inmensa obra de la abolición de la esclavitud? 173¿Cómo podréis achacarle que simpatiza con la servidumbre, que trata de envilecer al hombre, de usurparle sus derechos? ¿Podéis vosotras presentar un título, que así os merezca la gratitud del linaje humano? ¿Qué parte podéis pretender en esa grande obra, que es el primer cimiento que debía echarse para el desarrollo y grandor de la civilización europea? Solo, sin vuestra ayuda, la llevó a cabo el Catolicismo; y solo hubiera conducido a la Europa a sus altos destinos, si vosotras no hubierais venido a torcer la majestuosa marcha de esas grandes naciones, arrojándolas desatentadamente por un camino sembrado de precipicios: camino cuyo término está cubierto con densas sombras, en medio de las cuales sólo Dios sabe lo que hay. VER NOTA 15 IR A CONTENIDO CAPÍTULO XX Cuadro de la civilización moderna. Bosquejo de las civilizaciones no cristianas. Tres elementos de la civilización: individuo, familia, sociedad. La perfección de estos tres elementos dimana de las doctrinas. EL mas bello timbre de la civilización europea, la conquista más preciosa en favor de la humanidad, cual es la abolición de la esclavitud, ya hemos visto a quién se debe: a la Iglesia Católica; por medio de sus doctrinas tan benéficas como elevadas, y de un sistema tan eficaz como prudente, con su generosidad sin límites, su celo incansable, su firmeza invencible, abolió la esclavitud en Europa; es decir, dio el primer paso que debía darse en la regeneración de la humanidad, sentó la primera piedra que debía sentarse en el hondo y anchuroso cimiento de la civilización europea: la emancipación de .los esclavos, la abolición para siempre de este estado tan degradante: la libertad universal. Sin levantar antes al hombre de ese abyecto estado, sin alzarse sobre el nivel de los brutos, no era posible crear y organizar una civilización llena de grandor y dignidad; porque dondequiera que se ve a un hombre acurrucado a los pies de otro hombre, esperando con ojo inquieto las órdenes de su amo, o temblando medroso al solo movimiento de un látigo; dondequiera que el hombre es vendido como un bruto, estimadas todas sus facultades y hasta su vida por algunas monedas, allí la civilización no se desenvolverá jamás cual conviene; siempre será flaca, enfermiza, falseada, porque donde esto se verifica la humanidad lleva en su frente una marca de ignominia. 174 Probado, pues, que fué el Catolicismo quien quitó de en medio ese obstáculo a todo adelanto social, limpiando, por decirlo así, a la Europa de esa repugnante lepra que la infectaba de pies a cabeza, entremos ahora en la investigación de lo que hizo el Catolicismo para levantar el grandioso edificio de la civilización europea; que si reflexionamos seriamente cuánto ella entraña cíe vital y fecundo, encontraremos nuevos y poderosos títulos que merecen a la Iglesia Católica la gratitud de los pueblos. Y ante todo será bien echar una ojeada sobre el vasto e interesante cuadro que nos presenta la civilización europea, resumiendo en pocas palabras sus principales perfecciones; pues que de esta manera, podremos mas fácilmente darnos razón a nosotros mismos de la admiración que nos causa, y del entusiasmo que nos inspira. El individuo con un vivo sentimiento de su dignidad, con un gran caudal de laboriosidad, de acción y energía, y con un desarrollo simultáneo de todas sus facultades; la mujer elevada al rango de compañera del hombre y compensado, por decirlo así, el deber de la sujeción con las respetuosas consideraciones de que se la rodea; la blandura y firmeza de los lazos de familia con poderosas garantías de buen orden y de justicia; una admirable conciencia pública, rica de sublimes máximas morales, de reglas de justicia y equidad, y de sentimientos de pundonor y decoro, conciencia que sobrevive al naufragio de la moral privada, y que no consiente que el descaro de la corrupción llegue al exceso de los antiguos; Cierta suavidad general de costumbres, que en tiempo de guerra evita grandes catástrofes, y en medio de la paz hace la vida más dulce y apacible; un profundo respeto al hombre y a su propiedad, que hace tan raras las violencias particulares, y sirve de saludable freno a los gobernantes en todas clases de formas políticas; un vivo anhelo de perfección en todos ramos; una irresistible tendencia errada a veces, pero siempre viva, a mejorar el estado de las clases numerosas; un secreto impulso a proteger la debilidad, a socorrer el infortunio, impulso que a veces se desenvuelve con generoso celo, y cuando no, permanece siempre en el corazón de la sociedad causándole el malestar y desazón de un remordimiento; Un espíritu de universalidad, de propagación, de cosmopolitismo; un inagotable fondo de recursos para remozarse sin perecer, para salvarse en las mayores crisis; una generosa inquietud que se empeña en adelantarse al porvenir, y de que resultan una agitación y un movimiento incesante, algo peligroso a veces, pero que son comúnmente el germen de grandes bienes, y señal de un poderoso principio de vida: he aquí los grandes caracteres que distinguen a la civilización europea, he aquí los rasgos que la colocan en un puesto inmensamente superior a todas las demás civilizaciones antiguas y modernas. Leed la historia, desparramad vuestras miradas por todo el orbe, y dondequiera que no reina el Cristianismo, si no prevalece la vida bárbara o la salvaje, hallaréis por lo menos una civilización que en nada se parece a la nuestra, que ni aun remotamente puede comparársele. Veréis algunas de esas civilizaciones con cierta regularidad, con señales de firmeza, pues que durante al través de largos siglos; pero ¿cómo duran? Sin caminar, sin moverse, porque carecen de vida, porque su regularidad y duración son las de una estatua de mármol, que inmóvil ve pasar ante sí numerosas generaciones. Pueblos hubo también con una civilización que rebosaba de actividad y movimiento, pero ¿qué actividad?, ¿qué movimiento? Unos dominados por el espíritu mercantil no aciertan a fundar sobre sólida base la felicidad interior, sólo saben abordar a nuevas playas que ofrezcan cebo a su codicia, desembarazándose del excedente de la población por medio de las colonias, y estableciendo en el nuevo país crecido número de factorías; otros disputando y combatiendo eternamente por la mayor o menor latitud de la libertad política, olvidan su organización social, no cuidan de su libertad civil, y resolviéndose turbulentos en estrechísimo círculo de espacio y de tiempo, no serían dignos siquiera de que la posteridad conservara sus nombres, si no brillara entre ellos con indecible encanto el genio de lo bello, si en los monumentos de su saber no reflejaran como en un claro espejo, algunos hermosos rayos de la ciencia tradicional del Oriente; Otros, grandiosos y terribles a la verdad, pero trabajados sin cesar por las disensiones intestinas, llevan esculpido en su frente el formidable destino de la conquista, la cumplen avasallando el mundo, y caminan desde luego a su ruina por un rapidísimo declive, en que nada los puede contener; otros por fin exaltados por un violento fanatismo, se levantan congo las olas azotadas por un violento huracán, se arrojan sobre los demás pueblos como inundación devastadora, y amenazan arrastrar en su fragosa corriente a la misma civilización cristiana; pero es en vano su esfuerzo, se estrellan sus oleadas contra una resistencia invencible; redoblan sus acometidas, pero siempre forzadas a retroceder, y a tenderse de nuevo sobre su lecho con un sordo bramido. Y ahora vedlos allá al Oriente, cual parecen un turbio charco que los ardores del sol acaban de secar, vedlos allá a los hijos y sucesores de Mahoma y de Omar, vedlos allá de rodillas a las plantas del poderío europeo, mendigando una protección que por ciertas miras se les dispensa, pero con desdeñoso desprecio. 176 Éste es el cuadro que nos ofrecen todas las civilizaciones antiguas y modernas, excepto la europea central, es decir, la cristiana. Sólo ella abarca a la vez todo lo grande y lo bello que se encuentra en las demás; sólo ella traviesa las más profundas revoluciones, sin perecer; sólo ella se extiende a todas las razas, se acomoda a todos los climas, se aviene con las más variadas formas políticas; sólo ella se enlaza amigablemente con todo linaje de instituciones, mientras pueda circular por su corazón cual fecundante savia, produciendo gratos y saludables frutos para bien de la humanidad. ¿Y de dónde habrá recibido la civilización su inmensa superioridad sobre todas las otras? ¿De dónde ha salido tan gallarda, tan rica, tan variada y fecunda, con ese sello de dignidad, de nobleza y elevación, sin castas, sin esclavos, sin eunucos, sin esas miserias que cual asquerosa lepra encontramos en los demás pueblos antiguos y modernos? ¡Ah! los europeos nos lamentamos a menudo, y tan sentidamente cual hacerlo pudo ningún pueblo; y no reflexionamos que somos los hijos mimados de la Providencia, y que si es verdad que sufrimos males, patrimonio inseparable de la humanidad, son empero muy ligeros, nulos, en comparación de los que sufrieron y sufren los demás pueblos. Por lo mismo que es grande nuestra dicha, somos más descontentadizos, y por decirlo así, más melindrosos; sucediéndonos lo que a un hombre de distinguida clase, acostumbrado a vivir rodeado de consideración y respeto en medio de las comodidades y regalos: una leve palabra le indigna, la más pequeña molestia le mortifica y desazona; sin reparar que hay tantos hombres desnudos, y transidos de miseria, que no pueden cubrir su desnudez sino con algunos harapos, ni apagar su hambre sino con algunos mendrugos, todo recogido al través de mil repulsas y bochornos. Al contemplar la civilización europea, hieren el ánimo tantas y tan varias impresiones, se agolpa tal tropel de objetos como demandando consideración y preferencia, que si bien la imaginación se recrea con la magnificencia y hermosura del cuadro, el entendimiento se abruma, no atinando fácilmente por dónde se deba empezar el examen. El mejor recursos en tales casos es la simplificación, descomponiendo el objeto complejo, y reduciéndolo todo a sus elementos más simples. El individuo, la familia, la sociedad, he aquí lo que debemos examinar a fondo, he aquí lo que ha de ser el blanco de nuestras investigaciones; que si llegamos a comprenderlo bien, tal como es en sí y prescindiendo de ligeras variaciones que no afectan su esencia, la civilización europea con todas sus riquezas, con todos sus secretos, se desenvolverá a nuestros ojos, como sol de entre las sombras una campiña abundante y amena al bañarla los rayos de la aurora. 177 Debe la civilización europea todo cuanto es y todo cuanto tiene, a la posesión en que está de las principales verdades sobre el individuo, sobre la familia y sobre la sociedad; se han comprendido en Europa mejor que en ninguna otra parte la verdadera naturaleza, las verdaderas relaciones, el verdadero fin de estos objetos; se tienen sobre ellos ideas, sentimientos, miras de que se careció en las otras civilizaciones; y estas ideas y sentimientos están grabados fuertemente en la fisonomía de los pueblos europeos, inoculados en sus leyes, en sus costumbres, en sus instituciones, en su lenguaje, se respiran con el aire, porque tienen impregnada nuestra atmósfera como un aroma vivificante. Y es porque de largos siglos abriga en su seno la Europa un principio robusto que los conserva, propaga y aplica; es porque en las épocas más trabajosas en que disuelta la sociedad tuvo que formarse de nuevo, fué cabalmente cuando este principio regenerador disfrutó de más influjo y prepotencia. Pasaron los tiempos, sobrevinieron grandes mudanzas, el Catolicismo sufrió alternativas en su poder e influencia sobre la Europa; pero la civilización, que era su obra, era demasiado sólida para ser fácilmente destruida; el impulso era sobrado fuerte y certero para que se perdiera fácilmente el rumbo: la Europa era un joven en la flor de sus años, dotado de complexión robusta, y en cuyas venas circulan en abundancia la salud y la vida; los excesos del trabajo y de la disipación le postran por algún tiempo, le hacen palidecer, pero bien pronto recobra su rostro la lozanía y los colores, bien pronto recobran sus miembros la agilidad y la fuerza. 178 IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXI Distinción entre el individuo y el ciudadano. Individualismo de los bárbaros, según M. Guizot. Si este individualismo perteneció exclusivamente a los bárbaros. Naturaleza y origen de este sentimiento. Sus modificaciones. Cuadro de la vida de los bárbaros. Verdadero carácter de su individualismo. Confesión de M. Guizot. Este sentimiento lo tenían en algún modo todos los pueblos antiguos. EL INDIVIDUO: he aquí el elemento más simple de la sociedad, he aquí lo primero que debe estar bien constituído, por decirlo así, he aquí lo que en siendo mal comprendido y apreciado, será un eterno obstáculo a la medra de la verdadera civilización. Ante todo es necesario advertir que aquí se trata sólo del individuo, del hombre tal como es en sí, y prescindiendo de las numerosas relaciones que le rodean, luego que se pasa a considerarle como miembro de una sociedad. Mas no se crea por esto que voy a considerar al hombre en un completo aislamiento, llevándole al desierto, reduciéndole al estado salvaje, y analizando el individualismo tal como nos lo ofrecen algunas hordas errantes, excepción monstruosa que sólo ha podido resultar de la degradación de la naturaleza humana. Esto equivaldría a resucitar el método de Rousseau, método puramente utópico, que sólo puede conducir al error y a la extravagancia. Las piezas de una máquina pueden ser examinadas aparte, aisladamente, con la mira de comprender mejor su construcción peculiar; pero nunca deben olvidarse los usos a que se las destina, nunca debe perderse de vista el todo a que pertenecen; de otra suerte, el juicio que sobre ellas Se forme, no podrá menos de ser equivocado. El cuadro más sublime y sorprendente no sería más que una ridícula monstruosidad, si se examinaran en completo aislamiento, o en combinaciones arbitrarias, los grupos y las figuras: con semejante método podrían convertirse en sueños de un delirante los prodigios de Miguel Ángel y de Rafael Pero sin olvidar que el hombre no está solo en el mundo, y que no ha nacido para vivir solo; sin olvidar que a más de lo que es en sí, forma también parte del gran sistema del universo, y que a más de los destinos que le corresponden como comprendido en el vasto plan de la creación, está elevado por la bondad del Criador a otra esfera más alta. superior a todo pensamiento terreno; sin prescindir de nada de esto, como en buena filosofía no se puede prescindir, queda todavía lugar al estudio del individuo, y del individualismo; en la consideración del hombre todavía se puede abstraer la calidad del ciudadano, abstracción que lejos de conducirnos a extravagantes paradojas, es muy a propósito para comprender a fondo cierta particularidad notable que se observa en la civilización europea, cierto distintivo que por sí solo no la dejaría confundir con las otras. 179 Que deba hacerse una distinción entre el hombre y el ciudadano, que estos dos aspectos den lugar a consideraciones muy diferentes, nadie habrá que no lo perciba fácilmente; pero es tarea harto difícil el deslindar hasta dónde se extiendan los resultados de esa distinción, hasta qué punto sea conveniente el sentimiento de la independencia personal, cuál sea la esfera que deba señalarse al desarrollo puramente individual, qué es lo que sobre este particular se encuentra en nuestra civilización que no se halle en las otras; es tarea harto difícil, apreciar debidamente esta diferencia, señalar su origen y objeto, y pesar atinadamente cuál ha sido su verdadero influjo en la marcha de la civilización. Tarea, repito, muy difícil, porque se encierran aquí varias cuestiones bellas e importantes en verdad, pero delicadas, profundas, donde es muy fácil equivocarse, porque es casi imposible fijar certeramente la mirada, a causa de que los objetos tienen algo de vago, de indeterminado, de aéreo, andan como fluctuando, sólo vinculados entre sí por relaciones imperceptibles. Tropezamos aquí con el famoso individualismo que, según M. Guizot, fué importado por los bárbaros del Norte y representó un papel tan descollante, que debe ser reconocido como uno de los primeros y más fecundos principios de la civilización europea. Analizando el célebre publicista los elementos de esta civilización, señalando la parte que en su juicio cupo al imperio romano y a la Iglesia, pretende hallar algo de singular y muy fecundo, en el sentimiento de individualismo que traían los germanos consigo, y que inocularon en las costumbres europeas. No será inútil dar razón aquí de la opinión de M. Guizot sobre esta importante y delicada materia, porque al paso que se logrará fijar mejor el estado de la cuestión, cosa harto difícil en objetos de suyo tan vagos, se disipará la grave equivocación que padecen algunos en este punto, debida a la autoridad del citado escritor, que con los recursos de su ingenio y los encantos de su elocuencia, ha hecho verosímil y plausible lo que examinado a fondo, no es más que una paradoja. 180 Como al combatir las opiniones de un escritor debe tenerse el primer cuidado en no alterárselas, atribuyéndole lo que en realidad no ha dicho, y estando por otra parte la materia que nos ocupa tan sujeta a equivocaciones, será bien copiar por entero las palabras de Guizot. “El estado general de la sociedad entre los bárbaros es lo que nos importa conocer; y esto cabalmente es muy difícil. Comprendemos sin mucho trabajo el sistema municipal romano, y la Iglesia cristiana; su influencia se ha perpetuado hasta nuestros días, encontramos su huella en muchas instituciones, en hechos que tenemos a la vista, y esto nos facilita mil medios de reconocerlos y explicarlos. Nada empero ha quedado de las costumbres y del estado social de los bárbaros; vémonos obligados a adivinar, ora apelando a remotísimos monumentos históricos, ora supliendo la falta de esos monumentos con un atrevido esfuerzo de imaginación”. No negaré ser muy poco lo que nos ha quedado de las costumbres de los bárbaros, ni disputaré con M. Guizot sobre lo que pueda valer una observación que versa sobre hechos en que sea menester suplir con esfuerzos de imaginación lo mucho que de ellos nos falta, en que nos vecinos obligados a entrar en la peligrosa y resbaladiza senda de adivinar; no desconozco lo que son estas materias, y en las reflexiones que acabo de hacer sobre la cuestión que nos ocupa, y en los términos con que la he calificado, bien se alcanza que no juzgo posible andar con la regla y el compás; pero sí que puede servir esto para prevenir a los lectores contra la ilusión que pudiera causarles una doctrina que, bien profundizada, no es más, repito, que una brillante paradoja. “Hay un sentimiento, un hecho, continúa M. Guizot, que es preciso analizar y comprender para pintar con rasgos verídicos a un bárbaro: tal es el placer de la independencia individual, el placer de lanzarse con su fuerza y su libertad en medio de las vicisitudes del mundo y de la vida; los goces de una actividad sin trabajo, la inclinación a una vida aventurera, llena de imprevisión, de desigualdad, de peligro. Éste era el sentimiento dominante del estado bravío, la necesidad moral que ponía en perpetuo movimiento aquellas masas de hombres. Viviendo nosotros en medio de una sociedad tan regular, tan uniforme, nos es sobremanera difícil representarnos ese sentimiento con todo el imperio, con toda la violencia que ejercía sobre los bárbaros de los siglos cuarto y quinto Una sola obra he visto en la cual se halla perfectamente retratado ese carácter de la barbarie: la historia de la conquista de Inglaterra por los normandos, de M. Thierry, es el solo libro en que se ven reproducidos con una exactitud, con una naturalidad verdaderamente homéricas, los motivos, las inclinaciones, los impulsos que mueven y agitan a los hombres en un estado social próximo a la barbarie. 181 En ninguna parte he comprendido, he sentido mejor, lo que es un bárbaro, lo que es la vida de un bárbaro. Algo semejante se encuentra en las novelas de Cooper sobre los salvajes de América, si bien a mi entender, en un grado muy inferior, de una manera menos simple, menos verdadera. Vese en la vida de los salvajes americanos, en las relaciones que los. unen, en los sentimientos que abrigan en medio de sus bosques, algún reflejo, alguna analogía que recuerda hasta cierto punto la vida y las costumbres de los primitivos germanos. Estos cuadros son ciertamente un poco ideales, tienen algo de poético; la parte repugnante de las costumbres y, de vida de los bárbaros no se presenta en ellos con toda su crudeza; y no hablo solamente de los males acarreados por esas costumbres al estado social, sino de la situación interior, individual del mismo bárbaro. En esta necesidad imperiosa de independencia personal había algo de más material, algo de más grosero de lo que se desprende y pudiera deducirse de la obra de M. Thierry: dominaba en los bárbaros del Norte cierto grado de brutalidad, de embriagamiento, de apatía, que no siempre se ven fielmente representadas en aquellas narraciones. No obstante, profundizando más y más las cosas, a pesar de esa confusa mezcla de brutalidad, de materialismo, de egoísmo estúpido, se conoce que aquella pasión por la independencia individual es un sentimiento noble, cuyo poder deriva todo de la parte superior, de la naturaleza moral del mismo hombre; es el placer de sentirse hombre, el sentimiento de la personalidad, de la espontaneidad humana en su libre desarrollo. “A los bárbaros germanos, señores, debe la moderna civilización ese sentimiento desconocido enteramente de los romanos, de la Iglesia, de casi todas las civilizaciones antiguas. Cuando en éstas hace algún papel la libertad, es la libertad política, la libertad del ciudadano; ésta era la que le movía, la que le entusiasmaba, no su libertad personal: pertenecía a una asociación, se hallaba consagrado a una asociación, y por una asociación estaba pronto a sacrificarse. Lo mismo sucedía en la Iglesia cristiana: reinaba entre los fieles un vivo apego a la corporación cristiana, un rendido acatamiento, un entero abandono a sus leyes, un fuerte empeño de extender su imperio: otras veces el sentimiento religioso conducía al hombre a una reacción sobre sí mismo, sobre su alma, a tina lucha interior, para sojuzgar su libre albedrío y someterlo a las inspiraciones de su fe. El sentimiento empero de independencia personal, ese anhelo de libertad que se desarrolla sin otro fin ni objeto que el de complacerse, este sentimiento, repito, era desconocido a los romanos, y a la sociedad cristiana. 182 Los bárbaros le llevaron consigo y le depositaron en la cuna de la civilización europea. Tan descollante papel hay en ella representado, tan hermosos resultados ha producido, que es imposible dejar de reconocerle como uno de sus elementos principales”. (Historia de la civilización europea. Lección 11.) El sentimiento de la independencia personal atribuido exclusivamente a un pueblo, ese sentimiento vago, indefinible, con una extraña mezcla de noble y de brutal, de bárbaro y de civilizador, tiene algo de poético muy propio para seducir la fantasía; pero como el contraste mismo con que se procura aumentar el efecto de las pinceladas, lleva en sí algo de extraordinario y hasta contradictorio, la severa razón sospecha algún error oculto, y se pone en cautelosa guarda. Si es verdad que tal fenómeno haya existido, ¿cíe dónde pudo dimanar?, ¿fué quizás un resultado del clima? Pero ¿cómo es concebible que abrigaran los hielos del norte lo que no abrigaban los ardores del mediodía?, ¿cómo es que desenvolviéndose con tanta fuerza en los países meridionales de Europa el sentimiento de la independencia política, cabalmente no se encontrara en ellos el sentimiento de la independencia personal?, ¿no fuera una extrañeza, mejor diré un absurdo, que los climas se hubiesen repartido como patrimonios los sentimientos de las dos clases de libertad? Diríase quizás que procedía este sentimiento del estado social; pero en tal caso no era menester atribuirle como característico a un pueblo; bastaba asentar en general, que ese sentimiento era propio de los pueblos que se hallasen en el estado social de los germanos. Además, que si era efecto del estado social, ¿cómo pudo ser un germen, un principio fecundo de civilización, lo que era propio de la barbarie? Este sentimiento debiera haberse borrado por la civilización, no conservarse en medio de ella, no contribuir a su desarrollo; y si bajo alguna forma debía permanecer, ¿por qué no sucedió lo mismo en otras civilizaciones, va que no fueron por cierto los germanos el único pueblo que haya pasado de la barbarie a la civilización? No se pretende por eso decir, que los bárbaros del Norte no ofrecieran bajo este aspecto alguna particularidad notable, ni tampoco que no se encuentre en la civilización europea un sentimiento de personalidad, por decirlo así, que no se halla en las demás civilizaciones; pero sí que para explicar el individualismo de los germanos es poco filosófico valerse de misterios y enigmas, pero sí que para señalar la razón de al superioridad que tiene en esta parte la civilización europea, no es necesario acudir a la barbarie de los germanos. Si queremos formarnos idea cabal de esta cuestión tan compleja e importante, conviene ante todo fijar en cuanto cabe la verdadera naturaleza del individualismo de los bárbaros. 183 En un opúsculo que di a luz hace algún tiempo, cuyo título era: Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero, traté por incidencia de ese individualismo, y me esforcé en aclarar sobre este punto las ideas; y como desde entonces no he variado de opinión, antes me he confirmado más en ella, trasladaré a continuación lo que allí decía. “¿Qué venía a ser este sentimiento? ¿Era peculiar de aquellos pueblos, era un resultado de las influencias del clima, de una situación social? ¿Era tal vez un sentimiento, que se halle en todos lugares y tiempos, pero modificado a la sazón por circunstancias particulares? ¿Cuál era su fuerza, cuál su tendencia, qué encerraba de justo o de injusto, de noble o degradante, de provechoso o nocivo? ¿Qué bienes llevó a la sociedad, qué males? Y éstos ¿cómo se combatieron, por quién y por qué medios, con qué resultado? Muchas cuestiones hay encerradas aquí; pero no traen sin embargo la complicación que pudiera parecer; aclarada una idea fundamental, las demás se desenvolverán muy fácilmente; y simplificada la teoría, vendrá luego la historia en su confirmación y apoyo. “Hay en el fondo del corazón del hombre un sentimiento fuerte, vivo, indeleble, que le inclina a conservarse, a evitarse males, y a procurarse bienestar y dicha. Llámesele amor propio, instinto de conservación, deseo de la felicidad, anhelo de perfección, egoísmo, individualismo, llámasele como se quiera, el sentimiento existe; aquí dentro le tenemos, no podemos dudar de él; él nos acompaña en todos nuestros pasos, en todas nuestras acciones, desde que abrimos los ojos a la luz hasta que descendemos al sepulcro. Este sentimiento, si bien se le observa en su origen, naturaleza y objeto, no es más que una gran ley de todos los seres, aplicada al hombre; ley que siendo una garantía de la conservación y perfección de los individuos, contribuye de un modo admirable a la armonía del universo. Bien claro es, que semejante sentimiento nos ha de llevar naturalmente a aborrecer la opresión y a experimentar un desagrado por cuanto tiende a embarazarnos, o coartarnos el uso de nuestras facultades: la razón es obvia; todo esto nos causa un malestar, y a semejante estado se Opone nuestra naturaleza; hasta el niño más tierno sufre ya de mala gana la ligadura que le embarga el libre movimiento: se enfada, forceja, llora. 184 “Además, si por una u otra causa no carece totalmente el individuo del conocimiento de sí mismo, si por poco que sea, han podido desarrollarse algún tanto sus facultades intelectuales, brotará en el fondo de su alma otro sentimiento, que nada tiene de común con el instinto de conservación que impele a todos los seres, otro sentimiento que pertenece exclusivamente a la inteligencia: hablo del sentimiento de dignidad, del aprecio, de la estimación de nosotros mismos, de ese fuego que brota en el corazón en nuestra mas tierna infancia, y que nutrido, extendido y avivado con el pábulo que va suministrando el tiempo, es capaz de aquella fuerza prodigiosa, de aquella expansión que tan inquietos, tan activos, tan agitados nos trae en todos los períodos de nuestra vida. La sujeción de un hombre a otro hombre envuelve algo que hiere este sentimiento de dignidad; porque aun suponiendo esta sujeción conciliada con toda la libertad y suavidad posibles, con todos los respetos a la persona sujeta, revela al menos a ésta alguna flaqueza o necesidad, que la obliga a dejarse cercenar algún tanto del libre uso de sus facultades: y he aquí otro origen del sentimiento de independencia personal. “Infiérese de lo que acabo de exponer, que el hombre lleva siempre consigo el amor a la independencia, que este sentimiento es común a todos los tiempos y países, y que no puede ser de otra manera; pues que hemos encontrado su raíz en dos sentimientos tan naturales al hombre, como son: el deseo de bienestar, y el sentimiento de su dignidad. “Es evidente que en la infinidad de situación física y moralmente diversas, en que puede encontrarse el individuo, las modificaciones de tales sentimientos podrán también variarse hasta lo infinito; y que éstos, sin salir del círculo que les traza su esencia, tienen mucha latitud para que sean susceptibles de muy diferentes graduaciones en su energía o debilidad y para que sean morales o inmorales, justos o injustos, nobles o innobles, provechosos o nocivos, y por consiguiente, para que puedan comunicar al individuo a quien afectan mucha diversidad de inclinaciones, de hábitos y costumbres, dando así a la fisonomía de los pueblos rasgos muy diferentes, según sea el modo particular y característico con que se hallan afectados los individuos. Aclaradas ya estas nociones, sin haber dejado nunca de la mano el corazón del hombre, queda también manifestado cómo deben resolverse todas las cuestiones generales que se habían ofrecido con relación al sentimiento de individualismo; echándose ele ver también, que no es menester recurrir a palabras misteriosas, ni a explicaciones poéticas; porque nada hay aquí que no pueda sujetarse a riguroso análisis. 185 “Las ideas que el hombre se forme de su bienestar y dignidad, y los medios de que disponga para alcanzar aquél, y conservar ésta, he aquí lo que graduará la fuerza, determinará la naturaleza, fijará el carácter, y señalará la tendencia de todos estos sentimientos: es decir, que todo dependerá del estado físico y moral en que se hallen la sociedad y el individuo. Y aun en igualdad de las demás circunstancias, dad al hombre las verdaderas ideas de su bienestar y dignidad, tales como las enseñan la razón, y sobre todo la religión cristiana, y formaréis un buen ciudadano: dádselas equivocadas, exageradas, absurdas, tales como las explican escuelas perversas y como las propalan los tribunos de todos los tiempos y países, y sembraréis abundante semilla de turbulencias y desastres. “Falta ahora hacer una aplicación de esta doctrina, para que concretándonos al objeto que nos ocupa, podamos manifestar con toda claridad el punto principal que nos hemos propuesto. “Si fijamos nuestra atención sobre los pueblos que invadieron y derribaron el imperio romano, ateniéndonos a los rasgos que sobre ellos nos ha conservado la historia, a lo que de sí arrojan las mismas circunstancias en que se encontraban, y a lo que en esta materia ha podido enseñar a la ciencia moderna la inmediata observación de algunos pueblos de América, no nos será imposible formarnos idea ele cuál era entre los bárbaros invasores el estado de la sociedad y del individuo. Situados los bárbaros en su país natal, en medio de sus montes y bosques cubiertos de nieve y de escarcha, tenían también sus lazos de familia, sus relaciones de parentesco, su religión, sus tradiciones, sus hábitos, sus costumbres, su apego al propio suelo, su amor a la independencia de la patria, su entusiasmo por las hazañas de sus mayores, su amor a la gloria adquirida en el combate, su anhelo de perpetuar en sus hijos una raza robusta, valiente y libre, sus distinciones de familias, sus divisiones- en tribus, sus sacerdotes„ sus caudillo, su gobierno. Sin que sea menester entrar ahora en cuestiones sobre el carácter que entre ellos tenían las formas de gobierno, y dando de mano a cuanto pudiera decirse sobre su monarquía, asambleas públicas, y otros puntos semejantes, cuestiones todas que a más de ser ajenas de este lugar, llevan siempre consigo mucho de imaginario e hipotético, me contentaré con observar lo que para todos los lectores será incontestable, y es que la organización de la sociedad era entre ellos cual debía esperarse, de ideas rudas y supersticiosas, usos groseros y costumbres feroces: es decir, que su estado social no se elevaba sobre aquel nivel que naturalmente decían de haberle señalado tan imperiosas necesidades, como son, el que no se convirtieran en absoluto caos sus bloques, y que a la hora del combate no marcharan sin alguna cabeza y guía sus confusos pelotones. 186 “Nacidos aquellos pueblos en climas destemplados y rigurosos, embarazándose y estrechándose unos a otros por su asombrosa multiplicación, escasos por lo mismo de medios de subsistencia, y teniendo a la vista la abundancia y comodidades con que les brindaban espaciosas y cultivadas comarcas, se sentían a la vez acosados de grandes necesidades, y estimulados vivamente por la presencia y cercanía de la presa; y como que no veían otro dique que las flacas legiones de una civilización muelle y caduca, sintiéndose ellos robustos de cuerpo, esforzados y briosos de ánimo, alentados por su misma muchedumbre, se despegaban fácilmente de su país natal, se desenvolvía en su pecho el espíritu emprendedor, y se precipitaban impetuosos sobre el imperio, como un torrente que se despeña de un alto risco inundando las llanuras vecinas. “Por imperfecto que fuera su estado social, por groseros que fueran los lazos de que estaba formado, bastábales sin embargo a ellos en su país natal, y en sus costumbres primitivas; y si los bárbaros hubiesen permanecido en sus bosques, habría continuado aquella forma de gobierno llenando a su modo su objeto, como nacida que era de la misma necesidad, adaptada a las circunstancias, arraigada con el hábito, sancionada por la antigüedad, y enlazada con todo linaje de tradiciones y recuerdos. “Pero eran sobrado débiles estos lazos sociales para que pudieran ser trasladados sin quebrantarse; y aquellas formas de gobierno eran, como se echa de ver, tan acomodadas al estado cíe barbarie, y por consiguiente tan circunscritas y limitadas, que mal podían aplicarse a la nueva situación en que casi de repente se encontraron aquellos pueblos rigurosos ahora a los bravos hijos de las selvas arrojados sobre el mediodía, como un león sobre su presa, precedidos de sus feroces caudillos, seguidos del enjambre de sus mujeres e hijos, llevando consigo sus rebaños y sus groseros arreos, destrozando de paso numerosas legiones, saltando trincheras, salvando fosos, escalando baluartes y murallas, talando campiñas, arrasando bosques, incendiando populosas ciudades, arrastrando grandes pelotones de esclavos recogidos en el camino, arrollando cuanto se les opone, y llevando delante de sí numerosas bandadas de fugitivos corriendo pavorosas y azoradas por escapar del hierro y del fuego; figuráoslos un momento después, engreídos con la victoria, ufanos con tantos despojos, encrudecidos con tantos combates, incendios, saqueos y matanzas; trasladados como por encanto a un nuevo clima. 187 Bajo otro cielo, nadando en la abundancia, en los placeres, en nuevos goces de todas clases; con una confusa mezcla de idolatría y de Cristianismo, de mentira y de verdad, muertos en los combates los principales caudillos, confundida con el desorden las familias, mezcladas las razas, alterado y perdidos los antiguos hábitos y costumbres, y desparramados, por fin los pueblos en países inmensos, en medio de otros pueblos de diversas lenguas, de otras ideas, de distintos usos y costumbres; figuraos, si podéis, ese desorden, esa confusión, ese caos; y decidme si no veis quebrantados, hechos mil trozos todos los lazos que formaban la sociedad de esos pueblos, y si no veis desaparecer de repente la sociedad civilizada con la sociedad bárbara, aniquilarse todo lo antiguo, antes que pudiera reemplazarlo nada nuevo. “Y entonces, si fijáis vuestra vista sobre el adusto hijo del Aguilón, al sentir que se relajan de repente todos los vínculos que le unían con su sociedad, que se quebrantan todas las trabas que contenían toda su fiereza, al encontrarse solo, aislado, en posición tan nueva, tan singular y extraordinaria, conservando un oscuro recuerdo de su país, sin haberse aficionado todavía al recién ocupado, sin respeto a una ley, sin temor a un hombre, sin apego a una costumbre, ¿no le veis arrastrado de su impetuosa ferocidad arrojarse sin freno a donde quiera que le conducen sus hábitos de violencia, de vagancia, de pillaje y matanzas; y confiado siempre en su nervudo brazo, en su planta ligera, guiado por las inspiraciones de un corazón lleno de brío y de fuego, y por una fantasía exaltada con la vista de tantos, tan nuevos y variados países, por los azares de tantos viajes y combates, no le veis acometer temerario todas las empresas, rechazar toda sujeción, sacudir todo freno, y saborearse en los peligros de nuevas luchas y aventuras? Y no encontráis aquí el misterioso individualismo, el sentimiento de independencia personal, con toda su realidad filosófica, y con toda su verdad histórica? “Este individualismo brutal, este feroz sentimiento de independencia, que ni podía conciliarse con el bienestar del individuo, ni con su verdadera dignidad; que entrañando un principio de guerra eterna, y de vida errante, debía acarrear necesariamente la degradación del hombre, y la completa disolución de la sociedad, tan lejos estaba de encerrar un germen de civilización, que antes bien era lo más a propósito para conducir la Europa al estado salvaje; ahogando en su misma cuna toda sociedad, desbaratando todas las tentativas encaminadas a organizarla, y acabando de aniquilar cuantos restos hubiesen quedado de la civilización antigua”. Las reflexiones que se acaban de presentar serán más o menos fundadas; más o menos felices, pero al menos no adolecen de la inconcebible incoherencia, por no decir contradicción, de hermanar la barbarie y la brutalidad con la civilización y la cultura; por lo menos no se llama principio descollante, fecundo en la civilización europea, a lo mismo que un poco más allá se señala como uno de los obstáculos más poderosos que salían al paso a las tentativas de organización social. Como en este punto coincide M. Guizot con la opinión que acabo de manifestar, y hace resaltar notablemente la incoherencia de su doctrina, el lector no llevará a mal que se lo haga oír de su propia boca: “Es claro que si los hombres carecen de ideas que se extiendan más allá de su propia existencia, si su horizonte intelectual no alcanza más allá del individualismo, si se dejan arrastrar por la fuerza de sus pasiones e intereses, si no poseen un cierto número de nociones y de sentimientos comunes que sirvan como de lazo entre todos los asociados, es claro, digo, que será imposible entre ellos toda idea de sociedad, que cada individuo será en la sociedad a que pertenezca, un principio de trastorno y de disolución. “Dondequiera que domine casi absolutamente el individualismo, dondequiera que el hombre no se considere más que a sí propio, que sus ideas no se extiendan más allá de sí mismo, no obedezca más que a su pasión, la sociedad (hablo de una sociedad un poco dilatada y permanente) llega a ser poco menos que imposible. Tal era en el tiempo de que hablamos el estado moral de los conquistadores de Europa. Hice ya notar en la última reunión que debíamos a los germanos el sentimiento enérgico de la libertad particular y del individualismo humano. Pues bien; cuando el hombre se halla en un estado de extrema rusticidad y de ignorancia, entonces ese sentimiento es el egoísmo con toda su brutalidad, con toda su insociabilidad; y en este estado se encontraba entre los germanos desde el siglo quinto hasta el octavo. Sin hallarse acostumbrados a más que a cuidar de su propio interés, a satisfacer sus pasiones, a dar cumplimiento a su voluntad, ¿cómo habrían podido acomodarse a un estado un poco organizado? Hablase intentado varias veces hacerlos entrar en él, ellos mismos lo deseaban, mas burlaban siempre esos deseos, y hacían inútil toda tentativa, la brutalidad, la ignorancia, la imprevisión. A cada instante se ve levantarse un embrión de sociedad, y a cada instante se ve esa misma sociedad desmembrarse, arruinarse, por faltar en los hombres ideas morales y comunes, elementos tan necesarios e indispensables. 189 “Tales eran, señores, las dos verdaderas causas que prolongaron el estado de la barbarie: mientras existieron, ella también duró.” (Historia general de la civilización europea. Lección III). A M. Guizot le sucedió con su individualismo lo que suele acontecer a los grandes talentos; un fenómeno singular los hiere vivamente, inspírales un ardiente deseo de averiguar la causa, y tropiezan a menudo, caen en error, arrastrados por una secreta inclinación a señalar un origen nuevo, inesperado, sorprendente. Para extraviarle mediaba todavía otra causa. En su mirada vasta y penetrante sobre la civilización europea, en el cotejo que de ella hizo con las más famosas civilizaciones antiguas, descubrió una diferencia muy, notable entre el individuo de la primera y el individuo de las otras; vió, sintió en el hombre europeo algo de más noble, de más independiente que no hallaba ni en el griego ni en el romano; era menester señalar el origen de esta diferencia, y no era trabajosa la tarea para la posición en que se encontraba el historiador filósofo. Ya al echar una ojeada sobre los varios elementos de la civilización europea, se le había presentado la Iglesia como uno de los más poderosos, corno uno de los más influyentes en la organización social, y en el impulso que hizo marchar el mundo hacia un porvenir grande y venturoso; ya lo había reconocido expresamente así, y tributado un testimonio a la verdad, con aquellos rasgos magníficos que trazar sabe su elocuente pluma; ¿y se quería ahora que para explicar el fenómeno que llamaba su atención, recurriese también al Cristianismo, a la Iglesia? Eso hubiera sido dejarla sola en la grande obra de la civilización, y M. Guizot a toda costa quería señalarle coadjutores; por esta causa fija sus miradas sobre las hordas bárbaras; y en la frente adusta, en la fisonomía feroz, en el mirar inquieto y fulminante del hijo de las selvas, pretende descubrir el tipo, algo tosco, sí, pero no menos verdadero, de la noble independencia, de la elevación y dignidad, que lleva rasgueadas en su frente el individuo europeo. Aclarada ya la naturaleza del misterioso individualismo de los germanos, y demostrado también que lejos de ser un elemento de civilización, lo era de desorden y barbarie, falta ahora examinar cuál es la diferencia que media entre la civilización europea y las demás con respecto al sentimiento de dignidad e independencia que anima al individuo; falta determinar a punto fijo cuáles son las modificaciones que en Europa ha tomado un sentimiento, el cual, como vimos ya, mirado en sí, es común a todos los hombres. 190 En primer lugar, carece de fundamento lo que afirma M. Guizot: que el sentimiento de independencia personal, ese anhelo de libertad que agita los corazones sin otro fin ni objeto que el de complacerse, fuese característico de los bárbaros, y desconocido entre los romanos. Claro es que al entablarse semejante comparación, no puede entenderse del sentimiento en su estado de bravura y ferocidad, pues que esto equivaldría a decirnos que los pueblos civilizados no podían tener el carácter distintivo de la barbarie; pero si le despojamos de esta circunstancia, hallábase, y muy vivo, no sólo entre los romanos, sino también entre los pueblos más famosos de la antigüedad. “Cuando en las civilizaciones antiguas, dice M. Guizot, hace algún papel la libertad, debe entenderse de la libertad política, de la libertad del ciudadano; ésta era lo que le movía, la que le entusiasmaba, no su libertad personal; pertenecía a una asociación, y por una asociación estaba pronto a sacrificarse”. Sin que sea menester negar que había ese espíritu de consagrarse a una asociación, y con algunas particularidades notables, que más abajo me propongo explicar, puédese afirmar no obstante que el deseo de la libertad personal, con el solo fin y objeto de complacerse, quizás era entre ellos más vivo que entre nosotros; si no, ¿qué buscaban los fenicios, los griegos isleños y asiáticos, y los cartagineses, cuando emprendían sus navegaciones, que para el atraso de aquellos tiempos eran tan osadas y peligrosas como las de nuestros más intrépidos marinos? ¿Era acaso por sacrificarse a una asociación, cuando sólo ansiaban descubrir nuevas playas donde pudiesen amontonar plata y oro, y todo linaje de preciosidades? ¿No los guiaba el anhelo de adquirir, de complacerse? ¿Dónde está la asociación? ¿Dónde se la divisa? ¿Vemos acaso otra cosa que el individuo, con sus pasiones, con sus gustos, con su afán de satisfacerlos? Y los griegos, esos griegos tan muelles, tan voluptuosos, tan sedientos de placer, ¿no tenían vivísimo el sentimiento de su libertad personal, de poder vivir con amplia libertad con el solo fin y objeto de complacerse? Sus poetas cantando el néctar y los amores, sus libres cortesanas recibiendo los obsequios de los hombres más famosos, y haciendo olvidar a los sabios la mesura y gravedad filosóficas, y el pueblo celebrando sus fiestas en medio de la disolución más espantosa, ¿era todo esto un sacrificio que se hacía en las aras de la asociación? ¿Tampoco había aquí el individualismo, el afán de complacerse? Por lo que toca a los romanos, si se hablase de lo que se llama bellos tiempos de la república, no fuera quizás tan fácil ofrecer muchas de lo que estamos manifestando; pero cabalmente se trata de los romanos del imperio, de los romanos que vivían en la época de la irrupción de los bárbaros, de esos romanos tan sedientos de complacerse, y tan devorados de esa fiebre de que tan negros cuadros nos conserva la historia. 191 Sus soberbios palacios, sus magníficas quintas, sus regalados baños, sus espléndidos cenáculos, sus mesas opíparas, sus lujosos trajes, su disipación voluptuosa, ¿no muestran acaso al individuo, que sin pensar en la asociación a que pertenece, trata tan sólo de lisonjear sus pasiones y caprichos, viviendo con la mayor comodidad, regalo y esplendor posibles, que no cuida de otra cosa que de solazarse con sus amigos, de mecerse blandamente en los brazos del placer, de satisfacer todos sus caprichos, de saciar todas sus pasiones, que todo lo ha olvidado, que en nada piensa, sino en que tiene un corazón que ansía por complacerse y gozar? No es fácil tampoco atinar por qué M. Guizot atribuye exclusivamente a los bárbaros el placer de sentirse hombre, el sentimiento de su personalidad, de la espontaneidad humana en su libre desarrollo. ¿Y podremos creer que de tales sentimientos carecieran los vencedores de Maratón y de Platea, los pueblos que tantos monumentos nos han legado que inmortalizan sus nombres? Cuando en las bellas artes, en las ciencias, en la oratoria, en la poesía, brillaban por doquiera hermosísimos rasgos de genio, ¿no existía el placer de sentirse hombre, no se tenía el sentimiento y poder del libre desarrollo en todas las facultades? Y en una sociedad donde tan apasionadamente se amaba la gloria, como sucedía entre los romanos, que puede presentarnos hombres como Cicerón y Virgilio; en una sociedad donde pudieron escribirse las valientes plumadas de Tácito, esas plumadas que a la distancia de diez y nueve siglos hacen retemblar todavía los corazones generosos, ¿allí no había el placer de sentirse hombre, no había el orgullo de comprender su dignidad, no había el sentimiento de la espontaneidad humana en su libre desarrollo? ¿Cómo es posible concebir que en esta parte se aventajasen los bárbaros del Norte a los griegos y romanos? ¿A qué semejantes paradojas? ¿A qué semejante trastorno y confusión de ideas? ¿Qué valen las palabras, por brillantes que sean, cuando nada significan? ¿Qué valen las observaciones por delicadas que parezcan, cuando el entendimiento a la primera ojeada descubre en ellas la inexactitud y la vaguedad, Y examinándolas a fondo las encuentra llenas de incoherencias y de absurdos? IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXII El respeto al hombre, en cuanto hombre, desconocido de los antiguos. Analogía de esta particularidad de los antiguos, con un fenómeno de las revoluciones modernas. Tiranía del poder público sobre los intereses privados. Explicación de un doble fenómeno que se nos presenta en las sociedades antiguas y en las modernas no cristianas. Opinión de Aristóteles. Carácter de la democracia moderna. SI PROFUNDIZANIOS la cuestión que se agita, si no nos dejamos llevar hasta el error y la extravagancia por la manía de pasar plaza de pensadores profundos; y de observadores muy delicados, si hacemos uso de una recta y templada filosofía, fundada en los hechos que nos suministra la historia, echaremos de ver que la diferencia capital entre nuestra civilización y las antiguas con respecto al individuo, consistía en que el hombre corno hombre no era estimado en lo que vale. No faltaban ni el sentimiento de independencia personal, ni el anhelo de complacerse y gozar, ni cierto orgullo de sentirse hombre, el defecto no estaba en el corazón sino en la cabeza. Lo que faltaba, sí, era la comprensión de toda la dignidad del hombre, era el alto concepto que de nosotros mismos nos ha dado el Cristianismo, al paso que con admirable sabiduría nos ha manifestado también nuestras flaquezas; lo que faltaba sí a las sociedades antiguas, lo que ha faltado y faltará a todas en las que no reine el Cristianismo, era ese respeto, esa consideración de que entre nosotros está rodeado un individuo, un hombre, sólo por ser hombre. Entre los griegos el griego lo es todo; los extranjeros, los bárbaros, no son nada; en Roma el título de ciudadano romano hace al hombre; quien carece de este título, es nada. En los países cristianos, si nace una criatura deforme, o privada de algún miembro, excita la compasión, es objeto cíe más tierna solicitud, bástale para ello el ser hombre, y sobre todo hombre desgraciado; entre los antiguos era mirada esa criatura como cosa inútil, despreciable, y en ciertas ciudades, como por ejemplo en Lacedemonia, estaba prohibido alimentarla, y por orden de los magistrados encargados de la policía de los nacimientos, ¡horror causa decirlo!, era arrojada a una sima. Era un hombre; pero esto ¿qué importaba? 193 Era un hombre que para nada podía servir, y una sociedad sin entrañas, no quería imponerse la carga de mantenerle. Léase a Platón (1. 5 de Rep.), a Aristóteles (Pol 1. 7, c. 15, 16), y se verá la horrorosa doctrina que profesaban con respecto al aborto y al infanticidio, se verán los medios crueles que sabían excogitar esos filósofos para precaver el excesivo aumento de la población, se palpará el inmenso progreso que ha hecho la sociedad bajo la influencia del Cristianismo, en todo lo que dice relación al hombre. Los juegos públicos, esas horrendas escenas en que morían a centenares los hombres, para divertir a un concurso desnaturalizado, ¿no son elocuente testimonio de cuán en poco era tenido el hombre, pues que tan bárbaramente se le sacrificaba por motivos los más livianos? El derecho del más fuerte estaba terriblemente practicado por los antiguos, y ésta es una de las causas a que debe atribuirse esta absorción, por decirlo así, en que vemos al individuo con respecto a la sociedad. La sociedad era fuerte, el individuo era débil; y así la sociedad absorbía al individuo, se arrogaba sobre él cuantos derechos puedan imaginarse; y si alguna vez servía de embarazo, podía estar seguro de ser aplastado con mano de hierro. Al leer el modo con que explica M. Guizot esta particularidad de las civilizaciones antiguas, no parece sino que en ellas había un patriotismo desconocido entre nosotros, patriotismo que llevado hasta la exageración, y no andando acompañado del sentimiento de independencia personal, producía esa especie de absorción individual, ese anonadamiento del individuo en presencia de la sociedad. Si hubiese reflexionado más a fondo sobre esta materia habría alcanzado fácilmente que no estribaba la diferencia en que los unos hombres tuvieran unos sentimientos de que carezcan los otros, sino en que se ha verificado una revolución inmensa en las ideas, en que el individuo, el hombre, es tenido en mucho, cuando entonces era tenido en nada; y de aquí no era difícil inferir que las mismas diferencias que se notasen en los sentimientos, debían tener su origen en la diferencia de las ideas. En efecto, no es extraño que viendo el individuo cuán en poco era tenido por sí mismo, viendo el poder ilimitado que sobre él se arrogaba la sociedad, y que en sirviendo de estorbo era pulverizado, nada extraño es que él mismo se formase de la sociedad y *del poder público una idea exagerada, que se anonadase en su corazón ante ese coloso que le infundía miedo, y que lejos de mirarse como miembro de una asociación cuyo objeto era la seguridad y la felicidad de todos los individuos, y para cuyo logro era indispensable por parte de éstos el resignarse a algunos sacrificios, se considerase antes bien como una cosa consagrada a esta asociación, y en cuyas aras debía ofrecerse en holocausto sin reparos de ninguna clase. 194 Ésta es la condición del hombre, cuando un poder obra sobre él por mucho tiempo con acción ilimitada, o se indigna contra este poder y le rechaza con violencia, o bien se humilla, se abate, se anonada ante aquella fuerza cuya acción prepotente le doblega y aterra. Véase si es éste el contraste que sin cesar nos ofrecen las sociedades antiguas la más ciega sumisión, el ananodamiento de una parte, y de otra,. el espíritu de insubordinación, ele resistencia, manifestado en explosiones terribles. Así, y, sólo así, es posible comprender cómo unas sociedades en que la agitación y las turbulencias eran, por decirlo así, el estado normal, nos presentan ejemplos tan asombrosos como Leónidas, pereciendo con sus trescientos lacedemonios. en el paso de las Termópilas; Scévola, con la mano en el brasero; Régulo, volviéndose a Cartago para padecer y morir, y Marco Curcio arrojándose armado en la insondable sima abierta en medio de Roma. Todo esto que a primera vista pudiera parecer inconcebible, se aclara perfectamente cotejándolo con lo acontecido en las revoluciones de los tiempos modernos. Trastornos terribles han desquiciado el calor de las pasiones, la lucha de las ideas e intereses, trayendo consigo el calor de las pasiones, acarreó por algunos intervalos más o menos duraderos, el olvido de las verdaderas relaciones sociales; ¿y qué sucedió? Que al paso que se proclamaba una libertad sin límites, y se ponderaban sin cesar los derechos del individuo, se levantaba en medio de la sociedad un poder terrible que concentrando en su mano toda la fuerza pública, la descargaba del modo más inhumano sobre el individuo. En esas épocas resucitaba en toda su fuerza la formidable máxima del salus populi de los antiguos, pretexto de tantos y tan horrendos atentados; y por otra parte se veía renacer aquel patriotismo frenético y feroz, que los hombres superficiales admiran en los ciudadanos de las antiguas repúblicas. ¡Cosa notable! Algunos escritores habían prodigado desmedidos elogios a los antiguos, y sobre todo a los romanos; parece que tenían vivos deseos de que la civilización moderna se amoldase a la antigua; se hicieron locas tentativas, se atacó con inaudita violencia la organización social existente, se procuró con ahínco que perecieran, o al menos se sofocaran las ideas cristianas sobre el individuo y la sociedad, se pidieron inspiraciones a las sombras de los antiguos romanos, y en el brevísimo plazo que duró el ensayo, viéronse también, cual en la antigua Roma, rasgos admirables de fortaleza, de valor, de patriotismo, contrastando de un modo horroroso con inauditas crueldades, con horrendos crímenes; y en medio de una nación grande y generosa, viéronse aparecer de nuevo con espanto de la humanidad los sangrientos espectros de Mario y Sila. 195 Tanta verdad es que el hombre es el mismo por todas partes, y que un mismo orden de ideas viene al fin a engendrar un mismo orden de hechos. Que desaparezcan las ideas cristianas, que las ideas antiguas recobren su fuerza, y veréis que el mundo nuevo se parecerá al mundo viejo. Felizmente para la humanidad esto es imposible; todos los ensayos hechos hasta ahora para lograr tan funesto efecto han sido y debido ser poco duraderos; lo propio sucederá en adelante; pero la página ensangrentada que dejan en la historia de la humanidad tan criminales tentativas, ofrece un rico caudal de reflexiones al observador filósofo, para conocer a fondo las delicadas e íntimas relaciones de las ideas con los hechos, para contemplar en su desnudez la vasta trama de la organización social, y apreciar en su justo valor la influencia benéfica o nociva de las varias religiones y sistemas filosóficos. Las épocas cíe revolución, es decir, aquellas épocas tempestuosas en que se hunden los gobiernos unos tras otros, como edificios cimentados sobre un terreno volcanizado, llevan todas ese carácter que las distingue: el predominio de los intereses del poder público sobre todos los intereses privados. Nunca es más flaco ese poder, nunca es menos duradero; pero nunca es más violento, más frenético; todo lo sacrifica a su seguridad o a su venganza; la sombra de sus enemigos le persigue y le hace estremecer a todas horas; su propia conciencia le atormenta y no le deja descanso; la debilidad de su organización y la movilidad de su asiento, le advierten a cada paso de la proximidad de su caída, y en su impotente desesperación se agita y se revuelve convulsivo, como un moribundo que expira entre padecimientos atroces. ¿Qué es entonces a sus ojos la vida de los ciudadanos, si esta vida puede inspirarle la más leve, la más remota sospecha? Si con la sangre de millares de víctimas puede alcanzar algunos momentos de seguridad, si puede prolongar por algunos días más su existencia: “perezcan, dice, mis enemigos, así lo exige la seguridad del Estado, es decir, la mía”. ¿Y de dónde tanto frenesí? ¿De dónde tanta crueldad? ¿Sabéis de dónde? La causa está en que derribado el gobierno antiguo por medio de la fuerza, y entronizado otro en su lugar apoyado sólo en la fuerza, la idea del derecho ha desaparecido de la región del poder, la legitimidad no le escuda, su misma novedad le muestra como de poco valer, y le augura escasa duración; y falto de razón y de justicia, y viéndose precisado a invocarlas para sostenerse, las busca en la misma necesidad de un poder, en esa necesidad social que está siempre patente. 196 Así proclama que la salud del pueblo es la suprema ley, y entonces la propiedad, la vida del individuo son nada, se aniquilan completamente a la vista de un espectro sangriento que se levanta en el centro de la sociedad, y que, armado con la fuerza, y rodeado de satélites y de cadalsos dice: “yo soy el poder público, a mí me está confiada la salud del pueblo, yo soy el que vela por los intereses de la sociedad”. ¿Y sabéis lo que acontece entonces con esa falta absoluta de respeto al individuo, con ese completo aniquilamiento del hombre ante el poder aterrador que se pretende representante de la sociedad? Sucede que renace el sentimiento de asociación en diferentes sentidos; pero no un sentimiento dirigido por la razón y por miras benéficas y previsoras, sino un sentimiento ciego, instintivo, que lleva a los hombres a no quedarse solos, sin defensa, en medio del campo de batalla y asechanzas en que se ha convertido la sociedad; que los conduce a unirse, o para sostener al poder si arrastrados por el torbellino de la revolución se han identificado con él y le miran como su único resguardo y defensa contra los enemigos que los amenazan, o para derribarle si arrojados por una u otra causa a las filas contrarias, le contemplan como su enemigo más capital, y la fuerza de que dispone como una espada levantada de continuo sobre sus cabezas. Entonces se verifica que los hombres pertenecen a una asociación, están consagrados a una asociación, y por esta asociación están prontos a sacrificarse; porque no pueden vivir solos, porque conocen, o sienten al menos instintivamente que el individuo es nada, porque rotos todos los diques que mantenían el orden social, no le queda al individuo aquella esfera tranquila donde podía vivir sosegado, independiente, seguro de que un poder fundado en la legitimidad y guiado por la razón y la justicia, velaba por la conservación del orden público y por el respeto de los derechos del individuo. Entonces los medrosos tiemblan y se humillan, y empiezan a representar la primera escena de la esclavitud, donde el oprimido besa la mano opresora, donde la víctima adora al verdugo; los más audaces, o se resisten y pelean, o se buscan y reúnen en las sombras preparando explosiones terribles; nadie pertenece a sí mismo, el individuo se siente absorbido por todas partes, o por la fuerza que oprime, o por la fuerza que conspira; porque sólo la justicia es el numen tutelar de los individuos; y cuando ella desaparece, no son más que imperceptibles granos de arena arrebatados por el huracán, gotas de agua confundidas en las oleadas de una tormenta. 197 Concebid sociedades donde no reine ese frenesí que nunca puede ser duradero, pero que sin embargo no posean las verdaderas ideas sobre los derechos y deberes del individuo y del poder público; sociedades donde se encuentren como divagando al acaso algunas nociones sobre esos puntos cardinales, pero inciertas, oscuras, imperfectas, ahogadas en la atmósfera de mil preocupaciones y errores, donde bajo esa influencia se haya organizado un poder público, con estas o aquellas formas, pero que al fin haya llegado a solidarse por la fuerza del hábito, y por falta de otro mejor que satisfaga las necesidades más urgentes de la sociedad; y entonces habréis concebido las sociedades antiguas, mejor diremos, las sociedades sin el Cristianismo; entonces concebiréis el anonadamiento del individuo ante la fuerza del poder público, sea bajo el despotismo asiático, sea bajo la turbulenta democracia de las antiguas repúblicas. Es lo mismo que habréis podido observar en las sociedades modernas en las épocas de revolución; sólo que en estas sociedades es pasajero y estrepitoso ese mal cual los estragos de una tempestad, pero en las antiguas era su estado normal, como una atmósfera viciada que afecta y daña sin cesar a los que viven en ella. Si examinamos la causa de dos fenómenos tan encontrados como son la exaltación patriótica de los antiguos griegos y romanos y la postración y abatimiento político en que yacían otros pueblos, y en que yacen todavía aquéllos donde no domina el Cristianismo; si buscamos la raíz cíe esa abnegación individual que se descubre en el fondo de dos sentimientos tan opuestos; si investigamos cuál es la causa de que no se encuentre en unos ni en otros ese desarrollo individual que se observa en Europa, acompañado de un patriotismo razonable, pero que no sofoca el sentimiento de una legítima independencia personal; encontraremos una muy poderosa en que el hombre no se conocía a sí mismo, no sabía bien lo que era; y que sus verdaderas relaciones con la sociedad eran miradas al través de mil preocupaciones y errores, y por consiguiente mal comprendidas. A la luz de estas observaciones se echa de ver que la admiración por el patriótico desprendimiento, por la heroica abnegación de los antiguos, se ha llevado quizás demasiado lejos; y que tanto distan esas calidades de revelar en ellos una mayor perfección individual, una elevación de alma superior a la de los hombres de los tiempos modernos, que antes bien podrían indicar ideas menos altas que las nuestras. ¿Y qué? ¿No conciben acaso algunos ciegos admiradores de los antiguos cómo pueden sostenerse tan extrañas aserciones? 198 Entonces les diré que admiren también a las mujeres de la India al arrojarse tranquilas a la hoguera después de la muerte de sus maridos; que admiren al esclavo que se da muerte porque no puede sobrevivir a su dueño; y entonces notarán que la abnegación personal no siempre es señal infalible de elevación ele alma, sino que a veces puede ser el resultado de no conocer toda la dignidad propia, de imaginarse consagrado a otro ser, absorbido por él, de mirar la propia existencia como una cosa secundaria, sin más objeto que el de servir a otra existencia. Y no queremos, no, rebajar en nada el mérito que a los antiguos legítimamente pertenezca; no queremos, no, deprimir su heroísmo en lo que tenga de justo y de laudable; no querernos, no, atribuir a los modernos un individualismo egoísta que les impida el sacrificarse generosamente por su patria; tratarnos únicamente de señalar a cada cosa su justo lugar, disipando preocupaciones hasta cierto punto excusables, pero que no dejan de falsear lastimosamente los principales puntos de vista de la historia antigua y moderna. A ese anonadamiento del individuo, que notamos en los antiguos, contribuían también la escasez y la imperfección de su desarrollo moral, la falta de reglas en que se hallaba con respecto a su dirección propia, por cuyo motivo la sociedad se entrometía en todas sus cosas, como si la razón pública hubiese querido suplir el defecto de la razón privada. Si bien se observa, se notará que aun en los países en que metía más ruido la libertad política, era harto desconocida la libertad civil; de manera que mientras los ciudadanos se lisonjeaban de ser muy libres porque podían tomar parte en las deliberaciones de la plaza pública, eran privados de aquella libertad que más de cerca interesa al hombre, cual es la que ahora se denomina civil. Podemos formar concepto de las ideas y costumbres de los antiguos sobre este punto, leyendo a uno de sus más célebres escritores políticos: Aristóteles. Notase en los escritos de este filósofo que apenas acertaba a ver otro título que hiciera digno del nombre de ciudadano, que el tomar parte en el gobierno de la república; y estas ideas que pudieran parecer muy democráticas, muy a propósito para extender los derechos de la clase más numerosa, y que quizás algunos creerían dimanadas de la exageración de la dignidad del hombre, se hermanaban muy bien en su mente con un profundo desprecio del mismo hombre, con el sistema de vincular en un reducido número todos los honores y consideraciones, condenando al abatimiento y a la nulidad, nada menos que todos los labradores, artesanos y mercaderes (Por. L.7, c.9 y 12; L.8, c. 1 y 2; L.3, c.1). Ya se ve que esto suponía ideas muy peregrinas sobre el individuo y la sociedad, y confirma más y más lo que he dicho arriba sobre el origen de las extrañezas, por no decir monstruosidades, que nos admiran en las repúblicas antiguas. 199 Lo repetiré, porque conviene mucho no olvidarlo: una de las principales raíces del mal era la falta del conocimiento del hombre, era el poco aprecio de su dignidad en cuanto hombre, era que el individuo estaba escaso de reglas para dirigirse a sí mismo y para conciliarse la estimación; en una palabra, era que faltaban las luces cristianas que debían esclarecer el caos. Tan profundamente se ha grabado en el corazón de las sociedades modernas ese sentimiento de la dignidad del hombre, con tales caracteres se halla escrita por doquiera la verdad que el hombre, ya por sólo ese titulo, es muy respetable, muy digno de alta consideración, que aquellas escuelas que se han propuesto realzar al individuo, aunque sea con inminente riesgo de un espantoso trastorno en la sociedad, toman siempre por tema de su enseñanza, esa dignidad, esa nobleza, distinguiéndose sobre manera de los antiguos demócratas, en que éstos se agitaban en un círculo reducido, mezquino, sin pasar más allá de un cierto orden de cosas, sin extender su vista fuera de los límites del propio país; cuando en el espíritu de los demócratas modernos se nota un anhelo de invasión en todos los ramos, un ardor de propagación que abarca todo el inundo, nunca invocan nombres pequeños; el hombre, su razón, sus derechos imprescriptibles, he aquí sus temas. Preguntadles qué quieren y os dirán que quieren pasar el nivel sobre todas las cabezas, para defender la santa causa de la humanidad. Esta exageración de ideas, motivo y pretexto de tantos trastornos y crímenes, nos revela un hecho precioso, cual es el progreso inmenso que a las ideas sobre la dignidad de nuestra naturaleza ha comunicado el Cristianismo, pues que en las sociedades que le deben su civilización, cuando se trata de extraviarlas, no se encuentra medio más a propósito que el invocar esa dignidad. Como la religión cristiana es altamente enemiga de todo lo criminal, y no podía consentir que a nombre de defender y realzar la dignidad humana, se trastornase la sociedad, muchos de los más ardientes demócratas se han desatado en injurias y sarcasmos contra la religión; pero como también la historia está diciendo muy alto que todo cuanto se sabe y se siente de verdadero, de justo y de razonable sobre este punto, es debido a la religión cristiana, se ha tanteado últimamente si se podría hacer una monstruosa alianza entre las ideas cristianas, y lo más extravagante de las democráticas: un hombre demasiado célebre se ha encargado del proyecto, pero el verdadero Cristianismo, es decir, el Catolicismo, rechaza esas monstruosas alianzas, y no conoce a sus más insignes apologistas, así que llegan a desviarse del camino señalado por la eterna verdad. El abate de Lamennais vaga ahora por las tinieblas del error abrazado con una mentida sombra de Cristianismo; y el supremo Pastor de la Iglesia ha levantado ya su augusta voz para prevenir a los fieles contra las ilusiones con que podría deslumbrarlos un nombre por tantos títulos ilustres. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXIII En la primitiva Iglesia tenían los fieles el sentimiento de la verdadera independencia. Error de M. Guizot sobre este punto. Dignidad de la conciencia sostenida por la sociedad cristiana. Sentimiento del deber. Sublimes palabras de San Cipriano. Desarrollo de la vida interior. Defensa del libre albedrío por la Iglesia católica. Importancia de este dogma para realzar la dignidad del hombre. SI ENTENDIENDO el individualismo en un sentido justo y razonable, si tomando el sentimiento de la independencia personal en una acepción, que ni repugne a la perfección del individuo, ni esté en lucha con los principios constitutivos de toda sociedad, queremos hallar otras causas que hayan influido en el desarrollo de ese sentimiento, aun pasando por alto una de las principales señalada ya más arriba, cual es la verdadera idea del hombre y de sus relaciones con sus semejantes, encontraremos todavía en las mismas entrañas del Catolicismo, algunas sobremanera dignas de llamar la atención. M. Guizot se ha equivocado grandemente cuando ha pretendido equiparar a los fieles con los antiguos romanos en punto a falta del sentimiento de independencia personal; nos pinta al individuo fiel como absorbido por la asociación de la Iglesia, como enteramente consagrado a ella, como pronto a sacrificarse por ella; de manera que lo que hacía obrar al fiel eran los intereses de la asociación. En esto hay un error; pero como lo que ha dado quizás ocasión a este error, es una verdad, menester se hace deslindar los objetos con mucho cuidado. Es indudable, que desde la cuna del Cristianismo fueron los fieles sumamente adictos a la Iglesia, y que siempre se entendió que dejaba de ser contado en el número de los verdaderos discípulos de Jesucristo el que se apartase de la comunión de la Iglesia. 201 Es indudable también que “tenían los fieles”, como dice M. Guizot, un vivo apego a la Iglesia, un rendido acatamiento a sus leyes, un fuerte empeño de extender su imperio”, pero no es verdad que obrase en el fondo de todos estos sentimientos, como causa de ellos, el solo espíritu de asociación, y que esto excluyese el desarrollo del verdadero individualismo. El fiel pertenecía a una asociación; pero esta asociación él la miraba como un medio de alcanzar su felicidad eterna, como una nave en que andaba embarcado entre las borrascas de este mundo para llegar salvo al puerto de la eternidad; y si bien creía imposible el salvarse fuera de ella, no se entendía consagrado a ella, sino a Dios. El romano estaba pronto a sacrificarse por su patria, el fiel por su fe; cuando el romano moría, moría por su patria; pero cuando el fiel moría, no moría por la Iglesia, sino que moría por su Dios. Ábranse los monumentos de la historia eclesiástica, léanse las actas de los mártires, y véase lo que sucedía en aquel lance terrible, en que el Cristianismo manifestaba todo lo que era; en que a la vista de los potros, de las hogueras y de los más horrendos suplicios se manifestaba en toda su verdad el resorte que obraba en el corazón del fiel. Les pregunta el juez su nombre; lo declaran, y manifiestan que son cristianos; se los invita a que sacrifiquen a los dioses: “nosotros no sacrificamos sino a un solo Dios, creador del cielo y de la tierra”; se les echa en cara como ignominioso el seguir a un hombre que fué clavado en cruz; ellos tienen a mucha honra la ignominia de la cruz, y proclaman altamente que el crucificado es su Salvador y su Dios; se les amenaza con los tormentos; los desprecian porque son pasajeros, y se regocijan de que puedan sufrir algo por Jesucristo; la cruz del suplicio está va aparejada, o la hoguera arde a su vista, o el verdugo tiene levantada el hacha fatal que ha de cortarles la cabeza; nada les importa; esto es un instante, y en pos viene una nueva vida, una felicidad inefable, y sin fin. Échase de ver en todo esto, que lo que movía el corazón del fiel, eran el amor de su Dios y el interés de su felicidad eterna; y que por consiguiente, es falso y muy falso que el fiel se pareciese a los antiguos republicanos anonadando su individuo ante la asociación a que pertenecía, y dejando que en ella se absorbiese su persona corno una gota de agua en la inmensidad del Océano. El individuo fiel pertenecía a una asociación, que le daba la pauta de su creencia y la norma de su conducta; a esta asociación la miraba como fundada y dirigida por el mismo Dios, pero su mente y su corazón se elevaban hasta el mismo Dios, y cuando escuchaba la voz de la Iglesia creía también hacer su negocio propio, individual, nada menos que el de su felicidad eterna. 202 El deslinde que se acaba de hacer era muy necesario en esta materia, donde son tan varias y delicadas las relaciones, que la más ligera confusión puede conducir a errores de monta, haciendo de otra parte perder de vista un hecho recóndito y preciosísimo, que arroja mucha luz para estimar debidamente las causas del desarrollo y perfección del individuo, en la civilización cristiana. Necesario como es un orden social al que esté sometido el individuo, conviene sin embargo que éste no sea de tal modo absorbido por aquél, de manera que sólo se le conciba como parte de la sociedad, sin que tenga una esfera de acción que pueda considerársele como propia. A no ser así, no se desarrollará jamás de un modo cabal la verdadera civilización, la que consistiendo en la perfección simultánea del individuo y de la sociedad, no puede existir a no ser que tanto ésta como aquél, tengan sus órbitas de tal manera arregladas, que el movimiento que se hace en la una no embargue ni embarace el de la otra. Previas estas reflexiones, sobre las que llamo muy particularmente la atención de todos los hombres pensadores, observaré lo que quizás no se ha observado todavía, y es que el Cristianismo contribuyó sobremanera a crear esa esfera individual, en que el hombre sin quebrantar los lazos que le unen a la sociedad, desenvuelve todas sus facultades. De la boca de un apóstol salieron aquellas generosas palabras que encierran nada menos que una severa limitación del poder político, que proclaman nada menos que este poder no debe ser reconocido por el individuo, cuando se propasa a exigirle lo que éste cree contrario a su conciencia: obedire oportet Deo magis quam homnibus. (Act., c. 5, v. 29). Primero se ha de obedecer a Dios que a los hombres. Los cristianos fueron los primeros que dieron el grandioso ejemplo de que individuos de todos países, edades, sexos y condiciones, arrostrasen toda la cólera del poder y todo el furor de las pasiones populares, antes que pronunciar una sola palabra que los manifestase desviados de los principios que profesaban en el santuario de su conciencia; y esto no con las armas en la mano, no en conmociones populares donde pudiesen despertarse las pasiones fogosas que comunican al alma una energía pasajera; sino en medio de la soledad y lobreguez de los calabozos, en la aterradora calma de los tribunales, es decir, en aquella situación en que el hombre se encuentra solo, aislado, y en que el mostrar fortaleza y dignidad revela la acción de las ideas, la nobleza de los sentimientos, la firmeza de una conciencia inalterable, el grandor del alma. 203 El Cristianismo fué quien grabó fuertemente en el corazón del hombre, que el individuo tiene sus deberes que cumplir, aun cuando se levante contra él el mundo entero; que el individuo tiene un destino inmenso que llenar, y que es para él un negocio propio, enteramente propio, y cuya responsabilidad pesa sobre su libre albedrío. Esta importante verdad, sin cesar inculcada por el Cristianismo a todas las edades, sexos y condiciones, ha debido de contribuir poderosamente a despertar en el hombre un sentimiento vivo de su personalidad, en toda su magnitud, en todo su interés, y combinándose con las demás inspiraciones del Cristianismo, llenas todas de grandor y dignidad, ha levantado el alma humana del polvo en que la tenían sumida, la ignorancia, las más groseras supersticiones, y los sistemas de violencia que la oprimían por todas partes. Como extrañas y asombrosas sonarían sin duda a los oídos de los paganos las valientes palabras de Justino, que expresaban nada menos que la disposición de ánimo de la generalidad de los fieles, cuando en su Apología dirigida a Antonino Pío decía: “como no tenemos puestas las esperanzas en las cosas presentes despreciamos a los matadores, mayormente siendo la muerte una cosa que tampoco se puede evitar”. Esa admirable entereza, ese heroico desprecio de la muerte, esa presencia de ánimo en el hombre, que apoyado en el testimonio de su conciencia desafía todos los poderes de la tierra, debía de influir tanto más en el engrandecimiento del alma, cuanto no dimanaba de aquella fría impasibilidad estoica, que sin contar con ningún motivo sólido, se empeñaba en luchar con la misma naturaleza de las cosas; sino que tenía en su origen un sublime desprendimiento de todo lo terreno, en la profunda convicción de lo sagrado del deber, y de que el hombre, sin cuidar de los obstáculos que le oponga el mundo, debe marchar con firme paso al destino que le ha señalado el Creador. Ese conjunto de ideas y sentimientos comunicaba al alma un temple fuerte y vigoroso, que sin rayar en aquella dureza feroz de los antiguos, dejaba al hombre en toda su dignidad, en toda su nobleza y elevación. Y conviene notar, que esos preciosos efectos no se limitaban a un reducido número de individuos privilegiados, sino que conforme al genio de la religión cristiana, se extendían a todas las clases, porque la expansión ilimitada de todo lo bueno, el no conocer ninguna acepción de personas, el procurar que resuene su voz hasta en los más oscuros lugares, es uno de los más bellos distintivos de esa religión divina. No se dirigía tan sólo a las clases elevadas, ni a los filósofos, sino a la generalidad de los fieles la lumbrera de África, San Cipriano, cuando compendiaba en pocas palabras toda la grandeza del hombre, y rasgueaba con osada mano el alto temple en que debe mantenerse nuestra alma, sin aflojar jamás: “Nunca, decía, nunca admirará las obras humanas quien se conociere hijo de Dios. Despeñase de la cumbre de su nobleza quien puede admirar algo que no sea Dios”. (De Spectaculis.). 204 Sublimes palabras que hacen levantar la frente con dignidad, que hacen latir el corazón con generoso brío, que derramándose sobre todas las clases como un calor fecundo, hacían que el último de los hombres pudiese decir lo que antes pareciera exclusivamente propio del ímpetu de un vate: Os homini sublime dedit, ecelunmque tueri Jussit, et erectos ad sidera tollere vultus. El desarrollo de la vida moral, de la vida interior, de esa vida en que el hombre se acostumbra a concentrarse sobre sí mismo, dándose razón circunstanciada de todas sus acciones, de los motivos que las dirigen, de la bondad o malicia que encierran, y del fin a que le conducen, es debido principalmente al Cristianismo, a su influjo incesante sobre el hombre en todos los estados, en todas las situaciones, en todos los momentos de su existencia. Con un desarrollo semejante de la vida individual, en todo lo que tiene de más íntimo, de más vivo e interesante para el corazón del hombre, era incompatible esa absorción del individuo en la sociedad, esa abnegación ciega en que el hombre se olvidaba de sí mismo para no pensar en otra cosa que en la asociación a que pertenecía. Esa vida moral, interior, faltaba a los antiguos, porque carecían de principios donde fundarla, de reglas para dirigirla, de inspiraciones con qué fomentarla y nutrirla; y así observamos que en Roma, tan pronto como el elemento político fué perdiendo su ascendiente sobre las almas, gastándose el entusiasmo con las disensiones intestinas, y sofocándose todo sentimiento generoso con el insoportable despotismo que sucedió a las últimas turbulencias de la república, se desenvuelven rápidamente la corrupción y la molicie más espantosas; pues que la actividad del alma consumida poco antes de la guerra, no encontrando pábulo en qué cebarse, se abandona lastimosamente a los goces materiales, con un desenfreno tal, que nosotros apenas acertamos a concebir, a pesar de la relajación de costumbres de que con razón nos lamentamos. Por manera que entre los antiguos sólo vemos dos extremos: o un patriotismo llevado al más alto punto de exaltación, o una postración completa de las facultades de un alma, que se abandona sin tasa a cuanto le sugieren sus pasiones desordenadas: el hombre era siempre esclavo, o de sus propias pasiones, o de otro hombre, o de la sociedad. 205 Merced al enflaquecimiento de las creencias, acarreado por el individualismo intelectual en materias religiosas proclamado por el Protestantismo, merced al quebrantamiento del lazo moral con que reunía a los hombres la unidad católica, podemos observar en la civilización europea algunas muestras de lo que debía de ser entre los antiguos el hombre, falto como estaba de los verdaderos conocimientos sobre sí mismo, y sobre su origen y destino. Pero dejando para más adelante el señalar los puntos de semejanza que se descubren entre la sociedad antigua y la moderna en aquellas partes donde se ha debilitado la influencia de las ideas cristianas, bástame por ahora observar, que si la Europa llegase a perder completamente el Cristianismo, como lo han deseado algunos insensatos, no pasaría una generación sin que renaciesen entre nosotros el individuo y la sociedad tales como estaban entre los antiguos, salvo empero las modificaciones que trae necesariamente consigo el diferente estado material de ambos pueblos. La libertad del albedrío tan altamente proclamada por el Catolicismo, y tan vigorosamente por él sostenida, no sólo contra la antigua enseñanza pagana, sino y muy particularmente contra los sectarios de todos los tiempos, y en especial contra los fundadores de la llamada Reforma, ha sido también un poderoso resorte que ha contribuido, más de lo que se cree, al desarrollo y perfección del individuo, a realzar sus sentimientos de independencia, su nobleza y su dignidad. Cuando el hombre llega a considerarse arrastrado por la irresistible fuerza del destino, sujeto a una cadena de acontecimientos en cuyo curso él no puede influir; cuando llega a figurarse que las operaciones del alma, que parecen darle un vivo testimonio de su libertad, no son más que una vana ilusión, desde entonces el hombre se anonada, se siente asimilado a los brutos, no es va el príncipe de los vivientes, el dominador de la tierra; es una rueda colocada en su lugar, y que mal de su grado ha de continuar ejerciendo sus funciones en la gran máquina del universo. Entonces el orden moral no existe; el mérito y el demérito, la alabanza y el vituperio, el premio y la pena son palabras sin sentido; el hombre goza o sufre, sí, pero a la manera del arbusto, que ora es mecido por el blando céfiro, ora azotado por el furioso aquilón. 206 Muy al contrario sucede cuando se cree libre: él es dueño de su destino; el bien y el mal, la vida y la muerte están ante sus ojos; puede escoger, y nada es capaz de violentarle en el santuario de su conciencia. El alma tiene allí su trono, donde está sentada con dignidad, y el mundo entero bramando contra ella, y el orbe desplomándose sobre su frágil cuerpo, no pueden forzarla a querer o a no querer. El orden moral en todo su grandor, en toda su belleza, se despliega a nuestros ojos, y el bien se presenta con toda su hermosura, el mal con toda su fealdad, el deseo de merecer nos estimula, el de desmerecer nos detiene, y la vista del galardón que puede ser alcanzado por libre voluntad, y que está como suspendido al extremo de los senderos de la virtud, hace estos senderos más gratos y apacibles, y comunica al alma actividad y energía. Si el hombre es libre, conserva un no sé qué de más grandioso y terrible, hasta en medio de su crimen, hasta en medio de su castigo, hasta en medio de la desesperación del infierno. ¿Qué es un hombre que ha carecido de libertad, y que sin embargo es castigado? ¿Qué significa ese absurdo dogma capital de los fundadores del Protestantismo? Es una víctima miserable, débil, en cuyos tormentos se complace una omnipotencia cruel, un Dios que ha querido criar para ver sufrir, un tirano con infinito poder, es decir, el más horrendo de los monstruos. Pero si el hombre es libre, cuando sufre, sufre porque lo ha merecido; y si le contemplamos en medio de la desesperación, sumido en un piélago de horrores, lleva en su frente la señal del rayo con que justamente le ha herido el Eterno; y parécenos oírle todavía con su ademán altanero, con su mirada soberbia, cuál pronuncia aquellas terribles palabras: non servir-ten, no serviré. En el hombre, como en el universo, todo está enlazado maravillosamente, todas las facultades tienen sus relaciones, que por delicadas, no dejan de ser íntimas, y el movimiento de una cuerda hace re-temblar todas las otras. Necesario es llamar la atención sobre esa mutua dependencia de nuestras facultades para prevenir la respuesta que quizás darían algunos, de que sólo se ha probado que el Catolicismo ha debido de contribuir a desenvolver al individuo en un sentido místico; no, no, las reflexiones que acabo de ;presentar, prueban algo más; prueban que al Catolicismo es debida la clara idea, el vivo sentimiento del orden moral en toda su grandeza y hermosura; prueban que al Catolicismo es debido lo que se llama con-ciencia propiamente tal; prueban que al Catolicismo es debido que el hombre se crea con un destino inmenso cuyo negocio le es enteramente propio, y destino que está puesto en manos de su libre albedrío; prueban que al Catolicismo es debido el verdadero conocimiento del hombre, el aprecio de su dignidad, la estimación, el respeto que se le dispensa por el mero título de hombre. 207 Lo dicho prueba que el Catolicismo ha desenvuelto en nuestra alma los gérmenes de los sentimientos más nobles y generosos, puesto que ha levantado la mente con los más altos conceptos, y ha ensanchado y elevado nuestro corazón asegurándole una libertad que nadie le puede arrebatar, brindándole con un galardón de eternal ventura, pero dejando en su mano la vida y la muerte, haciéndole en cierto modo árbitro de su destino. Algo más que un mero misticismo es todo esto: es nada menos que el desarrollo del hombre todo entero, es nada menos que el verdadero individualismo, noble, justo, razonable; es nada me-nos que un conjunto de poderosos impulsos para llevar al individuo a su perfección en todos sentidos; es nada menos que el primero, el más indispensable, el más fecundo elemento de la verdadera civilización VER NOTA 16 IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXIV Ennoblecimiento de la mujer debido exclusivamente al Catolicismo. Medios empleados por la Iglesia para realzarla. Doctrina cristiana sobre la dignidad de la mujer. Monogamia. Diferente conducta del Catolicismo y del Protestantismo sobre este punto. Firmeza de Roma con respecto al matrimonio. Sus efectos. Indisolubilidad del matrimonio. Del divorcio entre los protestantes. Efectos del dogma católico que mira el matrimonio como verdadero sacramento. Hemos visto lo que debe al Catolicismo el individuo; veamos ahora lo que debe la familia. Claro es que si el Catolicismo es quien ha perfeccionado al individuo, siendo éste el primer elemento de la familia, la perfección de ella deberá ser también mirada como obra del Catolicismo; pero sin insistir en esta ilación, quiero considerar el mismo lazo de familia, y para esto es menester llamar la atención sobre la mujer. No recordaré lo que era la mujer entre los antiguos, ni lo que es todavía en los pueblos que no son cristianos; la historia, y aun más la literatura de Grecia y Roma, nos darían de ello testimonios tristes, o más bien vergonzosos; y todos los pueblos de la tierra nos ofrecerían abundantes pruebas de la verdad y exactitud de la observación de Buchanan, de que dondequiera que no reine el Cristianismo, hay una tendencia a la degradación de la mujer. Quizás el Protestantismo no quiera en esta parte ceder terreno al Catolicismo, pretendiendo que por lo que toca a la mujer, en nada ha perjudicado la Reforma a la civilización europea. Pero prescindiendo por de pronto de si el Protestantismo acarreó en este punto algunos males, cuestión que se ventilará más adelante, no puede al menos ponerse en duda que cuando él apareció, tenía ya la religión católica concluida su obra por lo tocante a la mujer; pues que nadie ignora que el respeto y consideración que se dispensa a las mujeres, y la influencia que ejercen sobre la sociedad, datan de mucho antes que del primer tercio del siglo XVI. De lo que se deduce que el Catolicismo no tuvo ni pudo tener al Protestantismo por colaborador, y que obró solo, enteramente solo, en uno de los puntos más cardinales de toda verdadera civilización; y que al confesarse generalmente que el Cristianismo ha colocado a la mujer en el rango que le corresponde, y que más conviene para el bien de la familia y de la sociedad, tributándose este elogio al Cristianismo se le tributa al Catolicismo; pues que, cuando se levantaba a la mujer de la abyección, cuando se la alzaba al grado de digna compañera del hombre, no existían esas sectas disidentes, que también se apellidan cristianas, no había más Cristianismo que la Iglesia católica. Como el lector habrá notado ya que en el decurso de esta obra no se atribuyen al Catolicismo blasones y timbres, echando mano de generalidades, sino que para fundarlos se desciende al pormenor de los hechos, estará naturalmente esperando que se haga lo mismo aquí, y que se indique cuáles son los medios de que se ha valido el Catolicismo para dar a la mujer consideración v dignidad; no que-dará el lector defraudado en su esperanza. Por de pronto, y antes de bajar a pormenores, es menester observar, que a mejorar el estado de la mujer debieron de contribuir sobremanera las grandiosas ideas del Cristianismo sobre la humanidad; ideas que comprendiendo al varón como a la hembra, sin diferencia ninguna, protestaban vigorosamente contra el estado de envilecimiento en que se tenía a esa preciosa mitad del linaje humano. Con la doctrina cristiana quedaban desvanecidas para siempre las preocupaciones contra la mujer; e igualada con el varón en la unidad de origen y destino, y en la participación de los dones celestiales, admitida en la fraternidad universal de los hombres entre sí y con Jesucristo, considerada también como hija de Dios y coheredera de Jesucristo, como compañera del hombre, no como esclava, ni como vil instrumento de placer, debía callar aquella filosofía que se había empeñado en degradarla; y aquella literatura procaz que con tanta insolencia se desmandaba contra las mujeres, hallaba un freno en los preceptos cristianos, y una reprensión elocuente en el modo lleno de dignidad con que a ejemplo de la Escritura hablaban de ellas todos los escritores eclesiásticos. 209 Pero a pesar del benéfico influjo que por sí mismas habían de ejercer las doctrinas cristianas, no se hubiera logrado cumplidamente el objeto, si la Iglesia no tomara tan a pecho el llevar a cabo la obra necesaria, más imprescindible para la buena organización de la familia y de la sociedad: hablo de la reforma del matrimonio. La doctrina cristiana es en esta parte muy sencilla: uno con una, y para siempre; pero la doctrina no era bastante, a no encargarse de su realización la Iglesia, a no sostener esa realización con firmeza inalterable; porque las pasiones, y sobre todo las del varón, braman contra semejante doctrina, y la hubieran pisoteado sin duda, a no estrellarse contra el insalvable valladar que no les ha dejado vislumbrar ni la más remota esperanza de victoria. ¿Y querrá también gloriarse de haber formado parte del valladar el Protestantismo, que aplaudió con insensata algazara el escándalo de Enrique VIII, que se doblegó tan villanamente a las exigencias de la voluptuosidad del landgrave de Hese-Cassel? ¡Qué diferencia tan notable! Por espacio de muchos siglos, en medio de las más varias y muchas veces terribles circunstancias, lucha impávida la Iglesia católica con las pasiones de los potentados, para sostener sin mancilla la santidad del matrimonio; ni los halagos ni las amenazas nada pueden recabar de Roma que sea contrario a la enseñanza del Divino Maestro, y el Protestantismo, al primer choque, o mejor diré al asomo del más ligero compromiso, al solo terror de malquistarse con un príncipe y no muy poderoso, cede, se humilla, consiente la poligamia, hace traición a su propia conciencia, abre ancha puerta a las pasiones para que puedan destruir la santidad del matrimonio, esa santidad que es la más segura prenda del bien de las familias, la primera piedra sobre que debe cimentarse la verdadera civilización. Más cuerda en este punto la sociedad protestante que los falsos reformadores empeñados en dirigirla, rechazó con admirable buen sentido las consecuencias de semejante conducta; y ya que no conservase las doctrinas del Catolicismo siguió al menos la saludable tendencia que él le había comunicado, y la poligamia no se estableció en Europa. Pero la historia conservará los hechos que muestran la debilidad de la llamada Reforma, y la fuerza vivificante del Catolicismo; ella dirá a quién se debe que en medio de los siglos bárbaros, en medio de la más asquerosa corrupción, en medio de la violencia y ferocidad por doquiera dominantes, tanto en el período de la fluctuación de los pueblos invasores, como en el del feudalismo, como en el tiempo en que descollaba ya prepotente el poderío de los reyes, ella dirá, repito, a quién se debe que el matrimonio, el verdadero paladín de la sociedad, no fuera doblegado, torcido, hecho trizas, y que el desenfreno de la voluptuosidad no campease con todo su ímpetu, con todos sus caprichos, llevando en pos de sí la desorganización más profunda, adulterando el carácter de la civilización europea, y lanzándola en la honda sima, en que yacen desde muchos siglos los pueblos del Asia. 210 Los escritores parciales pueden registrar los anales de la historia eclesiástica para encontrar desavenencias entre papas y príncipes y echar en cara a la corte de Roma su espíritu de terca intolerancia con respecto a la santidad del matrimonio; pero si no los cegara el espíritu de partido, comprenderían que si esa terca intolerancia hubiera aflojado un instante, si el Pontífice de Roma hubiese retrocedido ante la impetuosidad de las pasiones un solo paso, una vez dado el primero encontrábase una rápida pendiente, y al fin de ésta, un abismo. Comprenderían el espíritu de verdad, la honda convicción, la viva fe de que está animada esa augusta Cátedra, ya que nunca pudieron consideraciones ni temores de ninguna clase hacerla enmudecer, cuando se ha tratado de recordar a todo el mundo, y muy en particular a los potentados y a los reyes: serán dos en una carne, lo que Dios unió no lo separe el hombre; comprenderían que si los papas se han mostrado inflexibles en este punto, aun a riesgo de los desmanes de los reyes, además de cumplir con el sagrado deber que les imponía el augusto carácter de jefes del Cristianismo, hicieron una obra maestra política, contribuyeron grandemente al so-siego y bienestar de los pueblos: “porque los casamientos de los príncipes, dice Voltaire, forman en Europa el destino de los pueblos, y nunca se ha visto una corte libremente entregada a la prostitución sin que hayan resultado revoluciones y sediciones”. (Ensayo sobre la historia gener., tomo 3, cap. 101.). Esta observación tan exacta de Voltaire bastaría para vindicar a los papas, y con ellos al Catolicismo, de las calumnias de miserables detractores; pero si esa reflexión no se concreta al orden político y se la extiende al orden social, crece todavía en valor, y adquiere una importancia inmensa. La imaginación se asombra al pensar en lo que hubiera acontecido, si esos reyes bárbaros en quienes el esplendor de la púrpura no bastaba a encubrir al hijo de las selvas, si esos fieros señores encastillados en sus fortalezas, cubiertos de hierro y rodeados de humildes vasallos, no hubieran encontrado un dique en la autoridad de la Iglesia; si al echar a alguna belleza una mirada de fuego, si al sentir con el nuevo ardor que se engendraba en su pecho el fastidio por su legítima esposa, no hubiesen tropezado con el recuerdo de una autoridad inflexible. 211 Podían es verdad cometer una tropelía contra el obispo, o hacer que enmudeciese con el temor o los halagos; podían violentar los votos de un concilio particular, o hacerse un partido con amenazas, o con la intriga y el soborno; pero allá, en oscura lontananza, divisaban la cúpula del Vaticano, la sombra del Sumo Pontífice se les aparecía como una visión aterradora; allí perdían la esperanza, era inútil combatir; el más encarnizado combate no podía dar por resultado la victoria; las intrigas más mañosas, los ruegos más humildes, no recabaran otra respuesta que: uno con una, y para siempre. La simple lectura de la historia de la Edad Media, aquella escena de violencias, donde se retrata con toda viveza el hombre bárbaro forcejeando por quebrantar los lazos que pretende imponerle la civilización, con sólo recordar que la Iglesia debía estar siempre en vigilante guarda, no tan sólo para que no hiciesen pedazos los vínculos del matrimonio, sino también para que no fuesen víctimas de raptos y tropelías las doncellas, aun las consagradas al Señor, salta a los ojos que si la Iglesia católica no se hubiese opuesto como un muro de bronce al desbordamiento de la voluptuosidad, los palacios de los príncipes y los castillos de los señores se habrían visto con su serrallo y harén, y siguiendo por la misma corriente las demás clases, quedara la mujer europea en el mismo abatimiento en que se encuentra la musulmana. Y ya que acabo de mentar a los sectarios de Mahoma, recordaré aquí a los que pretenden explicar la monogamia y poligamia sólo por razones de clima, que los cristianos y mahometanos se hallaron por largo tiempo en los mismos climas, y que con las vicisitudes de ambos pueblos se han establecido las respectivas religiones, ora en climas más rígidos, ora en más templados y suaves; y sin embargo no se ha visto que las religiones se acomodasen al clima, sino que antes bien el ,clima ha tenido, por decirlo así, que doblegarse a las religiones. Gratitud eterna deben los pueblos europeos al Catolicismo, por haberles conservado la monogamia, que a no dudarlo ha sido una de las causas que más han contribuido a la buena organización de la familia y al realce de la mujer. ¿Cuál sería ahora la situación de Europa, qué consideración disfrutaría la mujer, si Lutero, el fundador del Protestantismo, hubiese alcanzado a inspirar a la sociedad la misma indiferencia en este punto que él manifiesta en su comentario sobre el Génesis? 212 “Por lo que toca a saber, dice Lutero, si se pueden tener muchas mujeres, la autoridad de los patriarcas nos deja en completa libertad”; y añade después, que esto no se halla ni permitido, ni prohibido, y que él por sí no decide nada. ¡Desgraciada Europa, si semejantes palabras, salidas nada menos que de la boca de un hombre que arrastró en pos de su secta tantos pueblos, se hubiesen pronunciado algunos siglos antes, cuando la civilización no había recibido todavía bastante impulso para que a pesar de las malas doctrinas, pudiese seguir en los puntos más capitales una dirección certera! ¡Desgraciada Europa si a la sazón en que escribía Lutero, no se hallaran ya muy formadas las costumbres, y si la buena organización dada a la familia por el Catolicismo, no tuviera ya raíces demasiado profundas, para ser arrancadas por la mano del hombre! El escándalo del landgrave de Hesse-Cassel, a buen seguro que no fuera un ejemplo aislado, y la culpable condescendencia de los doctores luteranos habría tenido resultados bien amargos. ¿De qué sirvieran para contener la impetuosidad feroz de los pueblos bárbaros y corrompidos, aquella fe vacilante, aquella incertidumbre, aquella cobarde flojedad con que se amilanaba la Iglesia protestante, a la sola exigencia de un príncipe como el landgrave? ¿Cómo sostuviera una lucha de siglos, la que al primer amago del combate ya se rinde, la que antes del choque ya se quebranta? Al lado de la monogamia, puede decirse qua figura por su alta importancia la indisolubilidad del matrimonio. Aquéllos que se apartan de la doctrina de la Iglesia, opinando que es útil en ciertos casos permitir el divorcio, de tal manera que se considere como suele decirse, disuelto el vínculo, y que cada uno de los consortes pueda pasar a segundas nupcias, no me podrán negar que miran el divorcio como un remedio, y remedio peligroso, de que el legislador echa mano a duras penas, sólo en consideración a la malicia o a la flaqueza; no me podrían negar que el multiplicarse mucho los divorcios acarrearía males de gravísima cuenta, y que, para prevenirlos en aquellos países donde las leyes civiles consienten este abuso, es menester rodear la permisión de todas las precauciones imaginables. Y por consiguiente tampoco me podrían disputar que el establecer la indisolubilidad como principio moral, el cimentarla sobre motivos que ejercen poderoso ascendiente sobre el corazón, el seguir la marcha de las pasiones teniéndolas de la mano para que no se desvíen por tan resbaladiza pendiente, es un eficaz preservativo contra la corrupción de costumbres, es una garantía de tranquilidad para las familias, es un firme reparo contra gravísimos males que vendrían a inundar la sociedad; y por tanto, que obra semejante es la más propia, la más digna de ser objeto de los cuidados y del celo de la verdadera religión. ¿Y qué religión ha cumplido con este deber sino la católica? 213 ¿Cuál ha desempeñado más cumplidamente tan penosa y saludable tarea? ¿Ha sido el Protestantismo, que ni alcanzó a penetrar la profundidad de las razones que guiaban en este particular la conducta de la Iglesia Católica? Los protestantes, arrastrados por su odio a la Iglesia romana, y llevados del prurito de innovarlo todo, creyeron hacer una gran reforma secularizando, por decirlo así, el matrimonio, y declamando contra la doctrina católica que le miraba como un verdadero sacramento. No cumpliría a mi objeto el entrar aquí en una controversia dogmática sobre esta cuestión; bástame hacer notar que fué grave desacuerdo despojar el matrimonio del augusto sello de un sacramento, y que con semejante paso se manifestó el Protestantismo muy escaso conocedor del corazón humano. El considerar el matrimonio, no como un mero contrato civil, sino como un verdadero sacramento, era ponerle bajo la augusta sombra de la religión, y elevarle sobre la turbulenta atmósfera de las pasiones: ¿y quién puede dudar que todo esto se necesita cuando se trata de poner freno a la pasión más viva, más caprichosa, más terrible del corazón del hombre? ¿Quién duda que para producir este efecto no son bastantes las leyes civiles, y que son menester motivos que arrancando de más alto origen ejerzan más eficaz influencia? Con la doctrina protestante se echaba por tierra la potestad de la Iglesia en asuntos matrimoniales, quedando exclusivamente en manos de la potestad civil. Quizás no faltará quien piense que este ensanche dado a la potestad secular, no podía menos de ser altamente provechoso a la causa de la civilización, y que el arrojar de este terreno a la autoridad eclesiástica fué un magnífico triunfo sobre añejas preocupaciones, una utilísima conquista sobre usurpaciones injustas. ¡Miserables! Si se albergaran en vuestra mente elevados conceptos, si vibraran en vuestros pechos aquellas armoniosas cuerdas que dan un conocimiento delicado y exacto de las pasiones del hombre, y que inspiran los medios más a propósito para dirigirlas, vierais, sintierais, que el poner el matrimonio bajo el manto de la religión, sustrayéndole en cuanto cabe, de la intervención profana, era purificarle, era embellecerle, era rodearle de hermosísimo encanto, porque se colocaba bajo inviolable salvaguardia aquel precioso tesoro que con sólo una mirada se aja, que con un levísimo aliento se empaña. ¿Tan mal os parece un denso velo corrido a la entrada del tálamo nupcial, y la religión guardando sus umbrales con ademán severo? IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXV Pretendido rigor del Catolicismo con respecto a los esposos desgraciados. Dos sistemas para dirigir las pasiones. Sistema protestante. Sistema católico. Ejemplos. Pasión del juego. Explosión de las pasiones en tiempos turbulentos. La causa. El amor. Carácter de esta pasión. El matrimonio por sí solo no es un freno suficiente. Lo que debe ser el matrimonio para que sirva de freno. Unidad y fijeza de las doctrinas y conducta del Catolicismo. Hechos históricos. Alejandro, César, Napoleón. PERO se nos dirá a los católicos: ¿no encontráis vuestras doctrinas sobrado duras, demasiado rigurosas? ¿No advertís que esas doctrinas prescinden de la flaqueza y volubilidad del corazón humano, que le exigen sacrificios superiores a sus ‘fuerzas?, ¿no conocéis que es inhumano sujetar a la rigidez de un principio las afecciones más tiernas, los sentimientos más delicados, las inspiraciones más livianas? ¿Concebís toda la dureza que entraña una doctrina que se empeña en mantener unidos, amarrados con el lazo fatal, a dos seres que ya no se aman, que ya se causan mutuo fastidio, que quizá se aborrecen con un odio profundo? A estos seres que suspiran por su separación, que antes quisieran la muerte que permanecer unidos, responderles con un jamás, con un eterno jamás, mostrándoles al propio tiempo el sello divino, que se grabó en su lazo en el momento solemne de recibir el sacramento del matrimonio, ¿no es olvidar todas las reglas de la prudencia, no es un proceder desesperante? ¿No vale algo más la indulgencia del Protestantismo, que, acomodándose a la flaqueza humana, se presta más fácilmente a lo que exige, a veces nuestro capricho, a veces nuestra debilidad? Es necesario contestar a esta réplica; disipar la ilusión que pueda causar ese linaje de argumentos, muy a propósito para inducir a un errado juicio, seduciendo de antemano el corazón. En primer lugar, es exagerado el decir que con el sistema católico se reduzca a un extremo desesperante a los esposos desgraciados. Cosas hay en que la prudencia demanda que los consortes se separen, y entonces no se oponen a la separación, ni las doctrinas ni las prácticas de la Iglesia Católica. Verdad es que no se disuelve por eso el vínculo del matrimonio, ni ninguno de los consortes queda libre para pasar a segundas nupcias; pero hay ya lo bastante para que no se pueda suponer tiranizados a ninguno de los dos; no se los obliga a vivir juntos, y de consiguiente no sufren ya el tormento, a la verdad intolerable, de permanecer siempre reunidas dos personas que se aborrecen. 215 “Pero bien, se nos dirá, una vez separados los consortes no se los atormenta con la cohabitación que les era tan penosa, pero se los priva de pasar a segundas nupcias, y por tanto se les veda el satisfacer otra pasión que pueden abrigar en su pecho, y que quizá fue la causa del fastidio o aborrecimiento, de que resultaron la discordia y la desdicha en el primer matrimonio. ¿Por qué no se considera entonces este matrimonio como disuelto del todo, quedando enteramente libres ambos consortes? ¿Por qué no se les permite seguir las afecciones de su corazón, que, fijado ya sobre otro objeto, les augura días más felices?” Aquí, donde la salida parece mas difícil, donde la fuerza de la dificultad se presenta apremiadora, aquí es donde puede alcanzar el Catolicismo un triunfo mas señalado, aquí es donde puede demostrar más claramente cuán profundo es su conocimiento del corazón del hombre, cuán sabias son en este punto sus doctrinas, cuán previsora y atinada su conducta. Lo que parece rigor excesivo, no es más que la severidad necesaria y que tanto dista de merecer la tacha de cruel, que antes bien es para el hombre una prenda de sosiego y bienestar. A primera vista no se concibe cómo puede ser así, y por lo mismo será menester desentrañar este asunto, descendiendo, en cuanto posible sea, a un profundo examen de los principios que justifican a la luz de la razón la conducta observada por el Catolicismo, no sólo por lo tocante al matrimonio, sino también en todo lo relativo al corazón humano. Cuando se trata de dirigir las pasiones, se ofrecen dos sistemas de conducta. Consiste el uno en condescender, el otro en resistir. En el primero se retrocede delante de ellas a medida que avanzan; nunca se les opone un obstáculo invencible, nunca se las deja sin esperanza; se les señala en verdad una línea para que no pasen de ciertos límites, pero se les deja conocer que si se empeñan en pisarla, esta línea se retirará un poco más; por manera que la condescendencia está en proporción con la energía y la obstinación de quien la exige. En el segundo, también se marca a las pasiones una línea de la que no pueden pasar; pero esta línea es fija, inmóvil, resguardada en toda su extensión por un muro de bronce. En vano lucharían para salvarla; no les queda una sombra de esperanza; el principio que las resiste no se alterará jamás, no consentirá transacciones de ninguna clase. 216 No les queda recurso de ninguna especie, a no ser que quieran pasar adelante por el único camino que nunca puede cerrarse a la libertad humana: el de la maldad. En el primer sistema, se permite el desahogo para prevenir la explosión; en el segundo no se consiente que principie el incendio para no verse obligado a contener su progreso; en aquél se teme a las pasiones cuando están en su nacimiento, y se confía limitarlas cuando hayan crecido; en éste se conceptúa que si no es fácil contenerlas cuando son pequeñas, lo será mucho menos cuando sean grandes; en el uno se procede en el supuesto de que las pasiones con el desahogo se disipan y se debilitan; en el otro se cree que satisfaciéndose no se sacian, y que antes bien se hacen más sedientas. Generalmente hablando, puede decirse que el Catolicismo sigue el segundo sistema, es decir, que en tratando con las pasiones, su regla constante es atajarlas en los primeros pasos; dejarlas, en cuanto cabe, sin esperanza, ahogarlas si es posible en la misma cima. Y es necesario advertir que hablamos aquí de la severidad con las pasiones, no con el hombre que las tiene; que es muy compatible no transigir con la pasión, y ser indulgente con la persona apasionada, ser inexorable con la culpa, y sufrir benignamente al culpable. Por lo tocante al matrimonio ha seguido este sistema con una firmeza que asombra; el Protestantismo ha tomado el camino opuesto; ambos convienen en que el divorcio que llevare consigo la disolución del vínculo, es un mal gravísimo; pero la diferencia está en que según el sistema católico no se deja entrever ni siquiera la esperanza de que pueda venir el caso de esa disolución, pues se le veda absolutamente, sin restricción alguna, se la declara imposible, cuando en el sistema protestante se la puede consentir en ciertos casos; el Protestantismo no tiene para el matrimonio un sello divino que garantice su perpetuidad, que la haga inviolable y sagrada; el Catolicismo tiene este sello, le imprime en el misterioso lazo y en adelante queda el matrimonio bajo la guarda de un símbolo augusto. ¿Cuál de las dos religiones es más sabia en este punto? ¿Cuál procede con más acierto? Para resolver esta cuestión, prescindiendo como prescindimos aquí de las razones dogmáticas, y de la moralidad intrínseca de los actos humanos que forman el objeto de las leyes cuyo examen nos ocupa, es necesario determinar cuál de los dos sistemas arriba descriptos es más a propósito para el manejo y dirección de las pasiones. Meditando sobre la naturaleza del corazón del hombre, y ateniéndonos a lo que nos enseña la experiencia de cada día, puede asegurarse que el medio más adaptado para enfrenar una pasión es dejarla sin esperanza; y que el condescender con ella, el permitirle continuos desahogos, es incitarla más y más, es juguetear con el fuego alrededor del combustible, dejarle que prenda en él una y otra vez, con la vana confianza de que siempre será fácil apagar el incendio. 217 Demos una rápida ojeada sobre las pasiones más violentas, y observemos cuál es su curso ordinario, según el sistema que con ellas se practica. Ved al jugador, a ese hombre dominado por un desasosiego indefinible, que abriga al mismo tiempo una codicia insaciable y una prodigalidad sin límites, que ni se contenta con la más inmensa fortuna, ni vacila en aventurarla a un azar de un momento, que en medio del mayor infortunio sueña todavía en grandes tesoros, que corre afanoso y sediento en pos de un objeto, que parece el oro, y que sin embargo no lo es, pues que su posesión no le satisface; ved a ese hombre cuyo corazón inquieto sólo puede vivir en medio de la incertidumbre, del riesgo, suspenso entre el temor y la esperanza, y que al parecer se complace en esa rápida sucesión de vivas sensaciones que de continuo le sacuden y atormentan. ¿Cuál es el remedio para curarle de esa enfermedad, de esa fiebre devoradora? Aconsejadle un sistema de condescendencia, decidle que juegue, pero que se limite a cierta cantidad, a ciertas horas, a ciertos lagares; ¿qué lograréis? Nada, absolutamente nada. Si estos medios pudieran servir de algo, no habría jugador en el mundo que no se hubiese curado de su pasión; porque ninguno hay que no se haya fijado mil veces a sí mismo esos límites, que no se haya dicho mil veces: “jugarás no más que hasta tal hora, no más que en este o aquel lugar, no más que sobre tal cantidad”. Con estos paliativos, con estas precauciones impotentes, ¿qué le sucede al desgraciado jugador? Que se engaña miserablemente, que la pasión transige para cobrar fuerzas y asegurar mejor la victoria, que va ganando terreno, que va ensanchando el círculo prefijado, y que vuelve a los primeros excesos, si no a otros mayores. ¿Queréis curarle de raíz? Si algún remedio queda, será, no lo dudéis, abstenerse desde luego completamente. Esto a primera vista será más doloroso, pero en la práctica será más fácil: desde que la pasión vea cerrada toda esperanza, empezará a debilitarse, y al fin desaparecerá. No creo que ninguna persona experimentada tenga la menor duda sobre la exactitud de lo que acabo de decir, y que no convenga conmigo en que el mejor medio de ahogar esa formidable pasión es quitarle de una vez todo pábulo, dejarla sin esperanza. 218 Vamos a otro ejemplo más allegado al objeto que principalmente me propongo dilucidar. Supongamos a un hombre señoreado por el amor; ¿creéis que para curarle de su mal será conveniente consentirle un desahogo, concediéndole ocasiones, bien que menos frecuentes, de ver a la persona amada? ¿Pareceos si podrá serle saludable el permitirle la continuación, vedándole empero la frecuencia? ¿Se apagará, se amortiguará siquiera con esa precaución, la llama que arde en su pecho? Es cierto que no; la misma compresión de esta llama acarreará su aumento, y multiplicará su fuerza; y como por otra parte se le va dando algún pábulo, si bien más escaso, y se le deja un respiradero por donde puede desahogarse, irá ensanchando cada día ese respiradero, hasta que al fin alcance a desembarazarse del obstáculo que la resiste. Pero quitad a esa pasión la esperanza; empeñad al amante en un largo viaje, o poned de por medio algunos impedimentos, que no dejen entrever como probable, ni siquiera posible, el logro del fin deseado; y entonces, salvas algunas excepciones, conseguiréis primero la distracción, Y en seguida el olvido. ¿No es esto lo que está enseñando a cada paso la experiencia? ¿No es éste el remedio que la misma necesidad sugiere todos los días a los padres de familia? Las pasiones son como el fuego; se apaga si se le echa agua en abundancia; pero se enardece con más viveza, si el agua es poca e insuficiente. Pero elevemos nuestra consideración, coloquémonos en un horizonte más vasto, y observemos las pasiones obrando en un campo más extenso, y en regiones de mayor altura. ¿Cuál es la causa de que en épocas tormentosas, se exciten tantas y tan enérgicas pasiones? Es que todas conciben esperanzas de satisfacerse; es que volcadas las clases más elevadas, destruidas las instituciones más antiguas y colosales, y reemplazadas por otras que antes eran imperceptibles, todas las pasiones ven abierto el camino para medrar en medio de la confusión y de la borrasca. Ya no existen las barreras que antes parecían insalvables, y cuya sola vista, o no dejaba nacer la pasión, o la ahogaba en su misma cuna; todo ha quedado abierto, sin defensa; sólo se necesita valor y constancia para saltar intrépido por en medio de los escombros y ruinas que se han amontonado con el derribo de lo antiguo. Considerada la cosa en abstracto, no hay absurdo más palpable que la monarquía hereditaria, que la sucesión en la corona asegurada a una familia donde a cada paso puede encontrarse sentado en el solio a un niño, o un imbécil, o un malvado; y, sin embargo, en la práctica nada hay más sabio, más prudente, más previsor. Así lo ha enseñado la experiencia de largos siglos, así con esa enseñanza lo conoce bien claro la razón, así lo han aprendido con tristes escarmientas los desgraciados pueblos que han tenido la monarquía electiva, y esto ¿por qué? 219 Por la misma razón que estamos ponderando; porque con la monarquía hereditaria se cierra toda puerta a la esperanza de una ambición desmesurada; porque de otra suerte abriga la sociedad un eterno germen de agitación y revueltas, promovidas por todos los que pueden concebir alguna esperanza de empuñar un día el mando supremo. En tiempos sosegados, y en una monarquía hereditaria, llegar a ser un rey particular, por rico, por noble, por sabio, por valiente, por distinguido que sea de cualquier modo, es un pensamiento insensato, que ni siquiera asoma en la mente del Hombre; pero cambiad las circunstancias, introducid la probabilidad, tan sólo una remota posibilidad, y veréis cómo no faltan luego fervientes candidatos, Fácil sería desenvolver más semejante doctrina, haciendo de ella aplicación a todas las pasiones del hombre; pero estas indicaciones bastan para convencer que cuando se trata de sojuzgar una pasión, lo primero que debe hacerse es oponerle una valla insuperable, que no le deje esperanza alguna de pasar adelante; entonces la pasión se agita por algunos momentos, se levanta contra el obstáculo que la resiste, pero encontrándole inmóvil, retrocede, se abate, y cual las olas del mar se acomoda murmurando al nivel que se le ha señalado. Hay en el corazón humano una pasión formidable que ejerce poderosa influencia sobre los destinos de la vida, y que con sus ilusiones engañosas y seductoras, labra no pocas veces una larga cadena de dolor y de infortunio. Teniendo un objeto necesario para la conservación del humano linaje, y encontrándose en cierto modo en todos los vivientes de la naturaleza, revístese sin embargo de un carácter particular con sólo abrigarse en el alma de un ser inteligente. En los brutos animales, el instinto la guía de un modo admirable, limitándola a lo necesario para la conservación de las especies; pero en el hombre, el instinto se eleva a pasión; y esta pasión nutrida y avivada por el fuego de la fantasía, refinada con los recursos de la inteligencia y veleidosa e inconstante por estar bajo la dirección de un libre albedrío, que puede entregarse a tantos caprichos cuantas son las impresiones que reciben los sentidos y el corazón, se convierte en un sentimiento vago, voluble, descontentadizo, insaciable, parecido al malestar de un enfermo calenturiento, al frenesí de un delirante, que ora divaga por un ambiente embalsamado de purísimos aromas, ora se agita convulsivo con las ansias de la agonía. 220 ¿Quién es capaz de contar la variedad de formas bajo las cuales se presenta esa pasión engañosa, y la muchedumbre de lazos que tiende a los pies del desgraciado mortal? Observadla en su nacimiento, seguidla en su carrera, hasta el fin de ella, cuando toca a su término y se extingue como una lámpara moribunda. Asoma apenas el leve bozo en el rostro del varón, dorando graciosamente una faz tierna y sonrosada, y ya brota en su pecho como un sentimiento misterioso, que le inquieta y desasosiega sin que él mismo conozca la causa. Una dulce melancolía se desliza en su corazón, pensamientos desconocidos divagan por su mente, sombras seductoras revolotean por su fantasía, un imán secreto obra sobre su alma, una seriedad precoz se pinta en su semblante, todas sus inclinaciones toman otro rumbo; ya no le agradan los juegos de la infancia, todo le hace augurar una vida nueva, menos inocente, menos tranquila; la tormenta no ruge aún, el cielo no se ha encapotado todavía, pero los rojos celajes que le matizan son un triste presagio de lo que ha de venir. Llega entretanto la adolescencia, y lo que antes era un sentimiento vago, misterioso, incomprensible al mismo que le abrigaba, es desde entonces más pronunciado, los objetos se esclarecen y se presentan como son en sí, la pasión los ve, y a ellos se encamina. Pero no creáis que por esto la pasión sea constante; es tan vana, tan voluble y caprichosa, como los objetos que se le van presentando; corre sin cesar en pos de ilusiones, persiguiendo sombras, buscando una satisfacción que nunca encuentra, esperando una dicha que jamás llega. Exaltada la fantasía, hirviendo el corazón, arrebatada el alma entera, sojuzgada en todas sus facultades, se rodea el ardiente joven de las más brillantes ilusiones, comunícalas a cuanto le circunda, presta a la luz del cielo un fulgor más esplendente, reviste la faz de la tierra de un verdor más lozano, de colores más vivos, esparciendo por doquiera el reflejo de su propio encanto. En la edad viril, cuando el pensamiento es más grave y más fijo, cuando el corazón ha perdido de su inconstancia, cuando la voluntad es más firme y los propósitos más duraderos, cuando la conducta que debe regir los destinos de la vida está ya sujeta a una norma, y como encerrada en un carril, todavía se agita en el corazón del hombre esa pasión misteriosa, todavía le atormenta con inquietud incesante. Sólo que entonces con el mayor desarrollo de la organización física, la pasión es mas robusta y más enérgica; sólo que entonces con el mayor orgullo que inspiran al hombre la independencia de la vida, el sentimiento de mayores fuerzas, y la mayor abundancia de medios, la pasión es más decidida, más osada, más violenta; así como a fuerza de los desengaños y escarmientos que le ha dado la experiencia, se ha hecho más cautelosa, más previsora, más astuta; no anda acompañada de la candidez de los primeros años, sino que sabe aliarse con el cálculo, sabe marchar a su fin por caminos más encubiertos, sabe echar mano de medios más acertados. 221 ¡Ay del hombre que no se precave a tiempo contra semejante enemigo! Consumirá su existencia en una agitación febril; y de inquietud en inquietud, de tormenta en tormenta, si no acaba con la vida en la flor de sus años, llegará a la vejez dominado todavía por su pasión funesta; ella le acompañará hasta el sepulcro, con aquellas formas asquerosas y repugnantes con que se pinta en un rostro surcado por los años, en unos ojos velados que auguran la muerte ya a cercana. Ahora bien: ¿cuál es el sistema que conviene seguir para enfrenar esa pasión, y encerrarla en sus justos límites, para impedir que no acarree al individuo la desdicha, a las familias el desorden, a las sociedades el caos? La regla invariable del Catolicismo, así en la moral que predica como en las instituciones que plantea, es la represión. Ni siquiera el deseo le consiente; y declara culpable a los ojos de Dios a quien mirare a una mujer con pensamiento impuro. Y esto ¿por qué? Porque a más de la moralidad intrínseca que se encierra en la prohibición, hay una mira profunda en ahogar el mal en su origen; siendo muy cierto que es más fácil impedir al hombre el que se complazca en malos deseos, que no el que se abstenga de satisfacerlos, después de haberles dado cabida en su abrasado corazón; porque hay una razón muy profunda en procurar de esta suerte la tranquilidad del alma, no permitiéndole que, cual sediento Tantalo, sufra con la vista del agua que huye de sus labios. Quid vis videre quod non licet habere? ¿Para qué quieres ver lo que no puedes obtener?, dice sabiamente el autor del admirable libro De la imitación de Jesucristo, compendiando así en pocas palabras la sabiduría que se encierra en la santa severidad de la doctrina cristiana. Los lazos del matrimonio señalando a la pasión un objeto legítimo, no ciegan, sin embargo, el manantial de agitación y de caprichosa inquietud que se alberga en el corazón. La posesión empalaga y fastidia, la hermosura se marchita y se aja, las ilusiones se disipan, el hechizo desaparece, y encontrando el hombre una realidad que está muy lejos de alcanzar a los bellos sueños a que se entregara allá en sus delirios una imaginación fogosa, siente brotar en su pecho nuevos deseos; y cansado del objeto poseído, alimenta nuevas ilusiones, buscando en otra parte aquella dicha ideal que se imaginaba haber encontrado y huyendo de la triste realidad que así burla sus mas bellas esperanzas. 222 Dad entonces rienda suelta a las pasiones del hombre, dejadle que de un modo u otro pueda alimentar la ilusión de hacerse feliz con otros enlaces, que no se crea ligado para siempre y sin remedio a la compañera de sus días, y veréis cómo el fastidio llegará más pronto, cómo la discordia será más viva y ruidosa; veréis cómo los lazos se aflojan luego de formados, cómo se gastan con poco tiempo, cómo se rompen al primer impulso. Al contrario, proclamad la ley que no exceptúe ni a pobres ni a ricos, ni a débiles ni a potentados, ni a vasallos ni a reyes, que no atienda a diferencias de situación, de índole, de salud, ni a tantos otros motivos, que en manos de las pasiones, y sobre todo entre los poderosos, fácilmente se convierten en pretextos; proclamad esa ley como bajada del cielo, mostrad el lazo del matrimonio como sellado con un sello divino; y a las pasiones que murmuran, decidles en alta voz que si quieren satisfacerse no tienen otro camino que el de la inmoralidad; pero que la autoridad encargada de la guarida de esa ley divina, jamás se doblegará a condescendencias culpables, que jamás consentirá que se cubra con el velo de la dispensa la infracción del precepto divino, que jamás dejará a la culpa sin el remordimiento, y entonces veréis que las pasiones se abaten y se resignan, que la ley se extiende, se afirma, y se arraiga hondamente en las costumbres, y habréis asegurado para siempre el buen orden y la tranquilidad de las familias; y la sociedad os deberá un beneficio inmenso. Y he aquí cabalmente lo que ha hecho el Catolicismo trabajando para ello largos siglos; y he aquí lo que venía a deshacer el Protestantismo, si se hubiesen seguido generalmente en Europa sus doctrinas y sus ejemplos; si los pueblos dirigidos no hubiesen tenido más cordura que sus directores. Los protestantes y los falsos filósofos, examinando las doctrinas y las instituciones de la Iglesia católica al través de sus preocupaciones rencorosas, no han acertado a concebir a qué servían los dos grandes caracteres que distinguen siempre por doquiera los pensamientos y las obras del Catolicismo: unidad y fijeza; unidad en las doctrinas, fijeza en la conducta, señalando un objeto y marchando hacia él, sin desviarse jamás. Esto los ha escandalizado; y después de declamar contra la unidad de la doctrina, han declamado también contra la fijeza en la conducta. Si meditaran sobre el hombre, conocerían que esta fijeza es el secreto de dirigirle, de dominarle, de enfrenar sus pasiones cuando convenga, de exaltar su alma cuando sea menester, haciéndola capaz de los mayores sacrificios, de las acciones más heroicas. 223 Nada hay peor para el hombre que la incertidumbre, que la indecisión, nada que tanto le debilite y esterilice. Lo que es el escepticismo al entendimiento, es la indecisión a la voluntad. Prescribidle al hombre un objeto fijo, y haced que se dirija hacia él; a el se dirigirá y le alcanzará. Dejadle vacilando entre varios, que no tenga para su conducta una norma fija, que no sepa cuál es su porvenir, que marche sin saber adónde va, y veréis que su energía se relaja, sus fuerzas se enflaquecen, hasta que se abate y se para. ¿Sabéis el secreto con que los grandes caracteres dominan el mundo? ¿Sabéis cómo son capaces ellos mismos de acciones heroicas, y cómo hacen capaces de ellas a cuantos los rodean? Porque tienen un objeto fijo para sí, y para los demás; porque le ven con claridad, le quieren con firmeza, y se encaminan hacia él, sin dudas, sin rodeos, con esperanza firme, con fe viva, sin consentir la vacilación, ni en sí mismos ni en ‘los otros. Alejandro, César, Napoleón y los demás héroes antiguos y modernos, ejercían sin duda con el ascendiente de su genio una acción fascinadora; pero el secreto de su predominio, de su pujanza, de su impulso que todo lo arrollaba, era la unidad de pensamiento, la fijeza del plan, que engendraban un carácter firme, aterrador, dándoles sobre los demás Hombres una superioridad inmensa. Así pasaba Alejandro el Grande, y empezaba, y llevaba a cabo su prodigiosa conquista del Asia; así pasaba César el Rubicón, y ahuyentaba a Pompeyo, y vencía en Farsalia, y se hacía señor del mundo; así dispersaba Napoleón a los habladores que estaban disertando sobre la suerte de la Francia, vencía en Marengo, se ceñía la diadema de Carlo Magno, y aterraba y asombraba al mundo con los triunfos de Austerlitz Y de Jena. Sin unidad no hay orden, sin fijeza no hay estabilidad; y en el mundo moral como en el físico, nada puede prosperar que no sea ordenado y estable. Así el Protestantismo que ha pretendido hacer progresar al individuo y a la sociedad destruyendo la unidad religiosa, e introduciendo en las creencias y en las instituciones la multiplicidad y movilidad del pensamiento privado, ha acarreado por doquiera la confusión y el desorden, y ha desnaturalizado la civilización europea, inoculando en sus venas un elemento desastroso, que le ha causado y le causará todavía gravísimos males. Y no puede inferirse de esto que el Catolicismo esté reñido con el adelanto de los pueblos, por la unidad de sus doctrinas y la fijeza de las reglas de su conducta; pues también cabe que marche lo que es uno, también cabe movimiento en un sistema que tenga fijos algunos de sus puntos. Ese universo que nos asombra con su grandor, que nos admira con sus prodigios, que nos encanta con su variedad y belleza, está sujeto a la unidad, y está regido por leyes fijas y constantes. 224 Ved ahí algunas de las razones que justifican la severidad del Catolicismo; ved ahí por qué no ha podido mostrarse condescendiente con esa pasión que una vez desenfrenada, no respeta linde ni barrera, que introduce la turbación en los corazones y el desorden en las familias, que gangrena la sociedad, quitando a las costumbres todo decoro, ajando el pudor de las mujeres y rebajándolas del nivel de dignas compañeras del hombre. En esta parte, el Catolicismo es severo, es verdad; pero esta severidad no podía renunciarla, sin renunciar al propio tiempo sus altas funciones de depositario de la sana moral, de vigilante atalaya por los destinos de la humanidad VER NOTA 17 IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXVI La Virginidad. Doctrinas y conducta del Catolicismo en este punto. Id. del Protestantismo. Id. de la filosofía incrédula. Origen del principio fundamental de la economía política inglesa. Consideraciones sobre el carácter de la mujer. Relaciones ele la doctrina sobre la virginidad con el realce de la mujer. ESE ANHELO del Catolicismo por cubrir con tupido velo los secretos del pudor, y por rodear de moralidad y de recato la pasión procaz, se manifiesta en grado sumo en la importancia que ha dado a la virtud contraria, hasta coronando con brillante aureola la eterna abstinencia de placeres sensuales: la virginidad. Cuanto haya contribuido con esto el Catolicismo a realzar a la mujer, no lo comprenderán ciertamente los entendimientos frívolos, mayormente si andan guiados por las inspiraciones de un corazón voluptuoso; pero no se ocultará a los que sean capaces de conocer, que todo cuanto tiende a llevar al más alto punto de delicadeza el sentimiento del pudor, todo cuanto se encamina a presentar a una parte considerable del bello sexo como un dechado de la virtud más heroica, todo esto se endereza también a levantar a la mujer sobre la turbia atmósfera de las pasiones groseras, todo esto contribuye a que no se presente a los ojos del hombre como un mero instrumento de placer, todo esto sirve maravillosamente a que, sin disminuirse ninguno de los atractivos con que la ha dotado la naturaleza, no pase rápidamente de triste víctima del libertinaje a objeto de menosprecio y fastidio. 225 La Iglesia Católica había conocido profundamente esas verdades; Y así, mientras celaba por la santidad de las relaciones conyugales, mientras creaba en el seno de las familias la bella dignidad de una matrona, cubría con misterioso velo la faz de la virgen cristiana, y las esposas del Señor eran guardadas como un depósito sagrado en la augusta oscuridad de las sombras del santuario. Reservado estaba a Lutero, al grosero profanador de Catalina de Boré, el desconocer también en este punto la profunda y delicada sabiduría de la religión católica; digna empresa del fraile apóstata, que después de haber hecho pedazos el augusto sello religioso del tálamo nupcial, se arrojase también a desgarrar con impúdica mano el sagrado velo de las vírgenes consagradas al Señor; digna empresa de las duras entrañas del perturbador violento el azuzar la codicia de los príncipes, para que se lanzasen sobre los bienes de doncellas desvalidas y las expulsaran de sus moradas, atizando luego la voluptuosidad, y quebrantando todas las barreras de la moral, para que, cual bandadas de palomas sin abrigo, cayesen en las garras del libertinaje. ¿Y qué? ¿También así se aumentaba el respeto debido al bello sexo? ¿También así se acendraba el sentimiento del pudor? ¿También así progresaba la humanidad? ¿También así daba Lutero robusto impulso a las generaciones venideras, brío al espíritu humano, medra y lozanía a la cultura y civilización? ¿Quién que sienta latir en su pecho un corazón sensible, podrá soportar las desenvueltas peroratas de Lutero, mayormente si ha leído las bellísimas páginas de los Ciprianos, de los Ambrosios, de los Jerónimos y demás lumbreras de la Iglesia Católica, sobre los altos timbres de una virgen cristiana? En medio de siglos donde campeaba sin freno la barbarie más feroz, ¿quién llevará a mal encontrarse con aquellas solitarias moradas, donde se albergaban las esposas del Señor, preservando sus corazones de la corrupción del mundo, y ocupadas perennemente en levantar sus manos al cielo para atraer hacia la tierra el rocío de la divina misericordia? Y en tiempos y países más civilizados, ¿tan mal contrasta un asilo de la virtud más pura y acendrada, con un inmenso piélago de disipación y libertinaje? ¿También eran aquellas moradas un legado funesto de la ignorancia, un monumento de fanatismo, en cuya destrucción se ocupaban dignamente los corifeos de la Reforma protestante? ¡Ah! si así fuere, protestemos contra todo lo interesante y bello, ahoguemos en nuestro corazón todo entusiasmo por la virtud, no conozcamos otro mundo que el que se encierra en el círculo de las sensaciones más groseras, que tire el pintor su pincel y el poeta su lira, y desconociendo todo nuestro grandor y dignidad, digamos embrutecidos: comamos y bebamos, que mañana moriremos. 226 No, la verdadera civilización no puede perdonarle jamás al Protestantismo esa obra inmoral e impía; la verdadera civilización no puede perdonarle jamás el haber violado el santuario del pudor y de la inocencia, el haber procurado con todas sus fuerzas que desapareciese todo respeto a la virginidad, pisando de esta suerte un dogma profesado por todo el humano linaje; el no haber acatado lo que acataron los griegos en sus sacerdotisas de Ceres, los romanos en sus vestales, los galos en sus druidesas, los germanos en sus adivinas; el haber llevado mas allá la procacidad de lo que no hicieron jamás los disolutos pueblos del Asia, y los bárbaros del nuevo continente. Mengua es por cierto que se haya atacado en Europa lo que se ha respetado en todas las partes del mundo; que se haya tachado de preocupación despreciable, una creencia universal del género humano, sancionada además por el Cristianismo. ¿Dónde se ha visto una irrupción de bárbaros que compararse pudiera al desbordamiento del Protestantismo contra lo más inviolable que debe haber entre los hombres? ¿Quién dio el funesto ejemplo a los perpetradores de semejantes crímenes en las revoluciones modernas? Que en medio de los furores de una guerra se atreva la barbarie de los vencedores a soltar el brutal desenfreno de la soldadesca sobre las moradas de las vírgenes consagradas al Señor, esto se concibe muy bien; pero el perseguir por sistema estos santos establecimientos, concitando contra ellos las pasiones del populacho, y atacando groseramente la institución en su origen y en su objeto, esto es más que inhumano y brutal; esto carece de nombre cuando lo hacen los mismos que se precian de reformadores, de amantes del Evangelio puro, y que se proclaman discípulos de aquél que en sus sublimes consejos señaló la virginidad como una de las virtudes más hermosas que pueden esmaltar la aureola de un cristiano. ¿Y quién ignora que ésta fue una de las obras con más ardor emprendidas por el Protestantismo? La mujer sin pudor ofrecerá un cebo a la voluptuosidad, pero no arrastrará jamás el alma con el misterioso sentimiento que se apellida amor. ¡Cosa notable! El deseo más imperioso que se abriga en el corazón de una mujer es el de agradar, y tan luego como se olvida del pudor, desagrada, ofende; así está sabiamente ordenado que sea el castigo de su falta, lo que hiere más vivamente su corazón. Por esta causa, todo cuando contribuye a realzar en las mujeres ese delicado sentimiento, las realza a ellas mismas, las embellece, les asegura mayor predominio sobre el corazón de los hombres, les señala un lugar más distinguido así en el orden doméstico como en el social. 227 Estas verdades no las comprendió el Protestantismo cuando condenó la virginidad. Sin duda que esta virtud no es condición necesaria para el pudor; pero es su bello ideal, su tipo de perfección; y por cierto que el desterrar de la tierra ese modelo, el negar su belleza, el condenarle como perjudicial, no era nada a propósito para conservar un sentimiento que está en continua lucha con la pasión más poderosa del corazón humano y que difícilmente se conserva en toda su pureza si no anda acompañado de las precauciones más exquisitas. Delicadísima flor, de hermosos colores y suavísimo aroma, puede apenas sufrir el leve oreo del aura más apacible; su belleza se marchita con extrema facilidad, sus olores se disipan como exhalación pasajera. Pero combatiendo la virginidad se me hablará quizás de los perjuicios que acarrea a la población, contándose como defraudadas a la multiplicación del humano linaje las ofrendas que se hacen en las aras de aquella virtud. Afortunadamente las observaciones de los más distinguidos economistas han venido a disipar este error proclamado por el Protestantismo, y reproducido por la filosofía incrédula del siglo XVIII. Los hechos han demostrado de una manera convincente, dos verdades a cual más importante para vindicar las doctrinas y las instituciones católicas: lª Que la felicidad de los pueblos no está en proporción necesaria con el aumento de su población. 2ª Que tanto ese aumento como la disminución dependen del concurso de tantas otras causas, que el celibato religioso, si es que en algo figure entre ellas, debe considerarse como de una influencia insignificante. Una religión mentida y una filosofía bastarda y egoísta se empeñaron en equiparar los secretos de la multiplicación humana con la de los otros vivientes. Prescindieron de todas las relaciones religiosas, no vieron en la humanidad más que un vasto plantel, en que no convenía dejar nada estéril. Así se allanó el camino para considerar también al individuo como una máquina de que debían sacarse todos los productos posibles; para nada se pensó en la caridad y los destinos del hombre; y así la industria se ha hecho cruel, y la organización del trabajo planteada sobre bases puramente materiales aumenta el bienestar de los ricos, pero amenaza terriblemente su porvenir. ¡Hondos designios de la Providencia! La nación que ha llevado más allá esos principios funestos, se encuentra en la actualidad agobiada de hombres y de productos. 228 Espantosa miseria devora sus clases más numerosas, y toda la habilidad de los hombres que la dirigen no serán parte a desviarla de los escollos a que se encamina, impelida por la fuerza de los elementos a que se entregó sin reserva. Los distinguidos profesores de la universidad de Oxford que al parecer van conociendo los vicios radicales del Protestantismo, encontrarían aquí abundante objeto de meditación para investigar hasta qué punto contribuyeron los pretendidos reformadores del siglo XVI, a preparar la situación crítica, en que, a pesar de sus inmensos adelantos, se encuentra la Inglaterra. En el mundo físico todo está dispuesto con número peso y medida; las leyes del universo muestran, por decirlo así, un cálculo infinito, una geometría infinita; pero guardémonos de imaginarnos que todo podemos expresarlo por nuestros mezquinos signos, que todo podemos encerrarlo en nuestras reducidas combinaciones. Guardémonos sobre todo de la insensata pretensión de asemejar demasiado el mundo moral al mundo físico, de aplicar sin distinción a aquél lo que sólo es propio de éste, y de trastornar con nuestro orgullo la misteriosa armonía de la creación. El hombre no ha nacido tan sólo para procrear, no es sólo una rueda colocada en su puesto para funcionar en la gran máquina del mundo. Es un ser a imagen y semejanza de Dios, un ser que tiene su destino propio, un destino superior a cuanto le rodea sobre la tierra. No rebajéis su altura, no inclinéis al suelo su frente inspirándole tan sólo pensamientos terrenos; no estrechéis su corazón privándole de sentimientos virtuosos y elevados, no dejándole otro gusto que el de los goces materiales. Si sus pensamientos religiosos le llevan a una vida austera, si se apodera de su alma el generoso empeño de sacrificar en las aras de su Dios los placeres de esta vida, ¿por qué se lo habéis de impedir? ¿Con qué derecho le insultáis despreciando un sentimiento que exige por cierto más alto temple de alma que el entregarse livianamente al goce de los placeres? Estas consideraciones comunes a ambos sexos adquieren todavía mayor importancia cuando se aplican a la mujer. Con su fantasía exaltada, su corazón apasionado y su espíritu ligero, necesita aún más que el varón, de inspiraciones severas, de pensamientos serios, graves, que contrapesen en cuanto sea posible aquella volubilidad con que recorre todos los objetos, recibiendo con facilidad extrema las impresiones de cuanto toca, y comunicándolas a su vez como un agente magnético a cuantos la rodean. Dejad, pues, que una parte del bello sexo se entregue a una vida de contemplación y austeridad, dejad que las doncellas y las matronas tengan siempre a la vista un modelo de todas las virtudes, un sublime tipo de su más bello adorno que es el pudor; esto no será inútil por cierto: esas vírgenes no son defraudadas, ni a la familia ni a la sociedad; una y otra recobrarán con usura lo que os imaginabais que habían perdido. 229 En efecto: ¿quién alcanza a medir la saludable influencia que deben de haber ejercido sobre las costumbres de la mujer, las augustas ceremonias con que la Iglesia Católica solemniza su consagración de una virgen a Dios? ¿Quién puede calcular los santos pensamientos; las castas inspiraciones que habrán salido de esas silenciosas moradas del pudor, que ora se elevan en lugares retirados, ora en medio de ciudades populosas? ¿Creéis que la doncella en cuyo pecho se agitara una pasión ardorosa, que la matrona que diera cabida en su corazón a inclinaciones livianas, no habrán encontrado mil veces un freno a su pasión, en el solo recuerdo de la hermana, de la parienta, de la amiga, que allá, en silencioso albergue levantaba al cielo un corazón puro, ofreciendo en holocausto al Hijo de la Virgen todos los encantos de la juventud y de la hermosura? Esto no se calcula, es verdad; pero es cierto a lo menos que de allí no sale un pensamiento liviano, que allí no se inspira una inclinación voluptuosa; esto no se calcula, es verdad, pero tampoco se calcula la saludable influencia que ejerce sobre las plantas el rocío de la mañana, tampoco se calcula la acción vivificante de la luz sobre la naturaleza, tampoco se calcula cómo el agua que se filtra en las entrañas de la tierra, la fecunda y fertiliza, haciendo brotar de su seno vistosas flores y regalados frutos. Son tantas las causas cuya existencia y eficacia son indudables, y que sin embargo no pueden sujetarse a un cálculo riguroso, que si buscamos la razón de la impotencia que caracteriza toda obra hija exclusiva del pensamiento del hombre, la encontraremos en que el no es capaz de abarcar el conjunto de relaciones que se complican en esa clase de objetas, y no puede apreciar debidamente las influencias indirectas, a veces ocultas, a veces imperceptibles, de puro delicadas. Por eso viene el tiempo a disipar tantas ilusiones, a desmentir tantos pronósticos, a manifestar la debilidad de lo que se creía fuerte, y la fuerza de lo que se creía débil, y es que con el tiempo se van desenvolviendo mil relaciones cuya existencia no se sospechaba, se ponen en acción mil causas que no se conocían o quizás se despreciaban; los efectos van creciendo, se van presentando de bulto, hasta que al fin se crea una situación nueva, donde no es posible cerrar los ojos a la evidencia de los hechos, donde no es dado asistir a la fuerza de las cosas. 230 Y he aquí una de las sinrazones que más chocan en los argumentos de los enemigos del Catolicismo. No aciertan a mirar los objetos sino por un aspecto, no comprenden otra dirección de una fuerza que en línea recta; no ven que así el inundo moral como el físico es un conjunto de relaciones infinitamente variadas, de influencias indirectas, que obran a veces con más eficacia que las directas, que todo forma un sistema de correspondencia y armonía, donde no conviene aislar las partes, sino lo necesario para conocer mejor los lazos ocultos y delicados que las unen con el todo; donde es necesario dejar que obre el tiempo, elemento indispensable de todo desarrollo cumplido, de toda obra duradera. Permítaseme esta breve digresión para inculcar verdades que nunca se tendrán demasiado presentes, cuando se trate de examinar las grandes instituciones fundadas por el Catolicismo. La filosofía tiene en la actualidad que devorar amargos desengaños; se ve precisada a retractar proposiciones avanzadas con demasiada ligereza, a modificar principios establecidos con sobrada generalidad; y todo este trabajo se hubiera podido ahorrar, siendo un poco más circunspecta en sus fallos, andando con mayor mesura en el curso de sus investigaciones. Coligada con el Protestantismo declaró guerra a muerte a las grandes instituciones católicas, clamó por la descentralización moral y religiosa, y un grito unánime se levanta de los cuatro ángulos del mundo civilizado invocando un principio de unidad. El instinto de los pueblos le busca, los filósofos ahondan en los secretos de la ciencia con la mira de descubrirle; y ¡vanos esfuerzos! Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto ya; su duración responde de su solidez. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXVII Examen de la influencia del feudalismo en realzar la mujer europea. Opinión de M. Guizot. Origen de su error. El amor del caballero. Espíritu de la caballería. El respeto de los germanos por las mujeres. Análisis del famoso pasaje de Tácito. Consideraciones sobre este historiador. César, su testimonio sobre los bárbaros. Dificultad de conocer bien el estado de la familia y de la sociedad entre los bárbaros. El respeto de que disfruta la mujer europea es debido al Catolicismo. Distinción del Cristianismo y Catolicismo, por qué se hace necesaria. UN CELO incansable por la santidad del matrimonio, y un sumo cuidado para llevar el sentimiento del pudor al más alto punto de delicadeza, son los dos polos de la conducta del Catolicismo para realzar a la mujer. Listos son los grandes medios de que echó mano para lograr su objeto; de ahí procede el poder y la importancia de las mujeres en Europa; Y es muy falso lo que dice M. Guizot (Lee. 4): “que esta particularidad de la civilización europea haya venido del seno del feudalismo”. No disputaré sobre la mayor o menor influencia que pudo ejercer en el desarrollo de las costumbres domésticas, no negaré que el estado de aislamiento en que vivía el señor feudal, el “encontrar siempre en su castillo a su mujer, a sus hijos y a nadie más que a ellos, el ser ellos siempre su compañía permanente, el participar ellos solos de sus placeres y penas, el compartir sus intereses Y destinos, no hubiese de contribuir a desenvolver las costumbres domésticas, y a que estas tomasen un grande y poderoso ascendiente sobre el jefe de familia”. Pero ¿quién hizo que al volver el señor a su castillo encontrase tan sólo a una mujer, y no a muchas? ¿Quién le contuvo para que no abusase de su poderío convirtiendo su casa en un harén? ¿Quién le enfrenó para que no soltase la rienda a sus pasiones, y de ellas no hiciese víctimas a las más hermosas doncellas que veía en las familias de sus rendidos vasallos? Nadie negará que quien esto hizo fueron las doctrinas y las costumbres introducidas y arraigadas en Europa por la Iglesia Católica, y las leyes severas con que opuso un firme valladar al desbordamiento de las pasiones; y por consiguiente, aun dado que el feudalismo hubiera hecho el bien que se supone, sería este bien debido a la Iglesia Católica. 232 Ha dado ocasión sin duda a que se exagerase la influencia del feudalismo en dar importancia a las mujeres, un hecho de aquella época que se presenta muy de bulto, y que efectivamente a primera vista no deja de deslumbrar. Este hecho consiste en el gallardo espíritu de caballería que brotando en el seno del feudalismo, y extendiéndose rápidamente, produjo las acciones más heroicas, dio origen a una literatura rica de imaginación y sentimiento, y contribuyó no poco a amansar y suavizar las feroces costumbres de los señores feudales. Distinguíase principalmente aquella época por su espíritu de galantería; mas no la galantería convén cual se forma dondequiera con las tiernas relaciones de los dos sexos; sino una galantería llevada a la mayor exageración por parte del hombre, combinada de un modo singular con el valor más heroico, con el desprendimiento más sublime, con la fe más viva, y la religiosidad más ardiente. Dios y su dama: he aquí el eterno pensamiento del caballero, lo que embarga todas las facultades, lo que ocupa todos sus instantes, lo que llena toda su existencia. Con tal que pueda alcanzar un triunfo sobre la hueste infiel, con tal que aliente la esperanza de ofrecer a los pies de su señora los trofeos de la victoria, no hay sacrificio que le sea costoso, no hay viaje que le canse, no hay peligro que le arredre, no hay empresa que le desanime; su imaginación exaltada le traslada a un mundo fantástico, su corazón arde como una fraguó, todo lo acomete, a todo da cuna; y aquel mismo hombre que poco antes peleaba como un león, en los campos de la Bética o de la Palestina, se ablanda como una cera al solo nombre del ídolo de su corazón, vuelve sus amorosos ojos hacia su patria y se embelesa con el solo pensamiento de que suspirando un día al pie del castillo de su señora, podrá recabar quizás una seña amorosa, o una mirada fugitiva. ¡Ay del temerario que osare disputarle su tesoro! ¡Ay del indiscreto que fijare sus ojos en las almenas de donde espera el caballero una seña misteriosa! No es tan terrible la leona a la que han arrebatado sus cachorros; y el bosque azotado por el aquilón no se agita como el corazón del fiero amante; nada será capaz de detener su venganza; o dar la muerte a su rival, o recibirla. Examinando este informe mezcla de blandura y de fiereza, de religión, y de pasiones, mezcla que sin duda habrán exagerado un poco el capricho de los cronistas y la imaginación de los trovadores, pero que no deja de tener su tipo muy real y verdadero, notase que era muy natural en su época, y que nada entraña de la contradicción que a primera vista pudiera presentar. 233 En efecto, nada más natural que el ser muy violentas las pasiones de, unos hombres, cuyos progenitores poco lejanos habían venido de las selvas del Norte a plantar su tienda ensangrentada sobre las ruinas de las ciudades que Habían destruido; nada más natural que no conocer otro juez que el de su brazo unos hombres que no ejercían otra profesión que la guerra, y que además vivían en una sociedad que estando todavía en embrión, carecía de un poder público bastante fuerte para tener a raya las pasiones particulares; Y nada por fin más natural en estos mismos hombres que el ser tan vivo el sentimiento religioso, pues que la religión era el único poder por ellos reconocido, la religión había encantado su fantasía con el esplendor y magnificencia de los templos, y la majestad y pompa del culto; la religión las había llenado de asombro presentando a sus ojos el espectáculo de las virtudes más sublimes, y haciendo resonar a sus oídos un lenguaje tan elevado como dulce y penetrante; lenguaje que si bien no era por ellos bien comprendido, no dejaba de convencerlos de la santidad y divinidad de los misterios y preceptos de la religión, arrancándoles una admiración y acatamiento, que obrando sobre almas de tan vigoroso temple, engendraba el entusiasmo y producía el heroísmo. En lo que se echa de ver que todo cuanto había de bueno en aquella exaltación de sentimientos todo dimanaba de la religión; y que si de ella se prescinde, sólo vemos al bárbaro que no conoce otra ley que su lanza, ni otro guía en su conducta que las inspiraciones de un corazón lleno de fuego. Calando más y más en el espíritu de la caballería, y parándose particularmente en el carácter de los sentimientos que entrañaba con respecto a la mujer, parece que lejos de realzarla la supone ya realzada, ya rodeada de consideración; no le da un nuevo lugar, la encuentra ocupándolo ya. Y a la verdad, a no ser así, ¿cómo es posible concebir tan exagerada, tan fantástica galantería? Pero imaginaos la belleza de la virgen cubierta con el velo del pudor cristiano, y aumentándose así la ilusión y el encanto; entonces concebiréis el delirio del caballero; imaginaos a la virtuosa matrona, a la compañera del hombre, a la madre de familia, a la mujer única a quien se concentran todas las afecciones del marido y de los hijos, a la esposa cristiana, Y entonces concebiréis también por qué el caballero se embriaga con el solo pensamiento de alcanzar tanta dicha, y por qué el amor es algo más que amor, algo más que un arrebato voluptuoso, es un respeto, una veneración, un culto. No han faltado algunos que han pretendido encontrar el origen de esa especie de culto en las costumbres de los germanos, y refiriéndose a ciertas expresiones de Tácito han querido explicar, la mejora social de las mujeres como dimanada del respeto con que las miraban aquellos bárbaros. 234 M. Guizot desecha esta aserción, y la combate muy atinadamente Haciendo observar que “lo que nos dice Tácito de los germanos, no era característico de aquellos pueblos, pues que expresiones iguales a las de Tácito, los mismos sentimientos, los mismos usos de los germanos se descubren en las relaciones que hacen una multitud de historiadores de otros pueblos salvajes.” Todavía después de la observación de M. Guizot, se ha sostenido la misma opinión, y así es menester combatirla de nuevo. He aquí el pasaje de Tácito. “Inesse quin etiam sanctum aliquid et providum putant; nec aut concilia carum aspernantur, aut responsa negligunt. Vidimus sub divo Vespasiano, Velledam din apud plerosque numinis loco habitara”. (De Mor. Germ.) “Hasta llegan a creer que hay en las mujeres algo de santo y de profético, y ni desprecian sus consejos, ni desoyen sus pronósticos. En tiempo del divino Vespasiano, vimos que por largo espacio Velleda fué tenida por muchos como diosa”. A mi juicio se entiende muy mal ese pasaje de Tácito, cuando se le quiere dar extensión a las costumbres domésticas, cuando se le quiere tomar como un rasgo que retrata las relaciones conyugales. Si se fija debidamente la atención en las palabras del historiador, se echará de ver que esto distaba mucho de su mente; pues que sus palabras sólo se refieren a la superstición de considerar a algunas mujeres como profetisas. Confirmase la verdad y exactitud de esta observación con el mismo ejemplo que aduce de Velleda, la cual dice era reputada por muchos como diosa. En otro lugar de sus obras (Histor. L. 4), explica Tácito su pensamiento, pues hablando de la misma Velleda nos dice “que esta doncella de la nación de los Bructeros tenía gran dominio, a causa de la antigua costumbre de los germanos, que miraban a muchas mujeres como profetisas, y andando en aumento la superstición, llegaban hasta a tenerlas por diosas”. “Ea virgo nationis Bructerae late imperitabat: vetere apud germanos more, quo plerasque foeminarum, fatídicas, et augescente superstitione, arbitrantur deas”. El texto que se acaba de citar prueba hasta la evidencia que Tácito habla de la superstición, no del orden doméstico; cosas muy diferentes, pues no media inconveniente alguno en que algunas mujeres sean tenidas como semidiosas, y entre tanto la generalidad de ellas no ocupen en la sociedad el puesto que les corresponde. En Atenas se daba grande importancia a las sacerdotisas de Ceres; en Roma a las vestales; y las Pitonisas, y la historia de las famosas Sibilas, manifiestan que el tener por fatídicas a las mujeres, no era exclusivamente propio de los germanos. 235 No debo ahora explicar la causa de estos hechos, me basta consignarlos; tal vez la fisiología podría en esta parte suministrar luces a la filosofía de la historia. Que el orden de la superstición y el de la familia eran muy diferentes, es fácil notarlo en la misma obra de Tácito, cuando describe la severidad de costumbres de los germanos con respecto al matrimonio. Nada hay allí de aquel sanctum im et providum, sólo sí una austeridad que conservaba a cada cual en la línea de sus deberes, y lejos de ser la mujer tenida como diosa, si caía en la infidelidad, quedaba encomendado al marido el castigo de su falta. Es curioso el pasaje, pues indica que entre los germanos no debían tampoco de ser escasas las facultades del hombre sobre la mujer. “Accisis crinibus, dice, nudatam corain propinquis expellit domo maritus, ac per omnem vicum verbere agit”. “Rapado el cabello, échala de casa el marido, en presencia de los parientes, y desnuda la anda azotando por todo el lugar”. Este castigo da sin duda una idea de la ignominia que entre los germanos acompañaba al adulterio; pero no es muy favorable a la estimación pública de la mujer; ésta hubiera ganado mucho con la pena del apedreamiento. Cuando Tácito nos describe el estado social de los germanos, es preciso no olvidar que quizás algunos rasgos de costumbres son de propósito realzados algún tanto; pues que nada es más natural en un escritor del temple de Tácito viviendo acongojado y exasperado por la espantosa corrupción de costumbres, que a la sazón dominaba entre los romanos. Píntanos con magníficas plumadas la santidad del matrimonio de los germanos, es verdad; pero ¿quién no ve que mientras escribe tiene a la vista aquellas matronas que, como dice Séneca, debían contar los años, no por la sucesión de los cónsules, sino por el cambio de maridos? ¿Aquellas damas sin rastro de pudor, entregadas a la disolución más asquerosa? Poco trabajo cuesta el concebir dónde se fijaba la ceñuda mirada de Tácito, cuando arroja sus concisas reflexiones como flechas: “Nemo enim illic vitia ridet, nec corrumpere et corrumpi seculum vocatur”. “Allí el vicio no hace reír, ni la corrupción se apellida moda”. Rasgo vigoroso que retrata todo un siglo, y que nos hace entender el secreto gusto que tendría Tácito en echar en cara a la corrompida cultura de los romanos la pureza de costumbres de los bárbaros. Lo mismo que aguzaba el festivo ingenio de Juvenal y envenenaba su punzante sátira, excitaba la indignación de Tácito, y arrancaba a su grave filosofía reprensiones severas. 236 Que sus cuadros tenían algo de exagerado en favor de los germanos, y que entre ellos no eran las costumbres tan puras cual se nos quiere persuadir, lo indican otras noticias que tenemos sobre aquellos bárbaros. Posible es que fueran muy delicados en punto al matrimonio, pero lo cierto es que no era desconocida en sus costumbres la poligamia. César, testigo ocular, refiere que el rey germano Ariovisto tenía dos mujeres (De Bello Gal. 1. l); y éste no era un ejemplo aislado, pues que el mismo Tácito nos dice que había algunos pocos que tenían a un tiempo varias mujeres, no por liviandad, sino por nobleza: “exceptis admodum paucis, qui non libidine, sed ob nobilitatem pluribus nuptiis ambiuntur”. No deja de hacer gracia aquello de non libidine, sed ob nobilitatem, pero al fin resulta que los reyes y los nobles, bajo uno u otro pretexto, se tomaban alguna mayor libertad de la que hubiera querido el austero historiador. ¿Quién sabe cómo estaría la moralidad en medio de aquellas selvas? Si discurriendo con analogía quisiéramos aventurar algunas conjeturas fundándonos en las semejanzas que es regular tuviesen entre sí los diferentes pueblos del Norte, ¿qué no podríamos sospechar por aquella costumbre de los bretones, quienes, de diez en diez o de doce en doce, tenían las mujeres comunes, y mayormente hermanos con hermanos, y padres con hijos, de suerte que para distinguir las familias tenían que andar a tientas, atribuyendo los hijos al primero que había tomado la doncella? César, testigo de vista, es quien lo refiere: “uxores hebent (Britanni) deni duodenique inter se communes, et maxime fratres cum fratribus, et parentes cum liberis; sed si qui sunt ex his nati, eorum habentur liberi, a quibus primum virgines quaeque ductae sunt” (De Bell. Gall. l. 4). Sea de esto lo que fuere, es cierto al menos que el principio de la monogamia no era tan respetado entre los germanos como se ha querido suponer; había una excepción en favor de los nobles, es decir, de los poderosos, y esto bastaba para desvirtuarse y preparar su ruina. En estas materias, limitar la ley, con excepciones en favor del poderoso es poco menos que abrogarla. Se dirá que al poderoso nunca le faltan medios para quebrantar la ley; pero no es lo mismo que el la quebrante o que ella misma se retire para dejarle el camino libre; en el primer caso el empleo de la fuerza no anonada la ley, el mismo choque con que se la rompe hace sentir su existencia, y pone de manifiesto la sinrazón y la injusticia; en el segundo, la misma ley se prostituye, por decirlo así; las pasiones no necesitan de la violencia para abrirse paso, ella les franquea villanamente la puerta. Desde entonces queda envilecida y degradada; hace vacilar el mismo principio moral que le sirve de fundamento; y como en pena de su complicidad inicua, se convierte en objeto de animadversión de aquéllos que se encuentran forzados todavía a rendirle homenaje. 237 Así que una vez reconocido entre los germanos el privilegio de poligamia en favor de los poderosos, debía con el tiempo generalizarse esta costumbre a las demás clases del pueblo; y es muy probable que así se hubiera verificado luego que la ocupación de nuevos países más templados y feraces, y algún adelanto en su estado social, les hubiesen proporcionado en mayor abundancia los medios de satisfacer las necesidades más urgentes. Sólo pudo prevenirse tan grave mal con la inflexible severidad de la Iglesia Católica. Los nobles y los reyes conservaban todavía fuerte inclinación al privilegio de que hemos visto que disfrutaran sus antecesores antes de abrazar la religión cristiana, y de aquí es que en los primeros siglos después de la irrupción, vemos que la Iglesia alcanza a duras penas a contenerlos en sus inclinaciones violentas. Los que se han empeñado en descubrir entre los germanos tantos elementos de la civilización moderna, ¿no hubieran quizás andado más acertados en encontrar en las costumbres que se han indicado más arriba, una de las causas que ocasionaron tan frecuentes choques entre los príncipes seculares y la Iglesia? No alcanzo por qué se ha de buscar en los bosques de los bárbaros el origen de una de las más bellas cualidades que honran nuestra civilización, ni por qué se les han de atribuir virtudes, de que por cierto no se mostraron muy provistos, tan pronto como se arrojaron sobre el mediodía. Sin monumentos, sin historia, con escasísimos indicios sobre el estado social de aquellos pueblos, difícil es, por no decir imposible, asentar nada fijo sobre sus costumbres; pero ¿qué había de ser la moralidad en medio de tanta ignorancia, tanta superstición y barbarie? Lo poco que sabemos de aquellos pueblos hemos tenido que tomarlo de los historiadores romanos; y desgraciadamente no es éste uno de los mejores manantiales para beber el agua bien pura. Sucede casi siempre que los observadores, mayormente cuando son guerreros que van a conquistar, sólo pueden dar alguna cuenta del estado político de los pueblos poco conocidos a quienes observan, andando escasos en lo tocante al social y de familia. Y es que para formarse idea de esto último es necesario mezclarse e intimarse con los pueblos observados, cosa que no suele consentir el diferente estado de la civilización, y mucho menos cuando entre observadores y observados reinan encarnizados odios hijos de largas temporadas de guerra a muerte. 238 Añádese a esto que en tales casos lo que llama más particularmente la atención es lo que puede favorecer o contrariar los designios de los conquistadores, quienes por lo común no dan mucha importancia a las relaciones morales, y se verá por qué los pueblos que son objeto de observación quedan conocidos sólo en la corteza, y cuánto debe desconfiarse entonces de todas las narraciones relativas a religión y costumbres. Juzgue el lector si esto es aplicable cuando se trata de apreciar debidamente el valor de lo que sobre los bárbaros nos cuentan los romanos; basta fijar la vista en aquellas escenas de sangre y horrores prolongadas por siglos, en las que se veía de una parte la ambición de Roma, que no contenta con el dominio del orbe conocido, quería extender su rasando hasta lo más recóndito y escabroso de las selvas del Norte, y de otra, resaltaba el indomable espíritu de independencia de los bárbaros que rompían y hacían pedazos las cadenas que se pretendía imponerles, y destruían con briosas acometidas las vallas con que se esforzaba en encerrarlos en los bosques la estrategia de los generales romanos. Como quiera, siempre es muy arriesgado buscar en la barbarie el origen de uno de los más bellos florones de la civilización, y explicar por sentimientos supersticiosos y vagos, lo que por espacio de muchos siglos forma el estado normal de un gran conjunto de pueblos, los más adelantados que se vieron jamás en los fastos del mundo. Si estos nobles sentimientos que se nos quieren presentar como dimanados de los bárbaros existían realmente entre ellos, ¿cómo es que no perecieron en medio de las trasmigraciones y trastornos? Si nada ha quedado de aquel estado social, ¿serán cabalmente estos sentimientos lo único que se habrá conservado, y no como quiera, sino despojados de la superstición y grosería, purificados, ennoblecidos, transformados en un sentimiento racional, justo, saludable, caballeroso, digno de pueblos civilizados? Tamañas aserciones presentan a la primera ojeada el carácter de atrevidas paradojas. Por cierto que cuando se ofrece explicar grandes fenómenos en el orden social, es algo más filosófico buscar su origen en ideas que hayan ejercido por largo tiempo vigorosa influencia sobre la sociedad, en las costumbres e instituciones que hayan emanado de esas ideas, en leyes que hayan sido reconocidas y acatadas durante muchos siglos, como establecidas por un poder divino. ¿A qué, pues, para explicar la consideración de que disfrutan las mujeres europeas, recurrir a la veneración supersticiosa tributada por pueblos bárbaros allá en sus salvajes guaridas a Velleda, a Aurinia o a Gauna? 239 La razón, el simple buen sentido, nos están diciendo que no es éste el verdadero origen del admirable fenómeno que vamos examinando; que es necesario buscar en otra parte el conjunto de causas que han concurrido a producirle. La historia nos revela estas causas, mejor diremos, nos las hace palpables; ofreciéndonos en abundancia los hechos que no dejan la menor duda sobre el principio del cual ha dimanado tan saludable y trascendental influencia. Antes del Cristianismo la mujer estaba oprimida bajo la tiranía del varón, poco elevada sobre el rango de esclava; como débil que era, velase condenada a ser la víctima del fuerte. Vino la religión cristiana, y con sus doctrinas de fraternidad en Jesucristo, y de igualdad ante Dios, sin distinción de condiciones ni sexos, destruyó el mal en su raíz, enseñando al hombre que la mujer no debía ser su esclava sino su compañera. Desde entonces la mejora de la condición de la mujer se hizo sentir en todas partes donde iba difundiéndose el Cristianismo; y en cuanto era posible, atendido el arraigo de las costumbres antiguas, la mujer recogió bien pronto el fruto de una enseñanza que venía a cambiar completamente su posición, dándole, por decirlo así, una nueva existencia. He aquí una de las primeras causas de la mejora de la condición de la mujer; causa sensible, patente, cuyo señalamiento no pide ninguna suposición gratuita, que no se funda en conjeturas, que salta a los ojos con sólo dar una mirada a los hechos más conocidos de la historia. Además el Catolicismo, con la severidad de su moral, con la alta protección dispensada al delicado sentimiento del pudor, corrigió y purificó las costumbres; así realzó considerablemente a la mujer, cuya dignidad es incompatible con la corrupción y la licencia. Por fin: el mismo Catolicismo, o la Iglesia Católica, y nótese bien que no decimos el Cristianismo, con su firmeza en establecer y conservar la monogamia y la indisolubilidad del matrimonio, puso un freno a los caprichos del varón, v concentró sus sentimientos hacia su esposa única e inseparable. Así, con este conjunto de causas pasó la mujer del estado de esclava al rango de compañera del hombre; así se convirtió el instrumento de placer en digna madre de familia rodeada de la consideración y respecto de los hijos y dependientes; así se creó en las familias la identidad cíe intereses, se garantizó la educación de los hijos, resultando esa intimidad en que se hermanan marido y mujer, padres e hijos, sin el derecho atroz de vida y muerte, sin facultad siquiera para castigos demasiado graves; y todo vinculado por lazos robustos pero blandos, afianzados en los principios de la sana moral; sostenidos por las costumbres, afirmados y vigilados por las leyes, apoyados en la reciprocidad de intereses, asegurados con el sello de la perpetuidad y endulzados por el amor. 240 He aquí descifrado el misterio, he aquí explicado a satisfacción el origen del realce y de la dignidad de la mujer europea, he aquí de donde nos ha venido esa admirable organización de familia que los europeos poseemos sin apreciarla, sin conocerla bastante, sin procurar, cual debiéramos, su conservación. Al ventilar esta importante materia he distinguido de propósito entre el Cristianismo y el Catolicismo, para evitar la confusión de palabras que nos habría llevado a la confusión de las cosas. En la realidad, el verdadero, el único Cristianismo es el Catolicismo, pero hay ahora la triste necesidad de no poder emplear indistintamente estas palabras; v esto no sólo a causa de los protestantes, sino por razón de esa monstruosa nomenclatura filosófico-cristiana que no se olvida jamás de mezclar el Cristianismo entre las sectas filosóficas; ni más ni menos que si esa religión divina no fuera otra cosa que un sistema imaginado por el pensamiento del hombre. Como el principio de la caridad descuella en todas partes donde se encuentra la religión de Jesucristo y se hace visible hasta a los ojos de los incrédulos, aquellos filósofos que han querido permanecer en la incredulidad, sin incurrir empero en la nota de volterianos anos, se han apoderado de las palabras de fraternidad y de humanidad, para hacerlas servir de tema a su enseñanza, atribuyendo principalmente al Cristianismo el origen de esas ideas sublimes y de los generosos sentimientos que de ellas emanan. Así aparentan que no rompen con toda la historia de lo pasado, como lo hiciera allá en sus sueños la filosofía del siglo anterior, sino que pretenden acomodarlo a lo presente, y preparar el camino a más grande y dichoso porvenir. Pero no creáis que el Cristianismo de esos filósofos sea una religión divina; nada de eso: es una idea feliz, grandiosa, fecunda en grandes resultados, pero no es más que una idea puramente humana. Es un producto de largos y penosos trabajos de la humanidad. El politeísmo, el judaísmo, la filosofía de Oriente, la de Egipto, de Grecia, todo era una especie de trabajo preparatorio para la grande obra. Jesucristo, según ellos, no hizo más que formular ese pensamiento que en embrión se removía y se agitaba en el seno de la humanidad; él fijó la idea, la desenvolvió, y haciéndola bajar al terreno de la práctica, hizo dar al linaje humano un paso de inmensa importancia en el camino de la perfección a que se dirige. Pero en todo caso, Jesucristo no es más, a los ojos de esos filósofos, que un filósofo en Judea, como un Sócrates en Grecia, o un Séneca en Roma. Y no es poca fortuna si le conceden todavía esa existencia de hombre, y no les place transformarle en un ser mitológico, convirtiendo la narración del Evangelio en una pura alegoría. 241 Así es de la mayor importancia en la época actual el distinguir entre el Cristianismo y el Catolicismo, siempre que se trata de poner en claro y de presentar a la gratitud de los pueblos los inefables beneficios de que son deudores a la religión cristiana. Conviene demostrar que lo que ha regenerado al mundo no ha sido una idea lanzada como al acaso en medio de tantas otras que se disputaban la preferencia y el predominio; sino un conjunto de verdades y de preceptos bajados del cielo, trasmitidos al género humano por un Hombre-Dios por medio de una sociedad formada y autorizada por él mismo, para continuar hasta la consumación de los siglos la obra que él estableció con su palabra, sancionó con sus milagros, y selló con su sangre. Conviene por tanto mostrar esa sociedad, que es la Iglesia Católica, realizando en sus leyes y en sus instituciones las inspiraciones y la enseñanza del Divino Maestro, y cumpliendo al mismo tiempo el alto destino de guiar a los hombres hacia la felicidad eterna, y el de mejorar su condición y el de consolar y disminuir males en esta tierra de infortunio. De esta suerte se concreta, por decirlo así, el Cristianismo, o mejor diremos, se le muestra tal cual es, no cual lo finge el vano pensamiento del hombre. Y cuenta que no debemos temer jamás por la suerte de la verdad a causa de un examen detallado y profundo de los hechos históricos; que si en el vasto campo a que nos conducen semejantes investigaciones encontramos de vez en cuando la oscuridad, andando largos trechos por caminos abovedados donde no penetran los rayos del sol, donde sonoroso el terreno que pisamos amenaza con abismos a nuestra planta, marchemos todavía con más aliento y brío; a la vuelta de la sinuosidad más medrosa descubriremos en lontananza la luz que alumbra la extremidad del camino, y la verdad sentada a sus umbrales, sonriéndose apaciblemente de nuestros temores y sobresaltos. Entretanto es necesario decirlo a esos filósofos, como a los protestantes: el Cristianismo sin estar realizado en una sociedad visible que esté en continuo contacto con los hombres, y autorizada además para enseñarlos y dirigirlos, no sería más que una teoría semejante a tantas otras como se han visto y se ven sobre la tierra; y por consiguiente fuera también, si no del todo estéril, a lo menos impotente para levantar ninguna de esas obras que atraviesan intactas el curso de los siglos. Y es una de éstas sin duda el matrimonio cristiano, la organización de familia que ha sido su inmediata consecuencia. 242 En vano se hubieran difundido ideas favorables a la dignidad de la mujer, y encaminadas a la mejora de su condición, si la santidad del matrimonio no se hubiese hallado escudada por un poder generalmente reconocido y acatado. Las pasiones, que a pesar de encontrarse con este poder forcejeaban no obstante por abrirse camino, ¿qué hubieran hecho en el caso de no hallar otro obstáculo que el de una teoría filosófica, o de una idea religiosa no realizada en ninguna sociedad que exigiese sumisión y obediencia? No tenemos, pues, necesidad de acudir a esa filosofía extravagante que anda buscando la luz en medio de las tinieblas, y que al ver que el orden ha sucedido al caos, tiene la peregrina ocurrencia de afirmar que el orden fué producido por el caos. Supuesto que encontramos en las doctrinas, en las leyes de la Iglesia Católica el origen de la santidad del matrimonio y de la dignidad de la mujer, ¿por qué lo buscaríamos en las costumbres brutales de unos bárbaros que tenían apeas un velo para el pudor, y para los secretos del tálamo nupcial? Hablando César de la costumbre de los germanos de no conocer a las mujeres hasta cierta edad, dice: “Y en esto no cabe ocultación ninguna, pues que en los ríos se bañan mezclados _v sólo usan de unas pieles o pequeños zamarros, dejando desnuda gran parte del cuerpo”: “cujas re¡ hulla est occultatio, quod et promiscui in f fluminibus perluuntur, et pellibus aut renhonum tegumentis utuntur magna corporis parte nada” (Caesar, de Bell. Gall. 1. G). Heme visto obligado a contestar a textos con textos, disipando los castillos aéreos levantados por el prurito de cavilar y de andar en busca de causas extrañas en la explicación de fenómenos cuyo origen se encuentra fácilmente, apelando con sinceridad y buena fe a lo que nos enseñan de consuno la filosofía y la historia. Así era menester, dado que se trataba de esclarecer uno de las puntos más delicados de la historia del linaje humano, de buscar la procedencia de uno de los más fecundos elementos de la civilización europea; se trataba nada menos que de comprender la organización de la familia, es decir, de fijar uno de los polos sobre que gira el eje de la sociedad. Gloríese enhorabuena el Protestantismo de haber introducido el divorcio, de haber despojado el matrimonio del bello y sublime carácter de sacramento, de haber sustraído del cuidado y de la protección de la Iglesia el acto más importante de la vida del hombre; gócese en las destrucciones de los sagrados asilos de las vírgenes consagradas al Señor, y en sus declamaciones contra la virtud más angelical y más heroica: nosotros, después de haber defendido la doctrina y la conducta de la Iglesia Católica en el tribunal de la filosofía y de la historia, concluiremos invocando el fallo, no precisamente de la alta filosofía, sino del simple buen sentido, de las inspiraciones del corazón. VER NOTA 18 CAPÍTULO XXVIII La conciencia pública. Su verdadera idea. Causas que la forman. Comparación de la conciencia pública de las sociedades modernas con la de las antiguas. La conciencia pública es debida a la influencia del Catolicismo. Medios de que éste se sirvió para formarla. AL ENUMERAR en el capítulo XX los principales caracteres que distinguen la civilización europea, señalé como uno de ellos “una admirable conciencia pública, rica de sublimes máximas morales, de reglas de justicia y equidad, y de sentimientos de pundonor y decoro, conciencia que sobrevive al naufragio de la moral privada, y que no consiente que el descaro de la corrupción llegue al exceso de los antiguos”. Ahora es menester explicar con alguna extensión en qué consiste esa conciencia pública, cuál es su origen, y cuáles sus resultados, indagando al propio tiempo la parte que en formarla ha cabido, así al Protestantismo como al Catolicismo. Cuestión importante y delicada, y que sin embargo me atreverla a decir que está intacta; pues que no sé que nadie se haya ocupado de ella. Se habla continuamente de la excelencia de la moral cristiana, y en este punto están acordes los hombres de todas las sectas y escuelas de Europa; pero no se fija bastante la atención en el modo con que esa moral ha llegado a dominarlo todo, desalojando primero la corrupción del paganismo, y manteniéndose después, a pesar de los estragos de la incredulidad, formando una admirable conciencia pública, cuyos beneficios disfrutamos todos, sin apreciarlos debidamente, sin advertirlos siquiera. Profundizaremos mejor la materia si ante todo nos formamos una idea bien clara de lo que se entiende por conciencia. La conciencia, tornando esta palabra en su sentido general o más bien ideológico, significa el conocimiento que tiene cada cual de sus propios actos. Así se dice que el alma tiene conciencia de sus pensamientos; de los actos de su voluntad, de sus sensaciones; por manera que, tomada en esta acepción la palabra conciencia, expresa una percepción de lo que estamos haciendo o padeciendo. 244 Trasladada esta palabra al orden moral, significa el juicio que formamos de nuestras acciones, en cuanto son buenas o malas. Así, antes de ejercer una acción, la conciencia nos la señala como buena o mala, y de consiguiente como lícita o ilícita, dirigiendo de este modo nuestra conducta; así, después de haberla ejercido, nos dice la conciencia si hemos obrado bien o mal, excusándonos o condenándonos, premiándonos con la tranquilidad del corazón o atormentándonos con el remordimiento. Previas estas aclaraciones, no será difícil concebir lo que debe entenderse por conciencia pública, la cual no es otra cosa que el juicio que forma sobre las acciones la generalidad de los hombres; resultando de esto, que así como la conciencia privada puede ser recta o errónea, ajustada o lata, lo propio sucede con la pública; y que entre la generalidad de los hombres de distintas sociedades ha de mediar una diferencia semejante a la que se nota en este punto entre los individuos. Es decir, que así como en una misma sociedad se encuentran hombres de una conciencia más o menos recta, más o menos errónea, más o menos ajustada, más o menos lata, deben encontrarse también sociedades que aventajan a otras en formar el juicio más o menos acertado sobre la moralidad de las acciones, y que sean en este punto más o menos delicadas. Si bien se observa, la conciencia del individuo es el resultado de varias causas muy diferentes. Es un error el creer que la conciencia esté sólo en el entendimiento; tiene raíces en el corazón. La conciencia es un juicio, es verdad; pero juzgamos de las cosas de una manera muy, diferente, según el modo con que las sentimos, y si a esto se añade que en tratándose de ideas y acciones morales tienen muchísima influencia los sentimientos, resulta que la conciencia se forma bajo el influjo de todas las causas que obran con alguna eficacia sobre nuestro corazón. Comunicad a dos niños los mismos principios morales dándoles una enseñanza por un mismo libro y por un mismo maestro; pero suponed que el uno vea en su propia familia la aplicación continua de la instrucción que recibe, cuando el otro no observa más en la suya que tibieza o distracción. Suponed además que estos dos niños entran en la adolescencia con la misma convicción religiosa y moral, de suerte que por lo tocante a su entendimiento no se descubra entre los dos la menor diferencia. ¿Creéis sin embargo que su juicio será idéntico sobre la moralidad de las acciones que se les vayan ofreciendo? Es cierto que no. Y esto ¿Por qué? Porque el uno no tiene más que convicciones; el otro tiene además los sentimientos; en el uno la doctrina ilustraba la mente, en el otro venía el ejemplo continuo a grabar la doctrina en el corazón. Así es que lo que aquél mirará con indiferencia, éste lo contemplará con horror; lo que el primero practicará con descuido, el segundo lo practicará con mucho cuidado; lo que para uno será objeto de mediano interés, será para el otro de alta importancia. La conciencia pública, que en último resultado viene a ser en cierto modo la suma de las conciencias privadas, está sujeta a las mismas influencias a que lo están éstas; por manera que tampoco le basta la enseñanza, sino que le es necesario además el concurso de otras causas que pueden no sólo instruir el entendimiento, sino formar el corazón. Comparando la sociedad cristiana con la pagana, échase de ver al instante que en esta parte debe aquélla encontrarse muy superior a ésta, no sólo por la pureza de su moral y la fuerza de los principios y motivos con que la sanciona, sino también porque sigue el sabio sistema de inculcar de continuo esa moral, consiguiendo de esta suerte grabarla más vivamente en el ánimo de los que la aprendan, y recordarla incesantemente para que no pueda olvidarse. Con esta continua repetición de las mismas verdades consigue el Cristianismo lo que no pueden alcanzar las demás religiones, de las cuales ninguna ha podido acertar en la organización y ejercicio de un sistema tan importante. Pero como quiera que sobre este punto me extendiera bastante en el cap. XIV, no repetiré aquí lo que dije allí, y pasaré a consideraciones particulares sobre la conciencia pública europea. Es innegable que en esta conciencia dominan, generalmente hablando, la razón y la justicia. Revolved los códigos, observad los hechos, y ni en las leyes ni en las costumbres descubriréis aquellas chocantes injusticias, aquellas repugnantes inmoralidades, que encontraréis en otros pueblos. Hay males por cierto, y muy graves; pero al menos nadie los desconoce y se los llama con su nombre. No se apellida bien al mal y mal al bien; es decir que está en ciertas materias la sociedad como aquellos individuos de buenos principios y de malas costumbres, que son los primeros en reconocer que su conducta es errada, que hay contradicción entre sus doctrinas y sus obras. Nos lamentamos con frecuencia de la corrupción de costumbres, del libertinaje de nuestras capitales; pero ¿qué son la corrupción y el libertinaje de las sociedades modernas si se los compara al desenfreno de las sociedades antiguas? No puede negarse que hay en algunas capitales de Europa una corrupción espantosa. 246 En los registros de la policía figuran un asombroso número de mujeres perdidas; en los de las casas de beneficencia el de los niños expósitas; y en las clases más acomodadas hacen dolorosos estragos la infidelidad conyugal y todo linaje de disipación y desorden. Sin embargo los excesos no llegan ni de mucho al extremo en que los vemos entre los pueblos más cultos de la antigüedad, como son los griegos y romanos. Por manera que nuestro sociedad, tal como nosotros la vemos con harta pena, les hubiera parecido a ellos un modelo de pudor y de decoro. ¿Será menester recordar los nefandos vicios, tan comunes y tan públicos entonces, y que ahora apenas se nombran entre nosotros, o por cometerse muy raras veces, o porque temiendo la mirada de la conciencia pública se ocultan en las más densas sombras, como debajo de las entrañas de la tierra? ¿Será necesario traer a la memoria las infamias de que están mancillados los escritos de los antiguos cuando nos retratan las costumbres de su tiempo? Nombres ilustres, así en las ciencias como en las armas, han pasado a la posteridad con manchas tan negras, que no sin dificultad se estampan ahora en un escrito; y esto nos revela la profunda corrupción en que yacerían sumidas todas las clases, cuando se sabía o al menos sospechaba, que hasta tal punto se habían degradado los hombres que por su elevada posición y demás circunstancias eran las lumbreras que guiaban la sociedad en su marcha. ¿Habláis de la codicia, de esa sed de oro que todo lo invade y marchita? Pues mirad a esos usureros que chupaban la sangre del pueblo por todas partes, leed los poetas satíricos y allí veréis lo que eran en este punto las costumbres; consultad los anales de la iglesia y veréis sus trabajos para atenuar los males de ese vicio. Leed los monumentos de la historia romana, y encontraréis la maldita sed del oro, y los desapiadados pretores robando sin pudor, llevando a Roma en triunfo el fruto de sus rapiñas, para vivir allí con escandaloso fausto y comprar los sufragios que habían de levantarlos a nuevos mandos. No, en la civilización europea, entre pueblos educados por el Cristianismo, no se tolerarían por tanto tiempo tamaños males; supóngase el desgobierno, la tiranía. la corrupción de costumbres hasta el punto que se quiera; pero la conciencia pública levantará su voz, dará una mirada ceñuda a los opresores; si bien podrán cometerse tropelías parciales, jamás la rapiña se erigirá en un sistema seguido sin rebozo, como una pauta de gobierno. 247 Esas palabras de justicia, de moralidad, de humanidad, que sin cesar resuenan entre nosotros, y no como palabras vanas sino produciendo efectos inmensos, y evitando grandes males, están como impregnando nuestra atmósfera, las respiramos, detienen mil y mil veces la mano del culpable, y resistiendo con increíble fuerza a las doctrinas materialistas y utilitarias, continúan ejerciendo sobre la sociedad un efecto incalculable. Hay un sentimiento de moralidad que todo lo suaviza y domina, sentimiento cuya fuerza es tanta que obliga al vicio a conservar las apariencias de la virtud, a encubrirse con cien velos si no quiere ser el objeto de la execración pública. La sociedad moderna parece que debió heredar la corrupción de la antigua, supuesto que se formó de los fragmentos de ella, y esto en la época en que la disolución de costumbres había llegado al mayor exceso. Es notable además que la irrupción de los bárbaros estuviera tan lejos de mejorar la situación, que antes bien contribuyó a empeorarla. Y esto no sólo por la corrupción propia de sus costumbres brutales y feroces, sino también por el desorden que introdujeron en los pueblos invadidos, quebrantando la fuerza de las leyes, convirtiendo en un caos los usos y costumbres, y aniquilando toda autoridad. De lo que resulta que es tanto más singular la mejora de la conciencia pública que distingue a los pueblos europeos, y que no puede atribuirse a otra causa que la influencia del vital y poderoso principio que obró en el seno de Europa por largos siglos. Es sobremanera digna de observarse la conducta seguida en este punto por la Iglesia, siendo quizá uno de los hechos más importantes que se encuentran en la historia de la Edad Media. Colocaos en un siglo cualquiera, en un siglo en que la corrupción y la injusticia levanten más erguida la frente, y siempre observaréis que, por más repugnante, por más impuro que sea el hecho, la ley es siempre pura: es decir, que la razón y la justicia tenían siempre quien las proclamaba, aun cuando pareciese que por nadie debían ser escuchadas. Las tinieblas de la ignorancia eran densas en extremo, las pasiones desenfrenadas no reconocían dique que alcanzase a contenerlas; pero la enseñanza, las amonestaciones de la Iglesia no faltaban jamás, como en una noche tenebrosa brilla a lo lejos el faro que indica a los, perdidos navegantes la esperanza del salvamento. Al leer la historia de la Iglesia, cuando se ven por todas partes reuniones proclamando los principios de la moral evangélica, mientras se tropieza a cada paso con hechos los mas escandalosos; cuando se oye sin cesar inculcado el derecho tan quebrantado y pisoteado por el hecho, uno naturalmente se pregunta: ¿de qué sirve todo esto?, ¿de qué sirven las palabras cuando están en completa discordancia con las cosas? 248 No creáis sin embargo que esta proclamación sea inútil, no os desaliente el tener que esperar siglos para recoger el fruto de esa palabra. Cuando por espacio de mucho tiempo se proclama en medio de una sociedad un principio, al cabo este principio llega a ejercer influencia; y si es verdadero, y entraña por consiguiente un elemento de vida, al fin prevalece sobre los demás que se le oponen y se hace dueño de cuanto le rodea. Dejad, pues, a la verdad que hable, dejadla que proteste, y que proteste sin cesar; esto impedirá que el vicio prescriba, esto le dejará siempre con su nombre propio, esto impedirá al hombre insensato de divinizar sus pasiones, de colocarlas sobre los altares, después (le haberlas adorado en su corazón. No lo dudéis, esa protesta no será inútil; la verdad saldrá al fin victoriosa y triunfante; que la protesta de la verdad es la voz del mismo Dios que condena las usurpaciones de su criatura. Así sucedió en efecto; la moral cristiana, en lucha primero con las disolutas costumbres del imperio y después con la brutalidad de los bárbaros, tuvo que atravesar muchos siglos sufriendo rucias pruebas; pero al fin triunfó de todo y llegó a dominar la legislación y las costumbres públicas. Y no es esto decir que ni a aquélla ni a ésta pudiera elevarlas al grado de perfección que reclama la pureza de la moral evangélica; pero sí que hizo desaparecer las injusticias más chocantes, desterró los usos más feroces, enfrenó la procacidad de las costumbres más desenvueltas; y logró por fin que el vicio fuera llamado en todas partes por su nombre, que no se le disfrazase con mentidos colores, que no se le divinizase con la impudencia intolerable con que se hacía entre los antiguos. En los tiempos modernos tiene que luchar con la escuela que proclama el interés privado como único principio de moral; y si bien es verdad que no alcanza a evitar que esa funesta enseñanza acarree grandes males, no deja sin embargo de disminuirlos. ¡Ay del mundo, el día en que pudiera decirse sin rebozo: mi virtud es mi utilidad mi honor es mi utilidad; todo es bueno o malo, según que me proporcione una sensación grata o ingrata! ¡Ay del mundo, el día en que la conciencia pública no rechace con indignación tan impudente lenguaje! La oportunidad que se brinda, y el deseo de aclarar más y más tan importante materia, me inducen a presentar algunas observaciones sobre una opinión de Montesquieu relativa a los censores de Grecia y Roma. Si hay digresión no será inoportuna. IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXIX Examen de la teoría de Montesquieu sobre los principios en que se fundan las varias formas de gobierno. Los antiguos censores. Por qué no los han tenido las sociedades modernas. Causas que en este punto extraviaron a Montesquieu. Su equivocación sobre el honor. Este honor bien analizado es el respeto a la conciencia pública. Ilustración de la materia con hechos históricos. MONTESQUIEU ha dicho que las repúblicas se conservan por la virtud y las monarquías por el honor: observando además que este honor hace que no sean necesarios entre nosotros los censores como lo eran entre los antiguos. Es muy cierto que en las sociedades modernas no existen estos censores encargados de velar por la conservación de las buenas costumbres; pero no lo es que la causa de esta diferencia sea la señalada por el ilustre publicista. Las sociedades cristianas tienen en los ministros de la religión los censores natos de las costumbres. La plenitud de esta magistratura la posee la Iglesia, con la diferencia de que el poder censorio de los antiguos era una autoridad puramente civil, y el de la Iglesia un poder religioso que tiene su origen y su sanción en la autoridad divina. La religión de Grecia y Roma no ejercía ni podía ejercer sobre las costumbres ese poder censorio, bastando para convencerse de esta verdad el notable pasaje de San Agustín que llevo copiado en el capítulo XIV, pasaje tan interesante en esta materia, que me atreveré a pedir la repetición de su lectura. He aquí la razón de que se encuentren en Grecia y Roma los censores que no se vieron después en los pueblos cristianos. Esos censores eran un suplemento de la religión pagana y mostraban a las claras su impotencia; pues que siendo dueña de toda sociedad, no alcanzaba a cumplir una de las primeras misiones de toda religión, que es el vigilar sobre las costumbres. Tanta verdad es lo que acabo de observar, que así que han menguado en los pueblos modernos la influencia de la religión y el ascendiente de sus ministros, han aparecido de nuevo en cierto modo los antiguos censores en la institución que llamamos policía; cuando faltan los medios morales, es indispensable echar mano de los físicos; a la persuasión se sustituye la violencia; y en vez del misionero caritativo y celoso, encuentra el culpable al encargado de la fuerza pública. 249 Mucho se ha escrito ya sobre el sistema de Montesquieu con respecto a los principios que sirven de base a las diferentes formas de gobierno, pero quizás no se ha reparado todavía en el fenómeno que observado por el publicista, contribuyó a deslumbrarle. Como esto se enlaza íntimamente con el punto que acabo de tocar sobre las causas de la existencia de los censores, desenvolveré con alguna extensión las indicaciones que acabo de presentar. En tiempo de Montesquieu no era la religión cristiana tan profundamente conocida como lo es ahora con respecto a su importancia social; y si bien en este punto le tributó el autor del Espíritu de las leyes un cumplido elogio, es menester no olvidar cuáles habían sido en los años de su juventud sus preocupaciones anticristianas; y hasta conviene tener presente que en su Espíritu de las leyes dista mucho de hacer a la verdadera religión la justicia que le es debida. Estaban a la sazón en su ascendiente las ideas de la filosofía irreligiosa que años después arrastró a tantos malogrados ingenios; y Montesquicu no tuvo bastante fuerza para sobreponerse del todo al espíritu que tanto cundía, y que amenazaba invadirlo y dominarlo todo. Se combinaba con esta causa otra que, aunque en sí distinta, reconocía sin embargo el mismo origen, y era: la prevención favorable por todo lo antiguo, una admiración ciega por todo lo que era griego o romano. Parecíales a los filósofos de dicha época que la perfección social y política había llegado al más alto punto entre aquellos pueblos; que poco o nada se les podía añadir ni quitar; y que hasta en religión eran mil veces preferibles sus fábulas y sus fiestas, a los dogmas y al culto de la religión cristiana. A los ojos de los nuevos filósofos el cielo del Apocalipsis no podía sufrir parangón con el cielo de los campos Elíseos, la majestad de Jehová era inferior a la de Júpiter; todas las más altas instituciones cristianas eran un legado de la ignorancia y del fanatismo; los establecimientos más santos y benéficos eran obra de miras torcidas, la expresión y el vehículo de sórdidos intereses; el poder público no era más que atroz tiranía; sólo eran bellas, sólo eran justas, sólo eran saludables las instituciones paganas: allí todo era sabio, todo abrigaba designios profundos, altamente provechosos a la sociedad; sólo los antiguos habían disfrutado de las ventajas sociales, sólo ellos habían acertado a organizar un poder público con garantías para la libertad de los ciudadanos. 251 Los pueblos modernos debían llorar con lágrimas de amargura por no poder disfrutar del bullicio del foro, por no oír oradores como Demóstenes y Cicerón, por carecer de los juegos olímpicos, por no poder asistir al pugilato de los atletas, por no serles dado profesar una religión que, si bien llena de ilusiones y mentiras, daba sin embargo a la naturaleza toda un interés dramático, animando sus fuentes, sus ríos, sus cascadas y sus mares, poblando de hermosas ninfas los campos, las praderas y los bosques, dando al hombre dioses compañeros del hogar doméstico, y sobre todo haciendo la vida más llevadera y agradable con soltar la rienda a las pasiones, supuesto que las divinizaba bajo las formas más hechiceras. Al través de semejantes preocupaciones, ¿cómo era posible comprender las instituciones de la Europa moderna? Todo se trastornaba de un modo deplorable; todo lo existente se condenaba sin apelación, y quien saliera a su defensa era reputado por hombre o de pocos alcances o de mala fe, y que no podía contar con otro apoyo que el que le dispensaban los gobiernos todavía preocupados en favor de una religión y de unas instituciones, que según todas las probabilidades, habían de perecer a no tardar. ¡Lamentables aberraciones del espíritu humano! ¿Qué dirían aquellos escritores si ahora se levantasen de la tumba? ¡Y todavía no ha pasado un siglo desde la época en que empezó a ser influyente su escuela! ¡Y sus discípulos han sido por largo tiempo dueños de arreglar el mundo como bien les ha parecido! ¡Y no han hecho más que hacer derramar – torrentes de sangre, amontonando nuevos escarmientos y desengaños en la historia de la humanidad! Pero volvamos a Montesquieu. Este publicista que tanto se resintió de la atmósfera que le rodeaba, y que también no dejó de tener alguna parte en malearla, advirtió los hechos que de bulto se presentan a los ojos del observador, y cuáles son los efectos de la conciencia pública creada entre los pueblos europeos por la influencia cristiana; pero notando los efectos, no se remontó a la verdadera causa, y así se empeñó en ajustarlos de todas modos al sistema que había imaginado. Comparando la sociedad antigua con la moderna, descubrió una notable diferencia en la conducta de los hombres, observando que entre nosotros se ejercen las acciones más heroicas y más bellas y se evitan por otra parte muchos vicios que contaminaban a los antiguos; cuando por otra parte se echa de ver que los hombres de nuestras sociedades no siempre tienen aquel alto temple moral que debiera de ser la causa regular de esta conducta. La codicia, la ambición, el amor de los placeres y demás pasiones, reinan todavía en el mundo, bastando dar una mirada en torno, para descubrirlos por doquiera; y sin embargo estas pasiones no se desmandan hasta tal punto que se entreguen a los excesos que lamentamos en los antiguos; hay un freno misterioso que las contiene; antes de arrojarse sobre el cebo que las brinda, dan siempre alrededor de sí una cautelosa mirada; no se atreven a ciertos excesos, a no ser que puedan contar de seguro con un velo que las encubra. 252 Temen de un modo particular la vista de los hombres; no pueden vivir sino en la soledad y en las tinieblas. ¿Cuál es la causa de este fenómeno?, se preguntaba a sí mismo el autor del Espíritu de las leyes. “Los hombres, diría, obran muchas veces no por virtud moral, sino por consideración al juicio que de las sanciones formarán los demás; esto es obrar por honor, éste es un hecho que se observa en Francia y en las demás monarquías de Europa; éste será pues un carácter distintivo de los gobiernos monárquicos; ésta será la base de esa forma política; ésta la diferencia de la república y del despotismo”. Oigamos al mismo autor: “¿En qué clase de gobierno son necesarios los censores? En una república donde el principio del gobierno es la virtud. No son solamente los crímenes lo que destruye la virtud, sino también las negligencias, las faltas, cierta tibieza en el amor de la patria, los ejemplos peligrosos, las semillas de corrupción, lo que sin chocar con las leyes las elude, y sin destruirlas las enflaquece. Todo esto debe ser corregido por los censores… “En las monarquías no son necesarios, por estar fundadas en el honor, y la naturaleza de éste es el tener por censor a todo el universo. Cualquiera que falte al honor se encuentra expuesto a las reconvenciones de los mismos que carecen de él”. (Espíritu de las leyes, lib. S° Cáp. 19)… He aquí lo que pensaba este publicista. Sin embargo, reflexionando sobre la materia, se echa de ver que padeció una equivocación trasladando al orden político, y explicando por causas meramente políticas, un hecho puramente social. Montesquieu señala como característico de las monarquías lo que es general a todas las sociedades modernas, y parece que no comprendió la verdadera causa de que en éstas no haya sido necesaria la institución de censores, así como no alcanzó el verdadero motivo de esta necesidad en las repúblicas antiguas. Las formas monárquicas no han dominado exclusivamente en Europa. Se han visto en ella poderosas repúblicas, y se encuentra todavía alguna nada despreciable. La misma monarquía ha sufrido muchas modificaciones, aliándose ora con la democracia, ora con la aristocracia, ora ejerciendo un poder sin límites, ora obrando en círculos más o menos dilatados; y sin embargo se encuentra por todas partes ese freno de que habla Montesquieu, y que apellida honor; es decir, un poderoso estímulo para hacer buenas acciones y un robusto dique para evitar las malas, por consideración al juicio que de nosotros formarán los demás. 253 “En las monarquías, dice Montesquieu, no se necesitan censores; ellas están fundadas sobre el honor, y es de la naturaleza del honor el tener por censor a todo el universo”; palabras notables que nos revelan todo el pensamiento del escritor, y que al propio tiempo nos indican el origen de su equivocación. Estas mismas palabras nos servirán de clave para descifrar el enigma. Para hacerlo cual conviene a la importancia de la materia, y con la claridad que se necesita en un objeto que por las complicadas relaciones que abarca ofrece alguna confusión, procuraré presentar las ideas con la mayor precisión posible. El respeto al juicio de los demás es innato en el hombre; y de consiguiente está en su misma naturaleza el que haga o evite muchas cosas, por consideración a este juicio. Esto se funda en un hecho tan sencillo como es el amor propio; no es otra cosa que el amor de nuestra buena reputación, el deseo de parecer bien o el temor de parecer mal a los ojos de nuestros semejantes, Esto de puro claro y sencillo no necesita ni aun consiente pruebas ni comentarios. El honor es un estímulo más o menos vivo, o un freno más o menos poderoso, según la mayor o menor severidad de juicio que supongamos en los demás. Por esta causa entre personas generosas, el tacaño hace un esfuerzo por parecer liberal; así como el pródigo se limita, si se halla entre compañeros amantes de la economía. En una reunión donde la generalidad de los concurrentes sea morigerada, se mantienen en la línea del deber aún los libertinos; cuando en otra donde campee la licencia, llegan a permitirse cierta libertad hasta los habitualmente severos de costumbres. La sociedad en que vivimos es una gran reunión; si sabemos que dominan en ella principios severos, si oímos proclamadas por todas partes las reglas de la sana moral, si conceptuamos que la generalidad de los hombres con quienes vivimos llama a cada acción con su verdadero nombre, sin que falsee su juicio el desarreglo que tal vez pueda haber en su conducta, entonces nos veremos rodeados por todas partes de testigos y de jueces, a cuya corrupción no podemos alcanzar; y esto nos detendrá a cada paso en los deseos de obrar mal, nos impulsará de continuo a portarnos bien. Muy de otra suerte sucederá si nos prometemos indulgencia en la sociedad que nos rodea; entonces aun suponiéndonos con las mismas convicciones, el vicio no nos parecerá tan feo, ni el crimen tan detestable, ni la corrupción tan asquerosa; serán muy diferentes nuestros pensamientos con respecto a la moralidad de nuestra conducta, y, andando el tiempo, llegarán a resentirse nuestras acciones de la influencia funesta de la atmósfera en que vivimos. 254 De esto se infiere que para formar en nuestro corazón el sentimiento del honor, de manera que sea bastante eficaz para evitar el mal y producir el bien, conviene que dominen en la sociedad sanos principios de moral, de suerte que sean una creencia generalmente arraigada. Si esto se consigue, se llegará a formar ciertos hábitos sociales, que moralizarán las costumbres, y que aun cuando no alcancen a prevenir la corrupción de muchos individuos, serán bastantes sin embargo a obligar al vicio a cubrirse con ciertas formas, que par más hipócritas que sean, no dejarán de contribuir al decoro de las costumbres. Los saludables efectos de estos hábitos durarán todavía después de debilitadas considerablemente las creencias que servían de base a los principios morales; y la sociedad recogerá en abundancia beneficiosos frutos del mismo árbol que desprecia o descuida. Esta es la historia de la moralidad de las sociedades modernas, que si bien corrompidas de un modo lamentable, no lo son tanto sin embargo como las antiguas, y conservan en su legislación y en sus costumbres un fondo de moralidad y decoro que no han podido destruir los estragos de las ideas irreligiosas. Consérvese todavía la conciencia pública; ella censura todos los días al vicio y encarece la hermosura y las ventajas de la virtud; reina sobre los gobiernos .y sobre los pueblos, y, ejerce el poderoso ascendiente-de un elemento esparcido por todas partes, como desparramado en la atmósfera que respiramos. “A más del Areópago, dice Montesquieu, había en Atenas guardianes de las leyes; en Lacedemonia todos los ancianos eran censores; en Roma tenían este encargo los magistrados particulares; así como el senado vigila sobre el pueblo, es menester que haya censores que a su vez vigilen así al pueblo como al senado; ellos deben restablecer en la república todo lo que se ha corrompido, notar la tibieza, juzgar las negligencias y corregir las faltas, como las leyes castigan los crímenes.” (Espíritu de las leyes, lib. S°, cap. 7). No parece sino que el autor del Espíritu de las leyes se propone retratar las funciones de un poder religioso describiéndonos las atribuciones de los censores antiguos. Alcanzar adonde no llegan las leyes civiles, corregir y castigar a su modo lo que éstas dejan impune, ejercer sobre la sociedad una influencia más delicada, más minuciosa, de la que pertenece al legislador: he aquí el objeto de los censores. 255 ¿Y quién no ve que este poder está muy bien reemplazado por el poder religioso, y que si aquél no ha sido necesario en las sociedades modernas debe atribuirse o a la presencia de éste, o al resultado de su acción ejercida por largos siglos? Que este poder religioso obró por largo tiempo sobre todos los entendimientos y los corazones con un ascendiente decisivo, es un hecho consignado en todas las páginas de la historia de Europa; y, cuál haya sido el resultado de esa influencia saludable, tan calumniada y tan mal comprendida, lo estamos palpando nosotros, que vemos dominantes todavía en el pensamiento, en la conciencia pública, los principios de justicia y de sana moral, a pesar de los estragos que han causado en la conciencia particular las doctrinas irreligiosas e inmorales. Para dar mejor a comprender el poderoso influjo de esa conciencia, será bien hacerlo sensible con algún ejemplo. Supóngase que el magnate más opulento, que el monarca más poderoso, se entregue a los abominables excesos a que se abandonaron los Tiberios, los Nerones y otros monstruos que mancharon el solio del `imperio. ¿Qué sucederá? No lo sabemos; pero lo cierto es que nos parece ver levantado tan alto el grito de reprobación y de horror universal, parécenos ver al monstruo tan abrumado bajo el peso de la execración pública, que se nos hace hasta imposible que este monstruo pueda existir. Nos parece un anacronismo, un absurdo de la época, y no porque no pensemos que haya algunos hombres bastante inmorales para semejantes infamias, bastante pervertidos de entendimiento y de corazón para ofrecer ese espectáculo de ignominias, sino porque vemos que eso choca, se estrella contra las costumbres universales, y que un escándalo semejante no podría durar un momento a los ojos de la conciencia pública. Infinitos contrastes podría presentar, pero me contentaré con otro que recordando un bello pasaje de la historia antigua, y pintándonos la virtud de un héroe, nos retrata las costumbres de una época, y el mal estado de la conciencia publica. Supóngase que un general de nuestra Europa moderna toma por asalto una plaza, donde una señora distinguida, esposa de uno de los principales caudillos del ejército enemigo, cae en manos de la soldadesca. Presentada al general la hermosa prisionera, ¿cuál debe ser la conducta del vencedor? Claro es que nadie vacilará un momento en afirmar que la señora debe ser tratada con el miramiento más delicado, que debe dejársela desde luego libre, permitiéndole que vaya a reunirse con su esposo, si ésta fuera su voluntad. 256 Esta conducta la encontramos nosotros tan obligatoria, tan en el orden regular de las cosas, tan conforme a todas nuestras ideas y sentimientos, que a buen seguro no haríamos un mérito particular por ella a quien la hubiese observado. Diríamos que el general vencedor cumplió con un deber riguroso, sagrado, de que le era imposible prescindir, si no quería cubrirse de baldón y de ignominia. Por cierto que no encomendaríamos a la historia el cuidado de inmortalizar un hecho semejante; lo dejaríamos pasar desapercibido en el curso regular de los sucesos comunes. Pues bien, esto hizo Escipión en la toma de Cartagena con la mujer de Mandonio; y la historia antigua nos recuerda esta generosidad como un eterno monumento de las virtudes del héroe. Este parangón explica mejor que todo comentario el inmenso progreso de las costumbres y de la conciencia pública bajo la influencia cristiana. Y esta conducta que entre nosotros es considerada como muy regular y como estrictamente obligatoria, no trae su origen del honor monárquico, como pretendería Montesquieu; sino de la mayor elevación de ideas sobre la dignidad del hombre, de un conocimiento más claro de las verdaderas relaciones sociales, de una moral más pura, más fuerte, porque está sentada sobre cimientos eternos. Esto que se encuentra en todas partes, que se hace sentir por doquiera, que ejerce su predominio sobre los buenos, y que impone respeto aún a los malos, sería el poderoso obstáculo que se atravesara a los pasos del hombre inmoral que en casos semejantes se empeñase en dar rienda suelta a su crueldad, o a otras pasiones. El claro entendimiento del autor del Espíritu de las leyes hubiera reparado sin duda en estas verdades a no estar preocupado por su distinción favorita, que establecida desde el comienzo de su obra, la sujeta toda a un sistema inflexible. Y bien sabido es lo que son los sistemas, cuando concebidos de antemano sirven como de matriz a una obra. Son el verdadero lecho de tormento de las ideas y de los sucesos; de buen o de mal grado todo se ha de acomodar al sistema; lo que sobra se trunca, lo que falta se añade. Así vemos que la razón de la tutela de las mujeres romanas, la encuentra también Montesquieu en motivos políticos fundados en la forma republicana; y el derecho atroz concedido a los padres sobre los hijos, la potestad patria que ilimitada establecían las leyes romanas, pretende que dimanaba también de razones políticas. Como si no fuera evidente que el origen de una y otra de estas disposiciones del antiguo derecho romano, deba referirse a razones puramente domésticas y sociales del todo independiente de la forma de gobierno VER NOTA 19 IR A CONTENIDO CAPÍTULO XXX Dos maneras de considerar el cristianismo, corno una doctrina y como institución. Necesidad que tiene toda idea de realizarse en una institución. Vicio radical del Protestantismo bajo este aspecto. La predicación. El sacramento de la penitencia. Influencia de la confesión auricular en conservar y acendrar la moralidad. Observación sobre los moralistas católicos. Fuerza de las ideas. Fenómenos que ofrecen. Necesidad de las instituciones, no sólo para enseñar sino también para aplicar las doctrinas. Influencia de la prensa. Intuición, discurso. DEFINIDA la naturaleza de la conciencia pública, señalado su origen, e indicados sus efectos, fáltanos ahora preguntar si se pretenderá también que el Protestantismo haya tenido parte en formarla, atribuyéndole de esta suerte la gloria de haber servido también en este punto a perfeccionar la civilización europea. Se ha demostrado ya que el origen de la conciencia pública se hallaba en el Cristianismo. Éste puede considerarse bajo dos aspectos: o como una doctrina, o como una institución para realizar la doctrina; es decir, que la moral cristiana podemos mirarla, o en sí misma, o en cuanto es enseñada e inculcada por la Iglesia. Para formar la conciencia pública, haciendo prevalecer en ella la moral cristiana no era bastante la aparición de esa doctrina; sino que era precisa la existencia de una sociedad que no sólo la conservase en toda su pureza para irla trasmitiendo de generación en generación, sino que la predicase sin cesar a los hombres, haciendo de ella aplicaciones continuas a todos los actos de la vida. Conviene observar que por más poderosa que sea la fuerza de las ideas, tienen sin embargo una existencia precaria hasta que han llegado a realizarse, haciéndose sensibles, por decirlo así, en alguna institución, que al paso que reciba de ellas la vida y la dirección de su movimiento, les sirva a su vez de resguardo contra los ataques de otras ideas o intereses. El hombre está formado de cuerpo y alma, el mundo entero es un complejo de seres espirituales y corporales, un conjunto de relaciones morales y físicas; y así es que una idea, aun la más grande y elevada, si no tiene una expresión sensible, un órgano por donde pueda hacerse oír y respetar, comienza por ser olvidada, queda confundida y ahogada en medio del estrépito del mundo, y al cabo viene a desaparecer del todo. Por esta causa, toda idea que quiere obrar sobre la sociedad, que pretende asegurar un porvenir, tiende por necesidad e crear una institución que la represente, que sea su personificación; no se contenta con dirigirse a los entendimientos descendiendo así al terreno de la práctica sólo por medios indirectos, sino que se empeña además en pedir a la materia sus formas, para estar de bulto a los ojos de la humanidad. 258 Estas reflexiones que someto con entera confianza al juicio de los hombres pensadores y sensatos, son la condenación del sistema protestante; manifestando que tan lejos está la pretendida Reforma de poderse atribuir ninguna parte en el saludable fenómeno cuya explicación nos ocupa, que antes bien debe decirse que por sus principios y conducta le hubiera impedido, si afortunadamente en el siglo XVI la Europa no se hubiese hallado en edad adulta, y por consiguiente poco menos que incapaz de perder las doctrinas, los sentimientos, los hábitos, las tendencias que le había comunicado la Iglesia Católica con una educación continuada por espacio de tantos siglos. En efecto: lo primero que hizo el Protestantismo fue atacar la autoridad; y no como un simple acto de resistencia, sino proclamando esta resistencia como un verdadero derecho, erigiendo en dogmas el examen particular y el espíritu privado. Con este solo paso quedaba la moral cristiana sin apoyo; porque no había una sociedad que pudiera pretender derecho a explicarla, ni a enseñarla; es decir, que esa moral quedaba relegada al orden de aquellas ideas, que no estando representadas y sostenidas por ninguna institución, no teniendo órganos autorizados para hacerse oír, carecen de medios directos para obrar sobre la sociedad, ni saben donde guarecerse en el caso de hallarse combatidas. Pero, se me dirá, el Protestantismo ha conservado también esa institución que realiza la idea, conservando sus ministros, su culto, su predicación, en una palabra, todo lo necesario para que la verdad tuviese medios de llegar hasta el hombre, y de estar con él en comunicación continua. No negaré lo que haya aquí de verdad, y hasta recordaré que en el capítulo XIV de esta obra no tuve reparo en afirmar “que debía juzgarse como un gran bien, el que en medio del prurito que atormentó a los primeros protestantes de desechar todas las prácticas de la Iglesia, conservasen sin embarga la de la predicación”. Añadí también en el mismo lugar “que sin desconocer los daños que en ciertas épocas han traído las declamaciones de algunos ministros, o insidiosos o fanáticos, sin embargo en el supuesto de haber roto la unidad, en el supuesto de haber arrojado a los pueblos por el azaroso camino del cisma, habrá influido no poco en la conservación de las ideas más capitales sobre Dios y el hombre, y de las máximas fundamentales de la moral, el oír con frecuencia los pueblos explicadas semejantes verdades por quien las había estudiado de antemano en la Sagrada Escritura”. 259 Repito aquí lo mismo que allí dije: que el haber conservado los protestantes la predicación debía de haber producido considerables bienes. Pero con esto no se dice otra cosa sino que el Protestantismo, a pesar del mucho mal que hizo, no lo llevó al extremo que era de temer atendidos sus principios. Se pareció en esta parte a los hombres de malas doctrinas, quienes no son tan malos como debieran ser, si su corazón estuviera de acuerdo con su entendimiento. Tienen la fortuna de ser inconsecuentes. El Protestantismo había proclamado la abolición de la autoridad, el derecho de examen sin límites, había erigido en regla de fe y de conducta la inspiración privada; pero en la práctica se apartó algún tanto de estas doctrinas. Así es que se entregó con ardor a lo que él llamaba la predicación evangélica, y sus ministros fueron llamados evangélicos. De suerte que mientras se acababa de establecer que cada individuo tenía el derecho ilimitado de examen, y que sin prestar oídos a ninguna autoridad externa, sólo debía escuchar los consejos o de su razón o de su inspiración privada, se difundían por todas partes ministros protestantes que se pretendían los órganos legítimos para comunicar a los pueblos la divina palabra. Se verá todavía más lo extraño de semejante conducta, si se recuerda la doctrina de Lutero con respecto al sacerdocio. Bien sabido es que empantanado el heresiarca por las jerarquías que constituyen el ministerio de la Iglesia, pretendió derribarlas todas de una vez, sosteniendo que todos los cristianos eran sacerdotes; sin que se necesitase más para ejercer el sagrado ministerio que una simple presentación; nada añadía de esencial ni de característico a la calidad de sacerdote, pues que ésta era patrimonio de todos los fieles. Se infiere de esta doctrina que el predicador protestante carece de misión, no tiene carácter que le distinga de los demás cristianos, no puede ejercer por consiguiente sobre ellos autoridad alguna, no puede hablar imitando a Jesucristo quasi potestatem habens; y por lo tanto no es más que un orador que toma la palabra en presencia de un auditorio, sin más derecho que el que le dan su instrucción, su facundia, o su elocuencia. Esta predicación sin autoridad, predicación que en el fondo y por los propios principios del predicador mismo, no era más que humana, a pesar de que por una chocante inconsecuencia se pretendiese divina, si bien podía contribuir algún tanto a la conservación de los buenos principios morales que hallaba ya establecidos por todas partes, hubiera sido impotente para plantearlos en una sociedad donde hubiesen sido desconocidos. 260 Mayormente teniendo que luchar con otros directamente opuestos, sostenidos además por preocupaciones envejecidas, por pasiones arraigadas, por intereses robustos. Hubiera sido impotente para introducir sus principios en una sociedad semejante, y conservarlos después intactos al través de las revoluciones más espantosas y de los trastornos más inauditos; hubiera sido impotente para comunicarlos a pueblos bárbaros que ufanos de sus triunfos no escuchaban otra voz que el instinto de su ferocidad guiado por el sentimiento de la fuerza; hubiera sido impotente para hacer doblegar ante esos principios así a los vencedores como a los vencidos, refundiéndolos en un solo pueblo, imprimiendo un mismo sello a las leyes, a las instituciones, a las costumbres, para formar esa admirable sociedad, ese conjunto de naciones, o mejor diremos esa gran nación, que se apellida Europa. Es decir que el Protestantismo por su misma constitución hubiera sido incapaz de realizar lo que realizó la Iglesia Católica. Todavía más: este simulacro de predicación que ha conservado el Protestantismo, es en el fondo un esfuerzo para imitar a la Iglesia, para no quedarse desarmado en presencia de un adversario a quien tanto temía. Érale preciso conservar un medio de influencia sobre el pueblo, un conducto abierto para comunicarle las varias interpretaciones de la Biblia que a los usurpadores de la autoridad les pluguiese adoptar; y por esto conservaba la preciosa práctica de la Iglesia romana, a pesar de las furibundas declamaciones contra todo lo emanado de la cátedra de San Pedro. Pero donde se hace notar la inferioridad del Protestantismo con respecto al conocimiento y comprensión de los medios más a propósito para extender y cimentar la moralidad haciéndola dominar sobre todos los actos de la vida, es en haber interrumpido toda comunicación de la conciencia del fiel con la dirección del sacerdote, en no haber dejado a éste otra cosa que una dirección general, la que por lo mismo que se extiende de una vez sobre todos, no se ejerce eficazmente sobre nadie. Aun cuando no consideremos más que bajo este aspecto la abolición del sacramento de la Penitencia entre los protestantes, puede asegurarse que desconocieron uno de los medios más legítimos, más poderosos y suaves, para dar a la vida del hombre una dirección conforme a los principios de la sana moral. Acción legítima, porque legítima es la comunicación directa, íntima, de la conciencia del hombre, de la conciencia que debe ser juzgada por Dios, con la conciencia de aquél que hace las veces de Dios en la tierra. 261 Acción poderosa, porque establecida la íntima comunicación de hombre con hombre, de alma con alma, se identifican, por decirlo así, los pensamientos y los afectos, y ausente todo testigo que no sea el mismo Dios, las amonestaciones tienen más fuerza, los mandatos más autoridad, y los mismos consejos penetran mejor hasta el fondo del alma, con más unción y más dulzura. Acción suave, porque supone la espontánea manifestación de la conciencia que se trata de dirigir, manifestación que trae su origen de un precepto, pero que no puede ser arrancada por la violencia, supuesto que sólo Dios puede ser el juez competente de su sinceridad; suave, repito, porque obligado el ministro al más estricto secreto, y tomadas por la Iglesia todas las precauciones imaginables para precaver la revelación, puede el hombre descansar tranquilo con la seguridad de que serán fielmente guardados los arcanos de su conciencia. Pero, se nos dirá, ¿creéis acaso que todo esto sea necesario para establecer y conservar una buena moralidad? Si esta moralidad ha de ser algo más que una probidad mundana, expuesta a quebrantarse al primer encuentro con un interés, o dejarse arrastrar por el seductor halago de las pasiones engañosas, si ha de ser una moralidad delicada, severa, profunda, que se extienda a todos los actos de la vida, que la dirija, que la domine, haciendo del corazón humano ese bello ideal que admiramos en los católicos dedicados a la verdadera observancia y a las prácticas de su religión; si se habla de esta moralidad, repito, es necesario que esté bajo la inspección del poder religioso, y que reciba la dirección y las inspiraciones de un ministro del santuario en esa abertura íntima, sincera, de todos los más recónditos pliegues del corazón, y de los deslices a que nos conduce a cada paso la debilidad de nuestra naturaleza. Esto es lo que enseña la religión católica, y yo añado que esto es lo que muestra la experiencia, y lo que enseña la filosofía. No quiero decir con esto que sólo entre los católicos sea posible practicar acciones virtuosas; sería una exageración desmentida por la experiencia de cada día; hablo únicamente de la eficacia con que obra una institución católica despreciada por los protestantes; hablo de su alta importancia para arraigar y conservar una moralidad firme, íntima, que se extienda a todos los actos de nuestra alma. No hay duda que hay en el hombre una monstruosa mezcla de bien y de mal, que no le es dado en esta vida alcanzar aquella perfección inefable que consistiendo en la conformidad perfecta con la verdad y la santidad divinas, no puede concebirse siquiera sino para cuando el hombre despojado del cuerpo mortal tenga su espíritu sumido en un piélago purísimo de luz y de amor. 262 Pero no cabe duda tampoco que aun en esta morada terrestre, en esta mansión de miserias y tinieblas, puede el hombre llegar o poseer esa moralidad universal, profunda y delicada que se ha descrito más arriba; y sea cual fuere la corrupción del mundo de que con razón nos lamentamos, es menester confesar que se encuentran todavía en él un número considerable de honrosas excepciones, en personas que ajustan su conducta, su voluntad, hasta sus más íntimos pensamientos y afecciones, a la severa regla de la moral evangélica. Para llegar a este punto de moralidad, y cuenta que aun no decimos de perfección evangélica, sino, de moralidad, es necesario que el principio religioso esté presente con viveza a los ojos del alma, que obre de continuo sobre ella, alentándola o reprimiéndola en la infinita variedad de encuentros que en el curso de la vida se ofrecen para apartarnos del camino del deber. La vida del hombre es una cadena de actos infinitos en número, por decirlo así, y que no pueden andar acordes siempre con la razón y la ley eterna, de no estar incesantemente bajo un regulador universal y fijo. Y no se diga que una moralidad semejante es un bello ideal, que aun cuando existiera traería consigo una tal confusión en los actos del alma, y por consiguiente tal complicación en la vida entera, que ésta llegaría a hacerse insoportable. No, no es meramente un bello ideal lo que existe en la realidad, lo que se ofrece a menudo a nuestros ojos, no tan sólo en el retiro de los claustros y en las sombras del santuario, sino también en medio del bullicio v de las distracciones del mundo. No acarrea tampoco confusión a los actos del alma ni complica los negocios de la vida lo que establece una regla fija. Al contrario; lejos de confundir aclara y distingue; lejos de complicar, ordena y simplifica. Asentad esta regla y tendréis la unidad, y en pos de la unidad el orden en todo. El Catolicismo se ha distinguido siempre por su exquisita vigilancia sobre la moral, y por su cuidado en arreglar todos los actos de la vida, y hasta los más secretos movimientos del corazón. Los observadores superficiales han declamado contra la abundancia de moralistas, contra el estudio detenido y prolijo que se ha hecho de los actos humanos considerados bajo el aspecto moral; pero debían haber observado que si el Catolicismo es la religión en cuyo seno han aparecido mayor número de moralistas, y donde se han examinado más minuciosamente todas las acciones humanas, es porque esta religión tiene por objeto moralizar al hombre todo entero, por decirlo así, en todos sentidos, en sus relaciones con Dios, con sus semejantes y consigo mismo. 263 Claro es que semejante tarea trae necesariamente un examen más profundo y detenido del que sería menester si se tratase únicamente de dar al hombre una moralidad incompleta, y que no pasando de la superficie de sus actos no se filtrase hasta lo íntimo del corazón. Ya que se ha tocado el punto de los moralistas católicos, y sin que pretenda excusar las demasías a que se hayan entregado algunos de ellos, ora por un refinamiento de sutileza, ora por espíritu de partidos y disputas, demasías que nunca pueden ser imputadas a la Iglesia, Católica, la que cuando no las ha reprobado expresamente, al menos les ha hecho sentir su desagrado, observase no obstante que esta abundancia, este lujo si se quiere, de estudios morales, ha contribuido quizá más de lo que se cree a dirigir los entendimientos al estudio del hombre, ofreciendo abundancia de datos y de observaciones a los que se han querido dedicar posteriormente a esta ciencia importante, que es sin duda uno de los objetos mas dignos y más útiles que pueden ofrecerse a nuestros trabajos. En otro lugar de esta obra me propongo desenvolver las relaciones del Catolicismo con el progreso de las ciencias y de las letras, y así me hallo precisado a contentarme por ahora con las indicaciones que acabo de hacer. Permítaseme sin embargo observar que el desarrollo del espíritu humano en Europa fue principalmente teológico; y que así en el punto de que tratamos como en otros muchos, deben los filósofos a los teólogos mucho más de lo que según parece ellos se figuran. Volviendo a la comparación de la influencia protestante con la influencia católica, relativamente a la formación y conservación de una sana conciencia pública, queda demostrado que habiendo el Catolicismo sostenido siempre el principio de autoridad combatido por el Protestantismo, dio a las ideas morales una fuerza, una acción, que no hubiera podido darles su adversario, quien por su naturaleza, por sus mismos principios fundamentales, las ha dejado sin más apoyo que el que tienen las ideas de una escuela filosófica. “Pero bien, se me dirá, ¿desconocéis acaso la fuerza de las ideas, fuerza propia, entrañada en su misma naturaleza, que tan a menudo cambia la faz de la humanidad decidiendo de sus destinos? ¿No sabéis que las ideas se abren paso al través de todos los obstáculos, a pesar de todas las resistencias? ¿Habéis olvidado lo que nos enseña la historia entera? ¿Pretendéis despojar el pensamiento del hombre de su fuerza vital, creadora; que le hace superior a todo cuanto le rodea? Tal suele ser el panegírico que se hace de la fuerza de las ideas; así las oímos presentar a cada paso como si tuvieran en la mano la varita mágica para cambiarlo y transformarlo todo a merced de sus caprichos. 264 Respetando como el que más el pensamiento del hombre, y confesando que en realidad hay mucho de verdadero en lo que se llama la fuerza de una idea, me permitirán sin embargo los entusiastas de esta fuerza hacer algunas observaciones, no para combatir de frente su opinión, sino para modificarla en lo que fuere necesario. En primer lugar, las ideas con respecto al punto de vista desde el cual las miramos aquí, deben distinguirse en dos órdenes: unas que lisonjean nuestras pasiones, otras que las reprimen. Las primeras no pueden negarse que tienen una fuerza expansiva, inmensa. Circulando con movimiento propio, obran por todas partes, ejercen una acción rápida y violenta, no parece sino que están rebosando de actividad y de vida; las segundas tienen la mayor dificultad en abrirse paso, progresan lentamente, necesitan apoyarse en alguna institución que les asegure estabilidad. Y esto ¿por qué? Porque lo que obra en el primer caso no son las ideas, sino las pasiones que formando su cortejo tornan su nombre, encubriendo de esta suerte lo que a primera vista se ofrecería corno demasiado repugnante; en el segundo es la verdad la que habla; y la verdad en esta tierra de infortunio es escuchada muy difícilmente, porque la verdad conduce al bien, y el corazón del hombre, según expresión del sagrado texto, está inclinado al mal desde la adolescencia. Los que tanto nos encarecen la fuerza íntima de las ideas debieran señalarnos en la historia antigua y moderna una idea, una sola idea, que encerrada en su propio círculo, es decir, en el orden puramente filosófico, merezca la gloria de haber contribuido notablemente a la mejora del individuo ni de la sociedad. Suele decirse a menudo que la fuerza de las ideas es inmensa, que una vez sembradas entre los hombres fructifican tarde o temprano, que una vez depositadas en el seno de la humanidad se conservan como un legado precioso que trasmitido de generación en generación contribuye maravillosamente a la mejora del mundo, a la perfección a que se encamina el humano linaje. No hay duda que en estas aserciones se encierra una parte de verdad; porque siendo el hombre un ser inteligente, todo lo que afecta inmediatamente su inteligencia no puede menos de influir en su destino. Así es que no se hacen grandes mudanzas en las sociedad, si no se verifican primero en el orden de las ideas; y es endeble y de escasa duración todo cuanto se establece, o contra ellas o sin ellas. Pero de aquí a suponer que toda idea útil encierre tanta fuerza conservadora de sí propia, que por lo mismo no necesite de una institución que le sirva de apoyo y de defensa, mayormente si ha de atravesar épocas muy turbulentas, hay una distancia inmensa que no se puede salvar, so pena de ponernos en desacuerdo con la historia entera. 265 No, la humanidad considerada por sí sola, entregada a sus propias fuerzas, como la consideran los filósofos, no es una depositaria tan segura como se ha querido suponer. Desgraciadamente tenemos de esa verdad bien tristes pruebas; pues que lejos de parecerse el humano linaje a un depositario fiel, ha imitado más bien la conducta de un dilapidador insensato. En la cuna del género humano encontramos las grandes ideas sobre la unidad de Dios, sobre el hombre, sobre sus relaciones con Dios y sus semejantes; estas ideas eran sin duda verdaderas, saludables, fecundas; pues bien, ¿qué hizo de ellas el género humano? ¿No las perdió, modificándolas, mutilándolas, estropeándolas de un modo lastimoso? ¿Dónde estaban esas ideas cuando vino Jesucristo al mundo? ¿Qué habían hecho de ellas la humanidad? Un pueblo, un solo pueblo las conserva, pero ¿cómo? Fijad la atención sobre el pueblo escogido, sobre el pueblo judío, y veréis que existe en él una lucha continua entre la verdad y el error, veréis que con una ceguera inconcebible se inclina sin cesar a la idolatría, a sustituir a la ley sublime de Sinaí las abominaciones de los gentiles. ¿Y sabéis cómo se conserva la verdad en aquel pueblo? Notadlo bien: apoyada en instituciones las más robustas que imaginarse puedan, pertrechada con todos los medios de defensa de que la rodeó el legislador inspirado por Dios. Se dirá que aquél era un pueblo de dura cerviz, como dice el sagrado texto; desgraciadamente, desde la caída de nuestro primer padre, esta dureza de cerviz es un patrimonio de la humanidad; el corazón del hombre está inclinado al mal desde su adolescencia, y siglos antes de que existiese el pueblo judío, abrió Dios sobre el mundo las cataratas del cielo, y borró al hombre de la faz de la tierra, porque toda carne había corrompido su camino. Infiérase de aquí la necesidad de instituciones robustas para la conservación de las grandes ideas morales; y se ve con evidencia que no deben abandonarse a la volubilidad del espíritu humano so pena de ser desfiguradas y aun perdidas. Además, las instituciones son necesarias no precisamente para enseñar sino también para aplicar. Las ideas morales, mayormente las que están en oposición muy abierta con las pasiones, no llegan jamás al terreno de la práctica sino por medio de grandes esfuerzos; y para esos esfuerzos no bastan las ideas en sí mismas, son menesteres medios de acción con que pueda enlazarse el orden de las ideas con el orden de los hechos. 265 Y he aquí una de las razones de la impotencia de las escuelas filosóficas cuando se trata de edificar. Son no pocas veces poderosas para destruir; porque para destruir basta la acción de un momento, y esta acción puede ser comunicada fácilmente en un acceso de entusiasmo; pero cuando quieren edificar poniendo en planta sus concepciones, se encuentran faltas de acción, y no teniendo otros medios de ejercerla que lo que se llama la fuerza de las ideas, como que éstas varían o se modifican incesantemente dando de ello el primer ejemplo las mismas escuelas, queda reducido a objeto de pura curiosidad lo que poco antes se propalara como la causa infalible del progreso del linaje humano. Con estas últimas reflexiones prevengo la objeción que se me podrá hacer, fundándose en la mucha fuerza adquirida por las ideas por medio de la prensa. Ésta propaga, es verdad, y por lo mismo multiplica extraordinariamente la fuerza de las ideas; pero tan lejos está de conservar, que antes bien es el mejor disolvente de todas las opiniones. Obsérvese la inmensa órbita recorrida por el espíritu del hombre desde la época de ese importante descubrimiento, y se echará de ver que el consumo (permítaseme la expresión), que el consumo de las opiniones ha crecido en una proporción asombrosa. Sobre todo desde que la prensa se ha hecho periódica, la historia del espíritu humano parece la representación de un drama rapidísimo, donde se cambian a cada paso las decoraciones, donde unas escenas suceden a otras, sin dejar apenas tiempo al espectador para oír de boca de los actores una palabra fugitiva. No estamos todavía a la mitad del siglo presente, y sin embargo no parece sino que han transcurrido muchos siglos. ¡Tantas son las escuelas que han nacido y muerto, tantas las reputaciones que se han encumbrado muy alto, hundiéndose luego en el olvido! Esta rápida sucesión de ideas, lejos de contribuir al aumento de la fuerza de las mismas, acarrean necesariamente su flaqueza y esterilidad. El orden natural en la vida de las ideas es: primero aparecer, en seguida difundirse, luego realizarse en alguna institución que las represente, y por fin ejercer su influencia sobre los hechos obrando por medio de la institución en que se han personificado. En todas estas transformaciones que por necesidad reclaman algún tiempo, es necesario que las ideas conserven su crédito, si es que han de producir algún resultado provechoso. Este tiempo falta cuando se suceden unas a otras con demasiada rapidez, pues que las nuevas trabajan en desacreditar las que han precedido, y de esta suerte las inutilizan. 267 Por cuya causa quizás nunca como ahora ha sido más legítima una profunda desconfianza en la fuerza de las ideas, o sea en la filosofía, para producir nada de consistente en el orden moral; y bajo este aspecto es muy controvertible el bien que ha hecho la imprenta a las sociedades modernas. Se concibe más, pero se madura menos; lo que gana el entendimiento en extensión, lo pierde en la profundidad, y la brillantez teórica contrasta lastimosamente con la impotencia práctica. ¿Qué importa que nuestros antecesores no fuesen tan diestros como nosotros para improvisar una discusión sobre las más altas cuestiones sociales y políticas, si alcanzaron a fundar y organizar instituciones admirables? Los arquitectos que levantaron los sorprendentes monumentos de los siglos que apellidamos bárbaros, por cierto que no serían ni tan eruditos ni tan cultos como los de nuestra época; y sin embargo ¿quién tendría aliento para comenzar siquiera lo que ellos consumaron? He aquí la imagen más cabal de lo que está sucediendo en el orden social y político. Es necesario no olvidarlo; los grandes pensamientos nacen más bien de la intuición que del discurso; el acierto en la práctica depende más de la calidad inestimable, llamada tino, que de una reflexión ilustrada; y la experiencia enseña a menudo que quien conoce mucho ve poco. El genio de Platón no hubiera sido el mejor consejero del genio de Solón y de Licurgo; y toda la ciencia de Cicerón no hubiera alcanzado a lo que alcanzaron el tacto y el buen sentido de dos hombres rudos como Rómulo y Numa. VER NOTA 20 IR A CONTENIDO NOTAS NOTA 15 [tecla retroceso <-- para volver al texto] He creído que no dejaría de ser útil copiar aquí literalmente los cánones a que hice referencia en el texto. Así podrán los lectores enterarse por sí mismos de su contenido, y no podrá caber sospecha de que extrayendo la especie del canon se le haya atribuido un sentido de que carecía. CÁNONES Y OTROS DOCUMENTOS QUE MANIFIESTAN LA SOLICITUD DE LA IGLESIA EN ALIVIAR LA SUERTE DE LOS ESCLAVOS, Y LOS DIFERENTES MEDIOS DE QUE SE VALIÓ PARA LLEVAR A CABO LA ABOLICION DE LA ESCLAVITUD l. (CONCILIUM ELIBERITANUM ANNO 305) Se impone penitencia a la señora que maltrata a su esclava. “Si qua domina furore zeli accensa, flagris verberaverit ancillam suam, ita ut in tertium diem animam cum cruciatu effundat; eo quod incertum site voluntate an casu occiderit, si voluntate, post septem annos, si casu, post quinquennii tempora, acta legitima pcenitentia, ad communionem placuit admitti. Quod si infra tempora constituta fuerit infirmata, accipiat communionem”. (Canon 5). Nótese que la palabra ancillam expresa una esclava propiamente tal, no una sirvienta cualquiera, como se entiende de aquellas otras palabras flagris verberaverit, que era el castigo propio de los esclavos. (CONCILIUM EPAONENSE) ANNO 517) Se excomulga al dueño que por autoridad propia mata a su esclavo. “Si quis servum proprium sine conscientia judicis occiderit, excommunicatione biennii effusionem sanguinis expiabit”. (Can. 34). Esta misma disposición se halla repetida en el canon 15 del concilio 17 de Toledo, celebrado en el año 694 copiándose el mismo canon del concilio de Epaona, con muy ligera variación. (lbid.) El esclavo reo de un delito atroz se libra de suplicios corporales, refugiándose en la iglesia. “Servos reatu atrociore culpabilis si ad eclesiam confugerit, a corporalibus tantum suppliciis excusetur. De capillis vero, vel quocumque opere, placuit a dominis juramenta non exigi”. (Cam. 39). (CONCILIUM AURELIANENSE QUINTUM, ANNO 549) Precauciones muy notables para que los amos no maltratasen a los esclavos que se habían refugiado en las iglesias. “De servís vero, qui pro qualibet culpa ad ecclesiae septa confugerint, id statuimus observandum, ut, sicut in antiquis constitutionibus tenetur scriptum, pro concessa culpa datis a domino sacramentis, quisquis file fuerit, expediatur de tenia jam securus. Enim vero si immemor fidei dominus transcendiese convincitur quod juravit, ut is qui veniam acceperat, probetur postmodum pro ea culpa qualicumque supplicio cruciatus, dominos ille qui immemor fuit datae fidei, sit ab omnium communione suspensus. Iterum si servos de promissione venia datis sacramentis a domino jam secures exire noluerit, ne sub tali contumacia requirens locum fuga, domino fortasse dispareat, egredi nolentem a domino cum liceat occupari, ut nullam, quasi pro retentatione servi, quibuslibet modis molestiam aut calumniam patiatur ecclesia: fidem tamen dominus, quam pro concessa venia dedit, nulla temeritate transcendat. Quod si nut gentilis dominus fuerit, aut alterius sectae qui a conventu ecclesiae probatur extraneus, is qui servum repetir, personas requirat bonae fidei christianas, ut ipsi in persona domini servo praebeant sacramenta: quia ipsi possunt servare quod sacrum est, qui pro transgressione ecclesiasticam metuunt disciplinam”. (Can. 22). Difícil es llevar más allá la solicitud para mejorar la suerte de los esclavos, de lo que se deduce del curioso documento que se acaba de copiar. (CONCILIUM EMERITENNSE, ANNO 666) Se prohibe a los obispos la mutilación de sus esclavos, y se ordena que su castigo se encargue al juez de la ciudad; pero sin raparlos torpemente. “Si regalis pietas pro salute omnium suarum legum dignata est ponere decreta, cur religio sancta per sanen concilii ordinem non habeat instituta, quae omnino debent esse cavenda? Ideoque placuit huic sancto concilio, ut omnis potestas episcopalis modum suae ponat irae; nec pro quolibet excessu cuilibet ex familia ecclesiae alíquod corporis membrorum sua ordinatione praesumat extirpare, aut auferre. Quod si talis emerserit culpa, advocato judice civitatis, ad examen ejus deducatur quod factum fuisse asseritur. Et quia omnino justum est, ut pontifex saevissimam non impendat vindictam; quidquid coram judice verius patuerir, per disciplinae severitatem absque turpi decalvatione manear emendatum”. (Can. 15). (CONCILIUM TOLETANUM UNDECIMUN, ANNO 675) Se prohibe a los sacerdotes la mutilación de sus esclavos. “His a quibus Domini sacramenta tractanda sunt, judicium sanguinis agitare non licet: et ideo magnopere talium excessibus prohibendum est; ne indiscretae praesumptionis motibus agitati, aut quod morte plectendum est, sententia propria indicare praesumant, aut truncationes quaslibet membrorum quibuslibet personis aut per se inferant, aut inferendas praecipiant . Quod si quisquam horum immemor praeceptorum, aut ecclesiae suae familiis, aut in quibuslibet personis tale quid fecerit, et concessi ordinis honore privatus, et loco suo, perpetuo damnationis tenea-tur religatus ergastulo: cui tamen communio exeunti ex hac vita non neganda est, propter Domini misericordiam, qui non vult peccatoris mortem, sed ut conservetur et vivat”. (Can. 6). Es de notar que cuando en los dos cánones últimamente citados, se usa de la palabra familia, se deben entender los esclavos. Que ésta es la verdadera acepción de la palabra se de-duce claramente del canon 74 del con-cilio 49 de Toledo, celebrado en el año 633, donde se lee: “De familiis ecclesiae constituere presbyteros et diaconos per parochias liceat… ea tamen ratione ut antes manumissi libertatem status mi percipiant”. Lo mismo se deduce del sentido en que emplea esta palabra el Papa San Gregorio, en su epístola 44, 1. 4. (CONCILIUM WORMATIENSE, ANNO 868) Se impone penitencia al amo que por autoridad propia mata a su es-clavo. “Si quis servum proprium sine conscientia judicum qui tale quid commiserit, quod morte sit dignum, occiderit, excommunicatione vel poenitentia biennii, reatum sanguinis emendabit”. (Can. 38). “Si qua femina furore zeli accensa, flagris verberaverit ancillam suam, ira ut intra tertium diem animam suam cum cruciatu effundat; en quod incertum sir, voluntate an casu occiderit, si voluntate, septem annos, si casu], per quinque annorum tempora legitimam peragat poenitentiam”. (Can. 39). (CONCILIUM ARAUSICANUM PREMIUM , ANNO 441) Se reprime la violencia de los que se vengaban del asilo dispensado a los esclavos, apoderándose de los de la Iglesia. “Si quis autem mancipia clericorum pro sois mancipiis ad ecclesiam fugientibus crediderit occupanda, per omnes ecclesias districtissima damnatione feriatur”. (Can. 6),2. (Ibid.) Se reprime a los que atenten en cualquier sentido contra la libertad de los manumitidos en la Iglesia, o que le hayan sido recomendados por testamento. “In ecclesia manumissos, vel per testamentum ecclesiae commendatos, si quis in servitutem, vel obsequium, vel ad colonariam conditionem imprimere tentaverit, animadversione ecclesiastics coerceatur”. (Can. 7). (CONCILIUM QUINTUM AURELIANENSE, ANNO 549) Se asegura la libertad de los manunitidos en las iglesias; y se prescribe que éstas se encarguen de la defensa de los libertos. “Et quia plurimorum suggestione comperimus, eos qui in ecclesiis juxta patrioticam consuetudinem a servitiis fuerunt absoluti, pro Iibito quorumcumque iterum ad servitium revocari impium esse tractavimus, ut quod in ecclesia Dei consideratione a vinculo servitutis absolvitur, irritum habentur. Ideo pietatis causa communi concilio placuit observandum, ut quaecumque mancipia ab ingenuis dominis servitute laxantur, in ea libertate maneant, quam tunc a dominis perceperunt. Hujusmodi quoque libertas si a quocumque quaesita fuerit, cum justitia ab ecclesiis defendatur, praeter eas culpas, pro quibus leges collatas servis revocare jusserunt libertates”. (Can, 7). CONCILIUM MATISCONENSE SECUNDUM, ANNO 585) Se prescribe que la Iglesia defienda a los libertos, ora hayan sido manumitidos en el templo. ora lo hayan sido por carta o testamento, ora hayan pasado largo tiempo disfrutando la libertad. Se reprime la arbitrariedad de los jueces que atropellaban a esos desgraciados, y se dispone que los obispos conozcan de estas causas. “Quae dum postea universo coetui secundum consuetudinem recitata innotescerent, Praetextatus et Pappulus viri beatissimi dixerunt: Decernat itaque, et de miseris libertis vestrae nnetoritatis vigor insignis, qui ideo plus a judicibus affliguntur, quia sacris sunt commendati ecclesiis; ut si quas quispiam dixerit contra eos actiones habe-re, non audent eos magistrates contradicere; sed in episcopi tantum judicio, in cujus praesentia litem contestans, quae sunt justitiae ac veritatis audiat. Indignum est enim, ut hi qui in sacrosancta ecclesia jure noscuntur legitimo manumissi, aut per epistolam, aut per testamentum, aut per longinquitatem temporis libertatis jure fruuntur, a quolibet injustissime inquietentur. Universa sacerdotalis Congregatio dixit: Justum est, ut contra calumniatorum omnium versutias defendantur, qui patrocinium immortalis ecclesiae concupiscunt. Et quicumque a nobis de libertis latum decretum superbiae ausu praevaricare tentaverit, irreparabili damnationis suae sententia feriatur. Sed si placuerit episcopo ordinarium judicem, aut quemlibet alium saecularem, in audientiam eroum arcesere, cum libuerit fiat, et nullus audent causas pertractare libertorum nisi episcopus cujus interest, aut is cui idem audiendum tradiderit”. (Can. 7). Se encarga a los sacerdotes la defensa de los manumitidos. “Liberti quorumcumque ingenuorum a sacerdotibus defendantur, nec ad publicum ulterius revocentur. Quod si quis ausu temerario eos imprimere voluerit, aut ad publicum revocare, et admonitus per pontificem ad audientiam venire neglexerit, ant emendare quod perpetravit distulerit, communione privetur”. (Can, S). (CONCILIUM TOLETANUM TERTIUM, ANNO 589) Se prescribe que los manumitidos recomendados a las iglesias sean protegidos por los obispos. “De libertis nutem id Dei praecipiunt sacerdotes, ut si qui ab episcopis facti sunt secundum modum quo canones antiqui dant licentiam, sint liberi; et tantum a patrocinio ecclesiae tam ipsi quam ah eis progeniti non recedant. Ab alis quoqne libertati traditi, et ecclesiis commendati, patrocinio episcopali tegantur, a principe hoc episcopus postulet”. (Can. 6). Se manda que la Iglesia se encargue de defender la libertad y el peculio de los manumitidos recomendados a ella. (CONCILIUM PARISIENSE QUINTUM, ANNO 614) (CONCILIUM TOLETANUM QUARTUM, ANNO 633) “Liberti qui a quibuscumque manumissi sunt, atque ecclesiae patrocinio conmendati existunt, sicut reguae antiquorum patrum constituerunt, sacerdotali defensione a cujuslibet insolentia protegantur; sive in statu libertatis eorum, seu in peculio quod habere noscuntur”. (Can. 72). Se dispone que la Iglesia defienda a los manumitidos; y se habla en general, prescindiendo de que le hayan sido recomendados o no. “Libertos legitime a dominis suis factor ecclesia, si necessitas exigerit, tueatur, quos si quis ante audientiam, aut pervadere, aut expoliare praesumpserit, ab ecclesia repellatur”. (Can.29). Se dispone que se atienda a la redención de los cautivos; y que a este objeto se pospongan los intereses de la Iglesia, por desolada que se halle. “Sicut omnino grave est frustra ecclesiastica ministeria venundare, sic iterum culpa est, inminente hujusmodi necessitate, res maxime desolatae Ecclesiae captivis suis praeponere, et in eorum redemptione cessare”. (Caus. 12, Q. 2, Can. 16). Notables palabras de San Ambrosio sobre la redención de los cautivos. Para atender a tan piadoso objeto, el santo obispo quebranta y vende los vasos sagrados. (§ 70). “Summa etiam liberalitas captos redimere, eripere ex hostium manibus, substrahere neci homines, et maxime feminas turpidini, reddere parentibus liberos, parentes liberis, cives patriae restituere. Nota sunt haec nimis Illiriae vastitate et Thraciae: quanti ubiqne venales erant captivi orbe . .” Ibid. (§ 71). “Praecipua est igitur liberalitas, redimere cautivos et maxime ab hoste barbaro, qui nihil deferat humanitatis ob misericordiam, nisi quod avaritia reservaverit ad redemptionem”. (CONCILIUM AGATHENSE, ANNO 506) §3. S. AMBROSIUS, DE OFF. L. 2, CAP. 15) lb. L. 2, C. 2. (§ 13). “Ut nos aliquando in invidiam incidimus quod confregerimus vasa mystica, ut captivos redinterentus, quod arianis displicere potuerat, nec tam factum displiceret, quam ut esset quod in nobis reprehenderetur”. Estos nobles y caritativos sentimientos no eran sólo de San Ambrosio; sus palabras son la expresión de los sentimientos de toda la Iglesia. A más de diferentes pruebas que podría traer aquí, y de lo que se deduce de los cánones que insertaré a continuación, es digna de notarse la sentida carta de San Cipriano, de la cual copiaré algunos trozos, en los cuales están compendiados los motivos que impulsaban a la Iglesia en tan piadosa tarea, y vivamente pintados el celo y la caridad con que la ejercía: “Cyprianus Januario, Maximo, Proculo, Victori, Modiano, Nemesiano, Nampulo, et Honorato fratribus salutem. Cum maximo animi nostro gemitu et non sine lacrymis legimus litteras vestras, fratres carissimi, quas ad nos pro dilectionis vestrae sollicitudine de fratrum nostrorum et sororum captivitate fecistis. Quis enim non doleat in ejusmodi casibus, ut quis non dolorem fratris sui suum proprium computet, cum loquatur apostolus Paulus et dicat: Si patitur unum membrum, compatiuntur et cetera membra; si laetatur membrum unum, colloetantur et caetera membra? (1. ad Cor. 12). Et alio loco: Quis infirmatur, inquit, et non ego infirmor? (2. ad Cor. 12). Quare nunc et nobis captivitas fratrum postra captivitas computanda est; et periclitantium dolor pro nostro dolore numerandus est, cum sit scilicet adunationis nostrae corpus unum, et non tantum dilectio sed et religio instigare nos debeat et confortare ad fratrum membra redimenda. Nam cum denuo apostolus Paulus dicat: Nescitis quia templum Dei estis, et Spiritus Dei habitat in vobis? (1. ad Cor. 3), etiamsi charitas nos minus adigeret ad opem fratribus ferendam, considerandum tamen hoc in loco fuit, Dei templum esse quae capta sunt, nec pati nos Tonga cessatione et neglecto dolore debere, ut Dei templa captiva sint; sed quibus possumus viribus elaborare et velociter gerere, ut Christum judicem et Dominum et Deum nostrum promereamur obsequiis nostris. Nam cum dicat Paulus apostolus: Quotquot in Christo baptizati estis, Christum induistis (Ad Gal., 3), in captivis fratribus nostris contemplandus est Christus et redimendus de periculo captivitatis; qui nos de diaboli faucibus exuit, nunc ipse qui manet et habitat in nobis de barbarorum manibus exuatur, et redimatur nummaria quantitate qui nos cruce redemit et sanguine… Quantus Cero communis omnibus nobis moeror atque cruciatus est de periculo virginum quae illic tenentur; pro quibus non tantum libertatis, sed et pudoris jactura plangenda est, nec tam vincula barbarorum quam lenonum et lupanarium stupra defienda sunt, ne membra Christo dicata et in aeternum continentiae honorem pudica virtute devota, insultantium libidine et contagione foedentur? Quae omnia istic secundum litteras vestras fraternitas nostra cogitans et dolenter examinans; prompte omnes et libenter ac largiter subsidia nummaria fratribus contulerunt.. . Misimus autem sestertia centum millia nummorum, quae istic in ecclesia cui de Domini indulgentia praesumus, cleri et plebis apud nos consistentis collatione, collecta sunt, quae vos illic pro vestra diligentia dispensabitis… Si tamen ad explorandam nostri, animi charitatem, et examinandam nostri pectoris fidem, tale aliquid acciderit, nolite cunctari nuntiare haaec nobis litteris vestris, pro certo habentes ecclesiam nostram et fraternitatem istic universam, ne h.rc ultra fiant precibus orare, si facta fuerint, libenter et largiter subsidia praestare”. (Epist. 60.)… Véase, pues, cómo el celo de la Iglesia por la redención de los cautivos, que tan vivo se desplegó siglos después, había comenzado ya en los primeros tiempos; y se fundaba en los grandes y elevados motivos que divinizan en cierto modo la obra, asegurando, además, a quien la ejerce una corona inmarcesible. En las obras de San Gregorio se Dallarán también importantes noticias sobre este punto, (V. L. 3, ep. 16; L. 4, ep. 17; L. 6, ep 35; L. 7, ep. 26, 28 y, 38; L. 9, ep. 17). (CONCILIUM MATISCONENSE SECUNDUM, ANNO 585) Los bienes de la Iglesia se empleaban en la redención de los cautivos. “Linde statuimus ac decernimus, ut mos antiquus a fidelibus reparetur; et decimas ecclesiasticis famulantibus ceremoniis populus omnis inferat, quas sacerdotes aut n pauperum usum aut in captivorum redemptionem praerogantes, suis orationibus pacem populo ac salutem impetrent: si quis autem contumax nostris statutis saluberrimis fuerit, a membris ecclesiae omni tempore separetur”. (Can. 5). (CONCILIUM RHEMENSE, ANNO 625 VEL 630) Se permite quebrantar los vasos sagrados para expenderlos en la redención de cautivos. “Si quis episcopus, excepto si evenerit ardua necessitas pro redemptione captivorum, ministeria sancta frangere pro qualicumque conditione praesumpserit, ab officio cessabit ecelesiae”. (Can. 22). (CONCILIUM LUGDUNENSE TERTIUM, ANNO 683) Se ve por el siguiente canon que los obispos daban a los cautivos cartas de recomendación; y se prescribe en él que se pongan en ellas la fecha y el precio del rescate; y que se expresen también las necesidades de los cautivos. “Id etiam de epistolis placuit captivorum, ut ita sint sancti pontifices cauti, ut in servitio pontificibus consistentibus, qui eorum manu vel subscriptione agnoscat epistolae aut quaelibet insinuationum litterae dari debeant, ouatenus de subscriptionibus nulla ratione possit Deo propitio dubitare: et epistola commendationis pro necessitate cujuslibet promulgata dies datarum et pretia constituta, vel necessitates captivorum quos cum epistolis dirigunt, ibidem inserantur”. (Can. 2). (SYNODUS S. PATRICII AUXILII ET ISERNINI EPISCOPORUM IN HIBERNIA CELEBRATA, CIRCA ANNUM CHRISTI 450 VEL 456) Excesos a que eran llevados algunos eclesiásticos por un celo indiscreto a favor de los cautivos. “Si quis clericorum voluerit juvare captivum, cum suo precio illi subveniat, nam si per furtum illum inviolaverit, blasphemantur multi clerici per unum latronem, qui sic fecerit excommunionis sit”. (Can. 32). (Ex EPISTOLIS S. GREGORII) La Iglesia gastaba sus bienes en el rescate de los cautivos; y aun cuando con el tiempo tuvieran facultades para reintegrarla de la cantidad adelantada, ella no quería semejante reintegro, les condonaba generosamente el precio del rescate. “Sacrorum canonum statuta et legalis perinittit auctoritas, licite res ecclesiasticas in redemptionem captivorum impendi. Et ideo, quia edocti a vobis sumus, ante annos fere 18 virum reverendissimum quemdam Fabium, Episcopum Ecclesiae Firmanae, libras 11 argenti de eadem ecclesia pro redemptione vestra, ac patris vestri Passivi, fratris et coepiscopi nostri, tunc vero clerici, necnon matris vestrae, hostibus impendisse, atque ex hoc quamdam formidinem vos habere, ne hoc quod datum est, a vobis quolibet tempore repetatur, hujus praecepti auctoritate suspicionem vestram praevidimus auferendam: constituentes, nullam vos exinde, haeredesque vestros quolibet tempore repetitionis molestiam sustinere, nec a qnoquam vobis aliquam objici quaestionem”. (L. 7, ep. 14, et hab. Caos. 12, 2, C. 15). (CONCILIUM VERNENSE SECUNDUM, ANNO 844) Los bienes de la Iglesia servían para el rescate de los cautivos. “Ecclesiae facultates quas reges et reliqui christiani Deo voverunt ad alimentum servorum Dei et pauperum, ad exceptionem hospitum, redemptionem captivorum, atque templorum instaurationem; nunc in usu saecularium detinentur. Hinc multi servi Dei penuriam cibi et potus, ac vestimene torum patiuntur, pauperes consuetam eleemosynam non accipiunt, negliguntur hospites, fraudantur captivi, et fama omnium merito laceratur”. (Can. 12). Es digno de notarse en el canon anterior el uso que hacia la Iglesia de sus bienes; pues que vemos que a más de la manutención de los clérigos y los gastos del culto, servían para el socorro de pobres, de peregrinos, y para el rescate de los cautivos. Hago aquí esta observación, porque se ofrece la oportunidad; y no porque sea el canon citado el único texto en que pueda fundarse la prueba del buen uso que hacía la Iglesia de sus bienes. Muchos son los cánones que podrían citarse, empezando desde los Ilamados apostólicos; siendo de notar la expresión de que se valen a veces para afear la maldad de los que se apoderaban de los bienes eclesiásticos, o los administraban mal. Pariperum necatores, matadores de pobres, se los llama, para dar a entender que uno de los principales objetos de esos bienes era el socorro de los necesitados. § 4.(CONCILIUM LUGDUNENSE SECUNDUM, ANNO 566) Se excomulga a los que atentan contra la libertad de Ias personas. “Et quia peccatis facientibus multi in perniciem animae suae ita conati sunt, aut conantur assurgere, ut animas longa temporis quiete sine ulla status sui competitione vivientes, nunc improba proditione atque traditione, aut captivaverint aut captivare conentur, si juxta praeceptum domini regis emendare distulerint, quosque hos quos obduxerunt, in loco in quo longum tempus quiete vixerint, restaurare debeant, ecclesia communione priventur.” (Canon 3). Del canon que acabo de citar se infiere que era muy general el abuso de apelar los particulares a la violencia para reducir a esclavitud a las personas libres. Tal era en aquella época la situación de Europa a causa de las irrupciones de los bárbaros, que el poder público era débil en extremo, o mejor podríamos decir, que no existía. Por esto es muy bello el ver a la Iglesia salir en apoyo del orden público, y en defensa de la libertad, excomulgando a los que la atacaban v menospreciaban así el precepto del rey: praeceptum domini regis. (CONCILIUM RHEMENSE, ANNO 625 VEL 630) Se reprime el mismo abuso que en el canon anterior. “Si quis ingenuum aut liberum ad servitium inclinare voluerit, in fortasse jam fecit, et commonitus ab episcopo se de inquietudine ejus revocare neglexerit, aut emendare noluerit, tanquam calumnia’ reum placuit sequestrari”. (Can. 17). (CONCILIUM CONFLUENTINUM, ANNO 922) Se declara reo de homicidio al que seduce a un cristiano, y lo vende. “Item interrogatum est, quid de eo faciendum sit qui christianum hominem seduxerit, et sic vendiderit: responsumque est ab omnibus, homicidii reatum, ipsum hominem sibi contra habere”. (Can. 7). (CONCILIUM LONDINENSE, ANNO 1102) Se prohibe el comercio de hombres que se hacía en Inglaterra, vendiéndolos como brutos animales. “Ne quis illud nefariunt negotium quo hactenus in Anglia solebant homines sicut bruta animalia venundari, deinceps ullatenus facere praesumat”. Echase de ver por el canon que acabo de citar, cuánto se adelantaba la Iglesia en todo lo perteneciente a la verdadera civilización. Estamos en el siglo XIX, y se mira como un notable paso dado por la civilización moderna, el que las grandes naciones europeas firmen tratados para reprimir el tráfico de los negros; y por el canon citado se ve que a principios del siglo XI, cabalmente en la misma ciudad de Londres, donde se ha firmado últimamente el famoso convenio se prohibía el tráfico de hombres, calificándole cual merece. Nefarium negotium, detestable negocio le apellida el concilio; tráfico infame, le llama la civilización moderna, heredando sin advertirlo sus pensamientos y hasta sus palabras, de aquellos hombres a quienes se apellida bárbaros, de aquellos obispos a quienes se ha calumniado pintándolos poco menos que como una turba de conjurados contra la libertad y la dicha del género humano. Se manda que las personas que se hubiesen vendido o empeñado, vuelvan sin dilación al estado de libertad, así que devuelvan el precio; y se dispone que no se les pueda exigir más de lo que hubiesen recibido. “De ingenuis qui se pro pecunia aut alia re vendiderint, vel oppignoraverint, placuit ut quandoquidem pretium, quantum pro ipsis datum est, invenire potuerunt, absque dilatione ad statum suae conditionis reddito pretio reformentur, nec amplius quam pro eis datum est requiratur. Et interim, si vir ex lpsls, uxorem ingenuam habuerit, aut mulier ingenuum habuerit maritum, filii qui ex ipsis nati fuerint in ingenuitate permaneant”. (Can. 14). Es tan importante el canon del concilio que acabo de citar, celebrado según opinan algunos en Boneuil, que bien merece que se hagan sobre él algunas reflexiones. Cabalmente esta disposición tan benéfica en que se concedía al vendido el volver a la libertad, una vez satisfecho el precio que había recibido en la venta, atajaba un mal que debía de estar muy arraigado en las Galias, pues que databa de muy antiguo; supuesto que sabemos por César, citado ya en el texto, que muchos acosados por la necesidad, se vendían para salir de situaciones apuradas. Es también muy digno de notarse lo que se dispone en el mismo canon con respecto a los hijos de la persona vendida; pues ora sea el padre, ora la madre, se prescribe que en ambos casos los hijos sean libres: derogándose aquí la tan sabida regla del derecho civil: partus sequitur ventrem. (SYNODUS INCERTI LOCI, CIRCA ANNUM 616) (CONCILIUM AUREALIANENSE TERTIUM, ANNO 538) Se prohibe el devolver a los judíos los esclavos refugiados en las iglesias, si hubieren buscado este asilo, o bien por obligarlos los amos a cosas contrarias a la religión cristiana, bien por haber sido maltratados después de haberlos sacado antes del asilo de la iglesia. “De mancipiis christianis, quae in judaeorum servitio detinentur, si eis quod christiana religio vetat, a dominis imponitur aut si eos quos de ecclesia excusatos tollent, pro culpa quae remissa est, affligere nut caedere fortasse praesumpserint, et ad ecclesiam iterato confugerint, nullatenus a sacerdote reddantur, nisi pretium offeratur ac detur, quod mancipia ipsa valere pronuntiaverit justa taxatio”. (Can. 13). Se manda observar lo mandado en el precedente concilio del mismo nombre, en el canon arriba citado. “Cum prioribus canonibus jam fuerit definitum, ut de mancipiis christianis, quae apud judaeos sunt, si ad ecclesiam confugerint, et redimi se postulaverint, etiam ad quoscumque christianos refugerint, et servire judaeis noluerint, taxato et oblato a fidelibus justo pretio, ab eorum dominio liberentur, ideo statuimus, ut tam justa constitutio ab omnibus catholicis conservetur”. (Can, 30). (Ibid.) Se castiga con )a pérdida de todos los esclavos al judío que pervierte a un esclavo cristiano. “Hoc etiam decernimus observandum, ut quicumque judaeus proselytum, qui advena dicitur, judaeum facere praesumpserit, aut christianum factum ad judaicam superstitionem adducere; vel si judaeus christianum ancillam suam sibi crediderit sociandam; vel si de parentibus christianis natum, judaeum sub promissione fecerit libertatis, mancipiorum amissione mulctetur”. (Canc. 31). (CONCILIUM MATISCONENSE PRIMIUM, ANNO 581) Se prohibe a los judíos el tener en adelante esclavos cristianos; y con respecto a los existentes, se permite a cualquier cristiano el rescatarlos, pagando al dueño judío 12 sueldos. (CONCILIUM AURELIANENSE QUARTUM, ANNO 541) “Et licet quid de christianis qui aut de captivitatis incursu, aut fratribus judaeorum servitio implicantur, debeat observari, non solum canonicis statutis, sed et legum beneficio pridem fuerit constitutum; tamen quia nunc item quorumdam querela exorta est, quosdam judaeos, per civitates aut municipia consistentes, in tantam insolentiam et proterviam prorupisse, ut nec reclamantes christianos liceat vel pretio de eorum servitute absolvi: idcirco praesenti concilio, Deo auctore, sancimus, ut nullus christianus judaeos deinceps debeat deservire; sed datis pro quolibet bono mancipio 12 solidis, ipsum mancipium quicumque christianus, seu ad ingenuitatem, seu ad servitutem licentiam habeat redimendi: quia nefas est, ut quos Christus Dominus sanguinis sui effusione redemit, persecutorum vinculis maneant irretiti. Quod si acquiescere his quae statuimus quicumque judaeus noluerit, quamdiu ad pecuniam constitutam venire distulerit, liceat mancipio ipsi cum christianis ubicumque voluerit habitare. Illud etiam specialiter sancientes, quod si quis judaeus christianum mancipium ad errorem judaicum convictus fuerit suassise, ut ipse mancipio careat, et legandi damnatione plectatur”. (Can. 16), El canon que antecede equivale a poco menos que a un decreto de entera emancipación de los esclavos cristianos; porque si los judíos quedaban inhibidos de adquirir nuevos esclavos cristianos, y los que tenían, podían ser rescatados por cualquier cristiano, claro es que la puerta quedaba abierta de tal suerte a la caridad de los fieles, que por necesidad hubo de disminuirse en gran manera el número de los esclavos cristianos que gemían en poder de los judíos. Y no es esto decir que estas disposiciones canónicas surtiesen desde luego todo el efecto que se proponía la Iglesia; pero sí, que siendo éste el único poder que a la sazón permanecía en pie, y que ejercía influencia sobre los pueblos, debían de ser sus disposiciones sumamente provechosas a aquéllos en cuyo favor se establecían. (CONCILIUM TOLETANUM TERTIUM, ANNO 589) Se prohibe a los judíos el adquirir esclavos cristianos. Si un judío induce al judaísmo, o circuncida a un esclavo cristiano, éste queda libre, sin que haya de pagarse nada al dueño. “Suggerente concilio, id gloriosissimus dominus noster canonibus inserendum praecipit, ut judaeis non liceat christianos habere uxores, neque mancipia comparare in usus proprios. “Si qui vero christiani ab eis judaico ritu sunt maculati, vel etiam circumcisi, non reddito pretio ad libertatem et religionem redeant christianam”. (Can. 14). Es notable este canon, ya porque defendía la conciencia del esclavo, ya porque imponía al dueño una pena favorable a la libertad. De esta clase de penas para reprimir la arbitrariedad de los amos que violentaban la conciencia de los esclavos, encontramos un ejemplo muy curioso en el siglo siguiente, en una colección de leyes de Ina, rey de los sajones occidentales. Helo aquí: (LEGES INE, REGIS SAXONUM OCCIDUORUM, ANNo 692) Si un amo hace trabajar a un esclavo en domingo, el esclavo queda libre. “Si servus operatur die dominica per praeceptum domini sut, sit liber”. (Leg. 3). OTRO EJEMPLO CURIOSO (CONCILIUM BERGHMSTEDAE, ANNO 59 WITHREDI REGIS CANTII, ID EST CHRISTI 697: SUB BERTUALDO CANTUARIENSI ARCHIEPISCOPO CELEBRATUM. HAEC SUNT JUDICIA WITHREDI REGIS CANTUARIORUM). Si un amo da de comer carne a un esclavo en día de ayuno, éste queda libre. “Si quia servo suo carnem in jejunio dediderit comedendam, servus liber exeat”. (Can. 15). (CONCILIUM TOLETANUM QUARTUM, ANNO 633) Se prohibe enteramente a los judíos el tener esclavos cristianos; disponiéndose que si algún judío contraviene a lo mandado aquí, se le quiten los esclavos y éstos alcancen del príncipe la libertad. Se prohibe vender esclavos cristianos a los gentiles o judíos; y se anulan esas ventas si se hicieren. “Ut christiani judaeis vel gentilibus non vendantur; et si quis christianorum necessitate cogente mancipia sua christiana elegerit venundanda, non aliis nisi tantum christianos expendat. Nam si paganis aut judxis vendiderit, communione privetur, et emptio careat firmitate”. (Can. 11). Ninguna precaución era excesiva en aquellos calamitosos tiempos. A primera vista podría parecer que semejantes disposiciones eran efecto de la intolerancia de la Iglesia con respecto a los judíos y gentiles; y sin embargo era en realidad un dique contra la barbarie que lo iba invadiendo todo; una garantía de los derechos más sagrados del hombre: garantía tanto más necesaria cuanto puede decirse que todas las otras habían desaparecido. Léase si no el documento que sigue a continuación, donde se ve que algunos llegaban hasta el horrible extremo de vender sus esclavos a los gentiles para sacrificarlos. (GREGORIUS PAPA III, EP. 1 AD BONIFACIUM ARCHIEPISCOPUM, ANNO 731) “Hoc quoque inter alia crimina agi in partibus illis dixisti, quod quidam ex fidelibus ad immolandum paganissua venundent mancipia. Quod ut magnopere corrigere debeas fratres commonemus, nec sinas fieri ultro; scelus est enim et impietas. Eis ergo “Ex decreto gloriosissimi principis hoc sanctum elegit concilium, ut judaeis non liceat christianos servos habere, nec christiana mancipia emere, nec cujusquam consequi largitate: nefas est enim ut membra Cristi serviant Antichristi ministris. Quod si deinceps servos christianos, vel ancillas judaei habere praesumpserint, sublati ab eorum dominatu libertatem a príncipe consequantur”. (Can. 66). qui haec perpetraverunt, similem homicida: indices poenitentiam”. (CONCILIUM RHEMENSE, ANNo 625) Estos excesos debían de llamar en gran manera la atención, pues que vemos que el concilio de Ciptines celebrado en el año 743 vuelve a insistir en lo mismo; prohibiendo que los esclavos cristianos se entreguen a gentiles. “Et ut mancipia christiana paganis non tradantur”. (Can. 7). Se prohibe vender un esclavo cristiano fuera del territorio comprendido en el reino de Clodoveo. “Pietatis est maximae et religionis intuitus, ut captivitatis vinculum om, nino a christianis redimatur. Unde Sancta Synodus noscitur censuisse, ut nullus mancipium extra fines vel terminos, qui ad regnum domini Clodovei regis pertinent, debeat venundare, ne quod obsit, per tale commercium, aut captivitatis vinculo, vel quod pejus gist, judaica servitute mancipia christiana teneantur implicita”. (Can. 9). El antecedente canon en que se prohibe la venta de los esclavos cristianos fuera del territorio del reino de Clodoveo, por temor de que caiga el esclavo en poder de paganos, o de judíos, y el otro del concilio de Reims copiado más arriba en que se encuentra una especie semejante, son notables bajo dos aspectos: 1º, en cuanto manifiestan el sumo respeto que se ha de tener al alma del hombre, aunque sea esclavo; pues que se prohibe el venderlo allí donde pueda hallarse en un compromiso la conciencia del vendido; respeto que era muy importante sostener, así para desarraigar las erradas doctrinas antiguas sobre este punto, como por ser el primer paso que debía darse para llegar a la emancipación. 2° Limitándose la facultad de vender, se entrometía la ley en esa clase de propiedad, distinguiéndola de las demás, y colocándola en una categoría diferente, y más elevada; esto era un paso muy adelantado, para declarar guerra abierta a esa misma propiedad, pasando a abolirla por medios legítimos. (CONCILIUM DECIMUM TOLETANUM, ANNO 656) § 6. (CONCILIUM CABILONENSE, ANNO 650) Se reprende severamente a los clérigos que vendían sus esclavos a los judíos, y se les conmina con penas terribles. “Septimae collationis immane satis et infandum operationis studium nunc sanctum nostrum adiit concilium; quod plerique ex sacerdotibus et levitis, qui pro sacris ministeriis, et pietatis studio, gubernationisque augmento sancta: ecclesiae deputati sunt officio, malunt imitari turbam malorum, potius quam sanctorum patrum insistere mandatis: ut ipsi etiam qui redimere debuerunt, venditiones facere intendant, quos Christi sanguine praesciunt esse redemptos; ita dumtaxat, ut eorum dominio qui sunt empti in ritu judaismi convertantur oppressi, et fit execrabile commercium, ubi nitente Deo justum gist sanctum adesse conventum; quia majorum canones vetuerunt ut nullus judaeorum conjugia vel servitia habere praesumat de christianorum coetu”. Sigue reprendiendo elocuentemente a los culpables, y luego continúa: “Si quis enim post hanc definitionem talia agere tentaverit, noverit se extra ecclesiam fieri, et praesenti, et futuro judicio cum Juda simili poena percelli, dummodo Dominum denuo proditionis pretio malunt ad iracundiam provocare”. (Can. 7). Manumisión que hace el Papa Gregorio I de dos esclavos de la Iglesia romana; texto notable en que explica el Papa los motivos que inducían a los cristianos a manumitir sus esclavos. “Cum Redemptor noster totius conditor creaturae ad hoc propitiatus humanam voluerit carnem assumere, ut divinitatis suae gratia, diruto quo tenebamur captivi vinculo servitutis, pristinae nos restitueret libertati; salubriter agitur, si homines quos ab initio natura creavit liberos et protulit, et jus gentium jugo substituit servitutis, in ea natura in qua nati fuerant, manumittentis beneficio, libertati reddantur. Atque ideo pietatis intuitu, et hujus rei consideratione permoti, vos Montanam atque Thomam famulos Sanctae Romanae ecclesiae, cui Deo adjutore deservimus, liberos ex hac die civesque Romanos efficimus, omneque vestrum vobis relaxamus servitutis peculium”. (S. Greg. 1. 5, ep. 12). (CONCILIUM AGATHENSE, ANNO 506) Se manda que los obispos respeten la libertad de los manumitidos por sus predecesores. Se indica la facultad que tenían los obispos de manumitir a los esclavos beneméritos, y se fija la cantidad que podían donarles para su subsistencia. “Sane si quos de servis ecclesiae benemeritos sibi episcopus libertate donaverit, collatam libertatem a successoribus placuit custodiri, cum hoc quod eis manumissor in libertate contulerit, quod tamen jubemus viginti solidorum numerum, et modum in terrula, vineola, vel hospitiolo tenere. Quod amplius datum fuerit, post manumissoris mortem ecclesia revocabit”. (Can. 7). (CONCILIUM AURELIANENSE QUARTUM, ANNO 541) Se manda devolver a la iglesia lo empeñado o enajenado por el obispo, que nada le haya dejado de bienes propios; pero se exceptúan de esta regla los esclavos manumitidos, quienes deberán quedar en libertad. “Ut episcopus qui de facultate pro- pria ecclesiae nihil relinquit, de ecclesiae facultate si quid aliter quam canones eloquenter obligaverit, vendiderit aut distraxerit, ad ecelesiam revocetur. Sane si de servis ecclesiae libertos fecerit numero competenti, in ingenuitate permaneant, ita ut ab officio ecclesiae non recedant”. (Can. 9). (SYNODUS CELICHYTENSIS, ANNO 816) Se ordena que a la muerte de cada obispo se de libertad a todos sus esclavos ingleses. Se dispone la solemnidad que ha de haber en las exequias del difunto, previniéndose que al fin de ellas, cada obispo y abad habían de manumitir tres esclavos, dándoles a cada uno tres sueldos. “Decimo jubetur, et hoc firmiter statuimus asservandum, tam nostris diebus, quamque etiam futuris temporibus, omnibus successoribus nostris qui post nos illis sedibus ordinentur quibus ordinati sumus: ut quandocumque aliquis ex numero episcoporum migraverit de saeculo, hoc pro anima illius praecipimus, ex substancia uniuscujusque rei decimam partem dividere, ac distribuere pauperibus in eleemosynam, sive in pecoribus, et armentis, seu de ovibus et porcis, vel etiam in cellariis, nec non onmem hominem Aglicum liberare, qui in diebus suis sit servituti subjectus, ut per illud sui proprii laboris fructum retributionis percipere mereatur, et iudulgentiam peccatorum. Nec ullatenus ab aliqua persona huic capitulo contradicatur, sed magis, prout condecet, a successoribus augeatur, et ejus memoria semper in posterum per universas ecclesias nostrae ditioni subjectas cum Dei laudibus habeatur et honoretur. Prorsus orationes et eleemosynas quae inter nos specialiter condictas habemus, id est, ut statim per singulas parochias in singulis quibusqne ecclesiis, pulsato signo, omnis famulorum Dei coetus ad basilicam conveniant, ibique pariter XXX psalmos pro defuncti anima decantent. Et postea unusquisque antistes et abbas sexcentos psalmos, et centum viginti missas celebrare faciat, et tres homines liberet, et eorum cuilibet tres solidos distribuat. (Can. 10). (CONCILIUM ARDAMACHIENSE IN HIBERNIA CELEBRATUM ANNO 1171: Ex GIRALDO CAMBRENSI,CAP. 28 HIBERNLE EXPUGNATAE) Curioso documento en que se refiere la generosa resolución tomada en el concilio de Armach, en Irlanda, de dar libertad a todos los esclavos ingleses. His completis convocato apud Ardamachiam totitus Hiberniae clero, et super advenarum in insulam adventu tractato diutius et deliberato, tandem communis omnium in hoc sentencia resedit; propter peccata scilicet populi sui, eoque praecipue quod Anglos olim, tam a mercatoribus, quam praedonibus atque piratis, emere passim, et in servitutem redigere consueverant, divina censura vindictae hoc eis incommodum accidisse, ut et ipsi quoque ab eadem gente in servitutem vice reciprobabiliter credi potest, sicut venditores, olim, ita emptores, tam enormi delicto juga servitutis jam meruisse. Decretum est itaque in praedicto concilio, et cum universitatis consensu publico statutum, ut Angli ubique per insulam, servitutis vincnlo mancipati, in pristinam revocentur libertatem”. En el documento que se acaba de leer es digna sobremanera de notarse cómo influían las ideas religiosas en amansar las feroces costumbres de los pueblos. Sobreviene una calamidad pública; y he aquí que desde luego se encuentra la causa de ella en la indignación divina ocasionada por el tráfico que hacían los irlandeses comprando esclavos ingleses a los mercaderes, y a los bandoleros y piratas. No deja también de ser curioso el ver que por aquellos tiempos eran los ingleses tan bárbaros, que vendían a sus hijos y parientes, a la manera de los africanos de nuestros tiempos. Y esto debía de ser bastante general, pues que leemos en el lugar arriba copiado: que esto era común vicio de aquellos pueblos; communi, gentis vitio. Asi se concibe mejor cuán necesaria era la disposición insertada más arriba, del concilio de Londres celebrado en 1102, en que se prohibe ese infame tráfico de hombres. (Ex CONCILI0 APUD SILVANECTUM, ANNO 864) Los esclavos de la Iglesia no deben permutarse con otros; a no ser que por la permuta se les de libertad. “Mancipia ecclesiastica, nisi ad libertatem, non convenit commutari; videlicet ut mancipia, qua pro ecclesiastico homine dabuntur, in Ecclesiae servitute permaneant, et ecclesiasticus homo, qua commutatur, fruatur perpetua libertate. Quod enim semel Deo consecratum est, ad humanos uses transferri non decet”. (V. Decret. Greg. IX, L. 3. Tit. 19. cap. 3). (Ex EODEM, ANNO 864) Contiene la misma especie que anterior; y además se deduce que los fieles, en remedio de sus almas, acostumbraban ofrecer sus esclavos a Dios y a los santos. “Injustum videtur et impium, ut mancipia, quae fideles Deo, et Sanctis ejus pro remedio animae suae consecrarunt, cujuscumque muneris mancipio, vel conunntationis commercio iterum in servituten saecularium redigantur, cum canonica auctoritas servos tantummodo permittat distrahi fugitivos. Et ideo ecclesiarum Rectores summopere caveant, ne eleemosyna unius, alterius peccatum fiat. Et est absurdum, ut ab ecclesiastica dignitate servus discedens, humanae sit obnoxius servituti”. (Ibid. cap. 4). (CONCILIUM ROMANUM SUB S. GREGORIO I, ANNO 597) Se ordena que se de libertad a los esclavos que quieran abrazar la vida monástica, previas las precauciones que pudiesen probar la verdad de la vocación. “Multos de ecclesiastica sea saeculari familia, novimus ad omnipotentis Dei servititum festinare ut ab humana servitute libera in divino servitio valeant familiarius in monasteriis conservara, quos si passim dimittimus, omnibus fugiendi ecclesiastica juris dominiurn occasionem praebemus: si vero festinantes ad omnipotentis Dei servitium, incaute retinemus, illi invenimur negare quadam qui dedit omnia. Unde necesse est ut quisquis ex juris ecelesiastici veo saecularis militiae servitute ad Dei servitium converti desiderat, probetur prius in laico habitu constitutus: et si mores ejus atque conversatio bona desiderio ejus testimonium ferunt, absque retractatione servire in monasterio omnipotenti Domino permittatur, ut ab humano servitio liber recedat qui in divino obsequio districtiorem appetit servitutem”. (S. Greg. Epist. 44. Lib. 4). (Ex EPISTOLIS GELASII PAPAE) Se reprime el abuso que iba cundiendo de ordenar a los esclavos sin consetimiento de sus dueños “Ex antiquis regulis et novella synodali explanatione comprehensum est, personas obnoxias servituti, cingulo coelestis militiae non praecingi. Sed nescio utrum ignorantia an voluntite rapamini, ita ut ex bac causa nullus pene Episcoporum videatur extorris. Ita enim nos frequens et plurimorum que rela circumstrepit, ut ex hac parte nihil penitus putetur constitutum”. (Distin. 54. c. 9). “Frequens equidem, et assidua nos querela circumstrepit de his pontificibus, qui nec antiquas regulas nec decreta nostra noviter directa cogitantes, obnoxias possessionibus obligatasque personas, venientes ad clericalis officii cingulum non recusant”. (Ibid. c. 10). “Actores siquidem filiae illustris et mignificae feminae, Maximae, petitorii nobis insinuatione conquesti sunt, Sylvestrum atque Candidum originarios uos, contra constitutiones, quae supra dictae sent, et contradictione praecunte a Lucerino Pontifice Diaconos ordinatos”. ((bid. c. 11). “Generalis etiam querelae vitanda praesumptio est, qua propemodum causantur universi, passim servos et originarios, dominorum jura, possessionumque fugientes, sub religiosae conversationis obtentu, vel ad monasteria sese conferre, vel ad ecclesiasticum famulatum, conniventibus quippe praesulibus, indifferenter admitti. Quae modis omnibus est amovenda pernicies, ne per christiani nominis institutum aut aliena pervadi, aut publica videatur disciplina subverti”. (Ibid. c. 12). (CONCILIUM EMERITENSE, ANNO 666) Se permite a los párrocos el escoger de entre los siervos de la Iglesia algunos para clérigos. “Quidquid unanimiter digne disponitur in sancta Dei ecclesin, necessarium est ut a parochitanis presbyteris custoditum maneat. Sunt enim nonnulli, qui ecclesiarum suarum res ad plenitndinem habent, et sollicitudo illis nulla est habendi clericos, cum quibus omnipotenti Deo laudum debita persolvant officia. Proinde instituit haec sancta synodus, ut omnes parochitani presbyteri, juxta ut in rebus sibi a Deo creditis sentiunt hibere virtutem, de ecclesiae suae familia clericos sibi faciant: quos per bonam voluntatem ita nutriant, ut et officium sanctum digne peragant, et ad servitum suum aptos eos habeant. Hi etiam victum et vestitum dispensatione presbyteri merebuntur et domino et presbitero suo atque utilitati ecclesiae fideles esse debent. Quod si inutiles apparuerint, ut culpa patuerit, correptione disciplinae feriantur; si quis presbyterorum hanc sententiam minime custodierit, et non adimpleverit, ab episcopo suo corrigatur: ut plenissime custodiat, quod digne jubetur”. (Can. 18). (CONCILIUM TOLETANUM NONUM, ANNO 665) Se dispone que los obispos den libertad a los esclavos de la Iglesia que havan de ser admitidos en el clero. “Qui ex famihis ecclesiae servituri devocantur in clerum ab Episcopis suis, necesse est, ut libertatis percipiant donum: et si honestae vitae claruerint meritis, tunc demum majoribus fungantur officiis”. (Can. 11), (CONCILIUM QUARTUM TOLETANUM, ANNO 633) Se permite ordenar a los esclavos de la Iglesia dándoles antes libertad. “De familiis ecclesiae constituere presbyteros et diaconos per parochias liceat, quos tamen vitae rectitudo et probitas morum commendat: ea tamen ratione, ut antea manumissi liberatem status sui percipiant, et denuo ad ecclesiasticos honores succedant; irreligiosum est enim obligatos existere servituti, qui sacri ordinis suscipiunt dignitatem”. (Can. 74).§ 7. Visto ya cuál fué la conducta de la Iglesia con respecto a la esclavitud en Europa, excitase naturalmente el deseo de saber, cómo se ha portado en tiempos más recientes, con relación a los esclavos de las otras partes del mundo. Afortunadamente puedo ofrecer a mis lectores un documento, que al paso que manifiesta cuáles son en este punto las ideas y, los sentimientos del actual pontífice Gregorio XVI, contiene en pocas palabras una interesante historia de la solicitud de la Sede Romana, en favor de los esclavos de todo el universo. Hablo de unas letras apostólicas contra el tráfico de negros, publicadas en Roma en el día 3 de noviembre en 1839. Recomiendo encarecidamente su lectura, porque ellas son una confirmación auténtica y decisiva de que la Iglesia ha manifestado siempre y manifesta todavía, en este gravísimo negocio de la esclavitud, el más acendrado espíritu de caridad, sin herir en lo más mínimo la justicia, ni desviarse de lo que aconseja la prudencia. GREGORIO PP. XVI AD FUTURAM REI MEMORIAM “Llevado al grado supremo de dignidad apostólica, y siendo, aunque sin merecerlo, en la tierra vicario de Jesucristo hijo de Dios, que por su caridad excesiva se dignó hacerse Hombre y morir para redimir al género humano, hemos creído que corresponde a nuestra pastoral solicitud hacer todas los esfuerzos para apartar a los cristianos del tráfico que están haciendo con los negros, y con otros hombres, sean de la especie que fueren. Tan luego como comenzaron a esparcirse las luces del Evangelio, los desventurados que caían en la más dura esclavitud y en medio de las infinitas guerras de aquella época, vieron mejorarse su situación; porque los apóstoles, inspirados por el espíritu de Dios, inculcaban a los esclavos la máxima de obedecer a sus señores temporales como al mismo Jesucristo, y a resignarse con todo su corazón a la voluntad de Dios; pero al mismo tiempo imponían a los dueños el precepto de mostrarse humanos con sus esclavos, concederles cuanto fuese visto y equitativo, y no maltratarlos, sabiendo que el Señor de unos y otros está en los cielos y que para él no hay acepción de personas. “La Ley Evangélica al establecer de una manera universal y fundamental la caridad sincera para con todos, y el Señor declarando que miraría como hechos o negados a sí mismo, todos los actos de beneficencia y de misericordia hechos o negados a los pobres y a los débiles, produjo naturalmente el que los cristianos no sólo mirasen como hermanos a sus esclavos, sobre todo cuando se habían convertido al Cristianismo, sino que se mostrasen inclinados a dar la libertad a aquéllos que por su conducta se hacían acreedores a ella, lo cual acostumbraban hacer, particularmente en las fiestas solemnes de Pascuas, según refiere San Gregario de Nicea. Todavía hubo quienes, inflamados de la caridad más ardiente, cargaron ellos mismos con las cadenas para rescatar a sus hermanos, y un hombre apostólico, nuestro predecesor el Papa Clemente I, de santa memoria, atestigua haber conocido a muchos que hicieron esta obra de misericordia; y ésta es la razón, porque habiéndose disipado con el tiempo las supersticiones de los paganos, y habiéndose dulcificado las costumbres de los pueblos más bárbaros, gracias a los beneficios de la fe movida por la caridad, las cosas han llegado al punto de que hace muchos siglos no hay esclavos en la mayor parte de las naciones cristianas. “Sin embargo, y lo decimos con el dolor más profundo, todavía se vieron hombres, aun entre los cristianos, que vergonzosamente cegados por el deseo de una ganancia sórdida, no vacilaron en reducir a la esclavitud en tierras remotas a los indios, a los negros, y a otras desventuradas razas, o en ayudar a tan indigna maldad, instituyendo y organizando el tráfico de estos desventurados, a quienes otros habían cargado de cadenas. Muchos pontífices romanos, nuestros predecesores, de gloriosa memoria, no se olvidaron, en cuanto estuvo de su parte, de poner un coto a la condncta de semejantes hombres como contraria a su salvación y degradante para el nombre cristiano, porque ellos veían bien que esta era una de las causas que más influyen para que las naciones infieles mantengan un odio constante a la verdadera religión. “A este fin se dirigen las letras apostólicas de Paulo III, de 20 de mayo de 1537, remitidas al cardenal arzobispo de Toledo, selladas con el sello del Pescador, y otras letras mucho más amplias de Urbano VIII, de 22 de abril de 1639, dirigidas al colector de los derechos de la Cámara apostólica en Portugal; letras en las cuales se contienen las más serias y fuertes reconvenciones contra los que se atreven a reducir a la esclavitud a los habitantes de la India occidental o meridional, venderlos, comprarlos, cambiarlos, regalarlos, separarlos de sus mujeres y de sus hijos, despojarlos de sus bienes, llevarlos o enviarlos a reinos extranjeros, y privarlos de cualquier modo de su libertad, retenerlos en la servidumbre, o bien prestar auxilio y favor a los que tales cosas hacen, bajo cualquier causa o pretexto, o predicar o enseñar que esto es lícito, y por último cooperar a ello de cualquier modo. Benedicto XIV confirmó después y renovó estas prescripciones de los Papas ya mencionados, por nuevas letras apostólicas a los obispos del Brasil v de algunas otras regiones en 20 de diciembre de 1741, en las que excita con el mismo objeto la solicitud de dichos obispos. “Mucho antes, otro de nuestros predecesores más antiguos, Pío II, en cuyo pontificado se extendió el dominio de los portugueses en la Guinea y en el país de los negros, dirigió sus letras apostólicas en 7 de octubre de 1482 al obispo de Ruco, cuando iba a partir para aquellas regiones, en las que no se limitaba únicamente a dar a dicho prelado los poderes convenientes para ejercer en ellas el santo ministerio con el mayor fruto, sino qne tomó de aqui ocasión para censurar severamente la conducta de los cristianos que reducían a los neófitos a la esclavitud. En fin, Pío VII en nuestros días, animado del mismo espíritu de caridad y de religión que sus antecesores, interpuso con celo sus buenos oficios cerca de los hombres poderosos, para hacer que cesase enteramente el tráfico de los negros entre los cristianos. Semejantes prescripciones y solicitud de nuestros antecesores, nos han servido con la ayuda de Dios, para defender a los indios , otros pueblos arriba dichos, de la barbarie, de las conquistas y de la codicia de los mercaderes cristianos: mas es preciso que la Santa Sede tenga por qué regocijarse del completo éxito de sus esfuerzos y de su celo, puesto que si el tráfico de los negros ha sido abolido en parte, todavía se ejerce por un gran número de cristianos. Por esta causa, deseando borrar semejante oprobio de todas las comarcas cristianas, después de haber conferenciado con todo detenimiento con muchos de nuestros venerables hermanos, los cardenales de la santa Iglesia romana, reunidos en consistorio y siguiendo las huellas de nuestros predecesores, en virtud de la autoridad apostólica, advertimos y amonestamos con la fuerza del Señor a todos los cristianos de cualquiera clase y condición que fuesen, y les prohibimos que ninguno sea osado en adelante a molestar injustamente a los indios, a los negros o a otros hombres, sean los que fueren, despojarlos de sus bienes o reducirlos a la esclavitud, ni a prestar ayuda o favor a los que se dedican a semejantes excesos, o a ejercer un tráfico tan inhumano, por el cual los negros, como si no fuesen hombres, sino verdaderos e impuros animales, reducidos cual ellos a la servidumbre sin ninguna distinción, y contra las leyes de la justicia y de la humanidad, son comprados, vendidos y dedicados a los trabajos más duros, con cuyo motivo se excitan desavenencias, y se fomentan continuas guerras en aquellos pueblos por el cebo de la ganancia propuesta a los raptores de negros. “Por esta razón, y en virtud de la autoridad apostólica, reprobamos todas las dichas cosas como absolutamente indignas del nombre cristiano; y en virtud de la propia autoridad, prohibimos enteramente, y prevenimos a todos los eclesiásticos y legos el que se atrevan a sostener como cosa permitida el tráfico de negros, bajo ningún pretexto ni causa, o bien predicar y enseñar en público ni en secreto, ninguna cosa que sea contraria a lo que se previene en estas letras apostólicas. “Y con el fin de que dichas letra lleguen a conocimiento de todos, v que ninguno pueda alegar ignorancia, decretamos y ordenamos que se publiquen y fijen según costumbre, por uno de nuestros oficiales en las puertas de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles, de la Cancillería Apostólica, del Palacio de Justicia, del monte Citorio, y en el campo de Flora. “Dado en Roma en Santa María la Mayor, sellado con el sello del Pescador a 3 de noviembre de 1839, y el 9º de nuestro pontificado. – Aloisio, cardenal Lambruschini”. Llamo particularmente la atención sobre el interesante documento que acabo de insertar, y que puede decirse que corona magníficamente el conjunto de los esfuerzos hechos por la Iglesia para la abolición de la esclavitud. Y como en la actualidad sea la abolición del tráfico de los negros uno de los negocios que más absorben la atención de Europa, siendo el objeto de un tratado concluido recientemente entre las grandes potencias, será bien detenernos algunos momentos a reflexionar sobre el contenido de las letras apostólicas del Papa Gregorio XVI. Es digno de notarse en primer lugar, que ya en 1482 el Papa Pío II dirigió sus letras apostólicas al obispo de Ruvo cuando iba a partir para aquellas regiones, letras en que no se limitaba únicamente a dar a dicho prelado los poderes convenientes para ejercer en ellas el santo ministerio con el mayor fruto, sino que tomó de aquí ocasión para censurar severamente la conducta de los cristianos que reducían a los neófitos a la esclavitud. Cabalmente a fines del siglo XV, cuando puede decirse que tocaban a su término los trabajos de la Iglesia para desembrollar el caos en que se había sumergido la Europa a causa de la irrupción de los bárbaros, cuando las instituciones sociales y políticas iban desarrollándose cada día más, formando ya a la sazón un cuerpo algo regular y coherente, empieza la Iglesia a luchar con otra barbarie que se reproduce en países lejanos, por el abuso que hacían los conquistadores de la superioridad de fuerzas y de inteligencia con respecto a los pueblos conquistados. Este solo hecho nos indica que para la verdadera libertad v bienestar de los pueblos, para que el derecho prevalezca sobre el hecho, y no se entronice el mando brutal de la fuerza, no bastan las luces, no basta la cultura de los pueblos, sino que es necesaria la religión. Allá en tiempos antiguos vemos pueblos extremadamente cultos que ejercen las más inauditas atrocidades; y en tiempos modernos, los europeos ufanos de su saber y de sus adelantos, llevaron la esclavitud a los desgraciados pueblos que cayeron bajo su dominio. ¿Y quién fué el primero que levantó la voz, contra tamaña injusticia, contra tan Horrenda barbarie? No fué la política, que quizás no lo llevaba a mal para que así se asegurasen las conquistas; no fué el comercio que veía en ese tráfico infame un medio expedito para sórdidas pero pingües ganancias; no fué la filosofía que ocupada en comentar las doctrinas de Platón y, de Aristóteles, no se hubiera quizás resistido mucho a que renaciese para los países conquistados la degradante teoría de las razas nacidas para la esclavitud; fué la religión católica, hablando por boca del Vicario de Jesucristo. Es ciertamente un espectáculo consolador para los católicos el que ofrece un pontífice romano condenando hace ya cerca de cuatro siglos, lo que la Europa, con toda su civilización y cultura, viene a condenar ahora; y con tanto trabajo, y todavía con algunas sospechas de miras interesadas por parte de alguno de los promovedores. Sin duda que no alcanzó el pontífice a producir todo el bien que deseaba; pero las doctrinas no quedan estériles, cuando salen de un punto desde el cual pueden derramarse a grandes distancias, y sobre personas que las reciben con acatamiento, aun cuando no sea sino por respeto a aquél que las enseña. Los pueblos conquistadores eran a la sazón cristianos, y cristianos sinceros y así es indudable que las amonestaciones del Papa, trasmitidas por boca de los obispos y demás sacerdotes, no dejarían de producir muy saludables efectos. En tales casos, cuando vemos una providencia dirigida contra un mal, y notamos que el mal ha continuado, solemos equivocarnos, pensando que ha sido inútil, y que quien la ha tomado no ha producido ningún bien. No es lo mismo extirpar un mal que disminuirle; y, no cabe duda en que si las bulas de los papas no surtían todo el efecto que ellos deseaban, debían de contribuir al menos a atenuar el daño, haciendo que no fuese tan desastrosa la suerte de los infelices pueblos conquistados. El mal que se previene y evita no se ve, porque no llega a existir, a causa del preservativo; pero se palpa el mal existente, éste nos afecta, éste nos arranca quejas, y olvidamos con frecuencia la gratitud debida a quien nos ha preservado, de otros más graves. Así suele acontecer con respecto a la religión. Cura mucho, pero todavía precave más que no cura; porque apoderándose del corazón del hombre ahoga muchos males en su misma raíz. Figurémonos a los europeos del siglo XV, invadiendo las Indias orientales y occidentales, sin ningún freno, entregados únicamente a las instigaciones de la codicia, a los caprichos de la arbitrariedad, con todo el orgullo de conquistadores, y con todo el desprecio que debían de inspirarles los indios, por la inferioridad de sus conocimientos, y por el atraso de su civilización y cultura; ¿qué hubiera sucedido? Si es tanto lo que han tenido que sufrir los pueblos conquistados, a pesar de los gritos incesantes de la religión, a pesar de su influencia en las leyes y en las costumbres, ¿no hubiera llegado el mal a un extremo intolerable a no mediar esas poderosas causas que le salían sin cesar al encuentro, ora previniéndole, ora atenuándole? En masa hubieran sido reducidos a la esclavitud los pueblos conquistados, en masa se los hubiera condenado a una degradación perpetua, en masa se los hubiera privado para siempre, hasta de la esperanza de entrar un día en la carrera de la civilización. Deplorable es por cierto lo que han hecho los europeos con los hombres de las otras razas, deplorable es por cierto lo que todavía están haciendo algunos de ellos; pero al menos no puede decirse que la religión católica no se haya opuesto con todas sus fuerzas a tamaños excesos; al menos no puede decirse que la Cabeza de la Iglesia haya dejado pasar ninguno de esos males sin levantar contra ellos la voz, sin recordar los derechos del hombre, sin condenar la injusticia y sin execrar la crueldad, sin abogar por la causa del linaje humano, no distinguiendo razas, climas ni colores. ¿De dónde le viene a la Europa ese pensamiento elevado, ese sentimiento generoso, que la impulsan a declararse tan terminantemente contra el tráfico de hombres, que la conducen a la completa abolición de la esclavitud en las colonias? Cuando la posteridad recuerde esos hechos tan gloriosos para la Europa, cuando los señale para fijar una nueva época en los anales de la civilización del mundo, cuando busque y analice las causas que fueron conduciendo la legislación y las costumbres europeas hasta esa altura; cuando elevándose sobre causas pequeñas y pasajeras, sobre circunstancias de poca entidad, sobre agentes muy secundarios, quiera buscar el principio vital que impulsaba a la civilización europea hacia término tan glorioso, encontrará que ese principio era el Cristianismo. Y cuando trate de profundizar más y más en la materia, cuando investigue si fué el Cristianismo bajo una forma general y vaga, el Cristianismo sin autoridad, el Cristianismo sin el Catolicismo, he aquí lo que le enseñará la historia. El Catolicismo dominando solo, exclusivo, en Europa, abolió la esclavitud en las razas europeas; el Catolicismo, pues, introdujo en la civilización europea el principio de la abolición de la esclavitud; manifestando con la práctica que no era necesaria en la sociedad como se había creído antiguamente, y que para desarrollarse una civilización grande y saludable era necesario empezar por la santa obra de la emancipación. El Catolicismo inoculó, pues, en la civilización europea el principio de la abolición de la esclavitud; a él se debe, pues, si donde quiera que esta civilización ha existido junto con esclavos, ha sentido siempre un profundo malestar que indicaba bien a las claras que había en el fondo de las cosas dos principios opuestos, dos elementos en lucha, que habían de combatir sin cesar hasta que prevaleciendo el más poderoso, el más noble y fecundo, pudiese sobreponerse al otro, logrando primero sojuzgarle, y no parando hasta aniquilarle del todo. Todavía más: cuando se investigue si en la realidad vienen los hechos a confirmar esa influencia del Catolicismo, no sólo por lo que toca a la civilización de Europa, sino también de los países conquistados por los europeos en los tiempos modernos, así en Oriente como en Occidente, ocurrirá desde luego la influencia que han ejercido los prelados y, sacerdotes católicos en suavizar la suerte de los esclavos en las colonia, se recordará lo que se debe a las misiones católicas, y se producirán en fin las letras apostólicas de Pío II, expedidas en 1482, y mencionadas más arriba, las de Paulo III en 1537, las de Urbano VIII en 1639, las de Benedicto XIV en 1741, y las de Gregorio XVI en 1839. En esas letras se encontrará ya enseñado y definido todo cuanto se ha dicho y decirse puede en este punto en favor de la humanidad; en ellas se encontrará reprendido, condenado, castigado, lo que la civilización europea se ha resuelto al fin a condenar y castigar; y cuando se recuerde que fué también un papa, Pío VII, quien en el presente siglo interpuso con celo su mediación y sus buenos oficios con los hombres poderosos, para hacer que cesase enteramente el tráfico de negros entre los cristianos, no podrá menos de reconocerse y confesarse que el Catolicismo ha tenido la principal parte en esa grandiosa obra, dado que él es quien ha sentado el principio en que ella se funda, quien ha establecido los precedentes que la guían, quien ha proclamado sin cesar las doctrinas que la inspiran, quien ha condenado siempre las que se le oponían, quien se ha declarado en todos tiempos en guerra abierta contra la crueldad y la codicia, que venían en apoyo y fomento de la injusticia y de la inhumanidad. El Catolicismo, pues, ha cumplido perfectamente su misión de paz y amor, quebrantando sin injusticias ni catástrofes las cadenas en que gemía una parte del humano linaje; y las quebrantaría del todo en las cuatro partes del mundo, si pudiese dominar por algún tiempo en Asia y África, haciendo desaparecer la abominación y el envilecimiento introducidos y arraigados en aquellos infortunados países por el mahometismo y la idolatría. Doloroso es, a la verdad, que el Cristianismo no haya ejercido todavía sobre aquellos desgraciados países toda la influencia que hubiera sido menester para mejorar la condición social y política de sus habitantes, por medio de un cambio en las ideas y costumbres; pero si se buscan las causas de tan sensible retardo, no se encontrarán por cierto en la conducta del Catolicismo. No es éste el lugar de señalarlas, pero reservándome hacerlo después, indicaré entre tanto que no cabe escasa responsabilidad al Protestantismo por los obstáculos que, como demostraré a su tiempo, ha puesto a la influencia universal y eficaz del Cristianismo sobre los pueblos infieles. En otro lugar de esta obra me propongo examinar detenidamente tan importante materia, lo que hace que me contente aquí con esta ligera indicación. Recio se hace creer el extravío de los antiguos sobre el respeto debido al hombre; inconcebible parece que llegasen a tener en nada la vida del individuo que no podía servir en algo a la sociedad; y sin embargo nada hay más cierto. Lamentable fuera que esta o aquella ciudad hubiesen dictado una ley bárbara, o por una u otra causa, llegase a introducirse en ellas una costumbre atroz; no obstante, mientras la filosofía hubiese protestado contra tamaños atentados, la razón humana se habría conservado sin mancilla, y no se la pudiera achacar con justicia que tomase parte en las nefandas obras del aborto y del infanticidio. Pero cuando encontramos defendido y enseñado el crimen por los filósofos mas graves de la antigüedad, cuando le vemos triunfante en el pensamiento de sus hombres más ilustres, cuando los oímos prescribiendo estas atrocidades con una calma y serenidad espantosas, el espíritu desfallece, la sangre se hiela en el corazón: quisiera uno taparse los ojos para no ver humillada a tanta ignominia, a tanto embrutecimiento, la filosofía, la razón humana. NOTA 16 [tecla retroceso <-- para volver al texto] Recio se hace creer el extravío de los antiguos sobre el respeto debido al hombre; inconcebible parece que llegasen a tener en nada la vida del individuo que no podía servir en algo a la sociedad; y sin embargo nada hay más cierto. Lamentable fuera que esta o aquella ciudad hubiesen dictado una les- bárbara, o por una u otra causa, llegase a introducirse en ellas una costumbre atroz; no obstante, mientras la filosofía hubiese protestado contra tamaños atentados, la razón humana se habría conservado sin mancilla, y no se la pudiera achacar con justicia que tomase parte en las nefandas obras del aborto y del infanticidio. Pero cuando encontramos defendido y enseñado el crimen por los filósofos mas graves de la antigüedad, cuando le vemos triunfante en el pensamiento de sus hombres más ilustres, cuando los oímos prescribiendo estas atrocidades con una calma y serenidad espantosas, el espíritu desfallece, la sangre se hiela en el corazón: quisiera uno taparse los ojos para no ver humillada a tanta ignominia, a tanto embrutecimiento, la filosofía, la razón humana. Oigamos a Platón en su República, en aquel libro donde se proponía reunir las teorías que eran a su juicio las más brillantes y al propio tiempo las más conducentes para el bello ideal de la sociedad humana. “Menester es -dice uno de los interlocutores del diálogo-, menester es, según nuestros principios, procurar que entre los hombres y las mujeres de la mejor raza sean frecuentes las relaciones de los sexos; y, al contrario, muy raras entre los de menos valer. Además es necesario criar los hijos de los primeros, mas no de los segundos, si se quiere tener un rebaño escogido. En fin, es necesario que sólo los magistrados tengan noticia de estas medidas, para evitar en cuanto sea posible la discordia en el rebaño”. “Muy bien”, responde otro de los interlocutores. (PLATÓN, República, L, S). He aquí reducida la especie humana a la simple condición de los brutos; el filósofo hace muy bien en valerse de la palabra rebaño, bien que hay la diferencia de que los magistrados imbuidos en semejantes doctrinas debían resultar más duros con sus súbditos que un pastor con su ganado. No; el pastor que entre los corderillos recién nacidos encuentra alguno débil y estropeado no le mata, no le deja perecer de hambre; le lleva en brazos junto a la oveja que le sustentará con su leche, y le acaricia blandamente para acallar sus tiernos balidos. Pero ¿serán quizás las expresiones citadas una palabra escapada al filósofo en un momento de distracción? El pensamiento que revelan, ¿no podrá mirarse como una de aquellas inspiraciones siniestras que se deslizan un instante en el espíritu del hombre, pasando sin dejar rastro, como serpea rápido un pavoroso reptil por la amenidad de una pradera? Así lo deseáramos para la gloria ele Platón; pero, desgraciadamente, él mismo nos quita todo medio de vindicarle, pues que insiste sobre lo mismo tantas veces y con tan sistemática frialdad. “En cuanto a los hijos -repite más abajo- de los ciudadanos de inferior calidad, y aun por lo tocante a los de los otros, si hubiesen nacido deformes, los magistrados los ocultarán como conviene, en algún lugar secreto, que será prohibido revelar”. Y uno de los interlocutores responde: “Sí, sí, queremos conservar en su pureza la raza de los guerreros”. La voz de la naturaleza protestaba en el corazón del filósofo contra su horrible doctrina; presentábanse a su imaginación las madres reclamando sus hijos recién nacidos, y por esto encarga el secreto, prescribe que sólo los magistrados tengan noticia del lugar fatal, para evitar la discordia en la ciudad. Así los convierte en asesinos alevosos, que matan, y ocultan desde luego su víctima bajo las entrañas de la tierra. Continúa Platón prescribiendo varias reglas en orden a las relaciones de los dos sexos, y Hablando del caso en que el hombre y la mujer han llegado a una edad algo avanzada, nos ofrece el siguiente escandaloso pasaje: “Cuando uno y otro sexo -dice el filósofo hayan pasado de la edad de tener hijos dejaremos a los hombres la libertad de continuar con las mujeres las relaciones que quieran, exceptuando sus hijas, madres, nietas y abuelas; y a las mujeres les dejaremos la misma libertad con respecto a los hombres y les recomendaremos muy particularmente que tomen todas las precauciones para que no nazca de tal comercio ningún fruto; y que si a pesar de sus precauciones nace alguno, que lo expongan, pues el estado no se encarga de mantenerle”. Platón estaba, a lo que parece, muy satisfecho de su doctrina, pues en el mismo libro donde escribía lo que acabamos de ver dice aquella sentencia que se ha hecho tan famosa: que los males de los estados no se remediarán jamás, ni serán bien gobernadas las sociedades, hasta que los filósofos lleguen a ser reyes o los reyes se hagan filósofos. Dios nos preserve de ver sobre el trono una filosofía como la suya; por lo demás, su deseo del reino de la filosofía se ha realizado en los tiempos modernos, y más que el reino todavía, la divinización, hasta llegar a tributarle en un templo público los homenajes de la divinidad. No creo, sin embargo, que sean muchos los que echen de menos los aciagos días del Culto de la Razón. La horrible enseñanza que acabamos de leer en Platón se trasmitía fielmente a las escuelas venideras. Aristóteles, que en tantos puntos se tomó la libertad de apartarse de las doctrinas de su maestro, no pensó en corregirlas por lo tocante al aborto y al infanticidio. En su Política enseña los mismos crímenes, con la misma serenidad que Platón. “Para evitar –dice — que se alimenten las criaturas débiles o mancas la ley ha de prescribir que se las exponga, o se las quite de en medio. En el caso que esto se hallare prohibido por las leyes y costumbres de algunos pueblos, entonces es necesario señalar a punto fijo el número de los hijos que se puedan procrear; y si aconteciere que algunos tuvieren más del número prescripto se ha de procurar el aborto, antes que el feto haya adquirido los sentidos y la vida—. (ARISTÓTELES, Política, L. 7, c. 16). Véase, pues, con cuánta razón he dicho que entre los antiguos el hombre como hombre no era tenido en nada; que la sociedad le absorbía entero, que se arrogaba sobre él derechos injustos, que le miraba como un instrumento de que se valía si era útil, y que no siéndolo se consideraba facultada para quebrantarle. En los escritos de los antiguos filósofos se nota que hacen de la sociedad una especie de todo, al cual pertenecen los individuos como a una masa de hierro los átomos que la componen. No puede negarse que la unidad es un gran bien de las sociedades, y que hasta cierto punto es una verdadera necesidad; pero esos filósofos se imaginan cierta unidad a la que debe todo sacrificarse, sin consideraciones de ninguna clase a la esfera individual, sin atender a que el objeto de la sociedad es el bien y la dicha de las familias y de los individuos que la componen. Esta unidad es el bien principal, según ellos; nada puede comparársele; y la ruptura de ella es el mal mayor que pueda acontecer y que conviene evitar por todos los medios imaginables. “El mayor mal de un estado dice Platón ¿no es lo que le divide y de uno hace muchos? Y su mayor bien, ¿no es lo que liga todas sus partes, y le hace uno?” Apoyado en este principio continúa desenvolviendo su teoría, y tomando las familias y los individuos, los amasa, por decirlo así, para que den un todo compacto, uno. Por esto, a más de la comunidad de educación y de vida, quiere también la de mujeres y de hijos; considera como un mal el que haya goces ni sufrimientos personales; todo lo exige común, social. No permite que los individuos vivan, ni piensen, ni sientan, ni obren, sino como partes del gran todo. Léase con reflexión su República, y en particular el libro V, y se echará de ver que éste es el pensamiento dominante en el sistema de aquel filósofo. Oigamos sobre lo mismo a Aristóteles: “Como el fin de la sociedad es uno, claro es que la educación de todos sus miembros debe ser necesariamente una, y la misma. La educación debería ser pública, no privada, como acontece ahora, que cada cual cuida de sus hijos y les enseña lo que más le agrada. Cada ciudadano es una partícula de la sociedad, y el cuidado de una partícula debe naturalmente enderezarse a lo que demanda el todo”. (ARISTOTELES, Política, L. R, cap. 1). Para darnos a comprender cómo entiende esta educación común concluye haciendo honorífica mención de la que se daba en Lacedemonia, que, como es bien sabido, consistía en ahogar todos los sentimientos, excepto el de un patriotismo feroz, cuyos rasgos todavía nos estremecen. No; en nuestras ideas y costumbres no cabe el considerar de esta suerte a la sociedad. Los individuos están ligados a ella, forman parte de ella, pero sin que pierdan su esfera propia, ni la esfera de sus familias; y disfrutan de un vasto campo donde pueden ejercer su acción sin que se encuentren con el coloso De la sociedad. El patriotismo existe aún; pero no es una pasión ciega, instintiva, que lleva al sacrificio como una víctima con los ojos vendados; sino un sentimiento racional, noble, elevado, que forma héroes como los de Lepanto y de Bailén, que convierte en leones ciudadanos pacíficos, como en Gerona y Zaragoza, que levanta cual chispa eléctrica un pueblo entero, y desprevenido e inerme le hace buscar la muerte en las bocas de fuego de un ejército numeroso y aguerrido, como Madrid en pos del sublime ¡Muramos!… de Daóiz y de Velarde. He insinuado también en el texto que entre los antiguos se creía con derecho la sociedad para entrometerse en todos los negocios del individuo; y aun puede añadirse que las cosas se llevaban hasta un extremo que rayaba en ridículo. _Quién dijera que la ley había de entrometerse en los alimentos que hubiese de tomar una mujer encinta, ni en prescribirle el ejercicio que le convenía hacer? “Conviene -dice gravemente Aristóteles- que las mujeres embarazadas cuiden bien de su cuerpo y que no sean desidiosas en demasía, ni tomen alimentos sobrado tenues y sutiles. Y esto lo conseguirá fácilmente el legislador ordenándoles y mandándoles que hagan todos los días un paseo para honrar y venerar aquellos dioses a quienes les cupo en suerte el presidir a la generación”. (Política, 1. 7, c. 16). La acción de la ley se extendía a todo; y en algunas partes no podía escaparse de su severidad ni el mismo llanto de los niños. “No hacen bien -dice Aristóteles- los que por medio de las leyes prohíben a los niños el gritar y llorar; los gritos y el llanto les sirven a los niños de ejercicio y contribuye a que crezcan. Esfuerzo natural que desahoga y comunica vigor a los que se encuentran ‘en angustia”. (Política, 1. 7, c. 17). Esas doctrinas de los antiguos, ese modo de considerar las relaciones del individuo con la sociedad, explican muy bien por qué se miraban entre ellos como cosa muy natural las casta, y la esclavitud. ¿Qué extrañeza nos ha de causar el ver razas enteras privadas de la libertad, o tenidas por incapaces de alternar con otras pretendidas superiores, cuando vemos condenadas a la muerte generaciones de inocentes sin que los concienzudos filósofos dejen traslucir siquiera el menor escrúpulo sobre la legitimidad de un acto tan inhumano? Y no es esto decir que ellos, a su modo, no buscasen también la dicha como fin de la sociedad, sino que tenían ideas monstruosas sobre los medios de alcanzarla, Entre nosotros es tenida también en mucho la conservación de la unidad social, también consideramos al individuo como parte de la sociedad, y que en ciertos casos debe sacrificarse al bien público; pero miramos al propio tiempo como sagrada su vida, por inútil, por miserable, por débil que él sea; y contamos entre los homicidios el matar a un niño que acaba de ver la luz, o que no la ha visto aún, del mismo modo que el asesinato de un hombre en la flor de sus años. Además, considerarnos que los individuos y, las familias tienen derechos que la sociedad debe respetar, secretos en que ésta no se puede entrometer; y cuando se les exigen sacrificios costosos sabernos que han de ser previamente justificados por una verdadera necesidad. Sobre todo, pensamos que la justicia, la moral, deben reinar en las obras de la sociedad corno en las del individuo; v así como rechazamos con respecto a éste el principio de la utilidad privada, así no le admitimos tampoco con relación a aquélla. La máxima de que la salud del pueblo es la suprema ley no la consentimos sino con las debidas restricciones y condiciones; sin que por esto sufran perjuicio los verdaderos intereses de la sociedad. Cuando estos intereses son bien entendidos no están en pugna con la sana moral; y si pasajeras circunstancias crean a veces esa pugna, no es más que aparente; porque reducida como está a pocos momentos, y limitada a pequeño círculo, no impide que al fin resulten en armonía, y no se compense con usura el sacrificio que se haga de la utilidad en aras de los eternos principios de la moral. NOTA 17 [tecla retroceso <-- para volver al texto] El lector me dispensará fácilmente de entrar en pormenores sobre la situación abyecta y vergonzosa de la mujer entre los antiguos y aun entre los modernos, allí donde no reina el Cristianismo; pues las severas leyes del pudor salen a cada paso a detener la pluma cuando quiere presentar algunos rasgos característicos. Basta decir que el trastorno de las ideas era tan extraordinario que aun los hombres más señalados por su gravedad y mesura deliraban sobre este punto de una manera increíble. Dejemos aparte cien y cien ejemplos que se podrían recordar; pero ¿quién ignora el escandaloso parecer del sabio Solón sobre prestar las mujeres para mejorar la raza? ¿Quién no se ha ruborizado al leer lo que dice el divino Platón, en su República, sobre la conveniencia y el modo de tomar parte las mujeres en los juegos públicos? Pero echemos un velo sobre esos recuerdos tan vergonzosos a la sabiduría humana, que así desconocía los primeros elementos de la moral y las más sentidas inspiraciones de la naturaleza. Cuando así pensaban los primeros legisladores v sabios, ¿qué había de suceder entre el vulgo? ¡Cuánta verdad hay- en las palabras del Sagrado Texto, que nos presentan a los pueblos faltos de la luz divina del Cristianismo como sentados en las tinieblas y sombras de la muerte! Lo más temible para la mujer, como lo más propio para conducirla a la degradación, es lo que mancilla el pudor; sin embargo, puede contribuir también a este envilecimiento la ilimitada potestad otorgada sobre ella al varón. En este particular se hallaba en posición tan dolorosa que su suerte venía a ser en muchas partes la de una verdadera esclava. Pasemos por alto las costumbres de otros pueblos, y detengámonos un instante en los romanos, donde la fórmula ubi tu Cajus, ego Caja, parece indicar una sujeción tan ligera que se aproxima a la igualdad. Para apreciar debidamente lo que valía esta igualdad basta recordar que un marido romano se creía facultado hasta para dar la muerte a su mujer, y esto no precisamente en caso de adulterio, sino por faltas mucho menos graves. En tiempo de Rómulo fué absuelto de este atentado Egnacio Mecenio, quien no había tenido otro motivo para cometerle que el haber caído su mujer en la flaqueza de probar el vino de la bodega. Estos rasgos pintan a un pueblo; y aun cuando concedamos toda la importancia que se quiera al cuidado de los romanos para que sus matronas no se diesen al vino, no sale muy bien parada de semejantes costumbres la dignidad de la mujer. Cuando Catón prescribía entre los parientes la afectuosa demostración de darse un ósculo, con la mira, según refiere Plinio, de saber si las mujeres olían a vino, an temetum olerent. Hacía por cierto ostentación de su severidad y de su celo, pero ultrajaba villanamente la reputación de las mismas mujeres cuya virtud se proponía conservar. Hay remedios peores que el mal. Por lo tocante al mérito de la indisolubilidad del matrimonio, establecida y conservada por el Catolicismo, fácil me fuera corroborar de mil maneras lo que llevo dicho en el texto. Me contentaré, sin embargo, en obsequio de la brevedad, con insertar un muy notable pasaje de Madame de Staél, que muestra cuán funestas han sido a la moral pública las doctrinas protestantes. Este testimonio es mucho más decisivo, no sólo por ser de una escritora protestante, sino también porque versa sobre las costumbres de un país que ella tanto estimaba y admiraba. “El amor es una religión en Alemania, pero una religión poética, que tolera con demasiada facilidad todo lo que la sensibilidad puede excusar. No puede negarse que en las provincias protestantes la facilidad del divorcio ataca la santidad del matrimonio. Se cambia tan tranquilamente de esposos, como si no se tratase de otra cosa que de arreglar los incidentes de un drama. El buen natural de los hombres y de las mujeres hace que estas fáciles separaciones se lleven a cabo sin amargura; y como en los alemanes hay más imaginación que verdadera pasión, los acontecimientos más extraños se realizan entre ellos con la mayor tranquilidad del mundo. Sin embargo, esto hace perder toda la consistencia a las costumbres y al carácter; el espíritu de paradoja conmueve las instituciones más sagradas, y, no se tienen en ninguna materia reglas bastante fijas. (Madame DE STAEL., De la Alemania, la parte, cap. 3). Échase de ver, pues, que el Protestantismo atacando la santidad del matrimonio abrió una llaga profunda a las costumbres. Ya llevo indicado que el mal no fué tan grave como era de temer a causa de que el buen sentido de los pueblos europeos, formado bajo la enseñanza del Catolicismo, no les permitió abandonarse sin mesura a las funestas doctrinas de la pretendida Reforma. Con mucho gusto he consignado este Hecho, pero es necesario por otra parte no olvidar las notables confesiones de la célebre escritora: La santidad del matrimonio atacada por el divorcio, el difícil y tranquilo cambio de esposos, la pérdida de la consistencia de las costumbres y carácter, el desmoronamiento de las instituciones más sagradas, la falta de reglas fijas en todas las materias.´ Si esto dicen los mismos protestantes, difícil será que a los católicos se nos pueda tachar de exageración cuando pintamos los males acarreados por la Reforma. NOTA 18 [tecla retroceso <-- para volver al texto] La filosofía anticristiana ha debido de tener considerable influencia en ese prurito de encontrar en los bárbaros el origen del ennoblecimiento de la mujer europea y otros principios de civilización. En efecto, una vez encontrado en los bosques de Germania el manantial de tan hermosos distintivos, despojábase al Cristianismo de una porción de sus títulos, y se repartía entre muchos la gloria que es suya, exclusivamente suya. No negare que los germanos de Tácito son algo poéticos, pero los germanos verdaderos no es creíble que lo fueran mucho. Algunos pasajes citados en el texto robustecen sobremanera esta conjetura; pero yo no encuentro medio más a propósito para disipar todas las ilusiones que el leer la historia de la irrupción de los bárbaros, sobre todo en los testigos oculares. El cuadro, lejos de resaltar poético, aparece en extremo repugnante. Aquella interminable serie de pueblos desfilan a los ojos del lector como una visión espantada en un sucio angustioso; y por cierto que la primera idea que se ofrece al contemplar aquel cuadro no es buscar en las Hordas invasoras el origen de ninguna de las calidades de la civilización moderna, sino la terrible dificultad de explicar cómo pudo desembrollarse aquel caos, ni cómo fué dado atinar en los medios de hacer que surgiera de en medio de tanta brutalidad, la civilización más hermosa y brillante que se vió jamás sobre la tierra. Tácito parece entusiasta, pero Sidonio, que no escribía a larga distancia de los bárbaros, que los veía, que los sufría, no participaba a buen seguro de semejante entusiasmo. “Me encuentro -decía- en medio de los pueblos de la larga cabellera, precisado a oír el lenguaje del germano y a aplaudir, mal que me pese, el canto del borgoñón borracho y con los cabellos engrasados de manteca ácida. ;Felices vuestros ojos que no los ven, felices vuestros oídos que no los oyen!” Si el espacio lo permitiese, sería fácil amontonar mil y mil textos, que nos mostrarían hasta la evidencia lo que eran los bárbaros, y lo que de ellos podía esperarse en todos sentidos. Lo que resulta más claro que la luz del día es el designio de la Providencia de servirse de aquellos pueblos para destruir el imperio romano, v cambiar la faz del mundo. Al parecer, tenían los invasores un sentimiento de su terrible misión. Marchan, avanzan, ni ellos mismos saben adónde van; pero no ignoran que van a destruir. Atila se hacía llamar el azote de Dios, función tremenda que el mismo bárbaro expresó por estas otras palabras: “La estrella cae, la tierra tiembla, yo soy el martillo del orbe”. “Donde mi caballo pasa, la hierba no crece jamás”. Alarico, marchando hacia la capital del mundo, decía: “No puedo detenerme; hay alguien que me impele, que me empuja a saquear Roma”. Genserico hace preparar una expedición naval, sus hordas están a bordo, él mismo se embarca también, nadie sabe el punto adónde se dirigían las velas; el piloto se acerca al bárbaro, y le dice: Señor, ¿a qué pueblos queréis llevar la guerra? “A los que han provocado la cólera de Dios”, responde Genserico. Si en aquella catástrofe no se hubiese hallado el Cristianismo en Europa, la civilización estaba perdida, anonadada, quizás para siempre. Pero una religión de luz y de amor debía triunfar de la ignorancia y de la violencia. Durante las calamidades de la irrupción, evitó ya muchos desastres, merced al ascendiente que comenzara a ejercer sobre los bárbaros y, pasando lo más crítico de la refriega, tan luego como los conquistadores tomaron algún asiento, desplegó un sistema de acción tan vasto, tan eficaz, tan decisivo, que los vencedores se encontraron vencidos, no por la fuerza de las armas, sino de la caridad. No estaba en manos de la Iglesia el prevenir la irrupción; Dios lo había decretado así, y el decreto debía cumplirse; así el piadoso monje que salió al encuentro de Alarico al dirigirse sobre Roma, no pudo detenerle en su marcha, porque el bárbaro responde que no puede pararse, que hay quien le empuja y que avanza contra su propia voluntad. Pero la Iglesia aguardaba a los bárbaros después de la conquista; ella sabía que la Providencia no abandonaría su obra; que la esperanza de los pueblos en el porvenir estaba en manos de la Esposa de Jesucristo; así Alarico marcha sobre Roma, la saquea, la asuela, pero al encontrarse con la religión se detiene, se ablanda, y señala como lugares de asilo las iglesias de San Pedro y de San Pablo. Hecho notable que simboliza bellamente la religión cristiana, preservando de su total ruina el universo. NOTA 19 [tecla retroceso <-- para volver al texto] El alto beneficio dispensado a las sociedades modernas, con la formación de una recta conciencia pública podríase encarecer sobremanera comparando nuestras ideas morales con las de todos los demás pueblos antiguos y modernos; de donde resultaría demostrado cuán lastimosamente se corrompen los buenos principios cuando quedan encomendados a la razón del hombre; sin embargo, me contentaré con decir dos palabras sobre los antiguos, para que se vea con cuánta verdad llevo asentado que nuestras costumbres, corrompidas como se hallan, les hubieran parecido a los gentiles un modelo de moralidad y decoro. Los templos consagrados a Venus en Babilonia y Corinto recuerdan abominaciones, que hasta se nos hacen incomprensibles. La pasión divinizada exigía sacrificios dignos de ella; á una divinidad sin pudor le correspondía el sacrificio del pudor, y el santo nombre de Templo se aplicaba a unas casas de la más desenfrenada licencia; n¡ un velo siquiera para los mayores desórdenes. Conocida es la manera con que las doncellas de Chipre ganaban el dote para el matrimonio, y nadie ignora los misterios de Adonis, de Príapo, y otras inmundas divinidades. Hay vicios que entre los modernos carecen en cierto modo de nombre y, que si le tienen, anda acompañado del recuento de un horroroso castigo sobre ciudades culpables. Leed los escritores antiguos que nos pintan las costumbres de sus tiempos; el libro se cae de las manos. Materia es ésta en que se hace necesario contentarse con indicaciones, que despierten en los lectores la memoria de lo que les habrá ofendido una y mil veces, al recorrer la historia, y ocuparse en la literatura de la antigüedad pagana. El autor se ve precisado a contentarse con recuerdos, absteniéndose de pintar. NOTA 20 [tecla retroceso <-- para volver al texto] Como es tan común en la actualidad el ponderar la fuerza de las ideas, exagerado quizás juzgarán algunos lo que acabo de decir sobre su flaqueza, no sólo para influir sobre la sociedad, sino también para conservarse, siempre que, permaneciendo en su región propia, no alcanzan a realizarse en instituciones que sean como su órgano, y que además les sirvan de resguardo y defensa. Lejos estoy, yo así lo he dicho claramente en el texto, de negar ni poner en duda lo que se llama la fuerza de las ideas, sólo me propongo manifestar que ellas por sí solas pueden poco, y que la ciencia propiamente dicha es más pequeña cosa de lo que generalmente se cree, en todo lo concerniente a la organización de la sociedad. Tiene esta doctrina un íntimo enlace con el sistema seguido por la Iglesia Católica, la cual, si bien ha procurado siempre el desarrollo del espíritu humano por medio de la propagación de las ciencias, no obstante, ha señalado a éstas un lugar secundario en el arreglo de la sociedad. Nunca la religión ha estado reñida con la verdadera ciencia, pero jamás ha dejado de manifestar cierta desconfianza en todo lo que era exclusivo producto del pensamiento del hombre; y nótese bien que ésta es una de las capitales diferencias entre la religión y la filosofía del siglo pasado o, mejor diremos, éste era el motivo de su fuerte antipatía. La primera no condenaba la ciencia, antes la amaba, la protegía, la fomentaba, pero le señalaba al propio tiempo sus límites, le advertía que en ciertos puntos era ciega, le anunciaba que en ciertas obras sería impotente y, en otras, destructora y funesta. La segunda proclamaba en alta voz la soberanía de la ciencia, la declaraba omnipotente; la divinizaba, atribuyéndole fuerza y brío para cambiar la faz del mundo y bastante previsión y acierto para verificar ese cambio en pro de la humanidad. Ese orgullo de la ciencia, esa divinización del pensamiento es, si bien se mira, el fondo de la doctrina protestante. Fuera toda autoridad, la razón es el único juez competente, el entendimiento recibe directa e inmediatamente de Dios toda la luz que necesita; he aquí las doctrinas fundamentales del Protestantismo, es decir, el orgullo del entendimiento. Si bien se observa, el mismo triunfo de las revoluciones en nada ha desmentido las cuerdas previsiones de la religión, y la ciencia propiamente dicha tan lejos se halla de haber ganado crédito en esta parte, que antes bien lo ha perdido completamente. En efecto: nada queda de la ciencia revolucionaria, lo que resta son los efectos de la revolución, los intereses por ella creados, las instituciones que han brotado de esos mismos intereses, y que desde luego han buscado en la región misma de la ciencia otros principios en que apoyarse, muy distintos de los que antes se habían proclamado. Tanta verdad es lo que llevo asentado, de que toda idea necesita realizarse en una institución, que las revoluciones mismas, guiadas por el instinto que las conduce a conservar más o menos enteros los principios que las producen, tienden desde luego a crear esas instituciones donde se puedan perpetuar las doctrinas revolucionarias o donde puedan tener como un sucesor y representante, después que ellas hayan desaparecido de las escuelas. Esta indicación podría dar lugar a extensas consideraciones sobre el origen y el estado actual de algunas formas de gobierno en distintos puntos de Europa. Hablando de la rapidez con que se suceden unas a otras las teorías científicas y de la inmensa amplitud que ha tomado con la prensa el campo de la discusión, he observado que no era esto una señal infalible de adelanto científico, ni menos, una prenda de fecundidad del pensamiento para realizar grandes obras en el orden material, ni en el social. He dicho que los grandes pensamientos nacen más bien de la intuición que del discurso y, al efecto, he recordado hechos y personajes históricos que dejan esta verdad fuera de duda. La ideología pudiera suministrarnos abundantes pruebas, si, para probar la esterilidad de la ciencia, fuese necesario acudir a la misma ciencia; pero el simple buen sentido, amaestrado por lo que está enseñando a cada paso la experiencia, basta para convencer de que los hombres más sabios en el libro son, no pocas veces, no sólo medianos, sino hasta ineptos en el mundo. Por lo tocante a lo que he insinuado con respecto a la intuición y al discurso, lo someto al juicio de los Hombres que se han dedicado al estudio del entendimiento humano; estoy seguro de que su opinión no se diferenciará de la mía.
 
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