errores del concilio vaticano II
TODO LO QUE SE DIJO EN ESE CONCIABULO ES SATANICO.
Introducción Naturaleza jurídica ambigua del Concilio. Errores en el discurso de inauguración y en el mensaje al mundo. Ejemplos de ambigüedades y contradicciones ínsitas en los textos del concilio. Omisiones notables. Sinopsis de los errores Sinopsis de los errores imputados al Concilio Vaticano II. Errores concernientes a la noción de tradición y de verdad católica. Errores concernientes a la santa Iglesia y a la beatísima Virgen. Errores concernientes a la santa misa y a la liturgia sagrada. Errores concernientes al sacerdocio. Errores concernientes a la encarnación, la redención, el concepto del hombre. Errores concernientes al reino de Dios. Errores concernientes al matrimonio y a la condición de la mujer. Errores concernientes a sectarios, herejes, cismáticos (los denominados “hermanos separados”). La descripción errónea y desaviante de las religiones acristianas. Errores concernientes a la política, la comunidad política, las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Errores sobre la libertad religiosa y el papel de la conciencia moral. Errores en la interpretación del significado del mundo contemporáneo. La mala pastoral en la reforma de la liturgia sagrada. La mala pastoral en la investigación y la enseñanza de la doctrina. La mala pastoral en la formación de los religiosos, seminaristas, sacerdotes y en el ministerio episcopal. La mala pastoral en las directrices impartidas para el apostolado de los seglares. La mala pastoral en la puesta al día de la educación. Introducción Naturaleza jurídica ambigua del Concilio. INTRODUCCIÓN Se le imputa al Vaticano II (1962-1965), en general, una mente poco o nada católica, a causa del antropocentrismo, tan inexplicable cuanto innegable, que rezuman todos sus documentos, así como debido a la simpatía que manifiesta por el “mundo” y sus engañosos valores. Más en concreto, se le imputan ambigüedades notables, contradicciones patentes, omisiones significativas y, lo que más cuenta, errores graves en la doctrina y la pastoral. 1 - NATURALEZA JURÍDICA AMBIGUA DEL ÚLTIMO CONCILIO Procede recordar, a título preliminar, que la ambigüedad se insinúa hasta en la naturaleza jurídica efectiva del concilio Vaticano II: dicha naturaleza no está clara y parece indeterminada, porque el Vaticano II quiso declararse mero concilio pastoral, razón por la cual no pretendió definir dogmas, ni condenar errores (cf. el discurso de inauguración pronunciado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 y la Notificatio leída en el aula el 5 de noviembre de 1965). Por ello, las dos constituciones suyas que se adornan con el título de “dogmáticas” ( Dei Verbum , sobre la revelación divina, y Lumen Gentium , sobre la Iglesia ) son tales nada más que de nombre, porque conciernen a materias atinentes al dogma de la fe. El Concilio se quiso degradar a sí propio, apertis verbis, a «magisterio ordinario sumo y manifiestamente auténtico» (Pablo VI), figura insólita e inadecuada para un concilio ecuménico, que encarna desde siempre un ejercicio extraordinario del magisterio, el cual se da en el momento en que el Papa decide ejercer excepcionalmente sobre toda la Iglesia , junto con todos los obispos, reunidos por él en concilio, la summa potestas , que le compete por derecho divino. Tampoco aclara las cosas la referencia al carácter “auténtico” de dicho magisterio, porque con tal término se entiende generalmente un magisterio “calificado”, pero calificado nada más que en razón de la autoridad de la persona, no en razón de su infalibilidad. El magisterio mere authenticum no es infalible, mientras que sí lo es el “magisterio ordinario infalible” (v. SISINONO, 31 de marzo del 2001, edición italiana, págs. 4 ss); como quiera que sea, la infalibilidad del magisterio ordinario no presenta las mismas características, las mismas notas, que la del magisterio extraordinario, por lo que no cabe aplicarla a un concilio. Baste pensar, al respecto, que los obispos concurren en el tiempo al magisterio ordinario infalible en cuanto se hallan dispersos por todo el globo (enseñando la misma doctrina a despecho de su dispersión), no en cuanto se reúnen en un concilio. Sea cual fuere la naturaleza jurídica efectiva del Vaticano II, lo cierto es que no quiso impartir una enseñanza dotada de la nota de infalibilidad; tan es así que el propio Pablo VI dijo que los fieles debían acoger las enseñanzas conciliares “con docilidad y sinceridad”, es decir, precisamos nosotros, que debían prestarles eso que se ha llamado siempre “asentimiento religioso interno” (que es el que se requiere para los documentos pastorales, p. ej. ). Dicho asentimiento resulta obligado, pero a condición de que no haya razones graves y suficientes para no concederlo; ¿y qué razón es más grave que la constituida por la alteración del depósito de la fe? Cardenales, obispos y teólogos fieles al dogma estigmatizaron ya repetidamente, durante el tormentoso desarrollo del concilio, las ambigüedades y los errores que se infiltraban en sus textos, errores que hoy, después de cuarenta años de reflexiones y de estudios cualificados, estamos en posición de determinar con más precisión todavía. ERRORES EN EL DISCURSO DE INAUGURACIÓN Y EN EL MENSAJE EL MUNDO No pretendemos que sea completa nuestra sinopsis de los errores imputados al Vaticano II; con todo y eso, creemos haber identificado un número suficiente de errores importantes, comenzando por los contenidos en el discurso de inauguración y en el mensaje del concilio al mundo del 20 de octubre de 1962; se trata de textos que, aunque no pertenecían formalmente al concilio, lo encaminaron, sin embargo, en el sentido querido por el ala progresista, esto es, por los novadores neomodernistas. DISCURSO DE INAUGURACIÓN El célebre discurso de inauguración de Juan XXIII contiene errores doctrinales verdaderos y propios, además de diversas profecías desmentidas ruidosamente por los hechos ( «En el presente orden de cosas, en el cual parece apreciarse un orden nuevo de relaciones humanas, es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia divina…» ). 1º ERROR: UNA CONCEPCION MUTILADA DEL MAGISTERIO Radica en la increíble afirmación, luego repetida por Pablo VI en el discurso de inauguración de la 2ª sesión del concilio, el 29 de septiembre de 1963, según la cual la santa Iglesia renuncia a condenar los errores: «Siempre se opuso la Iglesia a estos errores [las opiniones falsas de los hombres; n. de la r.]. Frecuentemente los condenó con la mayor severidad. En nuestro tiempo, sin embargo, la Esposa de Cristo prefiere usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad. Piensa que hay que remediar a los necesitados mostrándoles la validez de su doctrina sagrada más que condenándolos». El Papa Roncalli faltaba a sus deberes de vicario de Cristo con esta renuncia a usar de su autoridad, que procedía de Dios, para defender el depósito de la fe y ayudar a las almas condenando los errores que acechan su salvación eterna. En efecto, la condena del error es esencial par la preservación del depósito de la fe (lo cual constituye el primer deber del Pontífice), dado que confirma a fortiori la doctrina sana, demostrando su eficacia con una aplicación puntual. Además, la condena del error es necesaria desde el punto de vista pastoral, porque sostiene a los fieles, tanto a los cultos como a los menos cultos, con la autoridad inigualable del magisterio, de la cual pueden revestirse para defenderse del error, cuya “lógica” es siempre más astuta y más sutil que ellos. No sólo eso: la condena del error puede inducir a reflexionar al que yerra, poniéndolo frente a la verdadera sustancia de su pensamiento; como siempre se ha dicho, la condena del error es obra misericordiosa ex sese. Sostener que esta condena no debe tener ya lugar significa propugnar, por un lado, una concepción mutilada del magisterio de la Iglesia ; por el otro, sustituir el diálogo con el que yerra, que la Iglesia siempre ha procurado, por el diálogo con el error. Todo ello configura un error doctrinal, que en el texto susomentado de Juan XXIII se manifiesta en el peligroso puerto que tocan sus ideas al final, donde parece latir el pensamiento de que la demostración de la “validez de la doctrina” es incompatible con la “renovación de las condenas” , como si tal validez hubiera de imponerse únicamente gracias a la fuerza de su propia lógica interna. Pero si fuera así, la fe no sería ya un don de Dios y no necesitaría, ni de la gracia para llegar a ser y fortalecerse, ni del ejercicio del principio de autoridad –encarnado por la Iglesia católica– para sostenerse. Y aquí es donde radica propiamente el error que se esconde en la frase de Juan XXIII: una forma de pelagianismo, característico de toda concepción racionalista de la fe, condenada multitud de veces por el magisterio. La demostración de la validez de la doctrina y la condena de los errores se han implicado siempre necesaria y recíprocamente en la historia de la Iglesia. y las condenas fulminaban no sólo las herejías y los errores teológicos en sentido estricto, sino, además y de manera implacable, toda concepción del mundo que no fuese cristiana (no tan solo las contrarias a la fe, sino también las distintas de ella, religiosas o no, por poco que lo fuesen), porque, al decir de nuestro Señor, “quien no recoge conmigo, dispersa” ( Mt 12, 30). La heterodoxa toma de posición de Juan XXIII, mantenida por el concilio y el postconcilio hasta hoy, derrocó por tierra –se nota ya en los textos conciliares– la típica y férrea armazón conceptual de la Iglesia , muy entrañada otrora hasta por sus enemigos, algunos de los cuales incluso la apreciaban sinceramente: «El sello intelectual de la Iglesia es, en esencia, el rigor inflexible con que se tratan los conceptos y los juicios de valor como consolidados, como eternos» (Nietzche). 2º ERROR: LA CONTAMINACION DE LA DOCTRINA CATOLICA CON EL “PENSAMIENTO MODERNO”, INTRINSECAMENTE ANTICATOLICO. La otra conocidísima y gravísima afirmación de Juan XXIII, repetida por él a los cardenales el 13 de enero de 1963, en el discurso del día de su cumpleaños, se relaciona con la renuncia pregonada a herir el error, con dicha abdicación inaudita: «el espíritu cristiano, católico y apostólico de todos espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y poniéndola en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exigen los métodos actuales. Una cosa es la sustancia del depositum fidei , es decir, de las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y otra la manera como se expresa; y de ello ha de tenerse gran cuenta, con paciencia, si fuese necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter prevalentemente pastoral». Estos conceptos los repitió expresamente el concilio en el decreto Unitatis Redintegratio sobre el ecumenismo, art. 6 (cf. infra ). El principio, otrora formulado por los liberales y los modernistas, según el cual la doctrina antigua debía revestirse de una forma nueva sacada del “pensamiento moderno” , había sido ya condenado expresamente por san Pío X ( Pascendi 1907, § II, c ; decreto Lamentabili , nn. 63 y 64: Denzinger 2064-5/ 3464-5) y por Pío XII ( Humani Generis , AAS 1950, 565-566). De ahí que el Papa Roncalli propusiera una doctrina ya condenada formalmente como herética por sus predecesores (en cuanto característica de la herejía modernista). En efecto, no es posible aplicar a la doctrina católica las categorías del “pensamiento moderno” , el cual niega a priori , en todas sus formas, la existencia de una verdad absoluta, y para el cual todo es relativo al Hombre, único valor absoluto que reconoce, al que diviniza en todas sus manifestaciones (desde el instinto a la “conciencia de sí”); se trata, pues, de un pensamiento intrínsecamente opuesto a todas las verdades fundamentales del cristianismo, comenzando por la idea de un Dios creador, de un Dios viviente, que se reveló y encarnó, y terminando por el modo de entender la ética y la política. Al proponer tamaña contaminación, Juan XXIII se revelaba discípulo del “método” de la Nouvelle Théologie neomodernista, condenada antaño por el magisterio. Si al concilio le hubiese preocupado de veras la satisfacción de las necesidades de los tiempos, referidas a la misión salvífica de la Iglesia católica, habría debido investigar a fondo las condenas del pensamiento moderno que los Papas habían formulado en el pasado (desde Pío IX a Pío XII), en lugar de encarecer que la doctrina “auténtica” y “antigua” se “estudiara y expresara” en función del dicho pensamiento moderno. 3º ERROR: EL FIN DE LA IGLESIA ES LA “UNIDAD DEL GÉNERO HUMANO” El tercer error estriba en la erección de la unidad del género humano en fin propio de la Iglesia : «Venerables hermanos: esto es lo que se propone el concilio ecuménico Vaticano II, el cual, mientras agrupa las mejores energías de la Iglesia y se esfuerza en hacer que los hombres acojan con mayor solicitud el anuncio de la salvación, prepara y consolida ese camino hacia la unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la ciudad terrenal se organice a semejanza de la ciudad celeste, en la que, según san Agustín, reina la verdad, dicta la ley de la caridad y cuyas fronteras son la eternidad (cf. S. Agustín, Epist. 138, 3)». A la “unidad del género humano” se la considera aquí el fundamento necesario (párese mientes en el adjetivo “necesario”) para que la “ciudad terrestre” se asemeje cada vez más a la “celeste”; pero lo cierto es que nunca se había enseñado en el pasado que la expansión de la Iglesia en este mundo necesitara de dicho fundamento, tanto más cuanto que la consecución de la unidad del género humano –unidad afirmada simpliciter por el Papa– es una idea-guía de la filosofía de la historia elaborada por el pensamiento laicista a partir del siglo XVIII, una componente esencial de la religión de la Humanidad , no de la religión católica. El error consiste aquí en mezclar la visión católica con una idea ajena a ella tomada del pensamiento laicista, que la niega y contradice ex sese , puesto que el pensamiento en cuestión no aspira ciertamente a extender el reino de Dios (es decir, la parte de éste visible en la tierra o Iglesia militante), sino que anhela suplantar a la propia Iglesia por la Humanidad, convencido como está de la dignidad del hombre en cuanto hombre (porque no cree en el dogma del pecado original) y de sus presuntos “derechos” . Así que los efectos deletéreos de la negativa a condenar los errores del siglo se hicieron sentir también, como por una especie de némesis, en el discurso que la propuso, visto que éste contiene con certeza uno de los errores del siglo por lo menos en compañía de otros dos, más propiamente teológicos. EJEMPLOS DE AMBIGÜEDADES Y CONTRADICCIONES EN LOS TEXTOS CONCILIARES Ambigüedades Como ejemplos de ambigüedades graves y específicas, nos limitaremos aquí a recordar las que ya se han convertido en clásicas. En la constitución dogmática Dei Verbum sobre la revelación divina (dogmática sólo porque se ocupa de verdades inherentes al dogma), las verdades de la fe sobre las dos fuentes paritarias de la revelación (Sagrada Escritura y Tradición), sobre la inerrancia absoluta de las Escrituras y sobre la historicidad plena y total de los evangelios se exponen de manera insuficiente a todas luces y poco clara (en los arts. 9, 11, 19 de DV ), con una terminología que en un caso (art. 11) se presta a interpretaciones opuestas entre sí, una de las cuales puede reducir la inerrancia a sola la «verdad consignada en la Escritura con vistas a nuestra salvación» (lo que equivale a profesar una herejía, en resumidas cuentas, porque la inerrancia absoluta de la Sagrada Escritura, inclusive también la de los enunciados sobre hechos que contiene, es una verdad de fe mantenida y enseñada siempre por la Iglesia). Contradicciones A título de ejemplo de contradicción patente, recordemos el art. 2 del decreto Perfectae Caritatis sobre la renovación de la vida religiosa, donde se dice que «la renovación adecuada [accommodata] de la vida religiosa abarca a un tiempo, por una parte, la vuelta a las fuentes de toda vida cristiana y a la primitiva inspiración de los institutos, y por otra, una adaptación [aptationem] de los mismos a las diversas condiciones de los tiempos». La contradicción salta a la vista, porque lo propio de la vida religiosa (a tenor de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia) ha sido siempre el estar en antítesis perfecta con el mundo, corrompido por el pecado original, cuya figura es caduca y pasajera. ¿Cómo es posible, entonces, que la “vuelta a las fuentes” , a la “primitiva inspiración de los Institutos” , se verifique juntamente con su “adaptación a las diversas condiciones de los tiempos” , o por mejor decir, mediante dicha adaptación? La adaptación a tales “condiciones” , que son hoy las del mundo moderno secularizado, de cultura laicista, etc., impide de suyo “la vuelta a las fuentes” . Otro ejemplo de contradicción: en el art.79 de la Gaudium et Spes se admite el derecho de los gobiernos a la “legítima defensa” para “defenderse con justicia” (ut populi iuste defendatur), lo cual parece sustancialmente conforme con la enseñanza tradicional de la Iglesia, que ha admitido siempre, a la hora de defenderse contra un ataque externo que interno, un tipo de “guerra justa” , conforme con los principios del derecho natural. No obstante, el art. 82 de la misma Gaudium et Spes contiene asimismo una «prohibición absoluta de la guerra» (De bello omnino interdicendo) y por ende, de todo tipo de guerra, sin exceptuar expresamente la guerra defensiva, justificada tres artículos más arriba, que por ello viene permitida y condenada a la vez por el concilio. Un ejemplo más: también nos parece evidente que se da una contradicción tocante al tan cacareado mantenimiento del latín como lengua litúrgica. En efecto, el concilio ordena conservar (servetur) «el uso de la lengua latina en los ritos latinos» (Sacrosantum Concilium, 36, 1), pero al mismo tiempo concede “mayor cabida” en la liturgia a la lengua vulgar, según las normas y los casos fijados por el propio concilio ( SC 36, 2). Pero las normas de carácter general establecidas por el concilio atribuyen a las conferencias episcopales, en virtud de la facultad de experimentar nuevas formas litúrgicas (¡!) que se les concede, una competencia casi ilimitada en relación con la introducción de la lengua vernácula en el culto ( SC 22 §2; 40-54). Además, abundan los casos en que el concilio autoriza el uso –parcial o total– de la lengua nacional: en la administración de los sacramentos, de los sacramentales y en los ritos particulares ( SC 63); en los ritos bautismales en los países de misión ( SC 65); en la ordenación de los sacerdotes ( SC 76); en el matrimonio ( SC 77 y 78); en los rezos del Oficio Divino ( SC 101), y en la solemne liturgia de la misa ( SC 113). Más que de mantener el uso del latín, el concilio parece haberse preocupado de abrir el mayor número posible de cauces a la lengua vulgar, sentando así las premisas de su victoria definitiva en el postconcilio. OMISIONES NOTABLES Entre las omisiones del concilio, limitémonos a recordar las más notables. En el plano dogmático: No se condenan los errores del siglo. Falta el concepto de lo sobrenatural y, correlativamente, toda mención del paraíso. Brilla por su ausencia un tratamiento específico del infierno, al que se menciona tan solo una vez, y ésta de pasada (cf. Lumen Gentium , art. 58). No figura mención alguna del dogma de la transubstanciación, ni del carácter propiciatorio del santo sacrificio, en la noción de la santa misa expuesta en el art. 47 de la SC , lo que se repite, p. ej., en el art. 106 de la misma constitución y en otros lugares (cf. infra , 30). Tampoco se menciona en absoluto a los “pobres de espíritu”(peor aún: falta hasta su concepto). En el plano espiritual: 1. En general, se advierte la omisión de cualquier rasgo específicamente católico en conceptos clave de la pastoral, relativos a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el tipo ideal del individuo, la familia, la cultura, etc. ( Gaudium et Spes §§53, 74, 76, etc.; cf. infra ). 2. No se condena el comunismo (hecho sobre el cual han corrido ríos de tinta). Dicha laguna se echa de ver en el siguiente pasaje de la Gaudium et Spes , que condena genéricamente el “totalitarismo” , poniéndolo en el mismo plano que la “dictadura”: «De todas formas es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionan gravemente los derechos de la persona o de los grupos sociales» ( Gaudium et Spes, 75). Idéntica laguna se nota también en el art. 79 de la misma constitución, en la cual se condenan métodos abominables como «aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica. Lo cual hay que condenar vehementemente como crimen horrendo». Tales “métodos” los vio aplicar el siglo XX varias veces, p.ej., contra los armenios cristianos, exterminados casi en un setenta y cinco por cien por los turcos musulmanes en los años que precedieron a la primera guerra mundial, y , por parte del nazismo neopagano, contra los judíos, cuyas vastas y florecientes comunidades de Europa centro-oriental fueron anonadadas; pero también vio a los comunistas aplicarlos al eliminar física y sistemáticamente al denominado “enemigo de clase” , es decir, a millones de individuos cuya culpa no era otra que la de pertenecer a una clase social determinada (aristocracia, burguesía, campesinado), que había de ser extirpada en nombre de la sociedad sin clases, fin utópico del comunismo. De ahí que, en la Gaudium et Spes §79, habría debido añadirse el genocidio de una clase social a los distintos tipos de exterminio mencionados; pero el ala “progresista” , que se impuso en el concilio, se guardó bien de hacerlo: en buena parte, se orientaba políticamente hacia la izquierda, y no quiso que se hablara, ni del marxismo como doctrina, ni del comunismo como realización práctica de aquél. 3. La falta de condena de la corrupción de las costumbres, del hedonismo, que ya comenzaba a difundirse en la sociedad occidental. OMISIONES NOTABLES Entre las omisiones del concilio, limitémonos a recordar las más notables. En el plano dogmático: No se condenan los errores del siglo. Falta el concepto de lo sobrenatural y, correlativamente, toda mención del paraíso. Brilla por su ausencia un tratamiento específico del infierno, al que se menciona tan solo una vez, y ésta de pasada (cf. Lumen Gentium , art. 58). No figura mención alguna del dogma de la transubstanciación, ni del carácter propiciatorio del santo sacrificio, en la noción de la santa misa expuesta en el art. 47 de la SC , lo que se repite, p. ej., en el art. 106 de la misma constitución y en otros lugares (cf. infra , 30). Tampoco se menciona en absoluto a los “pobres de espíritu”(peor aún: falta hasta su concepto). En el plano espiritual: 1. En general, se advierte la omisión de cualquier rasgo específicamente católico en conceptos clave de la pastoral, relativos a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, el tipo ideal del individuo, la familia, la cultura, etc. ( Gaudium et Spes §§53, 74, 76, etc.; cf. infra ). 2. No se condena el comunismo (hecho sobre el cual han corrido ríos de tinta). Dicha laguna se echa de ver en el siguiente pasaje de la Gaudium et Spes , que condena genéricamente el “totalitarismo” , poniéndolo en el mismo plano que la “dictadura”: «De todas formas es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionan gravemente los derechos de la persona o de los grupos sociales» ( Gaudium et Spes, 75). Idéntica laguna se nota también en el art. 79 de la misma constitución, en la cual se condenan métodos abominables como «aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica. Lo cual hay que condenar vehementemente como crimen horrendo». Tales “métodos” los vio aplicar el siglo XX varias veces, p.ej., contra los armenios cristianos, exterminados casi en un setenta y cinco por cien por los turcos musulmanes en los años que precedieron a la primera guerra mundial, y , por parte del nazismo neopagano, contra los judíos, cuyas vastas y florecientes comunidades de Europa centro-oriental fueron anonadadas; pero también vio a los comunistas aplicarlos al eliminar física y sistemáticamente al denominado “enemigo de clase” , es decir, a millones de individuos cuya culpa no era otra que la de pertenecer a una clase social determinada (aristocracia, burguesía, campesinado), que había de ser extirpada en nombre de la sociedad sin clases, fin utópico del comunismo. De ahí que, en la Gaudium et Spes §79, habría debido añadirse el genocidio de una clase social a los distintos tipos de exterminio mencionados; pero el ala “progresista” , que se impuso en el concilio, se guardó bien de hacerlo: en buena parte, se orientaba políticamente hacia la izquierda, y no quiso que se hablara, ni del marxismo como doctrina, ni del comunismo como realización práctica de aquél. 3. La falta de condena de la corrupción de las costumbres, del hedonismo, que ya comenzaba a difundirse en la sociedad occidental. SINOPSIS DE LOS ERRORES SINOPSIS DE LOS ERRORES IMPUTADOS AL VATICANO II Los dividiremos en errores doctrinales y errores pastorales, aun a sabiendas de que la distinción entre ambos tipos no siempre es fácil. LOS ERRORES DOCTRINALES LA “INVESTIGACIÓN” DE LA TRADICIÓN Y DE LA DOCTRINA DE LA IGLESIA Los errores doctrinales anidan en las proposiciones que contradicen, en todo o en parte, cuanto la Iglesia ha enseñado siempre, o lo oscurecen, o menoscaban, o alteran de algún modo. Abundan en todos aquellos textos (y eso que se trata de textos que se ocupan, por lo común, de verdades fundamentales) en que el concilio quiso exponer su propia doctrina, su “investigación” de la tradición sagrada y de las enseñanzas de la Iglesia: «este concilio Vaticano investiga [scrutatur] la sagrada tradición y la doctrina de la Iglesia, de las cuales saca a luz cosas nuevas [nova] , siempre coherentes [congruentia] con las antiguas» ( Dignitatis Humanae ). El lector que nos siga en la sinopsis presente juzgará en qué medida responde a la realidad la afirmación anterior. Los errores en la doctrina atañen a: La noción de tradición y de verdad católica. La santa Iglesia y la beatísima Virgen. La santa misa y la liturgia sagrada. El sacerdocio. La encarnación y la redención; el concepto del hombre. El reino de Dios. El matrimonio y la condición de la mujer. Los sectarios, herejes y cismáticos (llamados “hermanos separados”). Las religiones anticristianas. La política, la comunidad política, las relaciones entre Iglesia y Estado. La libertad religiosa, el papel de la conciencia individual. LOS ERRORES EN LA PASTORAL EN SIMBIOSIS PERMANENTE CON HEREJES Y CISMÁTICOS. Los errores en la pastoral estriban esencialmente en proponer una mala pastoral; mala porque pone por obra los errores doctrinales del concilio, o se opone de alguna manera, en todo o en parte, a la pastoral tradicional de la Iglesia, o la altera, o resulta ser intrínsecamente contradictoria. Desde un punto de vista general, toda la pastoral propuesta por el Vaticano II está corrompida, porque se funda en la puesta al día, o sea, en el principio del diálogo con el error, en lugar de dialogar con el que yerra para convertirlo, según se dijo más arriba. Expondremos los errores pastorales del siguiente modo: primero haremos (en la sec. 1.2) un análisis sintético de las apreciaciones fantasiosas relativas al hombre y al mundo, ayunas de cualquier referencia efectiva a la enseñanza de la Iglesia y al pensamiento católico, desarrolladas principalmente en la Gaudium et Spes , las cuales constituyen como el fundamento teórico de gran parte de la pastoral conciliar; después daremos algunos ejemplos de la mala pastoral propuesta, cuando sigamos el planteamiento contenido en la Gaudium et Spes y en los documentos doctrinales. Gracias a tales ejemplos se echará de ver (sec. 1.3 y ss.) que la pastoral del Vaticano II se articula siempre en función de dos directrices fundamentales, vinculadas entre sí: 1. La “puesta al día” del clero, sin perdonar a ninguno de sus integrantes, respecto de la cultura moderna y contemporánea en todas sus formas: humanísticas, científicas, técnicas, artísticas. 2. La “colaboración ecuménica” de sacerdotes y fieles con los denominados “hermanos separados” , con los seguidores de las religiones acristianas, con todos los hombres; pero no para convertirlos a la fe única y verdadera, sino para concurrir con ellos al progreso y a la unidad del género humano. Por lo demás, en el art. 24 de la Unitatis Redintegratio se proclama al ecumenismo “principio general” verdadero y propio de la pastoral, entendido, obviamente, en el sentido del art. 8 de la Lumen Gentium y de los arts. 1 a 4 de la Unitatis Redintegratio : «Este sagrado concilio desea ardientemente [instanter exoptat] que los proyectos [incepta] de los fieles católicos progresen en unión [coniuncta progrediantur] con los proyectos de los hermanos separados». Como era de esperar, se aceptó y llevó a efecto esta invitación a la simbiosis permanente con los herejes y los cismáticos, lo que nos autoriza a afirmar que las degeneraciones ecuménicas en la celebración del culto y en la pastoral, tan difundidas hoy, se encepan en el concilio (no en el llamado “postconcilio”). Los errores en la pastoral atañen a: La interpretación del significado del mundo contemporáneo. Aspectos de la sagrada liturgia. Aspectos del estudio y de la enseñanza de la doctrina. La formación de los religiosos y seminaristas; el ministerio de los obispos y de los sacerdotes. La formación y las directrices impartidas a los misioneros. Las directrices impartidas para el apostolado a los seglares. La puesta al día en la educación. ERRORES CONCERNIENTES A LA NOCION DE TRADICION Y DE VERDAD CATOLICA 1.0 Un concepto erróneo de la sagrada tradición, entendida como conjunto de enseñanzas gracias a las cuales la Iglesia «tiende constantemente, en el decurso de los siglos, a la plenitud de la verdad divina [ad plenitudinem divinae veritatis iugiter tendit] , hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios» ( Dei Verbum § .¡Como si la tradición, que custodia el depósito de la fe desde el tiempo de la predicación apostólica, no poseyera ya “la plenitud de la verdad divina”! ¡Como si pudiera haber algo que añadirle o que modificar en ella!. Esta noción de una “tensión incesante” de la Iglesia hacia la “plenitud de la verdad” contradice abiertamente a la del “depósito de la fe” (I Tim 6, 20), y se vincula al subjetivismo característico del pensamiento moderno, profesado por la “Nouvelle Théologie” , para el cual todo está siempre en movimiento, en progreso continuo, y no existe una verdad absoluta, sino tan solo la tensión incesante del sujeto hacia una verdad que, a lo último, es él mismo quien se la da. 1.1 La increíble afirmación, contraria al sentido común además de a toda la tradición, según la cual «Cristo llama a la Iglesia peregrinante hacia una reforma perenne, de la cual tiene siempre necesidad la propia Iglesia, en cuanto institución humana y terrena [vocatur a Christo ad hanc perennem reformationem quae ipsa…perpetuo indiget]»; reforma que debe comprender también «la manera de exponer la doctrina, que debe distinguirse cuidadosamente del mismo depósito de la fe [qui ab ipso deposito fidei sedulo distingui debet] » (Unitatis Redintegratio § 6; también Gaudium et Spes § 62): se trata de un principio ya proclamado en las versiones en lengua vernácula del discurso inaugural de Juan XXIII del 11/10/1962, y ratificado después al pie de la letra por dicho Papa (un principio, empero, que ya condenaron San Pío X (Pascendi , § 11, c; Lamentabili , §§ 63 y 64: Denzinger §§ 2064-5) y Pío XII (Humani Generis , AAS 1950, §§ 565-566) (cf. supra). 1.2 La proposición «la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la misma verdad [nisi vi ipsius veritatis] , que penetra suave y fuertemente en las almas» (Dignitatis Humanae 1), profesada por el concilio para justificar la libertad religiosa, es absolutamente falsa en relación con las verdades del catolicismo, puesto que ellas, en cuanto verdades divinitus reveladas, sobrepujan la capacidad de nuestra inteligencia y no puede creerse en ellas sin la ayuda de la gracia (por eso se he enseñado siempre que “la fe es un don de Dios”). Además, dicha aserción niega de hecho las consecuencias del pecado original sobre la inteligencia y la voluntad, heridas y debilitadas por aquél y, por ende, propensas al error y fascinadas por el engaño. ERRORES CONCERNIENTES A LA SANTA IGLESIA Y A LA BEATÍSIMA VIRGEN 2.0 Una idea equivocada sobre la santa Iglesia (conocida como el error del subsistit in): a la Iglesia no se la concibe ya como la Iglesia única y verdadera de Cristo (conforme se ha enseñado siempre), puesto que se osa escribir que la “Iglesia de Cristo” (…) «subsiste en la Iglesia católica», igual que subsisten «fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad», a título de «dones propios de la Iglesia de Cristo» ( Lumen Gentium § 8; también: Dignitatis Humanae § 1; Unitatis Redintegratio § 3); lo que equivale a sostener, contra el dogma de la fe, que las almas se salvan también fuera de la Iglesia católica –la cual, pues, no constituye ya el único “medio de salvación”– y que también las comunidades heréticas y cismáticas son “medios de salvación” ( UR § 3), a despecho de sus “defectos” , porque «el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia católica» ( UR § 3 cit.). A la Iglesia católica se le deja aún “la plenitud total de los medios salvíficos” , puesto que es «auxilio general de la salvación [generale auxilium salutis] » (ivi). Pero al proceder así se la rebaja de medio único de salvación, a mero “auxilio general” (expresión oscura), que posee “la plenitud total de los medios salvíficos” (aunque sólo la “plenitud” de ellos, no la unicidad de los mismos, como antes). Lo que significa que, in mente Concilii , hay medios menos plenos de salvación, por decirlo así, pero que, con eso y todo, la confieren (salvación que no puede ser menos plena de suyo, dado que es imposible concebir una salvación a medias); medios que se hallan también, según parece, en los denominados “hermanos separados” , visto que éstos gozan asimismo de la asistencia del Espíritu Santo, no a título de individuos, sino cabalmente en cuanto comunidades herejes y cismáticas. Tenemos que habérnoslas con un error teológico manifiesto, puesto que las comunidades “separadas” son tales precisamente porque rechazaron la asistencia del Espíritu Santo a fin de correr tras los propios errores que las condujeron a la separación. Esta nueva doctrina del concilio resulta ser, además, inconsistente en el plano lógico, porque no se comprende cómo unos medios de salvación “defectuosos” y, por ende, menos plenos que los de la Iglesia católica, pueden conferir la misma salvación brindada por esta última: a medios desiguales deberían corresponder resultados desiguales, no idéntico resultado. --------------------------- Nota sobre la Dominus Iesus Muchos católicos se alegraron de la Declaratio Dominus Iesus (A.D. 2001), que repitió el subsistit de la Iglesia de Cristo en la Iglesia católica, así como el principio según el cual la Iglesia católica es la única que goza de la “plenitud” de los medios de salvación. Sin embargo, para ser conforme con el depósito de la fe, la Declaratio habría debido decir que la Iglesia de Cristo subsiste sólo en la Iglesia católica, en lugar de decir –en sintonía perfecta con Lumen Gentium y Unitatis Redintegratio – que la «Iglesia de Cristo, a pesar de las divisiones de los cristianos, continúa existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica» ( DI § 16). El adverbio “plenamente” es el que no cuadra bien, puesto que se quiere significar con él que la Iglesia de Cristo continuó y continúa existiendo, bien que no plenamente, en “elementos” que, pese a hallarse fuera de la Iglesia católica, con todo, confieren salvación. Precisamente tal concepto es el que contradice al dogma bimilenario Extra Ecclesiam nulla salus . En efecto, la verdad proclamada en este dogma (nulla salus: ninguna salvación) es la siguiente: fuera de la Iglesia católica, Iglesia única y legítima de Cristo por los siglos de los siglos, no hay ni puede haber “medios de salvación” , sean más plenos o menos, es decir, “medios” que pueden procurar la salvación porque existen gracias a “iglesias” o “comunidades” heréticas y cismáticas en cuanto tales. Fuera de la Iglesia no hay otra cosa más que la posibilidad de una salvación individual del hereje o cismático material, esto es, del hereje de buena fe, que comparte las doctrinas de su secta por ignorancia inculpable de la doctrina católica, y que busca sinceramente cumplir en todo la voluntad de Dios. Ésta es la doctrina del bautismo de deseo implícito, que se aplica también a los acristianos: si el infiel o el hereje de ánimo pío y devoto hubiese conocido a la Iglesia o la auténtica doctrina de ésta, se habría adherido a ellas. Extra Ecclesiam (visible) no existe, pues, nada más que la posibilidad de una salvación individual, que puede tener lugar por obra del Espíritu Santo, no obstante la pertenencia material del hereje, del cismático, del infiel, a su secta, comunidad o religión, y no porque tal secta o comunidad represente un elemento de la Iglesia de Cristo en el que obre, aunque resida en él de manera imperfecta, la «misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia católica» ( Unitatis Redintegratio cit.). Hay más. Tanto el Vaticano II cuanto la Dominus Iesus tienden a aplicar este gravísimo error doctrinal incluso a todas las religiones acristianas, las paganas inclusive, porque ambos llevan el sello de la falsa doctrina según la cual «las semillas del Verbo [semina Verbi] » (de la Verdad Revelada) aparecieron de algún modo en tales religiones y allí siguen. Cotéjese Lumen Gentium § 17, Gaudium et Spes § 36, Ad Gentes §§11 y 18, y Nostra Aetate § 2 con DI §§ 12, 13 y 14. Los “elementos” de verdad y santificación supuestamente existentes en las comunidades de los herejes y cismáticos tienen, pues, su paralelo en las “semillas del Verbo” que se quiere imaginar presentes en el paganismo antiguo y moderno y en las religiones que se autoproclaman reveladas. La falsa doctrina de los semina Verbi deriva de una manipulación del pensamiento de los Padres de la Iglesia (San Justino y Clemente de Alejandría), quienes habían visto «una como simiente del Verbo divino» en las intuiciones de ciertas verdades especulativas y éticas, próximas al orden establecido por el Dios verdadero en el mundo y en el hombre, que alcanzaron algunos filósofos (Platón y Aristóteles) y poetas griegos; dicho reconocimiento se limitaba nada más que a las justas intuiciones de tales filósofos y poetas, y, por ende, no se extendía a la religión pagana, a la que nunca dejaron de considerar, en armonía con la Escritura, «culto al demonio» ( Salmo 95; I Cor 10, 20). Fue la neoteología la que incluyó arbitrariamente a la religión pagana en el testimonio de los Padres ( cf. sì sì no no , ed. italiana, 1997 (XXIII) 9, págs. 1-4; Le sel de la Terre nº 38, otoño del 2001, págs. 1 a 4). Así, pues, el error del Vaticano II ha pasado a la Dominus Iesus . Se continúa enseñando que las comunidades heréticas y cismáticas forman parte de la “Iglesia de Cristo” , aunque gocen ex sese de (presuntos) medios de salvación “defectuosos” y, por ende, menos plenos, y aunque se hallen por tal motivo en una posición de inferioridad en comparación con la Iglesia católica; inferioridad, por otra parte, carente de influencia tocante a la consecución de la salvación, lo que la convierte en algo puramente académico. Todo lo anterior es absurdo e incoherente, y constituye la negación de la verdad de fe divina y católica según la cual sólo la Iglesia católica es la única y verdadera Iglesia de Cristo, inmutable y fiel en los siglos, y tal, que fuera de ella no hay salvación ( Denz. § 802, §§ 3866-3872). -------------------------------- 2.1 La oscura noción de la “Iglesia de Cristo” como “misterio trinitario”; la no menos oscura eclesiología trinitaria, según la cual a la Iglesia del Padre le sucede la del Hijo, y a ésta, la del Espíritu Santo ( Lumen Gentium §§ 2-4): idea desconocida para el depósito de la fe, y gracias a la cual, tergiversando un texto de san Ireneo ( Adversus Haereses III, 24, 1), se profesa a cara descubierta un rejuvenecimiento y una renovación de la Iglesia por obra del Espíritu Santo, como si estuviéramos en la edad tercera y final de la propia Iglesia ( LG 4); tal perspectiva parece ser un eco de los errores de Joaquín de Floris, condenados en el IV concilio de Letrán (año 1215) (el duodécimo en la serie de los concilios ecuménicos) (Denz. 431-3/ §§ 803-807). 2.2 Una idea equivocada de la colegialidad, jurídicamente anormal puesto que, en contra de la tradición y de la constitución de la Iglesia, comporta dos sujetos titulares del poder supremo de jurisdicción: el Sumo Pontífice y el colegio episcopal (con el Papa como cabeza del mismo), aunque sólo el primero puede ejercerlo libremente (Lumen Gentium § 22 y la nota praevia). Además, tal idea de la colegialidad entraña la desaparición de hecho de la responsabilidad personal de cada obispo en el gobierno de su diócesis al sustituirla por la colectiva de las conferencias episcopales (cuyas decisiones se toman por mayoría de votos) (Christus Dominus § 37), las cuales gozan ahora también de poderes legislativos (CD § 38, 4º), y a las que se reconoce una amplia autonomía en muchos sectores reservados tradicionalmente a la competencia exclusiva de la Santa Sede (v. infra , 3.4, 13.6, 14.0, 15.9). 2.3 Una interpretación gravemente errónea y ambigua de la definición tradicional de la Iglesia cual “cuerpo místico de Cristo” en el art. 7 de la Lumen Gentium , que está consagrado a ella. En efecto, se lee en él, en su mismísimo comienzo, que «el Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura [hominem redemit et in novam creaturam transformavit] (cf. Gal 6, 15; II Cor 5, 17) , superando la muerte con su muerte y resurrección» ( Lumen Gentium § 7). Aquí parece pensarse que la redención ya se verificó para el hombre, visto que se declara que éste se transformó “en una nueva criatura” , no porque creyera en Cristo, o se convirtiera, o se hiciera cristiano con la ayuda del Espíritu Santo, ni tampoco debido a su fe y sus obras, sostenidas por la gracia (según se desprende claramente de Gal 6, 15 y de II Cor 5, 17, citados impropiamente por el concilio), sino por el hecho mismo de verificarse la encarnación de Cristo, su sacrificio y, desde luego, su redención. El “cuerpo místico” lo constituyen, pues, estas “nuevas criaturas” , a las que se considera redimidas de tal modo: es el error de la denominada redención objetiva o anónima, auténtico caballo de batalla de la “Nouvelle Thélogie” (cf. nn. 5.0, 5.1 de la presente sinopsis), que prescinde por completo, con vistas a la salvación, del aporte del libre albedrío, de la fe y de las obras. Salta a los ojos que al “cuerpo místico de Cristo” se le quiso hacer coincidir, sic et simpliciter , con el género humano (cf. Lumen Gentium § 1). 2.4 Otra idea sobre la Iglesia, también errónea, es la que concibe a ésta como «pueblo de Dios», en vez de como “cuerpo místico de Cristo” ( Lumen Gentium §§ 9-13); constituye una definición que, por una lado, toma la parte por el todo, es decir, toma al “pueblo de Dios” (mencionado en I Pedro 2, 10) por la totalidad de la Iglesia (mientras que dicha expresión no pasaba de ser una alabanza tributada por san Pedro a los conversos procedentes del paganismo: «Vosotros, que un tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» ), y determina una visión “democrática” , “comunitaria” , de la propia Iglesia, ajena por completo a la tradición católica, pero próxima, en cambio, al modo de sentir de los herejes protestantes; por otro lado, incluye a la jerarquía también en la noción de “pueblo” (y, por ende, en una perspectiva “comunitaria” inusitada e insostenible) al considerar a sus integrantes como “miembros” del “pueblo de Dios” ( Lumen Gentium § 13), que parece que participan en el cuerpo místico de Cristo sólo a título de tales, en compañía del resto del “pueblo” . Esta noción bastarda del “pueblo de Dios” se superpone a la ortodoxa del “cuerpo místico” , en el cual se participa ahora, a lo que parece, en virtud de la pertenencia al colectivo representado por el “pueblo de Dios” . En esta óptica, el sacerdote pierde su significado auténtico porque se convierte en mera función del “pueblo de Dios” , la cual se desempeña en las dos formas del “sacerdocio común de los fieles” y del sacerdocio “ministerial” o “jerárquico” (que es el sacerdocio verdadero y propio, el de los curas; cf. al respecto: infra , nn. 4.1 y 4.3). 2.5 El oscurecimiento de la noción de la santidad de la Iglesia, que pertenece al depósito de la fe. En efecto, se escribe que «la Iglesia [de Cristo; n. de la r.] , recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» ( Lumen Gentium § 8, cit.); lo cual constituye un error teológico evidente. Porque quien necesita purificarse es el pecador, no la Iglesia ciertamente, dado que el pecador obtiene la purificación gracias a ella . La santidad y la perfección pertenecen a la Iglesia (católica) en cuanto cuerpo místico de Cristo, fundado por Él y gobernado por el Espíritu Santo: son las mismas del depósito de la fe y de los sacramentos, cuyo custodio es la Iglesia. Tienen para nosotros una valencia religiosa, metafísica y teológica en la que no pueden hacer mella, ex definitione , las culpas de los eclesiásticos o de los fieles. De ahí que sea desacertado de todo punto escribir, perseverando en el error, que cuantos se confiesan «se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, infligieron una herida [quam peccando vulneraverunt] » ( Lumen Gentium § 11), o que la Iglesia «se reviste de una verdadera santidad, si bien imperfecta» a causa del pecado ( Lumen Gentium § 48), que la hiere de continuo: es desacertado porque el pecado ofende a Dios, pero hiere y daña únicamente a quien lo comete (tan es así, que la pena debida por el pecado se aplica solo en lo que respecta al pecador: el juicio es individual). La Iglesia católica, en cuanto tal, no puede ser herida por el pecado de uno de sus miembros más de cuanto puede serlo el depósito de la fe. 2.6 Una desviación antropocéntrica en la noción de pecado, puesto que al final del art. 13 de la Gaudium et Spes , que está consagrado a ella, se escribe que «el pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud [a plenitude consequenda eum repeines] » , en lugar de escribir que le impide alcanzar su propia salvación; como si la plenitud del hombre, la ausencia de contradicción consigo mismo, fuese el valor principal (y el constitutivo, por añadidura) de la noción de pecado, el cual es, por el contrario, una ofensa inferida a Dios por la que merecemos se nos castigue (incluso con la condenación eterna: verdad de fe, esta última, nunca recordada por el concilio en ninguno de sus textos). La atribución a la santa Iglesia de una misión nueva, que no corresponde a nada de cuanto se ha enseñado siempre: realizar la unidad del género humano (cf. supra , sobre el discurso de inauguración de Juan XXIII). Escribe la Lumen Gentium que la «Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» ( Lumen Gentium § 1). Según esto, a la Iglesia le corre el deber de contribuir al proceso de unificación del mundo –en fase de ejecución por aquel entonces, se pensaba– haciendo que éste alcance «la plena unidad en Cristo» ( ivi ); lo cual nada tiene de sorprendente, por cierto, visto que «la promoción de la unidad (del género humano) concuerda con la misión íntima de la Iglesia» ( Gaudium et Spes § 42). Pero está claro, pese a lo que algún ingenuo podría seguir pensando a estas alturas, que no se trata de una unidad en función de la salvación de las almas (que habría de conseguirse, como es natural, mediante la conversión al catolicismo): basta considerar que parece resultar de “la unión íntima con Dios” de todo el género humano en cuanto tal. Y esta idea se introduce en los textos del concilio merced a una reinterpretación heterodoxa, característica de la “nouvelle théologie” , de los dogmas de la encarnación y de la redención, a los que se tuerce con tanta violencia, que se saca de ellos una noción de la redención –denominada “objetiva”– según la cual ésta se verifica en todos los hombres gracias a la encarnación, con independencia de su conciencia y voluntad, como si fueran cristianos “anónimos” (v. supra , sobre el discurso de inauguración de Juan XXIII, y también infra , sec. 5). La “misión íntima de la Iglesia” , empero, es la indicada por Nuestro Señor resucitado: «Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas…» ( Mt 28, 19): no es otra, pues, que la de convertir a Cristo el mayor número posible de almas antes de la parusía, sin dársele una higa por la realización de la unidad del género humano, ideal este importado de la filosofía iluminista y profesado con devoción particular por la francmasonería, quimérico, anticristiano hasta la médula, porque constituye una forma de divinización del hombre, que se enaltece a sí propio y se contempla en la unidad. El concepto según el cual «también la Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe» ( Lumen Gentium § 58), como si ella no hubiese sabido desde la Anunciación que Jesús era el Hijo de Dios, de la misma sustancia que el Padre, el Mesías profetizado. Otra idea más sobre la Iglesia, gravemente deficitaria porque la reduce a sola su dimensión sociológica, descriptiva, de mera «sociedad de hombres [societas hominum] que tienen derecho a vivir en la sociedad civil según las normas de la fe cristiana» ( Dignitatis Humanae § 13), echando en olvido su naturaleza de societas genere et iure perfecta en razón se su institución divina y del fin supremo a que tiende, «de suerte que su potestas es muy superior a todas las demás, y no se la puede considerar inferior al poder civil, ni puede estar sometida a él en modo alguno» (León XIII, Immortale Dei , año 1885, Denz. §§ 1865 y 3167). Esta doctrina tradicional del primado y de la consiguiente potestas indirecta de la Iglesia sobre la sociedad civil y el Estado se guardó muy mucho de ratificarla el Vaticano II. ERRORES CONCERNIENTES A LA SANTA MISA Y A LA SAGRADA LITURGIA 3.0 La adopción de la oscura noción del “misterio pastoral” , caballo de batalla de la neoteología. La redención, al parecer, «la realizó (Cristo) principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión» ( Sacrosanctum Concilium § 5); de donde se infiere que ya no fue consecuencia de su crucifixión sobre todo, es decir, del valor que tuvo ésta en cuanto sacrificio expiatorio con el que se satisfizo a la justicia divina. Además, el concilio identifica la santa misa con el “misterio pascual”, puesto que escribe que la Iglesia se ha congregado siempre desde el principio «para celebrar el misterio pascual» ( SC § 6) y que «celebra el misterio pascual cada ocho días» ( SC § 106). También se dice que «por el bautismo los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo» ( SC § 6), y no ya, como otrora, que el bautismo los hace entrar en la santa Iglesia, como si el “misterio pascual” fuese lo mismo que la Iglesia, que el cuerpo místico de Cristo. Se trata de una noción flotante, indeterminada, irracional, que permite alterar, precisamente en virtud de estas características suyas, el significado de la redención y de la misa, ocultando la naturaleza sacrificial y expiatoria de esta última, y poniendo el acento en la resurrección y en la ascensión, en el Cristo glorioso, en contra del dogma de la fe ratificado en Trento. 3.1 La definición, circunspecta e incompleta, de la santa misa como «banquete pascual en el cual se come a Cristo», y como memorial de la muerte y resurrección del Señor (muerte y resurrección puestas en el mismo plano), sin mención alguna del dogma de la transubstanciación ni del carácter de sacrificio propiciatorio de la propia misa ( SC 47, 109), se trata de una definición que «omite enteramente hacer mención alguna de la transubstanciación, es decir, de la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo (de Cristo) y de toda la sustancia del vino en la sangre, que el concilio tridentino definió como artículo de fe y se contiene en la solemne profesión de fe», y que, en consecuencia, cae, por este título, bajo la condena solemne fulminada por Su Santidad Pío VI en 1794, según la cual una definición de tal género «es perniciosa, derogativa de la exposición de la verdad católica acerca del dogma de la transubstanciación y favorecedora de los herejes, en cuanto que mediante tamaña omisión [la de la transubstanciación] , imprudente y temeraria, se hurta el conocimiento tanto de un artículo que pertenece a la fe, cuanto de una voz consagrada por la Iglesia para defender su profesión contra las herejías, y tiende así a introducir el olvido de ella, como si se tratara de una cuestión meramente escolástica» (Const. Apost. Auctorem fidei ; Denz. §§ 1529 y 2629). Dicha definición introduce, además, una concepción errónea de la santa misa, concepción que se erigió después en fundamento de la neoliturgia querida por el concilio, gracias a la cual los errores de la “Nouvelle Théologie” llegaron hasta los fieles. La índole protestante de esta definición de la santa misa se echa de ver con más claridad aún en el art. 106 de la Sacrosantum Concilium : «La Iglesia […] celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón ‘día del Señor' o domingo. En este día, los fieles deben reunirse en asamblea a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, etc.» El texto latino muestra, sin la menor sombra de duda, que el fin de la santa misa lo constituye, para la SC , el memorial y la alabanza: christifideles in unum convenire debent ut verbum Dei audientes et Eucharistiam participantes, memores sint (…) et gratias agant, etc. Cf. también, como prueba adicional, Ad gentes § 14: los catecúmenos participan en la santa misa, o sea, «asisten con todo el pueblo de Dios al memorial de la muerte y resurrección de Señor» (aquí la santa misa es simpliciter el memorial de la muerte y resurrección de Cristo, celebrado por todo el pueblo cristiano: ni la más mínima alusión al sacrificio renovado de manera incruenta para la expiación y el perdón de nuestros pecados). Nota: En los artículos citados se tiene ya la definición de la misa brindada más tarde por el famoso artículo 7º de la Institutio Novi Missalis Romani (1969), todavía vigente: «La cena del Señor o misa es la santa asamblea o reunión del pueblo de Dios que se congrega bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor»; una definición que suscitó en su día, por su evidente cuño herético, es decir, protestante, las protestas, tan angustiadas como inútiles, de muchos fieles y sacerdotes, así como la conocidísima toma de posición de los cardenales Ottaviani y Bacci. Cotéjesela con la ortodoxa, contenida en el catecismo de san Pío X: «¿Qué es la santa misa? La santa misa es el sacrificio del cuerpo y de la sangre de Jesucristo, que se ofrece sobre nuestros altares bajo las especies de pan y vino en memoria del sacrificio de la cruz. ¿Es el sacrificio de la Misa el mismo que el de la cruz? El sacrificio de la Misa es sustancialmente el mismo que el de la cruz». 3.2 La consiguiente y errónea elevación de la asamblea eucarística, presidida por el sacerdote, a centro de la Iglesia visible: «Es, pues, la asamblea eucarística [Eucharistica Synaxis] el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero. Enseñan los presbíteros a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la Víctima divina y a ofrendar la propia vida juntamente con ella» (Presbyterorum Ordinis § 5). Así, pues, la función de los sacerdotes en la santa misa se reduce, al parecer, a la de “enseñar” (edocent) a los fieles a ofrendar la víctima divina “juntamente” consigo mismos (pero ¿qué significa, en un contexto semejante, “enseñar a ofrecer la Víctima divina”?). Añádese a ello el silenciamiento de una serie de hechos: que la ofrenda la hace ante todo el sacerdote in persona Christi, que se trata de una ofrenda de hombres pecadores, que se hace en expiación de nuestros pecados y que ha de ser acepta a Dios. Por otra parte, se manifiesta también aquí la idea de la concelebración del sacerdote y del pueblo, condenada expresamente por el magisterio preconciliar (v. infra 3.3); una idea que se funda en la errónea concepción protestante según la cual los fieles son todos ya sacerdotes a consecuencia del bautismo, por lo que no puede darse una distinción auténtica entre “sacerdocio de los fieles” y “sacerdocio jerárquico” (v. infra 4.3). Al respecto, huelga decir que la Iglesia ha condenado siempre la exaltación indebida de la “sagrada sinaxis” (la última vez, en la Mediator Dei: AAS 39 (1947) 562: Denz. §§ 2300/3854). 3.3 El alcance singular que se atribuye a la “liturgia de la palabra”, alcance no limitado ya a la homilía, al sermón, sino considerado capaz de realizar ex sese la presencia de Cristo en la santa misa (!): «[Cristo] está presente con su palabra. Pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla» (Sacrosanctum Concilium § 7). La palabra es uno de los signos sensibles «que significan y, cada uno a su manera, realizan [¡!] la santificación del hombre» (SC § 7; cf. también SC § 10). Razón por la cual la necesidad de la predicación de la palabra «se aplica especialmente a la liturgia de la palabra de la celebración de la misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor, y la respuesta del pueblo que escucha, se unen inseparablemente [inseparabiliter uniuntur] con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su sangre la Nueva Alianza, oblación a la que se unen los fieles o con el deseo, o con la recepción del sacramento» (PO § 4). Por este fragmento, no poco retorcido, y por los otros supracitados, consta con claridad bastante que «la Escritura así considerada no tiene ya por fin propio la instrucción en la fe, de la cual deriva la experiencia mística a título de consecuencia, sino que tiene como fin directo la experiencia mística, a la que se reputa por capaz de producir el alimento cognoscitivo de la fe» (Hermandad Sacerdotal San Pío X, El problema de la reforma litúrgica. La misa del Vaticano II y de Pablo VI, Buenos Aires, 2001, pág. 78): concepción ésta irracional y de origen protestante, no conforme con el depósito de la fe porque induce a considerar la santa misa como mero alimento colectivo de los fieles. 3.4 La introducción de la idea equivocada según la cual el sacerdote y el pueblo concelebran la santa misa, con lo que se insinúa la noción luterana del “sacerdocio común”: «[los fieles] fortalézcanse en la mesa del Señor, den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino justamente con él, etc.» (SC § 48, e infra § 43). El texto citado parece reproducir, tergiversándolo, un pasaje de la Mediator Dei que reza « [los fieles] ofrecen el sacrificio, no sólo por manos del sacerdote, sino en cierto modo [quodamodo] juntamente con él también». La SC omitió la locución adverbial “en cierto modo” , inserta en la MD precisamente para evitar interpretaciones equívocas (cf. sì sì no no (edición italiana) del 30/9/2000, pág, 2). 3.5 La desvalorización indebida de la denominada “misa privada” , admitida siempre por la santa Iglesia, que se celebra sin la presencia y sin la participación activa de los fieles, «de manera individual y casi privada»; desvalorización reprobada expresamente por Pío XII en la Mediator Dei ( AAS 39 (1947), §§ 556-557; Denz. §§ 2300/3853). La desvalorización en cuestión se contiene en la exhortación conciliar según la cual «siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de los fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada» ( SC § 27). (Lutero se mostró particularmente hostil a la “misa privada” y, cosa extraña, atribuyó al diablo la inspiración que recibió para combatirla). 3.6 La adaptación del rito a la cultura profana (a la índole y tradiciones de los pueblos, a su lengua, música y arte) mediante la creatividad y la experimentación litúrgicas ( SC §§ 37, 38, 39, 40, 90, 119) y por medio de la simplificación programática del rito mismo ( SC §§ 21, 34) (en contra de la enseñanza constante del magisterio, según la cual la cultura de los pueblos es la que se debe adaptar a las exigencias del tiro católico, sin que nunca deba concederse nada a la creatividad, ni a la experimentación, ni a modo alguno de sentir del hombre del siglo). 3.7 La competencia, nueva e inaudita, atribuida a las conferencias episcopales en materia litúrgica, que comprende amplias facultades para experimentar formas nuevas de culto ( SC § 22, y §§ 2, 39, 49) (en contra de la enseñanza constante del magisterio, que ha reservado siempre para el Sumo Pontífice toda competencia en tal materia, y ha sido siempre hostil a cualquier innovación en el campo litúrgico; cf. Gregorio XVI, Inter gravissimas , 3 de febrero de 1832, en La Liturgia , ed. Paoline, nº 130). ERRORES CONCERNIENTES AL SACERDOCIO 4.0 Una concepción errónea del sacerdote, rebajado a una función del “pueblo de Dios” , con el cual se quiere, arbitrariamente, identificar a la Iglesia (cf. supra, nº 2.4). En efecto, dice la Lumen Gentium que «… el Pueblo de Dios no sólo congrega a gentes de diversos pueblos, sino que en sí mismo está integrado por funciones distintas [ex variis ordinibus confletur]. Porque hay diversidad entre sus miembros [membra] , ya según los oficios [oficia] , pues algunos desempeñan el ministerio sagrado [sacro ministerio] en bien de sus hermanos; ya según la condición y ordenación de vida. Pues muchos en el estado religioso, tendiendo a la santidad por el camino más arduo, estimulan con su ejemplo a los hermanos» ( LG § 13). Así, pues, se concibe el “ministerio sagrado” como un ordo del “pueblo de Dios” , término que expresa, literalmente, la idea de lo que integra una clase, rango, orden o estado, de suyo y en el seno de una entidad más vasta, una de cuyas partes constituye (según la mens que se impuso en el concilio), aunque no se limita a ello, sino que, también y sobre todo, se identifica con una de sus funciones (voz esta carente de equivalente en latín). La “función” de marras se desempeña mediante oficia o munera diferentes ( Presbyt. Ord. §§ 2, 4). Es officium [oficio] y, por ende, munus [función] antes aún que potestas [poder, potestad] (a ésta se la recuerda en varios pasajes, pero está ausente de la noción específica de “función” sacerdotal). Pero el cura ya no es así el sacerdote de Dios; en lugar de ello, es sacerdote del pueblo de Dios, que lo legitima en calidad de “función” suya. Lo cual es contrario a toda la tradición y a la constitución divina de la Iglesia (cf. S. E. Mons. Bernard Fellay, La crisi del sacerdozio, bilancio del Concilio Vaticano II (La crisis del sacerdocio. Balance del concilio Vaticano II): conferencia impartida en el IV Congreso Internacional de sì sì no no , Roma, 3-5 de agosto del 2000). 4.1 La afirmación, contraria a la verdad histórica atestiguada por la tradición y el Nuevo Testamento, según la cual Nuestro Señor eligió como ministros, al principio, a algunos de entre los fieles: «Mas el mismo Señor constituyó a algunos de ellos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles [inter fideles… quosdam instituit ministros] tuvieran el poder sagrado del orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal a favor de los hombres, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que no todos los miembros tienen la misma función (Rom 12, 4)…» ( PO § 2 cit.). El texto citado pretende legitimar la colación del “poder del orden” mediante la exigencia de unidad de la sociedad de los fieles; pretende, en resumidas cuentas, hacerla depender de una presunta “comunidad” o “pueblo de Dios” . Mas Nuestro Señor no sacó a sus ministros de la “sociedad de los fieles” ; por el contrario, eligió en primer lugar a sus ministros (los Apóstoles), y los formó para que formasen a los fieles a su vez. Eligió a sus “ministros” antes aún de que existiera una “sociedad de fieles” . No comenzó a reclutar la milicia cristiana empezando por los soldados rasos: empezó por los oficiales, a fin de que formasen a los soldados (como cuadra a todo ejército bien organizado). 4.2 La equiparación ilegítima del sacerdocio en sentido propio (llamado “ministerial” o “jerárquico”) con el “sacerdocio común de los fieles” en el art. 10 de la Lumen Gentium . En efecto, se afirma en tal lugar que «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico se ordenan el uno para el otro [ad invicem ordinantur] , aunque cada cual participa de forma peculiar del sacerdocio único de Cristo. Su diferencia es esencial [essentia] , no sólo gradual …» ( LG § 10, y también § 62). De esta manera, se ponen en el mismo plano las dos formas “del sacerdocio único de Cristo” . No se habla de “subordinación” , sino de “ordenación recíproca”: se trata de dos formas evidentemente paritéticas del “sacerdocio único de Cristo” . Tal equiparación, contraria ya de por sí al depósito de la fe, parece esconder una subordinación del sacerdocio “jerárquico” al de los fieles, visto que éstos son, para el concilio, el “pueblo de Dios” en sentido propio, y que el sacerdocio se legitima por el hecho de constituir mera “función” del pueblo en cuestión. Además, no se explica nunca la distinción esencial y gradual que media entre ambos sacerdocios: se la deja en el estado de simple enunciado verbal. 4.3 La insuficiente definición del sacerdote, del cura. A los presbíteros ( presbyteri ) se les contempla principalmente en su calidad de «cooperadores de los obispos» (PO § 4): «El ministerio [officium] de los presbíteros, por estar unido [coniunctum] al orden episcopal, participa de la autoridad [auctoritatem] con que Cristo mismo forma, santifica y rige su cuerpo» ( PO § 2; véase también LG § 28). El Vaticano II parece haber querido comprimir, por decirlo así, la figura del sacerdote en el denominado “pueblo de Dios” al suprimir lo más posible, por un lado, toda diferencia entre aquél y los fieles, y, por el otro, al concebirlo principalmente como “cooperador” subordinado del obispo. 4.4 La afirmación errónea, contraria a toda la tradición y a la sentencia explícita del concilio de Trento ( Ses . XXIII, cap. I; Denz. §§ 957/1764), según la cual el primer puesto entre las “funciones” sacerdotales le corresponde a la predicación, no a la celebración de la santa misa: «… los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal [primum habent officium] el anunciar a todos el evangelio de Cristo» ( PO § 4). La figura del sacerdote, en cambio, la define el catolicismo, en primer lugar, por «el poder de consagrar, ofrecer y administrar el cuerpo y la sangre del Señor», y, en segundo lugar, por el poder «de perdonar o retener los pecados» (Trento, cit.). La predicación no es necesaria para definir la figura del sacerdote. Piénsese en los grandes santos que se consagraron principalmente al ministerio de la confesión, como, p.ej., san Leopoldo de Padua, o también el beato Padre Pío de Pietrelcina: ¿cuántos sermones pudieron pronunciar en su vida? Pocos, a la verdad. 4.5 La desvalorización del celibato eclesiástico en PO § 16, donde está escrito que «la continencia perfecta y perpetua por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor (cf. Mt 19, 12) … siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal… No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio [non exigitur quidem sacerdocio suapte natura] , como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva» (sigue la referencia, en nota a pie de página, a I Tim 3, 2-5 y a Tit 1, 6). Que la naturaleza del sacerdocio no exija el celibato eclesiástico es falso por ser contrario a toda la tradición, que ha interpretado siempre en este sentido la “recomendación” de Cristo en Mt 19, 12. Y que tal era la opinión de la Iglesia primitiva se evidencia también en san Pablo, quien exalta el celibato virtuoso, considerándolo el estado mejor para «cuidarse de las cosas del Señor», tanto para los hombres como para las mujeres (I Cor 7, 1; 29 ss.; 32 ss.). Que el celibato no sea necesario para la naturaleza del sacerdocio significa tan solo que un hombre casado puede ordenarse de sacerdote manteniendo el estado jurídico matrimonial, aunque no el uso de la mujer, de la cual puede separarse, además; no significa en manera alguna que los curas puedan casarse y tener mujer e hijos, como los ministros de los herejes y cismáticos. Los pasajes de I Tim 3, 2 y Tit 1, 6, en que san Pablo escribe que si alguno desea el episcopado, debe ser, entre otras cosas, «marido de una sola mujer», se han interpretado en el sentido de que establecen el requisito, para obispos y sacerdotes, de no ser viudos casados en segundas nupcias. 4.6 La designación repetida del sacerdote como «presidente de la asamblea», como si semejante nota fuese la esencial por lo que hace a la “función” del sacerdote en la santa misa: cf. Sacrosanctum Concilium § 33; Lumen Gentium § 26 ( «presidencia sagrada del obispo» ); Presbyterorum Ordinis § 2 (el presbítero «convoca y congrega al pueblo de Dios» en la santa misa para que los fieles puedan «ofrecerse a sí propios a Dios» ): Presbyterorum Ordinis § 5. ERRORES CONCERNIENTES A LA ENCARNACIÓN, LA REDENCIÓN y EL CONCEPTO DEL HOMBRE 5.0 Un concepto erróneo de la encarnación. Se afirma, en efecto, que «el Hijo de Dios con su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre [cum omni homine quodammodo se univit] » (Gaudium et Spes § 22), como si la segunda persona de la Santísima Trinidad, al encarnarse en un hombre concreto, en un individuo que gozó de existencia histórica, se hubiera unido por eso mismo a todos los demás hombres, y como si todo hombre, por el mero hecho de serlo, por haber nacido, se hallara unido a Cristo sin saberlo. Se malentiende así la naturaleza de la santa Iglesia, que no es ya el “Cuerpo místico de Cristo” ni, por ende, el de los creyentes en Cristo, el de los bautizados; por manera que el “pueblo de Dios” , al cual se identifica con la Iglesia (“de Cristo”), tiende a coincidir, sic et simpliciter , con la humanidad. 5.1 Un concepto erróneo de la redención En efecto, se escribe que «el Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cf. Gal 6, 15; II Cor 5, 17), superando la muerte con su muerte y resurrección» ( Lumen Gentium § 7). A la redención no se la presenta aquí correctamente, es decir, como una posibilidad brindada a todo hombre por la encarnación y el sacrificio en la cruz de nuestro Señor, posibilidad que se pierde para siempre si no se hace uno cristiano de verdad (o no quiere hacerse tal), fuera de los casos de ignorancia invencible, cuyo número sólo Dios conoce, en que la gracia obra mediante el bautismo de deseo implícito. Se pretende aquí, en cambio, que la redención se verificó ya para todo hombre, visto que el hombre se transformó “en una nueva criatura” (no porque se hiciera cristiano con la ayuda del Espíritu Santo, bajo la moción de la gracia actual, sino por el hecho mismo de haberse verificado la encarnación del Verbo, así como por la “muerte y resurrección” de Cristo). Se trata de la conocidísima teoría de los cristianos anónimos, antaño enseñada por Blondel, desarrollada más tarde por de Lubac y, sobre todo, por Karl Rahner (v. supra , discurso de Juan XXIII y párrafo 2.3 de la sinopsis presente). Constituye un error doctrinal gravísimo, porque se proclama que la justificación personal, subjetiva, de cada uno se verificó en el pasado, sin participación alguna de la voluntad del justificado, de su libre arbitrio y, por ende, sin necesidad de conversión, sin necesidad de la fe, ni del bautismo, ni de las obras. Una redención garantizada a todos, como si la gracia santificante estuviera presente ontológicamente en cada hombre en cuanto tal. ¡Ni siquiera Lutero había llegado a tanto! Esta doctrina falsa niega de hecho el pecado original, porque el dogma de la fe nos enseña que los hombres no poseen la gracia al nacer (por haber heredado el pecado original, con el que vienen al mundo). 5.2 La consiguiente e indebida exaltación del hombre en cuanto tal, incompatible con la fe católica. En efecto, se afirma que Cristo, al encarnarse, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación», elevando la “naturaleza humana” a una “dignidad sin igual” ( GS § 22), como si Nuestro Señor no hubiese venido a salvarnos del pecado y de la condenación eterna, sino a « manifestarnos plenamente la “dignidad sin igual” que, según parece, es inherente al hombre por naturaleza. El planteamiento conciliar contradice abiertamente a la enseñanza constante de la Iglesia, según la cual Jesús vino al mundo para salvar al hombre, no ciertamente para exaltarlo, sino para “manifestarle plenamente” un hecho: que es un pecador, abocado por su soberbia a la condenación eterna si no se arrepiente y no se convierte a Él. ¡Todo lo contrario de una “dignidad sublime” por redescubrir! 5.3 El consiguiente y manifiesto error teológico contenido en el artículo 24 de la Gaudium et Spes . Así es; se dice allí que el hombre es la «única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma [hominem, qui in terris sola creatura est quam Deus propter seipsam voluerit] » , como si el hombre poseyera un valor tal como para haber inducido a Dios a crearlo (Romano Amerio, Iota Unum , Salamanca, 1994). Palpamos aquí el viraje antropocéntrico del Vaticano II. Se trata de una aserción patentemente absurda e incompatible con la noción misma de creación divina de la nada, que constituye el dogma de fe. Dios, justicia infinita, creó todas las cosas, incluido el hombre, “para sí mismo” , según se ha enseñado siempre, es decir, para su propia gloria, y no a causa de un valor que poseyeran intrínsecamente y, por ende, independientemente de Dios, que las hizo. Tamaña desviación doctrinal altera también el significado exacto que se deba atribuir a la creación. Altera, además, el significado verdadero que ha de atribuirse a los mandamientos cristianos de amar al prójimo como a nosotros mismos y de considerarnos todos hermanos, porque dichos mandamientos no se justifican ya con el amor a Dios, quien quiere de nosotros esta caridad para con el prójimo (dado que todos somos pecadores), ni con la descendencia común de Él, Dios Padre, sino con la proclamación de una dignidad superior del hombre en cuanto hombre. La Iglesia no ha negado nunca la dignidad superior del hombre respecto de las criaturas inferiores a él, la cual deriva de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Pero dicha dignidad perdió su primitivo carácter “sin par” , derivado de la “semejanza” originaria con Dios, a causa del pecado original, que despojó al hombre de dicha semejanza, es decir, de la gracia santificante, que lo hace capaz de conocer y amar sobrenaturalmente a Dios y, por ende, de gozar de la visión beatífica. Desde la óptica católica, la dignidad del hombre no puede considerarse una característica ontológica tal, que obligue a respetar cualquier decisión de aquél (ésta es la concepción laicista), porque dicha dignidad depende de la voluntad recta, orientada hacia el Bien, y constituye, en consecuencia, un valor “relativo” , no absoluto. 5.4 Un concepto erróneo de la igualdad entre los hombres. Se funda en la concepción errónea de la redención que estudiamos supra (cf. 5.1): al haber sido todos los hombres redimidos por Cristo, gozan de la misma vocación y del mismo destino divinos; es necesario, por ello, reconocer cada vez más la igualdad fundamental de todos ( fundamentalis aequalitas inter omnes magis magisque agnoscenda est) (GS § 29). La Iglesia, en cambio, ha enseñado siempre que los hombres son todos iguales frente a Dios, sí, ¡pero no ciertamente porque haya creído alguna vez que todos los hombres estén ya objetivamente redimidos, que estén ya salvados por le encarnación! Esa igualdad concebida de manera tan poco ortodoxa se puso luego como fundamento de la “dignidad de la persona” , en cuyo nombre el concilio propugnó una libertad religiosa de tipo protestante (porque se funda en la libertad de conciencia, es decir, en la opinión individual en materia de fe, en lugar de hacerlo en el principio católico de autoridad; v. infra, sección 11). 5.5 La desvalorización y oscurecimiento de la noción de pecado original. En efecto, la Gaudium et Spes afirma, en el art. 22 cit., que Cristo «ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado [a primo peccato deformatam] ». Pero tal no es la doctrina católica, que ha enseñado siempre, por el contrario, que la semejanza de marras se perdió para Adán y su descendencia de resultas del pecado original. ¡No se trató de mera deformación! Declarar que se conservó, bien que de manera imperfecta, significa abrirle el camino a la concepción heterodoxa de la encarnación recién recordada (J. Dormann, Declaratio Dominus Iesus und die Religionem , in Theoligisches Katholische Menateschrift , nov-dic. del 2000, párrafos 445-460). ERRORES CONCERNIENTES AL REINO DE DIOS 6.0 Alteración de la noción tradicional de la “dilatación” o “incremento” del reino de Dios en la tierra por obra de la Iglesia visible. En efecto, tal “dilatación” o “extensión” se confía al «pueblo de Dios, que es la Iglesia», la cual «al introducir [inducens] este reino, no arrebata a ningún pueblo bien temporal alguno [bonum temporale] , sino al contrario, favorece y asume [fovet et assumit] , en lo que tienen de bueno, todas las riquezas, recursos y costumbres de los pueblos [facultates et copias moresque populorum] ; pero al recibirlas las purifica, las fortalece y las eleva» ( Lumen Gentium § 13). Se introduce aquí un elemento bastardo, representado por el “bien temporal de los pueblos” , como parte constitutiva del “pueblo de Dios” (elevada y purificada) y, por ende, del reino de Dios que se realiza en la tierra; se trata de una noción ambigua e inaceptable, porque dicho “bien temporal” lo integran, no sólo las “costumbres” , sino, además, las “riquezas” y los “recursos” , es decir, los bienes materiales de un pueblo. En otras palabras, también los bienes materiales, elevados y purificados (?), entran a formar parte del reino de Dios: concepto absurdo, que evidencia una visión naturalista del reino, contraria al depósito de la fe. 6.1 La correlativa e inconcebible interpretación colectivista del reino mismo. En efecto, de LG § 13 se sigue que la individualidad colectiva de cada pueblo, con su ambiguo “bien temporal” , entra a formar parte en cuanto tal, como un valor en sí, del “pueblo de Dios” (de la Iglesia), de manera que puede ser “introducida” en el reino que se realiza en este mundo. 6.2 La mal comprendida contribución de los fieles seglares a la “dilatación” del reino de Dios en la tierra. Esa contribución habrá de hacerse «de suerte que el mundo quede imbuido [imbuatur] del espíritu de Cristo» ( LG § 36) (nótese el vago “imbuirse” , harto alejado de la idea de convertir). Dicha contribución se entiende, de hecho, inevitable y erróneamente , como contribución a un progreso sobre todo material, bajo la bandera de la cultura laica o “civil” , que debe hacer avanzar, a su vez, la libertad humana y cristiana por todo el mundo: «Procuren, pues, seriamente (los seglares), que por su competencia… los bienes creados [bona creata] se desarrollen al servicio de todos y de cada uno de los hombres y se distribuyan mejor entre ellos… mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil [humano labore, arte technica, civilique cultura] ; y que a su manera estos seglares conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana» ( LG § 36). En este texto se añade un elemento ulterior y espurio al naturalismo evocado en 6.0: el mito laicista del progreso, con su exaltación característica del trabajo, de la técnica, de la cultura “civil” , del igualitarismo, de la libertad (“humana y cristiana” , sea cual fuere el significado de tal expresión). 6.3 La afirmación increíble según la cual Cristo resucitado «obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también, con ese deseo [sed eo ipso] , aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» ( Gaudium et Spes § 38). El texto parece significar que, por el hecho en sí de inspirarle al hombre el anhelo del siglo futuro, el Espíritu Santo le inspira también deseos de felicidad terrena, expresados mediante el giro “hacer más llevadera su propia vida” (!). 6.4 La afirmación incomprensible según la cual «el misterio pascual perfecciona la actividad humana». En efecto, se define a la santísima eucaristía como «aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre [naturae elementa, ab hominibus esculta] , se convierten [convertuntur] en el cuerpo y sangre gloriosos, en un banquete [coena] de comunión fraterna que es pregustación del banquete celestial» ( GS § 38 cit.). Según su estilo, el Vaticano II no nombra la transubstanciación, e insinúa una concepción protestante de la santa misa. Pero ¿de qué manera, al decir del texto conciliar, el “misterio pascual” perfecciona a la actividad humana? Pues en virtud del hecho de que los que se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos son “elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre” (!). Al cultivar la tierra, la actividad del hombre produce el pan y el vino, que se “convierten” después en el cuerpo y la sangre, etc. ¡Una contribución de este tipo no puede por menos de volver perfecta la actividad del hombre! Hay motivos más que de sobra para quedarse estupefactos ante un razonamiento semejante, que parece hasta ridículo. ¿Cuándo ha enseñado el magisterio nada semejante? ¿Cuándo demonios ha buscado conexiones tan disparatadas y falaciosas? No obstante, tales disparates apuntan a un fin preciso: insinuar la falsa idea de que la actividad del hombre participa de algún modo en la conversio (más exactamente: transubstantiatio ) del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo (conversión que, en realidad, es obra de solo el sacerdote). Tal idea se encuentra también en la “liturgia eucarística” de la misa del Novus Ordo : «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos: él será para nosotros pan de vida». 6.5 El famoso art. 39 de la Gaudium et Spes , que, como conclusión del capítulo IIIº, dedicado precisamente a la «actividad humana en el mundo» ( GS §§ 33-39), propone, en apariencia, la visión final tradicional sobre la “tierra nueva” y “los cielos nuevos” , pero que nos brinda, en realidad, la perversión final de la concepción del reino de Dios enseñada por la Iglesia. En efecto, se delinea allí la idea de una salvación colectiva de la humanidad y hasta de «todas las criaturas (cf. Rom 8, 19-21) que Dios creó pensando en el hombre» ( GS ivi), con lo que se tergiversa el versículo Rom 8, 21 al hacerle decir, gracias a una adición, que conseguirán también la salvación eterna “todas las criaturas” que Dios creó propter hominem, para servir al hombre. Así se insinúa la idea anormal –nunca enseñada antes, como es obvio– según la cual todas las criaturas, sin distinción, entrarán en el reino, incluso las destinadas al servicio y a la utilidad del hombre, como los animales (!). El artículo 39 asegura, a renglón seguido, que la “tierra nueva” está ya, en figura, en “nuestra tierra” , porque en esta última «crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo» ( GS ivi). Nótese al respecto que le prefiguración del reino no la constituye la Iglesia militante, como enseña la ortodoxia católica, sino el “crecimiento” del “cuerpo de la familia humana”: la constituye la humanidad, que crece gracias al progreso universal, a la libertad “humana y cristiana” , etc. ( LG §§13 y 36; GS §§ 30, 34 y 38 cit.). El reino de Dios, que se realiza parcialmente en este mundo, no está constituido ya por la Iglesia, sino por la humanidad (!). La humanidad (“nueva”) es el sujeto que realiza el reino y que un día entrará en él en globo. Y de hecho, según concluye el art. 39 de la GS , volveremos a encontrar en el reino en cuestión, aunque «limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados», los “bienes” y los “frutos” que «hayamos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo a su mandato»; unos bienes profanos hasta la médula (como «la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad» ), y además «todos los frutos excelentes de la naturaleza». Se echa de ver que se trata de una visión naturalista, (que recuerda la religión de la Humanidad), extraña por completo al catolicismo, en neta antítesis con la realidad exclusivamente sobrenatural del reino de Dios y de su consumación al fin de los tiempos (que Nuestro Señor nos reveló y la Iglesia mantuvo siempre). Nota: GS § 39 no vacila en afirmar que «el progreso temporal […] interesa en gran medida al reino de Dios», y remite en una nota a pie de página a la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI ( AAS 23 [1931] § 207), como si el presunto valor salvífico del “progreso temporal” lo hubiese proclamado dicho Papa; pero ni en la pág. 207 citada, ni en ninguna otra parte de la encíclica se constata la existencia de una afirmación de tal género. ERRORES CONCERNIENTES AL MATRIMONIO Y A LA CONDICION DE LA MUJER 7.0 Una variación en la doctrina del matrimonio, contraria a la enseñanza constante de la Iglesia. En efecto, la institución matrimonial se concibe ahora principalmente como «comunidad íntima de vida y amor» de los cónyuges ( GS § 48), a la que le sigue la procreación como su fin propio: «por su índole natural, la misma institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia [iisque veluti suo fastigio coronantur] » (GS cit.). Nótese bien: el matrimonio y el amor conyugal no hallan su razón de ser en la procreación y la educación de la prole: sólo hallan en ellas su “coronamiento” . De esa manera, el fin del perfeccionamiento mutuo, intrínseco al matrimonio, pasa de secundario a primario, mientras que el auténtico fin primario, la procreación, se ve relegado al segundo lugar porque se le convierte en consecuencia o coronamiento del valor personalista del matrimonio. 7.1 Una definición del amor conyugal, en el art. 49 de la GS , que abre la puerta al erotismo en el matrimonio, en contra de toda la tradición de la Iglesia. Después de haber puesto de relieve que «muchos contemporáneos nuestros [?] exaltan también el amor auténtico entre marido y mujer…» (frase que sorprende por su vaguedad, obviedad y manifiesta superfluidad), el concilio prosigue: «Este amor, por ser eminentemente humano [amor, utpote eminenter humanus] –ya que va de persona a persona con el afecto de la voluntad–, abarca el bien de toda la persona y, por tanto, enriquece y avalora con una dignidad especial las manifestaciones del cuerpo y del espíritu [ideoque corporis animique expresiones] y las ennoblece como elementos y señales específicas de la amistad conyugal». En la redacción en lengua vernácula (en español, p. ej.), se lee «este amor, por ser un acto eminentemente humano», en lugar de «este amor, por ser eminentemente humano», lo que confiere, a nuestro juicio, un significado equívoco a todo el pasaje citado; pero aun si no se hable de “acto” , subsiste el hecho de que tal amor, por ser “eminentemente humano” (¿qué significa eso?), “enriquece y avalora con una dignidad especial las manifestaciones del cuerpo” , etc. La expresión “manifestaciones del cuerpo” no puede sino referirse al conjunto de los actos con que los cónyuges llegan al “acto conyugal” verdadero y propio. Ahora bien, tales actos, tales “manifestaciones” se justifican en bloque, exclusivamente en cuanto expresiones corpóreas y, por ende, sensuales del amor conyugal, es decir, por su valor erótico. La Iglesia, en cambio, ha enseñado siempre que los actos en cuestión son admisibles, y sólo en sus justos límites, únicamente como actos que favorecen el abrazo conyugal, entendido como acto natural cuyo objeto es la procreación; admisibles, pues, en relación con el fin primario del matrimonio, que es la procreación, y no para la satisfacción en sí del amor conyugal, que se incluye, en cambio, a título de remedium concupiscentiae, en el fin secundario del matrimonio, y que por eso se halla limitada por el fin primario del mismo ( Casti connubii , Denz. §§ 2241 y 3718). Además, atribuir “dignidad especial” y “nobleza” a los actos de las relaciones íntimas entre los cónyuges parece ridículo, acaso también inconveniente, pero, en cualquier caso, no es conforme con el sentido católico del pudor. 7.2 Las afirmaciones según las cuales «Dios no creó al hombre en solitario: desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen 1, 27). Esta sociedad de hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas» ( GS §§ 12 y 50). Tales afirmaciones son formalmente correctas, pero incompletas, y, por ende, dan pábulo al engaño doctrinal porque, al omitir cuanto dice Gen 2, 18 ss., genera la falsa impresión de que Dios creó al hombre y a la mujer al mismo tiempo, haciéndolos así iguales por completo. El escritor sagrado, en cambio, resumió primero el proceder de Dios ( Gen 1, 27 cit.), y luego expuso detalladamente cómo sucedieron las cosas en realidad ( Gen 2, 18 ss.). En la exposición inicial, el hagiógrafo, inspirado por el Espíritu de Verdad, puso al hombre y a la mujer en el mismo plano, cual debía, para recordarnos que a ambos los hizo Dios a su imagen y semejanza, y que en consecuencia, entrambos son iguales frente al Creador: «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra» ( Gen 1, 27 cit.); pero luego precisó que la mujer fue creada después del hombre, de una costilla suya, para ser su compañera: «Y se dijo Yavé Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda semejante a él'» ( Gen 2, 18). Semejante, pero no igual, como nos explica san Pablo, hablando en hombre del Señor, en el famosos pasaje del I Cor 11, 3 ss., nunca citado por el Vaticano II y hoy sumido en el olvido: «Pues bien: quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y la cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios […] El varón no debe cubrir la cabeza [cuando ora o profetiza; nota nuestra] , porque es imagen y gloria de Dios; mas la mujer es gloria del varón [sin dejar de ser imagen de Dios, no del hombre, porque, a despecho de su diversidad y subordinación, se ordena a Dios y a la salvación, no al hombre; nota nuestra] , pues no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón; ni fue creado el varón para la mujer, sino el mujer para el varón […] Pero ni la mujer sin el varón ni el varón sin la mujer en el Señor. Porque así como la mujer procede del varón, así también el varón viene a la existencia por la mujer, y todo viene de Dios». Toda la pastoral del Vaticano II sobre el matrimonio ( GS §§ 47-52) se abstrae de hablar de las diferencias naturales que median entre los sexos, establecidas por Dios, y se rige por la idea acatólica de una igualdad natural y total entre los cónyuges, considerados en abstracto como “personas” , como seres que se expresan libremente a sí propios en la “comunidad del amor” matrimonial, ignorando por entero la enseñanza de san Pablo y de la Iglesia a lo largo de los siglos (según a cual, como se ha visto, es el hombre el jefe natural de la mujer y, por ende, de la familia), e ignorando también el principio siempre afirmado de que la vocación fundamental de la mujer es la de ser, in primis , esposa y madre, parir hijos y educarlos cristianamente. 7.3 La apertura a los dogmas preliminares del feminismo, forma de subcultura contemporánea particularmente perversa, consagrada, en nombre de la igualdad, a la destrucción del matrimonio y de la familia, a la exaltación del libertinaje y de la homosexualidad. Dicha apertura se manifiesta en el reconocimiento implícito de la absurda aspiración de las mujeres de nuestro tiempo a «la igualdad de derecho y de hecho con el hombre» ( GS § 9); en el reconocimiento explícito del derecho de la mujer a abrazar el estado de vida que prefiera, porque constituye uno de los presuntos «derechos fundamentales de la persona» ( GS § 29); en el reconocimiento de un supuesto derecho suyo a ser educadas en una «cultura humana y civil, conforme con la dignidad de la persona» ( GS § 60); en la aceptación de la supuesta necesidad de una «legítima promoción social de la mujer» ( GS § 52), y en el deseo, por último, de una «mayor participación» de las mujeres «en los campos del apostolado de la Iglesia» ( Apostolicam Actuositatem § 9), no por una necesidad de carácter religioso, sino por el mero hecho de que «en nuestros tiempos participan las mujeres cada vez más activamente en toda la vida social» (art. cit.) (participación más activa provocada, en gran parte, por los falsos “dogmas” recién recordados, y llevada en efecto a algún modo bajo su sello, pero que Pío IX, en cambio, condenó en la encíclica Quadragesimo anno como «desorden gravísimo que ha de eliminarse a toda costa [pesimus vero est abusus et omni conatu auferendus] » , porque substrae a las «madres de familia» su cometido y deberes propios ( ASS 23 (1931) § 200). ERRORES CONCERNIENTES A LOS SECTARIOS HERÉTICOS Y CISMÁTICOS (LOS DENOMINADOS “HERMANOS SEPARADOS”) 8.0 El aserto, doctrinalmente pernicioso y ayuno de fundamento histórico, según el cual «no pocas comunidades [haud exigua] » se separaron de la comunión plena de la Iglesia católica «a veces no sin responsabilidad de ambas partes» ( Unitatis Redintegratio § 3), o dicho en otras palabras: dieron en la herejía y el cisma por culpa de eclesiásticos católicos. 8.1 La afirmación «pero los que ahora nacen y se nutren de la fe de Jesucristo dentro de esas comunidades [heréticas y cismáticas] no pueden ser tenidos por responsables del pecado de secesión» ( UR § 3). Tamaña aseveración es errónea, teológicamente hablando. Porque el “pecado de secesión” se consuma también hoy cuando el cismático y el hereje, “nutridos” no de la “fe de Jesucristo” , sino de las doctrinas propias de su secta, se adhieren a estas últimas con su intelecto y voluntad, una vez llegados a la edad de la discreción, transformándose, de herejes y cismáticos materiales, que yerran de buena fe, en herejes y cismáticos formales, los cuales se niegan por sí y ante sí, con un acto positivo personal, a someterse a la doctrina revelada por Cristo y a la autoridad instituida por Él. 8.2 La afirmación «quienes creen en Cristo y recibieron el bautismo debidamente quedan constituidos en alguna comunión, aunque no se perfecta, con la Iglesia católica [quadam communione etsi non perfecta]» ( UR § 3), y la afirmación parecida que sigue en el art. 4º, según la cual los herejes y cismáticos, aun «estando verdaderamente incorporados a ella (a la Iglesia católica) por el bautismo [baptismate appositi] , están, sin embargo, separados de su comunión plena» (UR § 4). Ambas afirmaciones contradicen la tradición universal de la Iglesia, ratificada también por Pío XII en la Mystici corporis : «Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo y profesan la verdadera fe, y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la autoridad legítima a causa de gravísimas culpas» ( Denz. § 2286). Y esto vale para todos los herejes y cismáticos públicos, inclusive los de buena fe (herejes y cismáticos materiales). Estos últimos, empero, a diferencia de los herejes y cismáticos formales, se “ordenan” «al cuerpo místico del Redentor por cierto deseo inconsciente y anhelo» debido a su disponibilidad para profesar la fe verdadera ( votum Ecclesiae), y, aunque estén fuera de la contextura visible de este cuerpo, pueden pertenecerlo invisiblemente y conseguir por este camino la justificación y la salvación; con eso y todo, se ven «privados de muchos dones y auxilios celestiales que sólo es dado gozar en la Iglesia católica», por lo que Pío XII, al igual que sus predecesores, los invita «a secundar los impulsos internos de la gracia y a sustraerse a su estado, en el que no pueden tener seguridad de su propia salvación» : «vuelvan pues, a la unidad católica» ( AAS 35(1943) §§ 242-243; Denz. §§ 2290/3821). Nótese la falsedad de la frase siguiente: «Sin embargo, justificados por la fe en el bautismo (cf. Conc. Florentino, ses. 8 (1439), Decr. Exultate Deo: Mansi, 31, 1055 A), [los ‘hermanos separados'] quedan incorporados a Cristo y, por tanto, reciben con todo derecho el nombre de cristianos» (UR § 3). Se trata de una frase con la cual se insinúa la idea según la cual los acatólicos “quedan incorporados a Cristo” en virtud de solo el bautismo, y pueden contarse de hecho entre los miembros de la Iglesia con independencia de la profesión de la fe verdadera y de la obediencia debida a los pastores legítimos. Tal frase es fruto de la tergiversación de un pasaje del Concilio de Florencia (1439), al que se remite en nota, extractado del famoso decreto pro Armenis, que restableció la unidad con la iglesia armenia. Pero el decreto en cuestión aclara cómo deben entender los católicos cada uno de los siete sacramentos, sin hacer la más mínima referencia al bautismo de los herejes, ni a sus significado: «El primer lugar entre los sacramentos lo ocupa el santo bautismo, que es la puerta de la vida espiritual, pues por él nos hacemos miembros de Cristo y del cuerpo de la Iglesia [per ipsum enim membra Christi ac de corpore efficimur Ecclesiae]» ( Denz. §§ 696 y 1314). Quienes quedan aquí “incorporados” a Cristo, a la Iglesia, son los católicos, no los herejes ni los cismáticos. 8.3 La ilustración, en Lumen Gentium § 8 (v. supra 2.0), del concepto falso según el cual el acervo de valores de los “hermanos separados” comprende elementa plura sanctifiactonis et veritatis (“muchos elementos de santificación y de verdad”) , y aunque se encuentre «fuera del recinto visible de la Iglesia católica», con todo, «pertenece por derecho a la única Iglesia de Cristo» ( UR § 3). Dichos “elementos de santificación y de verdad” son, según se dice: «la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y algunos dones interiores del Espíritu Santo y elementos visibles» ( ivi § 3). Por lo que habría de concluirse de ahí que «aunque creemos que las iglesias y comunidades separadas tienen carencias [la herejía y el cisma se han convertido en meras “carencias”] , no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehuyó servirse de ellas como de medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que se confió a la Iglesia católica» ( UR § 3). No alcanzamos a comprender cómo pueden haberse conservado la “vida de la gracia” y las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) en comunidades heréticas y cismáticas, rebeldes a la autoridad de la Iglesia única y legítima de Cristo, dado que aquí se habla de “comunidades” , de organismos extraños y contrapuestos a la Iglesia única de Cristo, no de individuos (para los cuales, cf. supra 8.1 y 8.2). Además, nos gustaría saber qué posibilidades de “santificación” y qué “verdades” se encierran en las doctrinas y en el modo de vivir de estas comunidades heréticas y cismáticas, hostiles sobremanera al romano Pontífice y a todo lo católico, en cuyo seno muchos niegan el concepto mismo se “santificación” y propugnan una noción absolutamente subjetiva de la verdad (la revelada inclusive). 8.4 La aseveración según la cual los «cristianos acatólicos» (que son herejes y cismáticos formales, o materiales al menos) gozan, en cuanto tales, de «cierta unión con el Espíritu Santo [immo vera quaedam in Spiritu Sancto coniunctio] , puesto que también obra en ellos con su virtud santificante por medio de dones y de gracias, y a algunos de ellos les dio la fortaleza de llegar hasta el derramamiento de su sangre» ( LG § 15). Constituye una afirmación errónea doctrinalmente, puesto que los llamados “hermanos separados” son tales precisamente por su rebeldía a la enseñanza de la Iglesia, con lo que resisten al Espíritu Santo, que no puede, en consecuencia, ni “unirse” a ellos en cuanto comunidades “separadas” y rebeldes, ni conferir a herejes o cismáticos, mientras sigan siendo tales, la gracia del martirio por la fe verdadera, que no profesan pero a la que combaten. Los misioneros protestantes que sean asesinados por ser misioneros no pueden considerarse mártires, es decir, testigos de la fe verdadera. Bien es verdad que un hereje formal puede convertirse por la gracia de Dios y morir por la fe verdadera; pero muere entonces como católico. Un hereje material pertenece invisiblemente a la Iglesia católica por el votum Ecclesiae , y si sufre martirio, también él muere como católico, no como hereje y cismático (pero, como quiera que sea, ello pertenece al “secreto de Dios” , según advierte Pío IX). Mas lo que los artículos citados significan es algo muy distinto: afirman con claridad bastante que los “acatólicos” gozan de la asistencia, en cuanto tales, del Espíritu de Verdad, hasta el punto de haber “derramado su sangre” algunos de ellos, es decir, haber sufrido el martirio por su fe, lo que es tanto como decir que fueron martirizados por sus errores (!). Por otro lado, los textos se prestan a ser interpretados en el sentido peor, es decir, en el de que, con la mención repetida de unos “mártires” (sin precisar) de la “fe” (de la suya), se quiere hacer referencia también a los herejes obstinados, corruptores pervicaces de almas, condenados por la Iglesia en el pasado con toda razón (véase asimismo Dignitatis Humanae § 12, que condena el uso de la fuerza para defender la fe: fuerza usada otrora por la Iglesia). 8.5 El nuevo cometido pastoral confiado a la Iglesia de ofrecer «al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal [en lugar de convertirlo a Cristo] » (GS § 3), y la consiguiente exhortación hecha a los católicos (en realidad, es la intimación de una orden) para que colaboren con los herejes y cismáticos (los “hermanos separados”) a fin de elaborar traducciones comunes de la Escritura Sagrada ( DV § 22); para que colaboren en la obra del apostolado cristiano, en nombre del «patrimonio evangélico común», que entraña, según parece, «el común deber [officium] del testimonio cristiano» ( Apostolicam Actuositatem § 27; UR § 24); para que «reconozcan y aprecien en su valor los tesoros verdaderamente cristianos que, procedentes del patrimonio común, se encuentran en nuestros hermanos separados» ( UR § 4), y para que se unan en la oración con ellos en ciertas circunstancias especiales ( UR § . Se trata de una pastoral nueva de pies a cabeza, porque enseña exactamente lo contrario de cuanto los Apóstoles ordenaron tocante a la conducta que debía observarse con los herejes: «Al sectario, después de una y otra amonestación, evítalo, considerando que está pervertido; peca, y por su pecado se condena» ( Tit 3, 10-11); «Si alguno viene a vosotros y no lleva esta doctrina, no lo recibáis en casa ni lo saludéis, pues el que lo saluda comunica en sus malas obras» (II Jn 10-11). El error doctrinal en que se inspira la “nueva” pastoral es evidente: no existe ni puede existir un “patrimonio evangélico común” con los herejes y cismáticos, así como tampoco “valores” comunes: Los protestantes niegan la tradición en tanto que fuente del dogma, al igual que niegan la verdad de fe según la cual atañe al magisterio de la Iglesia, asistido por el Espíritu Santo, «juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas» ( Denz. §§ 786 y 1507), las cuales ellos retuercen de mil modos por confiar en el libre examen individual, al que osan someter la aceptación de esta o aquella verdad revelada. El heresiarca Lutero destruyó todo lo que pudo del dogma y la moral: negó el sacerdocio; corrompió la Escritura; echó por tierra la noción misma de la Iglesia; redujo los sacramentos de siete a dos, y éstos, bastardeados; negó la transubstanciación y el significado propiciatorio del santo sacrificio; negó el purgatorio, la virginidad de María santísima después del parto; escarneció el principio de la santidad, la virginidad y la castidad; admitió el divorcio; negó el libre arbitrio y el valor meritorio de las obras; fomentó el odio entre los cristianos, incitándolos, por añadidura, a la rebeldía contra el principio de autoridad. Los anglicanos conservaron su episcopado, pero es como si no lo tuvieran, porque sus consagraciones y ordenaciones son nulas de punta a cabo: nulas por defecto de forma y de intención (lo declaró León XIII en 1896 con sentencia dogmática: Denz. §§ 1963, 3315 ss; § 3317 a-b). Constituyen una secta sometida al poder político, una “religión civil” con una fachada cristiana. Además, se difunde hoy entre los protestantes la presencia de las “sacerdotisas” , forma de neopaganismo en la que han caído herejes en virtud de la penetración del feminismo y que, al parecer, se quiere instaurar también en la Iglesia católica, que se ha vuelto “ecuménica” (sobre los “ortodoxos” , cf. infra 8.6). 8.6 La terminología ambigua «iglesias o comunidades eclesiales», o bien «iglesias y comunidades separadas», aplicada a las denominaciones acatólicas: «en sus propias iglesias o comunidades eclesiales...» ( LG § 15); «… las iglesias y comunidades separadas…» ( UR § 3). Tamaña terminología atribuye la calificación de “Iglesia” a las sectas de herejes y cismáticos, con evidente error teológico, visto que sólo la Iglesia católica es la Iglesia fundada por Cristo. Las comunidades separadas de esta Iglesia única, cimentada por Cristo sobre la roca de Pedro, no tienen derecho, ni todas juntas ni cada una por separado, a proclamarse aquella Iglesia única y católica que Jesucristo instituyó; ni tampoco pueden echárselas de miembros o partes de ella por haberse separado visiblemente de la unidad católica (idéntica es la condición de los orientales cismáticos, según confirmaron, contra las pretensiones del ecumenismo acatólico, todos los romanos Pontífices desde Pío IX a Pío XII). 8.7 La exhortación a los teólogos católicos a que, «al confrontar sus doctrinas» (católicas) con las de los «hermanos separados, no olviden que hay un orden o jerarquía de las verdades en la doctrina católica [veritatum doctrinae] , por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana» ( UR § 11). Esta exhortación contiene la idea errónea, condenada expresamente por Pío XI en la Mortalium animos (1929: Denz. §§ 2199 y 1683), de que existen unas verdades reveladas, unos dogmas, que importa más aceptar que otros; constituye una sentencia errónea porque la autoridad de Dios que se revela es la que nos mueve a aceptar por igual, con el mismo grado de obligatoriedad, todas las verdades contenidas en la revelación divina, dado que «repugna a la razón que no se crea a Dios cuando habla, aunque sólo sea en un punto» (León XIII, Satis Cognitum ). La exhortación lleva a la conclusión absurda de que, en el “diálogo ecuménic” , se pueden discutir con los herejes las “verdades doctrinales” que ocupen una posición menos importante en la presunta “jerarquía” , y desemboca además en el principio erróneo contenido en el final del art. 11 (principio que examinaremos en el apartado siguiente). 8.8 El principio según el cual, “al confrontar” las doctrinas de la Iglesia con las de los “hermanos separados” , teniendo presente la existencia de la (inexistente) “jerarquía” de las verdades doctrinales, «se preparará el camino por donde todos se estimulen a proseguir con esta fraterna emulación hacia un conocimiento más profundo y una exposición más clara de las incalculables riquezas de Cristo (cf. Ef 3, » ( UR § 11 cit.). Principio inaudito, que bordea la herejía, porque confía a la investigación teológica en común con los herejes la tarea de alcanzar un “conocimiento más profundo” y una “exposición más clara” de las riquezas incalculables de Cristo; como si no le correspondiera al magisterio infalible transmitir con fidelidad la verdad revelada y definirla con claridad, y como si la verdad católica y el error de los sectarios y cismáticos pudieran ir del brazo y competir en “fraterna emulación” para hacernos conocer mejor las riquezas incalculables de nuestro Señor (!). Nos testimonia san Pablo en Ef. 3, 8 (citado con alevosía por el concilio) que a él le «fue otorgada la gracia de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de Cristo», y de anunciarla con la predicación de la «sana doctrina» (II Tim 4, 2-3), no mediante el “diálogo” con los herejes y los cismáticos, expresamente prohibido por él y por san Juan ( y por todos los Papas) (véase supra 8, 5). 8.9 El oscurecimiento, la deminutio, para dar gusto a los protestantes, del dogma definido por el concilio de Trento, según el cual incumbe sólo a la santa Iglesia «juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras santas» ( Denz. §§ 786 y 507). El oscurecimiento se da en la frase siguiente: «según la fe católica, el magisterio auténtico tiene un lugar especial [peculiarem locum] con vistas a la exposición y predicación de la palabra de Dios escrita» ( UR § 21). ¿Tan solo corresponde un “lugar especial” en la “exposición” y “predicación” de la “palabra de Dios escrita”?. Le compete mucho más que eso, visto que el magisterio goza de fundamento y asistencia sobrenaturales; es el único juez del “verdadero sentido e interpretación de las Escrituras” . 8.10 La afirmación desaviante según la cual los protestantes «quieren seguir la palabra de Cristo lo mismo que nosotros, como fuente de virtud cristiana, etc». ( UR § 23) La afirmación es desaviante porque los protestantes quieren seguir la “palabra de Cristo” no como los católicos, es decir, no como la enseña la Iglesia católica, sino según el principio falso del “libre examen” , que les permite «confesar confiadamente lo que [les] parezca verdad» ( confidenter confidenti quidquid verum videtur ); o dicho de otro modo, según un principio condenado formalmente como herético por León X en 1520, en la bula Exsurge Domine , que proscribió las herejías de Lutero ( Denz. §§ 769 y 1479). LA DESCRIPCION ERRONEA Y DESAVIANTE DE LAS RELIGIONES ACRISTIANAS 9.0 La atribución falsa a todas las religiones acristianas de una fe en el Dios creador, semejante a la nuestra: «La criatura sin el Creador se esfuma. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión [cuiuscumque sint religionis] , escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación» ( Gaudium et Spes § 36). 9.1 La atribución paralela e inconcebible de una patente de verdad y de santidad a todas las religiones acristianas, a pesar de carecer de la verdad revelada y de ser un parto de la mente humana, por lo que no pueden en cuanto tales, ni redimir ni salvar a nadie: «La Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de santo y verdadero [vera et sancta]. Considera con sincero respeto los modos de obrar y vivir, los preceptos y doctrinas, que , por más que discrepen en mucho de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces refleja un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» ( Nostra Aetate § 2). Adviértase la contradicción que anida en esta frase de tenor abiertamente deísta: si esas religiones “discrepan en mucho” de las enseñanza de la Iglesia católica, ¿cómo es que reflejan “no pocas veces” y, por ende, con bastante frecuencia, “un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres”?. Eso significa que, para el concilio, la “Verdad que ilumina a todos los hombres” puede reflejarse en doctrinas y preceptos que “discrepan en mucho” de la enseñanza de la Iglesia (!). (¿Cómo pudo sugerir un concepto semejante un concilio ecuménico auténtico de la Iglesia católica?) 9.2 La afirmación infundada según la cual las religiones paganas, pasadas y presentes, están incluidas de algún modo en la economía de la salvación (en contra de la tradición y de las Escrituras: Salmo 96 ( Vulgata 95): «Pues todos los dioses de las gentes son demonios»; I Cor 10, 20). El art. 18 del decreto Ad Gentes , sobre la actividad misionera, exhorta, en efecto, a los “institutos religiosos” en los países de misión a que, además de esforzarse por adaptar las «riquezas místicas de que están totalmente llenos» al «carácter y la idiosincrasia de cada pueblo», «consideren atentamente el modo de aplicar a la vida religiosa cristiana las tradiciones ascéticas y contemplativas cuya semilla [semina] había esparcido Dios con frecuencia en las antiguas culturas [en general y, por consiguiente, también en sus religiones] antes de la proclamación del Evangelio». A las “antiguas culturas” , cuyos dioses eran “demonios” , y cuyos sacrificios se ofrecían «a los demonios y no a Dios» (I Cor 10, 20), el concilio, en cambio, las revaloriza ahora indebidamente, pues pretende reconocer en ellas una presencia irregular de las semina Verbi, de las «semillas de la verdad revelada». Pero eso viola una verdad considerada siempre como perteneciente al depósito de la fe. (El mismo concepto de repite en Lumen Gentium § 17 y Ad Gentes § 11, pero aplicado a todos los pueblos acristianos contemporáneos, los paganos incluidos: los misioneros deben descubrir, «con gozo y respeto, las semillas de la Palabra que en ellas se contienen»; “en ellas” , es decir, en las «tradiciones nacionales y religiosas» de los países de misión cuya evangelización se les confía). 9.3 La descripción falsa del hinduismo, porque se escribe que en él «los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y con los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición, ya sea mediante las modalidades de la vida ascética, ya sea a través de profunda meditación, ya sea buscando refugio en Dios con amor y confianza» ( Nostra Aetate § 2 cit.). Descripción falsa, porque induce al católico a considerar válida la mitología y la filosofía hindúes, como si ellas “investigaran” efectivamente “el misterio divino” , y como si la ascética y la meditación hindúes realizaran algo semejante a la ascética cristiana. Sabemos, por el contrario, que la mezcla de mitología, magia y especulación que caracteriza a la espiritualidad india desde la época de los Vedas (siglos XVI-X a J.C) es responsable de una concepción de la divinidad y del mundo completamente monista y panteísta, porque, al concebir a Dios como una fuerza cósmica impersonal ignora el concepto de creación y, en consecuencia, no distingue entre realidad sensible y realidad sobrenatural, realidad material y realidad espiritual, entre el todo y los seres particulares, resolviendo toda existencia individual en la indistinción del Uno cósmico, del que todo emana y al que todo retorna sin cesar, mientras que el yo individual sería pura apariencia en sí mismo. A esta filosofía, que el texto conciliar califica de “penetrante” , le falta por fuerza el concepto de alma individual (harto conocido de los griegos, en cambio) y de lo que llamamos voluntad y libre arbitrio. A esto se añade luego la doctrina de la reencarnación, concepción particularmente perversa (condenada explícitamente en el esquema de constitución dogmática De deposito fidei pure custodiendo , aparejado en la fase preparatoria del concilio, pero al que Juan XXIII y los progresistas hicieron naufragar por su carácter poco “ecuménico”) y, el hecho de que la denominada “ascesis” hindú no es más que una forma de epicureísmo para los brahmines , una búsqueda refinada y egoísta de una superior indiferencia espiritual para con todo deseo, aunque sea bueno, y para con toda responsabilidad; indiferencia que se justifica considerando que todo sufrimiento es expiación de culpas contraídas en una vida anterior, etc., etc. ¿Qué pueden aprender los católicos de bueno de tamaña concepción del mundo? Nos gustaría mucho saberlo. 9.4 La descripción falsa del budismo, variante autónoma del hinduismo, más pura en parte. En efecto, escribe el concilio que «en el budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de esta mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con un espíritu devoto y confiado, pueden adquirir, ya sea el estado de perfecta liberación, ya sea la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos o apoyados en un auxilio superior» ( Nostra Aetate § 2 cit.). Se delinea aquí la imagen de un budismo a la de Lubac, revisado y corregido para que pueda gozar del aprecio de los católicos ignaros, quienes no saben que “la insuficiencia radical de este mundo” la encuadran los budistas en una auténtica “metafísica de la nada” , según la cual el mundo y el yo son existencias ilusorias y aparentes (y no meramente caducas y transeúntes, pero harto reales, como para el cristiano). Para el budista, todo “se compone y se descompone” al mismo tiempo, la vida es un flujo continuo atravesado de parte a parte por el dolor universal, para cuya superación es menester convencerse de que todo es vano, liberarse de todo deseo y entregarse a una iniciación intelectual, una gnosis semejante a la de los hindúes (hasta el punto de permitirse el uso de la denominada “magia sexual” en el budismo tántrico), que hace conseguir la indiferencia completa a todo, el nirvana (“desaparición” , “extinción”): una condición final de privación absoluta, en la cual no hay otra cosa sino la nada, el vacío, en el cual el yo se extingue totalmente para disolverse de manera anónima en el Todo y en el Uno (como se prefiera). ¡Éste es el “estado de perfecta liberación” o de “suprema iluminación” que el Vaticano II osó proponer a la atención y al respeto de los católicos! 9.5 El aserto según el cual «el designio de salvación [propositum salutis] abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar [in primis] los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abrahán, adoran con nosotros a un solo Dios, misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día [qui fidem Abrahae se tenere profitentes, nobiscum Deum adorant unicum, etc] » ( Lumen Gentium § 16). Esta afirmación atribuye erróneamente a los musulmanes la adoración del mismo Dios que nosotros y los incluye en cuanto tales en la economía de la salvación; se trata de una afirmación contraria al dogma de la fe, puesto que no puede incluirse en el plan de la salvación a quien no adora al Dios verdadero. Y los musulmanes no adoran al Dios verdadero, visto que, aunque le reconocen a Dios (Allah: “el Dios”) la creación del “mundo” y del “hombre” de la nada y los atributos tradicionales de la omnipotencia, la omnisciencia y el de ser juez del género humano al fin de los tiempos, con todo, ni lo conciben como Dios Padre, que creó en su bondad al hombre a su “imagen y semejanza” (Gen 1, 36; Deut 32, 6; etc.), ni creen en la Santísima Trinidad, a la que aborrecen repitiendo el error de los judíos, y por eso niegan la gracia, la divinidad de Nuestro Señor, la encarnación, la redención, la muerte en la cruz, la resurrección: rechazan todos nuestros dogmas, y se niegan a leer el Viejo y el Nuevo Testamentos porque los consideran libros falsificados al no haber en ellos, como es obvio, mención alguna de Mahoma. La morisma niega, además, el libre albedrío (defendido sólo por algunas exégesis minoritarias consideradas heréticas) y profesa un determinismo absoluto, que no deja lugar en el mundo a relaciones causales auténticas, visto que todas nuestras acciones, buenas o malas, están ya “consignadas” en el decreto inescrutable de Alá ( Corán 54, 52-53). 9.5.0 El reconocimiento de LG § 16 se repite en la declaración Nostra Aetate de manera más detallada y más grave: «La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes, que adoran al Dios único, viviente y subsistente, misericordioso y todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra (cf. San Gregorio VII, Epíst. 21 ad Anzir (Nacir), regem Mauritaniae: PL148, 450 s.), que habló a los hombres [qui unicum Deum adorant (…) homines allocutum] , a cuyos escondidos decretos procuran someterse con toda el alma [cuius occultis etiam decretis toto animo se submittere student] , como se sometió Abrahán, a quien la fe islámica mira con complacencia» ( NA § 3). Aquí se afirma sin más ni más que el dios en quien creen los islamitas “habló a los hombres” (!). Así que ¿pretende hacer ver con ello el concilio que considera auténtica la “revelación” transmitida por Mahoma en el Corán? Si fuera así, ¿no tendríamos aquí una apostasía implícita de la fe cristiana, dado que la “revelación” expuesta en el Corán contradice expresamente todas las verdades fundamentales de aquélla? Por añadidura, se describen las creencias de la muslemía exactamente igual que ésta las entiende, como si se las aprobase. En efecto, se usa la imagen de la “sumisión a Dios” , que no otra cosa es lo que significa la voz “islam” (sumisión), cuyo adjetivo sustantivado es muslim, musulmán (sometido [a Dios]). La frase entera parece un eco de Corán 4, 125: «¿Quién es mejor, tocante a religión, que quien se somete a Dios, hace el bien y sigue la religión de Abrahán, que fue Hanif [un monoteísta puro; nota nuestra] ?». Por último, la referencia a la obediencia a los “escondidos decretos” de Alá tiene un marcadísimo sabor islámico, puesto que nos recuerda que a Alá se le define en el Corán como “el Visible y el Escondido” ( Corán 57, 3) (Visible en sus obras y Escondido en sus decretos): como si el concilio hubiese querido hacer comprender con ello que su “aprecio” no retrocedía ante el carácter ambiguo, turbio, impenetrable, de la entidad que habla en el Corán. El elogio del Vaticano II a la “fe” de Abrahán profesada por los musulmanes, como si constituyese una característica que los acerca a nosotros, oculta la verdad, ya que, como se sabe, el Abrahán del Corán, embebido de elementos legendarios y apócrifos, no coincide con el Abrahán verdadero , que es obviamente el de la Biblia, visto que el Corán le atribuye a Abrahán un monoteísmo denominado “puro” , es decir, antitrinitario, anterior al judeocristiano, que Mahoma, en cuanto profeta árabe, descendiente de Abrahán por la línea de Ismael, fue llamado por Dios a restaurar, liberándolo de las presuntas falsificaciones de hebreos y cristianos (!). 9.5.1 Nostra Aetate muestra que también toma seriamente en consideración la veneración que los agarenos profesan a Jesús y a la Santísima Virgen: «Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su madre virginal, y a veces también la invocan devotamente» ( NA § 3. cit.). Se sabe, empero, que la “cristología” del Corán se basa en el Jesús torcido y desfigurado de los evangelios apócrifos y de las herejías gnósticas de distintos tipos que pululaban en Arabia en tiempos de Mahoma. Nos muestra a un Jesús ( Isa ) nacido de una virgen por intervención divina (del ángel Gabriel), profeta particularmente acepto a Alá, un mero mortal, bien que milagrero por concesión de Alá; un profeta, pues, que predicó el mismo monoteísmo atribuido a Abrahán ( Corán 57, 26-27), cuya fórmula reza así: «No hay ningún otro dios que Dios, el Uno, el Invicto» ( Corán 38, 65). Por eso Jesús, según la morisma, fue un “siervo de Dios” ( Corán 19, 30), un sometido a Alá, o sea, un muslim, un musulmán, como Abrahán, hasta el punto de que anunció, al igual que éste, la venida de Mahoma ( Corán 61, 6) (!). Cuando los sarracenos veneran a Jesús como profeta, lo entienden, pues, como “profeta del Islam” , mentira que no puede aceptar ningún católico que siga conservando la fe, como es obvio (cf. R. Arnáldez, Jésus fils de Marie, prophète de l'Islam [Jesús, hijo de María, profeta del Islam], 1980. Págs. 11-22; 129-141 et passim). 9.5.2 Tocante a la veneración islámica de la Santísima Virgen, a quien a veces los moros “invocan devotamente” , fuerza es precisar que constituye un culto irrelevante, de fondo supersticioso; un “culto” , en cualquier caso, que se rinde a María en cuanto madre de un “profeta del islam” , no en cuanto madre de Dios: un culto desde luego ofensivo para oídos católicos. Hay que replicar, además, que también la “mariología” del Alcorán está corrompida por entero: Trae origen de un baturrillo de fuentes apócrifas y heréticas. Ignora por completo la existencia de San José y del Espíritu Santo. Llama a la Virgen María “hermana de Arón” , hermano de Moisés, e «hija de Imram» (en hebreo: Amram), que era su padre ( Núm 26, 59), confundiéndola nada menos que con María la profetisa ( Ex 15, 20), que vivió alrededor de doce siglos antes de Cristo. Para colmo, inserta a la Virgen María en la aborrecida Trinidad de los cristianos, a la que rechaza con acritud, y que consta, al decir del Alcorán, de Dios (Padre), María (Madre) y Jesús (Hijo): «Y cuando dijo Dios: “¡Jesús, hijo de María! ¿Eres tú quien a dicho a los hombres: ‘Tomadnos a mí y a mi madre como a dioses [literalmente: ‘como a dos dioses'] , además de tomar a Dios!'?”. Dijo [Jesús] : “¡Gloria a Ti! ¿Cómo voy a decir algo que no tengo por verdad? [ Corán 4, 171; 5, 73] Si lo hubiera dicho, Tú lo habrías sabido. Tú sabes lo que hay en mí [es decir: ‘cómo pienso'] , pero yo no sé lo que hay en Ti. Tú eres Quien conoce a fondo todas las cosas ocultas”» ( Corán 5, 116). 9.5.3 Por remate de todo, Nostra Aetate (§ 3 cit.) parece loar a los agarenos y señalarlos como ejemplo a los católicos porque «esperan, además el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Por tanto, aprecian la vida moral y honran a Dios, sobre todo, con la oración , las limosnas y el ayuno»; razón por la cual el concilio «exhorta a todos a que, olvidando lo pasado», es decir, las «no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes» que surgieron en el transcurso de los siglos , «procuren con sinceridad comprenderse mutuamente, defender y promover unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres» ( Nostra Aetate , ivi). También aquí se tuerce con violencia el significado de los hechos históricos, porque se reducen artificiosamente a meras “desavenencias y enemistades” las luchas sangrientas, largas y cruentas, fe contra fe, que hubimos de sostener a loa largo de los siglos para rechazar el asalto del islam. Además, también se pasan por alto las diferencias abisales que median entre la escatología católica y la islámica (la carencia de una verdadera visión beatífica, la carnalidad del paraíso, la eternidad de las penas infernales sólo para los infieles), por no mencionar la incompatibilidad absoluta de su concepción de la “vida moral” y del “culto” con la nuestra: el islam es una religión que, además de admitir instituciones moralmente inaceptables como la poligamia, con todos sus corolarios, pretende garantizar la salvación nada más que con solas las prácticas legales del culto; constituye, pues, una religión exterior y legalista, aún más que el fariseísmo, condenado por Nuestro Señor a boca llena (cf. Mt 6, 5). Todo eso se pasa en silencio para invitarnos a una colaboración imposible con la morisma, aunque sólo sea porque ésta no da a las expresiones “justicia social” , “paz” , “libertad” , etc., otro significado que el que puede inferirse del Corán y de la Asuna (lo que dijo e hizo Mahoma), según los ha entendido la interpretación “ortodoxa” a lo largo de los siglos: un significado islámico, absolutamente distinto del nuestro. Por poner un ejemplo, la morisma agarena no entiende la paz ni siquiera a la manera del Pontífice actualmente reinante: al no admitir que los islamitas puedan vivir bajo los infieles, dividen el mundo en dos: la parte donde domina el islam ( dar al-islam: morada del islam) y todo el resto, forzosamente enemigo hasta que se convierta o someta ( dar al-harb: morada de la guerra). La comunidad islámica se considera siempre en guerra con ese resto del mundo; de ahí que la paz no sea para ella un fin en sí, que permita la convivencia de Estados y religiones diversos: no es más que un medio dictado por las circunstancias, que obligan a pactar armisticios con los infieles; deben gozar de una duración limitada (no más de diez años); y la guerra debe reanudarse siempre que se pueda –constituye una obligación moral para el agareno, de cuño jurídico-religioso– hasta la infalible victoria final: la instauración de un Estado islámico mundial. ----------------------------------- Nota: La afirmación según la cual los moros “adoran al Dios único, etc.” parece justificarla el concilio citando en nota la carta personal de agradecimiento que san Gregorio VII, Papa desde el 1073 al 1085, le escribió en el 1076 a Anazir, emir de Mauritania, quien se había mostrado bien dispuesto para con ciertas peticiones del Papa y generosos respecto de algunos prisioneros cristianos, que había restituido. El Papa le decía al emir que tal «acto de bondad» le había sido «inspirado por Dios», quien exige amar al prójimo y lo requiere especialmente «de nosotros y vosotros [ … ] que creemos en el mismo Dios, al cual confesamos, aunque de modo distinto [licet diverso modo] ; que alabamos y veneramos a diario al Creador de los siglos y rector de este mundo» ( PL 148, 451 A). ¿Cómo explicar afirmaciones tamañas? Con la ignorancia de entonces tocante a la religión fundada por Mahoma. En efecto, el Corán no se había traducido aún al latín en tiempos de san Gregorio VII, razón por la cual no se echaban de ver aspectos fundamentales de su “credo” . Se sabía que los islamitas, esos enemigos acérrimos del nombre cristiano salidos de repente de los desiertos de Arabia en el 633, con ímpetu conquistador, mostraban, con todo, cierto respeto hacia Jesús, aunque como profeta tan solo, y hacia la Santísima Virgen; que creían en un Dios único, en el carácter inspirado de sus Escrituras santas, en el juicio y en una vida futura. Podían parecer, por ello, una secta cristiana herética (“la secta mahometana”), equívoco que se mantuvo largo tiempo, porque todavía a principios del siglo XIV Dante colocó a Mahoma en los infiernos, entre los herejes y los cismáticos ( Inf . XXVIII, vv. 31 ss.). Así, pues, el elogio privado que Gregorio VII tributó al emir hay que encuadrarlo en dicho contexto: Gregorio VII suponía que le escribía a un “hereje” , que se había comportado caritativamente en aquella ocasión, como si el Dios verdadero, en quien pensaba que aquél creía, le hubiese tocado el corazón. De un hereje, en efecto, se puede decir que cree en el mismo Dios que nosotros, y que lo confiesa, aunque de “manera distinta” . El elogio, sin embargo, no le impidió a san Gregorio VII propugnar, con una coherencia perfecta, la idea de una expedición de todos los países cristianos contra la morisma para socorrer a la cristiandad oriental, amenazada de aniquilación por aquélla; idea que se llevó en efecto, poco después de su muerte, con la 1ª cruzada, proclamada por Urbano II. La primera traducción latina del Corán vio la luz tan solo en 1143, cincuenta años después de la muerte de san Gregorio VII; la efectuó el inglés Roberto de Chester para el abad de Cluny, Pedro el Venerable, quien le agregó una refutación decidida del credo islámico: se trataba, en realidad, de un resumen del Alcorán, que se reputó por traducción del mismo durante siglos, hasta la aparición de la versión crítica y completa del padre Marracci, en 1698. El cardenal de Cusa se valió del resumen de Roberto de Chester para escribir su célebre Cribratio Alcorani (Cribadura Crítica del Alcorán) en la primera mitad del siglo XV, que precedió en poco a la bula promulgada por Pío II (Eneas Silvio Piccomolini) en octubre de 1458; el Papa llamaba en dicha bula a una cruzada contra los turcos (jamás llegó a realizarse), que se estaban extendiendo por los Balcanes después de expugnar Constantinopla, y calificaba a los musulmanes de secuaces del «falso profeta Mahoma» (calificación que repitió el 12 de septiembre de 1459, en un discurso digno de nota pronunciado en la catedral de Mantua, donde se había convocado la Dieta encargada de aprobar la cruzada; en dicho discurso motejó otra vez de impostor a Mahoma diciendo que, si no se detuviera al sultán Mehmed, éste, una vez subyugados todos los príncipes de Occidente, «derrocaría el evangelio de Cristo e impondría a todo el mundo la ley de su falso profeta» ) (cf. C. De Frede, La prima traduzione italiana del Corano , Nápoles, 1967, págs. 1 a 13; F. Babinger, Maometto il conquistatore , 1947, traducción italiana, Turín, 1967, págs. 180-183). He aquí, pues, una condena lisa y llana del islam y de su profeta por boca del magisterio pontificio, una vez removido el error que reputaba el credo agareno por “herejía” cristiana. 9.6 Las proposiciones: «Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo (cf, Jn 19, 6), sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras» ( Nostra Aetate § 4). Se echa de ver aquí el propósito de limitar la responsabilidad del deicidio a un círculo reducido de personas casi privadas, mientras que el sinedrio, por el contrario, autoridad suprema en lo religioso, representaba en realidad al judaísmo todo entero, por manera que su actuación entrañó la responsabilidad colectiva de la religión judía y del pueblo hebreo en el rechazo del Mesías e Hijo de Dios, según se desprende de las Sagradas Escrituras de manera inequívoca (Jn 19, 12: «Desde entonces Pilato buscaba liberarlo; pero los judíos gritaron, diciéndole: ‘Si sueltas a ése, no eres amigo del César'...»; Mt 27, 25: «Y todo el pueblo contestó diciendo: ‘Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos'» ). Sorprende también la afirmación de que “no se ha de señalar a los judíos como réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras” . Una vez más nos topamos con la carencia de la distinción debida entre individuos y religión hebrea: Si se habla de los judíos en tanto que individuos, la afirmación es verdadera, como lo demuestra el gran número de conversos del judaísmo en todo tiempo; pero si se habla del judaísmo cual religión, la afirmación es errónea e ilógica: errónea, porque contradice ni más ni menos que al evangelio y a la fe constante de la Iglesia desde el origen (cf. Mt 21, 43: «Por eso os digo que os será quitado el reino de Dios y será entregado a un pueblo que rinda sus frutos» ); ilógica, porque si Dios no reprobó la religión hebrea ni al pueblo hebreo en sentido religioso (que en tiempos de Jesús se identificaban), entonces la Antigua Alianza ha de reputarse válida todavía, en competencia con la Nueva, y también ha de seguir siendo válida la injustificada esperanza en la venida del Mesías, que los judíos nutren aún (!). Todo ello configura una descripción absolutamente mendaz del judaísmo y de sus relaciones con el cristianismo. 9.6.1 La afirmación inaceptable, contraria a la doctrina perenne de la Iglesia y a toda sana exégesis católica, según la cual los libros de Viejo Testamento ilustran y explican el Nuevo, mientras que siempre se ha enseñado que lo verdadero es lo contrario, sin reciprocidad, es a saber, que el Nuevo Testamento es el que ilustra y explica al Viejo: «… no obstante, los libros del Antiguo Testamento, recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5, 17; Lc 24, 27; Rom 16, 25-26; II Cor 3, 14-16) [hasta aquí nada que objetar; nota de la redacción] ilustrándolo y explicándolo al mismo tiempo [afirmación errada, que pugna con la precedente] [illud vicissim illuminant et explicant] » ( Dei Verbum § 16). 9.7 La inversión de la misión de los católicos respecto de los seguidores de las demás religiones. En vez de exhortar a los creyentes a tomas más aliento para convertir al mayor número posible de infieles, arrancándolos de las tinieblas en que están sumidos, el concilio exhorta a los católicos a que «reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos existen [en los adeptos de otras religiones] [qua apud eos inveniuntur]»( Nostra Aetate § 2, cit.). Dicho de otro modo: los exhorta a afanarse para que los budistas, hindúes, moros, judíos, etc., sigan siendo tales, o por mejor decir, “ progresen” en los “ valores” de sus religiones y culturas respectivas, hostiles todas ellas a la verdad revelada (!). Tamaña exhortación expresa un principio general señalado por el concilio a la “iglesia” que debía nacer de sus reformas y que se autodefine “iglesia conciliar” (cardenal Benelli), con el cual se muestra al “pueblo de Dios” –sacerdotes y seglares– la actitud que ha de adoptar tocante a los “hermanos separados” y a todos los acristianos. Esta exhortación pastoral y otra semejantes (p. ej.: LG § 17; GS § 28; UR § 4) traicionan sin rebozo la orden impartida a los Apóstoles por Jesús resucitado ( Mt 28, 19-20: «id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado…» ), una orden que, mutatis mutandis , atañe también a todo creyente, según su capacidad, por cuanto que todo creyente debe, en tanto que miles Christi , dar testimonio de la fe con obras de misericordia corporal y espiritual. ¿Cómo extrañarse de que, en aplicación de esa funesta exhortación, sean ya, a estas alturas, centenares de miles de católicos pasados al budismo o al islam, al paso que las conversiones de budistas y moros al catolicismo carecen de relevancia debido a su exigüidad? ¿Cómo negar que la exhortación de marras sea una prueba de que la crisis del postconcilio hunde sus raíces en las doctrinas falsas que penetraron en los textos conciliares? ERRORES CONCERNIENTES A LA POLÍTICA, LA COMUNIDAD POLÍTICA Y LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO. 10.0 Una noción de “vida política” que no es católica, pero que concuerda, por el contrario, con el principio laicista de humanidad: «La mejor manera de llegar a una política auténticamente humana estriba en fomentar el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común, y robustecer las convicciones fundamentales en lo que toca a la naturaleza verdadera de la comunidad política, y al fin, recto ejercicio y límites de los poderes públicos» ( Gaudium et Spes § 73). Aquí no late la menor inquietud por una “vida política” informada por los valores cristianos: toda la preocupación se centra en una “vida política” informada por los denominados valores humanos, puesto que tales son, con toda su vaguedad, «el sentido interior de la justicia, de la benevolencia y del servicio al bien común». Repárese en que no se habla de adhesión de la inteligencia y de la voluntad a los principios de la “justicia” , de la “benevolencia” y del “servicio” fundados en la verdad revelada, principios objetivos que tienen a Dios por autor y que la Iglesia ha enseñado durante siglos, los cuales exigen nuestro asentimiento, sino que tan solo se hable del “sentido interior” ( interiorem… sensum ) que el individuo tiene de dichos principios, que se fundan, pues, en el sujeto, en sus opiniones; he ahí una concepción subjetivista de la “vida política”, de la praxis en general u ortopraxis (comportamiento recto), característica del pensamiento moderno, ajena por completo al catolicismo, o por mejor decir, fatalmente hostil a él. Esta “vida política auténticamente humana” exhibe, pues, una finalidad nada más que terrena, intramundana. 10.1 La definición de la “naturaleza verdadera” de la comunidad política, que debe contribuir a la instauración de la “vida política auténticamente humana” ( GS § 73 cit.), se mueve en la misma perspectiva laicista e inmanentista, acatólica; en efecto, no se dice qué es en sí la “comunidad política” , sino tan solo que existe «con vistas a una mejor procuración del bien común» (GS § 74), que «abarca el conjunto de aquella condiciones de vida social con las cuales los hombres, las familias y las asociaciones pueden lograr con mayor plenitud y facilidad su propia perfección» ( GS § 74). ¿Es conforme dicha noción del bien común con la enseñanza tradicional de la Iglesia? No, porque lo identifica con “condiciones de vida social” que favorezcan un “perfeccionamiento” individual y colectivo ajeno a todo nexo con lo sobrenatural, lo cual constituye un error doctrinal. La Iglesia, en efecto, ha insistido siempre en el hecho de que, aunque la procuración del bien común temporal goce de cierta autonomía, debe, con todo, concurrir siempre a la procuración del “bien sumo” , constituido para dado uno por la salvación y la visión beatífica: «Así que, estando, como está, naturalmente instituida la sociedad civil para la prosperidad de la cosa pública, preciso es que no excluya este bien principal y máximo; de donde nacerá que, bien lejos de crear obstáculos, provea oportunamente, cuanto esté de su parte, toda comodidad a los ciudadanos para que logren y alcancen aquel bien sumo e inconmutable que naturalmente desean. Y ¿qué medio hay cómodo y oportuno de que echar mano con ese intento, que sea tan eficaz y excelente como el de procurar la observancia santa e inviolable de la religión verdadera, cuyo oficio consiste en unir al hombre con Dios?» (León XIII, Immortale Dei , 1/XI/1885 en AAS pág. 118; cf. además Santo Tomás, De regimine principum I, XV). El “perfeccionamiento” propugnado por el concilio concierne, en cambio, a los valores humanos, no a los cristianos; tan es así, que la existencia de la autoridad, que dirige la acción de todos hacia el bien común, se justifica con la reserva de que no debe ejercer su función «mecánica [?] o despóticamente, sino obrando principalmente como una fuerza moral [vis moralis] que se basa en la libertad y en la responsabilidad de cada uno» ( GS ivi ); es decir: se justifica con una reserva a favor de la democracia, evidente por el hincapié que se hace en la “libertad” y la “responsabilidad de cada uno” , entendidas como valores que determinan de manera absoluta el ejercicio de la autoridad. Sólo después de esta precisión cita el concilio un texto de san Pablo ( Rom 13, 1-5) que establece el origen divino de toda autoridad constituida; pero lo cita torciendo su sentido, invirtiéndolo, porque afirma: «Es, pues, evidente que la comunidad política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo mismo, pertenecen al orden previsto por Dios… (cf. Rom 13, 1-5)» (GS § 74 cit.). ¿Dónde está la distorsión, mejor dicho, la inversión? En decir que “la comunidad política y la autoridad pública” se fundan ante todo “en la naturaleza humana” , y que, “por lo mismo ( ideoque ) pertenecen al orden previsto ( praefinitum ) por Dios” , lo que significa poner al hombre por delante de Dios y asentar que la comunidad política de tipo democrático (ya que se basa en la “libertad” y en la “responsabilidad de cada uno”) “pertenece” al orden previsto por Dios porque se “funda” en la “naturaleza humana” . No es ése, empero, el concepto expresado por el Apóstol de las gentes, mediante el cual el Espíritu Santo nos hace saber que toda potestas viene de Dios, sea cual fuere su forma de gobierno, y a consecuencia de ello se “funda” en la naturaleza humana, y en la naturaleza humana corrompida por el pecado original, que necesita siempre de la espada del poder civil para ser refrenada (Rom 13, 4). 10.2 La oscura precisión según la cual «el ejercicio de la autoridad política, así en la comunidad en cuanto tal, como en las instituciones representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral, para procurar el bien común, concebido dinámicamente, etc.» ( GS § 74 cit.). Precisión oscura, porque no se aclara de qué “orden moral” se trata, ni se comprende qué significa con exactitud “procurar el bien común, concebido dinámicamente” . En cualquier caso, el deseado dinamismo de marras se encuadra en una línea de pensamiento constituida por el mito del progreso, del crecimiento, de la expansión de la actividad humana en el universo (v. supra , secc. 6ª); en una línea de pensamiento constituida, en suma, por los valores del siglo, no por los católicos. 10.3 Un tipo ideal de individuo (que la “comunidad política” así concebida debe “formar”), que nada tiene de católico: «un tipo de hombre culto [excultum] , pacífico y benévolo respecto de los demás, para provecho de toda la familia humana» ( GS § 74). Cotéjese este retrato con el del masón perfecto, según se desprende de una de tantas constituciones de la orden masónica: «El masón es un súbito pacífico de los poderes civiles donde quiera que reside o trabaja, y no debe nunca inmiscuirse en complots o conspiraciones contrarias a la paz pública o al bien de la nación, ni desobedecer a sus superiores» (Gran Logia de las Siete Provincias Unidas de los Países Bajos, S. Gravenhage, 1761) (esta constitución figura como apéndice de la obra de Bernard Fay, La Massoneria e la rivoluzione intelettuale del secolo XVIII , traducción italiana de G. Perotti, Ed. Einandi: Turín, 1945, pág. 297). A mayor abundamiento, léase el art. 43 de la Gaudium et Spes , donde se invita a los cristianos a actuar como “ciudadanos del mundo”; v. infra 17.5). 10.4 Una definición del amor a la patria más en el sentido del humanitarismo y de la fraternidad masónicos y mazzinianos [de Mazzini (+1872): célebre revolucionario genovés, miembro de sociedades secretas, activo impulsor en la creación de la república de Italia; n. del ed.] que en el sentido de la tradición católica: «Cultiven los ciudadanos la magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre también por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, los pueblos y las naciones [bonum totius humanae quae variis nexibus inter stirpes, gentes ac nationes coniungitur] » ( GS § 75). La tradición católica no ha visto jamás en la “familia humana” un valor superior al ínsito en las sociedades y naciones cristianas, que, por el contrario, habían de ser defendidas –hasta con las armas en la mano– del asalto del mundo hostil a Cristo (fue el caso, p.ej., de la expansión islámica en Europa). 10.5 Un tipo ideal de político (el que ejerce “el arte de la política”), que tampoco tiene nada de católico, puesto que repite el estereotipo del político democrático, entonces corriente (y hoy también): «Luchen [los políticos] con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y al absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrese con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos» ( GS § 75). Se trata de un retrato retórico y acaramelado, vago, banal, carente en cualquier caso del requisito propio de toda figura de estadista católico (figura que debería estar en la mente de un concilio ecuménico): el compromiso en pro de la defensa y afirmación de la religión católica y de la moral enseñada por ella. 10.6 La idea de que la independencia de la “comunidad política” es de tal suerte, que excluye cualquier subordinación respecto de la Iglesia (inclusive la subordinación indirecta). Si bien es exacto recordar, en general, que «la comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno» ( GS § 76), porque sus estructuras son independientes desde el punto de vista organizativo (cf. Immortale Dei , Denz. §§ 1866 y 3168), no obstante, se yerra al pensar que ambas tienen en común sólo el hecho de estar “al servicio” de una ambigua «vocación personal y social del hombre», servicio que «realizarán con tanta mayor eficacia para bien de todos cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo» ( GS § 76), esto es, según un mero criterio de oportunidad . Esta doctrina contradice a toda la enseñanza precedente, la cual afirmó siempre la primacía de la Iglesia, en cuanto societas perfecta , sobre la sociedad civil o “comunidad política” (da igual el nombre), y su consiguiente potestas indirecta sobre ella (v. supra § 2.9); primacía justificada, en lo que atañe al fin, por la necesaria subordinación del bien común temporal, buscado por la “comunidad política” , respecto del bien sumo, pretendido por la Iglesia. Mas el fin que el Vaticano II atribuye a la Iglesia es en realidad, como se ha visto, intramundano, y por eso no es de suyo diferente del de la “comunidad política” , como resulta de GS § 76, donde se repite, citando Lumen Gentium § 13, que la “misión” de la Iglesia «es fomentar y elevar todo cuanto de verdadero, de bueno y de bello hay en la comunidad humana» (v. supra , secc. 6ª) (*). La “sana cooperación” de la “comunidad política” con la Iglesia católica no puede dejarse a las circunstancias de hecho (con la agravante de que tal cooperación se verifica en función de la realización de los llamados “valores humanos”). Ha de ratificarse, en cambio, que esa “cooperación” constituye el deber para los Estados, porque les corre la obligación de defender la única y verdadera religión revelada y poner por obra el reinado social de Cristo, informando el bien común con los valores católicos. Recuérdese que la falsa doctrina de la independencia y de la separación de la “comunidad política” respecto de la Iglesia fue condenada ya por Pío IX en la proposición 55 del Sílabo , y luego por san Pío X en la Pascendi contra el modernismo. ERRORES CONCERNIENTES A LA LIBERTAD RELIGIOSA Y AL PAPEL DE LA CONCIENCIA MORAL 11.0 La proclamación de un “derecho a la libertad religiosa” , que «está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural (cf, Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, 11 de abril de 1963: AAS 55 (1963) pp. 260-261; Pío XII, Radiomensaje navideño, 24 de dic. de 1942: AAS p. 35 (1943); Pío XI, Enc. Mit brennender Sorge, 14 de marzo de 1937: AAS pp.29 (1937) y 160; León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20 de junio de 1888: Acta Leonis XIII, 8 (1888) págs. 237-238)». Este derecho, en cuanto “derecho de la persona humana” , «ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que llegue a convertirse en un derecho civil» ( Dignitatis Humanae § 2). A la proclamación del supuesto derecho a la libertad religiosa se la presenta como conforme con el magisterio preconciliar, mientras que, por el contrario, los textos de Pío XII, Pío XI y León XIII citados en nota por la DH § 2 hacen ver que el derecho invocado por ellos, el de la persona a profesar libremente su fe, se refiere tan solo a la profesión de la religión verdadera y, por ende, de la fe católica; por manera que guarda relación con la libertad de conciencia de las almas cristianas, no con una “libertad religiosa” simpliciter , a palo seco: una libertad que se aplica, pues, a todas las religiones (cf. Monseñor Lefebvre e il S. Uffizio [Mons. Lefebvre y el Santo Oficio], Roma: ed. Volpe, traducción italiana D. Tippet Andalò, 1980, págs. 28-69). 11.1 El principio de que la «verdad debe buscarse […] mediante la libre investigación, sirviéndose del magisterio o de la educación, de la comunicación y del diálogo, mediante los cuales unos exponen a otros la verdad que han encontrado [invenerunt] o creen haber encontrado» ( DH § 3), en lo tocante a la «ley divina, eterna, objetiva y universal [falta el adjetivo “revelada” ; n. de la r.] por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor» ( ivi ). Tal principio hace consistir «la verdad en materia religiosa» en algo que la conciencia individual “encuentra” , que halla investigado con los “otros”, sirviéndose “de la comunicación y del diálogo” recíprocos, donde los “otros” ( alii ) no son tan solo los otros católicos, sino los otros en general, todos los demás hombres, sea cual fuere su credo; es significativo que dicha investigación tenga por objeto la ley divina, eterna, objetiva, etc., puesta por Dios en nuestros corazones, la lex aeterna de la moral natural, a la manera de los deístas (en efecto: al implicar a todos, no puede proponerse como objeto la verdad revelada, negada in toto por los acristianos y, en parte, por los herejes). Semejante planteamiento doctrinal contradice a boca llena la enseñanza tradicional según la cual “la verdad en materia religiosa” (y en materia moral) es, para el católico, una verdad revelada por Dios y conservada en el depósito de la fe custodiado por el magisterio; una verdad que por lo mismo requiere, exige, el asentimiento de nuestra inteligencia y nuestra voluntad (vuelto posible merced a la ayuda determinante de la gracia); una verdad que exige ser reconocida y hecha propia por el creyente, no que éste la “encuentre” con solas sus fuerzas (no se habla de la ayuda del Espíritu Santo en el texto conciliar), o peor aún, ¡que la halle en una investigación común con los herejes, los acristianos, los descreídos! De este modo, al criterio objetivo y típicamente católico, según el cual la verdad “en materia religiosa” es tal porque Dios la revela, lo suplanta el subjetivo (de origen protestante y característico del pensamiento moderno), para el cual una verdad es tal porque la “encuentra” la conciencia individual en su “investigación” en común con los “otros” , porque resulta de la “investigación” del sujeto, individual y colectiva. Así se abre la puerta a la irrupción en el catolicismo de una “religiosidad” individual anómala, una “religiosidad” de la “investigación” , del “corazón” , del “sentimiento de humanidad” , de la “conciencia” , del “diálogo” , acaramelada, falsa y dulzarrona, a la manera de Jean Jacques Rousseau. 11.2 Una noción de la “conciencia moral” teñida de pelagianismo, en la cual se apoya la idea de la “verdad como investigación” , fundamento a su vez de la “libertad religiosa” propugnada por el concilio (v. supra § 11.1). En efecto, se lee en Gaudium et Spes § 16: «La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se les presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanta mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad». ¿De qué “verdad” se trata aquí? Verosímilmente, de la concerniente a la fe y a las costumbres. ¿Y no debería esta verdad proceder de la enseñanza infalible de la Iglesia, de la tradición? Pero el concilio sustituye la posesión segura de la verdad relativa a la fe y las costumbres, establecida por el magisterio a loa largo de los siglos, por la “investigación” de la verdad como criterio general, de la verdad en general; la sustituye, pues, por algo indeterminado, pero conforme con el espíritu del siglo, que gusta, como sabemos, de la “investigación” , del experimento, de la novedad, del movimiento perpetuo. Más aún: esta investigación debe tener lugar, según dicta el espíritu del siglo, en unión “con los otros hombres” , y, por ende, en unión también, y sobre todo, con los acatólicos y los acristianos, con los que niegan todas las verdades enseñadas por la Iglesia, o casi todas . ¿Cómo puede una investigación de tal género llegar a resultados positivos para la fe y los creyentes, tanto más cuanto que ha de consagrarse asimismo a la resolución de los “problemas morales”? De ahora en más, los “cristianos” , los católicos, deberán resolver ecuménicamente los problemas morales, en el diálogo con los otros, no mediante la aplicación de las reglas transmitidas de su fe y su moral (en efecto, el entendimiento “con los otros hombres” pende de una certeza, la de que existen “normas objetivas de la moralidad” que pueden hallar en común todos los llamados “hombres de buena voluntad” , fieles a la conciencia moral). La badomía del encargo es patente. Por poner un ejemplo, ¿cómo pueden los católicos, para quienes la indisolubilidad del matrimonio es dogma de fe, hallar junto con los protestantes y ortodoxos, que la niegan, una norma moral común para una vida familiar sana? (Por no hablar de los que admiten la poligamia, el concubinato, el repudio, el matrimonio temporal (por un tiempo fijado de antemano, como en el islam chíita)… ). Disparate tamaño no cabe en el caletre de nadie. Pero lo peor de todo es el principio que se asienta: las “normas objetivas” de la moralidad no dependen ya de la revelación, sino de la “conciencia moral” , que las encuentra en la investigación común con los “otros hombres” (!). Como era de esperar, el art. 16, de que nos ocupamos, hace referencia a la «ley escrita por Dios en su corazón [del hombre: in corde suo] » : esta ley es la que radica en las “normas objetivas de la moralidad” , al parecer. No obstante, no es la verdad revelada la que hace emerger de las profundidades a la ley, sino la conciencia (dialogante); la conciencia es, pues, la autoridad que determina a la postre las normas de la moralidad que han de aplicarse: aparece de nuevo la sombra de Rousseau, de su «profesión de fe del vicario saboyano», deística y pelagiana. El texto conciliar precisa que «cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanta mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del capricho ciego y para someterse a las normas objetivas de la moralidad» ( GS § 16). Pero para resistir al “capricho ciego” de las pasiones, de las tentaciones, etc., ¿no es menester la ayuda de la gracia? Ésta ha sido siempre la verdad católica, basada en la tradición y en las Escrituras: sin la gracia, sin la ayuda del Espíritu santo, no se logra observar ni la moral natural, ni la revelada, que la perfecciona; pero el texto del concilio no hace la más mínima alusión a la gracia. La “conformidad” con las “normas objetivas” de la ley moral, impresa por Dios en nuestros corazones, depende ahora exclusivamente, incluso para los católicos, de la “rectitud” de la conciencia, es decir, del individuo inmerso en la “investigación de la verdad” con todos los demás. Se afirma así de hecho, al modo de los deístas, que la “conciencia moral” une a los hombres más allá y por encima de las religiones positivas. En efecto, ¿acaso la conciencia no representa a lo humano en el más alto grado, esos “valores humanos” tan queridos del ala progresista del Vaticano II, la cual llegó a afirmar en realidad que no poseemos todavía la “verdad” , ni siquiera la que ha aplicarse en las cuestiones morales prácticas, pues no nos la brinda un magisterio infalible de diecinueve siglos de antigüedad, sino que debe proceder del esfuerzo común y comunitario de la “conciencia” de cada uno? Éste es, pues, el espíritu del Vaticano II, sobre cuya naturaleza efectiva tanto se ha discutido. 11.3 La afirmación del principio, coherente con los conceptos acatólicos de conciencia y verdad recién recordados, según el cual se ha de conceder «el libre ejercicio de la religión en la sociedad» a todos los hombres en tanto que individuos, «siempre que quede a salvo el justo orden público» (terminología vaga); en caso contrario, se haría «injuria a la persona humana y al orden que Dios ha establecido para los hombres» (DH § 3); y aquella otra aserción que dice ha de permitirse a “las comunidades religiosas” el culto público del «Numen supremum» (expresión que recuerda al Ser supremo de los deístas y de los revolucionarios, de Robespierre) con un único límite genérico, el mismo de siempre: «que no se violen las justas exigencias del orden público» ( DH § 4). Tales “comunidades” gozan del derecho a no ser estorbadas por el poder civil en su autonomía organizativa y jurídica, o en su libertad de movimientos ( DH § 4), y, por último, cosa la más importante de todas, «forma también parte de la libertad religiosa el que no se prohiba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda actividad humana» ( DH § 4). A juzgar por el concepto afirmado más arriba, entre las “comunidades religiosas” se incluye también al catolicismo, en un plano de igualdad perfecta con las otras religiones; de donde se sigue que, para el concilio, el “valor peculiar” de la religión revelada no la sitúa por encima de las demás, no le otorga una posición de supremacía absoluta sobre las otras, que no son reveladas (!). Lo que equivale a afirmar que todas las demás religiones gozan del mismo derecho que la católica a manifestar públicamente su culto, contradiciendo así sin rebozo la proposición nº 78 del Sílabo , que condena semejante derecho. Se trata de una grave desviación doctrinal, que le confiere al error los mismos derechos que a la verdad única revelada y borra, a los ojos de los creyentes, toda diferencia entre la verdad y el error, entre la luz y las tinieblas. La Iglesia ha enseñado siempre la tolerancia de hecho de las religiones falsas –necesariamente en inferioridad de condiciones jurídicas respecto de la única religión revelada– , por motivos de oportunidad, relativos a la paz social y al orden público, con la reserva de que su culto no contuviese aspectos inmorales. Y, en efecto, el Papa ha tolerado siempre el culto hebreo en sus Estados y en toda la cristiandad, protegiéndolo contra excesos de celo o conatos de persecución intermitentes; se trataba, empero, de tolerar un error, no de reconocerle idéntica libertad de manifestación que a la auténtica verdad revelada. 11.4 El concilio infiere la conclusión lógica de la ilícita inclusión paritética de la Iglesia en las “comunidades religiosas” , es decir, de la equiparación del catolicismo con las “religiones” falsas: la libertad religiosa que compete a la Iglesia católica no es más que una especie incluida en un género más amplio: la libertad religiosa que ha de concederse a todas las “comunidades religiosas” sin distinción. Eso se desprende de la frase siguiente: «Igualmente, reivindica la Iglesia para sí la libertad, en cuanto es una sociedad de hombres que tiene derecho a vivir en la sociedad civil según las normas de la fe cristiana (Pío XI, carta Firmissimam constantiam, 28 de marzo del 1937: AAS 29 (1937) p. 196)» (DH § 13). La frase de DH § 13 parece sacada de la carta de Pío XI citada, pero se trata de un burdo engaño: el Papa se limitó a exponer un argumento ad hominem contra los Estados que le negaban a la Iglesia hasta el derecho corriente de la existencia, que Pío XI, por el contrario, quería se le reconociera como era de ley, igual que se le reconocía a cualquier otra asociación legítima. El Vaticano II, en cambio, transforma esta demanda de una libertad mínima y preliminar en un principio fundamental del derecho público de la Iglesia, como si éste propugnara para la Iglesia nada más que una libertad de derecho común, «igual que si no fuese otra cosa que una asociación parangonable a otras existentes en el Estado» (León XIII, Enc. Immortale Dei , (1/11/1885): AAS , vol. V, pág. 118). Al proceder así, el Vaticano II incurre en un grave error doctrinal, condenado siempre por los Papas, puesto que niega la naturaleza superior de la Iglesia, que es la de ser una societas perfecta , y su necesario primado sobre las demás societates , ex sese imperfectae , que concurren de manera subordinada a procurarle a la “comunidad política” el bien común temporal. Dicha conducta constituye, además, un retroceso increíble en el plano histórico: en pleno siglo XX, la jerarquía pide que la religión católica, incluso en los países en que se la reconoce como religión única del Estado, se reduzca a la mera condición de religio licita , y que sea aceptada en calidad de tal: un culto permitido junto a todos los demás, como en los tiempos del edicto de tolerancia de Constantino, que puso fin a las persecuciones (313 d. c.). 11.5 La afirmación errónea según la cual “la libertad de la Iglesia” , entendida de la manera que se ha visto, «es un principio fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil» ( DH § 13). La afirmación en cuestión va errada porque el principio fundamental del derecho público de la Iglesia ha sido, desde siempre, aquel según el cual al Estado le cumple el deber de reconocer la realeza social de Cristo (León XIII, Immortale Dei cit. ; S. Pío X, Epístola sobre “Le Sillon”, 29/ 8/ 1910). Se trata del oportet illum regnare (I Cor 15, 25) tanto en punto a las relaciones entre el Estado y la Iglesia cuanto en el ámbito de la sociedad misma: un principio que la jerarquía ha dejado que cayera en el olvido a partir del Vaticano II, lo que entraña la reducción ilegítima de la ayuda que el Estado debe prestar a la Iglesia al mero reconocimiento de su libertad, de su independencia, esto es, a la obligación de no estorbarla, mientras que, por el contrario, a la Iglesia le cabe el derecho a gozar, por parte del Estado, de una asistencia positiva consistente en ser favorecida de todas las maneras posibles. ERRORES CONCERNIENTES A LA INTERPRETACIÓN DEL SIGNIFICADO DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO 12.0 El concilio atribuye a la humanidad de su tiempo la formulación ansiosa de preguntas sobre sí propia y sobre sus mayores problemas: «En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos, sobre el destino último de las cosas y de la humanidad» ( Gaudium et Spes § 3). Estos conceptos se repiten, por ejemplo, en GS § 10: « […] ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía?, etc.». En realidad, casi nadie se formulaba en aquellos años preguntas de la hondura de “¿qué es el hombre?” , ni se planteaba problemas metafísicos tan profundos. El comunismo y sus aliados de la izquierda (de todos los matices) estaban desatando una ofensiva en todos los frentes por aquel entonces; la Unión Soviética, la China de Mao y Cuba era nos modelos; el marxismo hacía estragos en las universidades, en las escuelas, en toda la cultura, inoculando, junto al hedonismo propugnado por la sociedad de consumo y las subculturas emergentes (p. ej., la denominada “de la droga” y la “hippy”), el espíritu revolucionario que dio vida en Europa y América, a ejemplo de los “guardias rojos” chinos (1966), a los vastos movimientos estudiantiles del 1966-1968 y otros, menos de tres años después de la clausura del concilio. Se consideraba resuelto el problema del hombre a la luz de la utopía revolucionaria. El hombre debía considerarse el producto del ambiente, de la historia: la inversión marxista de la praxis pondría las cosas en su sitio creando un hombre nuevo, liberado de todos sus defectos, de todas las contradicciones. También los que buscaban definir al hombre en su individualidad, recurriendo a las frágiles y confusas categorías del existencialismo y del psicoanálisis, terminaban siempre por hallar en el marxismo, y, por ende, en la revolución social, la solución del problema del Hombre. Éste era “el humanismo” entonces dominante. Los años sesenta del siglo XX se recuerdan hoy unánimemente como los años en que, tras los todavía “gazmoños” años cincuenta (no exentos, empero, de los bramidos de aquel hedonismo que había hecho su aparición en firme en la primera postguerra), comenzó finalmente la denominada emancipación de la mujer, la “liberación sexual”; en que principió un impulso destructivo generalizado en el campo político, económico y de las costumbres, el cual, si bien se mira, continúa todavía. Fueron los años del “movimiento estudiantil” y de la “impugnación” organizada y sistemática del principio de autoridad en todas sus formas. La tempestad estaba madurando cuando empezó el Vaticano II, y se encontraba ya a las puertas cuando se concluyó. Pero el concilio no tuvo la menor intuición de ella; en efecto, ¿qué dice la GS sobre los jóvenes? «El cambio de mentalidad y de estructuras provoca con frecuencia un planteamiento nuevo de las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre los jóvenes, cuya impaciencia, e incluso a veces angustia, los lleva a rebelarse. Conscientes de su propia función en la vida social, desean participar rápidamente en ella» (GS § 7). ¡De qué manera el grueso de la juventud iba a querer “participar rápidamente” en la vida social se vería de allí a poco, a menos de tres años! Para proteger a la juventud de las seducciones del siglo, el concilio habría debido condenar ante todo las doctrinas falsas dominantes, desde el existencialismo al psicoanálisis, al marxismo, etc. Pero, en cambio, con el abandono de la distinción entre naturaleza y gracia, con la elaboración de una nueva religión “social” y “humana” –abierta necesariamente a todos los valores del mundo, sin excluir los característicos del “humanismo” de los revolucionarios–, con el llamamiento a los “hombres nuevos” , «creadores de una nueva humanidad» –que crece gracias a la afirmación de los “valores” del progreso, la libertad, del Hombre (GS §§ 30 y 39)–, con la adopción de una visión naturalista del reino de Dios, el concilio contribuyó a las turbaciones revolucionarias que se manifestaron en breve, como para burlarse del optimismo y del triunfalismo con que había querido celebrar al Hombre y al Mundo. Ya había contribuido antes a ellas al derribar el bastión representado por la doctrina perenne de la Iglesia y la pastoral sana, revelándose así a muchos, tanto católicos cuanto acatólicos, como una componente del movimiento revolucionario: una parte considerable de la catolicidad, comenzando por la misma iglesia jerárquica, se había implicado en la “impugnación” , en el sentido amplio del término, y se había dejado arrastrar por ella. 12.1 La afirmación sorprendente según la cual el hombre “descubre” hoy «paulatinamente las leyes de la vida social [leges vitae socialis] , y duda sobre la orientación que a ésta de debe dar» ( GS § 4). Nos gustaría saber de qué leyes se trata. La “vida social” , en la última parte del siglo XX, involucionó cada vez más en sentido hedonista y anticristiano, gracias también a los grandes progresos de la ciencia y de la técnica, y a la consiguiente extensión de un bienestar material sin precedentes. ¿Hemos de pensar que sucedió tal cosa a consecuencia del “descubrimiento” progresivo de las “leyes de la vida social” , poco conocidas hasta entonces? (¿poco conocidas también para el magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos, como es lógico suponer?). Puesto que el concilio se deshizo en elogios al desarrollo, al progreso, a las “conquistas de la humanidad” ( Lumen Gentium § 36; GS §§ 5, 34 y 39; etc.), y dado que lo único que le preocupaba era que concurrieran a la unidad del género humano y que se verificaran respetando los “derechos humanos” ( GS § 4 cit.), ¿tenemos que pensar que eran éstos los valores encarnados en las “leyes” paulatinamente “descubiertas” , valores y leyes que constituyen, al parecer, las “leyes de la vida social” , valores o leyes concebidos de algún modo en antítesis con la realeza social de Cristo? Por otra parte, en la década de los sesenta del siglo XX no había la menor sombra de “duda” sobre la orientación que debía darse a la “vida social”: el desarrollo de ésta mostraba en Occidente una tendencia decidida a la denominada sociedad de consumo, con todos sus engranajes; las masas, seducidas por los eslóganes revolucionarios, presionaban para participar también ellas en el banquete del bienestar, que se adivinaba opíparo, como nunca se había visto antes. A quien recuerde bien aquellos años, la frase siguiente le sonará más falsa que a Judas: «Afectados por tan compleja situación, muchos de nuestros contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con exactitud, al mismo tiempo, con los nuevos descubrimientos. La inquietud los atormenta, y se preguntan, entre angustias y esperanzas, sobre la actual evolución del mundo» ( GS § 4 cit.). El único miedo auténtico, la única angustia verdadera en Occidente, Oriente Medio y Asia provocaba el comunismo, a causa del imponente poderío militar de la Unión Soviética y de China y de su acción subversiva a escala mundial, que se servía de la labor insidiosa de los partidos comunistas, quienes mantenían a algunos países, en los cuales habían llegado a ser muy fuertes (Italia, p. ej.), bajo el chantaje permanente de la guerra civil, impedida sólo –era ésta la impresión general– por la presencia militar de la OTAN y los EE. UU de América). 12.2 La perspectiva equívoca desde la cual se quieren “purificar” los valores del mundo para llevarlos a Cristo de nuevo: «El concilio se propone, ante todo, juzgar bajo esta luz los valores que hoy disfrutan de la mayor consideración y enlazarlos de nuevo con su fuente divina. Estos valores, por proceder de la inteligencia que Dios ha dado al hombre, poseen una bondad extraordinaria [valde boni sunt] , pero, a causa de la corrupción del corazón humano, sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación. Por ello necesitan purificación» ( GS § 11). ¿De qué “valores” se trata? Ya lo intuimos. GS § 39 hace referencia a ellos, al paso que quiere hacernos creer, como ya sabemos (cf, supra , secc. 6ª), que los volveremos a hallar, “purificados” , en el reino de Dios ( «volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados» ): la «dignidad humana, la unión fraterna y la libertad», que se subordinan a las exigencias del «progreso universal en la libertad humana y cristiana» ( LG § 36 cit.). Pero procede observar al respecto: 1) No es de recibo que tales valores laicistas posean “una bondad extraordinaria” . El ideal puramente laicista del progreso, que incluye la noción de una educación del género humano por obra de sola la razón y exalta la felicidad y el bienestar terrenales, es anticristiano hasta la médula, por lo que no puede ser bueno ni óptimo; tampoco pueden serlo la “dignidad humana” , la “fraternidad universal” o “la libertad” , dado que todas tres integran, en resumidas cuentas, el famoso trilema de la Revolución Francesa y constituyen, por ende, “derechos humanos” concebidos bajo el influjo del deísmo y del racionalismo característicos de la filosofía masónico-iluminista, que inspiró las célebres Cartas de Derechos, las de los llamados “Principios Inmortales” . 2) la afirmación según la cual tales valores son “buenos” , pero “sufren con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación” , es fruto de un error difundido entre los católicos liberales y sus herederos, los modernistas y neomodernistas, quienes afirman que dichos valores, como se dijo a propósito de la Revolución Francesa, «son el desarrollo de las ideas cristianas, que esperaban se las desarrollara, pero que no fueron reconocidas como tales en seguida, en el acto mismo del desarrollo» (Romano Amerio, Iota Unum , Salamanca, 1996, párrafo 21). En hecho de verdad, la libertad, la igualdad y la fraternidad laicistas son una distorsión de sus homónimas cristianas, porque provienen de una visión del mundo basada sólo en el hombre, concebido como un ser privado de la mancha de la culpa original, esto es, se basan en el hombre todo ensalzado y soberbio; de ahí que los valores de marras se contrapongan ex sese a sus homónimos cristianos, a los que niegan y atacan por todos los medios (por no mencionar el ideal del progreso, que de cristiano no tiene ni el nombre). En efecto: a) La libertad del cristiano es interior y viene de la fe en Cristo (Jn 8, 31-32), nada tiene que ver con la libertad como autodeterminación absoluta del individuo en todas sus elecciones, en ausencia de toda ley, de toda constricción ( libertas a coactione ), que constituye le fundamento de la democracia contemporánea y de los llamados “derechos humanos” . Y a ésta precisamente, a la libertad-valor laicista, es a la que se refiere el concilio de continuo. b) Que todos seamos hermanos (la fraternidad universal) se comprende harto bien desde el punto de vista cristiano, porque todos procedemos de nuestro Creador, Dios Padre; dicha fraternidad presupone la fe en la Santísima Trinidad y se alimenta de amor al prójimo (amado, empero, por amor a Dios, no por su presunta “dignidad humana” de ninguno de nosotros, visto que nacemos manchados por el pecado y que somos todos pecadores) (v. supra , secc. 5ª). De ahí que la fraternidad cristiana nada tenga que ver con la fraternidad de tipo político, fundada en la ideología igualitaria, que asola el mundo desde las Revoluciones Americana y Francesa en adelante, y que constituye el fundamento también de la democracia contemporánea. c) Con esto se ha dicho también todo lo que debía decirse del valor eminentemente político representado por la igualdad laicista, que nada tiene en común con la igualdad tal y como la entienden los cristianos, para quienes la igualdad es la de todos nosotros, pecadores, frente a Dios, y la de los cristianos mismos frente a las promesas de Ntro. Señor, gracias a las cuales fueron todos instituidos “coherederos” en potencia del reino ( Ef 3, 6). La libertad, la igualdad y la fraternidad son, en sentido cristiano, valores principalmente religiosos, fundados en la verdad revelada. Los mismos valores, como los entiende el mundo, son principalmente políticos, fruto del deísmo y del racionalismo de la edad de las luces, de una visión del mundo conscientemente hostil al cristianismo. Resulta por eso ayuna de sentido la afirmación del concilio de quererlos “purificar” . ¿“Purificar” cómo? El concilio, para estar en armonía con la enseñanza de siempre, habría debido condenarlos y contraponerles la concepción auténticamente cristiana de los mismos. En realidad, no hubo “purificación” alguna: lo único que ocurrió, como hemos visto, fue el bastardeamiento de la doctrina de la Iglesia mediante su adaptación a estos valores del mundo; y ello sucedió gracias a la adopción de un concepto espurio del hombre, de su “dignidad” , de su “vocación” , sacado de una noción doctrinalmente desviada de la encarnación y de la redención (v. supra , secc. 5ª cit.). Un concepto del hombre que, en lugar de ser “purificado” de su origen laicista, introduce “el humanismo” del pensamiento revolucionario en la doctrina de la Iglesia. 12.3 El aprecio injustificado que se hace de los “derechos humanos” y de las batallas que en pro de éstos se estaban librando ya en tiempos del concilio: «El hombre contemporáneo camina hoy hacia el desarrollo pleno de su personalidad y hacia el descubrimiento y la afirmación crecientes de sus derechos .[...] La Iglesia, pues, en virtud del Evangelio que se le ha confiado, proclama los derechos del hombre [iura hominum] y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Debe lograrse, sin embargo, que este movimiento quede imbuido [imbuendus] del espíritu evangélico y garantizado frente a cualquier apariencia de falsa autoridad [por la ley divina; n. de la r.] » ( GS § 41). Sabemos que los denominados “derechos humanos” no son lo mismo que los “derechos naturales” admitidos por la santa Iglesia siempre y necesariamente. En efecto, estos últimos vienen de Dios; los primeros, en cambio, del hombre: se fundan en la idea (no cristiana) de la autosuficiencia y de la perfección intrínseca del hombre en cuanto hombre, previo al rechazo del dogma del pecado original. «El género humano se gobierna por dos leyes: el derecho natural y la costumbre. Derecho natural es el que se contiene en las Escrituras Sagradas y en el Evangelio» ( Decret. Grat .). El precepto fundamental de la ley o derecho natural es «haz el bien y evita el mal» ( S. Th . IIª IIª, q. 94, a. 2): un precepto ético de origen divino, comprendido y asumido a la perfección por la recta ratio , puesto como fundamento de la observancia del Decálogo y de todas las relaciones jurídicas naturales y positivas, hasta el punto de que cada uno de los derechos ( iura ) deben tener siempre por objeto «lo que es justo» ( ius est objectum iustitiae , S. Th . IIª-IIª, q. 57, a.1) (justo según el orden moral establecido por Dios –por la lex eterna y divina– y confirmado por la revelación y la enseñanza de la Iglesia, no según las opiniones personales y los deseos de los hombres). Los denominados “derechos humanos” , en cambio, se afirman por parte del sujeto como aspiraciones universales a la adquisición y al gozo de todo lo que el sujeto (el Hombre) desea porque lo considera conforme a su dignidad de individuo (un individuo que se considera a sí propio autosuficiente moral e intelectualmente, capaz de determinar por sí solo lo justo y lo bueno). Y entre estos “derechos” figura en primer lugar, como no podía ser menos, el derecho a la felicidad, sancionado en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. Su reivindicación adopta a menudo, por la fuerza misma de las cosas, formas extremistas, facciosas, francamente violentas: expresan en realidad la voluntad de poder y el instinto de engaño, individuales y colectivos, que caracterizan señaladamente el vivir incívico y corrupto de nuestro tiempo. ¿De qué manera el concilio “imbuyó” de espíritu evangélico al movimiento en pro de los derechos humanos? ¿Ratificando acaso las enseñanzas de la Iglesia sobre la ley y el derecho naturales? ¡Ni por semejas! Se propuso, por el contrario, conferir a los denominados “derechos humanos” una plataforma ideológica católica constituida por la doctrina falsa, ya citada, al decir de la cual la dignidad humana es altísima y sublima porque deriva, en primer lugar, de la unión de Cristo con todo hombre en virtud de la encarnación de Aquél, y, en segundo lugar, del hecho de que la redención de verificó para todos en el pasado: «pero sólo Dios, que creó al hombre a su imagen y lo redimió del pecado [atque a peccato redemit] , es quien puede dar respuesta cabal a estos problemas [los planteados por el desarrollo de la personalidad y por la afirmación de los derechos humanos; n. de la r.] […] El que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace también más hombre [et ipse magis homo fit] » ( GS § 41 cit.) (pero ¿no fue revelado que los que siguen a Nuestro Señor, en fe y obras, reciben la potestatem filios Dei fieri [potestad de convertirse en hijos de Dios] ( Jn 1, 12)? ¡Ahora se nos dice, en cambio, que se hacen “más hombres”! Si esto no es signo de inversión doctrinal, ¿qué puede serlo? Nótese bien: el concilio, en lugar de combatir la idea errónea de una dignidad superior del hombre en cuanto hombre (que deriva de aquella otra, igual de errada, que postula la perfección y autosuficiencia intrínsecas de éste), ¡la refuerza atribuyendo al hombre en cuanto tal, a todo hombre, una redención objetiva y anónima por obra de Cristo! De suerte que no es el movimiento en pro de los “derechos humanos” el que se “imbuye” del espíritu evangélico: este último, tal y como lo interpreta el ala progresista del concilio, es el que se imbuye del espíritu destructivo e impugnador del movimiento pro “derechos humanos” . 12.4 La estimación y aprecio que se hace de la cultura, identificada, sin más, con la noción neoiluminista y cientificista de la corriente que en aquel tiempo incluía la exaltación de la “conquista del cosmos” ; una estimación que conduce al concilio a elogiar si rodeos la cultura de masas, entonces en sus comienzos, en tanto que “humanismo” nuevo: «Con la expresión ‘cultura', en general, se indica todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter al mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, etc.», y se propone como fin último servir «de provecho a muchos; más aún, a todo el género humano» ( GS § 53). El concilio ve con satisfacción la emergencia de «una forma de cultura más universal», que, con la contribución de la “cultura de masas” , «promueve y manifiesta la unidad del género humano» ( GS § 54), de suerte que se puede decir que está naciendo un “nuevo humanismo” , proclive a la “unificación del mundo” , un humanismo a la altura de «la tarea que se nos ha impuesto de edificar un mundo mejor en la verdad y en la justicia» ( GS § 55). Parecen frases sacadas de las actas o de los carteles de cualquier sociedad mazziniana del pasado. No cabe imaginar una valoración más errónea, más alejada de la realidad, que ésta: ¡Considerar la “cultura de masas” nada menos que como artífice de un nuevo humanismo! (¡ella, que ha sido y sigue siendo uno de los rasgos característicos de la barbarización de nuestras costumbres porque ha destruido toda cultura verdadera, conduciéndonos al triste predominio de lo “políticamente correcto”!). Y llegamos a la mala pastoral. ¿Qué deben oponer los católicos a esta “cultura” laicista (el peor de cuyos aspectos es el único encarado por el Vaticano II, todo hay que decirlo), una “cultura” cuyo desarrollo el concilio lo juzgaba pleno y positivo? ¿Acaso su visión del mundo, fundada en lo sobrenatural? De ninguna manera, porque «se ha de desarrollar hoy la cultura humana de tal manera, que cultive equilibradamente a la persona humana íntegra…» ( GS § 56). La “cultura” es antropocéntrica. Y los católicos deberán abrirse a esa cultura, cooperar con ella, habida cuenta de «la importancia de la obligación que les incumbe de trabaja con todos los hombres en la construcción de un mundo más humano» (GS § 57). Deberán batirse por una cultura «de conformidad con la dignidad de la persona, sin distinción de origen, sexo, nacionalidad, religión o situación social» ( GS § 60). Se trata del tipo de cultura programado por la ONU y sus instituciones, en la cual no pueden por menos de desaparecer los rasgos característicos de la noción católica de cultura. En relación con lo anterior, el concilio asegura que se debe aspirar a construir “el hombre universal” , educado mediante la “cultura universal” ; por eso, los cristianos deben “imbuir de espíritu humano y cristiano” «las actividades culturales colectivas propias de nuestro tiempo» ( GS § 61). Esta idea se repite en los textos del concilio: Lumen Gentium § 36 afirma, como se ha visto, que los fieles seglares deben cooperar «al progreso universal en la libertad humana y cristiana». A lo humano, pues, se lo pone en el mismo plano que a lo cristiano, y hasta por encima, porque la colaboración en el diálogo con el mundo –que constituye ahora la misión especial– se fundamenta obviamente en los valores humanos, a los cuales deben adaptarse los valores cristianos. El decreto sobre el apostolado de los seglares ( Apostolicam Actuositatem § 27) asevera que « los valores comunes humanos exigen también no rara vez la cooperación «con quienes no llevan el nombre cristiano, pero reconocen estos valores», los cuales, pues, han de unir a los hombres por encima de las religiones, tal y como lo quiere la religión de la Humanidad. 12.5 El aprecio que se profesa al denominado “derecho a la información” , es decir, «a la obtención y divulgación de noticias», con base en una valoración utópica de sus ventajas: «el intercambio público y puntual de noticias sobre acontecimientos y cosas facilita a los hombres un conocimiento más amplio y continuo de la actualidad, de modo que puedan contribuir eficazmente al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad humana» ( Inter Mirifica § 5). La experiencia se ha encargado de demostrar que nada de eso corresponde a la verdad: el bombardeo cotidiano de noticias de todo tipo por parte de los medios de comunicación de masas no ha producido en absoluto, en el grueso de los individuos, “un conocimiento más amplio y continuo de la actualidad” , capaz de “contribuir eficazmente al bien común y al mayor progreso de toda la sociedad humana” ; ha producido, por el contrario, una especie de saturación mental y la consiguiente tendencia generalizada al embotamiento de la capacidad de discernir, de comprender efectivamente el significado de los hechos, los cuales, entre otras cosas, se olvidan con la misma rapidez con que se conocieron. Ya en tiempos del concilio se comprendía que el circo planetario de la información es, en resumidas cuentas, una gran fábrica de nada. 12.6 La valoración optimista del hombre (como si su inteligencia y su voluntad no estuviesen heridas por el pecado original), que se muestra casi en cada artículo de la Gaudium et Spes , carece de cualquier conexión con la realidad, porque vuelve a proponer de hecho la idea acristiana y utópica de un hombre bueno por naturaleza, de un género humano naturaliter lleno hasta rebosar de los mejores sentimientos. El hombre de la GS (§§ 4-11) aparece ocupado en ejercer su inteligencia y voluntad con solas sus fuerzas, en investigar los signos de los tiempos y escrutarse a sí propio, en comprender y conquistar la naturaleza, en tomar conciencia positiva de su “dignidad” , de sus “derechos” , limitado como mucho por las “contradicciones” provocadas por el desarrollo social. Nunca se dice que hay también en él una tendencia radical al mal, que entenebrece su juicio y desvía su voluntad, razón por la cual no puede darse un juicio claro ni una voluntad recta sin ayuda de la gracia ( «sin mí no podéis hacer nada» : Jn 15, 5). Y no se dice tal verdad porque lo sobrenatural está excluido de hecho del “humanismo” propugnado por el Vaticano II, cuyo optimismo nos brinda una imagen azucarada, retórica y falsa del hombre y de sus aspiraciones. Párese mientes en este pasaje: «las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual» ( GS § 9). Una imagen tan edificante, tan “políticamente correcta” , de las reivindicaciones individuales y sociales, efectuadas por lo común en nombre de los “derechos humanos” , olvida la realidad, es decir, el hecho de que, además de “una vida plena y de una vida libre” (expresión vaga, por otra parte), las personas y los grupos sociales anhelaban y anhelan el poder, el dominio sobre los otros, el goce, el imponerse y el mandar, el vengarse de las ofensas sufridas, reales o presuntas. Por otro lado, ¿acaso la vida “libre” y “plena” es, para el católico, la de quien ha satisfecho sus reivindicaciones, sobre todo las materiales, o bien la de quien quiere hacer en todo la voluntad de Dios, según las enseñanzas de Nuestro Señor, y que, en consecuencia, lleva una vida que no es “libre” ni “plena” a los ojos del mundo, aunque sí lo es a los de Dios? La visión optimista del hombre induce al concilio a dar una definición acatólica del hombre universal o “persona humana integral”: «queda en pie para cada hombre el deber de conservar el concepto de persona humana integral, en la que destacan los valores de la inteligencia, voluntad, conciencia y fraternidad; todos los cuales se basan en Dios Creador y han sido saneados y elevados maravillosamente en Cristo» ( GS § 61). Este retrato carece de trabazón lógica, porque la inteligencia, la voluntad y la conciencia son facultades del hombre antes que valores, mientras que la fraternidad no puede ser más que un valor, y, con todo y eso, se las pone a todas en el mismo plano. Pero ¿dónde está el valor cristiano por excelencia, la caridad? ¿Dónde la humildad, la obediencia, el espíritu de sacrificio, el deseo de complacer a Dios en todo? Y se afirma de nuevo que Jesús vino a “elevar” al hombre, “saneando” sus cualidades, es decir, limpiándolas de toda imperfección, cuando, por el contrario, Él no se encarnó para exaltar nuestras cualidades, sino para curar nuestras enfermedades, a fin de que pudiésemos limpiar nuestras almas por la fe en Él: «no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» ( Mc 2, 17). 12.7 La interpretación del proceso histórico que estaba por aquel entonces en vías de realización (eso se pensaba) como un proceso tendente a la unidad del género humano (cf. supra § 2.7), a cuyo término se disolverían las naciones: «La propia historia está sometida a un proceso tal de aceleración, que apenas es posible al hombre seguirla. El género humano corre una misma suerte y no se diversifica ya en varias historias dispersas» ( GS § 5: Consortionis humanae sors una efficitur et non amplius inter varias velut historias dispergitur ). ¿Han confirmado los hechos tamaña asunción de la “filosofía de la historia” del Vaticano II? A primera vista parece que sí, en este annus Domini del 2002. Con eso y todo, han de efectuarse algunas precisiones: 1) La unificación socio-económica del género humano estaba tomando cuerpo gracias al desarrollo material de la ciencia, de la técnica y de la economía, con el concurso de la cultura de masas; un desarrollo que hoy parece haber desembocado, en fin de cuentas, en una especie de forma económica universal representada por el llamado “mercado global” , es decir, por el capitalismo en su forma peor, la ultraliberal y especulativa, un monstruo económico y financiero que ningún Estado logra ya controlar. 2) La forma política universal de este proceso (una vez agotada la utopía comunista) se ha consolidado en la democracia de masas, la de los “derechos humanos”, corrupta y corruptora, que gravita sobre nuestros hombros de la manera que sabemos, enemiga de todas las verdades del cristianismo. 3) Se trata de un proceso artificioso, provocado conjuntamente por la avidez humana llevada al extremo, por la política de poder de ciertas naciones y por la adhesión de la Iglesia a las ideas del siglo, no por el deseo natural de los pueblos, no por las exigencias políticas y económicas objetivas. 4) Tal proceso, con todos sus males, estaba aún en estado embrionario a principios de la década de los sesenta, dominados por el dualismo de democracia y comunismo y por la contraposición frontal de los denominados “bloques” . Si el concilio hubiera condenado ese proceso, es casi seguro que no habría cobrado éste las dimensiones cuantitativas y cualitativas que están hoy a la vista de todos. En efecto, la adhesión e él por parte de la jerarquía contribuyó poderosamente a la denominada “unificación del género humano” , y que la Iglesia “conciliar” se ha convertido hoy en uno de los factores que concurren a mantener la artificiosa “unidad” del género humano. 5) Que esta unidad sea, en realidad, nada más que pura apariencia lo demuestra el hecho de que le ha permitido al islam, enriquecido gracias al petróleo, reanudar su ofensiva a escala mundial, penetrando sólidamente en todos los países (los europeos en particular), en los cuales ha implantado multitud de colonias fuertes, compactas y agresivas; por manera que el dualismo político de la época de los “bloques” se ha renovado, peor pues de manera más insidiosa, con el enemigo muy dentro de los muros y sin declaraciones de guerra, o, por mejor decir, bajo las banderas de la paz, de la unidad, de la fraternidad y de los “derechos humanos” . El islam, que identifica religión y política, es constitucionalmente impermeable a toda forma de democracia, y considera deber “religioso” suyo conquistar todo el mundo para Alá y Mahoma. Del otro lado, el género humano “unificado” en la paz, en el progreso material, en la democracia, es un género humano abierto, como nunca lo estuvo en el pasado, a la conquista islámica (sin excluir la hipótesis de un regreso súbito del comunismo, dado el carácter ambiguo de la adhesión de Rusia a la “democracia”). 6) La constatación de la imposibilidad de diversificación del género humano “en varias historias dispersas” , verdadera en apariencia, no es de recibo en realidad, sobre todo desde el punto de vista católico, por el mero hecho de que la Iglesia tenía y tiene el deber de preocuparse ante todo de las naciones y sociedades católicas, de defender su individualidad, tanto en el plano de los principios cuanto en el político en sentido estricto, por lo que le corre la obligación de procurar que su historia sea tan “diversa” cuanto sea posible de la del resto del mundo, que le es hostil. En otras palabras: el mantenimiento y la defensa de la individualidad nacional católica exige el reconocimiento del derecho a una historia “diversa” , que, por poner un ejemplo, Dios omnipotente le garantizó siempre al antiguo Israel, pese a lo frágil y pequeño que era, mientras observó fielmente sus mandamientos; exige el reconocimiento del derecho a construir una sociedad conforme con los principios del cristianismo, un derecho del cual el concilio no habla jamás porque optó por la llamada sociedad “pluralista” ( GS § 75; Gravissimum Educationis § 67). LA MALA PASTORAL EN LA REFORMA DE LA LITURGIA SAGRADA 13.0 La orden de revisar los libros litúrgicos “cuanto antes” , inclusive las rúbricas relativas a la participación de los fieles ( Sacrosanctum Concilium § 25), aunque en el artículo 23 se había recomendado cierta prudencia: « […] no se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta en la Iglesia, y sólo después de haber tenido la precaución de que las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente, a partir de las ya existentes [proceso que exige largo tiempo; n. de la r.] ». 13.1 La exhortación a preferir la celebración comunitaria de los ritos: «Siempre que los ritos, cada cual según su naturaleza propia, admitan una celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de fieles, incúlquese que hay que preferirla, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi privada», sobre todo para la santa misa y los sacramentos ( SC §§ 27.5); en esta desvalorización de la “celebración individual y casi privada” late un eco de la hostilidad de Lutero contra las “misas privadas” (v. supra § 3.5). 13.2 Todos los artículos que incitan a adaptar los ritos (mediante el experimento, la creatividad) a las lenguas vulgares, a la mentalidad y a la cultura modernas (y, por ende, al espíritu del siglo), a los usos nacionales y locales, o que resucitan formas arcaicas de los mismos ( SC §§ 24 y 36 (pár. 2 y 3), §§ 37, 38, 39, 40, 44, 50, 53, 54, 63, 65, 66, 67, etc,; §§ 77, 79, etc; §§ 90, etc., §§ 101, 119, 120, 128) (v. supra § 3.6). 13.3 La invitación a incrementar el número de casos en que se puede conceder la comunión bajo las dos especies ( SC § 55). 13.4 La extensión de la facultad de concelebrar, práctica litúrgica reservada antes a algunas ceremonias particularmente solemnes (en especial, ordenaciones sacerdotales) y necesitada todavía de exámenes teológicos detenidos (véase Denz. § 3928: Decreto del Sto. Oficio del 23/5/1957), junto con la orden de componer un nuevo rito ( SC §§ 57 y 58). 13.5 La mitigación de la severa prohibición de la communicatio in sacris con los “ortodoxos” u “orientales” cismáticos ( Orientalium Ecclesiarum §§ 26 a 29) y con los “hermanos separados” en general ( Unitatis Redintegratio § . 13.6 La concesión al obispo de la facultad de regular la disciplina de la “concelebración” en su diócesis ( SC § 57, párrafo 1, 2º y párrafo 2, 1º). 13.7 La facultad de celebrar la santa pascua el mismo domingo en que la celebran los “ortodoxos” cismáticos, según su calendario, «para fomentar la unidad entre los cristianos de la misma región o país» ( OE § 20). 13.8 «A los orientales separados [los denominados “ortodoxos”] que, movidos por el Espíritu Santo, vengan a la unidad católica, no se les exija más que la simple profesión de lo que la fe católica exige» ( OE § 25). LA MALA PASTORAL EN EL ESTUDIO Y LA ENSEÑANZA DE LA DOCTRINA 14.0 La atribución a los obispos del poder de controlar las versiones en vernáculo de la santa Biblia (en lugar de reservar dicho poder para la Santa Sede ( SC § 36, párrafo 4; Dei Verbum § 25). 14.1 La orden siguiente: «En las celebraciones sagradas debe haber lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes, más variadas y más apropiadas [abundantior, varior et aptior] » ( SC § 35; cf. SC § 51); y también la orden que prescribe se consienta a todos los fieles un contacto directo grande con el texto sagrado: «Es conveniente que los cristianos tengan amplio acceso a la Sagrada Escritura» ( DV § 22; cf. DV § 25).Se trata de órdenes contrarias a toda la enseñanza precedente, la cual, contra protestantes y jansenistas, había rodeado siempre de cautela tales lecturas, dada la harto conocida facultad de muchos pasajes neo y veterotestamentarios, y la había fiado en todo caso a la mediación de la liturgia, de la catequesis, de la homilética ( Denz. § 1429: Clemente XI al condenar a Quesnel; Denz. § 1567: Pío VI, Auctorem Fidei ). 14.2 La exhortación a traducir los textos sagrados «con la colaboración de los hermanos separados» ( DV § 22 cit.). 14.3 La orden de hacer «ediciones de la Sagrada Escritura, provistas de notas convenientes, para uso también de los acristianos y acomodadas a sus condiciones» ( DV § 25 cit.). 14.4 La exhortación a promover «reuniones mixtas destinadas a estudiar sobre todo cuestiones teológicas, donde cada uno pueda tratar a los demás de igual a igual» ( UR § 9). 14.5 Los artículos 12 y 24 de la UR , que determinan la obligación de la “cooperación” y de la toma de iniciativas “conjuntas” con los hermanos separados (y con todos los hombres), elevándolas a la categoría de principios generales de la pastoral. 14.6 La exhortación a servirse de las ciencias profanas en la pastoral, «puesto que los más recientes estudios y hallazgos de las ciencias, de la historia y de la filosofía [pero ¿cuáles era, en tiempo del concilio, esos “nuevos hallazgos” en los campos histórico y filosófico?; ardemos en deseos de saberlo; n. de la r.] suscitan nuevos problemas, que entrañan consecuencias prácticas y reclaman nuevas investigaciones teológicas […] Hay que reconocer y emplear suficientemente en el trato pastoral no sólo los principios teológicos, sino los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles a una vida de fe más pura y más madura [también nos gustaría tener noticia de los “descubrimientos” habidos en estos dos últimos campos; n. de la r.] » ( GS § 62). LA MALA PASTORAL EN LA FORMACIÓN DE LOS RELIGIOSOS, SEMINARISTAS, SACERDOTES Y EN EL MINISTERIO EPISCOPAL. 15.0 «La renovación adecuada [accomodata renovatio] de la vida religiosa abarca a un tiempo, por una parte, la vuelta a las fuentes de toda vida cristiana, y a la inspiración primitiva de los institutos, y por otra, una adaptación de los mismos a las diversas condiciones de los tiempos» ( Perfectae Caritatis § 2).Así, pues, vuelta a la “inspiración primitiva” de los institutos religiosos y, a la vez, adaptación de los mismos a las diversas condiciones de los tiempos, que son hoy las del mundo moderno secularizado, de cultura laicista, et. (vide supra , en los «Ejemplos de ambigüedades y contradicciones contenidas en los textos del concilio» , que figuran en la introducción a esta sinopsis). ¿Acaso puede el Espíritu Santo soplar simultáneamente en dos direcciones opuestas, una buena y otra mala? 15.1 «La norma de vida, de oración y de trabajo ha de estar en consonancia con las condiciones físicas y psíquicas actuales de los miembros, y, según lo requiera el carácter de cada instituto [de religiosos; n. de la r.] , con las necesidades del apostolado, con las exigencias de la cultura y con las circunstancias sociales y económicas, en todas partes, pero sobre todo en las misiones [...] Por lo cual hay que revisar adecuadamente las constituciones, directorios, libros de costumbres, de preces, de ceremonias y otros semejantes, y adáptense a los documentos de este sagrado concilio, suprimiendo todo lo anticuado» ( PC § 3).Como cualquiera puede ver, se trata de la orden de hacer tabula rasa . 15.2 Los principios expuestos y directrices semejantes deben aplicarse también a los institutos consagrados a la vida puramente contemplativa ( PC § 7). 15.3 A los miembros de la “vida religiosa laical” se les exhorta igualmente «a acomodar su vida a las exigencias modernas» ( PC § 10). 15.4 Los superiores de las órdenes religiosas deben «dirigir a sus súbditos […] con respeto a la persona humana, promoviendo su subordinación voluntaria» ( PC § 14). ¿Y si en ciertos casos la subordinación no quiere ser voluntaria? ¿Qué han de hacer los “superiores”? 15.5 La clausura papal para las monjas de vida puramente contemplativa «debe adaptarse a las condiciones de tiempos y lugares, suprimiendo todas las costumbres anticuadas después de escuchar los deseos de los propios monasterios» ( PC § 16). 15.6 Y aquí está el artículo que consagra la irrupción del espíritu del siglo en los conventos y monasterios: «Mas para que esta adaptación de la vida religiosa a las exigencias de nuestros tiempos no se meramente externa [sit mere externa] [los religiosos] […] deben instruirse convenientemente, según la capacidad intelectual y la índole personal de cada uno, sobre las costumbres reinantes y en las normas de sentir y de pensar de la vida social moderna [!] ». No para ahí la cosa: «Esfuércense durante toda la vida los religiosos en perfeccionar cuidadosamente esta cultura espiritual, doctrinal y técnica, y los superiores en procurarles, con todos los medios, las ayudas y el tiempo necesario» ( PC § 18). 15.7 El ejercicio del apostolado de los institutos y de los monasterios sui iuris debe coordinarse entre las «conferencias o consejos de superiores mayores erigidas por la Santa Sede» y las «conferencias episcopales» ( PC § 23), con lo que se sustrae al control efectivo de la Santa Sede. Además, «conferencias de esta índole pueden establecerse también para los institutos seculares» ( ivi ). 15.8 Habida cuenta de que «el uso recto de los instrumentos de comunicación social […] requiere una formación y una experiencia acomodadas y apropiadas, deben favorecerse, multiplicarse, encauzarse […] las iniciativas que sean aptas para conseguir este fin […] en las escuelas católicas de cualquier grado, en los seminarios y en las asociaciones apostólicas seglares» ( Inter Mirifica § 16). 15.9 «No pudiéndose dar más que leyes generales para tanta diversidad de gentes y de regiones, en cada nación o rito establézcanse unas ‘normas peculiares de formación sacerdotal', que han de ser promulgadas por las conferencias episcopales, y revisadas en tiempos determinados, y aprobadas por la Sede Apostólica; en virtud de dichas normas se acomodarán las leyes universales a las circunstancias especiales de lugar y tiempo…» ( Optatam totius § 1).Esta norma sustrae de hecho a la Santa Sede la regulación efectiva de la formación sacerdotal: la Santa Sede se ve forzada, en resumidas cuentas, a levantar acta de cuanto aprueben las conferencias episcopales. El principio, repetido en el artículo 2º del decreto Optatam totius , enuncia que la formación sacerdotal debe realizarse íntegramente “en conformidad con las condiciones de los lugares” . 15.10 La Obra Pontificia de las Vocaciones Sacerdotales debe servirse también «de todos los medios útiles que ofrecen las ciencias psicológicas y sociológicas» ( OT § 2).La psicología moderna no cree en la existencia del alma, ni en la del espíritu, ni en la de la conciencia, reducida a función psíquica del cuerpo. Por otra parte, la “cientificidad” de la sociología es sólo de tipo descriptivo: no profundiza nada. Lo cierto es que estas dos “ciencias” estaban de moda en tiempos del concilio, y por eso impresionaban a los “nouveaux théologiens” . 15.11 «Conviene que los estudios se organicen [en los seminarios menores; n. de la r.] de modo que los alumnos puedan continuarlos sin prejuicio en otras partes si cambian de género de vida» ( OT § 3). 15.12 En los seminarios, «las normas de la educación cristiana […] complétense convenientemente con los últimos hallazgos de la sana psicología y de la pedagogía» ( OT § 11; véase también OT § 20).Cabe observar al respecto que habría debido mostrarse, por lo menos, la presunta conformidad de la pedagogía actual con los principios del catolicismo. 15.13 «Antes de que los seminaristas emprendan los estudios propiamente eclesiásticos deben poseer una formación humanística y científica semejante a la que necesitan los jóvenes de su nación para iniciar los estudios superiores…» ( OT § 13).Pero los que ingresan en el seminario lo hacen porque desean llegar a ser sacerdotes, no personas cultas en el sentido del mundo. ¿No constituye un obstáculo para la vocación la cultura profana actual? No son los seminaristas quienes deben adaptarse a dicha cultura, sino esta última la que debe adaptarse a ellos, en la medida de lo posible, en dosis calibradas oportunamente. 15.14 «las disciplinas filosóficas hay que enseñarlas [en el seminario] […] teniendo también en cuenta las investigaciones filosóficas de los tiempos modernos […] de forma que los alumnos, bien conocida la índole de la época presente, se preparen oportunamente para dialogar con los hombres de su tiempo [nótese: para “dialogar” con ellos, no para convertirlos]. La historia de la filosofía enséñese de suerte que los alumnos, al mismo tiempo que captan los principios últimos de los varios sistemas, retengan lo que en ellos se ve de verdad y puedan descubrir las raíces de los errores y rebatirlos» ( OT § 15).Un par de consideraciones nos permitirán advertir lo erróneo del planteamiento de esta pastoral:1) El conocimiento del pensamiento moderno no se exige para convertir mejor las almas a Cristo, sino para “dialogar” . 2) Los seminaristas han de conocer bien “la índole de la época presente” , separando en ella lo bueno de lo malo para poder apreciar mejor lo primero. De ahí que, respecto de la filosofía, deben ser capaces de retener, en el seno de los distintos sistemas filosóficos, “lo que en ellos se ve de verdad” , distinguiéndolo de lo falso, y de “descubrir” nada menos que “las raíces de los errores y rebatirlos” . Lo que equivale a encomendar a unos simples seminaristas una tarea superior a sus fuerzas. No es fácil refutar con las propias fuerzas los errores del pensamiento moderno, un pensamiento enemigo de todas las verdades fundamentales del cristianismo; es menester para ello poseer una mentalidad especulativa y una vasta cultura, lo que está al alcance de pocos. Además, el error en la filosofía se mezcla a menudo con verdades, se expone asimismo de manera apropiada, articulada y hasta intelectualmente fascinante. Su refutación debería confiarse a los docentes, no dejarla a las todavía débiles fuerzas de los seminaristas en nombre de una noción absurda de la libertad personal. Como quiera que sea, se echan de ver en el artículo que comentamos las perversas intenciones de la “Nouvelle Théologie” , completamente avasallada al pensamiento moderno, al cual ha logrado introducir en los seminarios para corromper la formación tomista tradicional del clero, aunque se la mantenga nominalmente. 15.15 «Pero como la instrucción doctrinal no debe tender únicamente a la comunicación de nociones, sino a la formación verdadera e interior de las almas, han de revisarse los métodos didácticos…» ( OT § 17).Lo anterior equivale a tildar de nocionismo a toda la didáctica precedente. ¿Se trata de acusación fundada? No nos lo parece en absoluto. Constituye la acusación característica de quien se dispone a subvertir un método didáctico desde sus raíces; una acusación típica, por lo demás, en el ámbito de la pedagogía moderna, volcada de continuo en el experimento y la reforma, enemiga declarada del ejercicio de la memoria y del conocimiento sistemático. 15.16 (Los presbíteros o sacerdotes) «respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en la ciudad terrestre [parece prohibirse explícitamente hacer conversiones]. Escuchen con gusto a los seglares […] a fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos. Examinando los espíritus para ver si son de Dios (I Jo 4, 1), descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas de los seglares, tanto los humildes de los elevados, etc.» ( Presbyterorum Ordinis § 9).¿Tenemos aquí una apertura implícita al movimiento carismático? En cualquier caso, se manda a los curas al colegio de los fieles, por decirlo así. Además: «Atendiendo a las normas del ecumenismo (cf. Conc. Vat. II, decr. Unitatis redintegratio: De oecumenismo, § 21, año 1964: AAS 57 (1965) pág. 90 ss), no se olvidarán de los hermanos que no disfrutan de la comunión eclesiástica plena con nosotros» ( PO ivi) (nótese el adjetivo “plena”). 15.17 En el mundo de hoy, inmerso en un gran proceso de transformación, «tampoco los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su ministerio, pueden pensar sin angustia [non sine anxietate] cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior» ( PO § 14). El concepto se repite en PO § 22: «los ministros de la Iglesia, e incluso muchas veces los fieles cristianos, se sienten en este mundo como ajenos a él, buscando angustiosamente los medios idóneos y las palabras para poder comunicarse con él». Tales juicios no corresponden a la realidad. A partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta, preocupaba la merma (limitada) de las vocaciones, la descristianización emergente de la sociedad, las tendencias modernistas que comenzaban otra vez en el clero: se sentía en el aire como un trabajo sordo, lento y continuo de entibiamiento que comenzaba a difundirse: la formación tácita de una opinión, aún minoritaria, todavía fragmentada, que incitaba a la apertura y a la relajación ante el mundo. Pero la angustia de tipo existencial, de moda en la segunda postguerra, la experimentaban tan solo los “nouveaux théologiens” , de fe dudosa, avasallados por entero al pensamiento contemporáneo y a los atractivos del siglo (como Karl Rahner, jesuita y teólogo de relumbrón, quien, entre otras cosas, según se hizo público hace unos pocos años, mantuvo relaciones con una mujer). Pero nadie sentía la necesidad, especialmente entre los fieles, de, p. ej., una reforma litúrgica (tan radical, por lo demás, como la que impuso una minoría destructiva con la complicidad de Juan XXIII, el Papa entonces reinante). Nadie experimentaba la necesidad angustiosa de una “adaptación” al mundo. 15.18 La caridad mueve a los presbíteros a «investigar prudentemente nuevos caminos [vias novas] para el mayor bien de la Iglesia» ( PO § 15). 15.19 «Por la amigable y fraterna convivencia entre sí y con los demás hombres pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios» ( PO § 17).Pero la convivencia entre los fieles y los sacerdotes no es, ni puede ser, “amigable y fraterna” , como si se tratara de una relación entre iguales (!). Los fieles le confiesan sus pecados al cura, que goza del privilegio de consagrar la sagrada hostia, y por su conducto Cristo los absuelve. En cuanto sacerdote, los fieles no pueden considerarlo como uno de sus pares, ciertamente; y, de hecho, siempre han sentido por los sacerdotes, a quienes recurren también a veces en busca de consejo sobre cuestiones prácticas importantes, un respeto que no se experimenta entre iguales. Y luego, ¿qué “valores humanos” cultivará el presbítero? ¿Todos? ¿Toda la “mitología” relativa al progreso, la democracia, la libertad, prodigada a manos llenas en los textos del concilio? 15.20 Los sacerdotes deben conocer “bien”, además de los documentos del Magisterio, las obras de «los escritores de teología mejores y probados» , y también «la cultura humana» y «las ciencias sagradas» , puesto que «en nuestros tiempos» ambas «avanzan con un ritmo nuevo». Así podrán «entablar más ventajosamente el diálogo con los hombres de su tiempo» ( PO § 19). Con eso de “las ciencias sagradas” que “avanzan con un ritmo nuevo” es verosímil que se pretenda acreditar el punto de vista de la “neoteología”, la cual presenta como “hallazgos” las invenciones y elucubraciones de la exégesis y de la teología protestantes, proscritas por la autoridad eclesiástica hasta el último concilio. 15.21 Para el mantenimiento económico del clero, «hay que dejar el sistema que llaman beneficial, o al menos hay que reformarlo» ( PO § 20). La sustentación del clero se confía exclusivamente a los fieles ( ivi ). No se habla de ayuda por parte de la autoridad civil, en vista del régimen de separación propugnado por el Vaticano II (v. supra § 10.6).La obligación que les corre de proveer a dicha sustentación se funda en el hecho de que «quienes desempeñan o han desempeñado alguna función [munus] para el servicio del pueblo de Dios» tienen derecho a una «sustentación digna» ( PO § 20 cit.). Así, pues, se confirma que el significado del munus sacerdotal cambia para el concilio: más que sacerdos Dei [sacerdote de Dios], el “presbítero” es sacerdos populi Dei [sacerdote del ‘pueblo de Dios']. 15.22 La subversión de la diócesis, que no es ya «la circunscripción o el cargo para cuyo gobierno o desempeño se nombra al obispo» ( Enciclopedia del diritto , Milán, 1964, t. XII, voz Diocesi ), sino «una porción del pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio» ( Christus Dominus § 11).Es menester que «las delimitaciones de la diócesis […] se revisen de manera adecuada [ad congruam recognitionem] » , naturalmente que «según las exigencias del bien de las almas», y, por ende, «con prudencia» , pero al mismo tiempo quam primum , es decir «cuanto antes» ( CD § 22) (nótese la contradicción, típica del Vaticano II).Subversión, decíamos, porque la recognitio de las diócesis debe efectuarse de manera siguiente: «dividiéndolas o desmembrándolas o uniéndolas, o cambiando sus límites, o eligiendo un lugar más conveniente para las sedes episcopales, o, por fin, disponiéndolas según una nueva ordenación, sobre todo tratándose de las que abarcan ciudades muy grandes» ( CD § 22).El concilio desencadena un auténtico tornado sobre las diócesis, puesto que quiere cambiarlo todo hasta los cimientos, y lo antes posible: territorio, sedes episcopales, ordenación interna. La nueva diócesis debía nacer de inmediato, sin miramientos para con la antigua. 15.23 En el ejercicio de su ministerio, el obispo debe enseñar a apreciar, además de los valores tradicionales (p. ej., el constituido por la familia), los valores laicistas de «la persona humana, con su libertad, y la misma vida del cuerpo [corporis vita] » , así como «la sociedad civil […] el trabajo y el descanso, las artes y los inventos técnicos…» ( CD § 12). Debe también mostrar, a tenor de las directrices de Juan XXIII en la Pacem in terris , citadas expresamente por el concilio, «cómo hay que resolver [!] los gravísimos problemas relativos a la posesión de los bienes materiales, a su incremento y recta distribución, y los relativos a la paz y a la guerra y a la vida hermanada de todos los pueblos» ( ivi ).Aplicando las directrices de Juan XXIII, el concilio no vacila en afirmar que a los obispos (que, por su vocación, deberían ser, ante todo, pastores de almas) les incumbe el cometido de enseñar (a los gobernantes) cómo resolver los problemas fundamentales de los Estados modernos (!). estamos ante el diletantismo puro y la politización del ministerio episcopal. Por añadidura, el obispo debe, como es natural, «explicar la doctrina cristiana con métodos acomodados a las necesidades de los tiempos [o sea, de una manera puesta al día] […] y buscar y promover el diálogo con todos los hombres» ( CD § 13). A tal objeto ( CD § 16), ha de «ordenar su vida de forma que responda a las necesidades de los tiempos» (aserción misteriosa, si bien se mira: ¿qué quiere decir exactamente?). Además, «para procurar mejor el bien de los fieles, según la condición de cada uno, esfuércese en conocer bien sus necesidades, las condiciones sociales en que viven, usando de medios oportunos, sobre todo de la investigación social» ( ivi ). Una verdadera fijación del concilio, ésta por la sociología pastoral: en el artículo 17, CD recomienda sin ambages a los obispos la instauración de «oficinas de sociología pastoral» (sea lo que fuere lo que ello signifique), encargadas de «investigaciones sociales y religiosas» (!), no por nada «los sagrados pastores, en cuanto se dedican al cuidado espiritual de su grey, de hecho atienden también al bien y a la prosperidad civil, uniendo para ello su labor eficaz a la de las autoridades públicas» ( CD § 19). ¿el obispo, artífice también de nuestro bienestar material? ¿Acaso es para esto para lo que se consagran obispos, sucesores de los Apóstoles? LA MALA PASTORAL EN LA FORMACIÓN DE LOS MISIONEROS Y EN LAS DIRECTRICES IMPARTIDAS A LOS MISMOS 16.0 La actividad misionera debe desenvolverse «de suerte que de la semilla de la palabra de Dios crezcan las iglesias autóctonas particulares en todo el mundo suficientemente organizadas y dotadas de energías propias y de madurez, las cuales, provistas convenientemente de su propia jerarquía unida al pueblo fiel y de medios connaturales al pleno desarrollo de la visa cristiana, aporten su cooperación al bien de toda la Iglesia » ( Ad Gentes § 6). 16.1 «Los misioneros […] susciten comunidades de fieles tales que […] ejerciten las funciones que Dios les ha confiado: sacerdotal, profética y real [...] Cultívese el espíritu ecuménico entre los neófitos [!] » , que deben «colaborar fraternalmente con los hermanos separados, según las normas del decreto sobre el ecumenismo» ( AG § 15). 16.2 También en la formación del clero indígena se prescribe para los alumnos que «sean educados en el espíritu del ecumenismo y se preparen convenientemente para el diálogo fraterno con los no cristianos» (no para convertirlos); esto exige, además, «que los estudios para el sacerdocio se hagan, en cuanto sea posible, en comunicación y convivencia con la gente del propio país [de origen de los alumnos] » ( AG § 16; véase asimismo AG §§ 29 y 36). 16.3 «Esfuércense los Institutos religiosos que trabajan en la plantación de la Iglesia [en tierras de misión] en exponer y comunicar, según el carácter y la idiosincrasia de cada pueblo, las riquezas místicas de que están totalmente llenos, y que distinguen la tradición religiosa de la Iglesia. Consideren atentamente el modo de aplicar a la vida religiosa cristiana las tradiciones ascéticas y contemplativas, cuya semilla había Dios esparcido con frecuencia en las antiguas culturas antes de la proclamación del Evangelio» ( AG § 18).Nos gustaría saber cuáles son esas “tradiciones ascéticas y contemplativas” ya presentes, en estado de “semilla” , en las antiguas culturas paganas. Se trata del mismo error contenido en Lumen Gentium § 8, que ve “elementos de salvación” fuera de la Iglesia , no sólo entre los que llaman “hermanos separados” , sino hasta en las religiones paganas. 16.4 «Y para que la actividad misional de los obispos, en bien de toda la Iglesia , pueda ejercerse con más eficacia, conviene que las conferencias episcopales dirijan los asuntos referentes a la cooperación organizada del propio país. Traten los obispos en sus Conferencias…». Sigue el catálogo, bastante extenso, de materias reservadas a la competencia de los obispos, sin control alguno, en la práctica, por parte de la Santa Sede ( AG § 38). LA MALA PASTORAL EN LAS DIRECTRICES IMPARTIDAS PARA EL APOSTOLADO DE LOS SEGLARES 17.0 También a las «asociaciones apostólicas seglares» ha de impartirse «una formación y una experiencia acomodadas y apropiadas» para el «uso recto» de los instrumentos de comunicación social ( Inter Mirifica § 16, cit. ; v. supra § 15, . 17.1 Los fieles laicos deben contribuir «al progreso universal en la libertad cristiana y humana» ( Lumen Gentium § 36 cit. ; para el mito laicista del progreso, abrazado por el Concilio, y su exaltación de la “libertad” , v. supra § 6.2). 17.2 «La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extienden poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismos y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales [¿Cuáles? La mención es genérica; n. de la r.] , de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad, con el auxilio necesario de la divina gracia» ( Gaudium et Spes § 30). Así, el concilio invoca la ayuda de la gracia divina en un artículo consagrado a la «superación de la ética individualista» –sin especificar más– y a la exaltación de una visión “social” de la ética, que recuerdan las falsas doctrinas del socialismo y del comunismo (!). 17.3 «Las victorias de la humanidad son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio» ( GS § 34).¿Y cuáles serían dichas “victorias de la humanidad”? ¿La construcción del canal de Suez? ¿La conquista de la jornada laboral de ocho horas? ¿El sufragio universal? ¿El descubrimiento de la penicilina? La propaganda comunista de aquel entonces hablaba con gusto de las “victorias de la humanidad en marcha”, etc. 17.4 «La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí propio. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y trasciende» ( GS § 35).Pero ¿no debería ordenarse a Dios “la actividad humana”, al menos indirectamente, visto que todo lo que hacemos se relaciona siempre con la gloria de Dios y con la consecución final del Bien sumo? 17.5 «Siguiendo el ejemplo de Cristo, quien ejerció el artesanado, alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales, haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios» ( GS § 43). Al realizar dicha síntesis, “los laicos” actuarán «individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo» y «colaborarán gustosos quienes buscan idénticos fines» ( ivi ). 17.6 «Todo el que promueve la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económico-social, de la vida política, así nacional como internacional, proporciona no pequeña ayuda también, según el plan divino, a la comunidad eclesial, ya que ésta depende asimismo de las realidades externas» ( GS § 44).La inversión de la misión de la Iglesia alcanza así su acmé en el elogio del mundo, que convierte a la Iglesia a sus valores. 17.7 «Vivan los fieles en muy estrecha unión con los demás hombres de su tiempo, y esfuércense en penetrar su manera de pensar y sentir, cuya expresión es la cultura. Compaginen los conocimientos de las nuevas ciencias y doctrinas y de los más recientes descubrimientos con las costumbres y enseñanzas cristianas, para que la práctica de la religión y la rectitud de espíritu corran parejas en ellos con el conocimiento de las ciencias y de los progresos diarios en la técnica; así lograrán examinar e interpretar todo con íntegro criterio cristiano» ( GS § 62).He aquí una pastoral que procede en sentido exactamente contrario a la pastoral de San Pablo ( non altera sapientes : Rom 12, 16).Frente a este “sumario” de la pastoral “conciliar” para los seglares, no resta más que decir ¡ mysterium iniquitatis !, y hacer la señal de la cruz. 17.8 Los jóvenes tienen hoy un peso mayor en la sociedad; eso «exige de ellos una actividad apostólica semejante, pero su misma índole natural los dispone a ella […] Procuren los adultos entablar diálogo amigable con los jóvenes, que permita a unos y a otros conocerse mutuamente y comunicarse entre sí lo bueno que cada uno tiene, no considerando la distancia de la edad» ( Apostolicam Actuositatem § 12).La interpretación de la “índole natural” de la juventud está ayuna de cualquier relación con la realidad, igual que el tipo de “diálogo”, sentimental y acaramelado como de costumbre, que se propone aquí entre adultos y jóvenes. 17.9 «Procuren los católicos cooperar con todos los hombres de buena voluntad en promover cuanto hay de verdadero, de justo […] Hablen con ellos ,superándoles en prudencia y humildad, e investiguen acerca de las instituciones sociales y públicas [?] , para perfeccionarlas según el espíritu del Evangelio» ( AA § 14). Se dice en Gaudium et Spes § 78: «… se llama insistentemente la atención de todos los cristianos para que […] se unan con los hombres realmente pacíficos [ hominibus vere pacificis ] para implorar y establecer la paz» (en el texto en vernáculo se usa la expresión “amantes de la paz”, característica de la propaganda comunista en aquella época). 17.10 La colaboración de los fieles católicos con los llamados “hermanos separados” la exige «el común patrimonio evangélico» y el consiguiente «deber común del testimonio cristiano» (¡con los herejes y cismáticos!). Además, «también los comunes valores humanos exigen no rara vez una cooperación semejante de los cristianos que persiguen fines apostólicos con quienes no llevan el nombre de cristianos, pero reconocen esos valores» ( AA § 27). De suerte que «con esta cooperación dinámica y prudente […] los seglares rinden testimonio a Cristo […] y a la unidad de la familia humana» ( ivi ).A los valores cristianos auténticos, católicos, se les convierte así en función de los valores humanos, que, en consecuencia, les son superiores; en efecto, son los valores humanos los que hacen posible la unidad de la “familia humana”, que tanto importa al concilio (v. supra , sec. 12ª). 17.11 «Para cultivar las relaciones humanas es necesario que se acrecienten los valores verdaderamente humanos, sobre todo el arte de la convivencia fraterna, de la cooperación y del diálogo» ( AA §29). CONCLUSIÓN: RETORNAR A LA DOCTRINA VERDADERA O PERECER Quizás se juzgue temerario el que hayamos acusado a un concilio ecuménico de la Iglesia Católica de tantos y tan graves errores doctrinales. Más aún: acaso parezca que nos hemos mancillado con un pecado grave, puede que hasta acreedor a la nota de herejía. La herejía, empero, según se recordó ( supra 2.0), es «la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma» ( CIC de 1983, canon 751). Ahora bien, el Vaticano II no condenó ningún error, ni definió ninguna “verdad” de fe “divina y católica”, ningún dogma de fe. No quiso hacerlo y se declaró concilio pastoral tan sólo, con lo que degradó su magisterio extraordinario a un magisterio indefinible desde el punto de vista canónico, meramente “auténtico” al fin y a la postre, aunque puede que ni siquiera eso, vistos los errores que enseñó (v. supra , Introducción ).También el magisterio auténtico merece el asentimiento del creyente, mas no al mismo título que los dogmas de fe, cuya negación hasta el fin de la vida entraña la muerte en los propios pecados. Al concilio se le debe, pues, por lo que tiene de “nuevo”, el asentimiento que merece una “pastoral”, el cual se puede denegar legítimamente si la pastoral da la casualidad que no es buena. Se trata, en efecto, de un asenso fundado en las reglas de la prudencia, en la que confluyen el entendimiento sano y el sensus fidei del creyente.La prudencia, que crece sólo en el entendimiento sano, nos dice que escuchemos la voz del sensus fidei , que nos incita a su vez a rehusar el asentimiento a las resoluciones de un concilio ambiguo e inficionado de errores como el Vaticano II. Esta prudencia del creyente deriva de la preocupación constante de no ofender a Dios y salvar el alma, en la cual se refleja el temor de Dios al paso que constituye uno de los modos en que la gracia obra en nosotros. De ahí que la negación de las doctrinas ambiguas propaladas por el Vaticano II sea, no sólo lícita y legítima a tenor de las disposiciones canónicas y de toda la Tradición , sino, además, una exigencia del deber, que pesa sobre cada uno de nosotros, de defender el depósito de la fe según la capacidad de cada cual. Todos somos, en efecto, milites Christi, y hemos de combatir por la fe.2. En consecuencia, la negación de las enseñanzas espurias del Vaticano II no nos pone fuera de la Iglesia : no somos herejes por rechazarlas, ni formales ni materiales, ni tampoco espiritualmente cismáticos, pues no negamos la autoridad; no rehusamos nuestro asentimiento a las órdenes legítimamente impartidas por la autoridad, ni siquiera pretendemos salir de la Iglesia para construir o seguir otra.En efecto, juzgamos la pastoral del concilio a la luz de la Tradición , o sea, de lo que la Santa Iglesia enseñó siempre durante diecinueve siglos, a partir de Nuestro Señor Jesucristo y de los Apóstoles. Se desprende del cotejo, sin la menor sombra de duda, que la “puesta al día”, querida por Juan XXIII e impuesta por el Concilio, introdujo novedades incompatibles con lo que enseñó siempre la Iglesia y, por ende, inconciliables con el depósito de la fe. Hemos tenido que asistir al múltiple y abigarrado torcimiento de la noción misma de Iglesia Católica, de las de cuerpo místico, santa misa, liturgia, sacerdocio, colegialidad, matrimonio católico, reino de Dios, Tradición, encarnación, redención, anunciación y libertad religiosa, así como del concepto católico del hombre, de la relación correcta entre Iglesia y Estado, de la interpretación exacta de lo que son objetivamente los herejes, los cismáticos y los acristianos. Hemos tenido que oír, de labios de un Papa, alabanzas al pensamiento moderno, otrora condenado varias veces por sus predecesores: un pensamiento este, el moderno y contemporáneo, intrínsecamente opuesto al pensamiento trascendente y, en particular, al catolicismo, todas cuyas verdades niega, pero al cual se confió la tarea de enunciar la doctrina perenne de la Iglesia porque se quiso someter a ésta a una “reforma continua”, a una adaptación cada vez más marcada a los falsos valores del mundo. El concilio habría debido condenar el pensamiento de marra en aras de la salvación de las almas, mas, por el contrario, se hizo su cómplice. La corrupción de los conceptos verdaderamente católicos, y aun del mero sentido común, ha sido vasta, minuciosa y sistemática. Los textos del Vaticano II constituyen un documento impresionante de la decadencia intelectual (y no sólo intelectual) de la jerarquía católica, contra la cual lucharon en vano los Papas hasta Pío XII, así como la parte sana de la jerarquía durante el concilio.¿Quién está entonces dentro de la Iglesia : quien acepta las doctrinas falsas del Vaticano II y pretende ponerlas por obra, o quien las rechaza abiertamente para seguir siendo fiel a lo que el magisterio enseñó durante diecinueve siglos, asistido por el Espíritu Santo?Quien acepte de buena fe estas doctrinas falsas sigue estando dentro de la Iglesia , ciertamente, pero vive en ella engañado, constreñido objetivamente a la infidelidad, sin darse cuenta de que se halla casi sin defensa contra el peligro de perder o contaminar su fe. «Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida», dijo el Señor resucitado ( Apocalipsis 2, 10). Por eso resulta imposible que acepte el Vaticano II quien se dé cuenta de su diabólica entretejedura de contradicciones, ambigüedades y errores, apenas velada por homenajes a la Tradición (homenajes nada más que formales, o carentes en cualquier caso de influencia respecto de las novedades introducidas), supuesto que desee mantenerse fiel a la Iglesia , es decir, puesto caso que quiera seguir militando en la Iglesia Católica , que no es la iglesia concebida por el concilio, la cual, por lo demás, se autodefine como iglesia “de Cristo”, o “ecuménica”, o “conciliar”, reduciendo al mínimo el uso del adjetivo « católica ”. Tamaña iglesia se ha superpuesto a la Iglesia verdadera como la cizaña al grano. Nosotros no nos avergonzamos de afirmar la verdad, esto es, que la aceptación del Vaticano II nos alejaría de la Tradición y, por ende, de la doctrina recta, con grave peligro para la salvación de nuestra alma, pues, de hecho, sin la doctrina recta es harto difícil observar la moral enseñada por Nuestro Señor y conservar la fe.3. A los desastres que se han sucedido en la Iglesia y en las naciones católicas tras el Vaticano II, que se resumen en la locución coordinativa “corrupción de la fe y de las costumbres”, no se les aprehende en su causa y naturaleza efectivas. En caso contrario, no habría exponentes acreditados de la jerarquía que siguieran afirmando que el tratamiento para las degeneraciones del postconcilio se halla en el descubrimiento y la puesta por obra del “verdadero” Vaticano II. A cuarenta años de su comienzo, ¿andamos aún en busca del “auténtico significado” de aquel Asís? ¿Sigue sin ser comprendido, cuarenta años después?Este manido estribillo se funda en el prejuicio que considera fue el Vaticano II un superconcilio que representó para la Iglesia un nuevo rumbo, del cual es imposible de todo punto apartarse, como si la doctrina anterior a él (la verdadera doctrina católica) no hubiera existido jamás. Se trata del estribillo de quien comulga en realidad con la revolución que se desencadenó en la Iglesia con el concilio, y que se preocupa tan sólo de corregir sus “abusos”, probablemente para adormecer las reacciones. Lo cierto es que la crisis actual de la Iglesia se enraíza en el concilio, no en las degeneraciones del postconcilio: la presente sinopsis lo demuestra. A la jerarquía actual no le corre otro deber que el de restablecer la auténtica doctrina católica. Para hacerlo deberá invalidar el concilio un día, o bien corregirlo o reinterpretarlo (si fuere posible) a la luz de la Tradición.No nos toca a nosotros determinar el modo en que el Papa habrá de intervenir respecto del Vaticano II, ni aún menos proponerle una fecha. Pero nos permitimos recordar a la jerarquía y a sus jefes actuales que, en las visiones comunicadas a los videntes de Fátima, Dios todopoderoso se dignó mostrarnos, en su infinita misericordia, el castigo terrenal que su justicia infligirá un día a toda la Iglesia militante, a todos nosotros, a causa de las graves, horrendas y repetidas ofensas e infidelidades perpetradas, en primer lugar, por aquellos a quienes incumbe la obligación de “conservar la doctrina de la fe”, caso de que aquéllas se prolongaran. Si nadie tuviere el coraje de cambiar de rumbo finalmente, Dios renovará a la Iglesia con el «testimonio de la sangre» ( Heb 12, 4): con la sangre de los mártires y del gran número de los asesinados.Si, en fin, no se tuviese el valor de mudar de rumbo a causa del miedo a priori a la posible reacción violenta del mundo, que cree ya tener bajo sus pies a la Iglesia Católica con todo lo que representa; si no tuviera la valentía de rectificar el rumbo a causa de la convicción de que precisamente el retorno al dogma de la fe desencadenaría la persecución anticipada en la visión de Fátima, pues bien, en ese caso, invóquese la ayuda del Espíritu Santo, nos permitimos sugerir, a fin de que nos dé la fuerza de vencer nuestros miedos humanos en obsequio a la gloria de Dios y la salvación de las almas: «No temáis a los que matan el cuerpo y después de esto no tienen ya más que hacer […] temed al que, después de haber dado la muerte, tiene poder para echar en la gehenna» ( Lc 12, 4-5).
Hoy habia 68 visitantes (83 clics a subpáginas) ¡Aqui en esta página!
Altarcatolico. Todos los derechos sobre marca, nombre, logos reservados. Revisión 05/06/16. Próxima revisión 01/06/26.