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la ciudad de Dios 3

 
Libro Décimosexto: Las Dos Ciudades: Desde Noe Hasta Los Profetas CAPITULO PRIMERO, Si después del Diluvio, desde Noé hasta Abraham, se hallan algunas familias que viviesen según Dios Después del Diluvio, si los vestigios y señales del camino de la Ciudad Santa se continuaron o se interrumpieron con la intervención de los tiempos perversos, de modo que, no hubiese hombre que reverenciase y adorase a un solo Dios verdadero, es problema difícil de averiguar exactamente; no habiendo otras noticias que las que nos suministran las historias, porque en libros canónicos posteriores a Noé, que con su esposa, sus tres hijos y sus tres nueras mereció salvarse en el Arca de la ruina universal del Diluvio, no hallamos que la Sagrada Escritura, celebre con testimonio evidente e infalible la piedad y religión de ningún hombre, hasta Abraham, a ,excepción de los dos hijos de Noé, Sem y Japhet, que él mismo alaba y recomienda en una bendición profética, fijando la vista y vaticinando lo que, transcurridos muchos años, había de suceder. Por esto también a su hijo mediano, esto es, menor que él primogénito y mayor que el último, que había pecado contra su padre, le maldijo, no en su propia persona, sino en la de su hijo y nieto de Noé, con estas terribles palabras: «Maldito será el joven Canaam; siervo será de sus hermanos.» Porqué: Canaam era hijo de Cam, quien no cubrió, antes descubrió la desnudez de su padre cuando dormía. Y así también, lo que prosigue, que es la bendición de sus hijos el mayor y el menor, diciendo: «Bendito el Señor Dios de Sem, sea Canaam su siervo; bendiga Dios a Japhet y habite en las casas de Sem», está lleno de sentidos proféticos y cubierto de oscuridad y de velos misteriosos, como lo está el plantar el mismo Noé la viña, el tomar el vino de ella, el dormir desnudo y todo lo demás que allí pasa y se escribe en la Sagrada Escritura. CAPITULO II Que es lo que se figuró proféticamente en los hijos de Noé Pero habiéndose cumplido efectivamente en sus descendientes estos vaticinios, que estaban oscuros y encubiertos, están ya bien claros y perceptibles; porque ¿quién hay que, meditándolos con atención, no los refiera a Cristo? Sem, de cuyo linaje, según la carne, nació Jesucristo, quiere decir nombrado. ¿Y qué cosa más nombrada que Cristo, cuyo augusto nombre derrama por toda la redondez de la tierra su admirable fragancia; de manera que en los Cantares, publicándolo hasta la misma profecía, se compara al ungüento derramado, en cuyas casas, esto es, en la Iglesia, habita la inmensa multitud de las gentes? Porque Japhet quiere decir amplitud, pero Cam significa cálido, y el mediano de los hijos de Noé, diferenciándose de uno y otro y quedándose entre ambos, ni en las primicias de los israelitas ni en la plenitud de los gentiles, ¿qué significa sino el linaje y generación astuta de los herejes, no con el espíritu de la sabiduría, sino de la impaciencia con que suele hervir el pecho y corazón de los herejes y perturbar la paz de los santos? Aunque todo esto, viene a redundar en utilidad de los proficientes, conforme a la expresión del Apóstol: «Que conviene que haya herejías para que los buenos se echen de ver entre vosotros»; y por eso mismo dice la Escritura: «El hijo atribulado y ejercitado en las penalidades será sabio, y del Imprudente y malo se servirá como de ministro y siervo. » Porque muchas cosas que pertenecen a la fe católica, cuando los herejes, con su cautelosa y astuta inquietud, las turban y desasosiegan, entonces, para poderlas defender de ellos, se consideran con más escrupulosidad y atención, se perciben con mayor claridad, se predican con mayor vigor y constancia, y la duda o controversia que excita el contrario sirve de ocasión propicia para aprender. No sólo los que están manifiestamente separados, sino también los que se glorían y precian del nombre cristiano y viven mal, pueden ser figurados en el segundo hijo de Noé, porque la pasión de Cristo, que fue significada con la desnudez de aquel hombre, la predican con su profesión, y con su perversa vida la desacreditan y deshonran. De ellos se dijo «que por el fruto que dan y por sus obras los conoceremos». Por eso fue maldito Cam en su hijo como en fruto suyo, esto es, en su obra, y su hijo Canaam quiere decir movimiento suyo, lo cual, ¿qué otra cosa es que obra suya? Sem y Japhet figuran la circuncisión y el prepucio, o, como los denomina el Apóstol, los judíos y los griegos, los que, llamados y justificados, habiendo entendido comoquiera la desnudez de su padre, con que se significaba la pasión del Redentor, tomaron su vestidura, pusiéronla sobre sus espaldas y entraron caminando hacia atrás, cubriendo la desnudez de su padre y no viendo la que por respeto y reverencia cubrieron; porque en cierto modo en la pasión de Cristo honramos lo que se hizo por nosotros y abominamos la maldad de los judíos. La vestidura significa el Sacramento; las espaldas, la memoria de lo pasado, porque la pasión de Cristo, en tiempo que vivía Japhet en las casas de Sem, y el mal hermano en medio de ellos, la Iglesia la celebra como ya pasada y no la mira como futura. Pero el mal hermano en su hijo, esto es, en su obra, es el joven, es decir, el siervo de sus buenos hermanos, cuando los buenos con cordura se aprovechan de los malos para el ejercicio de la paciencia o para el aprovechamiento de la sabiduría. Hay algunos -según dice el Apóstol- que predican a Jesucristo no sincera y fielmente; «pero comoquiera -dice- que prediquen a Cristo o por alguna ocasión o en verdad, yo me alegro y lisonjeo de ello y aun me complaceré más»; porque él es el que plantó la viña de quien dice el profeta: «Esta viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel», y él bebió de su vino. Ya se entiende aquí aquel cáliz del cual dice: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?», y también: «Padre, si es posible, pase de mí este cáliz», con que sin duda significa su pasión ya sea que, como el vino es fruto de la viña, antes nos quiso significar con esto que de la misma viña, esto es, del linaje de los israelitas, tomó por nosotros, para poder padecer, carne y sangre; y se embriago, esto es, padeció; y se desnudó, porque allí se desnudó, es decir, se descubrió su flaqueza, de la cual dice el Apóstol «que fue crucificado por la flaqueza de la carne», y: Lo que parece flaco en Dios es más fuerte que los hombres, y lo que parece loco, es más sabio que la sabiduría de los hombres.» Y al hablar de Noé la Escritura, después de haber dicho «y se desnudó», añadió: «en su casa», mostrándonos enérgicamente que habla de padecer la cruz y afrentosa muerte de manos de gente de su carne y linaje y de los domésticos de su sangre, esto es, de los judíos. Esta pasión de Cristo la predican los réprobos sólo en lo exterior con el sonido de la voz, porque no entienden lo que predican; pero los buenos en lo interior conservan este tan grande misterio y dentro del corazón reverencian y honran lo flaco y necio de Dios, que es más fuerte y sabio que los hombres. Figura a los primeros Cam, que, saliendo fuera, anunció y divulgó la desnudez de su padre; pero Sem y Japhet, para encubrirle y velarle, es a saber, para honrarle y reverenciarle, entraron, esto es, hicieron esto interiormente. Estos secretos de la Sagrada Escritura los vamos rastreando como podemos, más o menos cóngruamente unos que otros, pero teniendo fielmente por cierto que estas cosas no se hicieron ni escribieron sin significación alguna y figura de las cosas futuras, y que no se deben referir sino a Cristo y a su Iglesia, que es la Ciudad de Dios, la cual no se dejó de predicar desde el principio del linaje humano, cuya predicación vemos que por todas partes se cumple. Así que, después de la bendición de los dos hijos de Noé y de la maldición del uno, que fue el mediano, por mas de mil anos hasta Abraham, no se mencionan ya hombres justos que piadosamente reverenciasen y adorasen a Dios. Y no puedo creer que hubo falta de ellos, sino que fuera alargarse demasiado si se hubieran de referir todos, lo cual sería más diligencia histórica que providencia profética. Así que el escritor de las sagradas letras, o, por mejor decir, el Espíritu Santo, prosigue la relación de los sucesos, con la que no sólo se refiere los pasados, sino también se anuncia los futuros, digo, los que pertenecen a la Ciudad de Dios. Porque aun todo lo que se dice aquí de los hombres que no son sus ciudadanos, se refiere con el objetó de que ella, con la comparación de sus contrarios, o aproveche ó salga victoriosa, aunque no todo lo que se dice sucedió debemos entender que tiene su significación propia, sino que, con las cosas que significan, se mezclan las que nada significan; pues aunque sólo con la reja se surca la tierra, para poderlo hacer son necesarias asimismo todas las demás partes del arado; y en las cítaras y semejantes instrumentos músicos aunque se acomodan sólo las cuerdas para tocar, sin embargo, para colocar las se ponen con ellas todas las demás cosas de que constan los instrumento músicos, los cuales no se tocan, sino se unen con las que tocadas suenan. As en la historia profética también se refieren algunas cosas que nada significan, pero que están enlazadas y el cierto modo trabadas con las que tienen determinada significación. CAPITULO III De las generaciones de los tres hijos de Noé Resta ya que consideremos las generaciones de los hijos de Noé, y que pareciese conducente tratar de ella lo describamos en esta obra, en la que vamos demostrando, siguiendo el orden de los tiempos, el estado y progreso de una y otra ciudad, es a sabe de la terrena y de la celestial. Principia, pues, a referirlas la Sagrada Escritura por el hijo menor, que se llamó Japhet, y nombra a ocho hijos suyos y siete nietos de dos hijos de estos; tres del uno y cuatro del otro, que todos hacen quince; cuatro de los de Cam, esto es, del segundo hijo de Noé, y cinco nietos de un hijo suyo, y dos bisnietos de un nieto, que todos son once. Y habiendo referido éstos, retrocede Como al principio, diciendo: «Chús engendró a Nemrod; éste empezó a ser gigante en la tierra; éste fue gigante cazador contra el Señor Dios; y por eso se dice: como un Nemrod, gigante cazador contra el Señor. Comenzó a reinar en Babilonia Orech, Archad y Chalanne en la tierra de Sennaar, de la cual salió Azur, y edificó a Nínive y a la ciudad de Robooth y a Calach y a Dasem, entre Nínive y Calach. Esta es la ciudad grande.» Este Chús, padre del gigante Nemrod, es el primero que nombra entre los hijos de Cam, cuyos cinco hijos y dos nietos había ya contado; pero a este gigante, o le procreó después de nacidos sus nietos o, lo que es más creíble, la Escritura, por excelencia suya, habla separadamente de él, pues nos relaciona también con toda exactitud su reino, cuyo principio, cabeza y corte era la nobilísima ciudad de Babilonia y las que con ellas se refieren, ya sean ciudades, ya sean provincias. Respecto a lo que dice de aquella tierra, esto es, de la tierra de Sennaar, perteneciente al reino de Nemrod, salió Asar, que edificó a Nínive y otras ciudades, esto sucedió mucho después, lo cual narra de paso la Escritura con esta ocasión, por la nobleza del reino de los asirios, que maravillosamente dilató y acrecentó Nino, hijo de Belo, fundador de la gran ciudad de Nínive, de quien ésta tomó su nombre, de modo que Nino se llamó Nínive. Asur, de quien tomaron el nombre los asirios, no fue uno de los hijos de Cam, hijo segundo de Noé, sino uno de los hijos de Sem, que fue el hijo mayor de Noé. De aquí resulta que de la estirpe de Sem descendían los que después poseyeron el reino de aquel gigante, y o allí fundaron otras ciudades, y la primera de ellas, Nino, se llamó Nínive. Desde aquí vuelve al otro hijo. De Cam, que se llamaba Mesraín, y dice los que engendró, no como quien refiere cada persona de por sí, sino siete naciones, y de la sexta, como un sexto hijo, refiere que salió la nación que se llama de Philistim, por donde vienen a ser ocho. Desde aquí vuelve nuevamente a Canaam, en cuya persona maldijo Noé a su padre Cam, y nombra once que engendró. Después, habiendo referido algunas ciudades, dice a qué fin y término llegaron. Y así, incluyendo en la cuenta hijos y nietos, refiere treinta y uno que nacieron de la estirpe de Cam. Resta ahora referir los hijos de Sem, el mayor de los hijos de Noé, porque a él llega de grado, en grado la relación de estas generaciones, que comenzó por el menor. Pero donde principia a relacionar los hijos de Sem está bastante oscuro, por lo que es indispensable declararlo, le importa mucho para el objeto que nos proponemos, porque dice así: «Y también al mismo Sem, que fue padre de todos sus hijos y hermano mayor de Japhet, le nació Heber». El orden y construcción de las palabras latinas es éste; y, al mismo Sem también le nació Heber, el cual Sem es él, padre de todos sus hijos. Así que quiso dar a entender que Sem era patriarca de, todos los que ha de referir que descendieron de su linaje, ya sean hijos, nietos o bisnietos, y los que de ellos en adelante nacieron, pues no hemos de entender que a este Heber le engendró Sem, sino que es el quinto en la lista y catálogo de sus descendientes, porque Sem, entre otros hijos, tuvo a Arphaxat, Arphaxat a Cainan, Cainan a Sala y Sala a Heber. No en vano, pues, le nombra el primero en la generación que desciende de Sem, y le antepuso también a los hijos, siendo él el quinto nieto, sino porque es verdad lo que se dice que de él se llamaron así los hebreos, aunque podría haber también otra opinión, que de Abraham parezca que se llaman así como hebraheos pero, efectivamente, lo cierto es que de Heber se llamaron hebreos, y después, quitando una letra, hebreos, cuya lengua hebrea pudo poseer solamente el pueblo de Israel, en quien la Ciudad de Dios anduvo peregrinando en los Santos, y en todos fue misteriosamente figurada. Por este motivo se nombran primeramente seis hijos, de Sem; y después, de uno de ellos nacieron cuatro nietos suyos, y asimismo otro hijo suyo engendró otro nieto, de quien asimismo nació otro bisnieto y después otro tataranieto, que es Heber; y Heber engendró dos hijos, el uno llamado Phalec significa el que divide. Después, prosiguiendo la Escritura, dando la razón de este nombre, dice: «Porque en su tiempo se dividió la tierra», y lo que quiere decir esta expresión, después se verá. Otro que nació de Heber engendró doce hijos, con los cuales vienen a ser todos los descendientes de Sem veinte y siete. Así que todos los sucesores de los tres hijos de Noé, es a saber, quince de Japhet, treinta y uno de Cam y veinte y siete de Sem, vienen a sumar setenta y tres. Después prosigue el sagrado texto diciendo: «Estos son los hijos de Sem, según sus familias y lenguas en sus respectivas tierras y naciones.» Y asimismo de todos dice: «Estas son las tribus o familias de los hijos de Noé según los pueblos y naciones; estos fueron los que dividieron las gentes en la tierra después del Diluvio.» De donde se colige que entonces hubo setenta y tres, o por mejor decir (como después lo manifestaremos), setenta y dos, no hombres, sino naciones, porque habiendo referido antes los hijos de Japhet, concluyó así: «De éstos nacieron los que dividieron y poblaron las islas de las gentes en la tierra, cada uno según su lengua, familia o nación.» Y en los hijos de Cam, en otro lugar refiere con más claridad las naciones, cómo lo indiqué arriba: Mesraín engendró a los que se dicen Ludiim», y a este modo los demás, hasta siete naciones; y habiéndolas contado todas, concluyendo su relación, dice: «Estos son los hijos de Cam en sus familias, según sus lenguas, en sus regiones y naciones.» Por esta causa dejo de referir muchos hijos de otros, porque conforme nacían se iban mezclando con otras gentes, y ellos no bastaron a constituir por sí solos una nación. ¿Pues qué otro motivo hay a que, habiendo contado ocho hijos de Japhet, refiera que de los dos solamente nacieron hilos, y nombrando cuatro hijos de Cam, refiere únicamente los que nacieron de los tres; y nombrando seis hijos de Sem, pone solamente la descendencia de los dos? ¿Acaso los demás no tuvieron hijos? De ningún modo debe creerse tal cosa, sino que como no hicieron nación o gente distinta no merecieron que hiciera mención de ellos, porque conforme nacían se iban enlazando y mezclando con otras naciones. CÁPITULO IV De la diversidad de lenguas y del principio de Babilonia Refiriendo el historiador que estas naciones vivían cada una con su lengua, con todo, retrocede a la época en que todos usaban un mismo idioma, luego principia a declarar lo que sucedió, por cuyo motivo nació la diversidad de las lenguas: «No se hablaba dice, en toda la tierra sino una lengua y sucedió que caminando desde la parte oriental hallaron un campo en tierra de Sennaar, y habitaron en él, y si dijeron unos a otros: hagamos adobes y los coceremos al fuego, y sirvióles el ladrillo de piedra y el betún de argamasa, y dijeron: venid, pues, y edifiquemos una ciudad y una torre, cuya cabeza llegue hasta el cielo, y sirva para, celebrar nuestro nombre antes que nos distribuyamos por todo el ámbito de la tierra Bajó el Señor a ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres, y dijo el Señor: ved aquí que el pueblo es uno, y no usan sino un idioma todos ellos, y han dado ya en este desatino, y no desistirán de lo comenzado hasta que salgan con su intento; venid, bajemos y confundamos su lengua, de forma que no se entiendan unos a otros. Esparciólos, pues, Dios desde allí por toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad y la torre; la cual, por este motivo, se llamó Confusión, porque allí confundió Dios la lengua que se hablaba en toda la tierra, y desde allí los derramó Dios por toda ella.» Esta ciudad, que se llamó Confusión, es Babilonia, cuya admirable construcción celebran también los historiadores gentiles, porque Babilonia quiere decir confusión. Y se infiere que el gigante Nemrod fue el que la fundó, por lo que arriba insinuó de paso, donde, hablando de él sagrado texto, dice: «El principio de su reino fue Babilonia», esto es, que fuese reino y cabeza de las demás ciudades, donde, como Metrópoli, estuviese la corte del rey. Aunque no llegó a ser tan grande majestuosa como lo había trazado la arrogancia y soberbia de los impíos, porque pretendieron una elevación excesiva, a la cual llama la Escritura hasta el cielo, ya fuese ésta la de una sola torre, que principalmente entre otras fabricaban, o la de todas las torres, significan por el número singular, así como se dice soldado y se entienden mil soldados, y la rana y la langosta, pues así llama la Escritura a la multitud de ranas y langostas, en las plagas que Moisés hizo descender sobre los egipcios. ¿Y qué podía hacer la humana y vana presunción? Por más que levantara la altura de aquella fábrica hasta el cielo contra Dios, aunque sobrepujara todas las montañas y aunque traspasara la región de este aire nebuloso, ¿qué podía, en efecto dañar o impedir a Dios cualquiera alteza, por grande que fuera, espiritual o corporal? La humildad, si es la que abre el camino seguro y verdadero para el cielo, levantando el corazón a Dios, y no contra Dios, como la Escritura llamó a este gigante cazador contra el Señor, lo cual algunos, engañados por la palabra griega, que es ambigua, tradujeron, no contra el Señor, sino ante el Señor, porque enantion significa lo uno y lo otro, ante y contra; pues esta misma palabra se halla en el real profeta: «Lloremos ante el señor que nos crió», y la misma en el libro de Job donde dice: «Ha rebosado tu furia contra Dios»; así pues, se debe entender aquel gigante cazador contra Dios. ¿Y qué significa este nombre cazador sino un engañador, opresor y consumidor de los animales terrestres? Levantaba, pues, el y su pueblo la torre contra Dios, con que se nos significa la Impía y maligna soberbia, y con razón se castiga la mala intención, aun cuando no pudo. ¿Cuál fue el género del castigo? Como el dominio y señorío del que manda consiste en la lengua, en ella fue condenada la soberbia, para que no fuese entendido de los hombres cuando los ordenaba algo, porque él no quiso entender y obedecer el mandamiento de Dios. Así se deshizo aquella conspiración, dejando y desamparando cada uno aquel a quien no entendía, y juntándose sólo con aquel con quien podía a hablar; y por razón de las lenguas se dividieron las gentes y se esparcieron y derramaron por el mundo como a Dios le pareció conducente, quien lo y hizo así por modos ocultos, secretos a e incomprensibles para nosotros. CAPITULO V Cómo descendió el Señor a confundir la lengua de los que edificaban la torre. Y dice la Sagrada Escritura: «Descendió el Señor a ver la ciudad y torre que edificaban los hijos de los hombres», esto es, no los hijos de Dios, sino aquella sociedad y ,congregación que vivía según el hombre, la cual llamamos ciudad terrena. Dios no se mueve localmente, porque siempre en todas partes se halla todo; pero se dice que baja cuando practica alguna acción en la tierra que, siendo fuera del curso ordinario de la naturaleza, nos muestra en cierto modo su presencia. Ni por ver las cosas ocularmente aprende o se instruye temporalmente el que jamás puede ignorar nada, sino que se dice que: ve y conoce en el tiempo lo que hace que se vea y conozca. Así que no se veía aquella ciudad de la manera que hizo Dios que se viese cuando manifestó cuánto le desagradaba. Aunque también puede, entenderse que bajó Dios a aquella ciudad porque descendieron sus ángeles en quienes habita: de manera que lo que añade: «y dijo el Señor, ved aquí que todo el linaje humano es una nación, y no usan sino de una lengua todos ellos»; y lo que después prosigue diciendo: «Venid, pues, descendamos y confundamos allí su lengua»; o sea un modo de explicar lo que había dicho: que bajó el señor. Porque si había ya bajado, ¿qué quiere decir, «venid, pues, descendamos y confundamos allí su lengua» (lo cual se entiende que, lo dijo a los ángeles), sino que bajaba en éstos el que estaba en los ángeles que descendían? Y adviértase que no dice venid, bajemos y confundid, sino confundamos allí su lengua, manifestándonos que de tal manera obra por medio de sus ministros, que también ellos son cooperadores de Dios, como dice el Apóstol: «Somos cooperadores de Dios.» CAPITULO VI Cómo se ha de entender que habla Dios a los ángeles Pudiérase también entender de los ángeles aquella expresión cuando crió Dios al hombre en que dice: «Hagamos al hombre, porque no dijo, haré; más porque añade: «a nuestra imagen y semejanza», no es lícito creer que fue criado el hombre a imagen de los ángeles, o que es una misma imagen la de los ángeles y la de Dios, y por eso se entiende bien allí la pluralidad de la Trinidad. Con todo, porque esta Trinidad es un solo Dios, aun cuando dijo hagamos, dice: «e hizo Dios al hombre a su semejanza»; y no dijo hicieron los dioses. Pudiéramos también aquí entender la misma Trinidad, como si el Padre dijera al Hijo y al Espíritu Santo: «Venid, bajemos y, confundamos allí su lengua», si hubiera algún obstáculo que nos prohibiera poder referirlo a los ángeles, a los cuales cuadra el venir a Dios con movimientos santos, esto es, con pensamientos piadosos, con los que ellos consultan la inmutable verdad como ley eterna en aquella su corte soberana. Porque ellos mismos no son la verdad para sí, sino que participan de la verdad increada; a ella se acercan como a fuente de la vida, para que lo que tienen de sí mismos lo reciban de ella, y por eso es estable el movimiento con que se dice que vienen los que no se apartan de donde están. Ni tampoco habla Dios con los ángeles como nosotros hablamos unos con otros, o con Dios o con los ángeles, o los mismos ángeles con nosotros, o por medio de ellos Dios con nosotros; sino con un modo inefable suyo, aunque éste nos le declare a nuestro modo, porque la palabra soberana de Dios que precede a su obra es la razón inmutable de aquella su operación, cuya palabra no tiene sonido que haga estruendo o ruido, o que pase, sino una virtud que eternamente permanece y que obra temporalmente. Con ésta habla a los santos ángeles; pero a nosotros, que estamos lejos y como desterrados, nos habla de otra manera. Y cuando nosotros también venimos a sentir con el oído interior alguna especie semejante a este lenguaje, entonces nos acercamos a los ángeles. Así pues, no siempre he de dar razón en esta obra del lenguaje de Dios, porque la verdad inmutable o por sí misma inefablemente habla al espíritu de la criatura racional, o habla por alguna criatura mudable, o por vía de imágenes espirituales a nuestro espíritu, o por voces corporales al sentido, pues aquello que dice: «No desistirán de lo comenzado hasta que salgan con ellos», no lo dice afirmando, sino como preguntando; pues así suelen explicarse los que amenazan, como dijo Virgilio: «¿No se aprestarán las armas, no saldrá en su seguimiento toda la ciudad?» De esta manera debe entenderse, como si dijera: ¿acaso no desistirán de todo lo que han comenzado a hacer? Pero si lo decimos así, no se expresa y declara la persona que amenaza; y para los que son tardos de ingenio, añadimos la palabra «acaso» diciendo, «acaso no», porque no podemos escribir la voz como la pronuncia el que habla. De aquellos tres hombres, hijos de Noé, comenzó a haber en el mundo setenta y tres, o, como lo probará la razón, setenta y dos naciones y otro tantos idiomas; los cuales, creciendo y multiplicándose, llenaron y poblaron hasta las islas. Aunque se aumentó mucho más el número de las gentes que el de las lenguas, porque hasta es Africa conocemos muchas y diferente gentes bárbaras que hablan una misma lengua; y habiendo crecido los hombres y multiplicándose el linaje humano, ¿quién duda que pudieron pasar en navíos a poblar las islas? CAPITULO VII Si las islas, aun muy apartadas y desviadas de tierra firme, recibieron todo género de animales, de los que se salvaron en el Arca del Diluvio Pero se ofrece una duda, y es: ¿cómo de toda aquella especie de animales, que no son domésticos ni están sometidos a la educación y cuidado del hombre, ni nacen, como las ranas, de la tierra, sino que se propagan y multiplican por la unión del macho y la hembra, cuales son los lobos y otros de esta clase, cómo después del Diluvio, en el cual perecieron todos lo que no se hallaron en el Arca, pudieron poblar también las islas, si no se multiplicaran más que de aquellos cuya especie, macho y hembra, se conservó en el Arca? Bien podemos creer que pudieron pasar a las islas nadando, aunque solamente a las más próximas; pero ha algunas tan distantes y apartadas de tierra firme, que parece imposible que ninguna bestia pudiese llegar a ellas a nado; y si los hombres las pasaron en su compañía, y de esta manera hicieron que las hubiese donde ellos vivían, no es increíble que lo hicieran por deseo y afición a la caza, aunque no se debe negar que pudieron pasar por mandato o permiso divino por medio de los ángeles. Aunque si en las islas adonde no pudieron pasar nacieron de la tierra, según el origen primero, cuando dijo Dios: «Produzca la tierra animales vivientes», más claramente se advierte que, no tanto por conservar los animales como por causa del Sacramento y ministerio de la Iglesia, que había de ser compuesta de toda clase de naciones, hubo en el Arca todos los géneros de animales. CAPITULO VIII Si descienden de Adán, o de los hijos de Noé, cierta especie de hombres monstruosos que hay También se pregunta si debemos creer que cierto género de hombres monstruosos, como refieren las historias de los gentiles, descienden de los hijos de Noé, o de aquel único hombre de quien éstos procedieron también, como son algunos que aseguran tienen un solo ojo en medio de la frente, otros que tienen los pies vueltos hacia las pantorrillas; otros que no tienen boca, y que viven sólo con aliento que reciben por las narices; otros que no son mayores que un Codo, a quienes los griegos por el codo llaman pigmeos. Asimismo afirman que hay una nación en que no tienen más que una pierna, y que no doblan la rodilla, y son de admirable velocidad, a los cuales llaman sciopodas, porque, en el estilo, a la hora de siesta, se echan boca arriba y se cubren con la sombra del pie; otros que careciendo d pescuezo, tienen los ojos en los hombros, y todos los demás géneros de hombres o casi hombres que se hallan en la plaza marítima de Cartago dibujados en mosaico, como copiados de los libros más curiosos de las historias. Y aunque no es necesario creer que existen todas estas especies de hombres, que señalan, con todo, cualquier hombre nacido en cualquier paraje, esto es, que fuere animal racional mortal, por más extraordinaria que sea su forma, o color del cuerpo o movimiento, sonido o voz, cualquier virtud, cualquier parte o cualquiera calidad de naturaleza que tenga, no puede dudar todo el que fuese fiel cristiano que desciende y trae su origen de aquel primer hombre; sin embargo, se deja ver lo que la naturaleza ha producido en muchos, y lo que por ser tan raro nos causa admiración. La razón que se da de los monstruosos partos humanos que acaecen entre nosotros, esa misma puede darse de algunas gentes monstruosas. Porque Dios es el criador de todas las cosas; Él sabe dónde y cuándo conviene o convino criar algún ser, y sabe con qué conveniencia o diversidad de partes ha de componer la hermosura de este Universo; pero el que no puede alcanzarlo todo, oféndese en viendo una sola parte, como si fuese falsedad, por ignorar la correspondencia y conveniencia que tiene y a qué fin se refiere. Aquí vemos que nacen algunos hombres con más de cinco dedos en las manos y en los pies, y aunque ésta es una diferencia más ligera que aquélla, con todo, Dios nos libre que haya alguno tan idiota que piense que erró el Criador en el número de los dedos del hombre, aunque no sepa por qué lo hizo. Así, aunque acontezca haber mayor diversidad, el Señor sabe lo que hace, y sus obras ninguno con justa razón, puede reprender. En la ciudad de Hipona hay un hombre que tiene los pies en forma de luna, y en cada uno de ellos dos dedos, y de la misma manera las manos. Si hubiera algún pueblo dotado de esta imperfección, le numerarían entre las historias curiosas y admirables. Pregunto, pues: ¿negaremos por esto que desciende este hombre de aquel que crió Dios primeramente? No hace mucho, porque fue en nuestro tiempo; que hacia la parte oriental de nuestra Africa nació un hombre con los miembros superiores duplicados y los inferiores sencillos: pues tenía dos cabezas, dos pechos y cuatro manos, un vientre y dos pies, como un hombre solo, y vivió tantos años, que por la fama acudían muchos a verle. ¿Quién bastará a referir todos los partos humanos tan desemejantes y diferentes de aquellos hombres de quienes seguramente nacieron? Así como no puede negarse que descienden éstos de aquel hombre primero, así también cualesquiera gentes que cuentan se han descaminado en cierto modo con la diversidad de sus cuerpos del usado curso de la naturaleza, que los más o casi todos suelen tener, si es que les comprende la definición de animales racionales y mortales, debemos confesar que traen su origen y descendencia de aquel primer hombre, aunque sea verdad lo que nos refieren de la variedad de aquellas naciones y de la diversidad tan grande que tienen entre sí y con nosotros. Porque aun a los monos, micos y esfinges, si no supiéramos que no eran hombres; sino bestias, pudieran estos historiadores, llevados de la vanagloria de su curiosidad; venderlos sin pagar alcabala de su vanidad, como si fueran alguna nación de hombres. Pero si en verdad que son hombres éstos de quienes se escriben aquellas maravillas, ¿quién sabe si quiso Dios criar también algunas gentes así, para que cuando viésemos estos monstruos que nacen entre nosotros de los hombres, no imaginásemos que erró su sabiduría, que es de cuyas manos sale la fábrica de la naturaleza humana, como la obra de algún artífice menos perfecto? Así que no nos debe parecer absurdo que como en cada nación hay al no hombres monstruosos, así generalmente en todo el linaje humano haya algunas gentes y naciones monstruosas. Por lo cual, para concluir con tiento y cautamente esta cuestión: o lo que nos escriben de algunas naciones no es cierto, o si lo es, no son hombres, o si son hombres, sin duda que descienden de Adán. CAPITULO IX Si es creíble que la parte inferior de la tierra opuesta a la que nosotros habitamos tenga antípodas. Lo que como patrañas nos cuentan que también hay antípodas, esto es, que hay hombres de la otra parte de la tierra dónde el sol nace, cuando se pone respecto de nosotros, que pisan lo opuesto de nuestros pies, de ningún modo se puede creer, porque no lo afirman por haberlo aprendido por relación de alguna historia, sino que con la conjetura del discurso lo sospechan. Porque como la tierra está suspensa dentro de la convexidad del cielo, y un mismo lugar espera el mundo el ínfimo y el medio, por eso piensan que la otra parte de la tierra que está debajo de nosotros no puede dejar de estar poblada de hombres; y no reparan que aunque se crea o se demuestre con alguna razón que el mundo es de figura circular y redonda, con todo, no se sigue que también por aquella parte ha de estar desnuda la tierra de la congregación masa de las aguas; y aunque esté desnuda y descubierta, tampoco es necesario que esté poblada de hombres, puesto que de ningún modo hace mención de esto la Escritura, que da fe y acredita las cosas pasadas que nos han referido. Porque lo que ella nos dijo se cumple infaliblemente, y demasiado absurdo parece decir que pudieron navegar y llegar los hombres pasando el inmenso piélago del Océano de esta parte a aquella, para que también allá los descendientes de aquel primer hombre viniesen a multiplicar el linaje humano. Busquemos, pues, entre aquellos pueblos, que se dividieron en setenta y dos naciones y en otros tantos idiomas, la ciudad de Dios, que anda peregrinando en la tierra, la cual hemos continuado y traído hasta el Diluvio y el Arca, y hemos manifestado que duró y perseveró en los hijos de Noé por sus bendiciones, principalmente en el mayor, que se llamó Seth, porque la bendición de Japhet fue que viniese a habitar en las casas de su mismo hermano. CAPITULO X De la generación de Sem, en cuya descendencia la lista y orden de la Ciudad de Dios se endereza a Abraham. Deber nuestro es conservar en la memoria la sucesión de las generaciones que descienden del mismo Seth, para que nos vaya manifestando después del Diluvio la Ciudad de Dios, como nos la indicaba antes del Diluvio, la sucesión de las generaciones que descendía de aquel que se llamó Seth. Por esta razón la Sagrada Escritura, después de habernos mostrado que la ciudad terrena estaba en Babilonia, esto es, en la confusión, vuelve recapitulando al patriarca Sem, y empieza desde él las generaciones hasta Abraham, contando también el número de los años en que cada uno engendró el hijo que pertenece a esta sucesión y los que vivió, donde realmente hallamos lo que anteriormente prometí, acerca de por qué se dijo de los hijos de Heber: «El nombre sólo de Phalec, porque en sus días se dividió la tierra.» ¿Pues cómo hemos de entender que se dividió la tierra sino con la diversidad de lenguas? Omitimos los demás hijos de Sem que no pertenecen al asunto; sólo se insertan aquí en el catálogo y sucesión de las generaciones aquellos por cuyo medio podemos llegar a Abraham, como se ponían antes del Diluvio aquellos por los cuales podíamos llegar a Noé en las generaciones que descienden de aquel hijo de Adán, que se llamó Seth. Da principio de este modo el catálogo de las sucesiones: «Estas son las generaciones de Sem: Sem, hijo de Noé, era de cien años cuando engendró a Arphaxat, el segundo año después del Diluvio; y vivió Sem, después que procreó a Arphaxat, quinientos años, y engendró hijos e hijas, y murió. Y así prosigue lo demás, diciendo el año de su vida en que engendró cada uno al hijo que pertenece a la lista y sucesión de estas generaciones que llegan a Abraham, y cuántos años vivió después, advirtiendo que el tal procreó hijos e hijas, para que entendamos la causa por qué pudieron dilatarse tanto los pueblos, y alucinados con los pocos que numera, no nos aturdamos como los niños, imaginando cómo o por qué medio del linaje de Sem se pudieron llenar y poblar tan inmensos espacios de tierra, tan dilatados reinos, y especialmente el de los asirios, donde Nino, aquel domador de todos los pueblos orientales, reinó con suma prosperidad, dejando a sus descendientes un reino estable y amplio en extremo, que duró por mucho tiempo. Pero nosotros, por no detenernos más de lo que exige la necesidad, sólo pondremos en la serie de las generaciones no los años que cada uno vivió, sino el año de su vida en que engendró al hijo, para que podamos deducir el número de los años transcurridos desde el Diluvio hasta Abraham, y para que, además de las cosas en que nos es fuerza detenernos, toquemos las otras brevemente y de paso. Así que el segundo año después del Diluvio, Sem, siendo de cien años, engendró a Arphaxat, y Arphaxat, siendo de ciento treinta y cinco, procreó a Cainán, quien de ciento treinta tuvo a Sala; y este Sala tenía los mismos años cuando engendró a Heber; y Heber tenía ciento treinta y cuatro cuando procreó a Phalech, en cuyos días se dividió la tierra. El mismo Phalech vivió ciento y treinta años, y engendró a Raga; y éste ciento treinta y dos, y engendró a Seruch; y éste ciento treinta, y engendró a Nacor; y Nacor setenta y nueve, y procreó a Tharé; y Tharé setenta, y engendró a Abrán; a quien Dios después, mudándole el nombre le llamó Abraham. Suman, pues, los años desde el Diluvio hasta Abraham mil setenta y dos, según la edición Vulgata, esto es, de los Setenta Intérpretes, aunque en los libros hebreos dicen que se hallan muchos menos de los cuales o no dan razón alguna o la dan muy oscura y difícil. Cuando indagamos y buscarnos entre aquellas setenta y dos naciones la Ciudad de Dios, no podemos afirmar qué en aquel tiempo en que todos eran de un labio, esto es, cuando todos hablaban un mismo idioma, ya el linaje humano se había enajenado y apartado del culto y reverencia debida al verdadero Dios; de modo que la verdadera religión hubiese quedado solamente en estas generaciones que descienden del tronco de Sem por Arphaxat hasta llegar a Abraham; aunque desde la arrogante idea de edificar la torre hasta el Cielo, con que se nos significa la impía altivez y arrogancia, se nos descubrió y manifestó la ciudad terrena; esto es, la sociedad y congregación de los impíos. Así que, si no fue antes, o si estuvo escondida, o si permanecieron ambas, es a saber, la Ciudad de Dios, en los hijos de Noé que él bendijo, y en sus descendientes y la terrena en aquel que él maldijo y en sus descendientes, entre quienes también naciese aquel gigante cazador contra el Señor, no es fácil de averiguar. Porque acaso, lo que es más creíble, también entre los hijos de aquellos dos; aun antes que se comenzase a fundar Babilonia, hubo ya quien ofendiese y despreciase a Dios entre los hijos de Cam, quien le adorase y tributase culto; con todo, debemos creer que de los unos y de los otros nunca faltaron buenos y malos en la tierra; pues Como dice el real profeta: «Todos han declinado de su obligación, todos se han vuelto abominables, no hay uno solo que obre bien», en ambos salmos donde se hallan estas expresiones se leen también éstas: «¿Acaso no sentirán mi ira y mi omnipotencia todos los que obran maldades, y los que devoran a mi pueblo como si fuese pan?» Luego había entonces pueblo de Dios. Lo que dice «no hay ni uno solo que haga bien», se entiende de los hijos de los hombres, y no para los hijos de Dios; pues antes había dicho: «Miró Dios desde el Cielo sobre los hijos de los hombres para ver si había alguno que conociese a Dios y procurase guardar sus mandamientos.» Y después añade todo lo necesario para darnos a entender que todos los hijos de los hombres, esto es, los que pertenecen a la ciudad que vive según el hombre, y no según Dios, son los malos. CAPITULO XI Que la primera lengua que usaron los hombres fue la que después de Heber se llamó hebrea, en cuya familia perseveró cuando sobrevino la confusión de lenguas Así como cuando todos usaban un solo idioma no por eso faltaron hijos pestilenciales (porque también antes del Diluvio había una sola lengua), y, con todo, merecieron perecer todos ellos en el Diluvio, a excepción de una sola familia, la del justo Noé; así cuando Dios castigó las gentes por los méritos de su arrogante impiedad, con la diversidad de lenguas, las dividió y esparció por la tierra Y cuando la ciudad de los impíos adquirió el nombre de confusión, esto es, se llamó Babilonia, no faltó la casa de Heber, donde se conservó la lengua que todos usaban antes. Así pues, como referí arriba, comenzando la Escritura a contar los hijos de Sem, cada uno de los cuales procreó su nación, el primero que cuenta es Heber, siendo su tercer nieto, esto es, siendo el quinto que desciende de él. Porque en la familia de éste quedó esta lengua (habiéndose dividido las demás naciones en otras lenguas, cuyo idioma con razón se cree que fue común al principio al humano linaje), es por lo que en adelante se llamó hebrea; pues entonces fue necesario distinguirla con nombre propio de las demás lenguas, así como las demás se llamaron también con sus nombres propios; porque cuando sólo había una, no se llamaba sino lengua humana, o lenguaje, con el cual hablaba todo el linaje humano. Pero dirá alguno: ¿si en los días de Phalech, hijo de Heber, se dividió la tierra por las lenguas, esto es, por los hombres que entonces había en la tierra, de ellos debió tomar su nombre la lengua que era antes común a todos? Es de saber, sin embargo, que el mismo Heber puso por esto este nombre a su hijo, y le llamó Phalech, que quiere decir división, porque nació cuando se dividió la tierra por las lenguas; esto es en su mismo tiempo; de manera que su nombre equivalga a la frase «en sus días se dividió la tierra»; porque si no viviera Heber todavía cuando se multiplicaron las lenguas, no se designara con su nombre la lengua que pudo permanecer en su casa y familia. Por eso debe creerse que fue la primera común, pues en pena y castigo del pecado sucedió aquella multiplicación y mudanza de idiomas, y sin duda que no debió comprender este castigo al pueblo de Dios. Tampoco Abraham, que tuvo esta lengua, la pudo dejar a todos sus hijos, sino sólo a aquellos que, nacidos y propagados por Jacob, haciendo más insigne con su multiplicación el pueblo de Dios, llegaron a poseer las promesas de Dios y la estirpe y linaje de Cristo. Ni tampoco el mismo Heber dejó esta lengua a toda su descendencia, sino sólo a aquella cuyas generaciones llegan a Abraham. Por lo cual, aunque no conste con evidencia que hubo algún linaje de gente piadosa y temerosa de Dios cuando los impíos fabricaban y fundaban a Babilonia, no fue esta oscuridad para defraudar la intención, de los que la buscaban, sino para ejercitarla. Porque leyendo que al principio hubo un idioma común a todos, y que de todos los hijos de Sem se celebra Heber, aunque fue el quinto que nació después de él, y viendo que se llama hebrea la lengua que conservó la autoridad de los patriarcas y, profetas, no sólo en su lenguaje, sino también en las sagradas letras, sin duda que cuando se pregunta en la división de lenguas dónde pudo quedar la que antes era común a todos, pues es de creer que allí donde ella permaneció no alcanzó el castigo que sucedió con la mudanza de ellas, ¿qué otra cosa se nos ofrece sino que quedó en la familia y nación de éste, de quien tomó su nombre, y que esto no fue pequeño indicio de la santidad de esta gente, pues castigando Dios las demás con la confusión de lenguas, no alcanzó a ésta dicho castigo? Pero todavía cabe dudar cómo Heber y su hijo Phalech pudieron cada uno constituir y propagar su peculiar nación, si en ambos quedó una misma lengua. Efectivamente, una sola es la Nación hebrea, la que desciende desde Heber hasta Abraham y la que por él sucesivamente prosigue hasta que creció y se hizo fuerte y numeroso él pueblo de Israel. ¿Cómo pues, todos los hijos referidos de los tres hijos de Noé hicieron cada uno su nación, y Heber y Phalech no hicieron las suyas? Lo más probable en este particular es que el gigante Nemrod estableció igualmente su nación, aunque por causa de la excelencia de su reino y de su cuerpo le nombra separadamente; de forma que queda el número de las setenta y dos naciones y lenguas. Y habla la Escritura de Phalech, no porque propagase una nación (porque ésta es la misma nación hebrea y la misma su lengua) sino por el tiempo notable en que nació, porque entonces se dividió la tierra. Tampoco nos debe sorprender como pudo el gigante Nemrod llegar a la edad en que se fundó la ciudad de Babilonia y tuvo lugar la confusión de lenguas y con ella la división de las gentes; pues aunque Heber sea el sexto después de Noé y Nemrod el cuarto, pudieron concurrir en aquel tiempo; porque este suceso acaeció cuando gozaban de una vida longeva, siendo pocas las generaciones, o cuando nacían más tarde en tiempo que había más. Sin duda debemos entender ,que cuando se dividió la tierra no sólo habían ya nacido los demás nietos de Noé que se refieren por padres y cabezas de las naciones, sino que contaban tantos años y tenían tan numerosas familias que merecieron llamarse naciones. Y no debemos imaginar que nacieron por el orden que los señala la Escritura, porque siendo así, los doce hijos de Sectas, que era otro hijo de Heber, hermano de Phalech, ¿cómo pudieron formar naciones si entendemos que nació Jectan después de su hermano Phalech, por nombrarle el sagrado texto después de él, supuesto que al tiempo que nació Phalech se dividió la tierra? Por eso debemos entender que aunque le nombró primero, nació mucho después de su hermano Jectan, cuyos doce hijos tenían ya tan dilatadas familias que pudieron dividirse por sus propias lenguas. Así pudo nombrarle el primero, siendo en edad postrero, como refino primero entre los descendientes de los tres hijos de Noé los hijos de Japhet, que era el menor de ellos, y luego los hijos de Cam, que era el mediano, y a lo último los hijos de Sem, que era el primero y mayor de todos. Los nombres de estas naciones en algunas regiones permanecieron, de suerte que aun en la actualidad se advierte de dónde se derivaron; como de Asur los asirios, y de Heber los hebreos; y parte con el tiempo se han mudado, de modo que hombres doctísimos, escudriñando y, examinando las historias más antiguas, apenas han Podido descubrir el origen y descendencia que de éstos traen, no digo todas las naciones, sino ésta a la otra. Pues de lo que dicen que los egipcios descienden de un hijo de Cam, que se llamó Mesraín, no hay expresión que aluda, o corresponda con el nombre original; así como ni en los etíopes, que defienden que pertenecen a hijo de Cam, que se llamó Chús. Y si todo se considerare, hallaremos que son más los nombres que se han mudado que los que han permanecido. CAPITULO XII De la interrupción de tiempo que hace la Escritura en Abraham, desde quien prosigue el nuevo catálogo, continuando la santa sucesión Observemos ahora los progresos de la Ciudad de Dios desde aquella suspensión de tiempo que hace la Sagrada Escritura en el padre de Abraham, desde donde empezamos a tener más clara noticia de ella y donde hallamos más exactas Y evidentes las divinas promesas que ahora vemos se cumplen en Cristo, Según la noticia que tenemos de las sagradas letras, Abraham nació en la región de los caldeos, tierra que pertenecía al reino de los asirios. En aquella sazón, y ya entre los caldeos, como entre los demás pueblos, prevalecían impías supersticiones, de forma que sólo en la casa de Tharé, de quien nació Abraham, se conservaba el culto y adoración de un solo Dios verdadero, y, según es de creer, la lengua hebrea, aunque dicha casa, según se dice por relación de Jesús Nave, sirvió a los ídolos en Mesopotamia. Mezcláronse todos los demás de la estirpe de Heber paulatinamente con otras naciones o idiomas; por lo cual, así como por el Diluvio universal quedó únicamente intacta la casa de Noé, para la restauración del linaje humano, así en el diluvio de las supersticiones que hubo por el Universo quedó sola la casa de Tharé, en la que se conservó la planta y fundación de la Ciudad de Dios. Finalmente, así como la Escritura enumera las generaciones anteriores hasta Noé juntamente con el número de los años, y declara la causa del Diluvio, y antes que comenzase a tratar con Noé la fábrica del Arca, dice: «Estas son las generaciones de Noé», así también aquí, habiendo contado las generaciones que descienden de Sem, hijo de Noé, hasta Abraham, pone un notable párrafo, diciendo: «Estas son las generaciones de Tharé: Tharé engendró a Abraham, Nachor y Aram; Aram engendró a Lot, y murió Aram delante de su padre en la tierra que nació, en la provincia de los caldeos, y Abraham y Nachor tomaron en matrimonio sus respectivas mujeres: la de Abraham se llamaba Sara, y la de Nachor, Melcha, hija de Aram; este Aram fue padre de Melcha y de su hermana Jesca»; la cual Jesca se cree ser la misma Sara, mujer de Abraham. CAPITULO XIII Qué razón hay para que en la emigración de Tharé, cuando de Caldea pasó a Mesopotamia, no se haga mención de su hijo Nachor Después refiere la Escritura cómo Tharé con los suyos desamparó la tierra de los caldeos, vino a Mesopotamia, vivió en Charra, y no hace mención de un hijo suyo que se llamaba Nachor, como si le hubiera dejado y no le trajera consigo. Porque dice así: «Y tomó Tharé a su hijo Abraham, y a Lot, hijo de Aram, su nieto, y a su nuera Sara, mujer de Abraham; su hijo, y los sacó de la provincia de los caldeos, y los trajo a la tierra de Canaam, vino a Charra, y habitó allí. Donde iremos que no hace referencia de Nachor ni de su mujer Melcha. Sin embargo, hallamos después cuando envió Abraham a un criado suyo a buscar una mujer para su hijo Isaac, que dice la Escritura: «Tomó el criado diez camellos de los de su Señor, llevando consigo de todos los bienes y hacienda de su Señor, y vino a Mesopotamia, a la ciudad donde moraba Nachor.» Con este y otros testimonios de la Sagrada Historia se demuestra, que Nachor, hermano de Abraham, salió también de la provincia de los caldeos y fijó su asiento y habitación en Mesopotamia, donde había vivido Abraham con su padre. ¿Y por qué motivo no hizo mención de él la Escritura, cuando Tharé desde los caldeos pasó a vivir a Mesopotamia, donde no sólo hace mención de Abraham, su hijo, sino también de Sara su nuera, y de Lot su nieto, que los llevó consigo? ¿Sería acaso porque había dejado la piedad y religión de su padre y hermano, acomodándose a la superstición de los caldeos, y después, o porque se arrepintió, o porque fue perseguido y tenido por sospechoso, también se fue de allí? Porque en el libro intitulado Judith, preguntando Holofernes, enemigo de los israelitas, qué gente era aquella con quien tenía que pelear, Achior, capitán general de los amonitas, le respondió de esta manera: «Oiga mi Señor la relación que hará este su siervo sobre el particular, porque le diré la verdad acerca de este pueblo que habita aquí en estas montañas, y no hallará mentira alguna en lo que este su siervo le dirá. «Este pueblo desciende de los caldeos, y primero habitó en Mesopotamia, porque no quiso adorar los dioses de sus padres, los que adoraban en la tierra de los caldeos, sino que declinó del camino de sus padres, y adoró al Dios del cielo que ellos conocían; y así los echaron y desterraron de la presencia de sus dioses, y se vinieron huyendo a Mesopotamia, y vivieron allí mucho tiempo hasta que les dijo su Dios que saliesen de aquella su habitación, y se fuesen a tierra de Canaam, y viviesen allí»; y todo lo demás que cuenta allí el amonita Achior. De cuyo testimonio consta que la casa de Tharé padeció persecución de los caldeos por la verdadera religión con que ellos adoraban a un solo Dios verdadero. CAPITULO XIV De los años de Tharé, que acabó su vida en Charra Muerto Tharé en Mesopotamia, donde dicen que vivió doscientos y cinco años, principian ya a manifestarse las promesas que hizo Dios a Abraham, lo cual narra la Escritura de esta manera: «Y fueron todos los días de Tharé en Charra doscientos y cinco años y murió en Charra. Pero no hemos de entender que vivió allí todos estos años, sino que los días de su vida, que fueron doscientos y cinco años, los cumplió allí. De otra suerte no supiéramos los años que vivió Tharé, pues no se lee a cuántos años de su vida vino a Charra, y sería un absurdo pensar que en el catalogo de estas generaciones (donde con mucha exactitud se refieren los años que cada uno vivió) solamente no se hubiese hecho memoria de los años que éste vivió. El pasar en silencio los años de algunos que nombra la misma Escritura es porque no están en este catálogo, donde se va continuando la cuenta de los tiempos con la muerte de los padres y la sucesión de los hijos, y este orden y serie de sucesiones que principia en Adán hasta Noé y desde éste se extiende hasta Abraham no contiene uno solo sin enumerar los años respectivos de su vida. CAPITULO XV Del tiempo en que fue hecha a Abraham la promesa por la cual, conforme al divino mandato, salió de Charra Lo que después de la referida muerte de Tharé, padre de Abraham, dijo la Escritura: «Dijo Dios a Abraham: sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, etc»; no porque siga en este orden en el texto del libro debemos presumir que sucedió en el mismo. Si fuese así sería la cuestión insoluble, pues después de estas palabras, de Dios a Abraham, dice la Escritura: «Y salió Abraham como se lo ordenó el Señor, llevando en su compañía a Lot, y era Abraham de setenta y cinco años cuando salió de Charra.» ¿Cómo puede ser esto verdad si después de la muerte de su padre salió de Charra? Porque siendo Tharé de setenta años, como se nos dice arriba, procreó a Abraham, a cuyo número, añadiendo setenta y cinco años que cumplía Abraham cuando salió de Charra, hacen ciento cuarenta y cinco años: luego de ésta edad era Tharé cuando salió Abraham de aquella ciudad de Mesopotamia; porque andaba en los setenta y cinco de su edad; y por eso su padre, que le había engendrado a los setenta de la suya, tenía, como hemos dicho, ciento cuarenta y cinco años. No salió, pues, de allí después de la muerte de su padre, esto es, después de los doscientos y cinco años que vivió su padre, sino que el año en que partió del citado pueblo, que era el setenta y cinco de su edad, y su padre le engendró a los setenta, debió ser el año 145; y así debe entenderse que la Escritura a su modo retrocedió al tiempo que había ya pasado en aquella relación; así como antes contó los nietos de Noé que estaban repartidos por sus respectivas naciones y lenguas, y después, como si esto se siguiera según el orden de los tiempos, dice: «En toda la tierra no había sino una lengua y una voz en todos». ¿Cómo, pues, estaban ya distribuidos por sí naciones e idiomas si todos no usaban más de uno, sino porque recapitulando retrocedió a lo que ya había sucedido? Así también dice aquí la Sagrada Escritura: «Y fueron los días de Tharé en Charra doscientos y cinco años, y murió Tharé en Charra»; después, volviendo a lo que dejó por concluir para completar lo que había principiado de Tharé, prosigue: «Y dijo el Señor a Abraham: sal de tu tierra, etcétera.» Consiguientemente a estas expresiones de Dios, continúa:. «Salió Abraham, como se lo dijo el Señor, se fue con él Lot, y Abraham tenía setenta y cinco años cuando salió de Charra.» Sucedió, pues, esto cuando su padre andaba en los ciento cuarenta y cinco años de su edad, porque entonces fue el setenta y cinco de la suya. Resuélvese también esta duda de otra forma: que los setenta y cinco años de Abraham cuando salió de Charra se cuenten desde el tiempo en que le libertó Dios del fuego de los caldeos, y no desde el año en que nació; como si entendiéramos que nació entonces. San Esteban, en los Hechos apostólicos, refiriendo esto, dice: «El sumo Dios de la gloria apareció a nuestro padre Abraham estando en Mesopotamia antes que habitase en Charra, y le dijo: Sal de tu tierra y de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y ven a la tierra que yo te mostraré.» Conforme a estas palabras de San Esteban, no habló Dios a Abraham después de la muerte de su padre, el cual, sin duda, murió en Charra, donde vivió también en compañía de su hijo, sino antes que viviese en la misma ciudad, aunque estando ya en Mesopotamia. Luego ya había salido de los Caldeos. Lo que continúa diciendo San Esteban: «Entonces Abraham salió de la tierra de los caldeos y habitó en Charra, no manifiesta que lo hizo después que le habló Dios (porque no se salió de la tierra de los caldeos después de aquellas palabras de Dios, puesto que dice que le habló Dios en Mesopotamia), sino que aquel entonces pertenece todo aquel tiempo que transcurrió desde que salió de los caldeos y vivió en Charra, y asimismo lo que sigue: «Y de allí, después que murió su padre, le puso en esta tierra en que ahora habitáis vosotros y vuestros padres.» No dice: después, que murió su padre salió de Charra, sino de allí, después que murió su padre, le trasladó aquí. Por este motivo debe entenderse que habló Dios a Abraham estando en Mesopotamia antes que habitase, en Charra, y que llegó a Charra con su padre guardando consigo el precepto de Dios, y de allí salió a los setenta y cinco años de su edad y a los ciento y cuarenta y cinco de la de su padre. Y el fijar su asiento en la tierra de Canaam y no salir de Charra dice que sucedió después, de la muerte de su padre, porque ya era difunto cuando compró la heredad, cuyo poseedor y señor comenzó a ser en aquel país. Lo que le dijo Dios estando ya en Mesopotamia, esto es, habiendo ya salido de la tierra de los caldeos: «Sal de tu tierra y de entre tus parientes y de la casa de tu padre» quiere decir, no que sacase de allí el cuerpo, lo cual ya lo había practicado, sino que desarraigase de allí el alma; porque no habla salido de allí, con el corazón si tenía todavía esperanza y deseo de volver, cuya confianza y deseo se debía coartar y atajar mediante el mandato y favor de Dios y la obediencia de Abraham. Y realmente no es creíble que Abraham, después que vino Nachor en seguimiento de su padre; cumpliera el precepto de Dios; de forma que entonces partió de Charra con Sara, su mujer, y con Lot, hijo de su hermano. CAPITULO XVI Del orden y la calidad de las promesas que hizo Dios a Abraham Procedamos ya a reflexionar atentamente las promesas que hizo Dios a Abraham, porque en éstas se principiaron a manifestar más al descubierto los oráculos y promesas indefectibles de nuestro gran Dios, esto es, las del Dios verdadero, sobre el pueblo de los santos escogidos, que es el pueblo que vaticinó la autoridad profética. La primera de éstas dice: «Dijo Dios a Abraham: Sal de tu tierra y de entre tus parientes, y de la casa de tu padre, y ve a la tierra que te manifestaré; te constituiré padre de muchas gentes, te echaré mi bendición, engrandeceré tu nombre, serás bendito, daré mi bendición a los que te bendijeren y mi maldición a los que te maldijeren, y en ti serán benditas todas las tribus y familias de la tierra.» Debe advertirse que prometió Dios a Abraham dos cosas: la una, que su descendencia habla de poseer la tierra de Canaam, lo cual se significa donde dice: «Ve a la tierra que te manifestaré, y haré que crezcas y te propagues en muchas naciones; la otra, que es mucho más estable, se entiende, no de la descendencia carnal, sino espiritual, por la cual no es solamente padre de la nación israelita, sino de todas las gentes que siguen e imitan el ejemplo de su fe, lo cual le prometió por estas palabras: «Y en ti serán benditas todas las tribus o familias de la tierra;» Eusebio entiende que esta promesa se le hizo a Abraham a los setenta y cinco años de su edad, como que inmediatamente que Dios se la hizo salió Abraham de Charra, pues no puede contradecirse a la Escritura, que dice: «Abraham era de setenta y cinco años cuando salió de Charra. Es así, que esta promesa se hizo en este año, luego ya vivía Abraham con su padre en charra; porque no pudiera salir de allí si no habitase allí mismo. ¿Acaso contradice esto al testimonio de San Esteban, que dice «que el Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham cuando estaba en Mesopotamia, antes que habitase en Charra»? Pero ha de entenderse que en un mismo año sucedió todo esto, es a saber: la divina promesa, antes de vivir Abraham ea Charra; su morada en este pueblo, y su partida de él; no sólo porque Eusebio en sus crónicas demuestra que al cabo de cuatrocientos y treinta anos después de esta promesa fue la salida de Egipto del pueblo de Dios cuando se les dio la ley, sino también porque esto mismo lo expresa el apóstol San Pablo. CAPITULO XVII De los tres famosos reinos de los gentiles, uno de los cuales, que era el de los asirios, florecía ya en tiempo de Abraham En aquel tiempo florecían Ya tres monarquías de los gentiles, en las cuales la ciudad de los hijos de la tierra, esto es, la congregación de los hombres que viven según el hombre vivía, con pompa y grandeza; es a saber: el reino de los sicionios, el de los egipcios y el de los asirios, aunque el de éstos era mucho más rico y poderoso, porque el rey Nino, hijo de Belo, había sujetado y sojuzgado, a excepción de la India todas las naciones de Asia. Llamo Asia, no aquella parte que es una provincia del Asia mayor, sino toda la Asia, que algunos pusieron por una de las partes del mundo, y los más por la tercera, de modo que sean todas Asia, Europa y Africa, con la cual no dividieron y repartieron igualmente la tierra. Porque esta parte que llama Asia llega desde el Mediodía por el Oriente hasta el Septentrión; y Europa, desde el Septentrión hasta el Occidente; y consecutivamente, Africa, desde el Occidente hasta el Mediodía; de lo cual resulta que las dos tienen la mitad del orbe, Europa y Africa; y la otra mitad sola Asia. Pero a Europa y Africa hicieron dos partes, porque entre la una y la otra entra el Océano, que se engolfa en las sierras y forman este grande mar. Por lo que si dividiesen el orbe en dos partes, en Oriente y Occidente, el Asia tendría la una, y Europa y Africa, la otra. Uno de los tres reinos que entonces florecían es, a saber, el de los sicionios, no estaba sometido a los asirios, por hallarse en Europa; pero el de los egipcios, ¿cómo no había de estarles sujeto si tenían subyugada a su imperio toda la Asia, a excepción, según dicen, de la India? En Asia prevaleció imperio y dominio de la ciudad impía, cuya cabeza era Babilonia, nombre muy acomodado a esta ciudad terrena, porque Babilonia es lo mismo que confusión. En ella reinaba Nino después de la muerte de su padre Belo, que fue el primero que allí reinó sesenta y cinco años; y su hijo Nino, que, muerto el padre, sucedió en el reino, reinó cincuenta y dos años, y corría el año 43 de su reinado cuando nació. Abraham, que seria el año de 1200, poco más o menos, antes de la fundación de Roma, que fue como otra segunda Babilonia en el Occidente. CAPITULO XVIII Cómo habló segunda vez Dios a Abraham y le prometió que a su descendencia daría la tierra de Canaam. Habiendo salido Abraham de Charra a los setenta y cinco años de edad y ciento cuarenta y cinco de la de su padre, acompañado de Lot, hijo de su hermano, y de Sara, su mujer, partió para la tierra de Canaam y llegó hasta Sichem, donde nuevamente recibió el divino oráculo, el cual narra así la Escritura: «Apareciósele el Señor a Abraham, y le dijo: A tu descendencia daré ésta tierra»; no le promete aquí aquella sucesión por la que se hizo padre y progenitor de todas las naciones, sino sola aquella por la que es padre únicamente de la nación israelita; y esta descendencia fue la que poseyó la mencionada tierra de Canaam. CAPITULO XIX Cómo el Señor conservó indemne el honor de Sara en Egipto, habiendo dicho Abraham que no era su mujer, sino su hermana Habiendo edificado allí un altar e invocado al Señor, partió de allí Abraham y habitó hacia el desierto, de donde, obligado por el hambre, pasó a Egipto, donde dijo que su mujer era su hermana, sin incurrir en mentira, porque también lo era, por ser su parienta, así como Lot, con un mismo parentesco, siendo hijo de su hermano, se llamaba su hermano. Calló, pues, que era su mujer, y no lo negó, dejando en manos de Dios la defensa y conservación del honor de su esposa, y previniéndose como hombre contra las humanas asechanzas, porque si no se guardaba del riesgo todo lo que podía guardarse, fuera más tentar a Dios que esperar en su Divina Majestad; sobre lo cual dijimos lo bastante perorando contra las calumnias del maniqueo Fausto. Por último, sucedió lo que presumió Abraham del Señor, pues Faraón, rey de Egipto, que la había tomado por su esposa, siendo por ello gravemente afligido, la restituyó a su marido; en cuya acción por ningún pretexto debemos creer que la quitó su honor, siendo verosímil que esto no lo permitió Dios a Faraón, por las grandes aflicciones y males con que afligió su espíritu y su cuerpo. CAPITULO XX Cómo se apartaron Lot y Abraham, lo cual hicieron sin menoscabo de la caridad Habiendo vuelto Abraham de Egipto al lugar de donde partió, se separó de Lot, hijo de su hermano, en sana paz, amor y concordia, retirándose éste a la tierra de los sodomitas; pues como se hablan enriquecido, comenzaron a tener muchos pastores para la custodia y cuidado de sus ganados, y por las contiendas que éstos suscitaban mutua y continuamente, tomaron tío y sobrino tan saludable medio, con que excusaron la contenciosa discordia de sus familiares, pues estos débiles principios pudieran, según, la instabilidad de las cosas humanas, acrecentarse y originar entre ellos grandes pesares. Y así, Abraham, por evitarlos, dijo a Lot: «No haya diferencia: ni controversias entre mis pastores y los tuyos, ya que somos deudos y hermanos. ¿Acaso no tienes a tu voluntad y disposición toda la tierra? Separémonos; si tú fueres hacia la derecha, yo me dirigiré a la izquierda; y si tú a ésta, yo hacia aquélla; de cuyo ejemplo acaso se originó entre los hombres la costumbre pacífica que se observa siempre que han de partir alguna heredad, que el mayor divida y el menor elija. CAPITULO XXI De la tercera promesa que hizo Dios a Abraham, en la que promete a él y a su descendencia para siempre la tierra de Canaam Habiéndose apartado y viviendo cada uno de por sí, Abraham y Lot, obligados más por mantener en paz buena armonía su familia que por algún desliz o atentado capaz de suscita discordias, y morando Abraham en tierra de Canaam y Lot en Sodoma, tercera vez volvió Dios a hablar a Abraham, y le dijo: «Levanta los ojos mira desde el lugar donde estás a Norte y Mediodía, al Oriente y al mal que toda la tierra que ves te la he de dar a ti y a tu descendencia hasta e fin de los siglos para siempre, y hay que tu descendencia sea como las arenas de la tierra. Si es posible que alguno cuente las arenas de la tierra también podrá contar tu descendencia. Levántate, pues, y paséate por toda la tierra cuan larga y ancha es, y toma posesión de ella, porque a ti te la he de dar.» Tampoco en esta promesa se descubre claramente si se comprende en ella la promesa en que le hizo Dios padre y cabeza de todas las naciones; pues pudiera indicar esto donde dice: «Y haré que sea tu descendencia como las arenas de la tierra, lo cual se dio por un modo de hablar que los griegos llaman hipérbole, que es una manera de hablar metafórica y no propia, y a todos los que entienden la Escritura ninguna duda que suele usar de es modo de hablar, así como de los demás tropos y figuras. Este tropo, es decir, esta manera de hablar, se usa cuando lo que se dice es mucho más que lo que con aquella expresión se significa; porque ¿quién no advierte cuánto mayor es el número de las arenas que el número que puede haber de todos los hombres, desde mismo Adán hasta el fin del mundo ¿Cuánto mayor será que los descendientes de Abraham, no solo los que pertenecen a la nación israelita, sino también los que hay y ha de haber según la imitación de su fe, en todo el orbe de la tierra, en todas las naciones? La cual descendencia, en comparación de la multitud de los impíos verdaderamente es pequeña, aunque Estos pocos hagan también innumerable multitud, como significó la hipérbole de la arena de la tierra. Aunque, realmente, esta multitud que prometió Dios a Abraham no es innumerable para Dios, sino para los hombres, porque para Dios tampoco lo son las arenas de la tierra. Y pues no solamente la nación israelita, sino toda la descendencia de Abraham, donde está expresa la promesa de muchos hijos, no según la carne, sino según el espíritu, se compara más congruamente a la multitud de las arenas, podemos entender que promete Dios lo uno y lo otro. Mas por eso dijimos que no parece evidente, porque aun aquella sola nación que, según la carne, desciende de Abraham por su nieto Jacob, creció tanto, que casi llenó todas las partes del mundo, y muy bien puede ser comparada hiperbólicamente a la inmensidad de la arena, pues ésta sola es innumerable para el hombre. Por lo menos, ninguno duda que significó la tierra llamada Canaam. Pero lo que dice: «Te la daré a ti y a tu descendencia hasta el fin del siglo, pueden ponerlo en duda algunos, si hasta el fin del siglo lo entienden para siempre eternamente; mas si entendiesen, como fielmente sostenemos, que el principio del futuro siglo empieza al terminar el presente, nada les hará dificultad, porque aunque a los israelitas los hayan echado de Jerusalén, con todo, perseveran en otras ciudades de la tierra de Canaam y perseverarán hasta el fin, y habitando en toda aquella tierra los cristianos, también ellos son descendencia de Abraham. CAPITULO XXII Cómo Abraham venció a los enemigos de los sodomitas cuando libró a Lot, que era llevado preso, y cómo le bendijo el sacerdote Melquisedec Luego que Abraham recibió esta divina promesa, partió de allí y quedóse en otra población de la misma tierra, esto es, cerca del encinar de Mambré, que está en Chebrón. Habiendo después los enemigos acometido a los de Sodoma, trayendo cinco reyes guerra contra cuatro, y siendo vencidos los de Sodoma y llevando también preso entre ellos a Lot, le libró Abraham, habiendo sacado de su casa y llevado en su compañía para aquella empresa trescientos dieciocho hombres. Y saliendo victorioso recobró todo el ganado de los sodomitas y no quiso tomar cosa alguna de los despojos, ofreciéndolos el rey para quien había alcanzado la victoria; con todo, le bendijo entonces Melquisedec, que era sacerdote de Dios excelso, de quien en la epístola que se intitula A los hebreos (que la mayor parte de los escritores dicen ser del Apóstol San Pablo, aunque otros lo niegan), se escriben muchas y notables singularidades. En aquella población se nos descubrió y significó por primera vez el sacrificio que en la actualidad los cristianos ofrecen a Dios en todo el orbe habitado, y tiene realidad lo que mucho después de este suceso dice el real Profeta hablando de Jesucristo, que estaba aún por venir en carne: «Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec»; es a saber, no según el orden de Aarón, cuyo orden había de acabarse, descubriéndose los ocultos arcanos y misterios que se encubrían bajo aquellas formas significativas. CAPITULO XXIII Cómo habló Dios a Abraham y le prometió que había de multiplicarse su descendencia como la multitud de las estrellas, y por creerlo fue justificado aun estando todavía sin circuncidar Entonces habló Dios a Abraham en una visión, y como le ofreciese su protección y extraordinarias mercedes y Abraham estuviese deseoso de tener sucesión, dijo que Eliezer, criado de su casa, había de ser su heredero, y al momento, le prometió Dios heredero, no al criado de su casa, sino a otro que había, de nacer del mismo Abraham; y otra vez vuelve a prometerle innumerable descendencia, no ya como las arenas de la tierra, sino como las estrellas del cielo, en lo que me parece que le prometió la descendencia, heredera de la felicidad celestial; por lo que respecta a la multitud, ¿qué son las estrellas del cielo para con la arena de la tierra? A no ser que alguno diga que también esta comparación no significa otra cosa que sería innumerable como son las estrellas. Y, efectivamente es creíble que no pueden verse todas, dado que cuanto más es sutil la vista de uno, tantas más alcanza a ver, y así aun a los que ven con más perspicacia, con razón se sospecha que se les ocultan algunas, además de aquellas que en la otra parte del orbe, distante por un dilatado espacio de nosotros, dicen que nacen y se ponen. Finalmente, todos los que se glorían que han comprendido y escrito el número de todas las estrellas, como Arato, Eudoso y otros, todos éstos quedan en el concepto de ilusos y desacreditados con la irrefragable autoridad de las sagradas letras en el Génesis. Aquí es donde hallamos aquella sentencia; de la cual hace mención el Apóstol recomendándonos y encareciéndonos la divina gracia: «Que creyó Abraham a Dios y que se le reputó por justificación para que no se enaltezca la circuncisión y rehuse admitir a la fe de Cristo a las naciones incircuncisas; pues cuando esto acaeció y se reputó por justificación la fe de Abraham, aún no se había circuncidado. CAPITULO XXIV De la significación del sacrificio que mandó Dios le ofreciese Abraham, habiendo éste pedido al Señor que le explicase lo que creía Hablándole Dios en la misma aparición, también le dijo: «Yo soy el Dios que te saqué de la región de los caldeos para darte ésta tierra, de la cual seas el heredero»; pero preguntando Abraham cómo sabría que había de ser su heredero, le dije Dios: «Toma una vaca de tres años, una cabra de tres años y un carnero de tres años, una tórtola y una paloma»; tomó, pues, Abraham todas estas cosas, y las partió, dividió por medio y las colocó enfrente unas de otras, pero no dividió las aves y bajaron (como dice la Escritura) las aves sobre aquellos cuerpos divididos, y sentóse con ellas Abraham, y estando ya para ponerse el sol acometió a Abraham un gran pavor, le invadió un temor tenebroso, y oyó que le dijeron: Ten por cierto que tus descendientes han de peregrinar en tierra ajena, que los han de poner en servidumbre y los han de afligir cuatrocientos años; pero a la nación que ellos sirvieren, yo la juzgaré y castigaré. Después de esto volverán acá con mucha hacienda, pero tú irás con tus padres en paz, habiendo pasado buena vejez, y a la cuarta generación volarán acá, porque aún no se han cumplido hasta ahora los pecados de los amorreos. Habiéndose puesto ya el sol, se levantó una llama, y he aquí un horno humeando, y unas llamaradas que corrían entre aquellas partes divididas por medio. En aquel día dispuso Dios su testamento y pactó con Abraham, diciendo: Yo daré esta tierra a tus descendientes desde el río de Egipto hasta el gran río Eufrates, es a saber, los ceneos, ceneceos, cedmoneos, cetheos, pherezeos, raphain, los amorreos, cananeos, eteos, gerheseos y jebuseos. Todo esto sucedió en visión, y querer particularmente tratar de raíz de cada cosa sería muy largo y excedería la intención, y propósito de esta obra; bástenos saber que después que dijo la Escritura que creyó Abraham a Dios, y que se le “reputó por justificación, no se desdijo, ni faltó a esta fe, cuando dijo: «Señor, cuyo es el dominio, ¿cómo sabré que seré tu heredero?, porque le había prometido la posesión y herencia de aquella tierra. No dice cómo lo he de saber, como si todavía no lo creyese, sino cómo lo sabré, para que lo que había creído se lo manifestase con alguna semejanza con que pudiese conocer el cómo había de ser. Así como no es desconfianza lo que dijo la Virgen María: «¿De qué manera se hará esto, si yo no conozco varón?» Porque estaba cierta de que había de ser, preguntaba el modo cómo había de ser, y preguntado esto la dijo el ángel: «Vendrá sobre ti e Espíritu Santo, y te hará sombra la virtud del Altísimo. En efecto; aquí dio también Dios Abraham el modo y semejanza en la vaca, en la cabra, en el carnero y en las dos aves, tórtola y paloma, para que supiese que conforme a éstos había de ser lo que él no dudaba que había de ser. Ya, pues, por la vaca quisiese significar el pueblo puesto debajo de yugo de la ley; por la cabra, que mismo pueblo había de ser pecado y por el carnero, que el mismo pueblo también había de reinar (cuyos animales se, dicen de tres años porque siendo tres los períodos más insignes y notables de los tiempos, es a sabe, desde Adán hasta Noé, desde, Noé hasta Abraham y desde éste hasta David el primero que, reprobado Saúl, establecido por voluntad del Señor el reino de la nación israelita; en este tercer orden y catálogo que comprende desde Abraham hasta David, como quien anda en la tercera edad, llegó a su juventud aquel pueblo), ya signifiquen estas cosas algún otro misterio con más conveniencia, con todo de ningún modo dudo que lo que añadió de la tórtola y de la paloma fueron figuras y significaciones espirituales, y que por lo mismo dice la Escritura: «Que no dividió las aves», porque los carnales son los que se dividen entre sí, pero los espirituales de ninguna manera, ya se desvíen y retiren del trato y comercio de los hombres, como la tórtola, ya vivan entre ellos, como la paloma. Sin embargo, una y otra ave es simple y nada perjudicial, significándonos también que en el pueblo israelita, a quien había de darse aquella tierra, los hijos de promisión habían de ser individuos, o sin división, y que, heredando el reino, habían de permanecer en la eterna felicidad. Las aves que bajaban sobre los cuerpos que estaban divididos no significa cosa buena, sino los espíritus de este aire, que andan en busca de pasto suyo en la división de los carnales. Que se sentó con ellos Abraham significa que también entre las divisiones de los carnales han de perseverar hasta el fin del siglo los verdaderos fieles, y que al ponerse el sol invadió a Abraham un pavor y un temor tenebroso, y significa que al fin de este siglo ha de haber grande turbación y tribulación en los fieles, de la cual dice el Señor en el Evangelio «que habrá entonces una extraordinaria tribulación, cual no la hubo, desde el principio». Y lo que dice Abraham: «Ten por indudable que tus descendientes a han de peregrinar por tierra ajena, y que los han de poner en servidumbre, y los han de afligir cuatrocientos años», es clarísima profecía del pueblo de Israel, que había de venir a servir en Egipto, no porque había de permanecer cuatrocientos años en esta servidumbre, afligiéndolos los egipcios, sino que había de suceder esto en el año. Porque así como la escritura dice de Tharé, padre de Abraham: «Fueron los días de Tharé en Charra doscientos y cinco años», no porque allí vivió todo, sino porque allí los cumplió, así también bien aquí interpuso: servirán y los molestarán cuatrocientos años, porque este número se cumplió en aquella aflicción, y no porque todo se paso en ella. Y dice cuatrocientos, años por la plenitud del número, aunque sean algo más, ya se cuenten desde este tiempo en que Dios prometió a Abraham esta felicidades, ya desde que nació Isaac por la descendencia de Abraham, de quien se profetizan todos estos sucesos. Porque se cuentan, como dijimos arriba, desde el año 7 de Abraham cuando le hizo Dios la primera promesa, hasta la salida de Israel de Egipto, cuatrocientos treinta años, de los cuales hace mención el Apóstol de esto modo: «A esta promesa y pacto, que hizo y juró a Dios Abraham, que llamo yo testamento, no le puede derogar o hacer irrito e inválido la ley que se promulgó cuatrocientos treinta años después del pacto y testamento.» Así pues, estos cuatrocientos treinta años se podían llamar cuatrocientos, porque no son muchos más, cuanto más habiendo ya pasado algunos de este número cuando Abraham vio y oyó estas maravillas en visión, o cuando, teniendo ya cien anos, tuvo a su hijo Isaac, veinticinco años después de la primera promesa, quedando ya de estos cuatrocientos treinta cuatrocientos cinco, á los cuales quiso Dios llamar cuatrocientos. Lo demás que sigue de la profecía nadie dudará que pertenece al pueblo israelita, y lo que se añade: «Habiéndose puesto el sol; formóse una llama, y he aquí un horno humeando y unas llamas de fuego que corrieron en tres aquellas medias partes divididas, significa que al fin del siglo han de ser juzgados y castigados los carnales con fuego. Porque así como se nos significa que la aflicción de la Ciudad de Dios, bajo el poder del Anticristo, ha de ser la mayor que jamás ha habido; así como se nos significa, digo, esta aflicción con el tenebroso temor de Abraham cerca de ponerse el sol, esto es, acercándose ya el fin del siglo; así en la puesta del sol, esto es, en el mismo fin, se significa con este fuego el día del juicio, que divide los carnales que se han de salvar por el fuego y se han de condenar en fuego. Después el testamento y promesa que Dios hace a Abraham, propiamente manifiesta la tierra de Canaam y nombra en ella once naciones desde el día de Egipto hasta el grande río Eufrates; no desde el grande río de Egipto, esto es, desde el Nilo, sino desde el pequeño que divide á Egipto y Palestina, donde está la ciudad de Rhinocorura. CAPITULO XXV De Agar, esclava de Sara, la cual Sara quiso que fuese concubina de Abraham Desde aquí ya se siguen, los tiempos de los hijos de Abraham, el uno tenido de la sierva Agar, y el otro de Sara, libre, de quienes hablamos ya en el libro anterior; y respecto a lo que sucedió, no hay motivo para echar la culpa a Abraham por haber tomado esta concubina, porque se valió de ella para procrear hijos y no para saciar el apetito carnal, ni por agraviar a su esposa, sino por obedecerla, quien creyó que sería consuelo de su esterilidad si la fecundidad de su esclava la hiciese suya, y con aquel privilegio o derecho que dice el Apóstol «que el varón no es señor de su cuerpo, sino su mujer», se aprovechase la mujer del cuerpo de su marido para conseguir la descendencia que no podía por si misma. No hay en este acto deseo lascivo ni torpeza camal; la mujer entrega a su marido la esclava para tener hijos; por lo mismo la recibe el marido; ambos pretenden, no el deleite culpable, sino el fruto de la naturaleza; finalmente, cuando la esclava se ensoberbeció contra su señora porque era estéril, como la culpa de este desacato, con la sospecha y celos de mujer, la atribuyese Sara antes a su marido que a otra causa, también aquí mostró Abraham que no fue amador esclavo, sino procreador libre, y que en Agar guardó el honor y decoro a Sara, no satisfaciendo su propio apetito, sino cumpliendo la voluntad de su esposa; que la admitió, y no la pidió; pues la dijo: «Ves ahí a tu esclava, en tu poder está; haz de ella lo que te pareciere.» CAPITULO XXVI Dios promete a Abraham, siendo él anciano y Sara estéril un hijo de ella, y le hace padre y cabeza de las gentes, y la fe de la promesa la confirma y sella con el Sacramento de la Circuncisión Después nació Ismael de Agar, en el cual pudo sospechar Abraham que se cumplió lo que Dios le había prometido cuando, tratando de adoptar a uno de los criados de su casa, le dijo el Señor: «No será este criado tu heredero, sino uno que saldrá de ti será tu heredero.» Para que no imaginase que esta promesa se había cumplido en el hijo que había tenido de su esclava, siendo ya de noventa y nueve años, se le apareció el Señor, y le dijo: «Yo soy Dios, procura ser agradable en mi acatamiento, vivir irreprensible y pondré mi testamento y pacto entre yo y tú, y te multiplicaré extraordinariamente. Postróse Abraham con el rostro en tierra y le habló el Señor diciendo: «Ven aquí, que yo hago mi pacto contigo, y serás padre y cabeza de muchas gentes, y no será más tu nombre Abrán, sino que te llamarás Abraham, porque te he constituido padre de muchas naciones y te multiplicaré grandemente. Te haré jefe y cabeza de las naciones, y procederán de ti reyes; haré mi pacto entre yo y tú, y entre tu descendencia después de ti por sus generaciones con pacto eterno. Seré tu Dios, y de tus descendientes después de ti, y te daré a ti y a tus sucesores esta tierra en que vives ahora peregrino, es a saber, toda la tierra de Canaam en posesión perpetua, y seré el Dios de ellos. Y dijo Dios a Abraham: Y tú guardarás mi pacto, y tu descendencia después de ti por sus generaciones. Este es el pacto que habéis de guardar entre yo y vosotros, y entre tu descendencia después de ti por sus generaciones; se circuncidará cualquiera varón que hubiese entre vosotros, y os circuncidaréis en la carne de vuestro prepucio, y servirá en señal del pacto fue hay entre yo y vosotros. Todo infante que tuviese en vuestras generaciones ocho días, circuncídese, ya sea nacido en casa, o esclavo comprado de cualquiera extraño, aunque no sea de tu sangre, se circuncidará, y estará la señal de mi pacto en vuestra carne en convención perpetua. Y el infante que no estuviere circuncidado en la carne de su prepucio al octavo día será excluido de su pueblo, porque no guardó mi pacto. Y dijo Dios a Abraham: Sarai, tu mujer, no se ha de llamar de aquí adelante Sarai, sino Sara. Yo la daré mi bendición, y tendrás de ella un hijo, y será cabeza de muchas naciones, y descenderán de él reyes, caudillos y jefes de naciones. Postróse Abraham con el rostro en tierra, rióse, y dijo en su corazón: jQue siendo yo de cien años he de tener un hijo, y siendo Sara de noventa ha de dar a luz! y dijo Abraham a Dios: Viva, Señor, este Ismael, de manera que sea agradable en tu acatamiento; y dijo Dios a Abraham: Bien está, ved aquí que Sara, tu mujer, te dará un hijo y le llamarás Isaac; yo confirmare mi pacto con él; será pacto eterno, seré su Dios, y de su descendencia después de él; y por lo tocante a Ismael, he oído tu petición, he aquí que yo lo he echado mi bendición y le he de multiplicar grandemente; engendrará y producirá doce naciones, y te haré cabeza de una grande nación; pero mi pacto le he de confirmar con Isaac, que es el que ha de nacer de Sara dentro de un año.» Aquí están más claras las promesas de la vocación de los gentiles en Isaac, esto es, en el hijo de promisión, en que se nos significa la gracia y no la naturaleza; porque promete Dios un hijo de un anciano y de una vieja estéril, pues aunque el curso natural de la generación sea también obra de Dios, donde se ve más palpable la operación de Dios, estando la naturaleza viciada e inerte, allí con más claridad se echa de ver la gracia. Y porque esto había de venir a ser, no por generación, sino por regeneración, por eso lo manda Dios, e impone la circuncisión, cuando le promete el hijo de Sara. Y al mandar que todos se circunciden, no sólo los hijos, sino también los esclavos nacidos en casa y comprados, manifiesta que a todos se extiende esta gracia; porque ¿qué otra cosa significa la circuncisión que una renovación de la naturaleza ya desechada con la senectud? Y el octavo día, ¿qué otra cosa nos significa que a Cristo, quien al fin de la semana, esto es, después del sábado, resucitó? Múdanse también los nombres de los padres, todo suena novedad, y en el Viejo Testamento se entiende que está figurado el Nuevo; porque ¿qué es el Testamento Viejo sino una cubierta y sombra misteriosa del Nuevo? Y ¿qué otra cosa es el que se dice Nuevo sino una manifestación y descubrimiento del Viejo? La risa de Abraham es una alegría del que se muestra agradecido, y no irrisión o burla de quien se manifiesta desconfiado. Asimismo las palabras que dijo en su corazón: «¡Que de cien años he de tener hijo, y que de noventa ha de dar a luz Sara!» no son de quien duda, sino de quien se admira. Y si alguno dudase de lo que dice: «Y te daré a ti y a tus descendientes esta tierra en que vives ahora», es a saber, toda la tierra de Canaam en posesión perpetua, como se entiende que se cumplió, o se espera que se cumplirá, puesto que ninguna posesión terrena puede ser eterna, entienda y sepa que perpetuo o eterno interpretan los nuestros lo que los griegos llaman «aionión», que se deriva de siglo, porque «aión» en griego quiere decir siglo. Los latinos no se han atrevido a llamar a esto secular, por no darlo otro sentido completamente distinto; porque muchas cosas se llaman seculares que se hacen en este siglo, y pasan en bien breve tiempo; pero lo que llaman «aionión», o no tiene fin, o llega hasta el fin de este siglo. CAPITULO XXVII El alma del niño que no se circuncida al octavo día, perece; pues quebrantó el pacto con Dios Asimismo puede ser dudosa la interpretación de lo que dice: «Si el infante que no se circuncidare en la carne de su prepucio perecerá su alma, de su pueblo, porque no guardó mi pacto y testamento», ya que en esto no tiene culpa el niño, cuya alma, dice, que ha de perecer, ni tampoco él quebrantó el testamento y pacto de Dios, sino sus padres, que no le quisieron circuncidar, a no ser que también los niños, no según la propiedad de su vida sino según el origen común del linaje humano, todos hayan quebrantado el testamento y pacto de Dios en aquel «en quien todos pecaron». Porque son muchos los que se llaman testamentos o pactos de Dios, además de aquellos dos grandes, el Viejo y el Nuevo, como puede observarlo cualquiera en la Sagrada Escritura. El primer testamento y pacto que se efectuó con el primer hombre sin duda fue aquél: «El día que comieseis del fruto del árbol vedado, moriréis»: y así se escribe en el Eclesiástico: «Que toda la carne se envejece y se consume como se gasta y deshace un vestido, porque está en vigor el testamento y pacto desde el principio del mundo, que mueran los que quebrantaren los mandamientos de Dios.» Habiendo después promulgado Dios la ley con más claridad y diciendo el Apóstol «que donde no hay ley tampoco hay prevaricación», ¿cómo será cierto lo que dice el real Profeta «que a todos los pecadores de la tierra los tiene por prevaricadores», sino porque los que se hallan aprisionados en las cadenas de algún pecado, todos son reos y culpados de haber prevaricado y sido infractores de alguna ley? Por lo cual, aunque los niños, como enseña la verdadera fe, nacen no particularmente, sino originalmente pecadores, y por eso confesamos que tienen necesidad de que les dispensen la singular gracia de la remisión de los pecados, sin duda que del mismo modo que son pecadores son también infractores de la ley promulgada en el Paraíso; de forma que es verdad lo uno y lo otro que expresa la Escritura: «A todos los pecadores de la tierra tuve por prevaricadores, y donde no hay ley tampoco hay prevaricación.» Y cuando la circuncisión fue signo de la regeneración, no sin causa la generación perderá al niño por causa del pecado original con que se violó el primer testamento y pacto de Dios, si la regeneración no le libra de la pena. Deben, pues, entenderse estos testimonios de las sagradas letras así: «El alma del que no fuere reengendrado perecerá de entre su pueblo porque infringió mi testamento y pacto», supuesto que con todos pecó él en Adán. Porque si dijera: «porque quebrantó este mi pacto», nos obligaría a entenderlo de esta circuncisión; pero como no declaró qué pacto violó el niño, nos queda libertad para entender que lo dijo por aquel pacto cuya infracción puede comprender al niño. Y si alguno opinare qué no se dijo sino por esta circuncisión, porque en ella el niño quebrantó el pacto dé Dios, no circuncidándose, bosque algún particular modo de hablar con que, sin absurdo, pueda entenderse que por eso se quebrantó el testamento y pacto. Pues aun cuando él no te violó, se quebrantó en él; y aun de este modo es de advertir que el alma del niño incircunciso no perece justamente por alguna negligencia o descuido propio que haya habido en él, sino por la obligación del pecado original. CAPITULO XXVIII Del cambio de los nombres de Abraham y de Sara, y cómo no pudiendo engendrar por la esterilidad de Sara y la mucha edad. de ambos, alcanzaron el beneficio de la fecundidad Hecha esta promesa tan grande y tan clara a Abraham, cuando dijo Dios expresamente: «Te he hecho padre y cabeza de muchas gentes, y te multiplicaré grandemente; haré que salgan dé ti muchas naciones y muchos reyes, cuya promesa vemos ahora que se cumple en Cristo.» De allí adelante, a aquellos casados, marido y mujer, no los llama la Escritura como se llamaban antes, Abrán y Sarai, sino como nosotros los hemos llamado desde el principio, y así los llaman todos Abraham y Sara. De haber mudado el nombre a Abraham se le da la razón, porque dice: «Haré que seas padre de muchas gentes.» Esto hemos de entender que significa Abraham, pero Abrán, como antes se llamaba, quiere decir padre excelso. No se pone la razón del cambio del nombre de Sara, aunque, según dicen los que escribieron las interpretaciones de los nombres de la Sagrada Escritura, Sarai quiere decir princesa mía, y Sara, virtud; y así se dice en la carta de San Pablo a los hebreos: «Sara, por la fe, recibió virtud para concebir.» Ambos eran ancianos, como dice la Escritura, y ella estéril. Esta es la maravilla que encarece el Apóstol, y por eso dice que estaba ya muerto el cuerpo de Abraham. CAPITULO XXIX De los tres hombres o ángeles en quienes se cuenta que se apareció el Señor a Abraham unto al encinar de Mambré Asimismo se apareció Dios a Abraham junto al encinar de Mambré en figura de tres varones, quienes no hay duda que fueron ángeles, aun que hay algunos que imaginan haber sido uno de ellos Nuestro Señor Jesucristo, de quien, dicen, que antes de vestirse de nuestra carne mortal era visible. Puede, ciertamente, Dios, que tiene naturaleza invisible, incorpórea e inmutable, aparecer a los ojos mortales sin cambio alguno suyo, no por sí mismo, sino en figura de alguna de sus criaturas. ¿Qué cosa hay que no esté sujeta y subordinada a este gran Dios? Pero si dicen que algunos de estos tres fue Cristo, porque, habiendo visto tres, habló en singular con el Señor pues dice la Escritura: «Y he aquí que tres varones se acercaron a él, y viéndolos, salió corriendo a recibirlos desde la puerta de su tabernáculo, e inclinándose hacia la tierra, dijo: Señor si he hallado gracia en tu acatamiento, etc.», ¿por qué no advierten, que dos de ellos habían ido a destruir a los sodomitas, estando todavía Abraham hablando con el otro, y llamándole Señor, e intercediendo para que no destruyese en Sodoma al justo juntamente con el pecador? A los otros dos los recibió Lot, y asimismo en el razonamiento que tuvo con ellos, siendo dos; los llamó en singular Señor. Porque habiéndoles dicho en plural: «Venid, Señor, y serviros de la casa de vuestro siervo», y lo demás que allí dice, sin embargo, leemos después: «Y tomaron los ángeles de la mano a Lot, a, su mujer y á sus dos hijos, porque el Señor le quería perdonar, y luego que sacaron de la ciudad, le dijeron: huye y libra tu vida; no vuelvas la cabeza ni mires atrás, y no pares en esta región; acógete al monte y ponte en salvo porque no perezcas. Y Lot les dijo: Suplícote, Señor, ya que tu siervo ha hallado misericordia en tu acatamiento…», con lo demás que se sigue. Después, a continuación de estas expresiones, le respondió el Señor asimismo en número singular estando en los dos ángeles, diciendo: «He oído tu petición y uso contigo de misericordia.» Es, pues, mucho más creíble que Abraham en los tres, y Lot en los dos, reconocieron al Señor con quien hablaban en persona singular, aun cuando imaginaban que eran hombres, porque no por otra causa los recibieron y hospedaron, sino para servirles como a mortales, y que tenían, necesidad del humano socorro. Con todo, había ciertamente alguna cualidad en ellos, por la cual eran tan excelentes y notables, aunque bajo apariencia de hombres, que los que los hospedaban no podían dudar que en ellos estaba el Señor, como suele estar en los profetas; y por eso, en repetidas ocasiones, les hablaban en plural, llamándoles señores, y algunas veces en singular, hablando con el Señor en ellos. Sin embargo, dice expresamente la Escritura que eran ángeles, no sólo en el libro del Génesis, donde se refiere esta historia, sino también San Pablo en su carta a los hebreos, donde, elogiando la hospitalidad, dice: «Que por este motivo algunos, ignorándolo, hospedaron a los ángeles.» Prometiéndole, pues, nuevamente a Abraham aquellos tres varones un hijo de Sara, dice la divina promesa de esta forma, hablando con Abraham «Nacerá de él una nación grande y dilatada, y serán benditas en él todas las gentes de la tierra.» Aquí también se le prometen aquellas dos cosas, brevísima y plenísimamente: la gente de Israel, según la carne, y todas las demás naciones, según la fe. CAPITULO XXX Cómo libró Dios a Lot de Sodoma, y asoló a los sodomitas con luego del cielo Después de esta promesa, habiendo Dios librado a Lot de Sodoma, bajó del cielo una lluvia de fuego, y convirtió en cenizas y pavesas toda la región de aquella abominable ciudad, donde eran tan comunes y lícitos los estupros, como otros crímenes que suelen permitir las leyes. Aunque el castigó de éstos fue una figura o representación del futuro juicio de Dios. ¿Qué quiere decir el prohibir a los que libertaban los ángeles volver la vista atrás sino que no hemos de volver con el ánimo y el corazón a la vida pasada que dejamos cuando nos reengendramos por la gracia, si queremos librarnos del ultimo juicio? La mujer de Lot, en el mismo lugar que miró hacia atrás, allí quedo convertida en estatua de sal, dejando a los fieles preservativo para que aprendan a guardarse de igual fracaso. A poco tiempo sucedió a Abraham en Gerara con Abimelech, rey de aquella ciudad, lo mismo que en Egipto, cuando Faraón le tomó a Sara su esposa. Se la volvió Abimelech sin haberla tocado de modo alguno; también increpando el rey a Abraham porque le había ocultado que era su esposa, diciéndole que era su hermana, contestó Abraham al cargo diciéndole, entre otras cosas: «Realmente es hermana mía por parte de padre, mas no de la de madre», porque por parte de su padre era hermana de Abraham, uniéndoles tan inmediato parentesco; y fue tan hermosa que aun en aquella edad pudo ser apreciada. CAPITULO XXXI Del nacimiento de Isaac, según la promesa de Dios Después de esto le nació a Abraham, según la promesa de Dios, un hijo de Sara, a quien llamó Isaac, que quiere decir risa, porque se rió el padre, admirándose de alegría, cuando se lo prometió Dios; y asimismo se rió su madre cuando en otra ocasión se lo ofrecieron aquellos tres mancebos, dudando de contento, aunque se lo zahirió y reprendió el ángel; porque aquella risa, aunque fue también de gozo, sin embargo, no fue, efecto de una fe y esperanza perpetua, por lo que después el mismo ángel la confirmé en la fe, de donde tomó su nombre el niño. Y que aquella risa no fue burlarse de él, o escarnio, sino celebrar su interior alegría y contento, lo manifestó Sara en que apenas nació Isaac le puso aquel nombre, porque dijo: «Me ha hecho reír el Señor, y cualquiera que lo oyere se reirá y alegrará conmigo.» A muy poco tiempo echan de la casa a la esclava con su hijo, cuya acción significa, según el Apóstol, los dos testamentos: el Viejo y el Nuevo, donde Sara nos representa la figura de la Jerusalén celestial, esto es, de la Ciudad de Dios. CAPITULO XXXII De la fe y obediencia de Abraham, con que fue probado, recibiendo orden de sacrificar a su hijo, y de la muerte de Sara Entre otras cosas, que sería larga digresión el relatar, tienta Dios a Abraham, pidiéndole que le ofrezca en sacrificio a su querido hijo Isaac, para que quedase probada su santa obediencia, y se manifestase a los ojos del mundo, no a los de Dios. No hemos de tener por malas todas las tentaciones, sino que debemos estimar y agradecer la que sirve de prueba. Por lo general, el corazón del hombre no puede tener de otra forma noticia de sí mismo, si no le dijera y declarara sus fuerzas, examinándole y preguntándole en cierto modo la tentación, no con palabras, sino con la misma experiencia; y si en tal caso reconoce la merced de Dios, entonces es santo, entonces se fortalece con la firmeza y fortaleza de la gracia, y no se deja hinchar con la vanidad de la arrogancia. Nunca, sin duda, creyó Abraham que gustaba Dios de víctimas humanas; pero instando el mandato del Señor, se debe obedecer y no replicar. Con todo, Abraham es digno de elogio, pues habiendo de sacrificar a su hijo, creyó que resucitaría, porque le había dicho Dios, al no querer cumplir la voluntad de su esposa Sara sobre desterrar de su casa a la esclava y a su hijo: «Por Isaac has de tener la descendencia», y, sin embargo, en el mismo lugar prosigue diciendo: «y al hijo de esta esclava le haré que sea padre y cabeza de una gran nación, porque es tu hijo.» ¿Cómo, pues, dice que por Isaac ha de tener la descendencia, llamando Dios también a Ismael su hijo y descendencia? Declarando el Apóstol qué quiere decir por Isaac has de tener tu descendencia, dice; «Que no los que son hijos de Abraham, según la carne, son los hijos de Dios, sino los que son hijos y herederos de la divina promesa, los cuales se reputan por descendientes y verdaderos hijos de Abraham», y por eso los hijos de promisión, para que sean descendientes de Abraham, deben proceder de Isaac, esto es, se congregan y unen a Cristo llamándolos la gracia. Teniendo, pues, esta promesa por infalible y cierta el piadoso y religioso padre, y observando que por este hijo, a quien Dios mandaba sacrificar, se había de cumplir necesariamente esta promesa, no dudó que podía volvérselo vivo después de haberle sacrificado quien se lo pudo dar, estando naturalmente inhabilitado para la procreación; y de este modo se entiende y expone expresamente en la Epístola de San Pablo a los hebreos: «Insigne -dice- fue la fe de Abraham, que, siendo tentado en Isaac, ofreció a su unigénito, en quien le había hecho Dios sus promesas, y por quien le había dicho: la descendencia que procederá de Isaac será la tuya, en quien he de cumplir mi promesa; creyendo que, aun de entre los muertos, podía resucitarle Dios.» Y por eso añadió: «Que ésta fue igualmente la causa por qué le tomó por figura y semejanza.» ¿Y de quién sino de Aquel de quien dice el mismo Apóstol: «Que no, perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por la redención de todos nosotros»? Por eso también Isaac llevó, como el Señor su cruz, la leña a cuestas, sobre la cual le habían de poner en el lugar del sacrificio. Finalmente, porque no convino que muriese Isaac, después que ordenó Dios a su padre que no le quitase la vida, ¿qué quiere significar aquel carnero que, habiéndole sacrificado, con la figura de su sangre se cumplió el sacrificio? Pues cuando le vio Abraham estaba asido y enzarzado con los cuernos en una mata: ¿a quién, pues, figuraba éste sino a Cristo nuestro Señor, que antes de ser sacrificado le coronaron los judíos con espinas? Pero dejemos eso y oigamos lo que nos dice el ángel: «Y echó Abraham mano al cuchillo para sacrificar a su hijo, y llamóle el ángel del Señor, y le dijo: Abraham; y éste respondió: Vedme aquí, Señor, ¿qué es lo que mandas? Y le dijo: No descargues tu mano sobre ese joven, ni le hagas daño, porque ahora he conocido que temes a tu Dios, pues por mi amor no has perdonado a tu querido hijo.» Ahora he conocido, quiere decir, ahora he hecho que conozcan lo que Dios no ignoraba. Después, habiendo sacrificado en lugar de su hijo Isaac al carnero, nombró Abraham, según dice la Escritura, a aquel lugar «el Señor ve», y, como dicen actualmente: «el monte en que el Señor apareció». Así como dijo: «Ahora he conocido», por decir: he hecho que conozcan, así también aquí «el Señor vio» debe entenderse el Señor apareció, esto es, hizo que le viesen: «Y llamó segunda vez el ángel del Señor a Abraham desde el cielo, diciendo: «Por mí mismo he jurado dice el Señor porque obedeciste mi mandato, y por mi amor no perdonaste a tu querido hijo, cierta e infaliblemente te echaré mi bendición y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas; y tu descendencia poseerá las ciudades de sus enemigos, y todas los naciones de la tierra serán benditas en tu descendencia porque obedeciste mi voz.» De este modo, después del sacrificio que fue figura de Cristo, confirmó Dios también, con juramento aquella promesa de la Vocación de los gentiles en la descendencia de Abraham, pues en muchas ocasiones lo había prometido pero jamás lo había jurado. ¿Y qué es el juramento de Dios verdadero, y que dice siempre erdad, sino una confirmación de la promesa y una especial reprensión de nuestra infidelidad e incredulidad? Después de esto murió Sara a los ciento veintisiete años de su edad, y a los ciento treinta y siete de su marido, porque la llevaba diez años, como dijo el mismo patriarca cuando Dios le ofreció un hijo de ella: «¡Que siendo ya de cien años he de tener un hijo, y siendo Sara de noventa ha de concebir!» Compró Abraham una heredad en que sepultó a su mujer, y entonces, según la relación de San Esteban, fijó su residencia en aquella tierra, porque comenzó a tener en ella posesiones heredadas por la muerte de su padre, quien, según conjeturas probables, falleció dos años antes. CAPÍTULO XXXIII De Rebeca, nieta de Nachor, con quien se casó, Isaac Después de esto, siendo Isaac ya de cuarenta anos, se casó con Rebeca, nieta de su tío Nachor, es a saber, a los ciento y cuarenta años de la edad de su padre, tres años después de muerta su madre. Y cuando para casarse con ella envió su padre a Mesopotamia un criado suyo, ¿qué otra cosa nos quiso significar cuando a este criado le dijo Abraham: «Llega tu mano a mi muslo y júrame por el Señor Dios del cielo y por el Señor: de la tierra que no tomarás ni recibirás por mujer para mi hijo Isaac a ninguna de las hijas de los Cananeos», sino que el Señor Dios del cielo y de la tierra había de venir hecho hombre, descendiendo de aquel tronco y de aquel muslo? ¿Acaso son pequeños estos indicios de la verdad profetizada que vemos cumplida en Jesucristo? CAPITULO XXXIV Qué significación tiene el que Abraham, después de la muerte, de Sara, se casó con Cethura ¿Y qué quiere significar que Abraham, después de la muerte de Sara, contrajo matrimonio con Cethura? Lo cual por ningún motivo debemos sospechar que fue efecto de incontinencia, especialmente en una edad avanzada cual era la suya, y en una santidad de fe y virtudes como eran las que ilustraban a este patriarca. ¿Acaso pretendía todavía tener hijos teniendo ya por el inefable testimonio de la divina promesa una multitud tan dilatada de hijos por la estirpe de Isaac, significados en las estrellas del cielo y en la arena de la tierra? Pero si Agar e Ismael, según la doctrina del Apóstol de las gentes, San Pablo, significaron propiamente a los hombres carnales del Antiguo Testamento, ¿por qué causa Cethura y sus hijos no han de significar y representar del mismo modo los carnales que imaginan pertenecer al Nuevo Testamento? A las dos las llama la Escritura mujeres y concubinas de Abraham; pero a Sara jamás la llamó concubina, sino solamente mujer, en atención a que aun cuando Sara concedió a su esposo para el efecto de la procreación a su esclava Agar, dice el sagrado texto: «Tomó Sara, mujer de Abraham, a Agar, esclava suya, natural de Egipto, a los diez años de vivir Abraham en la tierra de Canaam, y se la dio a Abraham, su esposo, por mujer», y de Cethura, que la tomó en matrimonio después del fallecimiento de Sara, dice así: «Volvió Abraham a casarse otra vez con una mujer llamada Cethura.» Ved aquí cómo ambas se llaman mujeres y ambas se halla que fueron concubinas, porque añade después la Escritura: «Que dio Abraham toda su hacienda raíz a Isaac su hijo; y a los hijos de- sus concubinas les repartió una porción de los bienes muebles, separándolos de su hijo Isaac aun viviendo él y enviándolos hacia la tierra oriental.» Así que los hijos de las concubinas tienen algunos bienes, pero no heredan el reino prometido; ni los herejes, ni los judíos carnales, porque a excepción de Isaac, no hay otro heredero: «ni los que descienden de Abraham, según la carne, son los hijos de Dios, sino los que son hijos y herederos de la divina promesa, esos mismos tiene Dios por descendientes y verdaderos hijos de Abraham, de quienes dice la Escritura: la descendencia que procederá de Isaac, esa será la tuya, en quien he de cumplir mi promesa.» En verdad no hallo razón para que Cethura, con quien casó después del fallecimiento de su mujer, se llame concubina, si no es por este misterio; pero el que no quisiere tomarlo bajo está significación, no por eso calumnie a Abraham. ¿Y quién podrá saber si Dios previó esto con su divina presciencia, contra las herejías que habían de suscitarse respecto de las segundas nupcias, para que en el padre y cabeza de muchas naciones, casándose segunda vez después de la muerte de su mujer, se nos manifestase con toda evidencia que no era pecado? Murió, pues, Abraham siendo de ciento setenta y cinco años», y dejó, según este cálculo, a su hijo Isaac en la edad de setenta y cinco años, supuesto que le tuvo en la de ciento. CAPITULO XXXV Que nos significó el Espíritu Santo en los gemelos estando aún encerrados en el vientre de su madre Vemos ya desde ahora cómo van discurriendo los tiempos de la Ciudad de Dios por los descendientes de Abraham, desde el primer año de la vida de Isaac hasta los sesenta en que tuvo hijos. Es digno de nuestra admiración que, suplicando este santo patriarca a Dios le concediese sucesión en su esposa, que era estéril, y condescendiendo el Señor a su petición, y, por consiguiente, habiendo concebido Rebeca, los gemelos luchaban entre sí estando aún encerrados en el vientre de su madre, y teniendo ella un grande pesar por esta novedad, preguntó al Señor la causa de ello, quien le respondió: «Dos naciones traes en tu vientre y dos pueblos se dividirán en tus entrañas: el uno vencerá al otro y el mayor servirá al menor.» En cuyo vaticinio quiere el Apóstol San Pablo que se nos dé a entender un gran documento sobre la gracia, porque antes que naciesen ni, practicasen acción buena ni mala, sin tener méritos algunos recomendables, eligió Dios al menor, reprobando al mayor, siendo iguales en el pecado original y sin tener ninguno de ellos pecado propio. No nos permite ahora el orden y objeto de esta obra alargarnos ea este punto, especialmente habiendo raciocinado sobre él lo bastante en otros libros. Aquellas palabras, donde dice «el mayor servirá al menor», casi ninguno de nuestros santos doctores las han entendido de otra forma, sino que el mayor pueblo de los judíos había de servir al pueblo menor dé los cristianos. Y en realidad de verdad, aunque puede parecer que se cumplió esto en la nación de los idumeos, la cual descendía del mayor, que tuvo dos nombres (porque se llamaba Esaú y Edom, de donde se dijeron los idumeos), dado que después de algún tiempo había de ser vencida por el pueblo que descendía del menor, esto es, del pueblo de Israel, a quien había de estar sujeta; sin embargo, con más justa causa se cree que algún objeto de mayor entidad se enderezó esta profecía: que un pueblo vencerá al otro y el mayor servirá al menor. ¿Y qué es esto sino lo que vemos claramente que se verifica en los judíos y los cristianos? CAPITULO XXXVI De la profecía y bendición que recibió Isaac, del mismo modo que su padre, la cual fue por respeto a los méritos y caridad del mismo padre Recibió también Isaac una profecía como la había recibido en diferentes ocasiones su padre, de la cual dice así la Escritura: «Sobrevino en la tierra una hambre, además de la que sobrevino en tiempo de Abraham, y se trasladó Isaac a Gerara, donde gobernaba Abimelech, rey de los filisteos, y apareciéndosele el Señor, le dijo: No desciendas a Egipto, pero habita en la tierra que yo te señalare; vive en esta tierra; yo estaré contigo y te echaré mi bendición, porque a ti y a tus descendientes tengo de dar toda esta tierra y cumpliré el juramento que hice a tu padre Abraham; multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, les daré toda esta tierra y serán benditas en tu descendencia todas las naciones de la tierra, porque obedeció Abraham a mi voz, observó mis preceptos, mis mandatos, mis justificaciones y mis leyes.» Este patriarca tuvo otra mujer ni concubina alguna, sino que se contentó con la descendencia que tuvo en los dos gemelos que de un parto le dio a luz su esposa. También receló que la hermosura de ésta padeciese algún peligro viviendo entre extraños, e hizo lo que su padre, publicando que era su hermana y ocultando el que era su mujer, la que era asimismo parienta suya de parte de su padre y de su madre; pero, sin embargo, quedó intacta y libre de la liviandad de los extraños, sabido ya que era su mujer. No debemos, sin embargo, preferirle y anteponerle a su padre porque no conoció a otra que a su mujer propia; y, sin duda, los méritos de la fe, obediencia y sumisión de su padre, pues dice Dios que, por respeto a él, hace a Isaac los beneficios que le dispensa. «Serán benditas, dice, en tu descendencia todas las naciones de la tierra, porque obedeció Abraham a mi voz y guardó mis preceptos, mis mandatos, mis justificaciones y mis leyes.; y en otra profecía: «Yo, dice, soy Dios de Abraham, tu padre; no temas, porque yo estaré contigo; te he echado mi bendición y multiplicaré tu descendencia por respeto y afecto a tu padre Abraham.; para que entendamos lo primero cuán castamente hizo Abraham lo que los impuros y lascivos, que pretenden ‘justificar sus liviandades con la autoridad de las sagradas letras, creen que practicó por efecto de algún apetito torpe; lo segundo, para que también sepamos cómo hemos de comparar las personas entre sí, no por alguna cualidad o prenda singular que cada uno tenga particularmente, sino que en cada uno debemos considerarlo y ponderarlo todo; porque puede suceder que uno tenga en su vida y costumbres cierta gracia, en que se aventaje a otro y que ésta sea mucho más excelente que aquella en que el otro le excede. Y así, aunque con sano y cuerdo juicio, se prefiera la continencia al matrimonio, sin embargo, es mejor el hombre fiel casado que el infiel continente. Pues el infiel no sólo es menos dignó de elogio, sino muy reprensible. Supongamos a ambos fieles y buenos; aun así, seguramente es mejor el casado fiel y obediente a Dios que el continente de menos fe e incrédulo y menos obediente; pero si en las demás cualidades son iguales, ¿quién duda preferir el continente casado? CAPITULO XXXVII Lo que se figura místicamente en Esaú y Jacob Los dos hijos de Isaac, Esaú y Jacob, igualmente iban creciendo; pero la primogenitura del mayor se transfiere al menor por pacto y convención que hubo entre ellos; porque al mayor le acometió un desordenado apetito de comer lentejas, que el menor había condimentado para sí; y por ellas vendió a su hermano, con juramento, su derecho de primogenitura. En cuyo ejemplo se nos enseña y advierte cómo puede ser uno culpable en la comida, no por la diferencia del manjar, sino por la demasiada ansia y antojo de él. Llega a la vejez Isaac, y con ella pierde la vista; quiere bendecir a su hijo mayor, y en lugar de él, ignorándolo, bendice al menor; quien, porque su hermano mayor era velloso, acomodándose unas pieles de cabrito, como quien se carga y lleva pecados ajenos, se sometió y dejó tocar de las manos de su padre. Esta cautela de Jacob, para que no creyésemos que era fraudulenta y engañosa y no dejásemos de buscar en ella el misterio de un célebre arcano, nos la advirtió ya arriba la Escritura, diciendo: «Que Esaú era muy aficionado a. la caza y a estar en el campo, y Jacob, hombre sencillo, amigo de vivir en casa»; esto es, según el sentir de algunos doctores, sin fraude ni malicia. Pero aunque se diga sin engaño o sencillo, mejor dicho, sin ficción, que en griego se dice aplastos, ¿cuál es el engaño que cometió en tomar este hombre sin dolo la bendición? ¿Qué engaño hay en este hombre sencillo? ¿Qué ficción en éste, que no, miente, sino un profundo misterio de la misma verdad? Veamos cuál es la bendición: «¡Oh!, el olor de mi hijo, dice, es como el olor y fragancia que echa de sí un campo cultivado, a quien Dios hizo fértil y alegre; déte, pues, Dios el rocío del cielo. y de la fertilidad de la tierra abundancia de trigo y de vino; sírvante las gentes, adórente los príncipes, seas señor de tu hermano y adórente los hijos de tu padre, sea maldito el que te maldijere y bendito el que te bendijere.» La bendición de Jacob es la predicación de Jesucristo a todas las gentes. Esto es lo que se hizo, esto es lo que se realiza. La ley y la profecía están en Isaac; y también por boca de los judíos bendice ¡a ley a Jesucristo, aun, que ellos no lo saben, porque no saben ni entienden la ley. Llénase el mundo como un campo del olor y fragancia del nombre de Cristo, su bendición es del rocío del cielo, esto es, de la lluvia y riego de la palabra divina, y de la abundancia y fertilidad de la tierra, esto es, de la congregación de las gentes y naciones; suya es la riqueza del trigo y del vino, esto es, la muchedumbre que va juntando y recogiendo el trigo y el vino en el adorable Sacramento de su Santísimo Cuerpo y Sangre; él es a quien sirven, las gentes, a quien adoran los príncipes; él es el Señor de su hermano, porque su pueblo domina a los judíos; él es a quien veneran y tributan culto los hijos de su Padre, esto es, los hijos de Abraham según la fe, porque también él es hijo de Abraham según la carne; el que le maldijere es maldito, y quien le bendijere, bendito. Digo que a este nuestro Señor Jesucristo los mismos judíos, aunque equivocados, sin embargo, mientras cantan y blasonan la ley y los profetas le bendicen, esto es, verdaderamente le proclaman, imaginando que bendicen a otro, a quien por equivocación o engaño esperan. Ved aquí que volviendo el mayor por la bendición prometida, se pasma Isaac, y advirtiendo que había bendecido a uno por otro, se admira, y pregunta quién es aquel a quien bendijo; con todo, no se queja de haber sido engañado; al contrario, habiéndose revelado en su interior’ este misterio tan grande, excusa y ataja la indignación y enojo, y confirma la bendición: «¿Quién es, dice, el que fue a caza, me la trajo, me la introdujo aquí, y comí de todo antes que tú vinieses, y le bendije, y quedará bendito?» ¿Quién no aguardaría aquí una maldición de un hombre enojado si no se hiciera todo por inspiración divina, y no por traza humana? ¡Oh sucesos, pero sucesos encaminados con espíritu profético en la tierra, mas por orden del cielo; manejados por los hombres, pero guiados por el Divino Espíritu! Si quisiéramos examinar cada palabra de por sí, está todo tan lleno de misterios, que fuera necesario escribir muchos libros; pero habiendo de poner modo y tasa con moderación a esta obra, es fuerza que caminemos a otros asuntos. CAPITULO XXXVIII Cómo enviaron sus padres a Jacob a Mesopotamia para que se casase allí, y de la visión que vio soñando en el camino, y de sus cuatro mujeres, habiendo pedido no más de una Envían sus padres a Jacob a Mesopotamia para que allí contraiga matrimonio; las palabras que le dice el padre son éstas: «Mira, hijo, que no te cases con ninguna de las hijas de los cananeos; anda, y ve a Mesopotamia a casa de Batuel, tu abuelo, padre de tu madre, y allí tomarás por mujer a alguna de las hijas de Labán, tu tío, hermano de tu madre; y ruego a mi Dios que te eche su bendición, y te acreciente y multiplique, y seas cabeza y caudillo de las gentes, y te dé la bendición de tu padre Abraham a ti y a tu descendencia después de ti, para que heredes y poseas la tierra en que vives, la cual prometió Dios a Abraham.» Aquí ya vemos distinta y separada la descendencia de Jacob de la otra descendencia de Isaac, que principia en Esaú. Porque cuando dijo Dios: «En Isaac has de tener la descendencia que te he prometido», que es la que pertenece a la Ciudad de Dios, entonces hizo allí distinción y separación de la otra descendencia de Abraham, por el hijo de la esclava, y de la que había de ir después por los hijos de Cethura, pero todavía ‘estaba aquí en duda en los dos gemelos ,hijos de Isaac, si aquella bendición pertenecía a ambos o uno de ellos, y si al uno, a cuál lo que se declara y especifica aquí bendiciendo su padre proféticamente a Jacob y diciéndole que sea cabeza y caudillo de las gentes, y que le dé Dios la bendición de su padre Abraham. Caminando, pues, Jacob a Mesopotamia tuvo una revelación en sueños, la cual refiere así la Escritura: «Partiendo, pues, Jacob de Bersabé, que significa fuente o pozo del juramento, caminó para Charra, y llegando casualmente a cierto lugar, queriendo descansar después de ponerse el sol, tomó una de las piedras que había allí, y acomodándola debajo de su cabeza, durmió en aquel lugar, y soñó y vio una escalera fijada en la tierra, cuya punta se elevaba hasta tocar en el Cielo, que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella, que el Señor estaba apoyado sobre ella, y le dijo: Yo soy Dios de tu padre Abraham, y Dios de Isaac; no temas; la tierra en que duermes te la he de dar a ti y a tu descendencia, y será tu posteridad tan dilatada y numerosa como la arena de, la tierra, y se extenderá hacia el mar occidental, hacia el Oriente, al Septentrión y al Mediodía.; y en ti y en tu descendencia vendrán a ser benditas todas las tribus y familias de la tierra. Advierte que yo estaré contigo, te guardaré por cualquier parte que vayas, te volveré a está tierra, y no te desampararé hasta que cumpla todo lo que te he prometido. Y despertando Jacob de su sueño, dijo: El Señor está en este lugar, y yo lo ignoraba; y temeroso, añadió: Cuán terrible es este lugar; no hay aquí más que la casa de Dios y la puerta del Cielo. Levantóse Jacob y tomó el canto que había tenido por cabecera, levantóle, y le fijó como padrón para perpetua memoria de los siglos venideros; derramó aceite sobre él, y puso por nombre a aquel lugar Bethel, o casa de Dios.» Estas expresiones encierran, una profecía, y no debemos entender que, como idólatra, derramó aquí el aceite Jacob sobre la piedra, consagrándola como si fuese Dios, porque ni adoró a la piedra ni la ofreció sacrificio, sino que así como el nombre de Cristo se deriva de crisma, esto es, de la unción, sin duda figuró aquí algún misterio que pertenece a este grande Sacramento. Y esta escalera parece que es la que nos trae a la memoria el mismo Salvador en el Evangelio, donde, habiendo dicho de Nathanael: «Ved aquí al verdadero israelita en quien no hay fraude ni engaño, porque Israel, que es el mismo Jacob, es el que vio esta, visión, y añade: «Con toda verdad os digo que habéis de ver abrirse el Cielo, subir y bajar los ángeles de Dios sobre el hijo del hombre.» Caminó, pues, Jacob a Mesopotamia para casarse allí. Y refiere la Escritura cómo sucedió el llegar a tener cuatro mujeres, en quienes tuvo doce hijos y una hija, sin haber deseado ilícitamente a ninguna de ellas, porque vino con intención de casarse con una; pero como le supusieron una por otra, tampoco desechó aquélla, y siendo en tiempo que ninguna ley prohibía tener muchas mujeres, vino a recibir también por mujer a aquella a quien solamente había dado palabra y fe del futuro matrimonio, la cual, siendo estéril, dio a su marido una esclava suya para tener hijos de ella, e imitando esto, su hermana mayor, aunque ya había concebido y dado a luz, hizo otro tanto, porque deseaba tener muchos hijos. No se lee, pues, que pidiese Jacob sino una, ni conoció carnalmente a muchas, sino con el fin de procrear hijos, guardando su respectivo privilegio al matrimonio, de conformidad que aun esto no lo hubiese hecho si sus mujeres, que tenían legítima potestad sobre su marido, no se lo rogaran. Tuvo Jacob en sus cuatro, mujeres doce hijos y una hija; después entró en Egipto, porque su hijo José, habiendo sido vendido por sus envidiosos hermanos y conducido a Egipto, llegó a conseguir aquí grande elevación y dignidad. CAPITULO XXXIX Por qué razón Jacob se llamó también Israel Llamábase Jacob, como dije poco antes, por otro nombre Israel, de cuyo nombre se llamó más comúnmente el pueblo que descendió de él, el cual se lo puso el ángel cuando luchó con él en el camino, al tiempo de regresar de Mesopotamia, y aquel ángel fue ciertamente figura de Cristo; porque el haber prevalecido Jacob contra él, que fue, sin duda, queriéndolo él, por figurar el misterio, significa la, pasión de Cristo, donde, al parecer, prevalecieron contra él los judíos, y con todo, alcanzó la bendición del mismo ángel que había vencido. La imposición de este nombre fue, pues, su bendición, porque Israel quiere decir el que ve a Dios, lo cual vendrá a ser al fin el premio de todos los santos. Y el mismo ángel le tocó o hirió en lo más ancho del muslo, y de esta manera le dejó cojo; así que, un mismo Jacob era el bendito v el cojo: bendito, en los que del mismo pueblo creyeron en Cristo, y cojo, en los fieles que no creyeron; porque lo ancho del muslo es la multitud y multiplicación de su descendencia, y más son los que hay en dicha descendencia, de quienes proféticamente dice la Escritura «que cojean y yerran, separándose de sus caminos y sendas». CAPITULO XL Como dice la Escritura que Jacob entró en Egipto con setenta y cinco personas, si muchos de los que refiere nacieron después que él entró Refiere la Escritura que entraron en Egipto, en compañía de Jacob, setenta y cinco personas, inclusos él y sus hijos, en cuyo número se refieren solamente dos mujeres, la una hija, y la otra nieta. Pero considerado atentamente, no parece que hubo tanto número en la familia de Jacob el día o el año que entró en Egipto, porque en él se cuentan también los bisnietos de José, que no pudieron haber nacido entonces, porque en aquella ocasión tenía Jacob ciento treinta años, y su hijo José treinta y nueve, quien contando que se casó con la hija de Putifar a los treinta o más años, ¿cómo, pudo en nueve años tener bisnietos de los hijos que tuvo de aquella mujer? Así que, no teniendo hijos Efraín ni Manasés, hijos de José, pues cuando entró Jacob en Egipto los halló de menos de nueve años, ¿cómo cuentan, no sólo los hijos, sino también sus nietos en las setenta y cinco personas que entraron entonces en Egipto con Jacob? Porque ponen allí a Machir, hijo de Manasés, nieto de José, Y al hijo del mismo Machir, esto es, a Galaad, nieto de Manasés, bisnieto de José. Allí se halla también otro que procreó Efraín, el otro hijo de José es a saber, Utalaán, nieto de José; y allí estaba también Bareth, hijo de este Utalaán, es decir, nieto de ‘Efraín, bisnieto de José, los cuales por ninguna razón pudieron haber nacido cuando vino Jacob a Egipto y halló a sus nietos, los hijos de José, abuelos de estos niños, de menos de nueve años. Pero, realmente, la entrada de Jacob en Egipto, cuando refiere la Escritura que entró con setenta y cinco personas, no es un día o un año, sino todo el tiempo que vivió José, por quien sucedió que tuviesen entrada en aquella tierra, porque del mismo José habla así el sagrado texto: «Habitó José en Egipto, sus hermanos y toda la casa de su padre; vivió ciento diez años, y vio José los hijos de Efraín hasta la tercera generación. Este es un tercer nieto de Efraín, por que tercera generación llama al hijo nieto y bisnieto. Después prosigue diciendo: «Y los hijos de Machir, hijo de José, nacieron sobre las rodillas de José»; y éste es el mismo nieto de Manasés, bisnieto de José, aunque le nombra en plural, como acostumbra la Escritura, que a una hija de Jacob llama también hijas, así como en el idioma latino suelen decir liberi en plural a los hijos, aunque no haya más que uno. Así, pues, cuando se celebra la felicidad de José porque pudo ver sus bisnietos, de ningún modo debemos entender que habían nacido a los treinta y nueve años de su bisabuelo José, cuando vino a visitarle a Egipto su padre Jacob. Lo que engaña a los que miran esto con menos atención es lo que dice la Sagrada Escritura: «Estos son los nombres de los hijos de Israel que entraron en Egipto juntamente con Jacob, su padre»; y como se cuentan setenta y cinco personas, lo dice no porque fueran con Jacob todas ellas cuando él entró en Egipto, sino, como, ya insinué, porque tiempo de su entrada lo llama todo el que vivió José por quien parece que fue a aquella tierra. CAPITULO XLI De la bendición que, Job echó a su hijo Judas Si por causa del pueblo cristiano, donde la Ciudad de Dios anda peregrinando en la tierra, buscásemos la genealogía, según la carne, de nuestro Señor Jesucristo en los hijos de Abraham, dejados a un lado los de las concubina, se nos presenta Isaac; si en los hijos de Isaac, omitido Esaú, que también se llama Edón, se nos ofrece Jacob, que se llama igualmente Israel, si en los del mismo Israel, dejados los demás, se nos ofrece Judas, porque de la tribu de Judá nació Cristo; y así, queriendo va Israel morir en Egipto bendiciendo a sus hijos, veamos como proféticamente bendijo a Judas: «¡Oh Judas!, dice, a ti te alabarán tus hermanos; tus manos prevalecerán sobre la cerviz de tus enemigos; a ti te adorarán los hijos de tu padre; como un león cachorro será Judas. Subsiste, hijo mío, del renuevo, te recostaste y dormiste cómo león y como cachorro de león. ¿Quién le despertará? No faltará príncipe de Judá ni caudillo de su linaje hasta que vengan todos los sucesos que le están guardados; y él será el que aguardarán, las gentes, el que, atará su pollino a la vid, y con un cilicio en el pollino de su burra; lavara en vino su vestidura, y en la sangre de la uva su manto; rubicundos serán sus ojos por el vino, y sus dientes más blancos que la leche.» Este vaticinio le tengo ya declarado, disputando contra el maniqueo Fausto, y juzgo que es bastante, según esta clara la verdad de esta profecía, en la que asimismo se presagió la muerte de Cristo en la palabra dormir; y el poder no la necesidad que tuvo de sufrir muerte tan afrentosa, en el nombre del león, cuya potestad la declara el mismo Salvador en el Evangelio, cuando dice: «Tengo potestad de dejar mi alma, y potestad tengo para volverla a tomar; nadie me la quita, sino que yo voluntariamente la dejo y la vuelvo a tomar.» De esta manera bramó el león; de esta manera cumplió lo que dijo, porque a esta potestad pertenece lo que sigue de su resurrección. «¿Quién le despertará?» Esto es, ninguno de los hombres, sino él mismo, que dijo de su cuerpo: «Destruid este templo que veis, y en tres días le volveré a levantar.» Y el género de muerte, esto es, la muerte en cruz, en una palabra se entiende donde dice «subsiste» Y lo que añade: «Te recostaste y dormiste», lo declara el Evangelista cuando dice: «Que, inclinando la cabeza dio su espíritu», o, a lo menos, se nos manifiesta e indica su sepultura donde se recostó cuando durmió, y de donde ningún hombre le resucitó, así como los profetas resucitaron a algunos, a como el mismo Señor lo practicó con otros, sino que él mismo, desde allí, se levantó como de un sueño. Y su vestidura la lava en vino, esto es, la limpia de los pecados con su sangre, cuyo misterio y efectos sobrenaturales de esta sangre conocen los bautizados, y por eso añade: «Y en la sangre de la uva su manto.» ¿Qué manto y qué vestidura es ésta sino la Iglesia? Y los ojos encendidos y rubicundos del vino, ¿qué son sino sus hombres espirituales embriagados con la bebida de su cáliz?, de quien dice el real profeta: «Tu cáliz que embriaga, ¡cuán hermoso y agradable es.» Y sus dientes, más blancos que la leche, la cual beben, según el Apóstol, los pequeñuelos, son las palabras con que se sustentan los pequeñuelos que no son idóneos para gustar de manjar más sólido. Así que en él es en quien estaban depositadas y guardadas las promesas de Judas; y hasta que llegó el tiempo en que se habían de cumplir, nunca faltaron de aquel tronco y linaje príncipes, esto es, reyes de Israel, y él es la expectativa de las gentes, lo cual más fácilmente puede verse por los ojos que declararlo con palabras. CAPITULO XLII De los hijos de Joseph, a quien bendijo Jacob cruzando proféticamente sus manos Así como los dos hijos de Isaac, Esaú y Jacob, figuraron dos pueblos; los judíos y los cristianos, aunque, según la carne, ni los judíos descendieron, de Esaú, sino los idumeos, ni la nación cristiana descendió de Jacob, sino los judíos; pues para esto solamente valió la figura que dice la Escritura: «Que el mayor servirá al menor»; así sucedió también en los dos hijos de Joseph, puesto que el mayor fue figura de los judíos y el menor de los cristianos, a los cuales, bendiciendo Jacob, puso la mano derecha sobre el menor, que tenía a su izquierda, y la izquierda sobre el mayor, que tenía a su derecha. Pareciéndole pesada y contraria al destino esta acción de Jacob a Joseph, advirtió a su padre, como corrigiendo su error, y le manifestó cuál de ellos era el mayor. Sin embargo, Jacob no quiso mudar las manos, sino dijo: «Bien lo sé, hijo, bien lo sé, y aunque también éste ha de crecer en pueblo, y será ensalzado, su hermano menor ha de ser mayor que él, y su descendencia vendrá a multiplicarse y componer una infinidad, de naciones;» Del mismo modo muestran aquí estos dos aquellas promesas, porque aquél crecerá en pueblo, y éste en muchedumbre de gentes. ¿Qué cosa más evidente que estas dos promesas comprendan el pueblo de Israel y el orbe de la tierra en la descendencia de Abraham, aquél según la carne, y éste según la fe? CAPITULO XLIII De los tiempos, de Moisés, de Josué y de los jueces, y después de los reyes, entre los cuales, aunque Saúl es el primero, David, por el sacramento y mérito; es tenido por el principal Muerto. Jacob y muerto también Joseph en, los ciento cuarenta y cuatro ‘años siguientes que transcurrieron hasta que salieron de ‘Egipto, creció maravillosamente aquella gente, aun oprimida con tantas persecuciones, que llegaron hasta matarles los hijos que les nacían varones, teniendo miedo los egipcios, admirados de ver el acrecentamiento y multiplicación de aquel pueblo. Entonces a Moisés, que había escapado por industria de sus padres de las manos de los que impíamente quitaban la vida a los niños, le criaron en la casa del rey, preparando Dios en él grandes sucesos y siendo adoptado por la hija de Faraón, que así se llamaban en Egipto todos los reyes, llegó a ser tan excelente y heroico, que saco aquella nación, que prodigiosamente se, había multiplicado, del durísimo y gravísimo yugo de la servidumbre que allí padecía, o, por mejor decir, la sacó Dios por su medio, como se lo había prometido a Abraham. Porque primero refieren que huyó de allí a la tierra de Madián, pues por defender a un israelita mató a un egipcio, y del miedo que concibió por este hecho, huyó. Después, enviándole, Dios con la correspondiente potestad, y auxiliado del Divino Espíritu, venció a los magos de Faraón que se le opusieron. Entonces hizo venir sobre los egipcios aquellas diez tan famosas plagas, porque no querían dar libertad al pueblo de Dios, convirtiéndoles el agua en sangre, enviándoles ranas, cínifes y moscas, mortandad a su ganado, llagas, granizo, langostas, tinieblas y muerte de los primogénitos; finalmente, viéndose quebrantados los egipcios con tantas y tan ruinosas plagas libertaron, en fin a los israelitas, y, persiguiéndolos por el mar Bermejo, vinieron a perecer; porque a los que huían se les abrió el mar, y les proporciono paso franco, y a los que les perseguían, volviendo a juntarse las aguas, los sumergió en su seno Después, por espacio de cuarenta años anduvo el pueblo de Dios peregrinando por el desierto bajo la dirección de su caudillo Móisés, cuando dedicaron el tabernáculo del testimonio, donde servían a Dios con sacrificios que significaban las cosas futuras, después de haber recibido la ley en el monte con grande terror y espanto; porque daba fe y la confirmaba Dios por medio de maravillosas señales y voces. Lo cual sucedió luego que salieron de Egipto, y el pueblo empezó a vivir en el desierto cincuenta días después de haber celebrado la Pascua con la inmolación y sacrificio del Cordero, que es figura de Jesucristo, anunciándonos que, por su pasión y muerte, había de pasar de este mundo a su Padre (porque Pascua en el idioma hebreo significa paso o tránsito). Cuando ya fue revelado el Nuevo Testamento, después de sacrificado Cristo, nuestra Pascua consiste en que al quincuagésimo día descendió del Cielo el Espíritu Santo, llamado en el Evangelio dedo de Dios, para recordarnos ‘tal hecho que primero precedió en figura, porque también refieren que las Tablas de la Ley se escribieron con el dedo de Dios,. Muerto Moisés, gobernó aquel pueblo Jesús Nave y le introdujo en la tierra de promisión, la dividió y repartió al pueblo. Estos dos maravillosos caudillos y capitanes hicieron también con extraordinaria prosperidad la guerra, manifestándoles Dios que les concedía aquellas victorias, no tanto por los méritos del pueblo hebreo como por los pecados de las naciones que conquistaban. Después de estos caudillos, estando ya el pueblo establecido en la tierra de promisión, sucedieron en el gobierno los jueces, para que se le fuese verificando a Abraham la primera promesa de una nación, esto es, de la hebrea, y de la posesión de la tierra de Canaam, aunque todavía no de todas las gentes, y de todo el orbe de la tierra, lo cual había de cumplir la venida de Cristo en carne mortal; y no las ceremonias de la ley antigua, sino la fe del Evangelio era quien debía dar cumplimiento a este vaticinio; lo cual fue prefigurando en que introdujo al pueblo en la tierra de promisión no Moisés, que recibió la ley para el pueblo en el monte Sina, sino Jesús, llamado así porque Dios le ordenó mudar el nombre que antes tenía. En tiempo de los jueces, según la disposición de los pecados del pueblo y la misericordia de Dios, tuvieron a veces prósperos, y a veces adversos, los sucesos de la guerra. En seguida de éstos vinieron los tiempos de los reyes, entre quienes el primero que reinó fue Saúl al cual, reprobado, roto, vencido y humillado en una batalla, y desechada su casa y descendencia para que de ella no procediesen ya reyes, sucedió en el reino David, del que Cristo fue llamado especialmente hijo. En David se hizo una pausa, y en cierto modo principió la juventud del pueblo de Dios, conforme a lo cual corrió una sola adolescencia desde Abraham hasta ésta de David, porque no en vano el evangelista San Mateo nos refirió de esta forma las generaciones, y este primer intervalo es, a saber, desde Abraham hasta David, le distribuyó ,en catorce generaciones, mediante a que en la adolescencia empieza el hombre a ser idóneo para la generación, por cuyo motivo el catálogo de las generaciones comenzó desde Abraham, a quien también destinó Dios para padre de muchas naciones cuando le mudó el nombre. Así que antes de Abraham, según esto, fue como una puericia y niñez del pueblo de Dios, esto es, desde Noé hasta el mismo Abraham, y por eso se habló entonces la primera lengua, esto es, la hebrea, porque desde la pubertad principia el hombre a hablar pasada la infancia, la cual se llamó así porque no puede hablar. Esta edad primera la consume y sepulta el olvido? no de otro modo que consumió a la primera edad del linaje humano el Diluvio porque ¿quién hay que se acuerde de su infancia? Por esta razón en el discurso de es de Dios, así como el libro anterior contiene una edad, la primera, así éste comprende dos, la segunda y la tercera; y en ésta por la vaca de tres años, la cabra de tres años y el carnero de tres años, se impuso el yugo de la ley y se descubrió la abundancia de los pecados, y tuvo su principio el reino terrenal, donde no faltaron algunos hombres puros, cuyo sacramento y misterio se figuró en la tórtola y en la paloma.


 
Libro Decimoséptimo: La Ciudad De Dios Hasta Cristo CAPITULO PRIMERO En que se trata de los tiempos en que florecieron los profetas Las promesas que Dios hizo a Abraham (a cuya descendencia sabemos que pertenecen por la divina palabra, no sólo la nación israelita según la carne, sino también las naciones, según la fe), se van cumpliendo exactamente, como lo ha manifestado el discurso que va haciendo la Ciudad de Dios, conforme al orden de los tiempos. Y por cuanto en el libro precedente llegamos hasta el reino de David, comenzaremos a proseguir desde él la relación de todos los sucesos que parecieren suficientes para esta obra, con los demás que se sigue. Todo el tiempo transcurrido desde que el Santo Samuel principió a profetizar y consecutivamente, hasta que el pueblo de Israel fue conducido cautivo a Babilonia, y asimismo hasta que, según la profecía del Santo Jeremías, regresados a su tierra los israelitas al cabo de setenta años, se restauró la casa del Señor, todo éste tiempo es el de los profetas. Pues aunque el mismo patriarca Noé, en cuyos días pereció toda la tierra con el Diluvio universal, y otros antes y después de él, hasta la época en que comenzó a haber reyes en el pueblo de Dios, por algunas acciones que practicaron o sucesos que prefiguraron y predijeron pertenecen a la Ciudad de Dios y al reino de los Cielos, y con mucha razón los podemos llamar profetas, y más si observamos que algunos de ellos se llamaron así expresamente, como Abraham y Moisés, con todo, llamóse especialmente tiempo de los profetas aquel en que principió a profetizar Samuel, quien ungió por rey, según el orden de Dios, primeramente a Saúl, y reprobado éste, al mismo David, para que de su descendencia fuesen sucediendo los demás mientras conviniese. Si intentase, yo referir todo lo que los profetas han vaticinado de Cristo, entre tanto Que la Ciudad de Dios, muriendo en los, miembros: que morían y naciendo en los que sucedían, ha ido discurriendo por estos tiempos, sería nunca acabar; lo primero, porque la Sagrada Escritura, aunque parece que mientras nos va exponiendo con orden los reyes, sus acciones; empresas y sucesos, se ocupa en referir como un historiador exacto las proezas y operaciones buenas y malas de éstos; no obstante, si auxiliado de la gracia del Espíritu Santo la consideramos, la hallaremos no menos, sino tal vez más solícita en anunciarnos los sucesos futuros que en referimos los pasados; y el intentar hallar este inescrutable arcano escudriñando, y averiguarle disputando, ¿qué operación, tan molesta y penosa sería, y cuántos volúmenes no exigiría? Bien lo, conocen los que medianamente quieran reflexionarlo. Lo segundo, porque entre las mismas cosas que no hay duda son profecías, son tantas las de Cristo y del reino de los Cielos, que es la Ciudad de Dios, que, para declararlo circunstanciadamente sería necesario formar un tratado más extenso de lo que exige la pequeñez de ésta obra. Por lo cual, si estuviere en mi arbitrio, moderaré la pluma y el estilo; de modo que, para cumplir con esta obra, siendo la voluntad de Dios, ni diga una sola expresión, que sobre, ni deje de decir lo que sea preciso. CAPITULO II En qué tiempo se cumplió la divina promesa sobre la posesión de la tierra de Canaán, la cual poseyó también el pueblo de Israel, según la carne Dijimos en el libro anterior que en las promesas que desde el principio hizo Dios a Abraham, le prometió dos cosas, es a saber: la una, que su descendencia había de poseer la tierra de Canaán, lo cual le significó, donde dice la Escritura: «Marcha a la tierra que yo te manifestaré, y haré que crezcas y formes una numerosa nación»; y la otra, que es mucho más célebre; se refiere no a la descendencia carnal, sino a la espiritual, por la cual viene a ser padre, no de una nación israelita, sino de todas las gentes que siguen e imitan las huellas de su fe, lo cual se le prometió con estas palabras: «Y serán benditas en ti todas las tribus de la tierra.» Después hicimos ver con la autoridad de otros muchos testimonios cómo le hizo Dios estas dos promesas. Estaba, pues, en la tierra de promisión la descendencia y posteridad de Abraham, esto es, el pueblo de Israel, según la carne, y allí, no sólo ocupando las ciudades enemigas sino eligiendo reyes, había comenzado a reinar; habiéndose cumplido ya en su mayor parte las promesas que hizo Dios sobre este pueblo, no sólo las hechas a los tres patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, y otras en tiempo de éstos, sino también las que hizo por el mismo Moisés, por cuyo ministerio Sacó al citado pueblo de la servidumbre de Egipto, y por quien descubrió y manifestó en su tiempo todas las cosas pasadas, cuando conducía el pueblo por el desierto. Porque no se acabó de cumplir la divina promesa sobre la tierra de Canaán, donde aquel pueblo había de reinar desde el río de Egipto hasta el grande Eufrates, con lo que hizo aquel ínclito capitán Jesús Nave, que introdujo al pueblo de Israel en la tierra de promisión, y conquistando aquellas naciones, la repartió, como Dios lo había ordenado, a las doce tribus, y murió, ni después de él, en todo el tiempo de los jueces se acabó de cumplir, y ya no se profetizaba qué había de suceder, sino se esperaba que se cumpliese. Se verificó en tiempo de David y Salomón, su hijo, cuyo reino se extendió y dilató tanto cuanto Dios se lo había prometido, porque sojuzgaron a todos aquellos y los hicieron sus tributarios. Así que estaba ya la descendencia de Abraham en tiempo de estos reyes en la tierra de promisión, según la carne, esto es, en tierra de Canaán; de manera que ya no faltaba otra circunstancia para acabarse de cumplir la promesa terrena que Dios les había hecho, sino que permaneciese en la misma tierra la nación hebrea en cuanto a la prosperidad temporal por la sucesión de sus descendientes, sin mudanza ni turbación de su quietud y estado, hasta el fin y término de este siglo mortal, si fuese obediente a las leyes y mandatos de su Dios y Señor. Mas por cuanto sabía Dios que no lo habían de cumplir, los castigó asimismo con penas temporales para ejercitar a los pocos siervos fieles que había entre ellos, y advertir a los que en adelante había de haber en todas las naciones; a las cuates convenía avisar por éstas, puesto que en ellas había de cumplir la otra promesa, revelando y manifestando el Nuevo Testamento de la Encarnación de Jesucristo. CAPITULO III De las tres significaciones que tenían las profecías de los profetas, las cuales unas veces se refieren a la Jerusalén terrena, otras a la celestial y otras a las dos Así como aquellos divinos oráculos y otras cualesquiera señales o dichos proféticos que se hicieron hasta aquí en la Sagrada Escritura a Abraham, Isaac y Jacob, así también las demás profecías que hubo en adelante desde este tiempo de los reyes, parte pertenecen a los hijos carnales de Abraham y parte a aquella su descendencia, en quien se bendicen todas las naciones que son coherederas de Cristo, por el Nuevo Testamento, para alcanzar y poseer la vida eterna y el reino de los cielos; parte pertenecen a la esclava «que engendra esclavos», esto es, a la terrena Jerusalén, «que sirve con sus hijos»; y parte a la libre, que es la Ciudad de Dios, esto es, a la verdadera Jerusalén eterna en los cielos, cuyos hijos, que son los hombres que viven según Dios, son peregrinos en la tierra. Con todo, hay algunas profecías que pertenecen a ambas, a la esclava propiamente, y a la libre por figura. Así que de tres maneras son las profecías de los profetas: unas pertenecen a la terrena Jerusalén, otras a la celestial y algunas a las dos. Creo que debo probar con ejemplos lo que digo. Envió Dios al profeta Nathan con el encargo de reprender a David un enorme pecado que había cometido, e intimarle los males que le habían de sobrevenir. Esta y otras profecías, cuando algún hombre se hacía digno de merecerlas, ya fuese públicamente, esto es, para la salud y utilidad pública; ya fuese en particular, para el propio provecho de cada uno, con que les daba Dios noticia exacta de algún suceso futuro para bien de la vida temporal, ¿quién duda que pertenecían a la ciudad terrena? Pero cuando dice la Escritura: «Vendrá día, dice el Señor, en que estableceré un nuevo pacto y testamento con la casa de Israel y con la casa de Judá, no según el pacto que hice con sus padres el día que les tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; y porque ellos no permanecieron en la observancia de mi pacto, también yo los desprecié. Este será el pacto que estableceré con la casa de Israel; después de aquellos días, dice el Señor, grabaré mi ley en sus almas y la escribiré en su corazón, miraré por ellos seré su Dios y ellos serán mi pueblo.» Sin duda que aquí vaticina Jeremías la celestial y soberana Jerusalén, cuyo premio es el mismo Dios, y el sumo bien de ella, y todo su bien y felicidad es tener propicio a este Señor y el ser suyo. Y a las dos pertenece también esto mismo, puesto que a Jerusalén la llama Ciudad de Dios, y en ella profetiza que estará la casa de Dios, cuyo vaticinio parece que se cumplió cuando el rey Salomón edificó aquel suntuosísimo templo; porque todo esto sucedió literalmente en la Jerusalén terrena y fue figura y representación de la Jerusalén celestial. Esta especie de profecía, que esta como compuesta y mezclada de lo uno y de lo otro en los libros canónicos del Antiguo Testamento, donde se contiene la relación de los sucesos acaecidos, vale mucho y ha ejercitado y ejercita extraordinariamente los ingenios de los que escudriñan y meditan en la Sagrada Escritura, pues lo que se dijo y cumplió á la letra en la descendencia de Abraham, según la carne, también en la descendencia de Abraham, según la fe, hemos de buscar cómo se cumple alegóricamente, en tanto grado, que algunos han opinado que no hay cosa alguna en aquellos libros, o profetizada y sucedida, o sucedida, aunque no profetizada, que no nos insinúe algún misterio que haya de referirse alegóricamente a la Ciudad eterna de Dios y a sus hijos que son peregrinos en esta vida. Pero si esto es cierto, los oráculos y profecías de los profetas, o, por mejor decir, de todos los libros que llamamos Viejo Testamento, serán de dos clases, y no de tres, dado que no habrá allí nada que pertenezca solamente a la Jerusalén terrena, si todo lo que allí se dice y verifica de ella, o por causa de ella, significa algún arcano que alegóricamente haya de, referirse también a la celestial Jerusalén; por lo tanto, habrá solas dos especies de profecías: la una que pertenezca, a la Jerusalén libre y la otra a las dos. Pero yo soy de parecer que, así como andan equivocados los que imaginan que los sucesos acaecidos relatados en estos libros no significan más que haber así sucedido, del mismo modo me parecen muy atrevidos los que suponen que cuanto se contiene en estos libros sagrados está envuelto en alegorías. Por eso quise mejor decir que las profecías eran de tres maneras, y no de dos, porque esto es lo que pienso, aunque no culpo o reprendo a los que pudieren, de cualquier suceso que acaeciese, sacar algún sentido espiritual, con tal que primeramente se observe la verdad de la historia. Por lo demás, cuando lo que se dice, de ninguna manera puede. convenir a las cosas que ha hecho o haya de hacer Dios a los hombres, ¿qué cristiano habrá que dude qué esto sería hablar en vano? ¿Y quién habrá que no lo refiera al sentido espiritual, si puede, o que no confiese que lo debe referir el que pueda? CAPITULO IV Cómo se figuró el cambio del reino de Israel y del sacerdocio; y lo que antes de este, suceso profetizó la madre de Samuel, representando la persona de la Iglesia Llegado el tiempo de los reyes, cuando David, habiendo Dios reprobado a Saúl, alcanzó el reino de, modo que en lo sucesivo sus descendientes por una dilatada sucesión reinaron en la terrena Jerusalén, el proceso de la Ciudad de Dios nos dio una figura representativa de lo que sucedió, significándonos y comunicándonos (lo que no debe pasarse en silencio) el cambio de las cosas futuras, en cuanto a los dos Testamentos, Viejo y Nuevo, cuando se llegó a mudar el sacerdocio y el reino por el Sacerdote y Rey nuevo y eterno, que es Cristo Jesús. Porque reprobado el sacerdote Helí y sustituido en el servicio y ministerio de Dios por Samuel, que juntamente ejerció el oficio de sacerdote y de juez, y desechado Saúl, y establecido David en el reino figuraron y representaron lo que digo. También la misma madre de Samuel, llamada Ana, que primero fue estéril y después se alegró con la fecundidad, que Dios la concedió, no parece vaticinar otra cosa cuando, llena de contento, dio al Señor las gracias, devolviéndole el mismo niño ya criado y destetado con la misma devoción que se lo había ofrecido. Pues dice así: «Confirmóse mi corazón en el Señor; mi fortaleza y gloria sea ensalzada en mi Dios; dilatóse mi boca sobre mis enemigos, me he alegrado en tu salud; porque no hay santo como el Señor, y no hay justo como nuestro Dios, y no hay otro que tú que sea santo. No queráis gloriaros, y no queráis hablar soberbias, ni salgan arrogancias de vuestra boca, porque Dios es el Señor de las ciencias, y Dios el que dispone sus invenciones y trazas. Debilitó el arco de los poderosos, y a los flacos armó de virtud y fortaleza; a los que estaban llenos y cargados de pan los debilitó, y a los hambrientos los enalteció; pues la que era estéril parió siete, y la que tenía muchos hijos se volvió estéril; el Señor es el que mortifica y vivifica, el que lleva a los infiernos y vuelve a sacar de allí; el Señor hace al pobre y al rico; Él le humilla y le ensalza; levanta del polvo de la tierra al pobre, y del estiércol al necesitado para colocarle entre los grandes y poderosos de su pueblo y darle la posesión del trono de la gloria; el que cumple y provee el voto al que se le ofrece, y bendice los años del justo, porque no hay hombre que de suyo sea poderoso. El Señor debilitará a sus enemigos; el Señor es Santo, no se jacte ni gloríe el prudente con su prudencia, no se lisonjee el poderoso en su potencia y no se gloríe el rico en sus riquezas, y solamente pueda lisonjearse el que se gloría de entender y conocer al Señor, y de hacer juicio y justicia en medio de la tierra. El Señor subió a los cielos y volvió; Él juzgará toda la extensión de la tierra, porque es justo, y es el que da virtud a nuestros reyes, y Él ensalzará la gloria de su Cristo.» ¿Acaso puede presumirse que estas palabras sean de una mujercilla que se alegra y regocija por el hijo que Dios le ha dado? ¿Es posible que el entendimiento humano sea tan opuesto a la luz de la verdad, que no advierta que lo expresado en este vaticinio traspasa la capacidad de una mujer? Pues el que con los mismos sucesos que comenzaron ya a cumplirse en esta peregrinación de la tierra se mueve, como conviene, ¿por ventura no echa de ver, no ve y conoce que por medio de esta mujer, cuyo nombre de Ana, también significa su gracia, habló así la misma religión cristiana, la misma Ciudad de Dios, cuyo rey y fundador es Cristo, habló en fin la misma gracia de Dios con espíritu profético; de cuya gracia despojará a los soberbios para que caigan; y con ella llenará a los humildes para que se levanten, que es lo que principalmente se ha celebrado en este cántico? A no ser que alguno diga que nada profetizó esta mujer, sino que sólo alabó a Dios, celebrándole con alegría por el hijo que le concedió, condescendiendo a sus peticiones y oraciones ¿Pero qué quiere decir aquella expresión: debilitó el arco de los poderosos, y armó de virtud y fortaleza a los flacos; a los que estaban surtidos de pan los dejó vacíos, y a los hambrientos, satisfechos, porque la que era estéril parió siete, y la que tenía muchos hijos se volvió estéril? ¿Acaso parió ella siete, aunque había sido estéril? Sólo tenía uno cuando decía esto; pero ni aun después parió siete o seis, con los cuales fuese el séptimo el mismo Samuel, sino tres varones y dos hembras. Además, no habiendo todavía rey en aquel pueblo, lo que puso al fin: «El que dará virtud a nuestros reyes, y ensalzará la gloria de su Cristo», ¿por qué lo decía si no profetizaba? Diga, pues, la Iglesia de Cristo, la ciudad del grande rey, llena de gracia, fecunda de hijo, diga cuánto tiempo ha que reconoce que se vaticinó de ella por boca de esta devota madre: «Sí ha confirmado mi corazón en el Señor; mi fortaleza y gloria se ha ensalzado en mi Dios.» Verdaderamente se confirmó su corazón, y verdaderamente se ensalzó su gloria, porque no fue en sí, sino en el Señor su Dios. Dilatóse mi boca sobre mis enemigos, puesto que la palabra de Dios en las angustias y conflictos no está ligada ni oprimida ni aun en los predicadores atados- y presos. «Me he alegrado, dice, con tu salud.» Este es Cristo Jesús, Salvador y eterna salud, a quien el anciano Simeón, tomándole en sus brazos siendo niño, como se lee en el Evangelio, y reconociéndole por grande: «Ahora, dice, dejaréis, Señor, a vuestro siervo en paz, porque vieron ya mis ojos vuestra salud.» Diga, pues, la Iglesia «me he alegrado con tu salud, porque no hay santo como el Señor, y no hay justo como nuestro Dios»; santo que santifica, y justo que justifica. «No hay santo fuera de ti, porque nadie lo es, ni llega a serlo sino por ti.» Finalmente, prosigue, «no queráis gloriaros y no queráis hablar palabras vanas y soberbias, ni salgan arrogancias de vuestra boca, porque Dios es el Señor de las ciencias, y nadie sabe lo que Él sabe, porque el que juzga que es algo, siendo nada, él mismo se alucina y engaña.» Esto, dice, hablando con los enemigos de la Ciudad de Dios, que pertenecen a la Babilonia., que presumen de su virtud y se glorían en sí, y no en el Señor, entre quienes comprende también a los israelitas carnales, ciudadanos terrenos de la terrena Jerusalén, los cuales, como dice el Apóstol, «no sabiendo la justicia de Dios, esto es, la que da Dios a los hombres, que es el solo justo, y el que justifica, y queriendo vendernos la suya», esto es, como si ellos la hubiesen alcanzado por sí mismos y no se la hubiese dado el Señor, «no se sujetar a la justicia de Dios». En efecto, como soberbios y presuntuosos, piensan satisfacer y agradar a Dios con lo suyo y no con lo de Dios; que es Dios de las ciencias, y por lo mismo testigo de las conciencias, donde ve los pensamientos y proyectos de los hombres que son vanos cuando son de los hombres, y no proceden del Señor. «El que dispone, dice, sus invenciones trazas.» ¿Qué invenciones sino las de que se humillen los soberbios y se levanten los humildes? Porque, sigue diciendo: «Debilitó el arco de los poderosos, y armó a los flacos de virtud fortaleza.» Debilitó el arco, esto es la intención de los que a si propios imaginan tan poderosos, que sin la gracia y favor de Dios, con sola la suficiencia humana, creen que pueden cumplir los mandamientos divinos; y arma de virtud a los que dicen en su corazón: «Tened, Señor, misericordia de mi, porque soy flaco y débil.» «A los que abundaban en pan, dice, los debilito, y a los hambrientos los enalteció.» ¿A quiénes debemos entender por abundantes en pan, sino a estos mismos casi poderosos, esto es, a los israelitas, a quienes comunicó y confió Dios sus oráculos y Escrituras? Pero en este pueblo los hijos de la esclava se debilitaron (con cuya palabra, aunque no muy latina, se declara bien cómo de mayores se hicieron menores, porque aun en los mismos panes, esto es, en los divinos oráculos, en la Divina Escritura, la cual recibieron entre todas las naciones, sólo los israelitas gustan las cosas terrenas. Pero las gentes a quienes Dios no dio aquella ley, después que por el Nuevo Testamento alcanzaron aquellos oráculos y Escrituras, teniendo mucha hambre, fueron enaltecidos sobre la tierra, porque en ellas no gustaron cosas terrenas, sino celestiales Y como si le preguntaran la causa por qué sucedió esto, dice: «La estéril parió siete, y la que tenía mucha sucesión se esterilizó.» Aquí se descubre todo lo que se profetizaba a los que tienen noticia del número septenario, con que se nos significó la perfección y unión de la Iglesia universal. Y por esto el Apóstol San Juan escribió a siete iglesias, manifestando con esto que escribía a la plenitud de una; y antes Salomón, figurando lo mismo en los Proverbios: «La sabiduría, dice, edificó una casa para sí, y la apoyó sobre siete columnas.» En todas las gentes era estéril la Ciudad de Dios antes que saliese a luz este parto, que la vemos ya en el estado de fecundidad. Vemos también a la que tenía muchos hijos, a la terrena Jerusalén, ya extenuada y estéril; porque todos los que había en ella, hijos de la libre, eran su fortaleza y virtud; pero ahora, cómo tiene la letra y no el espíritu, perdida la virtud, ha decaído y enflaquecido. El Señor es el que, mortifica y vivifica: mortificó a la que tenía muchas hijas y vivificó a la estéril, que dio a luz siete. Aunque más cómodamente puede entenderse que vivifica a los mismos que había mortificado, porque parece que repitiendo lo mismo, añade: «Condúcelos a los infiernos y vuélvelos a sacar de allí.» Pues a los que dice el Apóstol: «Si habéis muerto con Cristo, agenciad y buscad las cosas del cielo, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre», sin duda que saludablemente los mortifica el Señor a quienes persuade el mismo Apóstol diciéndoles: «Cuidad y meditad en las cosas celestiales, y no en las terrenas», para que ellos sean los que, hambrientos, se levantaron sobre la tierra. «Porque estáis muertos» dice: «Ved cuán saludable y útilmente mortifica Dios»; después prosigue: y «vuestra vida esta escondida con Cristo en Dios»; ved aquí cómo los vivifica Dios. ¿Pero acaso llevó a estos mismos a los infiernos y los volvió a sacar? Estas dos cosas, sin que haya controversia entre los fieles cristianos, las vemos cumplidas antes que en otro alguno en el que es nuestra cabeza, con quien dijo el Apóstol «que, estaba escondida nuestra vida en Dios». Porque «cuando no perdonó a su propio hijo, sino que le entregó por la redención de todos», sin duda que le mortificó; y cuando le resucitó de entre los muertos, de nuevo le vivificó. Y porque en la profecía es su voz la que dice: «No dejarás a mi alma en los infiernos»; por eso, a este mismo le llamó y le sacó de los infiernos. Con esta su pobreza hemos enriquecido, porque «el Señor es el que hace al pobre y al rico»; y para que sepamos, lo que es esto, oigamos lo que sigue: «Y él humilla y ensalza», pues, sin duda, los soberbios son a los que humilla, y los humildes a los que ensalza. Porque lo que en otro lugar dice la Escritura: «Que Dios resiste a los soberbios, y a los humildes dar gracia», esto es lo que contiene el discurso de aquel cuyo nombre significa su gracia. Lo que añade: «Levanta de la tierra al pobre», de ninguno lo entiendo mejor que de Aquel que por nosotros se hizo pobre siendo rico, para que con su indigencia, como poco ha insinuamos, nos hiciéramos ricos; porque a éste levantó de la tierra tan presto, que su cuerpo no sintió corrupción. Ni dejaré de aplicarle lo que sigue: «Y levanta del estiércol al necesitado» puesto que necesitado es lo mismo que pobre, y el estiércol de donde le levantó, congruamente se entiende de los judíos que le persiguieron, y entre ellos San Pablo, cuando perseguía la Iglesia, el cual dice: «Lo que hasta ahora tuve por lucro e interés, eso mismo por Cristo lo estimo por daño y pérdida, y no sólo por perjuicio y pérdida, sino que lo tengo por estiércol, a cambio de ganar a Cristo.» Así que de la tierra fue ensalzado sobre todos los ricos aquel pobre, y de aquel estiércol fue ensalzado sobre todos los hacendados aquel necesitado, para sentarse con los poderosos de su pueblo, con quienes hablando, dice: «Os sentaréis sobre las doce sillas», y les dará la posesión del trono de la gloria, porque le dijeron aquellos poderosos: «Ved aquí que nosotros lo dejamos todo y te hemos seguido.» Este voto hicieron aquellos poderosos; pero pregunto: ¿por dónde les vino esta felicidad, sino por Aquel de quien aquí inmediatamente se dice: «El que da el voto al que se lo ofrece»? Porque de otra manera también ellos fueron de aquellos poderosos «cuyo arco Él debilitó. El que da, dice, el voto al que se le ofrece», pues ninguno ofreciera cosa alguna de que hubiera hecho voto al Señor, si no recibiese del mismo Señor lo que había de ofrecer: Prosigue: «Y bendijo los años del justo», es a saber, para que viva eternamente con Aquel de quien el Espíritu Santo dice: «Que sus años no desfallecerán.» Porque allí permanecen los años, pero acá pasan, o, por mejor decir, perecen, porque antes que vengan no son, y cuando hayan venido no serán, pues el llegar y fenecer, todo es uno De estas dos cosas, esto es, da el voto al que se le ofrece y bendice los años del justo, una es la que hacemos, y otra es la que recibimos. Pero esta segunda no se recibe de Dios, si no se hace la primera con el auxilio de Dios, porque no hay hombre que sin Dios de suyo sea poderoso. «El Señor debilitará a sus enemigos», es a saber, a los que envidian y resisten al hombre que ofrece su voto, para que no pueda cumplir el voto que ofreció. Puede también entenderse (porque la palabra griega es ambigua) sus enemigos, los enemigos del Señor, pues cuando el Señor nos comenzare a poseer, sin duda el enemigo que era nuestro se hace enemigo suyo, y le venceremos nosotros, aunque no con nuestras propias fuerzas; porque no hay hombre que de suyo, sea poderoso. Así que «el Señor debilitará a sus enemigos, el Señor santo», para que le venzan los santos, a quienes el Señor, santo de los santos, hizo santos. Y por eso «no se vanaglorie el prudente con su prudencia, y no se lisonjee el poderoso con su potencia, y no se gloríe el rico con sus riquezas, sino gloríese el que se gloría en entender y conocer al Señor, y en hacer juicio y justicia en medio de la tierra». No poco entiende y conoce al Señor el que comprende y sabe que igualmente este don se lo da el Señor para que le entienda y conozca: «¿Qué tienes, dice el Apóstol, que no lo hayas recibido?» Y si lo has recibido, «¿de qué te glorías, como si no lo hubieras recibido», esto es, como si de tu cosecha tuvieras aquello por lo que te glorías? El que vive bien, ése es el que hace juicio y justicia, y vive bien el que obedece al mandato; y el fin del precepto, esto es, a lo que se refiere el mandamiento, «es la caridad de corazón puro, de buena conciencia y fe no fingida». Y esta caridad, como dice el apóstol San Juan: «procede de Dios»; luego el hacer juicio y justicia procede de Dios. ¿Pero qué quiere decir en medio de la tierra? ¿Acaso no están obligados a hacer juicio y justicia los que habitan en los últimos confines de la tierra? ¿Quién hay que tal diga? ¿Para qué, pues, añadió «en medio de la tierra»? Que si no lo añadiera, y sólo dijera: en hacer juicio y justicia, mejor comprendiera este precepto a los unos y a los otros, esto es, a los mediterráneos y a los marítimos. Mas porque ninguno pensara que después de esta vida, que se pasa en el cuerpo mortal, nos quedaba tiempo para hacer el juicio y justicia, que no hizo mientras estuvo en el cuerpo, y que de esta manera podía escapar del juicio divino, me parece que dijo en medio de la tierra, como si dijera entretanto que uno vive en este cuerpo. Porque en esta vida cada uno trae consigo su tierra, la cual recibe la tierra común al morir el hombre, para volverla cuando resucitare. Por tanto, en medio de la tierra, esto es, en tanto que nuestra alma está encerrada en el cuerpo terreno, es necesario que hagamos juicio y justicia, para que nos aproveche después, «cuando recibiere cada uno, según las obras que hubiere hecho en el cuerpo, o bien o mal». Porque allí el Apóstol por el cuerpo entendió el tiempo en que uno vivió en el cuerpo, pues sí uno con maligna intención y perverso ánimo blasfema, aunque no lo obre con ningún miembro de su cuerpo, no por eso dejará de ser culpado porque no lo hizo con algún movimiento de cuerpo, pues lo hizo en aquel tiempo que vivió en el cuerpo. De esta manera puede también entenderse congruamente aquella expresión del real profeta: «Dios, nuestro Rey, ante los siglos obró la salud en medio de la tierra»; de forma que nuestro Señor Jesucristo se entienda por nuestro Dios, que es ante todos los siglos, porque él hizo los siglos y obró nuestra salud en medio de la tierra cuando «encarnó el Verbo y habitó en el cuerpo terreno». Después de haber profetizado en estas palabras de Ana cómo se debe gloriar el que se gloría, es a saber, no en sí, sino en el Señor, por causa de la retribución y premio que ha de verificarse en el día del Juicio, dice: «El Señor subió a los cielos; y tronó: El juzgará los confines de la tierra, porque es justo.» Totalmente guardó el orden de la profesión de fe que hacen los fieles cristianos, porque Cristo nuestro Señor subió a los cielos, y de allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. «Porque ¿quién subió a los cielos, como dice el Apóstol, sino el que descendió primero a estas partes inferiores de la tierra? El que descendió es el que subió sobre todos los cielos para dar cumplimiento exacto a todas las profecías.» Así, pues, tronó por sus nubes, las que, al subir, llenó del Espíritu Santo. De las cuales, por medio del profeta Isaías, amenaza a la esclava Jerusalén; esto es, a su ingrata viña, que no llovería sobre ella. Y «El juzgará los últimos confines de la tierra», es como si dijera; también juzgará los confines de la tierra, porque no dejará de juzgar las otras partes el que ciertamente ha de juzgar a todos los hombres. Pero mejor se entenderán los extremos de la tierra por los extremos o postrimerías del hombre, puesto que no serán juzgadas las cosas que en el medio y en el decurso del tiempo se mudan, mejorando o empeorando, sino en los extremos que fuere hallado el que ha de ser juzgado. Y así, dice la Escritura, «que el que perseverase hasta el fin, éste se salvará». El que con perseverancia hiciere juicio y justicia en medio de la tierra. «El da, dice, virtud a nuestros reyes para no condenarlos cuando viniere a juzgar.» Concédeles virtud, con la cual, como reyes, rijan y gobiernen la carne y puedan vencer el mundo en virtud de Aquel que por ellos derramó su sangre. Y ensalzará la gloria de su Cristo. ¿Pero cómo Cristo ha de ensalzar la gloria de, su Cristo? Porque, como dijo antes: el Señor subió a los cielos y se entendía por nuestro Señor Jesucristo. El mismo, ¿cómo dice aquí ensalzará la gloria de su Cristo? ¿Quién es Cristo? ¿Acaso ensalzará la gloria de cualquiera de sus siervos fieles cómo la misma Ana dice en el exordio de este cántico que su gloria, la ensalzó su Dios? Porque a todos los que están ungidos con su unción y crisma muy bien podemos llamarlos Cristos, todos los cuales, sin embargo, haciendo un cuerpo con su cabeza son un Cristo. Esto profetizó Ana, madre de aquel tan santo y tan celebrado Samuel, en el cual se nos representó entonces la mudanza del antiguo sacerdocio, y se cumplió ahora, que se volvió estéril la que tenía muchos hijos, para que tuviera en Cristo nuevo sacerdocio la estéril, que dio a luz siete hijos. CAPITULO V De las cosas que un hombre de Dios dijo proféticamente a Helí, significando cómo había de quitarse el sacerdocio que se había instituido según Aarón Pero esto con mayor claridad lo dice un hombre de Dios, a quien el mismo Dios envió al sacerdote Helí, cuyo nombre, aunque se calla, no obstante, por su oficio y ministerio se deja entender que es profeta, porque dice la Escritura: «Y vino un hombre de Dios a Helí, y le dijo: Esto dice el Señor; yo me descubrí y manifesté a la casa de tu padre, cuando estaban en Egipto sirviendo en la casa de Faraón, y elegí la casa de tu padre entre todas las familias de Israel para que me sirviesen y ministrasen en el sacerdocio, subiesen a mi altar, me ofreciesen incienso y vistiesen el Efod, y señalé para la comida y sustento de la casa de tu padre parte de todos los sacrificios de los hijos de Israel, que se hacen con fuego. Pero, ¿por qué, hollado o envilecido mi incienso y mi sacrificio, honraste más a tus hijos que a mi comiendo con ellos las primicias de todos los, sacrificios que el pueblo de, Israel ofreció en mi acatamiento? Por ello dice el Señor Dios de Israel, yo dije y tenía propuesto que tu casa y la casa de tu padre anduviesen delante de mí para siempre, y ahora, dice el Señor, no ha, de ser así, sino a los que me honraren los he de honrar, y a los que me despreciaren los he de despreciar. Mira que ha de venir día en que he de extirpar y asolar tu descendencia y la descendencia de la casa de tu padre, y no verás jamás anciano alguno de los tuyos en mi casa, y extirparé el varón de los tuyos, de mi altar para que desfallezcan sus ojos y se deshaga su espíritu, y los que quedaren de tu casa morirán a cuchillo y te servirá de señal lo que sucederá a tus dos hijos Ophni y Finees, que morirán en un día, Y yo me proveeré de un sacerdote fiel que me sirva en todo conforme a mi corazón y mi alma, le edificaré una casa fiel y andará siempre en la presencia de mi Cristo, y sucederá que el que hubiere quedado de tu casa vendrá a adorarle por un óbolo de plata, diciendo: Acomódame en alguna parte de tu sacerdocio para que pueda sustentarme.» No hay testimonio igual a esta profecía, donde tan claramente se profetiza el cambio del antiguo sacerdocio sin que pueda decirse que se cumplió en Samuel. Pues aunque es cierto que Samuel no era de otra tribu, sino de la que estaba señalada para el servicio del Señor en el santuario y en el altar, con todo, no era de la estirpe de los hijos de Aarón, cuya descendencia estaba designada para que de ella se escogiesen los sacerdotes; por lo cual podemos decir aquí que hubo una sombra y figura del mismo cambio que había de haber con la venida de Jesucristo. Y la misma profecía en el hecho, no en las palabras, propiamente pertenecía al Viejo Testamento y figuradamente al Nuevo, significándose en el hecho lo que de palabra dijo el profeta al sacerdote Helí; porque después hallamos que hubo sacerdotes del linaje de Aarón como fueron Sadoch y Abiathar en tiempo de David, y después otros, antes que llegase el tiempo en que convenía que sucediesen por medio de Jesucristo todas estas cosas que con tanta anticipación estaban profetizadas acerca de mudarse el sacerdocio. ¿Quién, al mirar con ojos fieles todo esto, no dirá que todo está ya cumplido? Ya no tienen los judíos tabernáculo ni templo alguno, ni altar ni sacrificio, y, por consiguiente, ningún sacerdote que, según la ley de Dios, fuese de la estirpe Y descendencia de Aarón; lo cual se refirió igualmente aquí, diciendo el profeta: «Esto dice el Señor Dios de Israel: Yo tenía determinado Que tu casa y la casa de tu padre anduviesen perpetuamente delante de mí; pero ahora, dice el Señor, no será así; sino que a los que me honraren los honraré, y a los que me despreciaren los despreciaré.» Con decir la casa de su padre es claro, que no habla del padre próximo e inmediato, sino de aquel Aarón a quien primero instituyeron y ordenaron sacerdote, de cuya descendencia fuesen consecutivamente los demás, como lo manifiesta lo que dice arriba: «Me descubrí y manifesté, dice, a la casa de tu padre cuando estaba en la tierra de Egipto sirviendo en casa de Faraón, y entre todas las tribus y familias de Israel escogí la casa de tu padre para que me sirviese, en el sacerdocio» ¿Quién era el padre de éste, en la servidumbre de Egipto, que al ser librados de aquel insoportable yugo fue elevado al sacerdocio, sino Aarón? De la descendencia de éste, dice en este lugar, que había de ser de la que no hubiese más sacerdotes; lo cual vemos ya verificado. Abra los ojos la fe, que las cosas están bien próximas y palpables; ellas se ven y se tocan y ellas mismas se ofrecen a la vista, aun de los que no las quieren ver. «Mira, dice, que vendrá día en que extirparé y destruiré tu descendencia y la descendencia de la casa de tu padre, y no se verá jamás anciano alguno de los tuyos en mi casa, y extirparé de mi altar el varón de los tuyos para que desfallezcan sus ojos y se carcoma su espíritu.» Ved aquí que los días que señala aquella profecía ya han llegado; no hay ya sacerdote alguno, según el orden de Aarón, y si hay alguno en la actualidad de su linaje, advirtiendo que en todo el orbe habitado florece el sacrificio incruento que ofrecen los cristianos, y asimismo despojado de aquel honor y dignidad tan preeminente, desfallecen sus ojos, carcómese su espíritu y se consume de tristeza. Lo que sigue después propiamente pertenece a la casa de Helí, a quien se le presagiaban estos sucesos, «y los, que quedaren de tu casa morirán al golpe del cuchillo, y te servirá de señal lo que sucederá a tus dos hijos, Ophni y Finees, que morirán en un día». Este fue el signo dado de la mutación del sacerdocio de la casa de Helí, con el cual se nos significó que se había de mudar el sacerdocio de la casa de Aarón; porque la muerte de los hijos de aquél significó la muerte, no de los hombres, sino la del mismo sacerdocio en la familia de Aarón. Pero lo que sigue luego pertenece a aquél sacerdote, cuya figura, sucediendo a éste, fue Samuel; y así, lo que continúa se dice de Jesucristo, verdadero sacerdote del Nuevo Testamento: «Y yo me proveeré de un sacerdote fiel que me servirá en todo conforme a mi corazón y voluntad, y le edificaré una casa fiel.» Esta es la eterna y soberana Jerusalén, y «andará, dice, siempre en la presencia de mi Cristo», es decir, conversará y vivirá, como arriba insinuó, de la casa de Aarón: «Yo dije y tenía ideado que tu casa y la de tu padre anduviesen delante de mí para siempre.» Pero lo que dice andará en la presencia de mi Cristo, se debe entender de la misma casa y no del sacerdote, que es el mismo Cristo, mediador y salvador, así, pues, su casa caminará delante de él. También puede entenderse: él andará (que en latín la palabra transibit significa pasará) de la muerte a la vida todos los días que dura esta mortalidad hasta la consumación de los siglos. Lo que dice Dios «me sirva en todo conforme a mi corazón y a mi alma», no hemos de juzgarlo en el sentido de que, Dios tiene alma, siendo este gran Señor criador de las almas; mas se dice esto de Dios no propiamente, sino por metáfora, así como se dicen pies, manos y otros miembros del cuerpo. Y para que, según esta doctrina, no creamos que el hombre en esta figura exterior del cuerpo le crió Dios a su semejanza, se añaden asimismo las alas, las cuales no tiene el hombre, y se dicen particularmente de Dios: «Ampárame debajo de la sombra de tus alas», a fin de que entendamos que esto se dice de aquella inefable naturaleza, no con lenguaje propio, sino metafórico. Lo que añade «y será así, que el que hubiere quedado de tu casa vendrá a adorarle», no se dice propiamente de la casa de Helí, sino de la de Aarón, de la cual, hasta la venida de Cristo, hubo hombres de cuyo linaje aun hasta el presente no faltan; porque de la casa de Helí ya había dicho arriba: «Y todos los que quedaren de tu casa morirán a cuchillo.» ¿Cómo pudo decirse aquí con verdad «y será así, que el que hubiere quedado de tu casa vendrá a adorarle», si es cierto que no ha de escapar nadie del rigor del cuchillo, sino porque quiso que se entendiese que pertenecen al linaje y descendencia, y no de cualquiera, sino de todo aquel .sacerdocio, según el orden de Aarón? Luego existen reliquias predestinadas, de quien dijo el otro profeta: «Que las reliquias se salvarán», conforme a lo cual, añade el Apóstol: «Así también ahora se salvan las reliquias, según la elección de la gracia», esto es, restan aún muchos judíos escogidos por la divina gracia que se salvan; pues muy bien se entiende que es de tales reliquias aquel de quien dice: «El que hubiere quedado de tu casa, sin duda que cree en Cristo»; como en tiempo de los apóstoles, muchos de la misma nación, y aun ahora no faltan, aunque muy raros, que crean, cumpliéndose en ellos lo que este hombre de Dios, prosiguiendo su vaticinio, añade: «Vendrá a adorarle por un óbolo de plata»; ¿a quién ha de adorar sino a aquel Sumo Sacerdote, que es también Dios? Porque en aquel sacerdocio, según el orden de Aarón, no venían los hombres al templo o al altar de Dios a adorar al sacerdote. ¿Qué significa lo de un óbolo de plata sino la brevedad de la palabra de la fe, de quien refiere el Apóstol que dice la Escritura: «Que el Señor consumará y abreviará su palabra y doctrina en la tierra»? Y que por la plata se entiende la palabra o divina doctrina nos lo muestra el salmista donde dice: «Qué la palabra de Dios es palabra pura y casta, es plata, acendrada y acrisolada al fuego.» ¿Qué es lo que dice el que viene a adorar al sacerdote de Dios y al sacerdote que es Dios? Acomódame en una parte de tu sacerdocio para que coma y me sustente de pan. No quiero que me coloquen y pongan en el honor y dignidad de mis padres, porque ya no existe tal dignidad; acomódame en un parte de tu sacerdocio, «porque prefiero ser uno de los más abatidos en la casa del Señor», contentándome con ser miembro de tu sacerdocio. Entiende aquí por el sacerdocio el mismo pueblo, cuyo sacerdote es el medianero de Dios y de los hombres, del hombre de Dios Cristo Jesús. Y a este Pueblo llama el apóstol San Pedro «pueblo santo y sacerdocio real», tu sacrificio y no de tu sacerdocio, lo cual, sin embargo, significa el mismo pueblo cristiano. Así dice San Pablo: «Que un pan y un cuerpo somos muchos en Cristo.» Y en otro lugar: «Procura, dice, que vuestros cuerpos sean un sacrificio y hostia viva.» Y añadiendo después, para que coma y me sustente de pan, elegantemente declara el mismo género de sacrificio, porque dice el mismo sacerdote: «Que el pan que nos da ha de dar es su sangre, por la salud del mundo.» Este es el sacrificio, no según el orden de Aarón, sino según el orden del Melchisedech. Advierta el lector y entiéndalo así. Breve es la confesión, y saludablemente humilde, en que dice: «Acomódame en una parte de tu sacerdocio porque coma y me sustente de pan.» Este pan es el óbolo de plata, lo uno porque es breve, y lo otro porque es palabra, del Señor, que habita en el corazón de los creyentes. Y porque dijo arriba que había dado a la casa de Aarón, para que se sustentase, las víctimas del Viejo Testamento, donde dice: «Y di a la casa de tu padre, para que comiese de todos los sacrificios de los hijos de Israel que se hacen con fuego (pues tales fueron los sacrificios de los judíos), dice aquí: Manducare panem, esto es, para que coma y me sustente de pan, que es en el Nuevo Testamento el sacrificio de los cristianos.» CAPITULO VI Del sacerdocio y reino Judaico, los cuales, aunque se dice fundados y establecidos para siempre, no subsisten, para que entendamos que son otros los eternos que se prometen Habiéndose profetizado entonces todos estos futuros acaecimientos con tanto misterio, al presente se ven y manifiestan con la mayor claridad. Sin embargo, no en vano podrá alguno dudar y decir: ¿Cómo creemos que ha de suceder todo lo que en los libros sagrados está anunciado, si esto mismo que dice allí Dios: «Tu casa y la de tu padre andarán delante de mí para siempre» no pudo tener efecto? Porque vemos mudado aquel sacerdocio, y lo que se prometió a aquella casa no, esperamos que haya de cumplirse jamás, pues lo que sucede a éste, que advertimos reprobado y mudado, es lo mismo que se anuncia ha de ser eterno. El que así raciocina no entiende o no advierte que hasta el mismo sacerdote, según el orden de Aarón, fue como una sombra del sacerdocio, que había de ser eterno; y cuando se, le prometió la eternidad, no se le prometió a la misma sombra y figura, sino a lo que en ella se designaba y figuraba; y porque no se entendiese que la misma sombra había de permanecer, convino que se vaticinase igualmente su transformación. De igual modo el reino de Saúl, que, efectivamente, fue reprobado y desechado, era una sombra del futuro reino que había de conservarse en la eternidad, mediante a que el óleo santo con que fue ungido, y el crisma, de donde se dijo y llamó Cristo se debe tomar místicamente, y entender que es, un grande misterio, el cual reverenció tanto en Saúl el mismo David, que de terror le palpitó el corazón cuando habiéndose ocultado en una tenebrosa y oscura cueva, donde por acaso el mismo Saúl entró forzado de necesidad natural, le cortó sin que le sintiese, por detrás, un jirón de su manto, para tener con qué probar cómo le había perdonado graciosamente la vida pudiéndole matar, y con esta heroica acción arrancar de su rencoroso corazón la sospecha por la cual, imaginando que el santo David era su enemigo, le perseguía tan cruelmente. Así que, por no ser culpado en un tan grande misterio, violado en Saúl, sólo por haber tocado con aquel intento la vestidura de Saúl, temió, como lo dice la Escritura, «escrupulizó David haber cortado el borde del manto de Saúl». Y a los soldados que estaban con él, y le persuadían que ya que Dios había puesto a Saúl en sus manos, le matase, les dijo: «No quiera Dios que yo cometa semejante crimen contra mi Señor, el ungido del Señor, ni que ponga las manos en él, porque éste es el ungido del Señor.» Con cuyas expresiones se manifiesta claramente que tenía tanto respeto y reverencia a lo que era sombra de lo futuro, no por la sombra, sino por lo que por ella se figuraba. Así también, las palabras que dijo Samuel a Saúl: «Porque no observaste la orden que por mí te envió el Señor, que si la observaras, sin duda estableciera el Señor tu reino sobre Israel para siempre, ya tu reino no permanecerá en ti, y buscará el Señor una persona conforme a su corazón, a quien mandará que reine sobre su pueblo, porque no guardaste lo que te mandó el Señor», no se deben entender como si Dios hubiera mudado su idea y propuéstose que Saúl reinara para siempre, y que después no quiso cumplir lo prometido, porque pecó, pues no ignoraba que había de pecar, sino que había dispuesto su reino para que fuese figura representativa del reino eterno. Por eso añadió: «Ya tu reino no permanecerá en ti»; luego permaneció y permanecerá el que en él se significó, pero no aquél, porque no había de reinar Saúl para siempre ni sus descendientes, de forma que, a lo menos por los descendientes, sucediéndose unos a otros se cumpliese lo que dice para siempre. «Y buscará el Señor, añade, persona», significando a David o al mismo medianero del Nuevo Testamento, el cual se figuraba igualmente en el crisma con que fue ungido el mismo David y sus descendientes. No busca Dios al hombre, como si ignorara dónde ha de hallarle, sino que habla por medio del hombre al modo natural de los mortales; y ha blando así nos busca, No sólo a Dios Padre, sino también al mismo unigénito Hijo, «que vino a buscar lo que se había perdido», éramos ya tan conocidos, que en el mismo Cristo nos había ya escogido Dios antes de la creación del mundo. Dijo, pues: «Buscará para sí»; como si dijera: «Aquel que sabe Dios, y supo que era suyo, manifestará y mostrará a otros que es su amigo y familiar», pues en el idioma latino este verbo quaero admite preposición, y se dice acquiro, cuya significación es bien patente. Aunque también, sin el aditamento de la preposición, se entiende que quaerere significa adquirir, por lo cual el lucro se llama igualmente quaestus. CAPITULO VII De la división del reino de Israel con que se figura la división perpetua que hay entre el espiritual Israel y el Israel carnal Reincidió Saúl en el pecado de desobediencia, y volvió a decirle Samuel de parte del Señor: «Porque despreciaste la palabra del Señor, te menospreció el Señor para que no seas rey de Israel.» Y en otra ocasión, confesando Saúl este mismo, pecado, pidiendo perdón por él, y rogando a Samuel que volviese a su lado para aplacar a Dios: «No volveré, dice, contigo; pues porque despreciaste el mandato del Señor, te ha desechado a ti el Señor para que no reines sobre Israel. Y volviendo Samuel el rostro para marcharse, le asió Saúl de la punta del manto, y se lo rompió, y díjole Samuel: Hoy ha roto y quitado el Señor el reino de Israel e tu mano, y le dará a tu prójimo, que es mejor que tú, y se dividirá Israel en dos, y no volverá atrás el Señor, ni se arrepentirá de lo determinado, porque no es como los hombres, que se arrepienten y que amenazan y no perseveran.» Este, a quien dice que le ha de despreciar el Señor, para que no sea rey sobre Israel, y que le ha quitado el reino de Israel, reinó cuarenta años, es a saber, otro tanto como el mismo David, y cuando le amenazaban con este infortunio, comenzaba a reinar. Pero la amenaza significa que no había de venir a reinar ninguno de sus descendientes; para que entendamos y miremos a la descendencia de David, de la cual vino a nacer, según la carne, el medianero, de Dios y de los hombres, el hombre Cristo, Jesús. No dice la Escritura, como se lee en muchos originales latinos: disrupit Dominus regnum Israel de manu, tua, sino que, como yo lo he puesto, se halla en los griegos: dirupit Dominus regnumab Israel de manu tua, de suerte que esto se entienda de tu mano y poder, que es de Israel Así, pues, Saúl representaba la persona de Israel, cuyo pueblo había de perder el reino, habiendo de reinar Jesucristo maestro Señor, no carnal, sino espiritualmente, por el Nuevo Testamento. Y cuando dice «este reino lo dará a tu prójimo», refiérese al parentesco de la carne, porque, según la carne, Cristo desciende de Israel, de donde descendía también Saúl. Lo que añade bueno sobre ti, aunque puede entenderse mejor que tú, y así lo han interpretado algunos, mejor se toma de esta manera: que es bueno sobre ti; que porque aquél es bueno, sea y esté sobre ti, conforme a la expresión del real Profeta, «hasta que ponga a todos tus enemigos debajo de tus pies», entre los cuales comprende asimismo a Israel, a quien, porque fue su perseguidor, le quitó Cristo el reino. Había allí también otro Israel, sin dolo, como grano de trigo entre paja; porque sin duda de allí eran los apóstoles, de allí tantos mártires, entre los cuales el primero fue San Esteban; de allí tantas iglesias, que refiere el Apóstol San Pablo que, con su conversión, engrandecieron a Dios. No dudo que debe entenderse de este modo lo que se dice: «Y se dividirá Israel en dos»; es, a saber, en Israel enemigo de Cristo y en Israel que sigue a Cristo; en Israel que pertenece a la esclava y en el que pertenece a la libre; porque estos dos géneros primero estaban juntos, cuando Abraham se juntara todavía con la esclava, hasta que la estéril, que se había hecho, fecunda por la gracia de Cristo, dio voces, «echa a la esclava y a su hijo». Es verdad que, por el pecado de Salomón, sabemos que, reinando su hijo Roboán, Israel se dividió en dos partes, y perseveró así, teniendo cada una sus reyes, hasta que los caldeos, con terrible estrago, arruinaron y trasladaron toda la población de aquella tierra. Pero esto ¿qué tiene que ver con Saúl? Si amenazara con algunos de tales infortunios, antes debiera amenazar al mismo David, cuyo hijo era Salomón. Finalmente, ahora toda la nación hebrea no está dividida entre sí, sino que indiferentemente los hebreos, conformes en un mismo error, están esparcidos por la tierra. Y aquella división con que Dios, en la persona de Saúl, que representaba la figura de aquel reino y pueblo, amenazó, al mismo reino y pueblo, se nos significó que había de ser eterna e inmutable, según las palabras siguientes: «Y no volverá atrás ni se arrepentirá, porque no es como el hombre, que se arrepiente, que amenaza y no persevera», esto es, el hombre amenaza y no persevera; pero no Dios, que no arrepiente como el hombre, porque cuando leemos que se arrepiente, se nos significa la mudanza de las cosas, quedando inmutable la presciencia divina. Así que donde dice que no se arrepiente, se entiende que no se muda. Por estas palabras vemos que pronunció Dios una sentencia totalmente irrevocable sobre la división del pueblo de Israel, y del todo perpetua, pues todos los que han pasado o pasan, o pasarán de allí a Cristo, no eran de allí según la presciencia de Dios, aunque lo fuesen según una misma naturaleza del linaje humano, Y efectivamente, todos los israelitas que se convierten, y siguen a Cristo, y perseveran en él, nunca estarán con los israelitas que perseveran en ser sus enemigos hasta el fin de esta vida, sino que perseverarán perpetuamente en la división que aquí nos vaticina. Porque solamente sirve el Testamento Viejo del monte Sina, que engendra los hijos siervos, en cuanto da testimonio al, Testamento Nuevo. De otra manera, entre tanto que leen a Moisés, les queda el velo puesto sobre sus corazones; pero conforme se vayan convirtiendo y pasando a Cristo se les irá quitando el velo, porque la misma intención de los que pasan es la que se muda del Viejo al Nuevo Testamento; de manera que ninguno pretenda ya recibir la felicidad carnal, sino la espiritual. Por tanto, el mismo gran profeta Samuel, antes que ungiese por rey a Saúl, cuando clamó al Señor por Israel, y le oyó, y estando ofreciendo el holocausto, vinieron los extranjeros a presentar la batalla al pueblo de Dios, y tronó Dios sobre ellos, y los confundió y cayeron delante de Israel, y fueron vencidos: tomó entonces una piedra y la colocó entre la nueva y vieja Maspha, poniéndola por nombre Abenecer, que quiere decir piedra del «auxilio», y dijo: «Hasta aquí nos ayudó el Señor». Maspha, interpretado, significa contención, Y aquella piedra del auxilio es la mediación del Salvador, por la cual debe pasarse de la vieja Maspha a la nueva, esto es, de la intención con que se esperaba en el reino carnal, a la intención con que, por el Nuevo Testamento, se espera en el reino de los cielos la verdadera bienaventuranza espiritual; y por cuanto no hay objeto más apreciable que éste, hasta aquí esto, hasta su consecución, nos ayuda Dios. CAPITULO VIII De las promesas que hizo Dios a David en su hijo, las cuales no se cumplieron en Salomón, sino plenamente en Cristo Considero que me resta manifestar ahora, siguiendo la serie del asunto que prometió al mismo David, que sucedió a Saúl en el reino, con cuya mutación se nos prefiguró la final mudanza, a la cual se endereza todo cuanto nos ha dicho y dejado el Espíritu Santo. Habiendo disfrutado David de muchos sucesos prósperos, se propuso la idea de construir una suntuosa casa a Dios, es a saber, aquel templo tan rico y celebrado, que después fabricó su hijo Salomón. Teniendo, pues, este pensamiento, mandó Dios al profeta Nathan que se presentase al rey y le diese un mensaje de su parte, en el cual, habiendo dicho Dios que el mismo David le había de edificar casa, y que en tanto tiempo no había ordenado a ninguno de su pueblo que le construyese casa de cedro: «Ahora – dice – dirás a mi siervo David: Dios todopoderoso – dice así -, yo te escogí y saqué de entre el ganado para que fueses capitán y cabeza de mi pueblo Israel; me hallé contigo en todas las partes que anduviste; desterré de tu presencia todos tus enemigos, y te di nombre y fama, como a los más celebrados de la tierra. Pondré y señalaré también lugar a Israel mi pueblo, y le estableceré para que habite de por sí, de manera que no se turbe ni se inquiete más los pecadores no le afligirán más, como acostumbraban antes, desde el día que establecí jueces sobre mi pueblo Israel; te daré reposo de todos tus enemigos, y te anunciará el Señor cómo le has de edificar la casa. Y cuando se cumplieren tus días, y tu durmieres con tus padres, yo levantaré, después de muerto tú, a tu hijo salido de tus entrañas, y estableceré su reino. Este será el que edificará casa a mi nombre, y yo confirmaré el trono de su reino para siempre jamás. Yo le seré como padre, y él me será a mi como hijo mío, y cuando ejecutare alguna acción mala le castigaré con el azote de los hombres; mas no por eso apartaré de él mi misericordia, como la aparté de los que aparté mi rostro. Y su casa será fiel, y su reino permanecerá para siempre delante de mí, y su trono permanecerá estable y firmo para siempre.» El que imagina que una promesa tan grandiosa como ésta se cumplió en Salomón, mucho se engaña, pues atribuye lo que dice, «éste será el que me edificará casa», a que Salomón fue el que edificó aquel famoso templo, y no reflexiona en lo que después dice: «y su casa será fiel, y su reino permanecerá para siempre delante de mi». Considere, pues, y mire la casa de Salomón llena de mujeres e idólatras que adoraban dioses falsos, y al mismo rey, que solía ser tan sabio, seducido y engañado por ellas, abatido y sumergido en el tenebroso caos de la misma idolatría, y no se atreva a imaginar que Dios o pudo ser mentiroso en esta promesa o no pudo penetrar con su divina presciencia que Salomón y su casa habían de incurrir en este desliz. Ni de aquí debemos tomar ocasión para reparar en esto, aun cuando no viéramos cumplir esta promesa en Cristo Señor nuestro, que nació de la descendencia y linaje de David, según la carne, para que no andemos vanamente y sin utilidad buscando algún otro, como hacen los judíos carnales, pues hasta éstos están tan ajenos de entender, que este hijo que aquí ven escrito, que le promete Dios al rey David, fuese Salomón, que aun después de habérsenos manifestado con tanta evidencia el prometido, con admirable y extraordinaria ceguedad dicen que todavía aguardan otro. Es cierto que también en Salomón se representó cierta semejanza y figura de lo futuro, en cuanto edificó el templo, y tuvo paz conforme al significado de su nombre (porque Salomón quiere decir pacífico), y a los principios de su reinado procedió con cordura, y sus acciones fueron dignas de grandes elogios. En su persona, como sombra de lo futuro, figuraba a Cristo Señor nuestro; mas no era Cristo. Y así la Escritura dice de él ciertas cosas, como si de él se hubieran profetizado, porque vaticinando la Sagrada Escritura los sucesos que se han efectuado, en cierto modo nos dibuja en él una figura de lo venidero. Pues además de los sagrados libros, donde se relaciona que reinó, también el Salmo 71, se intitula de su mismo nombre; donde se insinúan tantos presagios, que de ningún modo pueden convenirle, y si sólo a nuestro Señor Jesucristo; a quien con toda congruencia se acomodan, mostrando que en Salomón se nos delineó originalmente la figura del Salvador, y en Cristo se nos representó la misma verdad. Bien claros están los términos y límites en que se incluyó el reino de Salomón, y, sin embargo, se dice en el Salmo, omitiendo otras particularidades en él contenidas: «que su reino y dominio se dilataría de mar a mar, y desde el río basta los términos y confines del orbe de la tierra»: todo lo cual notamos que va verificándose en Cristo; porque desde el río comenzó a reinar, bautizado por San Juan, y mostrado por éste a los discípulos, quienes le llamaron no sólo Maestro, sino también Señor. No principió a reinar Salomón, en vida de su padre David (lo cual a ninguno de los reyes de Israel ocurrió), sino para que nos constase que no es a él a quien se refiere esta profecía, que había con su padre, diciendo «y cuando se cumplieren tus días y durmieres con tus padres, yo levantaré después de ti a tu hijo salido de tus entrañas, y estableceré su reino». En lo que sigue: «éste es el que edificará casa», puede entenderse que fue profetizado por Salomón; y lo que ha precedido: «cuando se cumplieren tus días y durmieres con tus padres, levantaré después de ti a tu hijo», debemos entender que se refiere a otro ser pacifico, del cual se vaticina que había de venir a levantar el trono real, no antes, como éste, sino después de la muerte de David. Por mucho tiempo que mediase entre David y Cristo, después de la muerte del rey David, a quien había sido prometido, convenía que viniese quien edificase casa al Señor, no de madera y piedras, sino de hombres, como con el mayor júbilo y contento vemos ahora que la va construyendo. Hablando de esta casa, es decir, los fieles de Cristo dice el Apóstol: «Vosotros sois el templo que Dios santificó.» CAPITULO IX Que en el Salmo 88 se halla otra profecía de Cristo semejante a la que en los libros de los Reyes promete Dios por medio del profeta Nathan En el Salmo 88, cuyo título es «Instrucción para Ethan, israelita», se refieren las promesas que Dios hizo al rey David, donde se dicen algunas cosas semejantes a las que se hallan en el libro de los Reyes, como es: «Yo prometí y juré a mi siervo David, que para siempre confirmaré y estableceré tu descendencia»; y también lo que sigue: «Entonces hablaste en visión y en espíritu a tus hijos y profetas, y les dijiste: Yo puse mi favor sobre el Poderoso, y levanté a mi escogido de en medio de mi pueblo; hallé a mi siervo David y le ungí con mi santo óleo, porque mi mano le ha de ayudar y mi brazo le ha de confirmar. El enemigo no podrá causarle daño alguno, ni los malos y pecadores podrán ofenderle. Yo destruiré delante de él a sus enemigos, y ahuyentaré a los que le aborrecen. Mi verdad y misericordia será con él, y en mi nombre se ensalzará la fortaleza de David: pondré su mano y poderío en el mar, y en los ríos su diestra y potencia. El me invocará: tú eres mi Padre, mi Dios, y el protector de mi salud. Yo le haré primogénito, y le ensalzaré sobre los reyes de la tierra. Para siempre jamás guardaré con él mi misericordia, y mi pacto y testamento se lo cumpliré fiel e inviolablemente. Haré que su descendencia sea perpetua, y su trono perpetuo, mientras durasen los cielos.» Todo lo cual se entiende de nuestro Señor Jesucristo, el cual se comprende congruamente bajo el nombre de David por la forma de siervo, que el mismo Mediador tomó de la descendencia de David, naciendo de la Virgen María. Y prosigue, hablando de los pecados de sus hijos, ciertas cosas que se asemejan a lo que se dice en los libros de los Reyes, y persuaden que se entiendan de Salomón. Porque en el libro de los Reyes dice: «Y si este tu hijo pecare, le castigaré con la vara y azote de los hombres, y con los golpes de los hijos de los hombres; pero no apartaré de él mi misericordia», significando por los toques o golpes las plagas y azotes de la corrección y del castigo. Conforme a esto, dice en otro lugar: «No toquéis a mis cristos y ungidos», lo cual ¿qué otra cosa quiere decir sino que no les hagáis mal, no les ofendáis? En el Salmo 88, como tratando de David, por expresarse allí con cierta semejanza alusiva a esto, dice: «Se dejasen sus hijos mi ley y no observaren mis mandamientos; si profanaren mis sanciones y traspasaren mis preceptos, visitaré y castigaré, con vara sus maldades y con azotes sus delitos, pero no apartaré de él mi misericordia y pacto.» No dijo «de ellos», aunque hablaba de sus hijos, y no de él; dijo de él, porque, bien considerado, quiere decir lo mismo. Porque era imposible hallar pecado alguno en el mismo Cristo, que es la cabeza de la Iglesia, por el cual fuera necesario que Dios le castigara con azotes y correcciones humanas, guardando su pacto y misericordia, sino en su cuerpo y miembros, que es su pueblo. Por eso dice en el libro de los Reyes iniquitas ejus, su pecado, y en el Salmo, filiorum ejus, de sus hijos, para que entendamos que en cierto modo se dice de él lo que se dice de su cuerpo. Por lo cual, el mismo Señor, desde el Cielo, persiguiendo Pablo a su cuerpo, que son sus fieles, Saulo, Saulo – dice -, ¿por qué me persigues? » Después prosiguió el salmista: «Y no quebrantaré mi fe y verdad no profanaré o mudaré mi testamento y promesa, ni retractaré lo que he dicho por esta boca. Una vez lo prometí y, juré por mi santidad que no engañan a David«»; esto es, no ha de faltar a David mi promesa; porque suele hablar así la Escritura. Y en lo que no ha de mentir, y lo ha de cumplir, añade: «Su descendencia permanecerá para siempre, y su trono y majestad en mi presencia florecerá eternamente como el sol, y como la luna perfecta, que en el Cielo son testigos fidelísimos.» CAPITULO X Cómo sucedió en el reino de la Jerusalén terrena diferentemente de lo que prometió Dios para que entendiésemos que la verdad y cumplimiento de la promesa pertenecía a la gloria de otro rey y de otro reino. Después de fundamentos tan sólidos, en que estriba una promesa tan singular e interesante a la humana naturaleza, rara que no creyésemos que se habían verificado en Salomón; como si le excluyera, y de él no hiciese mención, para semejante asunto, dice: «Tú, Señor, le desechaste y le aniquilaste.» Porque esto fue lo que sucedió al reino de Salomón en sus descendientes, hasta venir al deplorable estado de quedar destruida y asolada la misma terrena Jerusalén, que era la cabeza y silla de su reino, y especialmente hasta no quedar piedra sobre piedra del templo, que construyó con tanto esmero el mismo, Salomón. Mas para que no juzgásemos que así lo dispuso Dios, quebrantando, su palabra y promesa, luego añade y dice: Tú, Señor, dilataste enviarnos a tu Cristo.» Luego no es Salomón, ni aun el mismo David, si se difirió la venida del Cristo del Señor; pues aunque se llamaban cristos y ungidos del Señor todos los reyes consagrados con la mística unción y crisma, no sólo desde el rey David en, adelante, sino también desde Saúl, que fue el primero a quien ungieron por rey de aquel pueblo, porque el mismo David le llama Cristo del Señor; sin embargo, uno era el verdadero Cristo, cuya figura representaban aquéllos con su unción profética; el cual, según la opinión de los que imaginaban que había de entenderse de David o de Salomón, tardaba mucho y dilataba su venida, aunque, según los altos e impenetrables decretos del Señor, se iba aprestando para venir a su tiempo. Y en el ínterin que se difiere su venida, lo que sucedió en el reino de la terrena Jerusalén, donde aguardaban que había de reinar prosiguiendo este mismo Salmo, lo declara el real profeta, diciendo: «Diste por, tierra con el testamento y promesa que hiciste a tu siervo, profanaste en la tierra su santuario y templo, destruiste todos sus setos y vallados, e hiciste que estuviese encogido y medroso dentro de los reparos y defensas. Le robaron y saquearon todos los pasajeros, viniendo a ser el oprobio y escarnio de sus vecinos, y llenaste de gozo y alegría a todos sus contrarios. Le quitaste el auxilio que solías dar a su espada, y no le acudiste y favoreciste en la guerra. Le desterraste de sus purificaciones, y diste por tierra con su trono. Disminuiste los días que prometiste a su reino, y le has llenado de confusión.» Todo esto pasó, en la Jerusalén esclava, donde reinaron también algunos hijos de la libre poseyendo aquel reino, con dispensación temporal, y el reino de la celestial Jerusalén, cuyos hijos eran, con verdadera fe, esperando en el verdadero Cristo. Y cómo sobrevinieron tales desgracias sobre aquel reino, lo declara la historia para quien quisiere leerlo. CAPITULO XI De la substancia del pueblo de Dios, la cual está, y se halla por la sucesión de la carne, en Cristo; quien fue sólo el que tuvo potestad de sacar libre su alma de los infiernos Después de haber vaticinado estos futuros sucesos, vuelve el profeta a hacer oración a Dios, y aun la misma oración es profética: «¿Hasta cuándo Señor, nos vuelves hasta el fin?» Entiéndese faciem Tuam, «nos vuelves tu rostro», como dice en otra parte: «¿Hasta cuándo me vuelves tu rostro?» Esta es la razón por qué aquí algunos libros no escriben avertir, vuelves, sino averteris, volverás, aunque se puede entender avertis misericordiam tuam, vuelves tu misericordia, la que prometiste a David. Y lo que dice, in finem, ¿qué otra cosa es sino hasta el fin? Por cuyo fin deben entenderse los tiempos últimos, cuando aquella nación ha de venir a creer también en Jesucristo, antes del cual fin habían de suceder las calamidades que arriba lloran: por las cuales prosigue aquí diciendo: «¿Acaso ha de arder, como fuego tu ira e indignación? Acuérdate de mi substancia.» Ninguna cosa se entiende aquí mejor que el mismo Jesús, que es la substancia de su pueblo, de quien tomó su naturaleza carnal: «Porque no en vano, dice, criaste a todos los hijos de los hombres»; pues si no fuera un hijo del hombre la substancia de Israel, por el cual hijo del hombre se salvarán muchos hijos de los hombres, sin duda que en, vano fueran criados todos los hijos de los hombres. Y ahora, aunque toda la naturaleza humana, por el pecado del primer hombre, haya caído de la verdad en la vanidad, por lo cual dice otro Salmo «que se ha transformado y hecho el hombre semejante a la vanidad, y que pasan sus días como una sombra»: con todo, no sin motivo crió Dios todos los hijos de los hombres; porque lo uno libra a muchos de la vanidad por el Medianero, que es Jesucristo Nuestro Señor, y lo otro los que previó que no habían de libertarse ni salvarse, los crió para la utilidad de los que se habían de salvar, y para poder comparar las dos Ciudades, cotejándolas con su contrario. Así que no las crió vanamente, si consideramos el hermoso y arreglado orden y disposición que Dios tiene puesto en todas las criaturas racionales. Después sigue: «¿Cuál es el hombre que ha de vivir y no ha de ver la muerte, y ha de sacar su alma del poder del infierno?» ¿Quién es éste, sino aquella substancia de Israel, del linaje y descendencia de David, Jesucristo Nuestro Señor, de quien dice el Apóstol «que habiendo resucitado de los muertos, ya no morirá más, y la muerte no tendrá ya más dominio sobre él?» Porque de tal suerte vive, y no verá más la muerte, que, efectivamente, una vez murió, pero sacó y libró ya su alma de la mano y potestad del infierno, pues descendió a los infiernos para librar y soltar de aquellas prisiones a algunos pecadores. La sacó y libertó con aquel poder de que hizo mención en el Evangelio: «Poder tengo para despedir mi alma, y poder tengo para volverla a tomar.» CAPITULO XII A qué persona debe entenderse que pertenece la petición de las promesas de que hace mención el Salmo cuando dice: «¿Dónde están, Señor, tus antiguas misericordias?» Pero todo lo demás que insinúa este Salmo, donde se lee: «¿Dónde están, Señor, aquellas tus antiguas misericordias y promesas que juraste a David por tu verdad? Acuérdate, Señor, del oprobio que padecen tus siervos, que llevé en mi seno, de mano de muchas naciones. ¿Con qué nos zahirieron tus enemigos, Señor? ¿Nos zahirieron con la mudanza de tu Cristo?», con razón se puede dudar si dice esto en persona de aquellos israelitas que deseaban se cumpliese la promesa que hizo Dios a David, o si se dice en persona de los cristianos, que son israelitas, no según la carne, no según el espíritu. Porque esto se dijo, o escribió en tiempo de Ethan, de cuyo nombre se intituló este Salmo, y en aquel mismo tiempo fue el reino de David, y conforme a esta explicación, no diría: ¿ «Dónde están aquellas tus antiguas misericordias, las que prometiste y juraste a David por tu verdad? » Si el profeta no transformara en sí la persona de los que habían de venir al mundo mucho después, respecto de quienes pudiese ser antigua este tiempo en que se hizo tal promesa al rey David. Puede entenderse que muchos gentiles, cuando perseguían a los cristianos, les zaherían con ignominia la pasión de Cristo, a la cual la Sagrada Escritura llama commutationem, mudanza, porque muriendo, se mudó e hizo inmortal. Puédese también tomar porque se les haya zaherido a los israelitas la mudanza de Cristo, es a saber, porque entendiendo y esperando ellos que había de ser de su facción, vino a ser de los gentiles, y esto se lo echan en rostro al presente muchas naciones que creyeron en él por el Nuevo Testamento, quedándose ellos en su senectud; de forma que por eso diga: «Acuérdate, Señor, del oprobio de tus siervos»; porque también ellos, después de este oprobio, no olvidándolos el Señor, sino teniendo misericordia de ellos, han de venir a creer en él. Pero el sentido que expuse primero parece más a propósito y conveniente, porque a los enemigos de Cristo, a quien aquí se increpa que los ha dejado Cristo pasándose, a los gentiles, incongruamente se les acomodan estas palabras: «Acuérdate, Señor, del oprobio de tus siervos», pues tales judíos no es razón que se llamen siervos de Dios, sino que estas palabras cuadran a los qué, cuando padecían por el nombre de Cristo grave opresión de persecuciones, se pudieron acordar de que la promesa que hizo Dios a la descendencia de David era el reino de los cielos, y que por deseo de él, no desesperando, sino pidiendo, buscando y llamando a la puerta, dicen: «¿Dónde están, Señor, aquellas tus antiguas misericordias que prometiste y juraste a David por tu verdad? Acuérdate, Señor, del oprobio de tus siervos, que llevé en mi seno, de mano de muchas gentes (esto es, que sufrí con paciencia en mi corazón). ¿Con qué nos zahirieron tus enemigos, Señor? Nos zahirieron con la mudanza de tu Cristo»; teniendo por Cierto, que aquélla no fue o conmutación, sino consumación. ¿Y qué quiere decir acuérdate, Señor, sino que tengas misericordia y nos des por esta humildad, que hemos sufrido con paciencia, la altura y grandeza que prometiste y juraste a David por tu verdad? Pero si queremos, acomodar estas palabras a los judíos, ¿pudieron decir semejantes razones aquellos siervos de Dios que, después de expugnada y rendida la Jerusalén terrena antes de nacer Nuestro Señor Jesucristo en carne humana, fueron llevados cautivos, los cuales entendían como se debía entender la mudanza de Cristo; es a saber: que debían esperar y aguardar fielmente por él, no la terrena y carnal felicidad, cual fue la que asomó en los pocos años del rey Salomón, sino la celestial y espiritual, la cual, ignorándola entonces los infieles, cuando se alegraban, se mofaban de ver al pueblo de Dios cautivo? ¿Qué otra cosa les zaherían que la mudanza del Cristo, aunque zaherían a los que la entendían los que no la sabían? Por eso la conclusión de este Salmo: «La bendición del Señor para siempre amén, amén», muy bien cuadra generalmente a todo el pueblo de Dios que pertenece a la celestial Jerusalén; ya sean aquellos que estaban encubiertos en el Viejo Testamento antes de revelársenos el Nuevo, ya sea a éstos, que manifiestamente se ve que, después de revelado el Nuevo Testamento, pertenecen a Cristo. Porque la bendición que nos ha de dar el Señor en el hijo prometido de la descendencia de David, no se debe esperar por corto espacio de tiempo, cual la hubo en los días de Salomón, sino para siempre, de la cual, con infalible esperanza; dicen fiat, fiat, amén, amén; que la repetición de esta palabra es continuación de esta esperanza. Entendiendo, pues, este misterio David, dice en el segundo libro de los Reyes, de donde pasamos a este Salmo: «Has prometido la casa de tu siervo para largo tiempo»; y poco después añade: «Principia, pues, Señor, y echa la bendición a la casa de tu siervo para siempre, etc.», porque entonces estaba próximo a tener un hijo, de quien procedía su descendencia hasta Cristo, por quien había de ser eterna su casa; y también casa de Dios. Es casa de David con respecto al linaje de David, e igualmente casa de Dios por el templo de Dios, fabricado de hombres y no de piedras, donde habite para siempre el pueblo con Dios y en su Dios, y Dios en el pueblo y en su pueblo, de forma que Dios esté llenando a su pueblo y el pueblo lleno de Dios, cuando Dios: «será todas las cosas en todos», y El mismo será el premio en la, paz, como es la fortaleza en la guerra. Por eso, habiendo dicho en las palabras de Nathan «y te advierte el Señor que le has de edificar una casa», dijo después David: «Porque tú, Señor Todopoderoso; Dios de Israel, revelaste al oído de tu siervo, diciendo que yo te había de edificar una casa.» Porque también nosotros vamos construyendo esta casa viviendo bien, y ayudándonos Dios para que vivamos bien, pues «si el Señor no edificare la casa, en vano se cansan los que la edifican». Cuando llegare el tiempo de la última dedicatoria de esta casa, entonces será lo que aquí dijo el Señor por medio de Nathan: «Estableceré y señalaré también el lugar a Israel mi pueblo y le plantaré para que habite y viva por sí, de manera que no se turbe ni inquiete más, ni los pecadores le afligirán más, como acostumbraban antes, desde el día que puse jueces sobre mi pueblo Israel.» CAPITULO XIII Si esta paz que promete Dios a David puede pensarse que se cumplió en los tiempos que corrieron reinando Salomón Cualquiera que espera en este siglo y en esta tierra una felicidad tan grande como ésta, opina muy neciamente. ¿Acaso habrá alguno que piense que se cumplió esta promesa con la paz de que gozó el rey Salomón? Porque aquella paz la celebra con singular elogio la Sagrada Escritura por la sombra de lo que había de ser. Pero a esta sospecha advertidamente ocurrió la Escritura, cuando habiendo dicho: «Ni los pecadores le afligirán más», luego añade: «como solían antes del día que puse jueces sobre mi pueblo Israel». Porque antes de haber reyes acostumbraba haber jueces en aquel pueblo, desde que entró en la tierra de promisión. Y sin duda que le humillaba el hijo de la iniquidad, esto es, le molestaba el enemigo gentil y extranjero, por algunos intervalos de tiempos, en que leemos que a veces hubo paz, en otras guerras, y notamos que allí la paz duró más que en los tiempos de Salomón, que reinó cuarenta años, pues en tiempo de uno de los jueces, llamado Aod, hubo ochenta años de paz. Así que por ningún motivo debemos creer que esta promesa aludía a los tiempos de Salomón, y por consiguiente, mucho menos a los de cualquiera otro rey, pues ninguno de ellos reinó en tanta paz como él, ni jamás aquella nación tuvo el reino de suene que no estuviese con cuidado y temerosa de venir a manos de sus enemigos. Porque en una mutabilidad e inconstancia tan grande como es la de las cosas humanas, ningún pueblo ha habido jamás a quien el cielo haya concedido tanta seguridad que no estuviese con recelo y miedo, en esta vida, de los acontecimientos y maquinaciones de sus enemigos. Luego el lugar que promete aquí para vivir en él con tanta paz y seguridad es eterno y se debe a los eternos en la madre Jerusalén, la libre; en donde verdaderamente será el pueblo de Israel, esto es, estará viendo a Dios, porque esto quiere decir Israel. Y con deseo de este premio debemos vivir santamente esperándolo en esta trabajosa peregrinación. CAPITULO XIV Del estudio de David en componer Salmos Discurriendo por el orden de sus tiempos la Ciudad de Dios, primeramente reinó David en la que era sombra de lo que había de ser en lo sucesivo, esto es, en la terrena Jerusalén. Fue David varón muy diestro y aficionado a componer canciones, y dado al eco y armonía de la música, no llevado del gusto común y vulgar, sino penetrado de una intención y ánimo devoto y fiel, pues con ella sirvió a su Dios, que es el verdadero Dios, figurando místicamente con la música un arcano grande y excelente, pues la consonancia concertada y moderada de diferentes voces nos representa la unión de una ciudad bien ordenada y regida, enlazada entre sí con una concorde variedad. En efecto, casi toda su profecía se encuentra en los Salmos, y contiene ciento cincuenta el libro que llamamos de los Salmos, aunque algunos dicen que sólo compuso David los que tienen el título de su nombre. Otros hay que piensan que no son suyos sino los que se intitulan Ipsius David, del mismo David, y que los que tienen en el título lsip David, al mismo David, los compusieron otros y los apropiaron a su persona. Pero esta opinión queda refutada por lo que el Salvador dice en el Evangelio, que el mismo David dijo en espíritu que Cristo era su Señor, porque el Salmo 109 principia así: «Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos como tarima debajo de tus pies.» Sin embargo, este Salmo no tiene en el título Ipsius David, del mismo David, sino Isip David, al mismo David, como otros muchos. Me parece más probable lo que sostienen otros, y es, que todos los ciento cincuenta Salmos los compuso David, y que a algunos les puso nombres de otros, que figuraban y significaban alguna cosa que hacía a su intento, y que los demás no quiso que tuviesen por título nombre de ninguno, según le inspiró el Señor la disposición de esta variedad interpolada de inescrutables arcanos, aunque oculta, pero no sin misterio. Ni menos debe movernos a no prestar asenso a esta opinión el ver que en aquel libro en algunos Salmos hallamos los nombres de varios profetas que fueron muy posteriores a David, y que lo que en ellos se dice parece que lo dicen ellos; porque bien pudo el espíritu profético, cuando vaticinaba el rey David, revelarle también los nombres de estos profetas que había de haber en lo futuro para que proféticamente se cantase algún asunto que cuadraba y convenía a la persona de ellos, así como reveló Dios a un profeta el nombre del rey Josías, que había de venir a nacer y reinar al cabo dé más de trescientos años después, cuya profeta presagió también las acciones que este rey había de practicar. CAPITULO XV Si todas las profecías que de Cristo y de su Iglesia hay en los Salmos las debemos poner y acomodar en el texto y discurso de esta obra Presumo que ya me están aguardando para que en este lugar declare qué es lo que David profetizó en los Salmos de nuestro Señor Jesucristo o de su Iglesia; pero si no satisfago en este particular, como parece que lo pide el deseo de los lectores, aunque ya lo he ejecutado en otro libro, es por impedirlo la mucha materia que falta. Porque no puedo relatarlo todo por no ser prolijo; y recelo que cuando haya escogido algún asunto, a muchos doctos que tienen la bastante noticia en este punto les parezca que he omitido lo más necesario. Fuera de qué el testimonio y autoridad que se alega debe tomar su vigor y firmeza del contexto de todo el Salmo, de forma que a lo menos en él no haya cosa que lo contradiga, cuando todo sea en su favor, para qué no se crea que a modo de centones vamos recogiendo versos a propósito para lo que queramos, como suele hacerse de un poema famoso, el cual se escribió, no al intento de aquel asunto, sino de otro bien distinto. Para poder manifestarlo en cualquier Salmo, sería necesario examinarlo todo, y cuán penosa y prolija sería esta operación lo indican bastante los libros que yo y otros han escrito sobre ellos. Lea, pues, éstos el que quisiere y pudiere y hallará cuántas y cuán grandes maravillas haya profetizado de Cristo y de su Iglesia el rey y profeta David, es a saber, del rey y de la ciudad que este rey fundó. CAPITULO XVI De las cosas que clara o figuradamente se dicen en el Salmo 44 que pertenecen a Cristo y a su Iglesia Por más propias y claras que sean las palabras que profetizan algún misterio es necesario que vayan mezcladas también con las trópicas y figurativas, las cuales particularmente, por causa de los rudos, ofrecen a los doctos un negocio muy trabajoso para explicarlas; con todo, hay algunas que, al primer aspecto, manifiestan a Cristo y a su Iglesia, aunque quedan entre ellas algunas cosas menos inteligibles para explicarlas despacio, como es aquello en el mismo libro de los Salmos: «Salió de mi corazón una buena palabra (una canción famosa) y, como cosa mía, va dirigida al rey; mi lengua no es más que la pluma en mano de un escribiente que escribe con velocidad: Hermoso eres, ¡oh Rey!, sobre todos los hijos de los hombres. La gracia se derramó por tus labios, y por eso te echó Dios su bendición para siempre. ¡Oh poderosísimo Señor! Ciñe la espada al lado, encima del muslo; muestra tu hermosura, donaire, majestad y gloria; acomete, camina con prosperidad y reina conforme a la verdad, mansedumbre y justicia. Y con esto, tu poderosa diestra te llevará maravillosamente al fin de tus empresas. Tus flechas agudas, poderosísimo Señor, penetrarán las entrañas de los reyes tus enemigos; los pueblos y naciones se rendirán a tus pies. ¡Oh Dios! Tu real silla es eterna, la vara y cetro de tu reino es vara de justicia y rectitud. Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad. Por eso te ungió Dios, tu Dios, con óleo de la alegría y del Espíritu, Santo con más abundancia que a los otros que participan tu nombre y se llaman Cristos y Reyes como tú. Todos tus vestidos derraman de si suavísimo olor de mirra, ámbar y canela, escogidas de los palacios y templos de marfil, con los cuales te dan gusto y honor las castas hijas de los reyes, deseando honrarte y glorificarte.» ¿Quién habrá tan estúpido e ignorante que no entienda que habla de Cristo, a quien predicamos y en quien creemos, viendo cómo se le llama Dios, cuya silla real es para siempre, y ungido de Dios, es decir, como unge Dios, no con unción y crisma visible, sino espiritual e inteligible? Porque ¿quién hay tan rudo en esta religión, o quién puede hacerse tan sordo a la fama que de ella corre por toda la redondez de la tierra, que no sepa que se llamó Cristo, de crisma, esto es, de la unción? Conocido el Rey, Cristo o ungido; lo que aquí designa por metáforas y figuras de cómo es hermoso sobre todos los hijos de los hombres, con una hermosura tanto más digna de ser amada y admirada cuanto es menos corpórea; y cuál sea su espada, cuáles las flechas y lo demás que inserta, no propia, sino metafóricamente, sujeto ya, y debajo del dominio de este Señor, que reina por su verdad, mansedumbre y justicia, indáguese y examínese despacio. Vuélvanse después los ojos a su Iglesia, esposa de un grande esposo, unida con él con un desposorio espiritual y con un amor divino, de la cual habla en los versos siguientes: Pusiste a la Reina a tu diestra, vestida de ricos paños de oro, labrados con varias y diferentes labores. Oye, hija, y mira; inclina tus oídos y no te acuerdes ya más de tu pueblo, ni de la casa de tu padre, porque el Rey se aficionará de tu hermosura, porque él es el Señor tu Dios, y los hijos de Tiro le han de adorar y ofrecer dones, y los ricos del pueblo harán sus ruegos delante de tu rostro. Toda la gloria de la hija del Rey es intrínseca y está vestida de oro recamado; detrás de ella traerán las vírgenes al Rey, las conducirán, ¡oh Rey!, a ti sus parientes; las traerán alegres y regocijadas; las traerán al templo del Rey. En lugar de tus padres te nacerán, Señor, hijos, y tú los harás príncipes de toda la tierra, y ellos se acordarán de tu nombre en las futuras perpetuas generaciones, por lo que los pueblos y las naciones te confesarán y celebrarán públicamente para siempre en todos los siglos de los siglos.» No creo que habrá alguno tan poco cuerdo que presuma que celebra y nos pinta aquí una mujercilla; describe la esposa de aquel de quien dijo: «Tu real silla es eterna; el cetro y vara de tu reino es vara de justicia y rectitud. Amaste la justicia y aborreciste la iniquidad; por eso te ungió Dios, tu Dios, con el óleo de alegría con más abundancia que a los otros que participan de tu nombre y se llaman Cristos como tú, es, a saber: ungió con más abundancia a Cristo que a los cristianos. Porque éstos son los que participan de Él, y de la unión y concordia que estos tienen en todas las naciones resulta esta Reina a quien en otro Salmo llama Civitas Regis magni, Ciudad del gran Rey: Esta, tomada en sentido espiritual, es Sión, que quiere decir especulación; porque especula y contempla el sumo bien del siglo futuro, pues allá es donde endereza toda su intención. Esta es también espiritualmente la Jerusalén de quienes hemos ya dicho grandes particularidades, cuya contraria es la ciudad del demonio, a la cual dicen Babilonia, que significa confusión. Aunque de dicha Babilonia se desembaraza y exime esta Reina en todas las naciones y gentes por la generación, y de la servidumbre de un rey perverso pasa a un Rey sumamente bueno, esto es, del demonio pasa a Cristo. Por eso la dice: «No te acuerdes ya más de tu pueblo ni de la casa de tu padre.» De esta ciudad impía son los israelitas, que lo son por sola la carne, y no por la fe, enemigos asimismo de este gran Rey y de su Reina. Porque habiendo venido a ellos Cristo, y habiéndole muerto ellos, se hizo Rey de los otros israelitas, que no vio mientras vivió en la tierra en carne mortal. Y así proféticamente en otro Salmo dice este nuestro Rey: «Me has de librar, Señor, de la contradicción y rebelión del pueblo, y me has de hacer cabeza y príncipe de la gente. El pueblo y nación que yo no vi se sujetó a mi servicio, y oyendo mi nombre y Evangelio me rindió su obediencia.» Este es el pueblo de los gentiles, que no visitó Cristo con su presencia corporal, el cual, no obstante, por haberlo predicado, cree en Él; de manera que con razón se dijo de dicho pueblo en el Salmo que en oyendo su nombre y doctrina, luego le dio la obediencia, porque la fe nace del oído. Este pueblo, añadido a los israelitas verdaderos, que son los israelitas, no según la carne, sino también según la fe, es la Ciudad de Dios, la cual produjo también al mismo Cristo, según la carne, cuando se hallaba en aquellos israelitas. Porque de éstos descendía la Virgen María, en la cual, para hacerse hombre, tomó Cristo carne. Di esta Ciudad dice otro Salmo: «El hombre llama a Sión madre por haber nacido en ella, y el Altísimo la fundó.» ¿Y quién es este Altísimo sino Dios? Por consiguiente, nuestro Señor Jesucristo Dios, antes que en esta Ciudad por medio de María se hiciese hombre, Él mismo la había fundado en los patriarcas y profetas. Así que, habiéndose anunciado proféticamente tanto tiempo antes esta Reina, que es la Ciudad de Dios, vemos ya cumplido el anuncio: «en lugar de sus padres le habían nacido hijos a quienes constituiría por cabezas y príncipes de toda la tierra» (porque ya por todo el ámbito de la tierra se hallan hijos de ésta colocados por príncipes y jefes de diferentes pueblos, pues los pueblos que concurren a ella la confiesan con confesión de alabanza eterna para siempre jamás). Sin duda que todo cuanto aquí se nos dice con tanto énfasis y oscuridad, debajo de metáforas y figuras, como quiera que se entienda, es necesario que se refiera y se acomode a estas cosas que son sumamente claras y manifiestas. CAPITULO XVII De las cosas que en el Salmo 109 pertenecen al sacerdocio de Cristo y de las qué en el 21 tocan a su Pasión En el otro Salmo expresamente llama a Cristo Sacerdote, como aquí Rey: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta tanto que ponga a tus enemigos como tarima de tus pies.» El sentarse Cristo a la diestra de Dios Padre lo creemos, no lo vemos; y el poner igualmente a sus enemigos como tarima de sus pies, aún no lo vemos; esto lo veremos al fin; ahora verdaderamente lo creemos; después lo veremos. Pero lo que sigue: «Desde Sión extenderá y dilatará el Señor la vara y cetro de tu potencia y reinarás en medio de tus enemigos», está tan claro, que el que lo niega, lo niega, no sólo infiel y miserablemente, sino también con descaro. Porque hasta los mismos enemigos confiesan que desde Sión se extendió y esparció la ley de Cristo, que nosotros llamamos Evangelio, y ésta es la que reconocemos por vara de su potencia, y que reina en medio de enemigos. Estos mismos entre quienes reina lo confiesan bramando y crujiendo los dientes y consumiéndose de envidia, sin que puedan cosa alguna contra ella. Lo que poco después continúa: «Juró el Señor, y no se arrepentirá de ello», nos significa que ha de ser infalible e inmutable esto que añade, diciendo: «Tú eres sacerdote para siempre, según la orden de Melchisedech.» Y supuesto que ya no existe vestigio del sacerdocio y sacrificio según el orden de Aarón, y por todo el orbe se ofrece bajo de sacerdocio de Cristo lo mismo que ofreció Melchisedech cuando bendijo a Abraham, ¿quién hay que pueda poner duda por quién se explicará así? A estas cosas, que son claras y manifiestas, se reducen y refieren las que se describen con alguna oscuridad en el Salmo, las cuales ya explicamos en los sermones que hicimos al pueblo cómo se deben entender bien. Asimismo, en aquel lugar donde Cristo declara en profecía la humildad de su Pasión, dice: «Traspasaron y clavaron mis manos y mis pies; me contaron todos mis huesos, y ellos, reflexionando en mi deplorable estado, gustaron de verme así», con cuyas palabras sin duda nos significó su cuerpo, tendido en la cruz, clavado de pies y manos, horadadas y traspasadas con los clavos, presentando así un espectáculo doloroso a cuantos le contemplaban y miraban. Y aún más, añade: «Dividieron entre sí mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes»; cuya profecía, del modo que se cumplió, lo dice la historia evangélica. Entonces se dejan entender también las demás maravillas que allí se expresan con menos claridad cuando convienen y concuerdan con las que con tanta claridad se nos han manifestado; principalmente porque las que todavía no han pasado no sólo las creemos, sino que, presentes, las vemos. Así como se leen en el mismo Salmo tanto tiempo antes profetizadas, así las vemos ya presentes y que se cumplen por todo el mundo; porque en el mismo Salmo, poco después, dice: «Se acordarán y convertirán al Señor todos los confines de la tierra; se postrarán en su acatamiento y te adorarán todas las familias de las gentes, porque del Señor es el temor y Él ha de tener el dominio y señorío sobre todas las naciones.» CAPITULO XVIII De los Salmos 3, 40, 15 y 67, donde se profetiza la muerte y resurrección del Señor También hallamos en los Salmos la profecía de la resurrección del Señor; porque ¿qué otra cosa es lo que se canta en nombre de Cristo en el Salmo 3: «Yo dormí, tomé el sueño y me levanté, porque el Señor me recibió y amparó»? ¿Acaso hay alguno tan ignorante que se persuada que nos quiso el profeta vender por un admirable arcano que se durmió y se levantó si este sueño no fuera la muerte y el despertar no fuera la resurrección, la cual convino que, por este término, se profetizara de Cristo? Porque aun en el Salmo 40 se nos declara este vaticinio más expresamente donde, en nombre del Medianero, según su costumbre, se nos refieren como sucesos pasados las que se profetizan que han de suceder, porque los que habían de suceder en la predestinación y presciencia de Dios ya eran como hechos, porque eran ciertos e infalibles: «Mis enemigos, dice, me echaban maldiciones diciendo: ¿Cuándo le llegará la muerte y perecerá su nombre? Si alguno venía a visitarme me hablaba fingidamente e iba recogiendo en su corazón falsedades y mentiras, y al salir fuera las comunicaba con otros que me tenían la misma voluntad. Todos mis enemigos hacían conventículos, murmuraban de mí y trazaban contra mí todo el mal que podían. En una cosa bien injusta e inicua resolvieron contra mí. ¿Por ventura el que duerme no podrá levantarse?» Verdaderamente que estas palabras están de tal forma descubiertas que parece no ha querido decir otra cosa que si dijera: ¿Acaso el que muere no podrá revivir y resucitar? Porque las palabras precedentes nos muestran que sus enemigos le maquinaron y trazaron la muerte, y que esto se ejecutó por medio de aquel que entraba a verle y visitarle y salía a venderle. ¿Habrá alguno a cuya imaginación no se presente que éste es Judas, que, de discípulo, se transformó en traidor? Porque habían de poner por obra lo que maquinaban, quiero decir, que le habían de crucificar y quitar afrentosamente la vida; para manifestar que con su vana malicia en vano darían la muerte al que había de resucitar, añadió este versículo, como si dijera: ¿Qué hacéis, necios? Toda vuestra iniquidad vendrá a parar en mi sueno, en que yo me duerma. «¿Acaso el que duerme no podrá levantarse?» Y, sin embargo, en los versos siguientes nos hace ver que tan execrable crimen no había de quedar sin el merecido castigo, diciendo: «Y aquel que era mi amigo en quien yo confiaba, el que comía mi pan a mi mesa, levantó contra mí su planta»; esto es, me holló y pisó; «pero tú, Señor, dice, ten misericordia de mí y resucítame y yo les daré su pago». ¿Quién hay que pueda ya negar este vaticinio viendo a los judíos después de la pasión y resurrección de Cristo expulsos y desarraigados totalmente de su asiento con el rigor y estragos de la guerra? Porque habiéndole muerto, resucitó, y en el ínterin les dio una instrucción y corrección temporal, además de la que reserva a los que no se enmendaren cuando vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. El mismo Jesucristo, Señor nuestro, declarando a los apóstoles el traidor que le vendía, a pasar del bocado de pan que le daba, refirió también este verso del mismo Salmo, y dijo que se cumplió en él: «El que comía mi pan conmigo a mi mesa levantó sobre mi el carcañal.» Lo que dice: «En quien tenía puesta mi confianza», no corresponde a la cabeza, sino al cuerpo, puesto que no dejaba de conocerle el mismo Salvador, pues poco antes había dicho de él: «Uno de vosotros es diablo calumniador y traidor.» Pero suele transferir a su persona y atribuirse lo que es propio de sus miembros; porque cabeza y cuerpo es un solo Jesucristo, y de aquí la expresión del Evangelio: «Cuando tuve hambre me diste de comer.» Aclarándola más, dice: «Cuando esto hiciste con uno de los más ínfimos de los míos, conmigo lo hiciste.» Dijo, pues, de sí que confió y esperó lo que esperaban y confiaban de Judas sus discípulos cuando le admitió en el número de los apóstoles. El Cristo que esperan los judíos, no creen que ha de morir, y por eso el que nos anunciaron la ley y los profetas no imaginan que es el nuestro, sino el suyo, de quien dan a entender que no puede padecer muerte y Pasión, y así, con maravillosa vanidad y ceguera, pretenden que estas palabras citadas por nosotros no significan muerte y resurrección, sino sueño y estar despierto. Sin embargo, con toda claridad lo dice asimismo el Salmo 15: «Porque está Dios a mi diestra se ha regocijado mi corazón y se ha alegrarlo mi lengua, y fuera de esto, cuando dejare por un momento el alma también mi carne descansará en esperanza, porque no dejarás a mi alma en el infierno ni consentirás que tu santo vea la corrupción.» ¿Quién podía decir que había descansado su carne con aquella esperanza, de manera que, no dejando a su alma en el infierno, sino volviendo luego al cuerpo, vino a revivir, porque no se corrompiera como suelen corromperse los cuerpos muertos, sino él resucitó al tercer día? Lo cual, sin duda, no puede decirse del real profeta David, pues también clama el Salmo 67, diciendo: «Nuestro Dios es Dios, cuyo cargo es salvarnos; y del Señor son las salidas de la muerte.» ¿Con qué mayor claridad nos lo pudo decir? Porque Dios, qué nos salva, es Jesús, que quiere decir Salvador o que da salud; pues la razón de este nombre se nos dio cuando antes que naciese de la Virgen dijo el ángel: «Parirás un hijo y le llamarás Jesús, porque él ha de salvar a su pueblo y lo ha de libertar de sus pecados.» Y porque en remisión de estos pecados se había de derramar su sangre, no convino, sin duda, que tuviese otras salidas de esta vida, que las de la muerte. Por eso, cuando dijo: «Nuestro Dios es Dios, cuyo cargo es, salvarnos», añadió: «y del Señor son las salidas de la muerte para manifestarnos que, muriendo, nos había de salvar». Admira que diga y del Señor, como si dijera: tal es la vida de los mortales, que ni aun el mismo Señor salió de ella de otra manera que por la muerte. CAPITULO XIX Del Salmo 68, donde se declara la pertinaz incredulidad de los judíos Pero como los judíos no quieren creer de ningún modo los testimonios tan manifiestos e incontrastables de esta profecía, aun después de haberse cumplido los vaticinios con efectos y pruebas tan claras y ciertas, sin duda se cumple en ellos lo que se escribe en el Salmo siguiente. Porque diciéndose en él proféticamente en persona de Cristo ciertas particularidades que pertenecen a su Pasión, se refiere aquello mismo que se verificó en el Evangelio: «Me dieron a comer hiel, y en aquella terrible sed que padecí me dieron a beber vinagre.» A consecuencia de estos banquetes y de unos manjares de esta calidad, como si los hubiera ya recibido, añade: «Conviértaseles su mesa en trampa, en retribución y tropiezo; ciéguense sus ojos de forma que no vean; encorva y humilla, Señor, siempre sus espaldas.» Esto lo dice no deseándolo, sino que lo anuncia profetizando, en cierto modo como si lo deseara. ¿Y qué maravilla es que no vean cosas tan manifiestas los que tienen los ojos en tinieblas Y ciegos para que no puedan ver? ¿Qué extraño es que no los alce al cielo una nación que, para estar pronta e inclinada a la tierra, tiene siempre encorvadas sus espaldas? Pues por estas palabras, que se toman metafóricamente del cuerpo, se nos denotan los vicios del alma. Baste esta doctrina acerca de los Salmos, esto es, de lo respectivo a la profecía del rey David, para que haya alguna medida en la exposición de este punto y no sea demasiado prolijo, y perdonen los lectores que no lo saben ya, y no se quejen si viesen o imaginaren que he omitido otras particularidades que pudiera acaso alegar como más firmes y sólidas. CAPITULO XX Del reino y méritos de David y de su hijo Salomón, y de la profecía que pertenece a Cristo y se halla así en los libros que andan con los que él escribió, como en los que no hay duda que son suyos Reinó David en la terrena Jerusalén y fue hijo de la celestial Jerusalén, tan elogiado por el irrefragable testimonio de las sagradas letras, y que con tanta piedad, religión y devoción confesó y satisfizo sus culpas por medio de la verdadera y saludable acción de la penitencia, que, sin duda, podemos numerarle entre aquellos de quienes dice él mismo: «Felices y bienaventurados aquellos cuyas culpas están perdonadas y cuyos pecados están abiertos y olvidados». Después de éste, reinó sobre todo el mismo pueblo su hijo Salomón, quien, como insinuamos arriba, principió a reinar ea vida de su padre. Habiendo sido buenos y loables susprincipios, sus fines llegaron a ser malos, porque las prosperidades, que suelen dar en qué entender a los mas sabios, le dañaron mucho más que lo que le aprovechó su sabiduría, que en la actualidad y en lo sucesivo es y será memorable y famosa, y entonces fue muy célebre y alabada por todo el mundo. También está averiguado que Salomón profetizó en sus libros, de los cuales tres están admitidos por canónicos, a saber: los Proverbios, el Eclesiastés y el Cántico de los Cánticos; los otros dos, el de la Sabiduría y el Eclesiástico, por la semejanza del estilo, comúnmente se atribuyen también a Salomón. Y aunque no dudan los más doctos que no son suyos, con todo, los ha recibido desde los tiempos más remotos por canónicos, especialmente la Iglesia Occidental; y en el uno de ellos, que se intitula La Sabiduría de Salomón, expresamente está profetizada la Pasión de Cristo, haciendo mención de los impíos que le mataron, y diciendo: «Oprimamos al justo porque es desabrido para nosotros, y contradice lo que hacemos, y nos da en rostro con los pecados de la ley; divulga y manifiesta las culpas y desórdenes de nuestra vida; jáctase de que tiene noticia y ciencia de Dios, y llámase Hijo de Dios. Se ha hecho descubridor y reprensor de nuestros pensamientos, y no le pueden ya ver ni sufrir nuestros ojos porque su modo de vivir es diferentes del de los otros y muy otro su instituto; nos tiene en opinión de falsos y adulterinos, y huye de nuestros caminos como de inmundicias; aventaja los extremos y fines de los justos, y gloriase que tiene por Padre a Dios. Veamos si es verdad lo que dice, probemos a ver el suceso que tienen sus cosas y sabremos en qué para su fin, porque si es verdadero Hijo de Dios, le ayudará y libertará de los contrarios. Probémosle con denuestos y tormentos para ver su modestia y mansedumbre y experimentar su paciencia; condenémosle a una muerte infame e ignominiosa, porque de sus palabras colegiremos lo que Él es.» Esto fue lo que imaginaron ellos, y erraron, porque los cegó su malicia. En el Eclesiástico nos anuncia la fe de las gentes de este modo: «Ten misericordia de nosotros, Señor Dios de todo lo criado, e infunde tu temor sobre todas las gentes levanta tu mano sobre las naciones infieles y observen tu poder, para que, así como fuiste santificado en nosotros, viéndolo ellos, así viéndolo nosotros seas engrandecido en ellos y te conozcan, así como nosotros te hemos conocido, porque no hay otro Dios sino tú, Señor.» Esta profecía, que está concebida bajo la fórmula de desear y rogar, la vemos cumplida por Jesucristo, aunque lo que no se halla en el Canon de los judíos, no parece que se alega con tanta autoridad y firmeza contra los contradictores. En los otros tres libros que consta son de Salomón, y los judíos los tienen por canónicos, si quisiéremos mostrar que lo que en ellos se halla semejante o alusivo a esto perteneciente a Cristo y a su Iglesia, requeriría un examen circunstanciado, prolijo y penoso, en el cual, si nos detuviésemos, nos haría ser más largos de lo que conviene. Sin embargo, lo que dicen los judíos en los Proverbios: «Escondamos en la tierra injustamente al varón justo, traguémosle vivo, como lo hace el infierno, y desterremos de la tierra su memoria; tomemos posesión de su preciosa heredad, no está tan enfático y oscuro que, sin trabajar mucho en exponerlo, no pueda entenderse de Cristo y de su heredad, que es la Iglesia. Porque alusivo a esto mismo es lo que nos muestra el mismo Señor Jesucristo en una parábola del Evangelio, en la que decían los inicuos labradores: «Este es el heredero; venid, quitémosle la vida y vendrá a ser nuestra la heredad.» Y asimismo aquella expresión del mismo libro, que hemos apuntado ya otra vez, hablando de la estéril que dio a luz siete, los que la oyen leer y saben que Cristo es la sabiduría de Dios, no suelen entenderlo, sino de Cristo y de su Iglesia: «La sabiduría edificó su casa ‘y la apoyó sobre siete columnas; sacrificó sus víctimas; echó su vino en la taza. Envió sus criados a llamar y convidar con una famosa embajada a beber de su taza, diciendo: El que fuere ignorante lléguese a mí, y a los faltos de sentido dijo: Venid y comed de mis panes, y bebed del vino que os he prevenido.» Aquí, sin duda, reconocemos que la sabiduría de Dios, esto es, que el Verbo, tan eterno como el Padre, edificó en las entrañas de la Virgen su casa, que es su cuerpo humano, y que a éste, como a cabeza, le añadió y acomodó como miembros su Iglesia, sacrificando en ella las víctimas de los mártires, y disponiendo la mesa con pan y vino, donde se nos descubre también el sacerdocio, según, el orden y semejanza, de Melchisedech, llamando y convidando a los faltos de entendimiento y de sentido; porque, como dice el Apóstol: «Escogió Dios lo más flaco para confundir lo fuerte»; y a estos flacos, sin embargo, les dice lo que sigue: «Dejad de ser necios para que viváis, y buscad la prudencia para que poseáis la vida.» Y el participar de su mesa es lo mismo que comenzar a tener vida; porque hasta en otro libré, llamado el Eclesiastés, donde dice: «No tiene otro bien el hombre, sino lo que comiere y bebiere», ¿qué cosa, más creíble podemos entender que nos dice sino lo que pertenece a la participación y comunicación de esta mesa que nos pone el mismo sacerdote, medianero del Nuevo Testamento, según el orden de Melchisedech, con los platos de su cuerpo y sangre? Porque este sacrificio sucedió en lugar de aquellos sacrificios del Viejo Testamento que se ofrecían e inmolaban en sombra y significación de lo futuro; por lo cual echamos de ver que lo que dice el Mediador en el Salmo 39 lo dice proféticamente: «No quisiste ya servirte más de sacrificios y ofrendas, y por eso me hiciste y formaste cuerpo»; porque en lugar de todos aquellos sus sacrificios y ofrendas, se ofrece ya su Cuerpo y se suministra y da a los que participan de él. En lo que el Eclesiastés dice del comer y beber, lo cual nos lo repite muchas veces y encarecidamente nos los recomienda, bastante nos muestra que no habla de los manjares del gusto de la carne aquello que dice: «Más vale ir a casa donde lloran que donde beben»; y poco después: «El corazón de los sabios se halla en la casa donde lloran, y el corazón de los necios e ignorantes en la casa donde comen y beben.» Pero lo que me parece más digno de referir en este libro es aquello que pertenece a las dos Ciudades: a la del demonio y a la de Cristo, y a sus dos príncipes, Jesucristo y el demonio: «¡Ay de ti, dice, ¡oh tierra!, donde el rey es joven y donde los príncipes andan en banquetes desde la mañana, y bienaventurada la tierra cuyo rey es hijo de nobles y generosos y cuyos príncipes comen a su tiempo para alentar y no quedar confusos!» Joven llamó al demonio por su ignorancia, por la soberbia, temeridad y disolución, y por los demás vicios de que suele abundar este siglo; y a Cristo, hijo de nobles y generosos, esto es, de los santos patriarcas que pertenecen a la Ciudad libre, de quienes desciende según la carne. Los príncipes de la otra ciudad comen y andan en banquetes de mañana, esto es, antes de la hora conveniente, porque no aguardan la felicidad oportuna del siglo futuro, que es la verdadera, queriendo ser bienaventurados luego del presente con el aplauso de este siglo; Pero los que son príncipes de la Ciudad de Cristo aguardan con paciencia el tiempo de la verdadera bienaventuranza. Esto, dice, «para alentar y no quedar confusos»; porque no les saIe vana su esperanza, de la cual dice el Apóstol «que a ninguno deja confuso», y el Salmo: «Todos los que tuvieron puesta en Dios su esperanza no se engañaran.» El libro de los Cantares, ¿qué es sino un espiritual deleite de las almas en el desposorio del rey y reina de aquella ciudad, que es Cristo y su Iglesia? Pero este deleite está envuelto debajo de la corteza y la cubierta de alegorías para que se desee con más fervor, se vea con más complacencia y se nos muestre el esposo, de quien dice en los mismos Cantares «que la misma bondad y santidad está enamorada de él», y para que veamos a la esposa, a quien llama «mi amor y regalo». Muchas cosas paso en silencio por dirigirme ya al fin de esta obra. CAPITULO XXI Por los reyes que hubo después de Salomón, así en Judá como en Israel Los demás reyes de los hebreos que sucedieron después de Salomón, si no es por ciertos enigmas de algunas particularidades, que dijeron o hicieron, apenas profetizaron cosa que pertenezca a Cristo y a su Iglesia, así en Judá como en Israel. Porque así se llamaron las dos partes de aquel pueblo, después que por la culpa de Salomón, en tiempo de su hijo Roboán, que sucedió a su padre en el reino, se dividió por justo juicio y castigo de Dios. Las tribus que siguieron a Jeroboán, criado de Salomón, y le alzaron por rey en Samaria, propiamente se llamaban Israel, aunque este nombre era general a todo aquel pueblo. Y las otras dos tribus, la de Judá y Benjamín, las cuales, por particular afecto a David, y porque no se desarraigasen totalmente de su casa y linaje el reino, quedaron sujetas a la ciudad de Jerusalén, se llamaron Judá, porque Judá era la tribu de donde descendía David, y la otra tribu de Benjamín, como dije, pertenecía al mismo reino, de donde fue Saúl su rey, antes de David. Pero estas dos tribus juntas, según insinué, se llamaban Judá, y con este nombre se distinguían de Israel, que se denominaban, propiamente las diez tribus, y tenían su rey. La tribu de Leví, como era la sacerdotal y estaba designada al culto y servicio de Dios, y no al de los reyes, era la decimotercera; porque Joseph, que fue uno de los doce de Israel, no constituyó una sola tribu, como los demás, cada uno la suya, sino dos, la de Efraím y la de Manasés. A pesar de esto, la tribu de Leví pertenecía más al reino de Jerusalén por estar allí el templo de Dios, a quien servía. Dividido, el pueblo, el primero que reiné en Jerusalén fue Roboán, rey de Judá, hija de Salomón; y en Samaria, Jeroboán, rey de Israel, criado que fue de Salomón. Y queriendo Roboán hacer guerra a la otra parcialidad, que se había apartado de su obediencia, como a rebelde, mandó Dios al pueblo que no pelease contra sus hermanos, diciéndole por su profeta que él había hecho aquello; de donde se advirtió que en esta disposición no hubo pecado alguno, o del rey de Israel, o del pueblo, sino que se cumplió la voluntad y justo juicio de Dios, lo que Sabido por la una y la otra parte vivieron en paz, porque la división que se hizo no era de la religión, sino del reinó. CAPÍTULO XXII Cómo Jeroboán profanó el pueblo que tenía a su cargo con el pecado de idolatría Sin embargo, Jeroboán, rey de Israel, no creyendo, con ánimo impío, a Dios, a quien por experiencia había hallado propicio y verdadero en haberle prometido y dado el reino, temió que, acudiendo sus vasallos al templo de Dios, existente en Jerusalén (donde, conforme a la divina ley, había de presentarse toda aquella nación para ofrecer los sacrificios), se los sonsacasen y volviesen a rendir vasallaje y obediencia a los hijos de David como a descendencia real; para impedirlo estableció la idolatría en su reinó, engañando con impiedad nefanda al pueblo de Dios, y obligándole, como lo estaba él, al culto y reverencia de los ídolos. Mas no por eso dejó Dios de reprender por sus profetas, no sólo a este rey, sino también a los que le sucedieron e imitaron su impiedad, y al mismo pueblo, porque entre ellos florecieron aquellos grandes y famosos profetas que obraron tan portentosas maravillas y milagros, Elías y Eliseo, su discípulo. Y diciendo Elías: «Señor, han muerto a tus profetas, han derribado tus altares, yo he quedado solo y andan buscando ocasiones para quitarme la vida», le respondió Dios: «Que aun había entre ellos siete mil personas que no se habían arrodillado delante de Baal.» CAPÍTULO XXIII De la variedad del estado de uno y otro reina de los hebreos hasta que en diferentes tiempos a ambos pueblos los llevaron cautivos, volviendo después Judá a su reino, que fue el ultimo que vino a poder de los romanos Tampoco en el reino de Judá, que pertenece a Jerusalén, en los tiempos de los reyes que se fueron sucediendo, faltaron profetas, según que tuvo por anunciarles lo que les estaba bien, o reprenderles sus pecados, o encomendarles la justicia. Porque asimismo en este reino, aunque mucho menos que en Israel, hubo reyes que ofendieron gravemente a Dios con sus enormes crímenes y que fueron castigados con moderados azotes juntamente con el pueblo; y sin duda no son pequeños los méritos que se celebran de los reyes que fueron píos y temerosos de Dios. Pero en Israel los reyes, cual más, cual menos, todos los hallamos malos y reprobados. Una y otra parte, según que lo ordenaba o permitía la Providencia divina, o se engrandecía con las prosperidades o la oprimían las adversidades, viéndose afligida, no sólo con guerras extrañas, sino entre sí con las civiles, para que por algunas causas que lo motivaban se manifestase la misericordia de Dios, o su ira, hasta que, creciendo su indignación, toda aquella nación no sólo fue destruida en su tierra por las armas de los caldeos, sino que la mayor parte fue llevada prisionera y transportada a la tierra de los asirios: primeramente la parte que se llamaba Israel, dividida en diez tribus, y después también la que se llama Judá, destruida y asolada Jerusalén y su famoso templo, en cuya tierra estuvo cautiva setenta años, pasados los cuales, dejándolos salir de allí, restauraron el templo que les habían destruido, y aunque muchos de ellos vivían en las tierras de extranjeros e infieles, con todo, desde entonces para en adelante, no tuvieron el reino repartido en dos porciones, y en cada una sus diferentes reyes, sino que en Jerusalén tenían todos una sola cabeza, y acudían al templo de Dios establecido allí, en señalados tiempos, todos los de todas aquellas provincias, en dondequiera que estaban, y de dondequiera que podían; Aunque tampoco entonces les faltaron enemigos de las otras naciones, ni quien procurase conquistarlos; porque Cristo Señor nuestro, cuando nació, los halló ya tributarios de los romanos. CAPÍTULO XXIV De los profetas, así de los últimos que hubo entre los judíos, como de los que menciona la historia evangélica cerca del tiempo del nacimiento del Señor En todo aquel tiempo, desde que regresaron de Babilonia, después de Malachías, Ageo y Zacarías que profetizaron entonces, y Esdras, no tu vieron profetas hasta la venida del Salvador, sino otro Zacarías, padre de San Juan, e Isabel su esposa, próximo ya el nacimiento de Cristo; y después de nacido, el anciano Simeón, Ana la viuda, ya muy vieja, y al mismo San Juan, que fue el último de todos; el cual, siendo joven, anunció a Cristo ya mozo, no como futuro, sino que sin conocerle le mostró y enseñó con el conocimiento divino que tenía de profeta, por lo cual dijo el mismo Señor: «La Ley y los profetas hasta Juan. » Y aunque de las profecías de estos cinco tenemos noticia exacta por el Evangelio, donde hallamos asimismo referido que la misma Virgen María, Madre del Señor, profetizó antes de Juan, con todo, estos vaticinios de estos cinco varones santos no los admiten los judíos, digo, los réprobos; pero los admitió un crecidísimo número de ellos, que creyeron en la fe evangélica. Y en éstos verdaderamente se dividió Israel en dos, con aquella división que por el profeta Samuel se le anunció al rey Saúl que era inmutable. Malachías, Ageo, Zacarías y Esdras son, pues, los últimos a quienes aun los judíos réprobos tienen recibidos en su canon. Porque asimismo se halla lo que éstos escribieron, como lo de los otros que profetizaron entre la grande muchedumbre del pueblo, aunque fueron muy pocos los que no escribieron asunto alguno que mereciese autoridad canónica. De lo que éstos vaticinaron tocante a Cristo y a su Iglesia me parece decir lo preciso en esta obra; lo que haremos con más comodidad, con el favor del Señor, en el libro siguiente, para que en éste, que es tan extenso, no aglomeremos ya más materias.


 
Libro Decimooctavo: La Ciudad Terrena Hasta El Fin Del Mundo CAPITULO PRIMERO Sobre lo que queda dicho hasta los tiempos del Salvador en estos diecisiete libros Prometí escribir el nacimiento, progreso y fin de las dos Ciudades, la de Dios y la de este siglo, en la cual anda ahora peregrinando el linaje humano; prometí, digo, escribir esto después de haber convencido y refutado, con los auxilios de la divina gracia, a los enemigos de la Ciudad de Dios que prefieren y anteponen sus dioses a Cristo, autor y fundador de esta Ciudad, y con un odio, perniciosísimo para sí, envidian impíamente a los cristianos; lo cual ejecuté en los diez libros primeros. Y de las tres cosas prometidas, en los cuatro libros, XI-XIV, traté largamente del nacimiento de ambas Ciudades. Después, en otro, que es el XV, hablé del progreso de ellas desde el primer hombre hasta el Diluvio; y desde allí hasta Abraham, volvieron nuevamente las dos a concurrir y caminar, así como en el tiempo, también en nuestra narración. Pero después, desde el padre Abraham hasta el tiempo de los reyes de Israel, donde concluimos el Libro XVI, y desde allí hasta la venida de nuestro Salvador en carne humana, que es hasta donde llega el libro XVII, parece que ha caminado sola, en lo que hemos ido escribiendo, la Ciudad de Dios, siendo así que tampoco en este siglo ha caminado sola la Ciudad de Dios, sino ambas juntas a lo menos, en el linaje humano, como desde el principio; si bien con sus respectivos progresos han ido variando los tiempos. Esto lo hice para que corriera primero la Ciudad de Dios de por sí, sin la interpolación ni contraposición de la otra, desde el tiempo que comenzaron a declarársenos más las promesas de Dios hasta que vino aquel Señor que nació de la Virgen, en quien habían de cumplirse las que primero se nos habían prometido, para que así la viésemos más clara y distintamente; no obstante que hasta que se nos reveló el Nuevo Testamento, jamás caminó ella a la luz, sino entre sombras. Ahora, pues, me resta lo que dejé, esto es, tocar en cuanto pareciere bastante el modo con que la otra caminó también desde los tiempos de Abraham, para que los lectores puedan considerar exactamente a las dos y cotejarlas entre sí. CAPITULO II De los reyes y tiempos de la Ciudad terrena, que concuerdan con los tiempos que calculan los Santos desde el nacimiento de Abraham En la sociedad humana (que por más extendida que esté por toda la tierra, y por muy apartados y diferentes lugares que ocupe, está ligada con la comunión y lazo indisoluble de una misma naturaleza), por desear cada cual sus comodidades y apetitos, y no ser bastante lo que se apetece para todos, porque no es una misma cosa la deseada, las más veces hay divisiones; y la parte que prevalece oprime, a . la otra. Porque la vencida se rinde y sujeta a la victoriosa, pues prefiere y estima más cualquiera paz y vida sosegada que el dominio, y aun que la libertad; de suerte que causan gran admiración los que han querido mejor perecer que servir. Porque casi en todas las naciones en cierto modo está admitido el natural dictamen de querer más rendirse a los vencedores los que fueron vencidos, que quedar totalmente aniquilados con los rigores de la guerra. De aquí provino, no sin alta providencia de Dios, en cuya mano está que cada uno salga, vencido o vencedor en la guerra, que unos tuviesen reinos y , otros viviesen sujetos a los que reinan. Pero entre tantos reinos como ha habido en la tierra, en que se ha dividido la sociedad por el interés y ambición terrena (a la cual con nombre genérico llamamos Ciudad de este mundo), dos reinos vemos que han sido más ilustres y poderosos que los otros: el primero el de los asirios, y después el de los romanos, distintos entre sí, así en tiempos como en lugares. Porque como el de los asidos fue el primero, y el de los romanos posterior, así también aquél floreció en el Oriente y éste en el Occidente; y, finalmente, al término del uno siguió luego el principio del otro. Todos los demás reinos y reyes, con más propiedad los llamaría yo jirones y retazos de éstos. Así que reinaba ya Nino, segundo rey de los asirios, habiendo sucedido a su padre, Belo, que fue el primero que reinó en aquel reino, cuando nació Abraham en la tierra, de los caldeos. En aquella, época era también bien pequeño el reino de los sicionios, de donde el doctísimo Marco Varrón, escribiendo el origen del pueblo ro’mano, comenzó como de tiempo antiguo. Porque de los reyes de, los sicionios vino a los atenienses, de éstos a los latinos y de allí a los romanos. Pero todo esto, antes de la fundación de Roma, en comparación del reino de los asiríos, se tuvo por cosa fútil y de poco, momento; aunque confiese también Salustio, historiador romano, que en Grecia florecieron mucho los atenienses, si bien más por la fama que en la realidad. Porque, hablando de ellos, dice : «Las proezas que hicieron los atenienses, a mi parecer, fueron bien grandes y manifiestas, aunque algo menores de lo que las celebra la fama: porque como hubo allí insignes y fainosos escritores, por todo el mundo, se ponderan por muy grandes las hazañas de los atenienses; así en tanto se estima la virtud y el valor de los que las hicieron, cuanto las pudieron engrandecer y celebrar con su pluma los buenos ingenios.» Y fuera de esto, alcanzó esta Ciudad no pequeña gloria por sus letras y por sus filósofos, porque allí florecieron principalmente estos estudios. Pero en cuanto al imperio, ninguno hubo en los siglos primeros mayor que el de los asirios, ni que se extendiese más por la tierra; pues reinando el rey Nino, hijo de Belo, cuentan que sojuzgó toda el Asia, hasta llegar a los términos de la Libia; y el Asia, aunque según el número de las partes del Orbe se dice la tercera, según la extensión, se halla que es la mitad; pues por la parte oriental solo los indios no le reconocieron señorío, a los cuales, con todo, después de muerto Nino, Semíramis, su esposa, comenzó a hacer la guerra. Y así, sucedió que todos cuantos pueblos o reyes había en aquellas comarcas todos obedecían al reino y corona de los asiríos y hacían todo los que les mandaban. Nació, pues, en aquel reino, entre los caldeos, en tiempo de Nino, el patriarca Abraham. Mas por cuanto de los hechos y proezas de los griegos, tenemos mucha más noticia que la de los asirios; y los que anduvieron investigando la antigüedad y origen del pueblo romano vinieron, según el orden de los tiempos, de los griegos a los latinos, y de éstos a los romanos, que también son latinos; debemos, donde fuere necesario, hacer relación de los reyes de Asiría, para que veamos cómo camina la ciudad de Babilonia corno una primera Roma con la Ciudad de Dios, peregrina en este mundo. Pero los asuntos que hubiéramos de insertar en esta obra, para comparar entre sí ambas Ciudades, es a saber, la terrena y la celestial, los iremos tornando mejor de los griegos y latinos, entre los cuales se halla la misma Roma corno otra segunda Babilonia. Cuando nació Abraham reinaba entre los asiríos Nino, y entre los sicionios, Europs, que fueron sus segundos reyes, por cuanto los primeros fueron allá Delo y aquí Egialeo. Y cuando prometió Dios a Abraham, habiendo ya salido de Babilonia, que de él nacería una numerosa nación y que en su descendencia había de recaer la bendición de todas las gentes, los asiríos tenían su cuarto rey y los sicionios el quinto; pues en Babilonia reinaba el hijo de Nino, después de su madre Semíramis, a quien dicen que quitó la vida por haberse atrevido a cometer incesto con él. Esta creen algunos que fundó a Babilonia. Y lo más probable es que la restaurase; pues cuándo y cómo fue su fundación, ya lo referimos en el libro VI. A este hijo de Nino y de Semíramis, que sucedió a su madre en el reino. algunos le llaman también Nino, y entre los sicionios, Europs, que fueron sus segundos reyes, por cuanto los primeros fueron allá Belo y aquí Egialeo. Y cuando prometió Dios a Abraham, habiendo ya salido de Babilonia, que dé él nacería una numerosa nación y que en su descendencia había de recaer la bendición de todas las gentes, los asirios tenían su cuarto rey y los sicionios el quinto; pues en Babilonia reinaba el hijo de Nino, después de su madre Semíramis, a quien dicen que quitó la vida por haberse atrevido a cometer incesto con él. Esta creen algunos que fundó a Babilonia, y lo más probable es que la restaurase; pues cuándo y cómo roe su fundación, ya lo referimos en el libro VI. A este hijo de Nino y de Semíramis, que sucedió a su madre en el reino, algunos le llaman también Nino, y otros Ninias, derivando su nombre del de su padre. En este tiempo reinaba entre los sicionios Telxión, y en su reinado fueron tan apacibles y lisonjeros los tiempos, que después de muerto le adoraron como a dios, ofreciéndole sacrificios y celebrando en su honor y memoria juegos y diversiones públicas. De éste dicen que fue el primero por cuyo respeto se instituyeron tales fiestas. CAPITULO III Quien reinaba en Asiria y Sicionia cuando, según la divina promesa, tuvo Abraham, siendo de cien años, a su tuvo Isaac, y cuándo tuvo este de Rebeca, su mujer los gemelos Esaú y Jacob En estos tiempos, según la divina promesa, le nació a Abraham, siendo de cien años, su hijo Isaac, de Sara, su esposa, la cual, siendo estéril y anciana, estaba desahuciada de poder tener hijos. Entonces en Asiria reinaba Arrio, su quinto rey. El mismo Isaac, siendo de edad de sesenta años, tuvo sus dos hijos gemelos, Esaú y Jacob, de su esposa Rebeca, viviendo aún el abuelo de estos niños, que tenía entonces ciento sesenta y cinco años, el cual murió a los ciento setenta y cinco, reinando en Asiria Jerjes, el más antiguo, llamado también Baleo, y en Sicionia Turimaco, a quien algunos llaman Turimaco, que fueron sus séptimos reyes. El reino de los argivos comenzó juntamente con los nietos de Abraham, y el primero que reinó fue macho. No debe pasarse en silencio lo que refiere Varrón, de que los sicionios acostumbraban ya ofrecer sacrificios junto a la sepultura de Turimaco, su séptimo rey. Reinando los octavos reyes, Armamitre en Asiria, Leucipo en Sicionia e Inacho el primero en Argos, se apareció Dios a Isaac, y le prometió también lo mismo que a su padre, es a saber: a su descendencia, la posesión de la tierra de Canaán, y en su descendencia la bendición de todas las gentes. Estas mismas felicidades prometió asimismo a su hijo, nieto de Abraham, que primero se llamó Jacob, y después Israel, reinando ya Beloc, noveno rey en Asiria, y Phoroneo, hijo de macho, segundo rey en Argos, y reinando todavía en Sicionia Leucipo. En esta era, reinando en Argos el rey Phoroneo, principió la Grecia a ilustrarse más con algunos sabios estatutos promulgados en varias pragmáticas y leyes Con todo, habiendo muerto Phegoo, hermano menor de Phoroneo, le erigieron un templo donde estaba su cadáver y sepulcro, para que le adorasen como a dios y le sacrificasen bueyes. Creo que le juzgaron digno de tan singular honor porque, en la parte que le cupo del reino (pues su padre le repartió igualmente entre los dos, señalando a cada uno el país donde debía reinar, viviendo aún), edificó oratorios o templos para adorar a los dioses, enseñando también las observaciones de los tiempos por meses y años, y manifestando cómo los habían de distribuir y contar. Admirando en él los hombres que en eran muy idiotas estas cosas nuevas, creyeron o quisieron que después de muerto al punto fuete hecho dios. Porque el mismo modo dicen que lo, hija de Inacho, llamándose después Isis, fue adorada y venerada como grande diosa en Egipto; aunque otros escriben que de Etiopía vino a reinar a Egipto, y porque gobernó por muchos años y con justicia, y les enseñó muchas artes y ciencias, luego que falleció la tributaron el honor de tenerla por diosa, siendo esta honra tan particular, que impusieron la pena capital a quien se atreviese a proferir que había sido criatura humana. CAPITULO IV De los tiempos de Jacob y de su hijo José Reinando en Asiria Baleo, su rey décimo; en Sicionia Mesapo, rey nono, a quien algunos llaman también Fefisos, si es que un hombre solo tuvo dos nombres (siendo más verosímil que tomaron un hombre por otro los que sus escritos pusieron otro nombre), y reinando Apis, tercer rey de los argivos, murió Isaac, de ciento y ochenta años, y dejó sus dos gemelos de ciento y veinte. El menor de ellos, que era Jacob, y pertenecía a la Ciudad de Dios, de que vamos escribiendo, habiendo Dios reprobado al mayor, tenía doce hijos entre los cuales, al que se llamó José le vendieron sus hermanos a unos mercaderes que pasaban a Egipto, viviendo aún su abuelo Isaac. Llegó José a la presencia de Faraón y de los trabajos que sufrió, y de estado humilde en que se vio, fue ensalzado a otro más eminente y distinguido, siendo de edad de treinta años, porque interpretó, auxiliado de divino espíritu, los sueños del rey, y dijo que habían de venir siete años abundantes, cuya abundancia, por excesiva que fuese, la habían de consumir otros siete años estériles que se seguirían. Por esto le nombró el rey gobernador de todo Egipto, librándole de las duras penalidades de la cárcel donde le había llevado la integridad de su castidad, conservada con heroico valor al no consentir en el adulterio con su ama, que estaba torpemente enamorada de él, y le amenazaba que, no condescendiendo a su voluntad, diría a su amo que la había intentado forzar. Por huir de tan próxima ocasión y tan perjudicial, dejó en sus manos la capa, de que le tenía asido. El segundo año de los siete estériles vino Jacob a Egipto con toda su familia a ver a su hijo, siendo ya de edad de ciento y treinta años, como lo dijo al rey cuando se lo preguntó; y contando José treinta y nueve años, sumados a los treinta que tenía cuando lo hizo el rey su gobernador, los siete de abundancia y los dos de hambre. CAPITULO V De Apis, rey de los argivos, a quien los egipcios llamaron Serapis, y le veneraron como a Dios Por estos tiempos, Apis rey de los argivos, habiendo navegando a Egipto y muerto allí, le constituyeron aquellas gentes ilusas por uno de los mayores dioses de Egipto. Y la razón por que, después de muerto, no se llamó Apis, sino Serapis, la da bien obvia Varrón, pues como el arca o ataúd, dice, en que se coloca al difunto que al presente todos llaman sarcófago, se dice soros en griego, y cómo principiaron entonces a reverenciar en ella a Apis antes que le hubiesen dedicado templo, se dijo primero Sorsapis o Sorapis, y después, mudando una letra, como acontece, Serapis. Y establecieron también por su respeto la pena de muerte a cualquier que dijese que había sido hombre. Como en casi todos los templos donde adoraban a Isis y a Serapis había también una imagen que, puesto el dedo en la boca, parecía que advertía que se guardase silencio, piensa el mismo Varrón que esto significaba que callasen el haber sido hombre. El buey que con tan particular ilusión y engaño criaba Egipto el honor suyo con tan copiosos regalos, le llamaban Apis, y no Serapis, porque sin el sarcófago o sepultura le reverenciaban vivo, y cuando muerto este buey, buscaban y hallaban algún novillo de su mismo color, esto es, señalado también con manchas blancas, lo tenían por singular portento enviado del cielo. En efecto: no era dificultoso a los demonios, para engañar a estos hombres fanáticos e ilusos, señalar a una vaca, al tiempo que concebía y estaba preñada, la imagen de otro toro semejante, la cual ella sola viese, de donde el apetito de la madre atrajese lo que después viniera a quedar pintado en el cuerpo de su cría; como lo hizo Jacob con las varas de varios colores, para que las ovejas y cabras naciesen varias; pues lo que los hombres pueden con colores y cuerpos verdaderos, eso mismo pueden fácilmente los demonios, con fingidas figuras, representar a los animales que conciben. CAPÍTULO VI Quién reinaba en Argos y Asiria cuando murió Jacob en Egipto Apis, rey, no de los egipcios, sino de los argivos, murió en Egipto, sucediéndole en el reino su hijo Argo, de cuyo nombre se apellidaron los argos, y de aquí los argivos; pues en tiempo de los reyes pasados, ni la ciudad ni aquella nación se denominaban así. Reinando éste en Argos, en Sicionia Erato y en Asiria todavía Baleo, murió Jacob en Egipto, de edad de ciento cuarenta y siete años, habiendo echado su bendición a la hora de su muerte a sus hijos y a sus nietos, los hijos de José; habiendo vaticinado claramente a Cristo, cuando dijo en la bendición que echó a Judá: «No faltará príncipe en Judá, ni cabeza de su descendencia, hasta que vengan todas las cosas que están a él reservadas, y él será a quien esperarán con ansia las gentes.» Reinando Argo, principió Grecia a usar y gozar de legumbres y frutos de la tierra, y a tener mieses en la agricultura, habiendo conducido de fuera las semillas. También Argo, después de muerto, comenzó a ser venerado por dios, honrándole con templo y sacrificios. Lo mismo hicieron reinando él, y antes de él, con cierto hombre particular que murió tocado de un rayo, llamado Homogiro, por haber sido el primero que unció los bueyes bajo el yugo del arado. CAPÍTULO VII En tiempo de qué reyes falleció José en Egipto Reinando Mamito, duodécimo rey de los asirios, y Plemneo, undécimo de los sicionios, y Argo todavía en Argos, falleció José en Egipto, de edad de ciento y diez años. Después de su muerte, el pueblo de Dios, creciendo maravillosamente, estuvo en Egipto ciento cuarenta y cinco años, viviendo al principio en quietud, hasta que se acabaron y murieron los que conocían a José. Pasado algún tiempo, envidiando los egipcios su acrecentamiento y temiendo de él funestas consecuencias, hasta que salió libre de este país, padeció innumerables y rigurosas persecuciones, entre las cuales, no obstante, multiplicando Dios sus hijos, crecía, aunque oprimido bajo una intolerable servidumbre. En Asiria y Grecia reinaban por aquel tiempo los mismos que arriba insinuamos. CAPÍTULO VIII En tiempo de qué reyes nació Moisés, y la religión de algunos dioses que se fue introduciendo por aquellos tiempos Reinando en Asiria Safro, rey décimocuarto; en Sicionia Orthópolis, duodécimo, y Criaso, quinto en Argos, nació en Egipto Moisés, por cuyo medio salió libre el pueblo de Dios de la servidumbre de Egipto, en la cual convino que así ese ejercitado para que pusiese sus deseos y confianza en el auxilio y favor de su Criador. Reinando estos reyes, creen algunos que vivió Prometheo, de quien aseguran haber formado hombres del lodo, porque fue de los más científicos que se conocieron, aunque no señalan qué sabios hubiese en su tiempo. Dicen que su hermano Atlas fue grande astrólogo, de donde tomaron ocasión los poetas para fingir que tiene a cuestas el cielo, aunque se halla un monte de su nombre, que más verosímilmente parece que, por su elevación, ha venido a ser opinión vulgar que tiene a cuestas el cielo. Desde estos ¿tiempos comenzaron a fingirse otras fábulas en Grecia, y así hallamos hasta el tiempo de Cecróps, rey de los atenienses (en cuyo tiempo la misma ciudad se llamó Cecropia, y en él, Dios, por medio de Moisés, sacó á su pueblo de Egipto), canonizado por dioses algunos hombres difuntos, por la ciega y vana costumbre supersticiosa de los griegos; entre los cuales fueron Melantonice, mujer del rey Criaso; y Forbas, hijo de éstos, el cual, después de su padre, fue sexto rey de los argivos; y Jaso, hijo de Triopa, séptimo rey; y el rey nono Sthenelas, o Stheneleo, o Sthenelo, porque se halla escrito con variedad, en diversos autores. En estos tiempos dicen también que floreció Mercurio, nieto de Atlante, hijo de su hijo Maya, como lo vemos en las historias más vulgares. Fue muy insigne por la noticia e instrucción que tuvo de muchas ciencias, las cuales enseñó a los hombres, por cuyo motivo, después de muerto, quisieron que fuese dios, o lo creyeron así. Dicen que fue más moderno Hércules, que floreció en estos mismos tiempos de los argivos, bien que algunos le hacen anterior a Mercurio; los cuales imagina que se engaña. Pero en cualquiera tiempo que hayan vivido, consta de historiadores graves que escribieron estas antigüedades que ambos fueron hombres, y que por los muchos beneficios que hicieron a los mortales para pasar esta vida con más comodidad, merecieron que ellos los reverenciasen como a dioses. Minerva fue mucho más antigua que éstos, porque en tiempo de Ogigio dicen que apareció en edad de doncella junto al lago llamado de Tritón, de donde le vino a ésta el nombre de Tritonia, Fue, sinduda, inventora de muchas cosas útiles, y tanto más fácilmente tenida por diosa, cuanto menos noticia se tuvo de su nacimiento; pues lo que cuentan que nació de la cabeza de Júpiter se debe atribuir a los poetas y sus fábulas, y no a la historia y a los sucesos acaecido. Tampoco respecto del tiempo en que vivió el mismo Ogigio concuerdan los historiadores; en el cual también hubo un grande diluvio, no aquel genera en que no escapo hombre a excepción de los que entraron en el Arca del cual no tuvieron noticia los historiadores gentiles, ni los griegos, ni los latinos, aunque fue mayor que el que hubo después, en tiempo de Deucalión Desde aquí Varrón principió aquel libro de que hice mención arriba, y no propone o halla suceso más antiguo del cual poder partir y llegar a las cosas romanas, que el diluvio de Ogigio, esto es, el que sucedió en tiempo de Ogigio. Pero los nuestros que escribieron crónicas, Eusebio, y después San Jerónimo, en esta opinión siguieron seguramente a algunos otros historiadores precedentes, y refieren que fue el diluvio de Ogigio más de trescientos años después, reinando ya Foroneo, segundo rey de los argivos. En cualquier tiempo que haya sido, adoraban ya a Minerva como diosa, reinando en Atenas Cecróps, en cuya época aseguran que esta ciudad fue o restaurada o fundada CAPITULO IX Cuándo se fundó, la ciudad de Atenas, y la razón que da Varrón de su nombre Para explicar que se llamase Atenas, que es nombre efectivamente tomado de Minerva, la cual en griego se llama Atena, apunta Varrón esta causa: habiéndose descubierto allí de improviso el árbol de la oliva, y habiendo brotado en otra parte el agua, turbado el rey con estos prodigios, envió a consultar a Apolo Délfico qué debía entenderse por aquellos fenómenos, o qué se había de hacer. El oráculo respondió que la oliva significaba a Minerva, y el agua a Neptuno, y que estaba en manos de los ciudadanos el llamar aquella ciudad con el nombre que quisiesen de aquellos dos dioses, cuyas insignias eran aquéllas. Cecróps, recibido este oráculo, convocó para que dieran su voto a todos los ciudadanos de ambos sexos, por ser entonces costumbre en aquellos países que se hallasen también las mujeres en las consultas y juntas públicas. Consultada, pues, la multitud popular, los hombres votaron por Neptuno, y las mujeres por Minerva; y hallándose un voto más en las mujeres, venció Minerva. Enojado con esto Neptuno, hizo crecer las olas del mar e inundó y destruyó los campos de los atenienses; porque no es difícil a los demonios el derramar y esparcir algo más de lo regular las aguas. Para templar su enojo, dice este mismo autor que los atenienses castigaron a las mujeres con tres penas: la primera, que desde entonces no diesen ya su sufragio en los públicos congresos; la segunda, que ninguno de sus hijos tomase el nombre de la madre, y la tercera, que nadie las llamase ateneas. Y así aquella ciudad, madre de las artes liberales y de tantos y tan célebres filósofos, que fue la más insigne e ilustre que tuvo Grecia, embelecada y seducida por los demonios con la contienda de dos de sus dioses, el uno varón y la otra hembra, por una parte, a causa de la victoria que alcanzaron las mujeres, consiguió nombre mujeril de Atenas, y por otra, ofendida por el dios vencido, fue compelida a castigar la misma victoria de la diosa vencedora, temiendo más las aguas de Neptuno que las armas de Minerva. Porque en las mujeres así castigadas también fue vencida Minerva, hasta el punto de no poder favorecer a las que habían votado en su favor para que, ya que habían perdido la potestad de poder votar en lo sucesivo, y veían excluidos los hijos de los nombres de mis madres, pudiesen éstas siquiera llamarse ateneas, y merecer el nombre de aquella diosa a quien ellas hicieron vencedora, con sus votos, contra un dios varón. De donde se deja conocer bien cuántas cosas pudiéramos decir aquí y cuán grandes, si la pluma no nos llevara de prisa a otros asuntos. CAPITULO X Lo que escribe Varrón sobre el nombre de Areópago y del diluvio de Deucalión Marco Varrón no quiere dar crédito a las fabulosas ficciones en perjuicio de los dioses, por no indignarse contra la majestad, de estas falsas deidades. Por lo mismo, tampoco quiere que el Areópago (que es el lugar donde disputó San Pablo con los atenienses, del cual se llaman areopagitas los jueces de la misma ciudad) se haya llamado así porque Marte, que en griego se dice Ares, culpado y reo de un homicidio, siendo doce los dioses que juzgaban en aquel pago, fue absuelto por seis (pues en igualdad de votos se solía anteponer la absolución a la condenación); sino que, contra esta opinión, que es la más celebrada y admitida, procura alegar otra razón y causa de este nombre, tomada de la noticia de las ciencias más abstractas y misteriosas, para que no se crea que los atenienses llamaron al Areópago del nombre de Marte y Pago, así como Pago de Marte; o sea, en perjuicio y deshonor de los dioses, los cuales cree que no tienen entre sí litigios ni controversias; y dice que esta etimología de Marte no es menos fabulosa y falsa que lo que cuentan de las tres diosas, es a saber: de Juno, Minerva y Venus, quienes, por conseguir la manzana de oro, se dice que delante de París pleitearon y debatieron sobre la excelencia de su hermosura. Estas culpas se cantan y celebran entre los aplausos del teatro, para aplacar con sus fiestas y juegos a los dioses que gustan de ellas, ya sean verdaderas, ya sean falsas. Esto no lo creyó Varrón, por no dar asenso a cosas incongruentes a la naturaleza o a las costumbres de los dioses; y, con todo, dándonos é la razón, no fabulosa, sino histórica, del nombre de Atenas, refiere en sus libros una controversia tan ruidosa como la de Neptuno y Minerva sobre cuál de ellos daría su nombre a aquella ciudad, quienes disputaron entre sí con ostentación de prodigios, y aun el mismo Apolo, consultado, no se atrevió a ser juez de aquella causa, sino que, para poner fin a la pendencia de estos dioses, así como Júpiter remitió a París la decisión de la causa de las tres diosas, ya insinuada, así también Apolo remitió esta a los hombres, donde tuviese Minerva más votos con que vencer, y en la pena y castigo que dieron a las que le habían suministrado sus sufragios fuese vencida; la cual, en contradicción de los hombres, sus contrarios, pudo conseguir que se llamase Atenas la ciudad y no pudo lograr que las mujeres, sus afectas, se llamasen ateneas. Por estos tiempos, según escribe Varrón, reinando en Atenas Cranao, sucesor de Cecróps, y, según nuestros escritores Eusebio y San Jerónimo, viviendo todavía el mismo Cecróps, sucedió el diluvio que llamaron de Deucalión, porque era señor de las tierras donde principalmente ocurrió; pero este diluvio de ningún modo llegó a Egipto ni sus comarcas. CAPÍTULO XI En qué tiempo sacó Moisés al pueblo de Israel dé Egipto; y Jesús Nave, o Josué, que le sucedió, en tiempo de qué reyes murió Sacó, pues, Moisés de Egipto al pueblo de Dios en los últimos días de Cecróps, rey de Atenas, reinando en Asiria Astacades, en Sicionia Marato y en Argos Triopas. Sacado el pueblo, le dio la ley que había recibido en el Monte Sinaí de mano de Dios, la cual se llamó Testamento Viejo, porque contiene promesas terrenas y porque, por medio de Jesucristo, habíamos de recibir el Testamento Nuevo, donde se nos prometiese el reino de los cielos. Pues fue muy conforme a razón que se observase el orden que se guarda en cualquier hombre que aprovecha en Dios, en el cual sucede lo que dice el Apóstol: «Que no es primero lo que es espiritual, sino lo que es animal, y después lo que es espiritual.» Porque como dice el mismo, y es verdadero: «El primer hombre de la tierra fue terreno, y el segundo, como vino del cielo, fue celestial.» Gobernó Moisés el pueblo por tiempo de cuarenta años en el desierto, y murió a los ciento veinte de su edad, habiendo asimismo profetizado a Cristo por las figuras de aquellas observancias y ceremonias carnales que hubo en el tabernáculo, sacerdocio, Sacrificios y en otros varios mandatos místicos. A Moisés sucedió Jesús Nave, o Josué, quien introdujo y estableció en sus respectivos territorios el pueblo de Dios en la tierra de promisión, después de conquistar con autoridad y auxilio divino las naciones que poseían aquellas tierras. El cual, habiendo gobernado al pueblo, después de la muerte de Moisés, por espacio de veintisiete años, murió, reinando a este tiempo en Asiria Amintas, rey XVIII; en Sicionia, Corax XVI; en Argos, Danao X, y en Atenas, Erictonio, rey cuarto. CAPÍTULO XII De las solemnidades sagradas que instruyeron a los falsos dioses, por aquellos tiempos, los reyes de Grecia, las cuales coinciden con los tiempos desde la salida de Israel de Egipto hasta la muerte de Josué Por estos tiempos, es decir, desde la salida del pueblo de Israel de Egipto hasta la muerte de Josué, por cuyo medio entró el mismo pueblo en posesión de la tierra de promisión, los reyes de Grecia instituyeron a los falsos dioses ciertas solemnidades sagradas, con las cuales, en solemnes fiestas, celebraban la memoria del diluvio, y cómo los hombres se libertaron de él y de las calamidades que entonces sufrieron, ya subiéndose a lo más elevado de los montes, ya bajando a vivir en los valles. Porque la subida y bajada de los lupercos por la calle que llaman Vía Sacra así la interpretan, diciendo que significan los hombres que por la inundación de las aguas subieron a las cumbres de los montes, y al volver ésta a su antiguo cauce descendieron aquéllos a los llanos. Por estos tiempos dicen que Dionisio, que también se llama Padre Liber, tenido por dios después de su muerte, descubrió en la tierra de Atenas el uso de la vid a un huésped suyo. Por entonces se establecieron asimismo los juegos músicos dedicados a Apolo Délfico para aplacar su ira, por cuya causa pensaban que habían padecido esterilidad las provincias de Grecia, porque no defendieron su templo, quemado por el rey Danao cuando hizo guerra a aquellas tierras. Y que le instituyesen estos juegos, el mismo lo advirtió con su oráculo; pero en la tierra de Atenas el primero que le dedicó juegos fue el rey Erictonio (Y no sólo a él, sino también a Minerva), en los cuales a los vencedores les daban por premio aceite, porque dicen que Minerva fue la inventora y descubridora del fruto de la oliva, así como Liber del vino. Por este tiempo, Janto, rey de Creta, cuyo nombre hallamos diferente en otros, dicen que robó a Europa, de la cual tuvo a Radamanto, Sarpedón y Minos, los cuales, sin embargo, es fama común que son hijos de Júpiter, habidos en esta mujer. Pero los que profesan la religión de semejantes dioses, lo que hemos insinuado del rey dé Creta lo juzgan verdadera historia; y lo que cuentan de Júpiter los Poetas, resuena en los teatros y celebran los pueblos, lo consideran como vanas fábulas, para que hubiese materia para inventar juegos que aplacasen a los dioses, aun imputándoles culpas falsas. Por estos tiempos corría la fama de Hércules en Tyria; pero éste fue otro, no aquel de quien hablamos arriba; porque en la historia más secreta y religiosa se refiere que hubo muchos Líberos padres y muchos Hércules. De este Hércules cuentan doce hazañas muy heroicas, entre las cuales no insertan la muerte del africano Anteo, por pertenecer esto al otro Hércules. Refieren en sus historias que él mismo se quemó en el monte Oeta, no habiendo podido sufrir y llevar con paciencia, y con aquella virtud y valor heroico con que había sujetado los monstruos, la enfermedad que padecía. Por estos tiempos el rey, o, por mejor decir, el tirano Busiris, sacrificaba sus huéspedes a sus dioses, Dicen que fue hijo de Neptuno, tenido de Libia, hija de Epapho; pero no creemos que Neptuno cometió este estupro, ni acusamos a los dioses, sino atribúyase a los poetas y teatros, para que haya materia con que aplacar a aquéllos. De Erictonio, rey de los atenienses, en cuyos últimos anos se halla que murió Josué, dicen que fueron sus padres Vulcano y Minerva; mas por cuanto quieren que Minerva sea doncella, explican que en la controversia y debate que tuvieron ambos, jugueteando Vulcano, con el movimiento violento de los saltos, cayó su semilla en la tierra, y a lo que nació de esta semilla le pusieron aquel nombre; porque en griego eris significa lid o porfía, y cton, la tierra, y de estos dos se compuso el nombre de Erictonio. Con todo, lo que no debe olvidarse es que los más doctos refutan y niegan estas sutilezas de sus dioses, diciendo que esta opinión fabulosa nació de que se halló el muchacho expuesto en un templo que había en Atenas dedicado a Vulcano y Minerva, enroscado en una sierpe lo que significó, que había de ser un grande héroe, y porque el templo era común y se ignoraba quiénes eran sus padres, se dijo ser hijo de Vulcano y de Minerva, Sin embargo, la otra que es fábula, nos declara y manifiesta con más claridad el origen de su nombre, que no ésta que es la historia. Pero ¿qué nos importa, que en sus libros verdaderos enseñen esto a los hombres religiosos, si en los juegos falsos y engañosos deleitan con aquello a los inmundos demonios, a quienes, sin embargo, los religiosos gentiles adoran y reverencian como a dioses? Y cuando nieguen de ellos todas estas cosas, no pueden absolverlos totalmente de la culpa, pues pidiéndolo ellos establecen y celebran unos juegos, en los que se representa con torpezas lo que al parecer con prudencia y discreción se niega. Y advirtiendo al mismo tiempo que con estas falsedades y disoluciones se aplacan los dioses, aunque la fábula nos cuente el crimen que falsamente, imputan a los dioses, el deleitarse con la culpa, aunque sea falsa, es culpa verdadera. CAPITULO XIII De las fabulosas ficciones que inventaron al tiempo que comenzaron los hebreos a gobernarse por sus jueces Después de la muerte de Josué, el pueblo de Dios comenzó a gobernarse por jueces, en cuyos tiempos gustaron en ocasiones de la adversidad y calamidades por sus pecados, y a veces de la prosperidad en los consuelos por la misericordia de Dios. Por este tiempo se inventaron algunas fábulas: la de Triptolemo, quien, por mandato de Ceres, conducido por unas sierpes que volaban, trajo trigo por el aire en ocasión que había escasez y carestía; la del Minotauro, que dicen fue una bestia encerrada en el laberinto, en el cual, luego que entraban los hombres, por los enredos y confusión de los lugares que se veían dentro, ya no podían salir; la de los Centauros, que dicen fue cierta especie de animal, compuesto de hombre y caballo; la del Cerbero, que es un perro de tres cabezas, que hay en los infiernos; la de Frigio y Helles, su hermana, de los cuales dicen que, llevados sobre un carnero, volaban; la de la Gorgona, que dicen tuvo las crines serpentinas, convirtiendo en piedras a los que la miraban; la de Belerofonte, que anduvo en un caballo que volaba con alas, llamado Pegaso; la de Anfión, que con la suavidad de su cítara, dicen, ablandó y atrajo las piedras; la de Dédalo y de su hijo Icaro, que poniéndose unas alas, volaron; la de Edipo, de quien cuentan que a un monstruo llamado Esfinge, que tenía el rostro humano y era una bestia de cuatro pies, habiéndole resuelto un enigma que solía proponer como irresoluble, hizo que se despeñase y pereciese; la de Anto, a quien mató Hércules, que dicen fue hijo de la tierra, por lo cual, creyendo y tocando la tierra, acostumbraba a levantarse más fuerte, y así otras que acaso me habré dejado. Estas fábulas que hubo hasta la guerra de Troya, en la que Marco Varrón concluyó su libro segundo del origen de la nación romana, las fingieron así los ingenios perspicaces de los hombres, estresacando noticias de algunos sucesos que acaecieron, y constaban las historias, agregando las injurias y oprobios imputados a los dioses. Así fingieron de que Júpiter robó al hermoso joven Ganímedes (cuya execrable maldad la cometió el rey Tántalo, y la fábula la atribuye a Júpiter), y que descendiendo en una lluvia de oro durmió a Danae; en lo que se entiende que con el oro conquistó la honestidad de aquella mujer; cosa que o sucedió o se fingió en aquellos siglos heroicos, o habiéndolo hecho otros, se supuso y atribuyó a Júpiter. No puede ponderarse cuán impíamente han opinado de los ánimos y corazones de los hombres, suponiendo que pudieran sufrir con paciencia estas mentiras; pero, ¡qué digo sufrirías!, si tos hombres las adoptaron también gustosamente, siendo así que con cuanta más devoción reverencian a Júpiter, con tanto más rigor debieran castigar a los que se atrevieron a decir de él tales torpezas. Pero no sólo no se indignan contra los que supusieron semejantes patrañas, sino que si no representaran tales ficciones en los teatros, pensaran tener enojados e indignados a los mismos dioses. Por estos tiempos Latona dio a luz a Apolo, no aquel a cuyos oráculos dijimos arriba que solían acudir las gentes de todas partes, sino aquel de quien sé refiere que con Hércules apacentó los rebaños del rey Admeto; a quien, sin embargo, de tal suerte le tuvieron por dios, que muchos, y casi todos, piensan que éste y el otro fue un mismo Apolo. Por entonces también el padre Libero o Baco hizo guerra a la India, y trajo en su ejército muchas mujeres que llamaban bacantes, no tan ilustres y famosas por su virtud y valor como por su demencia y furor. Alguno escriben que fue vencido y preso este Libero, y otros que fue muerto en una batalla por Perseo, y hasta señalan el lugar donde fue sepultado, y, con todo, en honor de su nombre, como si fuera Dios, han instituido los impuros demonios unas solemnidades religiosas, o, por mejor decir, unos execrables sacrilegios que llaman bacanales. De cuya horrible torpeza, después de transcurridos tantos años, se como y avergonzó tanto el Senado que prohibió su celebración en Roma. Por estos tiempos, a Perseo y a su esposa Andrómeda, ya difuntos, en tal conformidad los admitieron y colocaron en el cielo, que no se avergonzaron ni temieron acomodar y designar sus imágenes a las estrellas, llamándolas con sus propios nombres. CAPÍTULO XIV De los teólogos poetas En este mismo tiempo hubo también poetas que se llamaron teólogos porque componían versos en honor y elogio de los dioses; pero de unos dioses que, aunque fueron hombres sabios, fueron hombres o eran elementos de este mundo, que hizo y crió el Dios verdadero, o fueron puestos en el orden de algunos principados y potestades, según la voluntad del que los crió y no según sus méritos. Y si entre tantas cosas vanas y falsas dijeron alguna del único y solo Dios verdadero, adorando juntamente con él a otros que no son dioses y haciéndoles el honor que se debe solamente a un solo Dios, sin duda que no le adoraron legítimamente, además de que tampoco éstos pudieron abstenerse de la infamia e ignominia fabulosa de sus dioses. Entre estos teólogos poetas cítanse a Orfeo, Museo y Lino, quienes adoraron a los dioses, y ellos no fueron adorados por dioses, aunque; no sé como la ciudad de los impíos suele hacer, que presida Orfeo en las solemnidades sagradas, o, por mejor decir, en los sacrilegios que se celebran y dedican al infierno. Habiendo perecido la mujer del rey Athamante, llamada Ino, y despeñándose su hijo Melicertes voluntariamente al mar, la opinión de los hombres los divinizó y puso en el número de los dioses, como lo hizo igualmente con otros hombres de aquel tiempo, entre los cuales fueron Cástor y Pólux. Los griegos llamaron a la latinos, Matuta, y unos y otros la tuvieron por diosa. CAPÍTULO XV Del fin del reino de los argirvos, que fue cuando entre los laurentes, Pico, hijo de Saturno, sucedió el primero en el reino de su padre Por estos tiempos se acabó el reino de los argivos, habiéndose transferido a Micenas, de donde fue Agamenón, y tuvo su origen el reino de los laurentes, donde el primero que reinó fue Pico, hijo de Saturno, siendo juez entre los hebreos Débora, mujer, aunque por su medio gobernaba aquella república el Espíritu Santo, y asimismo era profetisa, cuya profecía es tan oscura que apenas podríamos manifestar aquí que fue relativa a Cristo sin consumir mucho tiempo en exponerla. Ya reinaban los laurentes en Italia, de quienes se deduce con más claridad el origen de los romanos después de los griegos, y,. sin embargo, permanecía todavía el reino de los asirios, en el cual reinaba Lampares, su rey XXIII, habiendo principiado Pico a ser el primero de los laurentes. De Saturno, padre de éste, vean lo que opinan los que adoran semejantes dioses, que niegan fuese hombre; y de quien escriben otros que reinó también en Italia antes que Pico, su hijo. Y Virgilio lo insinúa bien claro en estas expresiones: «Éste civilizó a la gente indócil e inculta que vivía derramada por las asperezas de los montes, dándoles leyes para la dirección de sus acciones, y quiso mejor que aquel país se llamase Lacio, esto es, escondrijo, porque seguramente había estado escondido en él; y según la voz de la fama en su tiempo, esto es, reinando él, florecieron los siglos de oro.» Pero dirán que esto es ficción poética, y que el Padre de Pico fue realmente Esterces, el cual, siendo un hombre muy intruido en la agricultura, dicen que halló el secreto de cómo debían fertilizarse los campos con el excremento de los animales el cual de su nombre se llamó estiércol. Del mismo modo dicen algunos que se llamó éste Estercucio; pero por cualquier motivo que hayan querido llamarle Saturno, a lo menos con razón, a Esterces o Estucio le hicieron dios de la agricultura Y asimismo a Pico, su hijo, le colocaron en el número de otros tales dioses y de él aseguran haber sido famoso agorero y gran soldado. A Pico sucedió su hijo Fauno, segundo rey de los laurentes, a quien igualmente tienen o tuvieron por dios, y a todos estos hombres, después de su muerte, los honraron como a dioses antes de la guerra de Troya. CAPÍTULO XVI De Diómedes, a quien después de la destrucción de Troya pusieron en el número de los dioses, cuyos compañeros dicen que se convirtieron en aves La ruina de Troya, celebrada y cantada por todo el orbe, tanto que hasta los niños la sabían, por su grandeza y por la excelencia del ingenioso lenguaje de los escritores, se extendió y divulgó. Sucedió, reinando ya Latino hijo de Fauno, de quien tomó nombre el reino de los latinos, cesando ya de llamarse de los laurentes. Los griegos, victoriosos, dejando asolada a Troya y regresando a sus casas, padecieron un fuerte descalabro en el camino, siendo rotos y deshechos con diversas y fatales pérdidas y desastres, y, sin embargo, aun con algunos de ellos acrecentaban el número de sus dioses, pues instituyeron por dios a Diómedes y por disposición y castigo del cielo, dicen, que no volvió a su tierra; afirmando también que sus compañeros se convirtieron en, aves y testificando este suceso, no con ficción fabulosa o poética, sino con autoridad histórica; a los cuales compañeros, siendo ya dios, según creyeron los ilusos, no les pudo restituir la forma humana, o a lo menos, como recién entrado en el cielo, no pudo conseguir esta gracia de su rey Júpiter. Además, aseguran haber un templo suyo en la isla Diomedea, no muy distante del monte Gargano, situado en Apulia, y que estas aves andan volando alrededor de este templo, y que asisten allí continuamente, ocupándose en un ministerio tan santo y admirable como es tomar aguas en los picos y rociarle; y si acontece llegar allí algunos griegos, o descendientes de griegos, no sólo están, quietas, sino que los halagan y acarician; pero si acaso llegan otros de otra nación, acometen a sus cabezas y los hieren tan gravemente que a veces los matan; porque aseguran que con sus fuertes y grandes picos están suficientemente armadas para poder realizar esta empresa. CAPÍTULO XVII Lo que creyó Varrón de las increíbles transfiguraciones de los hombres En confirmación de esto, refiere Varrón otras particularidades no menos increíbles de aquella famosísima maga, llamada Circe, que convirtió los compañeros de Ulises en bestias; y asimismo de los arcades, que, llevados por suerte, atravesaban a nado un estanque donde se transformaban en lobos y con otras fieras semejantes pasaban su vida por los desiertos de aquella región; pero si acontecía que no comiesen carne humana, otra vez al cabo de nueve años, volviendo a pasar a nado el mismo estanque, recobraban su primera forma de hombres. Finalmente, refiere asimismo en particular de cierto hombre llamado Demeneto, que habiendo comido del sacrificio que los arcades solían hacer a su dios Lico, inmolándole un niño, se convirtió en lobo, y que pasados diez años, vuelto a su propia figura, se había ejercitado en el arte de la lucha, saliendo victorioso en los juegos olímpicos. No por otra causa piensa el historiador que en Arcadia llamaron Liceo a Pan y a Júpiter, sino por la transformación de hombres en lobos, la cual entendían que no podía hacerse sino con virtud divina; porque lobo en griego se dice lycos, de donde Parece haberse derivado el nombre de Liceo. También dice que los lupercos romanos nacieron de la semilla de estos misterios. CAPÍTULO XVIII Qué es lo que debe creerse de las transformaciones que, por arte o ilusión de los demonios, parece a los hombres que realmente se hacen Pero acaso los que leyesen esto gustarán saber lo que decimos y sentimos acerca de un embeleso y engaño tan grande de los demonios, y lo que deben hacer los cristianos cuando oyen que los ídolos de los gentiles hacen milagros. Lo que diremos es que debe huirse de en medio de Babilonia. Este precepto profético debe entenderse espiritualmente, de forma que de la ciudad de este sitio, que, sin duda, es una sociedad e ángeles malos y hombres impíos, nos apartemos, siguiendo la verdadera fe, que obra por amor, con sólo aprovechar, espiritualmente en Dios vivo. Cuanto mayor viésemos que es la potestad de los demonios en estas cosas terrenas, tanto más firmemente debemos estar asidos del Medianero, porque subimos de estas cosas bajas y despreciables a las sumas y necesarias. Pues si dijésemos que no debe darse crédito a semejantes sutilezas, no falta ahora quien diga que sucesos como éstos, o los ha oído por muy ciertos, o los ha visto por experiencia, pues aun nosotros, estando en Italia, hemos oído algunas cosas como éstas de una provincia de aquellas regiones, donde decían que las mesoneras, instruidas en tales artes malas, solían dar en el queso a los viajeros que querían o podían cierta virtud con que inmediatamente se convertían en asnos, en que conducían lo que necesitaban, y, concluida su comisión, volvían en sí y a su antigua figura, y que no por eso su alma se transformaba en bestias, sino que se les conservaba la razón y humano discurso; así como Apuleyo, en los libros que escribió del Asno de oro, enseñó, o fingió haber sucedido a si mismo, que, tomando el brebaje o porción destinada a este efecto, quedando en su estado la razón del hombre, se convirtió en asno estas transformaciones, o son falsas, o tan inusitadas, que, con razón no merecen crédito. Sin embargo, debemos creer firmemente que Dios Todopoderoso puede hacer todo cuanto quiere, ya sea castigando, ya sea premiando, y que los demonios no pueden obrar maravilla alguna, atendida solamente su potencia natural (porque ellos son asimismo en la naturaleza ángeles, aunque por su propia culpa malignos y reprobados), sino lo que el Señor les permitiere, cuyos juicios eternos muchos son ocultos, pero ninguno injusto. Aunque los demonios no crían ni pueden criar naturaleza alguna cuando hacen algún portento, como los que ahora tratamos, sino que sólo en cuanto a la apariencia mudan y convierten lo que ha criado el verdadero Dios, de manera que nos parezca lo que no es. Así que por ningún pretexto creerá que los demonios puedan convertir realmente con ningún arte ni potestad, no sólo el alma, pero ni aun el cuerpo humano en miembros o formas de bestias, sino que la fantasía humana, que varía también, imaginando o soñando innumerables diferencias de objetos y, aunque no es cuerpo, con admirable presteza imagina formas semejantes a los cuerpos, estando adormecidos u oprimidos los sentidos corpóreos del hombre puede hacerse que llegue por un modo inefable y que se represente en figura corpórea el sentido de los otros, estando los cuerpos de los hombres, aunque vivos, predispuestos mucho más gravemente y con más eficacia que si tuvieran los sentidos cargados y oprimidos de sueño. Y que aquella representación fantástica, como si fuera corpórea, se aparezca y represente en figura de algún animal a los sentidos de los otros, y que a sí propio le parezca al hombre que es tal como le pudiera suceder y parecer en suelos, y que le parezca que trae a cuestas algunas cargas, cuyas cargas, si son verdaderos cuerpos, los traen los demonios para engañar a los hombres, viendo por una parte los verdaderos cuerpos de las cargas, y por otra los falsos cuerpos de los jumentos. Porque cierto hombre, llamado Prestancio, contaba que le había sucedido a su padre, que, tomando en su casa aquel hechizo o veneno en el queso, se tendió en su cama como adormecido al cual, sin embargo, de ningún modo pudieron despertar, y decía que al cabo de algunos días volvió en sí como quien despierta, y refirió como sueño lo que había padecido, es a saber: que se había vuelto caballo y que habla acarreado y conducido a los soldados, en compañía de otras bestias y jumentos, su vianda, que en latín se dice retica, porque se lleva en las redes, o mochilas; todo lo cual se supo que había sucedido así como lo contó, y a él, sin embargo, le parecía haber soñado. También refirió otro que estando en su casa, de noche, antes de dormirse, vio venir hacia él un filósofo muy amigo suyo, quien le declaró algunos secretos y doctrinas de Platón, las cuales, pidiéndoselo antes, no se las había querido declarar. Y preguntándole al mismo filósofo por qué había hecho en casa del otro lo que, rogándoselo, no había querido hacer en la suya propia, «no lo hice yo, dice, sino que soñé haberlo hecho.» Así se presentó al que velaba por imagen fantástica lo que el otro soñó. Estas simplezas llegaron a mi noticia, contándolas, no alguno a quien creyera indigno de darle crédito, sino personas que imagino no mentirían. Y por eso, lo que dicen y escriben de que en Arcadia los dioses, o por mejor decir, los demonios, suelen convertir a los hombres en lobos, y que con sus encantamientos transformó Circe a los compañeros de Ulises del modo que va he dicho, me parece que pudo ser, si es que así fue, y que las aves de Diómedes, supuesto que dicen que todavía dura su generación sucesivamente, no fueron convertidas de hombres en aves, sino que presumo las pusieron en lugar de aquella gente que se perdió o murió, como pusieron allá a la cierva en lugar de Ifigenia, hija del rey Agamenón; pues para los demonios no son dificultosos semejantes engaños cuando Dios se los permite Come hallaron después viva aquélla doncella, fue fácil de entender que en su lugar pusieron la cierva; pero los compañeros de Diómedes, porque de repente desaparecieron, y después jamás los vieron, pereciendo, por sus culpas, a manos de los ángeles malos, creyeron los crédulos que fueron transformados en aquellas aves, que ellos trajeron allí de otras partes donde las había y de improviso las pusieron en lugar de los muertos. Y acerca de lo que dicen que en los picos traen agua, rocían y purificar el templo de Diómedes, que acariciar a los griegos y persiguen a las otras naciones, no es maravilla que sucedió así por instinto de los demonios, pues a ellos toca el persuadir que Diómedes fue hecho dios para engañar a los hombres, a fin de que adoren muchos dioses falsos en perjuicio del verdadero Dios, y sirvan con templos, altares, sacrificios y sacerdotes (todo lo cual cuando es correspondiente y bueno, ni se debe sino a un solo Dios vivo y verdadero), hombres muertos, que ni cuando vivieron, vivieron verdaderamente. CAPÍTULO XIX Que Eneas vino a Italia en tiempo que Labdón era juez entre los hebreos Por este tiempo, después de entrada a sangre y fuego y arruinada Troya, vino Eneas con una armada de veinte naves, en las que se habían embarcado las reliquias de los troyanos, a Italia, reinando allí Latino; en Atenas, Menestheo; en Sicionia, Polífices; en Asiria, Tautanes, y siendo juez entre los hebreos Labdón. Muerto Latino, reinó Eneas tres años, reinando los referidos reyes en los mismos pueblos, a excepción de Sicionia, donde a la sazón reinaba ya Pelasgo, y entre los hebreos era juez Sansón, del que como fue tan fuerte y valeroso, se creyó haber sido Hércules. Como Eneas no pareció cuando murió, le hicieron su dios los latinos. Los sabinos, a su primer rey, Sango, o como otros le llaman, Santo, le pusieron asimismo en el catálogo do los dioses. Por el mismo tiempo, Codro, rey de Atenas, se ofreció de incógnito a los peloponesos, enemigos de sus vasallos, para que le matasen, y así sucedió; y de este modo blasonan que libertó a su patria; porque los peloponesos supieron por un oráculo que saldrían victoriosos si lograban no matar al rey de contrarios; pero éste los engañó, vistiéndose un traje común y provocándolos a que le matasen, trabando con ellos una pendencia. De aquí la frase de Virgilio «las pendencias de Codro». También a éste le honraron los atenienses con sacrificios como a dios. Siendo rey cuarto de los latinos Silvio, hijo de Eneas (no tenido de Creusa, cuyo hijo fue Ascanio, el tercero que allí reinó, sino de Lavinia, hija de Latino, quien dicen haber nacido después de muerto su padre Eneas), y reinando en Asiria Oneo el XXIX, en Atenas Melanto el XVI, y siendo juez entre los hebreos el sacerdote Helí, se acabó el reino de los sicionios, el cual aseguran que duró novecientos cincuenta y nueve años. CAPÍTULO XX De la sucesión del reino de los israelitas después de los jueces Después, reinando los mismos en los insinuados pueblos, concluido el gobierno republicano de los jueces, principió el reino de los israelitas en Saúl, en cuyo tiempo floreció el profeta Samuel, desde el cual comenzó a haber entre los latinos los reyes que llamaban silvios, por el hijo de Eneas, que se llamó Silvio. Los demás que procedieron de él, aunque tuvieron sus nombres peculiares, sin embargo, no dejaron este sobrenombre, así como mucho después vinieron a llamarse césares los que sucedieron a Julio César Augusto. Habiendo, pues, reprobado Dios a Saúl para que no reinase ningún descendiente suyo muerto el sucedió en el reino David, cuarenta años después que empezó a reinar el impío Saúl. Entonces los atenienses, después de la muerte de Codro, dejaron de tener reyes y comenzaron a tener magistrados para gobernar la república Después de David, que reinó también cuarenta años, su hijo Salomón fue rey de los israelitas, el cual edificó el suntuoso y famoso templo de Jerusalén; en cuyo tiempo entre los latinos se fundó la ciudad de Alba, de la cual en lo sucesivo comenzaron a llamarse los reyes, no de los latinos, sino de los albanos, aunque era en el mismo Lacio. A Salomón sucedió su hijo Roboán, en cuyo tiempo el pueblo de Dios se dividió en dos parcialidades, y cada una de ellas comenzó a tener sus respectivos reyes. CAPÍTULO XXI Cómo entre los reyes del Lacio, el primero, Eneas, y el duodécimo Aventino, fueron tenidos por dioses En el Lacio, después de Eneas, a quien hicieron dios, hubo once reyes, sin que a ninguno de ellos constituyesen por dios; pero Aventino, que es el duodécimo, habiendo muerto en la guerra y sepultándole en aquel monte que hasta la actualidad se llama Aventino, de su nombre, fue añadido al número de los dioses, que ellos asimismo se formaban, aunque hubo otros que no quisieron escribir que le mataron en la guerra, sino dijeron que no pareció, y que tampoco el monte se llamó así de su nombre, sino por la venida de las aves, le pusieron Aventino. Después de éste no lucieron dios alguno en el Lacio, Sino a Rómulo, fundador de Roma, y entre éste y aquél se hallan dos reyes, el primero de los cuales, por nombrarle con las mismas palabras de Virgilio, diremos: «Es Procas el valiente, gloria y honor de la gente troyana.» En cuyo tiempo, porque ya, en algún modo se iba disponiendo el principio y origen de la ciudad de Roma, aquel reino de los asirios, que en grandeza excedía a todos, acabó al fin, habiendo durado tanto. Porque se trasladó a los medos casi después de mil trescientos cinco años, contando también el tiempo de Belo, padre de Nino, que fue el primero que reinó allí, contentándose con un pequeño reino. Procas reinó antes de Amulio, y éste hizo incluir entre las religiosas vírgenes vestales a una hija de su hermano Numitor, llamada Rea, que se decía también Ilia, la cual vino a ser madre de Rómulo. Suponen que concibió de Marte dos hijos gemelos, honrando y excusando de este modo su estupro, y apoyándolo con que a los muchachos o niños expuestos los crió una loba. Porque este género de animales sostienen que pertenece a Marte, para que efectivamente se área que les dio los pechos a los niños porque conoció que eran hijos de Marte, su señor; aunque no falta quien diga que estando los niños expuestos a la fortuna, llorando amargamente, los recogió al principio cierta ramera, que fue la primera que les dio de mamar. Entonces a las rameras llamaban lupas o, lobas, y así los lugares torpes donde ellas habitaban se llaman aun ahora lupanares. Consta en la historia que estos tiernos infantes vinieron después a poder del pastor Faústulo, cuya esposa, Acca, los crió. Aunque ¿qué maravilla es que para confusión y corrección de un rey de la tierra, que inhumanamente los mandó echar al agua, quisiera Dios librar milagrosamente a aquellos niños, por quienes había de ser fundada una ciudad tan grande, y socorrerlos por medio de una fiera que les diese de mamar? A Amulio sucedió en el reino del Lacio su hermano Numitor, abuelo de Rómulo, y en el ano primero, del reinado de Numitor se fundó la ciudad de Roma, por lo cual en lo sucesivo reinó Numitor juntamente con su nieto Rómulo. CAPÍTULO XXII Cómo Roma fue fundada en el tiempo que feneció el reino de los asirios, reinando Ecequías en Judea Por no detenerme demasiado, diré que se fundó la ciudad de Roma como otra segunda Babilonia, y como una hija de la primera Babilonia, por medio de la cual fue Dios servido conquistar todo el ámbito de la tierra, y ponerle en paz, reduciéndole todo bajo el gobierno de una sola república y bajo unas mismas leyes. Estaban ya entonces los pueblos poderosos y fuertes, y las naciones acostumbradas al ejercicio de las armas, de forma que no se rindieran fácilmente, y era necesario vencerlos con gravísimos peligros, destrucciones y asolaciones de una y otra parte, y con horrendos trabajos. Cuando el reino de los asirios sujetó a casi toda el Asia, aunque se hizo con las armas, no pudo ser con guerras tan ásperas y dificultosas, porque todavía eran rudas y bisoñas las gentes para defenderse, y no tan numerosas y fuertes. Porque desde el grande y universal Diluvio, cuando en el Arca de Noé se salvaron sólo ocho personas, no habían pasado más de mil años cuando Nino sujeto a toda el Asia, a excepción de la India; pero Roma, a tantas naciones como vemos sujetas al Imperio romano, así del Oriente como del Occidente, no las domó con aquella misma presteza y facilidad, porque por cualquiera parte que se iba dilatando y creciendo, poco a poco las halló robustas y belicosas. Al tiempo, pues, que se fundó Roma, hacía setecientos dieciocho años que el pueblo de Israel estaba en la tierra de Promisión; de los cuales, veintisiete pertenecen a Josué, y de allí adelante los trescientos veintinueve al tiempo de los jueces. Y desde que principió a haber allí reyes, han transcurrido trescientos sesenta y dos años, reinando entonces en Judá Achaz, o, según la cuenta de otros, Ezequías, que sucedió a Achaz; del cual consta que, siendo un príncipe lleno de bondad y religión, reinó en los tiempos de Rómulo. Y en la otra parte del pueblo hebreo, que se llamaba Israel, había empezado a reinar Oseas. CAPÍTULO XXIII De la sibila Erithrea, la cual, entre las otras sibilas, se sabe que profetizó cosas claras y evidentes de Jesucristo Por este tiempo dicen algunos que profetizó la sibila Erithrea. De las Sibilas, escribe Varrón que fueron muchas y una sola. Esta Erithrea escribió, efectivamente, algunas profecías bien claras sobre Jesucristo, las cuales también nosotros las tenemos en el idioma latino en versos mal latinizados; pero no consta si todos ellos son suyos, como después llegué a entender. Porque Flaviano, varón esclarecido, que fue también procónsul, persona muy elegante y de una dilatada instrucción en las ciencias, hablando un día conmigo de Cristo, sacó un libro diciendo que eran los versos de la sibila Erithrea, mostrándome un lugar donde en los principios de los versos habla cieno orden de letras dispuestas en tal conformidad, que decían así: Jesus Christos Ceu Yos Soter, que quiere decir en el idioma latino: Jesus-Christus, Dei Filius Salvator; Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador del mundo. Estos versos, cuyas primeras letras hacen el sentido que he explicado, del mismo modo que los interpretó un sabio en versos latinos, que existen, contienen lo que sigue: «Sudará la tierra, será señal del juicio. Del Cielo bajará el Rey Sempiterno, vestido como esta de carne, a juzgar a todos los hombres; en cuyo acto verán los fieles y los infieles a Dios al fin del Siglo sentado en un elevado trono, y acompañado de los santos. Delante de cuya presencia se presentarán las almas con sus propios cuerpos para ser juzgadas; estará el orbe inculto con espesos matorrales, desecharán los hombres los simulacros, y todas las riquezas y tesoros escondidos. Abrasará la tierra el fuego, y discurriendo por el cielo y por el mar, quebrantará las puertas del tenebroso infierno. Entonces todos los cuerpos de los santos, puestos en libertad, gozarán de la luz; y a los malos y pecadores los abrasará la llama eterna. Todos descubriendo los secretos de sus conciencias, confesarán sus culpas, y Dios pondrá patente lo más escondido del corazón. Habrá llantos, estridor y crujido de dientes. Se oscurecerá el sol, y las estrellas perderán su alegría. Se deshará el cielo, la luna perderá su resplandor. Abatirá los collados, y alzará los valles; no habrá en las cosas humanas cosa alta ni encumbrada. Se igualarán los montes con los campos, el mar no podrá se surcado ni navegado; la tierra se abrasará con rayos, las fuentes y los ríos se secarán con la violencia del fuego. Entonces sonará desde el cielo la trompeta con eco lamentable y triste, llorando la culpa del mundo, sus dolores y trabajos; y abriéndose la tierra, descubrirá el profundo caos del abismo infernal Los reyes comparecerán ante el Tribunal del Señor. Lloverá el Cielo fuego, mezclado con arroyos de azufre.» En estos versos latinos, traducidos imperfectamente del griego, no se pudo encontrar el sentido que se encuentra cuando vienen a unirse las letras con que principian los versos, donde en el griego se pone la letra ypsilón, por no haberse podido hallar palabras latinas que comenzasen con esta letra y fuesen a propósito para el sentido. Estos son tres versos, el 5, el 18 y el 19. En efecto, si uniésemos todas las letras que se hallan en el principio de todos los versos, sin que leamos las tres que hemos dicho, sino que en su lugar nos acordemos de la ypsilón; como si estuviera puesta en aquellos versos, se hallará en cinco palabras Jesus-Christus, Dei Filius Salvator, Jesucristo Hijo de Dios, Salvador del mundo; pero diciéndolo en el idioma griego, no en el latino. Siendo, como son, veintisiete los versos, este número forma un ternario cuadrado integro, porque multiplicados tres por tres hacen nueve, y si multiplicásemos las nueve partes, para que de lo ancho se levante la figura en alto, serán veintisiete. Y si de estas cinco palabras griegas, que son Jesus-Christos Ceu Yos Soter, que en castellano quiere decir: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador del mundo, juntásemos las primeras letras, dirán ixtios, esto es, pez; en cuyo nombre se entiende místicamente Cristo, porque en el abismó de la mortalidad humana, como en un caos profundo de aguas, pudo vivir, esto es, sin pecado. Esta sibila, ya sea la Erithrea, o, como algunos opinan, la Cumana, no sólo no tiene en todo su poema, cuya mínima parte es ésta, expresión alguna que pertenezca al culto de los dioses falsos, sino que de tal manera raciocina contra ellos y contra los que los adoran, que parece que nos obliga a que la pongamos en el número de los que tocan a la Ciudad de Dios. Lactancio Firmiano, en sus obras, pone igualmente algunas profecías de la sibila que hablan de Cristo, aunque no declara su nombre; pero lo que él puso por partes, a mi me pareció ponerlo todo junto, como si fuera una profecía larga, la que él refirió como muchas, concisas y compendiosas. Dice: «El vendrá a manos inicuas e infieles. Darán a Dios bofetadas con manos sacrílegas, y de sus inmundas bocas le arrojarán venenosas salivas. Ofrecerá el Señor sus santas espaldas para ser azotadas. Y siendo abofeteado, callará, porque acaso ninguno sepa quién es, ni de dónde vino a hablar a los mortales, y le coronarán con corona de espinas. Le darán a comer hiel, y a beber vinagre, y mostrarán con estos manjares su bárbara inhumanidad. Porque tú, pueblo ciego y necio, no conociste a tu Dios, disfrazado a los ojos de los mortales; antes le coronaste de espinas, y le diste a beber amarga hiel. Él velo del templo se rasgará, y al mediodía habrá una tenebrosa noche, que durará tres horas. Y morirá con muerte, echándose a dormir por tres días, y después, volviendo de los infiernos, resucitará, siendo el primero que mostrará a los escogidos el principio de la resurrección.» Estos testimonios de las sibilas alegó Lactancio en varios fragmentos y retazos, colocándolos a trechos en el discurso de su disputa, según que le pareció que lo exigía el asunto que intentaba probar, los cuales, sin interponer ni mezclar otra materia, los hemos puesto a continuación en una lista, procurando solamente distinguirlos Con sus principios, por si los que después los escribieran gustaren hacer lo mismo. Algunos escribieron que la sibila Erithrea no floreció en tiempo de Rómulo, sino en el que acaeció la guerra y destrucción de Troya. CAPÍTULO XXIV Cómo reinando Rómulo florecieron los siete sabios. Al mismo tiempo las diez tribus de Israel fueron llevadas en cautiverio por los caldeos. Muerto Rómulo, le honraron como a dios Reinando Rómulo, escriben que vivió Thales Milesio, uno de los siete sabios, que después de los teólogos poetas (entre quienes el más famoso e ilustre fue Orfeo) se llamaron sofos, que en latín significa sapientes (sabios). En este mismo tiempo las diez tribus que en la división del pueblo se llamaron Israel fueron sojuzgadas por los caldeos y conducidas en cautiverio a aquel país quedándose en la provincia de Judea las dos tribus que se llamaban de Judá y tenían su corte y capital del reino en Jerusalén. Muerto Rómulo, como tampoco Pareciese vivo ni muerto por parte alguna, los romanos, como saben todos, le inscribieron en el número de los dioses, lo cual había ya cesado en tanto grado (y después tampoco, en los tiempos de los césares, se hizo por yerro de cuenta, como dicen, sino por adulación y lisonja) que Cicerón atribuye a una particular gloria de Rómulo haber merecido este honor, no en tiempos oscuros e ignorantes, cuando fácilmente se dejaban engañar los hombres, sino en tiempos de mucha policía y erudición, aunque por entonces aun no había brotado, ni se había divulgado la sutil y aguda locuacidad de los filósofos. Aunque en la época inmediata no hicieron a los hombres, después de muertos, dioses, sin embargo, no dejaron de adorar y tener por dioses a los que los antiguos habían hecho; y con simulacros y estatuas, que no tuvieron los antiguos, acrecentaron este vana e impía superstición, poniéndoles tal cosa en su corazón los malignos espíritus, engañándolos también con los embustes y patrañas de sus falsos oráculos; de forma que las supuestas culpas de los dioses, que ya como en siglo más político, ilustrado y cortesano, no se atrevían a fingir, en los juegos públicos las representaban con demasiada torpeza en reverencia de los mismos falsos dioses. Después de Rómulo reinó Numa, quien con haber querido reforzar y guarnecer aquella ciudad suntuosa con un excesivo número de dioses, sin duda falsos, no mereció, después de muerto, que le colocasen entre aquella turba, como si hubiese llenado el cielo con tanta multitud de dioses, que no pudo hallar allí lugar para sí; Reinando éste en Roma, y empezando a reinar entre los hebreos Manases, rey impío y malo, quien aseguran que mandó quitar la vida al santo profeta Isaías, escriben también que floreció la sibila Samia. CAPÍTULO XXV Qué filósofos florecieron reinando en Roma Tarquino Prisco, y entre los hebreos Sedecías, cuando fue tomada Jerusalén y arruinado el templo Reinando entre los hebreos Sedecías, y en Roma Tarquino Prisco, que sucedió a Anco Marcio, fue llevado en cautiverio a Babilonia el pueblo judaico, asolada Jerusalén y destruido el famoso templo edificado por Salomón. Porque amonestándolos y reprendiéndolos los profetas por sus abominables pecados y maldades, les anunciaron habían de sobrevenirles estas desdichas, especialmente Jeremías, que les señaló puntualmente hasta el número de los años que habían de vivir en dura servidumbre. Por aquel tiempo dicen que floreció Pitaco Mitileno, uno de los siete sabios; y los otros cinco restantes (a los cuales, por hacerlos siete, les añaden a Thales, de quien arriba hicimos mención, y a Pitaco), escribe Eusebio que florecieron en tiempo que estuvo cautivo el pueblo de Dios en Babilonia; los cuales son: Solón, ateniense; Quilón, lacedemonio; Periandro, corintio; Cleobulo, lidio; Bías, prieneo. Todos estos, que llamaron los siete sabios, fueron esclarecidos y famosos, después de los poetas teólogos, porque se aventajaron a los demás hombres en cierto modo y género de vivir virtuosa y loablemente; porque compendiaron algunos preceptos tocantes a las costumbres, bajo la forma de adagios o sentencias breves, aunque no dejaron, en cuanto a la literatura, escrita obra alguna, a excepción de lo que dicen, que Solón dejó escritas algunas leyes a los atenienses; pero Thales, que fue físico, dejó varios libros de sus dogmas. En el mismo tiempo de la cautividad judaica florecieron Anaximandro, Anaxímenes y Xenófanes, físicos, y también Pitágoras, desde quien principiaron a llamarse filósofos. CAPITULO XXVI Cómo al mismo tiempo en que, cumplidos setenta años, se acabó el cautiverio de los judíos, los romanos también salieron del dominio de sus reyes Por este mismo tiempo, Ciro rey de los persas, que lo era también de los caldeos y asirios, mitigándose algún tanto el cautiverio de los judíos, hizo que cincuenta mil de ellos volviesen a Jerusalén con el encargo de restaurar el templo; los cuales comenzaron solamente a poner los primeros fundamentos y edificaron el altar; porque inquietados y molestados por los enemigos, no pudieron continuar su obra, y la suspendieron hasta el reinado de Darío. Por este mismo tiempo también sucedió lo que se refiere en el libro de Judit, el cual dicen que los judíos no lo admiten entre las Escrituras canónicas. Así, pues, en tiempo de Darío, rey de los persas, cumplidos los setenta años que había anunciado el profeta Jeremías, se concedió libertad a los judíos, eximiéndolos de su cautiverio. Reinaba entonces Tarquino, séptimo rey de los romanos, quienes, desterrando a éste, comenzaron a vivir libres del dominio de sus reyes; y hasta este tiempo hubo profetas en el pueblo de Israel, los cuales, aunque han sido muchos, con todo, así entre los judíos como entre nosotros, se hallan pocas escrituras canónicas suyas; de ellos prometí insertar algunas en este libro cuando estaba para concluir el anterior, y ya me parece estoy en estado de cumplir mi oferta. CAPITULO XXVII De los tiempos de los profetas, cuyos vaticinios tenemos por escrito, quienes dijeron muchas cosas sobre la vocación de los gentiles al tiempo que comenzó el reino de los romanos y feneció el de los asirios Para que podamos notar sin equivocación los tiempos, retrocederemos algún tanto. Al principio del libro del profeta Oseas, que es el primero de los doce profetas, se lee lo siguiente: «Lo que dijo el Señor a Oseas en tiempo de Ozías, Joathán, Achaz y Ezequías, reyes de Judá.» Amós también escribe que profetizó en tiempo del rey Ozías, y añade igualmente a Jeroboán, rey de Israel, que floreció en la misma época. Asimismo, Isaías, hijo de Amós, ya sea este Amós el profeta que hemos indicado o, lo que es más aceptado, Otro que, no siendo profeta, se llama ha con el mismo nombre, en el exordio de su libro pone los mismos cuatro reyes que designó Oseas, en cuyo tiempo dice que profetizó. Las profecías de Miqueas se hicieron también en estos mismos tiempos, después de los días de Ozías, pues nombra a los tres reyes que siguen, los que nombró igualmente Oseas: a Joathán, Achaz y Ezequías. Estos son los qué, según resulta de sus escritos, profetizaron a un mismo tiempo. A éstos se añade Joás, reinando el mismo Ozías, y Joel, reinando ya, Joathán, que sucedió a Ozías. Los tiempos en que florecieron estos dos profetas los hallamos en las Crónicas y no en sus libros, porque ellos no hicieron mención de la época en que vivieron. Extiéndense estos tiempos desde Proca, rey de los latinos, o desde su antecesor Aventino, hasta Rómulo, rey ya de los romanos, o también hasta los principios del reinado de su sucesor Numa Pompilio, pues hasta este tiempo reinó Esequias; rey de Judá. En este era nacieron, pues, éstos, que fueron como unas fuentes proféticas cuando feneció el reino, de los asirios y principió el de los romanos, para que, así como al principio del reino de los asirios fue a Abraham a quien con toda expresión y claridad se le hicieron las promesas de que en su descendencia habían de ser benditas todas las naciones, así también se cumpliesen al principio de la Babilonia occidental, en cuyo tiempo, y reinando ella, había de venir al mundo Jesucristo, realizándose las promesas de los profetas, los cuales, en testimonio y fe de un portento tan grande que había de suceder no sólo lo dijeron, sino también lo dejaron escrito. Aunque en casi todas las épocas hube profetas en. el pueblo de Israel, desde que empezó a tener reyes que lo gobernasen, sólo fueron para utilidad, de aquel, pueblo, y no de las otras naciones; pero comenzó esta escritura profética a formarse con mayor claridad, para aprovechar en algún tiempo a las gentes, cuando se fundaba esta ciudad de Roma, que había de ser en lo sucesivo señora de las naciones. CAPITULO XXVIII Qué es lo que Oseas y Amós profetizaron muy conforme acerca del Evangelio de Cristo El profeta Oseas, cuanto es más profundo y misterioso en lo que dice, con tinta más dificultad se deja penetrar y entender; con todo, tomaremos algunas expresiones suyas y las insertaremos aquí en cumplimiento de nuestra promesa: «Y sucederá – dice- que en el mismo lugar donde se les dijo primeramente: Vosotros no sois mi pueblo, allí son llamados hijos de Dios vivo.» Este testimonio de Oseas lo entendieron igualmente los apóstoles de la vocación del pueblo gentílico, que antes no pertenecía a Dios. Y porque este pueblo gentílico se contiene espiritualmente en los hijos de Abraham, por lo que con mucha propiedad se llama Israel, prosigue, y dice: «Se congregarán los hijos de Judá y los hijos de Israel en un solo pueblo, harán que sobre los unos y los otros reine un solo príncipe, y subirán de la tierra.» Si por lo ocurrido hasta la actualidad intentáramos exponer este pasaje, se tergiversaría el genuino sentido de la expresión profética. Sin embargo, acudamos a la piedra angular y a aquellas dos paredes, la una de judíos y la otra de gentiles, la una con nombre de los hijos de Judá y la otra con nombre de los hijos de Israel, sujetos juntamente unos y otros bajo un mismo principado, y miremos cómo suben de la tierra. Que estos israelitas carnales, que al presente están pertinaces y obstinados y no quieren creer en Jesucristo, han de venir después a creer en él, es decir, sus hijos y descendientes (porque éstos seguramente han de venir a suceder en lugar de los muertos), lo afirma el mismo profeta diciendo: «Muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificios, sin altar, sin sacerdocio y sin manifestaciones.» Y ¿quién no advierte que así están hoy día los judíos? Pero oigamos lo que añade: «Y después se convertirán los hijos de Israel, buscarán al Señor su Dios y a David su rey, temerán y reverenciarán al Señor y a su bondad y majestad infinita en los últimos días y fin del mundo.» No hay cosa más clara que esta profecía, en la cual, en nombre del rey David se entiende a Jesucristo, «que nació como dice el Apóstol-, según la carne, de la estirpe de David». También nos anunció esta profecía que Cristo había de resucitar al tercero día con aquella misteriosa profundidad profética con que era justo vaticinárnoslo, donde dice: «Nos sanará después de dos días y al tercero resucitaremos»; porque conforme a este presagio es lo que dice el Apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas celestiales.» Amós habla también sobre esto mismo así: «Disponte, ¡oh Israel!, para invocar a tu Dios, porque yo soy el que forma los truenos, cría los vientos y el que anunció a los hombres su Cristo.» Y en otro lugar, dice: «En aquel día volveré a levantar el tabernáculo de David, que se había caído, y reedificaré sus ruinas; lo que de él había padecido notable daño, lo levantaré y repararé como estaba antes en tiempos antiguos; de forma que las reliquias de los hombres y de todas las naciones que se apellidan con mi nombre me busquen; y lo dice el mismo Señor que ha de obrar estos prodigios.» CAPITULO XXIX Lo que profetizó Isaías de Cristo y de su Iglesia El profeta Isaías no es del número de los doce profetas que llamamos menores, porque sus vaticinios son breves y compendiosos respecto de aquellos que, por ser más extensos sus escritos los llamamos mayores, uno de los cuales es Isaías, a quien pongo con los dos ya citados, por haber profetizado en unos mismos tiempos. Isaías, pues, entre las acciones inicuas que reprende, entre las justas que establece y entre las calamidades que amenaza habían de suceder al pueblo por sus pecados, profetizó asimismo muchas más cosas que los otros de Cristo y de su Iglesia, esto es, del rey y de la ciudad que fundó este rey lo cual desempeña con tanta exactitud y escrupulosidad, que algunos llegaron a persuadirse de que más es evangelista que profeta. Con todo, por abreviar y poner fin a esta obra, de muchas pondré una sola aquí. Hablando en persona de Dios Padre, dice: «Mi siervo procederá con prudencia, será ensalzado y sobremanera glorificado. Así como han de quedarse muchos absortos en verle (tan fea pintarán los hombres su hermosura y tanto oscurecerán su gloria), así también se llenarán de admiración muchas naciones al contemplarle, y los reyes cerrarán su boca, porque le vivirán los que no tienen noticias de a por los profetas, y los que no oyeron hablar de él le conocerán y creerán en él. ¿Quién habrá que nos oiga que nos dé crédito? Y el brazo del Señor, ¿a quién se lo revelaron? Le anunciaremos que nacerá pequeño, como una raíz de una tierra seca que no tiene forma ni hermosura le vimos y no tenía figura ni gracia, sino que su figura era la más abatida y fea de todos los hombres; un hombre todo llagado y acostumbrado a tolerar dolencias, porque su rostro estaba desfigurado y él afrentado, sin que ninguno hiciese estimación de él. Y realmente él llevaba sobre sí nuestros pecados, y nosotros pensábamos que en sí mismo tenía dolores, llagas y aflicciones; pero él, efectivamente, era llagado por nuestras culpas, afligido y maltratado por nuestros pecados, y el castigo, causador de nuestra paz, descargaba sobre él y con sus llagas sanábamos todos. Todos como ovejas hablamos errado, siguiendo cada uno su error, y Dios le entregó al sacrificio por nuestros pecados; y siendo castigado y afligido, por eso no abría su boca. Como una oveja le conducían al sacrificio, y como un cordero inocente cuando le esquilan, así no abría su boca; por su humildad y abatimiento, sin oírle, le condenaron a muerte. ¿Quién bastará para contar su vida y generación? Porque le quitarán la vida, y por los pecados de mi pueblo le darán la muerte; les daré a los malos para que guarden su sepultura, y a los ricos para que compren su muerte, porque él no cometió maldad alguna, ni se halló dolo en su boca; sin embargo, quiso el Señor que lo purgase con sus llagas. Si ofrecieres tu vida en sacrificio por el pecado, vendrás a ver larga descendencia, y Dios dispondrá librar su alma de todo dolor, mostrarle la luz y formarle el entendimiento, justificar al justo, que servirá para el bien de muchos, cuyos pecados él llevará sobre sí. Por eso vendrá a tener como herencia a muchos y repartirá los despojos de los fuertes, porque entregó su vida en manos de la muerte y fue computado en el número de los pecadores, no obstante haber cargado con los pecados de todos, y por haber sido entregado por los pecados de ellos a la muerte. Esto es lo que dice Isaías de Cristo. Veamos lo que continúa vaticinando acerca de la Iglesia: «Alégrate -dice- estéril, la que no das a luz; regocíjate y da voces de contento, la que no concebías, porque, dice el Señor, han de ser más los hijos qué ha de tener la que está sola y desconsolada que la que tenía esposo. Dilata el lugar de tus tabernáculos y ranchos e hinca fuertemente las estacas de tus tiendas: no dejes de hacer lo que te digo; extiende tus cordeles bien a lo largo y afirma bien las estacas. Dilátate todavía a la parte derecha y a la siniestra, porque tu descendencia ha de heredar y poseer las gentes y has de llegar a poblar las ciudades que estaban desiertas. No temas porque has estado confusa, ni te avergüences porque has sido infamada y avergonzada, pues has dé venir a olvidar para siempre la confusión y no te has de acordar más del oprobio de tu viudez, porque el que te dispensa esta gracia es el que se llama Señor de los ejércitos y el que te libra se llama Dios de Israel, Dios de toda la tierra». Baste lo dicho, en lo cual se encierran ciertos enigmas misteriosos que necesitan de competente explanación; pero presumo que será suficiente la simple narración de lo que está tan claro que hasta los mismos enemigos, aun contra su voluntad, lo entenderán con toda claridad. CAPITULO XXX De lo que profetizaron Miqueas, Jonás y Joel que pueda aludir al Nuevo Testamento El profeta Miqueas, figurando a Cristo bajo la misteriosa figura de un monte muy elevado y extenso, dice así: «En los últimos días se manifestará el monte del Señor, se establecerá sobre la cumbre de los más empinados montes, se levantará sobre todos los collados; concurrirán a él los pueblos, acudirán muchas gentes, y dirán: Ea, venid, subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob; Él nos enseñará sus caminos, y nosotros andaremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra del Señor. Él juzgará y administrará justicia entre muchos pueblos y pondrá freno a naciones poderosas y remotas.» Y refiriendo Miqueas el pueblo donde había de nacer Cristo, prosigue diciendo: «Y tú, Belén, casa de Efrata, pequeña eres entre tantas ciudades como hay en Judá; sin embargo, de ti saldrá el que será Príncipe de Israel, y su salida o aparición será desde el principio y por toda la eternidad; por eso dejará vivir y permanecer por algún tiempo a los judíos hasta que la que está de parto dé a luz lo que trae encerrado en su vientre y los demás hermanos de este Príncipe que restan se conviertan y junten con los verdaderos hijos de Israel. El permanecerá y mirará por ellos, y apacentará su rebaño con la virtud del Señor, y vivirán en honor del Señor su Dios, porque entonces será glorificado hasta los últimos fines de la tierra.» El profeta Jonás profetizó a Cristo, no solamente con la boca, sino, en cierto modo, con su pasión, y sin duda más claramente que si a voces hubiera vaticinado su muerte y resurrección. Porque, ¿a qué fin le metió la ballena en su vientre y le volvió á arrojar al tercero día si no para significarnos que Cristo al tercero día había de resucita de lo profundo del infierno? Y aunque todo lo que predice Joel es indispensable declararlo extensamente para que sepa lo que pertenece a Cristo y a su Iglesia, con todo, no omitiré un pasaje suyo, del que se acordaron también los apóstoles cuando, estando congregados los nuevos creyentes, vino sobre ellos el Espíritu Santo, según lo había prometido Jesucristo: «Y después de esto, derramaré mi espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré en aquellos días mi espíritu.» CAPITULO XXXI Lo que se halla profetizado en Abdías, Naun y Habacuc de la salud y redención del mundo, por Cristo Los tres profetas de los doce menores, Abdías, Naun y Habacuc, ni nos dicen la época en que florecieron, ni tampoco descubrimos por las crónicas de Eusebio y San Jerónimo el tiempo en que profetizaron, pues aunque ponen a Abdías con Miqueas, sin embargo no lo pusieron en el lugar donde se notan los tiempos, donde por testimonios irrefragables consta especialmente todo lo que escriben que profetizó Miqueas, cuya omisión imagino ha procedido de equivocación o yerro de los que copian con poco cuidado las producciones literarias ajenas. Al mismo tiempo confieso que tampoco pude inflar en las crónicas que yo posesa los otros dos citados profetas; pero estando designados en el Canon, no es justo que yo pase de largo sin, hacer mención de ellos. Por lo respectivo a los escritos proféticos de Abdías, decimos que es el más breve y sucinto de todos los profetas. Habla contra la nación Idumea, esto es, contra la descendencia de Esaú, uno de los hijos gemelos de Isaac, nietos de Abraham, es decir, del hermano mayor reprobado por el Señor; y si, según el método de hablar, en que por la parte entendemos el todo, tomamos a Idumea y presumimos que en ella se significan los gentiles, podemos entender de Cristo lo que entre otras cosas dice: «Que en el monte Sión será la salud y santidad»; y poco después, al fin de su profecía, añade: «Y subirán los que se han salvado en el monte Sión para defender el monte de Esaú y el Señor reinará en él.» Es de inferir que se verificó esta predicción cuando los que se salvaron del monte Sión, esto es, los que de Judea creyeron en Cristo (entre quienes principalmente se entienden los Apóstoles) para defender el monte de Esaú. ¿Y cómo le defendieron, sino con la predicación del Evangelio, salvando a los que creyeron para libertarse así de la potestad infernal de las tinieblas y transferirse a la posesión beatífica del reino de Dios? Lo cual consecutivamente declaró, añadiendo: «Y el Señor reinará en él»; porque el monte Sión significa la Judea donde se profetizó que habla de ser la salud y la santidad, que es Cristo Jesús. El monte de Esaú es Idumea, por la cual se nos significa la Iglesia de los gentiles, que defendieron, como declaré, los rescatados del monte Sión, para que reinase en ella el Señor. Era esto oscuro antes de suceder; pero después de sucedido, ¿qué fiel cristiano habrá que no lo reconozca? El profeta Naun, o, mejor dicho, Dios por él, dice: «Desterraré tus escrituras y estatuas y haré que te sirvan de sepultura, porque ya veo apresurarse por los montes los pies del que ha de evangelizar y anunciar la paz. Celebra ya, ¡oh Judá!, tus fiestas y acude a Dios con tus votos porque ya; no se envejecerán más Consumado está; ya se ha acabado: ya ha subido el que sopla en tu rostro, librándote de la tribulación.» Quién sea el que subió de los infiernos y quién el que sopló en el rostro de Judá, esto es; de los júdios, discípulos de Jesucristo, es fácil de comprender acordándose del Espíritu Santo los que reconocen y están sometidos al Evangelio. Porque al Nuevo Testamento pertenecen aquellos cuyas festividades espiritualmente se renuevan de forma que no puedan envejecer. Por medio del Evangelio vemos ya desterradas y destruidas las esculturas y estatuas, esto es, los ídolos de los dioses falsos; echados ya en perpetuo olvido, como si los sepultaran, y en todo lo respectivo a este particular vemos ya cumplida esta profecía. Y Habacuc, ¿de qué otra venida, sino de la de Cristo, que es quien había de venir, ha de entenderse que habla cuando dice: «Y me respondió el Señor, y dijo: Escribe esta visión de viva voz, tan claramente que la entienda con facilidad cualquiera que la leyere, porque esta visión, aunque todavía tarde algo, se cumplirá a su tiempo, nacerá al fin y no faltará, y si tardare, aguárdale, porque sin duda vendrá el que ha de venir y no se detendrá más del tiempo que está determinado»? CAPITULO XXXII De la profecía que se contiene en la oración y cántico de Habacuc Y en su oración y cántico, ¿con quién habla Habacuc sino con Cristo Señor nuestro, cuando dice: «He oído, Señor, lo que me has hecho entender por tu revelación y me he encogido de temor. ¡ He considerado, Señor, tus obras, y me he quedado absorto!» Porque, ¿qué otra cosa es ésta sino una inefable admiración de la salud eterna, nueva y repentina, que predecía había de venir a los hombres? «Te darás a conocer -añade- en medio de dos animales.» Y este misterioso enigma, ¿qué significa sino que daría a conocer el Verbo del Padre en medio de dos testamentos, o en medio de dos ladrones, o en medio de Moisés y Elías, cuando en el monte Tabor hablaron con el Señor? «Cuando se acercaren los años dice el historiador sagrado serás conocido: cuando llegue su tiempo te manifestarás.» Estas expresiones, porque en sí mismas son sencillas y claras, no necesitan de exposición alguna. Pero lo que sigue en el profeta: «Cuando se turbare mi alma, Y estuvieseis enojado contra mí, os acordareis de la misericordia», ¿qué quiere decir sino que tomó en sí mismo la persona de los judíos, de quienes descendía?, los cuales, aunque turbados y ciegos, por su infernal ira, crucificaron a Jesucristo: sin embargo, no olvidándose el Señor de su infinita misericordia, dijo: «Padre mío, perdónalos porque no saben lo que se hacen.» «Dios vendrá de Theman, y el Señor de un monte sombrío y espeso.» Estas palabras, en las qué dice el profeta: vendrá de Theman, otros las entienden y dicen así: del Austro, o del Africa, que significa el Mediodía, esto es, el fervor de la caridad y el resplandor de la verdad. Y por el monte umbroso y fragoso, aunque puede entenderse de varios modos, yo más gustosamente lo tomaría por la profundidad y sentido misterioso de las Sagradas Escrituras, en las que se contienen las profecías que hablan de Jesucristo. Porque en ellas se ven impenetrables arcanos, predicciones sombrías, oscuras y densas que excitan el ánimo de que pretende comprenderlas; de donde proviene que el que logra la felicidad de entenderlas y penetrar su espíritu halla en ellas a Cristo. «Su virtud cubrió los cielos, y la tierra está llena de sus alabanzas», ¿qué es sino lo mismo que dice el real Profeta: «Ensalzado seas Dios sobre todos los cielos, y extiéndase tu gloria sobre toda la tierra»? «Su resplandor será como la luz», ¿qué significa sino que su fama ha de alumbrar a los creyentes? «Y los cuernos en sus manos», ¿qué es sino el trofeo de la cruz? «Y puso la caridad firme y estable en su fortaleza», no necesita de declaración alguna. «Delante de él irá el Verbo, y saldrá al campo detrás de sus pies», ¿qué quiere decir sino que antes de venir al mundo fue profetizado y que después que volvió del mundo, esto es, resucitó y subió a los cielos, fue anunciado y predicado su nombre? «Se paró y se conmovió la tierra», ¿qué es sino que se detuvo para favorecernos con su divina doctrina y que la tierra se conmovió de un modo extraordinario para que, en virtud de esta señal, temiésemos su poder y creyésemos en él? «Miró y se marchitaron las gentes», esto es, se compadeció del hombre y convirtió los pueblos a verdadera penitencia «Quebrantó y destruyó los montes con violencia, esto es, con el vigor y comprobación de los milagros quebrantó la arrogante soberbia de los espíritus altivos. «Bajáronse los collados eternos, esto es, se humillaron en la tierra algún tanto para ser después ensalzados para siempre. «Vi sus entradas eternas por los trabajos, esto es, vi que las penalidades de su caridad no eran sino el premio de la eternidad. «Se pasmarán las tiendas de los etíopes y las tiendas de la tierra de Madián», quiere decir: las gentes quedarán atónitas y turbadas con la repentina nueva de tus maravillas y las que nunca reconocieron homenaje al Imperio romano vendrán a unirse con el pueblo cristiano y se sujetarán a Cristo. «¿Estáis acaso, Señor, enojado con los ríos, o con los ríos manifestáis vuestro furor y saña, descargáis vuestro impetu contra el mar.? Esto dice, porque no viene ahora para juzgar al mundo, sino para que por su mediación se salve el mundo y sea redimido de su cautiverio. «Porque subirás sobre tus caballos, y las correrías que con ellos hagas serán la salud.» Esto es, tus evangelistas te llevarán porque serán gobernados por ti y tu Evangelio, y será la salud eterna de los que creyeron en ti. «Sin duda flecharás tu arco contra los cetros, dice el Señor, es decir, amenazarás con tu terrible juicio final aun a los reyes de la tierra. «Con los ríos se abrirá y rasgará la tierra, esto es, con las perennes e intermitentes corrientes de los sermones que te predicaren los ministros santos del Evangelio se abrirán para confesar tu santo nombre los corazones de los hombres, a quienes advierte la Escritura «que rasguen sus corazones y no sus vestidos». ¿Y qué significa: «Te verán y se dolerán los pueblos», sino que llorando serán bienaventurados? ¿Y qué quiere decir, «como fueres andando, derramarás las aguas», sino que andando en aquellos que por todas partes te anuncian y predican, extenderás por todo el orbe los caudalosos ríos de tu doctrina? ¿Y qué es «el abismo dio su voz»? ¿Acaso declaró el abismo y la profundidad del corazón humano lo que en sí por medio de la visión sentían? «La profundidad a su fantasía» es como declaración del verso pasado, porque la profundidad es como el abismo, y lo que dice, á su fantasía, debe entenderse que lo dio su voz, esto es, que le declaró cuanto en si por medio de la visión sentía, puesto que la fantasía es la visión, la cual no la detuvo ni la encubrió, sino que, confesándola, la echó fuera y la manifestó. «Elevóse el sol y la luna se puso en su orden», esto es, subió Cristo a los cielos y púsose en su orden» la Iglesia bajo la obediencia de su rey. «Tus flechas irán a la luz», esto es, no serán ocultas, sino manifiestas las palabras de tu predicación. «Al resplandor de los relámpagos de tus armas», ha de entenderse que oirán tus tiros; porque el Señor dijo a sus discípulos: «Lo que os digo en secreto predicadlo’ en público.» «Con tus amenazas abatirás los hombres, y con tu furor y saña derribarás y sojuzgarás las gentes»; porque a los que se ensalzaren y ensoberbecieren los quebrantarás con el rigor de tu castigo. «Saliste para salvar a tu pueblo y para salvar a tus ungidos; enviaste la muerte sobre las cabezas y sobre los mayores pecadores.» Esto no necesita otra explicación. «Los cargaste de prisiones hasta el cuello.» También se puede entender aquí las prisiones buenas de la sabiduría, de manera que «metan los pies en sus grillos y el cuello en su argolla.» «Rompístelas hasta causar terror y espanto»; entiéndense las prisiones, por cuanto les puso las buenas y les rompió las malas, por las cuales dice el real Profeta: «Rompiste mis lazos y prisiones, y esto hasta excitar un terrible espanto», esto es, maravillosamente. «Las cabezas de los poderosos se moverán con ella», es, a saber, con la admiración y espanto. «Abrirán sus bocas y comerán como el pobre, que come en lo escondido»; porque algunos judíos poderosos acudieron al Señor admirados de lo que hacía y decía, y hambrientos y deseosos del pan saludable de su doctrina, lo comían en los lugares más ocultos y retirados por miedo de los judíos, como lo dice el Evangelio. «Metiste en el mar tus caballos, turbando la multitud inmensa de las aguas», las cuales ¿qué otra cosa son sino muchos pueblos? Porque ni huyeran los unos con temor, ni acometieran y persiguieran los otros con furor si no se turbaran todos. «Reparé y quedó absorto mi corazón viendo lo que yo mismo decía por mi boca: penetró un extraño temblor mis huesos y en mí se quedó interiormente trastornado todo mi ser.» Repara y pon los ojos en lo que dice de que él mismo se turba y atemoriza con lo que él iba diciendo inspirado del divino espíritu de profecía, en el que veía y observaba todo cuanto había de acaecer en lo sucesivo; pues como se alborotaron tantos pueblos, advirtió las tribulaciones que amenazaban a la Iglesia, y como luego conoció ser miembro de ella, dice: «Descansaré en el día de la tribulación, como quien pertenece y es miembro de aquellos que están con gozo en la esperanza y en la tribulación con paciencia», «para que suba -dice- al pueblo de mi peregrinación». Apartándose, en efecto, del pueblo perverso, pariente carnal suyo, que no es peregrino en la tierra ni pretende la posesión de la patria soberana. «Porque la higuera -añade- no llevará fruto ni las viñas brotarán, faltará la oliva y los campos no producirán qué comer, no habrá ovejas en las majadas ni bueyes en los establos.» Vio aquel pueblo, que había de dar muerte a Cristo, cómo perdería la abundancia de los bienes espirituales, los cuales, cual acostumbran los profetas, los figuró por la abundancia y fertilidad de la tierra, y cómo por esto incurrió aquel pueblo en semejante ira e indignación de Dios, pues no echando de ver la Justicia divina quiso establecer la suya. Luego prosigue: «Pero yo me holgaré en el Señor y me regocijaré en Dios mi salvador; el Señor mi Dios, y mi virtud, pondrá y sentará mis pies perfectamente; me colocará en lo alto para que salga victorioso con su cántico», es, a saber: con aquel cántico en que se dicen algunas cosas semejantes a las del real Profeta. «Puso y afirmó mis pies sobre la tierra, enderezó mis pasos e infundidos en mi boca un nuevo cántico, un himno en alabanza de nuestro Dios.» Así, pues, sale victorioso con el cántico de Señor, el que le agrada con la alabanza del mismo Señor y no con la suya, para que el que se gloría se gloríe en el Señor. Con todo, me parece mejor lo que se lee en algunos libros:«Me alegraré en Dios mi Jesús», que no lo tienen otros, que, queriéndolo poner en latín, no pusieron este nombre que nos es a nosotros más amoroso y más dulce de nombrar. CAPITULO XXXIII Lo que Jeremías y Sofonías, con espíritu profético; dijeron de Cristo y de la vocación de los gentiles Jeremías es de los profetas mayores, así como lo es también Isaías, y no de los menores, como son los otros de quienes hemos ya referido algunas particularidades Profetizó reinando en Jerusalén Josías y en Roma Anco Mardo, aproximándose ya la época de la cautividad de los judíos. Extendió sus profecías hasta el quinto mes del cautiverio, como se halla en sus libros. Ponen con él a Sofonías, uno de los menores, porque también dice él que profetizó en tiempo de Josías; pero hasta cuándo, no lo dice. Vaticinó Jeremías, no sólo en tiempo de Anco Marcio, sino también de Tarquino Prisco, que fue el quinto rey de los romanos, puesto que éste, cuando sucedió el cautiverio, ya había comenzado a reinar; por eso, profetizando de Cristo, dice Jeremías: «Prendieron a Cristo nuestro Señor, que es el espíritu y aliento de nuestra boca, por nuestros pecados», mostrando brevemente con esto que Cristo es nuestro Dios y Señor, y que padeció por nosotros. Asimismo en otro lugar se lee: «Este es mi Dios, y no se debe hacer caso de otro en comparación; es el que dispuso todos los caminos de la doctrina y el que la dio a Jacob, su siervo, y a Israel su querido, y después apareció en la tierra y vivió con los hombres.» Algunos atribuyen este testimonio, no a Jeremías, sino a su amanuense o secretario, llamado Baruc; pero la opinión más común es que sea de Jeremías. Igualmente el mismo Profeta, hablando del mismo Señor, dice: «Vendrá día dice el Señor en que daré a David una semilla y descendencia justa; reinará siendo rey, será sabio y prudente y hará juicio y justicia en la tierra; en tiempo de éste se salvará Judá, Israel vivirá seguro y éste es el nombre con que le llamarán Señor, nuestro Justo.» Y fuera de la vocación futura de las gentes, que ahora vemos cumplida, habló de esta manera: «Señor, Dios mío, y mi refugio en el día de mis tribulaciones, a ti acudirán las gentes desde los últimos confines de la tierra, y dirán: en realidad de verdad que nuestros padres adoraron simulacros e ídolos vanos que no eran de provecho alguno.» Y que no habían de reconocerle los judíos como a verdadero Mesías, quienes, además de su incredulidad, habían de perseguirle hasta quitarle la vida con afrentosa muerte, nos lo da a entender el mismo Profeta por estas palabras: «Grave y profundo es el corazón del hombre. ¿Quién hay que pueda conocerle?» Suyo es también el testimonio que cité en el libro XVII, capítulo III, diciendo que habló del Nuevo Testamento, cuyo Medianero es Cristo, porque el mismo Jeremías dice: «Vendrá tiempo, dice el Señor, en que acabaré de sentar y realizar un testamento y pacto nuevo con la casa de Jacob», y lo demás que allí expresa. Entretanto, alegaré lo que el profeta Sofonias, oye vaticinó en tiempo de Jeremías, dijo de Cristo con estas expresiones: «Aguardadme; dice el Señor, para el día de mi resurrección, en el cual tengo determinado congregar las naciones y juntar los reyes.» Y en otro lugar dice: «Terrible se manifestará el Señor contra ellos; desterrará todos los dioses de la tierra y le adorarán todos en su tierra, todas las islas de las gentes.» Y poco después añade: «Entonces infundiré en las gentes y en todas sus generaciones un mismo idioma para que todos invoquen el nombre del Señor y le sirvan bajo un mismo yugo. De los últimos términos de los ríos de Etiopía me traerán sus ofrendas y sacrificios. En aquel día no te avergonzarás ya de todas tus pasadas maldades, que impíamente cometiste contra mí, porque entonces quitaré de ti las pasiones torpes que te hacían injurioso y tú dejarás ya de gloriarte más sobre mi monte santo; y pondré en medio de ti un pueblo manso y humilde; y reverenciarán el nombre del Señor las reliquias que hubiere de Israel.» Estas son las reliquias de quienes habla en otra parte otro Profeta, y lo dice también el Apóstol: «Si fuere el número de los hijos de Israel como las arenas del mar, unas cortas reliquias serán las que se salvarán.» Porque éstas fueron las reliquias que de aquella nación creyeron en Cristo. CAPÍTULO XXXIV De las profecías de Daniel y Ezequiel, que se relacionan con Cristo y su iglesia En la misma cautividad de Babilonia, y en su principio, profetizaron Daniel y Ezequiel, otros dos de los profetas mayores, y entre éstos, Daniel fijó determinadamente con el número de los años el tiempo en que había de venir y padecer Cristo, lo cual seria largo intentar manifestarlo aquí, calculando el tiempo, Y ya lo han practicado otros antes que nosotros. Pero hablando de su potestad y gloria, dice así: «Vi, en una visión nocturna, que venía el Hijo del Hombre en las nubes del cielo, y llegó hasta donde estaba el antiguo en días, y se presentó ante él, y él le entregó la potestad, el honor y el reino para que le sirvan todos los pueblos, tribus y lenguas Cuya potestad es potestad perpetua, que no pasará y cuyo reino no se corromperá.» También Ezequiel, significándonos a Cristo, como acostumbran los profetas, por la persona de David, porque tomó carne de la descendencia de David, y por la forma de siervo, en cuanto hombre, llama siervo de Dios al mismo Hijo de Dios. Así nos le anuncia proféticamente, hablando en persona de Dios Padre: «Yo pondré dice- un pastor sobre mis ovejas para que las apaciente, y éste será mi siervo David; éste las apacentará, él le servirá de pastor y yo, que soy el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será su príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, lo he determinado así.» Y en otro lugar dice: «Y tendrán un rey que los mande y gobierne a todos; no serán ya jamás dos naciones ni se dividirán en dos reinos; no se profanarán más con sus ídolos, con sus abominaciones y con la multitud incomprensible de sus pecados Yo los sacará libres de todos los lugares donde pecaron; los purificaré; serán mi pueblo y yo seré su Dios; mi siervo David será su rey y vendrá a ser un pastor universal sobre ellos.» CAPÍTULO XXXV De la profecía de los tres profetas Ageo. Zacarias y Malaquías Réstanos, pues, tres profetas de los doce menores que profetizaron en lo últimos años de la cautividad: Ageo. Zacarías y Malaquías. Entre éstos, Ageo con toda claridad, nos vaticina a Cristo y a su Iglesia en estas breves y compendiosas palabras.: «Esto dice el Señor de los ejércitos: de aquí a poco tiempo moveré el cielo y la tierra, el mar y la tierra firme; moveré todas las naciones y vendrá el deseado por todas las gentes.» Esta profecía en parte la vemos cumplida, y lo que de ella resta esperamos ha de cumplirse al fin del mundo. Porque ya movió el cielo con el testimonio de los ángeles y de las estrellas cuando encarnó Cristo; movió la tierra con el estupendo milagro del mismo parto de la Virgen; movió el mar y la tierra firme, puesto que en las islas y en todo el mundo se predica el nombre de Jesucristo, y así vemos venir todas las gentes a acogerse bajo la protección de la fe católica. Lo que sigue, «y vendrá el deseado por todas las gentes», se espera su cumplimiento en su última venida, pues para que fuese deseado por los que le esperaban se necesitaba primeramente que fuese amado por los que creyeron en él. Y Zacarías, hablando de Cristo y de su Iglesia, dice así: «Alégrate grandemente, hija de Sión, hija de Jerusalén; alégrate con júbilo y contento; advierte que vendrá a ti tu rey justo y salvador; vendrá pobre encima de una pollina y de un asnillo, y su imperio se dilatará de mar a mar y desde los ríos hasta los últimos confines del orbe terráqueo.» Cuándo y cómo nuestro Señor Jesucristo caminando usó de esta especie de cabalgadura, lo leemos en el Evangelio, donde se refiere asimismo parte de esta profecía cuanto pareció bastante para la ilustración de la doctrina contenida en aquel pasaje. En otro lugar, hablando con el mismo Cristo en espíritu de profecía sobre la remisión de los pecados por la efusión de su preciosa sangre, dice: «Y tú también, con la sangre de tu pacto y testamento, sacaste a los cautivos del lago donde no hay agua.» Cuál sea lo que debe entenderse por este lago puede tener diversos sentidos, aunque conforme; a la fe católica. Yo soy de dictamen que no hay objeto que estas palabras nos signifiquen con más propiedad que el abismo y profundidad seca en cierto modo y estéril de la miseria humana, donde no hay las corrientes de las aguas tersas de justicia, sino lodos y cenegales inmundos de pecados. Porque de este lago dice el real Profeta: «Me libró del lago de la miseria y del cenagoso lodo.» Malaqúías, vaticinando de la Iglesia, que vemos ya propagada por Cristo, dice explícita y claramente a los judíos en presencia de Dios: Yo no tengo mi voluntad en vosotros; no me agradáis ni me complace la ofrenda y sacrificio ofrecido de vuestra mano; porque desde donde nace el sol hasta donde se pone vendrá a ser grande y glorioso mi nombre en las gentes, dice el Señor, y en todas partes sacrificarán y ofrecerán a mi nombre una ofrenda y sacrificio puro y limpio, porque será grande y glorioso mi nombre entre las gentes.» Viendo, pues, que ya este sacrificio, por medio del sacerdocio de Cristo, instituido según el orden de Melquisedec, se ofrece a Dios en todas ras partes del globo habitado desde el Oriente hasta Poniente, y qué no pueden negar que el sacrificio de los judíos, a quienes dice: «No me agradáis ni me complace el sacrificio ofrecido de vuestra mano», está abolido, ¿por qué aguardan todavía otro Cristo, ya que lo que leen en el Profeta y ven realizando no pudo cumplirse por otro que por el mismo Salvador? Porque después, en persona de Dios, dice el mismo Profeta: «Le di mi testamento y pacto, en que se contenía la paz y la vida, y le prescribí que me temiese y respetase mi nombre; la ley de la verdad se hallará en su boca, en paz andará conmigo y convertirá a muchos de sus pecados, porque los labios del Sacerdote conservaran la ciencia y aprenderán la ley de su boca, porque él es el ángel del Señor Todopoderoso.» Y no hay que admirarnos que llame a Cristo Jesús ángel de Dios Todopoderoso, pues así como se llama siervo por la forma de tal con que se presentó a los hombres, así también se llamó ángel por el Evangelio que anunció a los mortales. Porque si interpretásemos estos nombres griegos, Evangelio quiere decir «buena nueva», y ángel, el que trae la nueva; pues hablando del mismo Señor, dice en otro lugar: «Yo enviaré mi ángel, el cual allanará el camino delante de mí, y luego al momento vendrá a su templo aquel Señor que vosotros buscáis y el Angel del Testamento que vosotros deseáis. Mirad que viene, dice el Señor Dios Todopoderoso. ¿Y quién podrá sufrir el día en que llegare, o quién podrá resistir cuando se dejare ver?» En este lugar nos anunció el Profeta la primera y segunda venida de Cristo; la primera, donde dice: «Y luego al momento vendrá a su templo aquel Señor, esto es, vendrá a tomar su carne», de la cual dice en el Evangelio: «Deshaced este templo y en tres días le resucitaré»; la segunda, donde dice: «Mirad que viene, dice el Señor Todopoderoso. ¿Y quién podrá resistir cuando se dejare ver?» Y en lo que dice: «Aquel Señor que vosotros buscáis, y el Angel del testamento que vosotros deseáis», nos da a entender, y significa, sin duda, que los judíos, conforme a las escrituras, que leen continuamente, buscan y desean hallar a Cristo; pero muchos de ellos al que buscaron y desearon eficazmente no le reconocieron después de venido por tener vendados los ojos de su corazón con sus anteriores deméritos y pecados. Lo que aquí llama Testamento, y arriba donde dijo: «Le di mi testamento », y aquí donde le llama «Angel del Testamento», sin duda debemos entenderlo del Testamento Nuevo, en el cual las promesas son eternas, no como en el Antiguo, donde son temporales, de las cuales, haciendo en el mundo muchos espíritus débiles y necios grande estimación y sirviendo a Dios verdadero por la esperanza del premio de tales cosas temporales, cuando advierten que algunos impíos y pecadores las gozan en abundancia, se turban. Por eso el mismo Profeta, para distinguir la bienaventuranza eterna del Nuevo Testamento de la felicidad terrena del Viejo (la cual en su mayor parte se da también a los malos), dice así: «Habéis hablado pesadamente contra mí, dice el Señor, y preguntáis: ¿qué hemos hablado contra ti? Dijisteis: en vano trabaja quien sirve a Dios ¿Y qué es lo que hemos medrado por haber guardado exactamente sus preceptos y procedido con humildad, pidiendo misericordia delante del Señor Todopoderoso? Siendo así que tenemos por dichosos a los extraños a la religión de Dios, ya que vemos a los pecadores medrados y acrecentados y a los que han ido contra Dios salvos y libres de sus calamidades. Pero los que temían a Dios dijeron en contra posición a estas sutiles quejas, cada uno, respectivamente, a su prójimo todo lo advierte el Señor, y lo oye, y tiene escrito un libro de memoria delante de sí en favor de los que temen a Dios y reverencian su santo nombre. En este libro se nos significa el Testamento Nuevo. Pero acabemos de oír lo que sigue: «Y a éstos los tendré yo, dice el Señor Todopoderoso, en el día en que he de cumplir lo que digo, como hacienda y patrimonio mío propio; yo los tendré escogidos, como el hombre que tendré elegido a un hijo obediente y que le sirve bien. Entonces volveréis a considerar, y notaréis la diferencia que hay entre el justo y el pecador, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve; sin duda vendrá aquel día ardiendo como un horno, el cual los abrasará y serán todos los pecadores y los que viven impíamente como paja seca, y los abrasará en aquel día, en que vendrá, dice el Señor Todopoderoso, de forma que no quede raíz ni sarmiento de ellos. Pero a los que tienen y confiesan mi nombre les nacerá el sol de la justicia, y. en sus alas vuestra salud y remedio; saldréis y os regocijaréis como los novillos cuando se ven sueltos de alguna prisión y hollaréis a los impíos, hechos cenizas, debajo de vuestros pies en el día en que yo haré lo que digo, dice el Señor Todopoderoso. Este es el que llaman día del juicio, del cual hablaremos, si fuere de voluntad de Dios, más extensamente en su propio lugar. CAPITULO XXXVI De Esdras y de los libros de los Macabeos Después de estos tres profetas: Ageo, Zacarías y Malaquías, por los mismos tiempos en que el pueblo de. Israel Salió libre del cautiverio de Babilonia, escribió también Esdras, quien ha sido tenido más por historiador que por profeta (como es el libro que se intitula de Ester, cuya historia en honor de Dios se halla haber sucedido no mucho después de esta época); a no ser que entendamos que Esdras profetizó a Jesucristo en aquel pasaje donde refiere que habiéndose excitado un cuestión y duda entre ciertos jóvenes sobre cuál era la cosa más poderosa del mundo, y diciendo uno que los reyes, otro que el vino y el tercero que las mujeres, quienes por lo general suelen dominar los corazones de los reyes el tercero manifestó y probó que la verdad era únicamente la que todo lo vencía. Y si registramos el Evangelio hallamos que Cristo es la misma verdad. Desde este tiempo, después de reedificado el templo hasta Aristóbulo, no hubo reyes entre los judíos, sino príncipes, y el cómputo de estos tiempo no se halla en las santas Escritura que llamamos canónicas, sino en otro libros, y, entre ellos, en los que se intitulan de los Macabeos, los cuales tienen por canónicos no los judíos, sino la Iglesia, por los extraños y admirables martirios de algunos Santos mártires que contienen, quienes, antes que Cristo encarnase, pelearon valerosamente hasta dar su vida en defensa de la ley santa del Señor, padeciendo cruelísimos y horribles tormentos. CAPITULO XXXVII Que la autoridad de las profecías es más antigua que el origen y principio de la filosofía de los gentiles En la época en que florecieron nuestros profetas, cuyos libros han llegado ya a noticia de casi todas las naciones, aun no existía filósofo alguno entre los gentiles, ni quien hubiese tenido tal nombre, porque éste tuvo su exordio en. Pitágoras, natural de la isla de Samos, quien comenzó a. ser famoso cuando salieron los judíos de su cautiverio. Luego con mayor motivo se deduce que los filósofos que le sucedieron fueron muy posteriores en tiempo a los profetas; porque el mismo Sócrates, natural de Atenas, maestro de los que entonces florecieron, y son los príncipes de aquella parte de la filosofía que se llama moral o activa, se sabe por las Crónicas que vivió después de Esdras. A poco tiempo nació Platón, que sobresalió en muchos grados a los demás discípulos de Sócrates. Y si quisiéramos añadir a éstos los que les precedieron, que aun no se llamaban filósofos, esto es, los sabios, y después los físicos que sucedieron a Thales en la indagación de las causas naturales, imitando su estudio Y profesión, es a saber: Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras y otros varios, antes que Pitágoras se llamase filósofo, ni aun éstos preceden en antigüedad a todos nuestros profetas; porque Thales, después del cual siguieron los otros, dicen que floreció reinando Rómulo, cuando brotó el raudal de las profecías de las fuentes de Israel, en aquellas sagradas letras que se extendieron y divulgaron por todo el mundo. Así, pues, solos los teólogos poetas Orfeo, Lino y Museo, Y algunos otros que hubiera entre los griegos, fueron primero que los profetas hebreos, cuyos escritos tenemos por auténticos. Con todo, tampoco precedieron en tiempo a nuestro verdadero teólogo Moisés, que efectivamente predicó un solo Dios verdadero, cuyos libros son los primeros que tenemos al presente en el Canon de los sagrados, autorizados con la uniforme y general aprobación de la Iglesia. Y consiguientemente, los griegos, en cuyo país florecieron con especialidad las letras humanas, no tienen que lisonjearse de su sabiduría en tal conformidad que pueda parecer, ya que no más aventajada, a lo menos más antigua que nuestra religión, que es donde se halla la verdadera sabiduría. No obstante, es innegable que hubo antes de Moisés alguna instrucción, que se llamó entre los hombres sabiduría, aunque no en Grecia, sino entre las naciones bárbaras e incultas, como en Egipto; pues a no ser así, no diría la Sagrada Escritura que Moisés estaba versado en todas las ciencias de los egipcios, es a saber: que cuando nació allí, fue adoptado y criado por la hija de Faraón e instruido en las artes y letras humanas. Sin embargo, ni aun la sabiduría de los egipcios pudo preceder en tiempo a la sabiduría de nuestros profetas, ya que Abraham fue también profeta. ¿Y qué ciencias pudo haber en Egipto antes que Isis (a quien después de muerta tuvieron por conveniente adorarla como a una gran diosa) se las enseñase? De Isis escriben que fue hija de Inaco, el primero que principió a reinar en Argos, cuando hallamos por el contexto de la Sagrada Escritura que Abraham tenía ya nietos. CAPITULO XXXVIII Cómo el Canon eclesiástico no recibió algunos libros. de muchos santos por su demasiada antigüedad, para que, con ocasión de ellos, no se mezclase lo falso con lo verdadero Si quisiéramos echar mano de sucesos mucho más antiguos, antes de nuestro Diluvio universal, tenemos al patriarca Noé, a quien no sin especial motivo podré llamar también profeta, pues la misma Arca que labró, y en que se libertó del naufragio con los suyos, fue una profecía de nuestros tiempos. ¿Y qué diremos de Enoch, que fue el séptimo patriarca después de Adán? ¿Acaso no se dice expresamente en la carta canónica del apóstol San Judas Tadeo que profetizo? Pero la causa primaria por que los libros de éstos no tengan autoridad canónica, ni entre los judíos ni entre nosotros, fue su demasiada antigüedad, por la cual parecía debían graduarse como sospechosos, para que no se publicasen algunas particularidades absolutamente falsas por verdaderas, puesto que se divulgan también algunas que dicen ser suyas, y se las atribuyen los que ordinariamente creen conforme a su sentido lo que les agrada. Estas obras no las admite la pureza e integridad del Canon, no porque repruebe la autoridad de sus autores, que fueron amigos v siervos de Dios, sino porque no se cree que sean suyas. No debe causarnos maravilla que se tenga por sospechoso lo que se publica bajo el nombre de tanta antigüedad, puesto que en la misma historia de los reyes de Judá y de los reyes de Israel, que contiene la memoria de los sucesos acaecidos, se refieren muchas cosas de que no hace mención la Escritura, y dice que se hallan en los otros libros que escriben los profetas, y en algunas partes cita también los nombres de estos profetas; y, sin embargo, no está dicha historia en el Canon que tiene admitido el pueblo de Dios. Confieso ignorar la causa de esto, aunque presumo que aquellos a quienes el Espíritu Santo reveló lo que había de estar en la autoridad y Canon de la religión, pudieron también escribir unas cosas, cómo hombres, con diligencia histórica, y otras, como profetas, con inspiración divina, y que éstas fueron distintas; de forma que Pareció que las unas se les debían atribuir a ellos como suyas, y las otras, a Dios, como a quien hablaba por ellos. Así unas servían para mayor abundancia de noticia; las otras, para autoridad de la religión, en cuya autoridad se guarda el Canon. Fuera de éste se citan y alegan algunas particularidades escritas bajo el nombre de los verdaderos profetas; pero no valen ni aun para la copia de noticias, porque es incierto si son de los que se asegura ser; por eso no les damos crédito, especialmente a lo que se halla en ellos contra la fe de los libros canónicos, lo cual demuestra que de modo alguno sean suyos. CAPITULO XXXIX Cómo las letras hebreas nunca dejaron de hallarse en su propia lengua No debemos creer lo que algunos presumen: que solamente conservó la lengua hebrea aquel que se llamó Heber, de donde dimanó el nombre de los hebreos, extendiéndose después hasta Abraham, y que las letras hebreas comenzaron con la ley que dio Moisés; antes bien, el citado idioma, con sus letras, se guardó y conservó por aquella sucesión que dijimos de los padres. En efecto, Moisés puso en el pueblo de Dios personas que asistiesen para enseñar las letras antes que tuviesen noticia de ningún escrito de la ley divina. A éstos llama la Escritura Grammato Isagogos, es decir, introductores de las letras, porque en cierto modo las introducen en los corazones de los que las aprenden, o, por mejor decir, porque introducen en ellas a los mismos que enseñan. Ninguna nación, pues, se jacte y gloríe vanamente de la antigüedad de su sabiduría, como anterior a la de nuestros patriarcas y profetas, que tuvieron sabiduría divina, puesto que ni aún en Egipto, que suele gloriarse falsa y vanamente de la ancianidad de sus letras y doctrinas, se halla vestigio de que alguna sabiduría suya haya precedido en tiempo a la sabiduría de nuestros patriarcas: porque no habrá quien se atreva a decir que fueron peritos en ciencias y artes admirables antes de tener noticia de las letras, esto es, antes que Isis fuese a Egipto y se las enseñase. Y aquella su famosa ciencia, que llamaron sabiduría, ¿qué era principalmente sino la astronomía u otros estudios semejantes, que suelen ser propósito y aprovechar más para eje, Citar los ingenios que para ilustrar la ánimos con verdadera sabiduría? Por que en lo tocante a la filosofía, que es la que profesa enseñar preceptos reglas inconcusas, para que los hombres puedan ser y hacerse bienaventurados, por los tiempos de Mercurio llamado el Trimegisto, fue cuando florecieron en aquella tierra semejante facultades; lo cual, aunque fue mucho antes que los sabios y filósofos de Grecia, con todo, fue después de Abraham Isaac, Jacob y Joseph; más aún: aun después del mismo Moisés; porque a tiempo que nació Moisés, se sabe que vivía Atlas, aquel célebre astrólogo hermano de Prometeo, abuelo materno de Mercurio el Mayor, cuyo nieto fue este Mercurio Trimegisto. CAPITULO XL De la vanidad embustera de los egipcios, que atribuyen a sus ciencias cien mil niños de antigüedad Inútilmente, con vana presunción vociferan algunos diciendo que hace más de cien mil anos que Egipto poseyó el invento de la numeración, movimiento y curso de las estrellas. ¿Y de qué libros diremos que infirieron este número los que no mucho antes de dos mil anos aprendieron las letras de Isis? Porque no es escritor tan despreciable Varrón, y lo dice en su historia; lo cual no desdice tampoco de la verdad de las letras divinas. Y no habiéndose aún cumplido seis mil años desde la creación del primer hombre, que se llamó Adán, ¿cómo no nos hemos de reír, sin cuidar de refutarlos, de los que procuran persuadirnos acerca del orden cronológico de los tiempos, cosas tan diversas y opuestas a esta verdad tan clara y conocida? ¿Y a quién daremos más crédito sobre las cosas pasadas que al que nos anunció también las futuras las cuales vemos ya presentes? Porque hasta la misma contradicción y disonancia de los historiadores entre sí nos da materia bastante para que creamos antes a aquel que no repugna a la historia divina que nosotros poseemos. Pero los ciudadanos de la ciudad impía, que están derramados por todas las partes del orbe habitado, cuando leen que hombres doctos, cuya autoridad parece no debe despreciarse, discrepan entre sí sobre sucesos remotísimos de la memoria de nuestro siglo, están perplejos sobre a quiénes deben dar mayor crédito; mas nosotros en la historia de nuestra religión, como estriban nuestras aserciones en la divina autoridad, todo lo que se opone a ella no dudamos condenarlo por falsísimo, sea lo que quiera lo demás que contienen las letras profanas, que, ya sea verdad o mentira, nada importa para que vivamos bien y felizmente. CAPITULO XLI De la discordia de las opiniones filosóficas y de la concordia de las escrituras canónicas de la Iglesia Pero dejando a un lado la historia, los mismos filósofos de los cuales pasamos a estas cosas, que parece no fueron tan laboriosos en sus estudios e investigaciones, sino por hallar el medio de vivir con comodidad, de forma que, según sus reglas, conseguiremos la bienaventuranza, ¿por qué causa discordaron los discípulos de los maestros y los discípulos entre sí sino porque, como hombres mortales, buscaban este precioso y. oculto tesoro con los sentidos humanos y con humanos discursos y razones? En lo cual pudo haber también cierto amor y deseo de gloria, apareciendo cada uno parecer más sabio y agudo que otro, no ateniéndose al dictamen ajeno, sino queriendo ser el autor e inventor de su secta y opinión. Con todo, aunque concedamos haber habido algunos, y aun muchos de ellos, a los cuales haya hecho desviar de sus maestros y de sus discípulos el amor de la verdad y el defender lo que creían ser verídico, ya lo fuese o no lo fuese, ¿qué es lo que puede, o dónde, o por dónde se encamina la infelicidad y miseria humana para llegar a la bienaventuranza si no la dirige y conduce la autoridad divina? Nuestros autores, en quienes no en vano se establece y resume el Canon de las letras sagradas, por ningún motivo discrepan entre sí; pero lo que no sin razón creyeron, no sólo algunos pocos de los que en las escuelas y en las aulas, con sus contenciosas, sistemáticas y fútiles disputas se rompan las cabezas, sino infinitos, aun en las ciudades, así los sabios como los ignorantes, que cuando escribían nuestros escritores aquellos libros les habló Dios o que el mismo Dios habló por boca de éstos. Y ciertamente interesó fuesen pocos, a fin de que no fuese vilipendiado por la multitud lo que había de ser tan particularmente apreciado y estimado por la religión, aunque. no fueron tan pocos que dejase de ser admirable su conformidad. Pues entre el inmenso número de filósofos que nos dejaron por escrito las memorias y libros de sus sectas y opiniones, no se hallará fácilmente entre quienes convenga todo lo que sintieron y las opiniones que propugnaron, y querer mostrarlo aquí con la extensión necesaria sería asunto largo. Y en esta ciudad, que tributa culto y homenaje a los demonios, ¿qué autor hay, por cualquiera secta y opinión que sea, de tanto crédito que, por su respeto se hayan desaprobado y condenado todos los demás que opinaron diferentemente y aun lo contrario? ¿Acaso no fueron esclarecidos y famosos en Atenas, por una parte, los epicúreos, que afirmaban no tocar a los dioses las cosas humanas, y por otra los estoicos, que sentían lo contrario y defendían que las regían y tenían los dioses bajo sus auspicios y protecci6n? Por eso me admiro cuando advierto que condenaron a Anaxágoras porque dijo que el sol era una piedra encendida, negando, en efecto, que era dios, puesto que en la ciudad floreció con grande nombre y gloria Epicuro, y vivió seguro creyendo y sosteniendo que no era dios, no sólo el sol o algunas de las estrellas, sino defendiendo que ni Júpiter ni otro alguno de los dioses había en el mundo a quien Ilegasen las oraciones, súplicas y preces de los hombres. ¿Por ventura no vivió allí Aristipo, que hacia consistir el sumo bien y la bienaventuranza en el gusto y deleite del cuerpo, y Antístenes, que defendía hacerse el hombre bienaventurado por la virtud del alma; dos filósofos insignes, y ambos socráticos, que ponían la suma felicidad de nuestra vida en fines tan distintos y entre sí tan contrarios, entre los cuales, el primero decía que el sabio debía huir del gobierno y administración de la república, y el otro, que la debía regir; y cada uno congregaba sus discípulos para según y defender su secta? Porque públicamente en el pórtico, en los gimnasios, en los huertos, en los lugares públicos y particulares, a catervas peleaban en defensa cada uno de su opinión Otros afirmaban no haber más de un mundo; otros, que eran innumerables; muchos, que sólo este mundo tenía origen; algunos, que no le tenía; unos, que había de acabarse; otros, que para siempre había de durar; unos, que se gobernaba y movía por la Providencia divina; otros, que por el hado y la fortuna; unos, que las almas eran inmortales; otros, que mortales; y los que sostenían ser inmortales, unos que transmigraban a bestias, otros que no, y los que decían ser mortales, unos que morían inmediatamente que el cuerpo, otros que vivían aún después mucho o poco tiempo, pero no siempre; unos colocaban el sumo bien en el cuerpo, otros en el alma, otros en ambos, en el cuerpo y en el alma; otros adjudicaban al cuerpo y al alma los bienes exteriores; unos decían, debíamos creer siempre a los sentidos corporales, otros que no siempre y otros que en ningún caso. Estas y otras casi innumerables diferencias y. discordancias de filósofos, ¿qué pueblo hubo jamás, qué Senado, qué potestad o dignidad pública en la ciudad impía que cuidase de juzgarlas y averiguarías en su fondo; de aprobar unas y repudiar otras, sino más bien, sin diferencia alguna y confusamente, tuvo y fomentó en su seno tanta infinidad de controversias de hombres que tenían diferentes sentimientos, y no en materia de heredades o casas, o de intereses de dinero, sino sobre asuntos importantes en que se descifra y pronuncia sobre nuestra infelicidad o felicidad eterna? En cuyas disputas, aunque se decían algunas cosas ciertas, sin embargo con la misma libertad se proferían también las falsas; de forma que no en vano esta ciudad tomó el nombre místico de Babilonia, porque Babilonia quiere decir confusión, como lo hemos ya insinuado otra vez. Ni le interesa a su caudillo, el demonio, el mirar con cuán contrarios errores debaten y riñen entre silos que él juntamente posee por el mérito de sus muchas y varias impiedades. Pero aquella gente, aquel pueblo, aquella república, aquellos israelitas, «a quien confió Dios sus santas Escrituras, jamás confundieron con igual libertad los falsos profetas con los verdaderos, sino que, conformes entre sí, y sin discordar en nada, reconocieron y conservaron los verdaderos autores de las sagradas letras. A éstos tuvieron por sus filósofos, esto es, por los que amaban su sabiduría; a éstos por sabios, a éstos por teólogos, a éstos por profetas, a éstos por maestros doctores de la virtud y religión. Cualquiera que sintió y vivió conforme sus doctrinas, sintió y vivió, no según los hombres, sino según Dios, que habló por boca de éstos sus siervos. Aquí si prohiben el sacrilegio, Dios lo prohibió; si dicen: «Honraras a tu padre a tu madre», Dios lo mandó; si dicen: «No fornicarás, no matarás, no hurtarás», y así los demás preceptos de Decálogo, no salieron de boca humana estas sentencias, sino de los divinos oráculos. Todas las verdades que algunos filósofos, entre las opiniones falsas que sostuvieron, pudieron conocer y lo procuraron persuadir con largas y prolijas disputas y discursos, como es la de, que este mundo le hizo Dios, y que Dios le gobierna con su Providencia y cuando enseñaron bien de la hermosura de las virtudes, del amor a la patria, de la felicidad, de la amistad, de las obras buenas y de todo lo que pertenece a las buenas costumbre aunque ignorando el fin y modo con que debían referirse. Todas estas verdades se han enseñado en la otra Ciudad y recomendado al pueblo con voces proféticas, esto es, divinas, aun que por boca de hombres, sin necesidades de disputas, argumentos y demostraciones, para que los que las entendiesen temiesen despreciar, no el ingenió humano, sino el documento divino. CAPITULO XLII Que por dispensación de la Providencia divina se tradujo la sagrada Escritura del Viejo Testamento del hebreo a griego para que viniese a noticia de todas las gentes Estas sagradas letras también las procuró conocer y tener uno de los Ptolomeos, reyes de Egipto. Porque después de la admirable, aunque poco lograda potencia de Alejandro de Macedonia, que se llamó igualmente el Magno, con la cual, parte con las armas y parte con el terror de su nombre, sojuzgó a su imperio toda el Asia, o, por mejor decir, casi todo el orbe, consiguiendo asimismo, entre los demás reinos del Oriente, hacerse dueño y señor de Judea; luego que murió, sus capitanes, no habiendo distribuido entre sí aquel vasto y dilatado reino para poseerle pacíficamente, sino habiéndole disipado para arruinarle y abrasarle todo con guerras. Egipto comenzó a tener sus reyes Ptolomeos, y el primero de ellos, hijo de Lago, condujo muchos cautivos de Judea a Egipto. Sucedió a éste otro Ptolomeo, llamado Filadelfo, quien a los que aquél trajo cautivos los dejó volver libremente a su país, y además envió un presente o donativo real al templo de Dios, suplicando a Eleázaro, que a la sazón era Pontífice, le enviase las santas Escrituras, las cuales, sin duda, había oído, divulgando la fama que eran divinas, y por eso deseaba tenerlas en su copiosa librería, que había hecho muy famosa. Habiéndoselas enviado el Pontífice, como estaban en hebreo, el rey le pidió también intérpretes, y Eleázaro le envió setenta y dos, seis de cada una de las doce tribus, doctísimos en ambas lenguas, es, a saber, en la hebrea y en la griega, cuya versión comúnmente se llama de los setenta. Dicen que en sus palabras hubo tan maravillosa, estupenda y efectivamente divina concordancia, que, habiéndose sentado para practicar esta operación cada uno de por sí aparte (porque de esta conformidad quiso el rey Ptolomeo certificarse de su fidelidad), no discreparon uno de otro en una sola palabra que significase lo mismo o valiese lo mismo, o en el orden de las expresiones, sino que, como si hubiera sido uno solo el intérprete, así fue uno lo que todos interpretaron, porque realmente uno era el espíritu divino que había en todos. Concedióles Dios este tan apreciable don para que así también quedase acreditada y recomendada la autoridad de aquellas Escrituras santas, no, como humanas, sino cual efectivamente lo eran, como divinas, a fin de que, con el tiempo, aprovechasen a las gentes que habían de creer lo que en ellas se contiene y vemos ya cumplido. CAPITULO XLIII De la autoridad de los setenta intérpretes, la cual salva la reverencia que se debe al idioma hebreo, debe preferirse a todos los intérpretes Aunque hubo otros intérpretes que han traducido la Sagrada Escritura de idioma hebreo al griego, como son Aquila, Symmaco y Theodoción, y hay también la versión, cuyo autor se ignora, y por eso, sin nombre del interprete, se llama la quinta edición ésta de los setenta, como si fuera sola la ha recibido la Iglesia, usando de ella todos los cristianos griegos, quienes por la mayor parte no saben si hay otra. Y de esta traducción de los setenta se ha vertido también al idioma latino la que tienen las Iglesias latinas. Aunque no ha faltado en nuestros tiempos un Jerónimo, presbítero, varón doctísimo y muy instruido en, todas las tres lenguas, que nos ha traducido las mismas Escrituras en latín, no del griego, sino del hebreo. Y aunque los judíos confiesen que este trabajo e instrucción de Jerónimo en tantas lenguas y ciencias es verdadero, y pretenden asimismo que los setenta intérpretes erraron en muchas cosas, no obstante, las Iglesias de Jesucristo son de dictamen que ninguno debemos preferir a la autoridad de tantos hombres como entonces escogió el pontífice Eleázaro para un encargo tan importante y arduo como éste Pues aunque no se hubiera advertido en ellos en espíritu, sin duda, divino, sino que, como hombres, convinieran en las palabras de su versión setenta personas doctas, para atenerse todos ellos a lo que de común acuerdo determinaran, ningún intérprete, individualmente, se les debiera anteponer. Y habiendo visto en ellos una señal tan grande del divino espíritu, sin duda otro cualquiera que ha traducido fiel y legalmente aquellas Escrituras del idioma hebreo en otro cualquiera, este tal, o concuerda con los setenta intérpretes, o si, al parecer, no concuerda, debemos entender que se encierra allí algún arcano profético. Porque el mismo espíritu que tuvieron los profetas cuando anunciaron tan estupendas maravillas, lo tuvieron los setenta cuando las interpretaron; el cual, ciertamente, con la autoridad divina, pudo decir otra cosa, como si el profeta hubiera dicho lo uno y lo otro, porque lo uno y lo otro lo decía el mismo espíritu; y esto mismo pudo decirlo de otro modo para que se manifestase a los que lo entendiesen bien, cuando no las mismas palabras, a lo menos el mismo sentido; y pudo dejarse, y añadir alguna particularidad, para manifestar también con esto que en aquella traducción no hubo sujeción ni servidumbre a las palabras, sino una potestad divina que llenaba y gobernaba el espíritu del intérprete. Ha habido algunos que han querido corregir los libros griegos de la interpretación de los setenta por los libros hebreos, y, sin embargo, no se han atrevido a quitar lo que no tenían los hebreos y pusieron los setenta, sino tan sólo añadieron lo que hallaron en los hebreos y no estaba, en setenta. Esto lo notaron al principio de los mismos versos con ciertas señales formadas a manera de estrellas, a cuyas señales llamaban asteriscos. Y lo que no tienen los hebreos y se halla en los setenta, asimismo en el principio de los versos lo señalaron con unas virgulillas tendidas, así como se escriben las notas de las ondas; y muchos de estos libros, con estas notas, andan ya por todas partes, así en griego como en latín; pero lo que no se ha omitido o añadido, sino que se dijo de otra manera, Ya indicando otro sentido compatible y no fuera de propósito; ya declarando de otra forma el mismo sentido, no puede hallarse sino mirando y cotejando los unos libros con los otros. Así que si, como es puesto en razón, no mirásemos a otro objeto en, aquellos libros, sino a lo que dijo el Espíritu Santo por los hombres, todo lo que se halla en los libros hebreos y no se halla en los setenta intérpretes, no lo quiso decir el Espíritu Santo por estos, sino por aquellos profetas, y todo lo que se halla en los setenta intérpretes y no se halla en los libros hebreos, más lo quiso decir el mismo Espíritu Santo por éstos que, por aquéllos; mostrándonos de esta manera que los unos y los otros eran profetas porque de esta conformidad dijo como quiso unas cosas por Isaías, otras por Jeremías, otras por Otros profetas, o de otra manera, una misma cosa por éste que por aquél. En efecto, todo lo que se encuentra en los unos y en los otros, por los unos y por los otros lo quiso decir un mismo Espíritu; pero de tal modo, aquéllos precedieron profetizando y éstos siguieron proféticamente interpretando a aquéllos; porque así como tuvieron aquéllos, para decir cosas verdaderas y conformes, un espíritu de paz, así también en éstos, no conviniendo entre sí, y, sin embargo, interpretándolo todo como por una boca se manifestó que el espíritu era un solo. CAPITULO XLIV Lo que debemos entender acerca de la destrucción de los ninivitas, cuya amenaza en el hebreo se extiende al espacio de cuarenta días y en los setenta se abrevia y concluye en tres Pero dirá alguno: ¿cómo sabremos qué es lo que dijo el profeta Jonás los ninivitas, si dijo: «Nínive será destruida dentro de tres días o cuarenta? Porque ¿quién no advierte que no pudo decir las dos cosas entonces, el profeta que envió Dios a infundir terror y espanto a aquella ciudad con la anunciada ruina que tan próxima les amenazaba? La cual, si había de perece al tercero día, sin duda que no aguardaría al cuadragésimo, y si al cuadragésimo, no sería destruida al tercero Así que, si yo fuese preguntado cuál de estas dos cosas dijo Jonás, respondería que me parece más conforme lo que se lee en el hebreo: «Pasados cuarenta días será Nínive arruinada»; pues habiendo los setenta interpretado la Escritura mucho tiempo después, pudieron, decir otra cosa, la cual, sin embargo, viniese al caso y a expresar el mismo concepto, aunque apuntándonos y significándonos lo contrario, y pudiese advertir al lector que, sin despreciar lo uno ni lo otro, se elevase de la historia a la inquisición y examen de aquello, para cuya verdadera inteligencia se escribió la misma historia. Porque aunque es cierto que aquel acaecimiento pasó en la ciudad de Nínive, sin embargó, nos significó alguna otra cosa mayor que aquella ciudad; como sucedió que el mismo profeta estuvo tres días en el vientre de la ballena, y con ello nos dio a entender que otro, que es el Señor de todos los profetas, había de estar tres días en lo profundo del infierno. Por lo cual, si en aquella ciudad se nos figuró proféticamente la Iglesia de los gentiles, arruinada ya por la penitencia, de forma que no es lo que fue, por cuanto esto lo hizo Cristo en la Iglesia de los gentiles, cuya figura representaba Nínive, ya fuese en cuarenta días o en tres, el mismo Cristo fue el que se nos significó; en cuarenta días, porque otros tantos conversó con sus discípulos después de su resurrección, subiendo, al cumplirse este plazo, a los cielos, y en tres, porque resucitó al tercero día, como si al lector, atento sólo a distraerse con la historia, hubiesen querido los setenta, siendo a un tiempo intérpretes y profetas, despertarle de su sueño, para que vaya indagando la profundidad misteriosa de la profecía, y le dijeron en cierto modo: busca a aquel mismo en los cuarenta días en quien pudieras hallar asimismo los tres días; lo primero lo hallarás en la Ascención, y lo tercero en su Resurrección. Por esta razón, con uno y otro número se nos pudo significar muy al caso, así lo que por el profeta Jonás, como lo que por la, profecía de los setenta intérpretes nos dijo un mismo espíritu. Por no ser molesto no me detengo en evidenciar y probar este punto, sostenido en muchos pasajes, donde Parece que los setenta intérpretes discrepan de la verdad hebraica, y, bien entendidos, se halla que están conformes. Yo también, según lo exigen mis, limitados conocimientos, siguiendo las huellas de los apóstoles, que igualmente citaron los testimonios proféticos, tomándolos de ambas partes, esto es, de los hebreos y de los, setenta, he querido aprovecharme de la autoridad de unos y otros, porque una y otra es una misma y ambas divinas. Pero continuemos ya lo que resta como podamos. CAPITULO XLV Que después de la reedificación del templo dejaron los judíos de tener profetas, y que desde entonces hasta que nació Cristo fueron afligidos con continuas adversidades, para probar que la edificación que los profetas prometieron no era la de éste, sino la de otro templo Después que la nación judaica empezó a carecer de profetas, sin duda alguna empeoró y declinó de su antiguo esplendor, es a saber, en el mismo tiempo en que habiendo reedificado el templo, después del duro cautiverio que padecieron en Babilonia, pensó que, había de mejorar de fortuna. Porque así entendía aquel pueblo carnal lo que prometió Dios por su profeta Ageo: «Mayor será la gloria de esta última casa que de la primera»; lo cual poco más arriba manifestó debe entenderse por el Nuevo Testamento, donde dijo, prometiendo claramente a Cristo: «Conmoveré todas las naciones y vendrá el deseado por todas las gentes.» Los setenta intérpretes, con autoridad profética, expresaron otro sentido, que convenía más al cuerpo que a la cabeza, esto es, más a la Iglesia que a Cristo: «Vendrá lo que tiene escogido el Señor entre todas las gentes, esto es, los hombres de quienes dice Jesucristo en el Evangelio: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos», porque de estos tales elegidos de entre las gentes, como de piedras vivas, se ha edificado la casa de Dios por el Nuevo Testamento, mucho más gloriosa que lo fue el templo de Salomón y el restaurado después de la cautividad. Por esto, desde entonces, no tuvo profetas aquella nación y los mismos romanos para que no entendiesen que esta profecía de Ageo se había cumplido en la restauración del templo. Porque al poco tiempo; con la venida de Alejandro, fue sojuzgada, y aunque entonces no se verificó destrucción alguna porque no se atrevieron a hacerle resistencia, rindiéndose desde luego y recibiéndole en paz, con todo, no fue la gloria de aquella casa tan grande como lo fue estando libre en poder de sus propios reyes. Y aunque Alejandro ofreció sacrificios en el templo de Dios, no fue convirtiéndose a adorar a Dios con verdadera religión, sino creyendo que le debía adorar juntamente con sus falsos dioses. Después Ptolomeo, hijo de Lago, como insinué en el capitulo XLII, muerto ya Alejandro, sacó de allí los cautivos, llevándolos a Egipto, a quienes su sucesor, Ptolomeo Filadelfo, con grande benevolencia concedió la libertad, por cuya industria sucedió que tuviésemos lo que poco antes insinué, las Santas Escrituras de los setenta intérpretes A poco tiempo quedaron quebrantados, y destruidos con las guerras que se refieren en los libros de los Macabeos. Enseguida los sujetó Ptolomeo, llamado Epifanes rey de Alejandría, y después AntÍoco, rey de Siria, con infinitos y graves trabajos lo compelió a que adorasen los ídolos, llenándose el templo de las sacrílegas supersticiones de los gentiles; pero su valeroso jefe y caudillo Judas, llamado el Macabeo, habiendo vencido y derrotado a los generales de Antíoco, le limpió y purificó de toda la profanación con que le había manchado la idolatría. Y no mucho después Alchimo, alucinado por su ambición; sin ser de la estirpe de los sacerdotes que era condición indispensable, se hizo pontífice. Desde entonces transcurrieron casi cincuenta años, en los cuales aunque no vivieron en paz, sin embargo, experimentaron algunos sucesos prósperos; pasados los cuales, Aristóbulo fue el primero que entre ellos, tomando la corona, se hizo rey y pontífice. Porque hasta entonces, desde que regresaron de¡ cautiverio de Babilonia y se reedificó el templo, nunca, habían tenido reyes, sino capitanes y príncipes, aunque el que es rey pueda llamarse también príncipe por la seguridad con que ejerce el mando y el gobierno de su Estado, y capitán por ser conductor y jefe de su ejército; pero no todos los que son príncipes y capitanes pueden llamarse reyes, como lo fue Aristóbulo. A éste sucedió Alejandro, que también fue rey y pontífice, de quien dicen que reinó cruelmente sobre los suyos. Después de él, su esposa Alejandra fue reina de los judíos. Desde este tiempo en adelante sufrieron mayores trabajos, porque los hijos de Alejandro, Aristóbulo e Hircano; compitiendo entre sí por el reino, provocaron contra la nación israelita las fuerzas de los romanos, a quienes pidió Hircano socorro contra su hermano. A esta sazón ya Roma había conquistado el Africa, se había apoderado de Grecia, y extendiendo su imperio por las otras partes del mundo, no pudiendo sufrirse a sí misma, se acarreó la ruina con su misma grandeza. Porque vino a parar en discordias domésticas, pasando de éstas a las guerras sociales, que fueron con sus amigos y aliados, y luego, a las civiles, disminuyéndose y quebrantándose en tanto grado su poder, que llegó al extremo de mudar el estado de república, y ser gobernada directa y despóticamente por reyes. Pompeyo, esclarecido y famoso príncipe del pueblo romano, entrando con un poderoso ejército en Judea, apoderó de la ciudad, abrió el templo, no como devoto y humilde, sino como vencedor orgulloso, y llegó, no reverenciando, sino profanando, hasta Sancta Sanctorum, donde no era lícito entrar sino al sumo sacerdote; y habiendo confirmado el pontificado e Hircano, y puesto por gobernador de la nación sojuzgada a Antípatro, que llamaban ellos entonces procurado llevó consigo preso a Aristóbulo. Desde esta época los judíos comenzaron a ser tributarios de los romanos Después Casio les despojó de cuantas riquezas se guardaban en el templo. Al cabo de pocos años merecieron tener por rey a Herodes, un extranjero descendiente de gentiles, en cuyo reinado nació Jesucristo; porque ya se había cumplido puntualmente el tiempo que nos significó el espíritu profético por boca del patriarca Jacob cuando dijo: «No faltará Príncipe de Judá, ni caudillo de su linaje, hasta que venga aquel para quien están guardadas las promesas y él será el que aguardarán las gentes.» No faltó príncipe de su nación a los judíos hasta este Herodes, que fue el primer rey que tuvieron de nación extranjera. Por esto era ya tiempo que viniese aquel a quien estaba reservado lo prometido por el Nuevo Testamento, para que fuese la esperanza de las naciones. Y no aguardarán su venida las gentes, como vemos aguardan a que venga a juzgar con todo el poder manifiesto de su majestad y grandeza, si primero no creyeran en el que vino a sufrir y ser juzgado con humilde paciencia y mansedumbre. CAPITULO XLVI Del nacimiento de nuestro Salvador, según que el Verbo se hizo hombre, de la dispersión de los judíos por todas las naciones, como estaba profetizado Reinando, pues, Herodes en Judea, y en Roma mudádose el estado republicano, imperando Augusto César, y por su mediación disfrutando todo el orbe de una paz y tranquilidad apacible, conforme a la precedente profecía, nació Cristo en el Belén de Judá, nombre manifiesto, de madre virgen; Dios oculto, de Dios Padre. Porque así lo dijo el Profeta: «Una virgen concebirá en su vientre, parirá un hijo, y, se llamará Emmanuel», que quiere decir, Dios es con nosotros; el cual, para dar una prueba nada equívoca que era Dios, obró extraordinarios milagros y maravillas, de las cuales refiere algunas la Escritura Evangélica, cuantas parecieron suficientes para dar una noticia exacta de él y predicar su santo nombre. Entre ellas la primera es que nació de una manera admirable, y la última, que con su propio cuerpo resucitó de entre los muertos y subió glorioso a los cielos. Pero los judíos, que le dieron afrentosa y cruel muerte, y no quisieron creer en Él, ni que convenía que así muriese y resucitase, destruidos miserablemente por los romanos, fueron del todo arrancados, expelidos y desterrados de su reino, donde vivían ya bajo el dominio de los extranjeros; esparcidos y derramados por todo el mundo (pues no faltan en todas las provincias del orbe); y con sus escrituras nos sirven para dar fe y constante testimonio de que no hemos fingido las profecías que hablan de Cristo, las cuales, consideradas por muchos de ellos, así antes de la Pasión como particularmente después de su resurrección, se resolvieron a creer en este gran Dios. De ellos dijo la Escritura: «Si fuese el número de los hijos de Israel como las arenas del mar, solas unas cortas reliquias serán las que se salvarán. Y los demás quedaron ciegos y obstinados en su error, de los cuales dijo lo Escritura: «Conviértaseles su mesa en lazo, en retribución y escándalo, ciéguenseles los ojos para que no vean, y encórvales, Señor, siempre sus espaldas.» Y por eso, como no dan asenso a nuestras Escrituras, se van cumpliendo en ellas las suyas, las cuales leen a ciegas y sin la debida meditación. A no ser que quiera decir alguno que las profecías que corren con nombre de las Sibilas, u otras, si hay algunas, que no sean o pertenezcan al pueblo judaico, las fingieron e inventaron los cristianos, acomodándolas a Cristo. A nosotros nos bastan las que se citan en los libros de nuestros contrarios, a los cuales vemos por este testimonio, que nos suministran impelidos por la fuerza de la razón y contra su voluntad, a pesar de tener y conservar estos libros, los vemos, digo, esparcidos por todas las naciones y por cualquiera parte que se extiende la Iglesia de Cristo. Sobre este particular hay una profecía en los Salmos (los cuales igualmente leen ellos), donde dice: «La misericordia de mi Dios me dispondrá, mi Dios me la manifestará en mis enemigos; no los mates y acabes, porque no olviden tu ley; derrámalos y espárcelos en tu virtud;» Mostró, pues, Dios a la Iglesia en sus enemigos, los judíos, la gracia de su misericordia; pues como declara el Apóstol: «La caída de ellos fue ocasión que proporcionó la salvación de las gentes.» Y por eso no los acabó de matar, esto es, no destruyó en ellos lo que tienen los judíos, aunque quedaron sojuzgados y oprimidos por los romanos, para que no olvidasen la ley de Dios y pudiesen servir para el testimonio de que tratamos. Por lo mismo fue poco decir no los mates, porque no olviden en algún tiempo tu ley, si no añadiera también, derrámalos y espárcelos, puesto que si con el irrefragable testimonio que tienen en sus escrituras se encerraran solamente en el rincón de su tierra, y no se hallaran en todas las partes del mundo, sin duda la Iglesia, que está en todas ellas, no pudiera tenerlos en todas las gentes y naciones por testigos de las profecías que hay de Cristo. CAPITULO XLVII Si antes que Cristo viniese hubo algunos, a excepción de la nación israelita, que perteneciesen a la comunión de la Ciudad del Cielo Cuando se lee que algún extranjero, esto es, que no fuese de Israel ni estuviese admitido por aquel pueblo en el Canon de las Sagradas Escrituras, vaticinó alguna cosa de Cristo, y ha llegado a nuestra, noticia o llegare, lo podremos referir y contar por colmo y redundancia, no porque tengamos necesidad de él, aun cuando jamás existiera, sino porque muy al caso se cree que hubo también entre las demás naciones personas a quienes se les reveló este misterio y que fueron compelidas igualmente a anunciarle y hacerle visible, ya fuesen partícipes de la misma gracia, ya estuviesen ajenos de ella; pero tuvo noticia de ello por medio de los demonios, los cuales sabemos que confesaron también a Cristo presente, a quien los judíos no quisieron reconocer. Ni creo que los mismos judíos se atrevieron a sustentar que alguno perteneció a Dios, a excepción de los israelitas, después que Israel comenzó a ser la propagación progresiva, habiendo reprobado Dios a su hermano mayor. Porque en realidad de verdad, pueblo que se llamase particularmente pueblo de Dios, no le hubo sino el de los israelitas. Sin embargo, no pueden negar hubiera entre las otras naciones algunos hombres que pertenecían a los verdaderos israelitas, ciudadanos de la patria soberana, no por la sociedad y comunión terrena, sino por la celestial; porque si lo negaran fácilmente los convencerán con Job, varón santo y admirable, que ni fue indígena o natural ni prosélito o extranjero, adoptado en el pueblo de Israel sino que siendo del linaje de los idumeos, nació entre ellos y entre ellos mismos murió; quien es tan elogiado por el testimonio de Dios, que por lo respectivo a su piedad y justicia no puede igualársele hombre alguno de su tiempo. El cual tiempo, aunque no le hallemos apuntado en las Crónicas, inferimos de su mismo libro (el cual los israelitas, por lo que merece, le admitieron y dieron autoridad canónica), haber sido tres generaciones después de Israel. No dudo que fue providencia divina para que por este único ejemplo supiésemos que pudo también haber entre las otras gentes quien viviese, según Dios, y le agradase, perteneciente a la espiritual Jerusalén. Lo que, debemos creer que a ninguno se concedió sino a quien Dios reveló, al mediador único de Dios y de los hombres, el Hombre Cristo Jesús; el cual se les anunció entonces a los antiguos santos que hablan de venir en carne mortal, como se nos ha anunciado a nosotros que vino, para que una misma fe por él conduzca a todos los predestinados a la Ciudad de Dios, a la casa de Dios, al templo de Dios, a gozar de Dios. Todas las demás profecías que se alegan y citan de la gracia de Dios por Cristo Jesús, se puede imaginar o sospechar que sean fingidas por los cristianos. Y así no hay argumento más concluyente para convencer a toda clase de incrédulos cuando porfiaren sobre este punto, y para confirmar a los nuestros En su creencia cuando opinaran bien, que citar aquellas profecías divinas de Cristo que se hallan escritas en los libros de los judíos, quienes con haberles Dios desterrado de su propio país, esparciéndolos por toda la redondez de la tierra para que diesen este testimonio, han sido causa del crecimiento extraordinario de la Iglesia de Cristo en toda partes. CAPITULO XLVIII Que la profecía de Ageo, en que dijo había de ser mayor la gloria de la casa del Señor que lo habla sido al principio, se cumplió, no en la reedificación del templo, sino en la Iglesia de Cristo Esta casa de Dios es de mayor gloria que la primera que se edificó de piedra, de madera y de preciosos metales. Así que la profecía de Ageo no se cumplió en la reedificación de aquel templo, porque después que se restauró jamás se ha visto que haya tenido tanta gloria como tuvo en tiempo del rey Salomón; antes, por el Contrario, se ha experimentado que ha menguado la gloria y esplendor de aquella casa: lo primero, por haber cesado la profecía, y lo segundo, por las infinitas miserias y estragos que ha sufrido la misma nación, llegando al miserable estado de su última ruina y desolación que le causaron los romanos, como consta de, lo que arriba hemos referido. Pero esta casa, que pertenece al Nuevo Testamento, es sin duda, de tanta mayor gloria cuanto son mejores las piedras vivas con que creciendo y renovándose las fieles, se va edificando. Esta fue significada por la restauración de aquel templo, porque la misma renovación de aquel edificio quiere decir en sentido profético el otro Testamento que se llama Nuevo. Así lo que dijo Dios por el mismo profeta: «Y daré paz en este lugar», por el lugar que significa se debe entender el lugar significado: de forma que porque en aquel lugar restaurado se nos dignificó la Iglesia que habla de ser edificada, por Jesucristo, no se entienda otra cosa, cuando dice: «Daré paz en este lugar», sino daré la paz que significa este lugar. Porque en cierto modo todas las cosas que significan otras parece que las representan, como dijo el Apóstol: «La piedra era Cristo», porque aquella piedra, sin duda, significaba a Cristo. Mayor es, pues, la gloria de la casa de este Nuevo Testamento que la de la casa primera del Vicio Testamento; y se manifestará mayor cuando sea dedicada, puesto que en aquella época «vendrá el deseado de todas las gentes», como se lee en el texto hebreo. Porque su primera venida no era deseada por todas las naciones, que ignoraban a quién debían desear, y, por tanto, no habían aun creído en Él. Entonces también, según los setenta intérpretes (por cuanto este sentido es asimismo profético), «vendrán los que ha escogido el Señor de entre tocas las gentes», ya que entonces no vendrán verdaderamente sino los escogidos, de quien dice el Apóstol: «Que nos escogió el Padre Eterno en su hijo Jesucristo antes de la creación del mundo.», Porque el mismo Arquitecto, que dijo: «Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos», no lo dijo por los que, llamados, vinieron de forma que después los echaron del convite sino por los escogidos, de quienes mostrará edificada una casa que después no ha de temer jamás ser destruida. Pero ahora, como también llenan las iglesias los que en la era apartará el aventador, no parece tan, grande la gloria de esta casa, como se representará cuando quien estuviere en ella esté de asiento para siempre. CAPITULO XLIX Cómo la Iglesia se va multiplicando incierta y confusamente, mezclándose en ella en este siglo muchos réprobos con los escogidos En este perverso siglo, en estos días funestos y malos (en que la Iglesia, por la humillación que ahora sufre, va adquiriendo la altura majestuosa donde después ha de verse, y con los estímulos de tormentos y de dolores, como las molestias de los trabajos y con los peligros de las tentaciones, se va ensayando e instruyendo y vive contenta con sola la esperanza, cuando verdadera y no vanamente se contenta), muchos réprobos y malos se van mezclando con los buenos, y los unos y los otros se van recogiendo como a una red evangélica; y todos dentro de ella en este mundo, como en un mar dilatado, sin diferencia, van nadando hasta llegar a la ribera, donde a los malos los separen de los buenos, y en los buenos, como en templo suyo, sea Dios el todo en todo. Vemos por ahora cómo se cumple la voz de aquel que hablaba en el Salmo: «Les anuncié el Evangelio, les hablé, y se han multiplicado, de suerte que no tienen número.» Esto va efectuándose en la actualidad, después que primero por boca de Juan, su precursor, y posteriormente por si mismo, les predicó y habló, diciendo: «Haced penitencia, porque se ha acercado el reino de los Cielos.» Escogió discípulos, a los cuales llamó también Apóstoles,, hijos de gente humilde, sin el brillo de la cuna y sin letras, para que todos los portentos que obrasen y cuanto fuesen, lo fuese e hiciese el Señor en ellos. Tuvo entre ellos uno malo para cumplir, usando bien del perverso, la disposición celestial de su Pasión y también para dar ejemplo a su Iglesia de cómo debían tolerarse los malos. Y habiendo sembrado la fructífera semilla del Evangelio, lo que convenía y era necesario por su presencia corporal, padeció, murió y resucitó, manifestándonos con su Pasión (dejando aparte la majestad del Sacramento, de haber derramado su sangre para obtener la remisión de los pecados) lo que debemos sufrir por la verdad, y con la resurrección, lo que debemos esperar en la eternidad. Conversó después y anduvo cuarenta días entre sus discípulos, y a su vista subió a los Cielos, y pasados diez días les envió el Espíritu Santo de su Padre que les había prometido, y el venir sobre los que habían creído fue entonces una señal muy particular y absolutamente necesaria, pues en virtud de ella cada uno de los creyentes hablaba las lenguas de todas las naciones, significándonos con esto que habla de ser una la Iglesia católica en todas las gentes, y que por eso había de hablar todos los idiomas. CAPITULO L De la predicación del Evangelio, y cómo) vino a hacerse más ilustre y poderosa con las persecuciones y martirios de los predicadores Después, conforme a aquella profecía, en que se anunciaba «cómo la ley había de salir de Sión y de Jerusalén la palabra del Señor; según predijo el mismo Cristo Señor nuestro, cuando después de su resurrección, estando sus discípulos admirados y absortos de verle, se les abrió los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, diciéndoles: así está escrito y así convenía que padeciera Cristo, resucitara de entre los muertos al tercero día, y se predicara en su nombre la penitencia y remisión de los pecados por todas las gentes, comenzando desde Jerusalén»; y cuando en otra parte respondió a los que le preguntaron cuándo seria su última venida, diciéndoles:«No es para vosotros el saber los tiempos o momentos que puso el Padre en su potestad; con todo, recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros; y daréis testimonio de mí en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria y hasta los últimos confines de la tierra.» Desde Jerusalén, primero, se comenzó a sembrar y extender la Iglesia, y siendo muchos los creyentes en Judea y en Samaria, se dilató también por otras naciones, predicando el Evangelio los que Él mismo, como lumbreras, había provisto de cuanto habían de decir, llenándoles de la gracia del Espíritu, Santo. Porque les dijo: «No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma.» Y así, para que no les entibiase el temor, ardían con el fuego vivo de la caridad. En fin, éstos, no sólo los que antes la Pasión y después de la resurrección le vieron y oyeron, sino también los que después de la muerte de éstos les sucedieron entre horribles persecuciones, y varios tormentos y muertes de innumerables mártires, predicaron en todo el mundo el Evangelio, confirmándolo el Señor con señales y prodigios, y con varias virtudes y dones del Espíritu Santo; de forma, que los pueblos de la gentilidad, creyendo en Aquel que por su redención quiso morir crucificado con amor y caridad cristiana, reverenciaban la sangre de los mártires, que ellos mismos con furor diabólico habían perseguido y derramado. Y los mismos reyes, que con leyes y decretos procuraban destruir la Iglesia, saludable y gustosamente se sujetaban a aquel nombre, que con tanta crueldad procuraron desterrar de la tierra y comenzaban a perseguir a los, falsos dioses, por quienes antes habían perseguido a los que adoraban al Dios verdadero. CAPÍTULO LI Cómo por las disensiones de los herejes se confirma también y corrobora la fe católica Pero observando el demonio que los hombres desamparaban los templos de los demonios y que acudían al nombre de su Mediador, Libertador y Redentor, conmovió a los herejes para que, bajo el pretexto del nombre cristiano, se opusiesen y resistiesen a la doctrina cristiana, como si indiferentemente, sin corrección alguna, pudieran caber en la Ciudad de Dios, como en la ciudad de la confusión cupieron indiferentemente filósofos que opinaban entre sí diversa y opuestamente. Los que en la Iglesia de Cristo están imbuidos en algún contagioso error, habiéndoles corregido y advertido para que sepan lo que es sano y recto, sin embargo, resisten vigorosamente y no quieren enmendar sus pestilentes y mortíferas opiniones, sino que obstinada mente las defienden, éstos se hacen herejes, y saliendo del gremio de la Iglesia son tenidos en el número de lo enemigos que la ejercitan y afligen. Porque aun de este modo con su mal aprovechan también a los verdaderos católicos que son miembros de Cristo, usando Dios bien aun de los malos, «convirtiéndose en bien toda las cosas a los que le sirven y aman». Todos los enemigos de la Iglesia, sea cualquiera el error que los alucine en la malicia que los estrague, si Dios le da potestad para afligirla corporalmente, ejercitan su paciencia; y si la contradicen sólo opinando mal, ejercitan su sabiduría, y para que ame también a sus enemigos, ejercitan su caridad y benevolencia, ya los procure persuadir con la razón y doctrina sana, ya con el rigor y terror de la corrección y disciplina. Así, pues, cuándo el demonio, príncipe de la ciudad impía, mueve contra la Ciudad de Dios, que peregrina en este mundo, sus propias armas, no se le permite que la ofenda en nada; porque sin duda la Divina Providencia la provee con las prosperidades y consuelos para que no desmaye en las adversidades y con éstas ejercite su tolerancia, a fin de no estragarse con las cosas favorables, templando lo uno con lo otro, Por lo cual advertimos haber nacido de aquí lo que dijo en el Salmo: «Conforme a la abundancia de dolores y ansias de mi corazón, en esa misma medida, Dios mío, alegraron mi alma tus consuelos.» De aquí dimana también aquella expresión del Apóstol:«Que estemos alegres con la esperanza y tengamos paciencia en la tribulación.» Pues tampoco por lo que dice el mismo doctor:«Que los que quieren vivir pía y santamente en Cristo, han de padecer persecuciones», hemos de entender que puede faltar en tiempo alguno; porque cuando se figura uno que hay alguna paz y tranquilidad de parte de los extraños que nos afligen, y verdaderamente la hay, y nos causa notable consuelo, particularmente a los débiles, con todo, no faltan entonces, antes hay muchísimos dentro de casa que con mala vida y perversas costumbres afligen los corazones de los que viven piadosa y virtuosamente; pues por ellos se desacredita y blasfema el nombre cristiano y católico; el cual, cuanto más le aman y estiman los que quieren vivir santamente en Cristo, tanto más les duele lo que practican los malos que están dentro y que no sea tan amado y apreciado como desean de las almas pías. Los mismos herejes, cuando se considera que tienen el nombre cristiano, los Sacramentos cristianos, las Escrituras y profesión, causan gran dolor en los corazones de los piadosos, porque a muchos que quieren ser también cristianos estas discordias y disensiones les obligan a dudar, y muchos maldicientes hallan también en ellos materia proporcionada y ocasión para blasfemar el nombre cristiano, puesto que se llaman cristianos, cualquiera que sea la denominación que quiera dárseles. Así que, con estas y. semejantes costumbres perversas, errores y herejías, padecen persecución los que quieren vivir piadosamente en Cristo, aunque ninguno les atormente ni aflija el cuerpo; porque la padecen, no en el cuerpo, sino en el corazón. Por eso dijo el salmista: «conforme a la muchedumbre de los dolores de mi corazón», y no dijo de mi cuerpo. Por otra parte, como se sabe que son inmutables e invariables las promesas divinas, y que dice el Apóstol: «Que sabe ya Dios los que son suyos, y que de los que conoció y predestinó a hacerlos conformes a la imagen de su hijo», ninguno puede perderse; por, eso añade el salmista: «y alegraron mi alma tus consuelos». El dolor que sufren los corazones de los buenos, a quienes persigue la mala vida y reprobadas costumbres de los cristianos malos o falsos, aprovecha a los que le padecen, porque procede de la caridad, por la cual desean que no se pierdan ni impidan a salvación de los otros. Finalmente, también de la enmienda y corrección de los malos suceden grandes consuelos, los cuales llenan de tanta alegría los ánimos de los bueno cuánto era el dolor que ya les había causado su perdición. Y así en est siglo, en estos días malos, y no sólo desde el tiempo de la presencia corporal de Cristo y de sus Apóstoles sino desde el mismo Abel, que fue primer justo, a quien mató su impío hermano, y en lo sucesivo hasta el fin de este mundo, entre las persecuciones de la tierra y entre los consuelos de Dios, discurre peregrinando su Iglesia. CAPITULO LII Si debe creerse lo que piensan algunos, que cumplidas las diez persecuciones. que ha habido, no queda otra alguna a excepción de la una cima, que ha de ser en tiempo del mismo Anticristo Y por lo mismo, tampoco me parece debe afirmarse o creerse temerariamente lo que algunos han opinado u opinan de que no ha de padecer la Iglesia más persecuciones, hasta que venga el Anticristo, que las que ya ha padecido esto es, diez; de forma que, la undécima, que será la última, sea por causa de la venida del Anticristo Pues cuentan por la primera la que motivó Nerón, la segunda Domiciano, la tercera Trajano, la cuarta Antonino, la quinta Severo, la sexta Maximino, la séptima Decio, la octava Valeriano, la novena Aureliano y la décima Diocleciano y Maximiano. Imaginan éstos que corno fueron diez las plagas de los egipcios antes que empezase a salir de aquel país el pueblo de Dios, se deben referir a este sentido, de forma que la última persecución del Anticristo represente a la undécima plaga, aquella en que los egipcios, persiguiendo como enemigos a los hebreos, perecieron en el mar Bermejo, pasando por él a pie enjutó el pueblo de Dios. Pero no pienso yo que lo que sucedió en Egipto nos significó proféticamente estas persecuciones, aunque los que así opinan parece que con mucha puntualidad e ingenio han cotejado cada una de aquellas plagas con cada una de estas persecuciones, no con espíritu profético, sino con humana conjetura, la cual a veces acierta con la verdad, y a veces yerra. Pero ¿qué nos podrán decir de la persecución, en la cual el mismo Dios v Señor fue crucificado? ¿En qué numero la pondrán? y Si presumen que debe principiar la cuenta sin contar ésta, como si debiéramos contar las que pertenecen al cuerpo, y no aquella en que fue perseguida y muerta la misma cabeza, ¿qué harán de la otra que sucedió en Jerusalén después que Jesucristo subió a los cielos; cuando apedrearon a San Esteban; cuando degollaron a Santiago, hermano de San Juan; cuando al Apóstol San Pedro le metieron en una cárcel para darle muerte, libertándole un ángel de las prisiones; cuando fueron ahuyentados y esparcidos los cristianos de Jerusalén; cuando Saulo que después vino a ser el Apóstol San Pablo, destruía y perseguía la Iglesia; cuando ya predicando la fe el mismo Apóstol de las gentes, padeció los mismos ultrajes y trabajos que él solía causar, así en Judea como por todas las demás naciones por dondequiera que con singular fervor iba predicando a Cristo? ¿Por qué motivo les parece que debe comenzarse desde Nerón, ya que entre atroces persecuciones, que sería largo referirlas todas, llegó la Iglesia aumentándose insensiblemente a los de Nerón? Y si piensan que deben ponerse solamente el número de las persecuciones las que motivaron los reyes, rey fue Herodes, que después de la ascensión del Señor la hizo gravísima. Y asimismo ¿qué nos responderán del emperador Juliano, cuya persecución no cuentan en el número de las diez? ¿Acaso no persiguió la Iglesia prohibiendo a los: cristianos enseñar y aprender las artes y ciencias liberales? ¿Y privando de su cargo en el ejército a Valentiniano el Mayor, que después fue emperador, porque confesó la fe de Cristo? Y nada diremos de lo que comenzó a practicar en la ciudad de Antioquía, y no continuó por admirarle la libertad y alegría de un joven cristiano, constante en la fe, que entre otros muchos presos para martirizarlos con tormentos, siendo el primero de quien echaron mano, y padeciendo por todo un día acerbísimos tormentos, cantaba alegremente entre los mismos garfios y dolores; en vista de lo cual, el tirano desistió, temiendo sufrir mayor y más ignominiosa confusión y afrenta en los demás. Finalmente, en nuestros tiempos, Valente Arriano, hermano del dicho Valentiniano, ¿por ventura no hizo una terrible carnicería en la Iglesia católica con su persecución en las provincias de Oriente? ¿Y qué diremos, viendo que no consideran que la Iglesia, así como va fructificando y creciendo por todo el mundo, puede padecer en algunas naciones persecución por los reyes, aun cuando no la padezca en otras? A no ser que no deba contarse por persecución cuando el rey de los godos, en su país, con admirable crueldad persiguió a, los cristianos, no habiendo allí sino católicos, de los cuales muchos merecieron la corona del martirio, como lo oímos a algunos cristianos que, siendo jóvenes, se hallaron entonces allí y se acordaban, sin dudar, de haberlo visto. ¿Y qué diré de la que en la actualidad sucede en Persia? ¿Acaso no se encendió allí la persecución contra los cristianos, aun no bien extinguida, y tan acerba, que algunos se han venido huyendo hasta los pueblos sujetos al imperio de los romanos? Por estas y otras consideraciones semejantes, me parece que no debemos poner número determinado en las persecuciones con que ha de ser ejercitada y molestada la Iglesia; pero, por otra parte, afirmar que después de la última, en que no pone duda cristiano alguno, ha de haber otras por los reyes, no es menor temeridad. Así que esto lo dejamos indeciso, sin aprobar ni desaprobar ninguna de las partes de esta cuestión, y procurando sólo aconsejar al lector que no asegure con atrevida presunción, ni lo uno ni lo otro. CAPITULO LIII De cómo está oculto el tiempo de la última Persecución La última persecución que ha de hacer el Anticristo, sin duda la extinguirá con su presencia el mismo Jesucristo, porque así lo dice la Escritura «Que le quitará la vida con el espíritu de su boca y le destruirá con sólo el resplandor de su presencia.» Aquí suelen preguntar: ¿cuándo sucederá esto? Pregunta, sin duda, excusada, pues si nos aprovechara el saberlo, ¿Quién lo dijera mejor que el mismo Dios, nuestro Maestro, cuando se lo preguntaron sus discípulos? Porque no se les pasó esto en silencio cuando estaban, con Él, sino que se lo preguntaron, diciendo: «Señor, acaso en este tiempo habéis, de restituir el reino de Israel?» Y Cristo les respondió: «No es pasa vosotros el saber los tiempos que el Padre puso en su potestad.» Porque, en efecto, no le preguntaron sus discípulos la hora, o el día o el año, sino el tiempo, cuando el Señor les respondió en tales términos; así que en vano procuramos contar y definir los años que restan de este siglo, oyendo de la boca de la misma verdad que el saber esto no es para nosotros Con todo, dicen algunos que podrían ser cuatrocientos años, otros quinientos y otros mil, contando desde la ascensión del Señor hasta su última y final venida, y el intentar manifestar en este lugar el modo con que cada uno funda su opinión, sería asunto largo y no necesario, porque sólo usan de conjeturas humanas, sin traer ni alegar cosa cierta de la autoridad de la Escritura canónica. El que dijo: no es para vosotros el saber los tiempos que el Padre puso en su potestad, sin duda confundió e hizo parar los dedos de los que pretendían sacar esta cuenta. No debe maravillarnos que esta sentencia evangélica no haya refrenado a los que adoran la muchedumbre de los dioses falsos, para que dejasen de fingir, diciendo que por los oráculos y respuestas de los demonios, a quienes adoran como a dioses, está definido el tiempo que ha de durar la religión cristiana. Porque como veían que no habían sido bastantes acabarla y consumiría tantas y tan terribles persecuciones, antes si con ellas se había propagado extraordinariamente, inventaron ciertos versos griegos, suponiéndolos dados por un oráculo a un sujeto que les consultaba, en los cuales, aunque se absuelve a Cristo como inocente de este sacrílego crimen, dicen que Pedro hizo con sus hechizos que fuese adorado el nombre de Cristo por trescientos sesenta y cinco años, y que acabado el numero de éstos, sin otra dilación dejarían de adorarle. ¡Oh juicios de hombres doctos, ingenios de gente cuerda y literaria, dignos sois de creer de Cristo lo que no queréis creer contra Cristo, que su discípulo Pedro no aprendió de su, divino Maestro las artes mágicas, sino que siendo éste inocente, su discípulo fue hechicero y mágico, y que con estas sus artes e invenciones, a costa de grandes trabajos y peligros que padeció, y, al fin, con derramar su sangre, más quiso Que adorasen las gentes el nombre de Cristo que el suyo propio! Si Pedro, siendo hechicero y malhechor, hizo que el mundo amase así a Cristo, ¿qué hizo Cristo, siendo inocente, para que con tanto cariño le amase Pedro? Ellos mismos, pues, se respondan a sí mismos, y, si pueden, acaben de entender que aquella divina gracia que hizo que, por causa de la vida eterna, amase el mundo a Cristo, fue también la que hizo que por alcanzar de Cristo la vida eterna le amase Pedro hasta dar por él la vida temporal. Además, estos dioses ¿quiénes son que pudieron adivinar estas cosas y no las pudieron estorbar, rindiéndose así a un solo hechicero y a un solo hechizo, en el que dicen fue muerto, despedazado, y con sacrílega ceremonia sepultado, un niño de un año, que permitieron se extendiese y creciese tanto tiempo una secta tan contraria suya; que venciese, no resistiendo, sino sufriendo y padeciendo tan horrendas crueldades de tantas y tan grandes persecuciones, y que Ilegáse a arruinar y destruir sus ídolos, templos, ceremonias y oráculos? Y, finalmente, ¿qué dios es éste, no nuestro, sino de ellos, a quien con una acción tan fea pudo Pedro o atraerle o compelerle a que viniese a hacer todo esto? Porque no era algún demonio, sino dios, según dicen aquellos versos, a quien ordenó este mandato Pedro con su arte mágica. Tal es el dios que tienen los que no tienen ni confiesan a Cristo. CAPITULO LIV Cuán absurdamente mintieron los paganos al fingir que la religión cristiana no había de permanecer ni pasar de trescientos sesenta y cinco años Estas y otras particularidades semejantes aglomerara aquí, si no hubiera pasado ya el año que prometió el fingido oráculo, y el que creyó la ilusa vanidad de los idólatras; pero, como después que se instituyó y fundó el culto y reverencia de Cristo por su propia persona y presencia corporal, y por los Apóstoles, han transcurrido ya algunos, años desde que se cumplieron los trescientos sesenta y cinco, ¿qué otro argumento buscamos para convencer esta falsedad? Aunque no pongamos ni fijemos el principio de este grande asunto en la Natividad de Cristo, porque siendo niño y púbere no tuvo discípulos; con todo, cuando comenzó a tenerlos, sin duda se empezó a manifestar por su corporal presencia la doctrina y religión cristiana, esto es, después que el Bautista le bautizó en el Jordán. Por eso procedió aquella profecía que habla de Él: «Dominará y señoreará todo lo que hay de mar a mar, desde el río hasta los últimos términos del orbe de la tierra.» Mas como antes que padeciese y resucitase de entre los muertos, la fe, esto es, el verdadero conocimiento de Dios, aún no se había dado a todos, porque acabó de darse en la resurrección de Cristo, puesto que así lo dice el Apóstol San Pablo hablando con los atenienses «Ahora avisa y anuncia Dios a los hombres, que todos en todo el mundo hagan penitencia, porque tiene ya aplazado el día en que ha de juzgar al mundo con exacta y rigurosa justicia por medio de aquel varón por quien dio la fe, esto es, el conocimiento de Dios a todos, resucitándole de entre los muertos.» Para resolver debidamente esta cuestión, mejor tomaremos el hilo de la narración desde allí, especialmente porque entonces dio también Dios el Espíritu Santo, como convino que se diese después de la resurrección de Cristo en aquella ciudad donde había de comenzar la segunda ley, esto es el Nuevo Testamento. Porque la primera, que se llama el Viejo Testamento, se dio en el Monte Sinaí por medio de Moisés. De ésta que había de dar Cristo, dijo el Profeta: «Que de Sión saldría la ley, y la palabra y predicación del Señor, de Jerusalén.» Y así dijo el mismo Señor expresamente que convenía predicar la penitencia en su nombre por todas las naciones, pero principalmente y en primer lugar por Jerusalén. En esta ciudad, pues, comenzó el culto y veneración a este augusto nombre, de forma que creyeron en Jesucristo crucificado y resucitado. Allí ésta principió con tan ilustres principios, que algunos millares de hombres, convirtiéndose al nombre de Cristo con maravillosa alegría, vendiendo toda su hacienda para distribuirla entre los pobres y necesitados, vinieron a abrazar con un santo propósito y ardiente caridad la voluntaria pobreza; y entre aquellos judíos que estaban bramando y deseando beber la sangre de los convertidos, se dispusieron a pelear valerosamente hasta la muerte por la verdad, no con armado poder, sino con otra arma más poderosa, que es la paciencia. Si esto pudo hacerse sin arte alguna mágica ¿por qué dudan que la virtud divina, que así lo dispuso, pudo hacer lo mismo en todo el mundo? Y si para que en Jerusalén acudiese así al culto y reverencia del hombre de Cristo tanta multitud de gentes que le habían crucificado, o después de crucificado le habían escarnecido, había ya hecho Pedro aquella hechicería, averigüemos desde este año a ver cuando se cumplieron los trescientos sesenta y cinco. Murió Cristo en el consulado de los dos Géminos, a 25 de marzo; resucitó al tercero día, como lo vieron y tocaron los Apóstoles con sus propios sentidos. Después, pasados cuarenta días, subió a los cielos, y a los diez siguientes, esto es, cincuenta días después de su Resurrección, envió el Espíritu Santo. Entonces, por la predicación de los Apóstoles, creyeron en Dios tres mil personas. Así, pues, en aquella época comenzó el culto y reverencia de su nombre, según nosotros lo creemos, y es la verdad, por la virtud del Espíritu Santo; y según fingió y pensó la impía vanidad por las artes mágicas de Pedro. Poco después también, por un insigne milagro, cuando, a una palabra del mismo Pedro, un pobre mendigo que estaba tan cojo y tullido desde su nacimiento, que otros le llevaban y le ponían a la puerta del templo para que pidiese limosna, se levantó sano en nombre de Jesucristo, creyeron en él cinco mil hombres; y acudiendo después otros y Otros a la misma fe, fue creciendo la Iglesia. De esta manera también se colige el día en que comenzó el año, es a saber, cuando fue enviado el Espíritu Santo, esto es, a 15 de mayo. Ahora bien: contando los cónsules se ve que los trescientos sesenta y cinco años, se cumplieron el 15 de mayo en el consulado de Honorio y Eutiquiano. Y así el año siguiente, siendo cónsul Manlio Teodoro, cuando según aquel oráculo de los demonios, o ficción de los hombres no había de haber más religión cristiana. sin necesidad de averiguar lo que sucedió en otras partes del mundo, sabemos que aquí, en, la famosa e ilustre ciudad de Cartago, en Africa, Gaudencio y Jovio, gobernadores por el emperador Honorio a 19 de marzo, derribaron los templos y quebraron los simulacros e ídolos de los falsos dioses. Desde entonces acá, en casi treinta años, ¿quién no sabe lo que ha crecido el culto y religión del nombre de Cristo, principalmente después que se han hecho cristianos muchos de los que dejaban de ser, creyendo en aquel pronóstico o vaticinio como sí fuera verdadero, y cuya ridícula falsedad vieron, al cumplirse el número de los años? Nosotros, pues, que somos y nos hallamos cristianos, no creemos en Pedro, sino en Aquel en quien creyó Pedro, edificados con la doctrina cristiana que nos predicó Pedro, y no hechizados con sus encantos, ni engañados con maleficios, sino ayudados con sus beneficios. Cristo, que fue maestro de Pedro y le, enseñó la doctrina que conduce a la vida eterna, ese mismo es también nuestro maestro. Pero concluyamos, este libro, en que hemos disputado y manifestado lo bastante para demostrar cuáles hayan sido los progresos que han hecho las dos Ciudades, mezcladas entre sí, entre los hombres, la celestial y la terrena, desde el principio hasta el fin; de las cuales, la terrena se hizo para sí sus dioses falsos, fabricándolos como quiso, tomándolos de cualquiera parte, también de entre los hombres, para tener a quien servir y adorar con sus sacrificios; pero la otra, que es celestial y peregrina en la tierra no hace falsos dioses, sino que a ella misma la hace y forma el verdadero Dios cuyo sacrificio verdadero ella se hace. Con todo, en la tierra ambas gozan juntamente de los bienes temporales, o padecen juntamente los males con diferente fe, con diferente esperanza, con diferente amor, hasta que el juicio final las distinta y consiga cada una su fin respectivo, que no, ha de tener fin. Del fin de cada una de ellas trataremos más adelante.


 
Libro Decimonoveno: Fines De Las Dos Ciudades CAPITULO PRIMERO Que en la cuestión que ventilaron los filósofos sobre el último fin de los bienes y de los males, halló Marco Varrón doscientas ochenta y ocho sectas y opiniones Por cuanto advierto que me resta tratar de los correspondientes fines de una y otra ciudad, de la terrena y de la celestial, declararé en primer lugar (cuanto fuere necesario para finalizar esta obra) los argumentos con que han procurado los hombres constituirse la bienaventuranza en la desventura de la vida presente; para que se eche de ver cuánto se diferencia de sus vanidades ilusorias la esperanza que nos ha dado Dios; y la misma cosa, esto es, la bienaventuranza que nos ha de dar; no sólo con la autoridad divina, sino también con la razón, cual puede hacerse, por causa de los infieles. De los últimos fines de los bienes y de los males han disputado los filósofos muchas y muy diferentes cosas; y ventilando esta cuestión con particular empeño, lo que han pretendido es hallar qué es lo que hace al hombre bienaventurado. Aquél es el fin de nuestro bien, que nos impulsa a desear las demás cosas, y a él por sí mismo; y es el fin del mallo que nos excita a evitar y huir los demás males, y a él por sí mismo. Así que llamamos ahora fin del bien, no aquel con que fenece y acaba de forma que desaparezca, sino con que se perfecciona, de manera que esté completo; y fin del mal, no aquel con que deja de ser, sino aquel hasta donde llega causándonos daño. Son, pues, los fines el sumo bien y el sumo mal. Para hallar éstos y para conseguir en esta vida el sumo bien y huir del sumo mal, trabajaron infinito, como insinué, los que, en la vanidad lisonjera del siglo, profesaron el estudio de la sabiduría a los cuales, sin embargo, aunque errados por diferentes motivos, no permitió la verdadera senda y luz del camino de la verdad, que no pusiesen los fines de los bienes y de los, males, unos en el alma, otros en el cuerpo y otros en el alma y en el cuerpo. Y en ésta, que es como una división capital de tres sectas generales, Marco Varrón, en el libro de la filosofía, habiéndola examinado con exactitud y agudeza, descubrió tanta variedad de opiniones, que sin dificultad alguna de solas tres llegó a subir al número de doscientas ochenta y ocho sectas, no que efectivamente hubiese ya, sino que pudiera haber, estableciendo ciertas diferencias. Y para manifestar este punto con la posible brevedad, conviene dar principio por lo mismo que advierte y pone en el libro citado, diciendo: que son cuatro las cosas que naturalmente apetecen los hombres, sin que para ello sea necesario el auxilio de maestro, ni favor de doctrina alguna, ni industria o arte de vivir, que se llama virtud, y que sin dudase aprende; a saber: el deleite con que se mueve gustosamente el sentido sensual del cuerpo; la quietud con que uno está libre de las molestias del cuerpo; la una y la otra, a lo cual Epicuro llama y comprende bajo el solo nombre de deleite; y los principios de la naturaleza, donde se hallan estas cualidades y otras, en el cuerpo; como la integridad de los miembros, salud y perfecta disposición corporal; y en el alma: como las perfecciones que se descubren grandes o pequeñas en los ingenios de los hombres. Estas cuatro cualidades, el deleite, la quietud, ambas juntas, y los principios de la naturaleza de tal manera se hallan en nosotros, que la virtud (la cual después ingiere y planta en nosotros la doctrina) o debe apetecerse por estas cosas, o éstas por la virtud, o lo uno y lo otro por sí mismo; y, por consiguiente, nacen ya de aquí dos sectas: porque de esta conformidad cada una se multiplica tres veces, lo cual, puesto por ejemplo en uno, no será difícil hallarlo en los demás. Según el deleite del cuerpo se sujete, o se aventaje, o se una a, la virtud del alma, constituye tres diferencias de sectas. Sujétese a la virtud cuando se toma para el uso de la misma virtud. Porque al oficio de la virtud pertenece el vivir para la patria y el engendrar hijos por amor a la patria, y ni lo uno ni lo otro puede hacerse sin el deleite corporal, pues sin él ni se come ni se bebe para vivir, ni se engendra para propagar la especie. Cuando supera a la virtud, el deleite se apetece por sí mismo, y, la virtud parece que debe tomarse’ por el deleite, esto es que no practique gestión alguna la virtud, sino para conseguir o conservar el deleite del cuerpo, que es una vida sin duda torpe y deforme, porque, en efecto, la virtud viene a servir al deleite como a su señor, y en tal caso no debe llamarse virtud. Esta abominable torpeza no dejó de tener algunos filósofos por patronos y defensores. Juntase el deleite a la virtud cuando no se apetecen el uno por el otro, sino que ambas cualidades se apetecen por sí mismas. De igual manera que el deleite, según esté sujeto, o aventajado, o unido a la virtud, o ésta y el deleite, o los principios de la, naturaleza; pues conforme a la variedad de las opiniones humanas, a veces se sujetan a la virtud, a veces se aventajan y a veces se juntan, y de este modo se llega a completar el número de doce sectas. Este número viene a doblarse también poniéndole una diferencia, a saber: el vivir en sociedad, porque cualquiera que sigue alguna de estas doce sectas, sin duda que lo hace por sí solo, o también por amor a su socio, a quien debe desear lo que apetece para sí. Por lo cual serán doce los que opinan que se debe poseer cada una sólo por amor de sí mismo; y otras doce las de aquellos que no sólo por amor de sí creen que debe filosofarse de esta o de otra manera, sino también por amor de los otros, cuyo bien apetecen como el suyo. Estas veinticuatro sectas se doblan añadiéndoles otra diferencia de los nuevos académicos, con lo cual vienen a ser cuarenta y ocho. Porque cualquiera de las veinticuatro sectas puede uno tenerla y defenderla como cierta (cual defendieron los estoicos que el bien del hombre con que era bienaventurado, consistía principalmente en la virtud del ánimo); y otro, como incierta, como lo defendieron los nuevos académicos, quienes no teniéndolo por cierto, sin embargo, les pareció verosímil. Resultan, pues, cuarenta y ocho sectas, veinticuatro de los que imaginan que deben seguirse como ciertas, y otras veinticuatro de los que piensan que se deben adoptar por verosímiles. Además, cualquiera de estas cuarenta y ocho sectas puede uno seguirlas con el hábito y traje de los demás filósofos, y otro con el hábito de los cínicos, y por esta diferencia se duplican y componen noventa y seis. También porque cada Una de estas sectas las pueden defender y seguir los hombres, de modo que unos prefieren la vida ociosa, como los que quisieron y pudieron entregarse a los estudios de las letras; otros la vida de negocios, como los que, aunque filosofaban, vivieron muy ocupados en la administración de la república, y en la dirección de los negocios humanos, y otros la quieren sazonada con ambas cosas, como los que gastaron a veces el tiempo de su vida, parte en la ocupación de las ciencias y de la erudición, y parte en el negocio más necesario; por estas diferencias también se puede triplicar el número de estas sectas y llegar a doscientas ochenta y ocho. He insertado esto aquí, tomándolo del libro de Varrón, con la mayor brevedad y claridad que he podido, explicando su sentir con palabras mías. Después de refutar las demás, escoge una, la cual quiere que sea la de los académicos antiguos (los cuales, siguiendo la doctrina de Platón hasta llegar a Polemón, que fue el cuarto después de Platón que gobernó aquella escuela llamada Academia, quiere parezca que tuvieron sus dogmas por ciertos e, indudables, y por eso los distingue de los nuevos académicos, que todo lo tienen por incierto, cuya especie de filosofar tuvo principio en Arquesilao, sucesor de Polemón); y porque presume que aquella secta, esto es, la de los académicos antiguos, carece no sólo de duda, sino también de todo error, sería asunto largo intentar manifestarlo aquí según él lo refiere; mas no por eso es razón que lo omitamos del todo. Primeramente, pues, echa a un lado todas las diferencias que multiplicaron el número de las sectas, las cuales quita, creyendo que no se halla en ellas el fin del sumo bien, pues le parece que no merece nombre de secta filosófica la que no se distingue de las demás en el punto principal, que es tener diferentes fines de los bienes y de los males; puesto que ningún otro impulso excita al hombre a filosofar, sino el deseo de ser bienaventurado, y lo que únicamente hace bienaventurado es sólo el fin del bien; luego ninguna otra causa hay para filosofar sino el fin del sumo bien; por lo cual, la secta que no sigue algún fin del bien, no debe llamarse secta filosófica. Cuando, pues, se pregunta sobre la vida común y social; si debe tenerIa el sabio de forma que el sumo bien con que se hace el hombre bienaventurado le quiera procure para su amigo como para sí propio, o si todo lo que hace sólo por causa de su bienaventuranza; no se trata del sumo bien, sino se trata de tomar o no tomar compañía para la participación de este bien, no por sí mismo, sino por ]a misma compañía, por complacerse del bien del compañero como de un bien propio. Y asimismo, cuando se pregunta sobre los nuevos académicos, que lo tienen todo por incierto, si deben tenerse por inciertas las materias en que se debe filosofar; o como han querido otros filósofos, si las debemos tener por ciertas, no se pregunta qué es lo que se debe perseguir para alcanzar el fin del sumo bien, sino más bien se pregunta sobre la verdad del mismo bien, que se parece debe perseguirse: si se debe dudar si es bien o no es bien; esto es, por decido más claro, si se debe adoptar, de manera que el que lo sigue diga que es verdadero, o más bien afirme que le parece es verdadero, aunque acaso sea falso, con tal que el uno y el otro sigan un mismo bien. Tampoco en la diferencia que nace del hábito y costumbres de los cínicos se pregunta cuál sea el fin del bien, sino si en aquel hábito y costumbres debe vivir el que sigue el verdadero bien, cualquiera que le parezca verdadero y que debe seguirse, Por último, hubo algunos que aunque siguieron diferentes bienes finales, unos la virtud, otros el deleite, usaron un mismo hábito y un mismo instinto por lo que se llamaron cínicos. Y esta diferencia de los cínicos con los demás filósofos no importaba ni valía para elegir y conseguir el bien, con el cual se hiciesen bienaventurados; porque si interesara de algún modo para el presente asunto, sin duda que el mismo hábito nos obligara a seguir el mismo fin, y otro diferente no nos dejara adoptar el mismo fin. CAPITULO II De cómo dejando a un lado todas las diferencias, que no son sectas, sino cuestiones, llega Varrón a las tres definiciones del sumo bien, entre las cuales le parece que se debe escoger una De los tres géneros de vida, es a saber, el uno ocioso, aunque no ociosamente entretenido en la contemplación e inquisición de la verdad; el otro activo en el gobierno de las cosas humanas, y el tercero templado y mezclado del uno y del otro género; cuando se pregunta cuál de éstos debepreferirse, no es la controversia sobre el sumo bien, sino más bien cuál de estos tres géneros nos causa dificultad o facilidad para alcanzar o conservar el firo del bien. Por cuanto el fin del sumo bien, luego que se llega a su pacífica posesión, al punto hace bienaventurado al pretensor; y en el ocio de las letras, o en el negocio público, o cuando alternativamente se hace lo uno y lo otro, no tan pronto es uno bienaventurado; pues muchos pueden vivir en cualquiera de uno de estos tres géneros y errar en el método de perseguir el fin del bien con que el hombre se hace bienaventurado. AsÍ que una es la cuestión sobre los fines de los bienes y de los males, que es la que constituye cada una de las sectas filosóficas, y otras son las cuestiones sobre la vida social de la duda e indecisión de los académicos, del traje y sustento de los cínicos, de los tres géneros de vida, ocioso, activo y compuesto de uno y otro, pues en ninguna de éstas se dispft!ta acerca de los fines de los bienes y de los males. Por ello Marco Varrón, señalando estas cuatro diferencias, es a saber, de la vida social, de los académicos nuevos, de los cínicos y de estos tres géneros de vivir llevó a referir hasta doscientas ochenta y ocho sectas, y aún que haya otras semejantes que puedan añadirse, deja todas aparte porque no afectan a la cuestión del sumo bien, y ni son ni deben llamarse sectas; retrocediendo a aquellas doce, donde se pregunta cuál sea el bien esencial del hombre, con el que, consiguiéndole, es bienaventurado; para manifestar que una de ellas es la verdadera y las demás son falsas. Porque dejando a un lado aquellos tres géneros de vida, se le quitan las dos partes, de este número, y quedan noventa y seis sectas; y apartando a otro lado la diferencia añadida por los cínicos, se reducen a la mitad, y vienen a ser cuarenta y ocho; y si quitamos lo que pusimos sobre los nuevos académicos, vendrán a quedar la mitad, esto es, veinticuatro. Y asimismo, desmembrando lo que se añadió acerca de la vida social, quedarán en doce, las sectas que esta diferencia había duplicado hasta veinticuatro. De estas doce no podemos decir cosa particular, por lo cual no debamos tenerlas por sectas, puesto que nada más, se busca en ellas que el fin de los bienes y de los males, y hallados los fines de los bienes, sin duda que, por el contrario, estarán los de los males. Para que se vengan a formar estas doce sectas, se triplican aquellas cuatro cualidades: el deleite, la quietud, ambos juntos y los principios de la naturaleza, que llama Varrón primigenio. Porque de estas cuatro, cada una de ellas se sujeta a veces a la virtud, de modo que parece que se deben apetecer, no por sí mismas, sino por amor a la virtud; o, tras veces se aventaja, de forma que parece que la virtud y estas cualidades deben apetecerse por sí mismas, y así triplican el número cuaternario y llegan a constituir doce sectas. Dé aquellas cuatro cualidades quita Varrón tres, es a saber, el deleite, la quietud y ambas juntas, no porque las repruebe, sino porque los primogénitos, o principios de la naturaleza, tienen también en sí el deleite o la quietud. ¿Qué necesidad hay de hacer tres de estas dos, es a saber, dos cuando cada una se apetece de por sÍ, el deleite o la quietud; y de la tercera cuando ambas juntas, pues los principios de la naturaleza las contienen igualmente en sí mismas, y fuera de ellas otras muchas? Así que es de dictamen que debe tratarse con cuidado y exactitud cuál de estas tres sectas es la que se debe escoger; porque la razón recta no sufre que sea más de una la verdadera, ya se halle en estas tres o en alguna otra parte, lo cual veremos después. Entretanto, veamos, con la brevedad y claridad que pudiéramos, cómo escoge, de estas tres, una Varrón. Porque las tres nacen cuando los principios de la naturaleza deben apetecerse por la virtud, o la virtud por los principios, o lo uno y lo otro; esto es: la virtud y los principios por sí mismos. CAPITULO III Entre las tres sectas Que tratan de la inquisición del sumo bien del hombre, cuál sea la que define Varrón que se ha de escoger, siguiendo el parecer de la Academia antigua, según Antíoco Cuál de estas tres sectas sea la. verdadera y la que se debe seguir, nos lo pretende persuadir en esta forma. Primeramente, como en hi filosofía no se busca el sumo bien del árbol, ni, de las bestias, ni de Dios, sino del hombre, le parece que se debe investigar qué cosa es el hombre, y dice que en la naturaleza del hombre hay dos cosas, cuerpo y alma, y que de estas dos, no duda que el alma es mejor y mucho más excelente; pero opina que se debe indagar si sólo el alma constituye al hombre, de forma que el cuerpo le sirva como el caballo al caballero (porque el caballero no es hombre y caballo, sino solamente hombre; pero se dice caballero porque en cierto modo tiene alguna relación con el caballo); o si es el cuerpo lo que constituye él hombre, que relacionándose con el alma, como el vaso donde se bebe, con la bebida (porque de la taza y la bebida que contiene la taza no se dice conjuntamente póculo o vaso, sino sólo de la taza, por ser acomodada para tener la bebida); o si ni el alma sola, ni solamente el cuerpo, sino juntamente lo uno y lo otro forman al hombre siendo sólo parte el alma o el cuerpo, y constando todo él de ambas entidades para que sea hombre, como a dos caballos uncidos llamamos bigas o yunta de dos caballos, de los cuales el uno, ya esté a la diestra o la siniestra, es parte de la yunta o yugada, y a ninguno de ellos, esté respecto del otro, le llamamos yunta o yugada sino a ambos juntos. De estas tres cosas escoge la tercera, y dice que el hombre ni es el alma sola, ni sólo el cuerpo, sino juntamente el alma y el cuerpo; por lo cual añade que el sumo bien del hombre con que viene a ser bienaventurado consta de los bienes del; alma y de cuerpo. Opina, pues, que los principios de la naturaleza se deben apetecer por sí mismos; y también la misma; virtud, que nos enseña la doctrina como arte de vivir, y es, entre los bienes del alma, singular y apreciable bien Por lo cual, la virtud, esto es, el arte de vivir, luego que ha recibido lo principios de la naturaleza, que existían sin ella, y existían aun cuando le faltaba la doctrina, todas las cosas la apetece por: amor de sí misma, y juntamente se apetece a sí misma, y de todas juntas y de sí misma usa a fue de deleitarse con todas y gozar de todas más o menos, según que cada cosa entre sí es mayor o menor, pero gustando de todas y despreciando algunas menores cuando la necesidad lo pide, por alcanzar y gozar de las mayores. La virtud de ningún modo antepone a sí ninguno de los bienes, ya sean de alma o del cuerpo, porque usa bien así de sí misma como de todos lo demás bienes que hacen al hombre bienaventurado, y donde ella no está por muchos bienes que haya, no solo bienes, ni se deben llamar bienes de aquel a quien, por usar mal de ellos no pueden ser de utilidad. Así que la vida del hombre, que participa de la virtud y de los otros bienes del alma y del cuerpo, sin los cuales no puede consistir la virtud, se dice bien aventurada Y si goza también de otros sin los cuales puede estar la virtud pocos o muchos, será más bienaventurada; y si de todos, de forma que no le falte bien alguno, ni del alma ni del cuerpo, será felicísima, porque no es la vida lo que es la virtud, pues lo que no toda vida, sino la vida sabía, es virtud. Cualquiera vida puede estar sin virtud alguna, pero la virtud no puede estar sin alguna vida. Esto mismo puede decirse de la memoria y de la razón, y de otras cosas semejantes que haya en el hombre porque estas cosas las tiene también antes de la doctrina, y sin ellas no puede haber doctrina alguna ni, por consiguiente, virtud, porque éstas aprende y adquiere. El correr con ligereza, tener cuerpo hermoso, extraordinarias fuerzas y otras cualidades semejantes son cosas que, pudiendo la virtud hallarse sin ellas, y ellas sin la virtud, constituyen bienes; pero la virtud también ama estas prendas por respeto a sí misma, y lisa: y goza de ellas virtuosamente. Esta vida bienaventurada, dicen asimismo ser la social o política, puesto que estima los bienes de los amigos como los suyos, y les desea a los amigos lo que a sí mismo, ya vivan en casa, como la mujer y los hijos, y todos los domésticos, o en el lugar donde tiene su casa, como es la ciudad, y son los que se llaman vecinos y ciudadanos, o en todo el orbe, como son las gentes y naciones que forman la sociedad humana, o en el mundo que se entiende por el cielo y por la tierra; defendiendo estos platónicos que los dioses, a quienes nosotros familiarmente llamamos ángeles, son amigos del hombre sabio. También sostienen que de ningún modo debe dudarse de los fines de los bienes, ni tampoco de los fines de los males; y dicen que ésta es la diferencia que hay entre ellos y los nuevos académicos, y que nada les interesa que filosofe y raciocine cada uno sobre estos fines que tienen por verdaderos, en traje cínico o en otro cualquiera hábito u opinión. Entre los tres géneros de vida: ocioso, activo y compuesto de uno y otro, dicen que les agrada el tercero. Esto es lo que opinaron y enseñaron los antiguos académicos, según lo afirma Varrón, siguiendo a Antioco, maestro de Cicerón y suyo, de quien intenta probar Cicerón que en muchas doctrinas pare más estoico qué antiguo académico. Pero a nosotros, que estamos más obligados a juzgar exactamente de estas materias, que a saber por grande arcano qué es lo que cada uno opinó acerca de ellas, ¿qué nos interesa su discusión? CAPITULO IV ¿Qué opinan los cristianos del sumo bien y del sumo mal? Si nos preguntaren, pues, qué es lo que responde a cada cosa de éstas la Ciudad de Dios, y primeramente qué es lo que opina de los fines últimos de los bienes y de los males, responderemos que la vida eterna es el sumo bien y la muerte eterna el sumo mal, y que por eso, para conseguir la una y libertarse de la otra, es necesario que Vivamos bien. La Escritura dice «que el justo vive por la fe»; porque ni en la tierra vemos nuestro bien por lo cual es indispensable que, creyendo, le busquemos; ni lo que es vivir bien lo hallarnos en nosotros como producción nuestra, sino cuando, creyendo y orando nos ayuda el que no dio la fe, en que confiemos y creamos que él nos ha de favorecer. Los que imaginaban que los fine de los bienes y de los males estabas en la vida presente, colocando el sumo bien o en cuerpo o en el alma o en ambos, y por decirlo más claro designándole o en el deleite o en la virtud, o en uno y otro, o en la quietud, o en la virtud, o en ambas, o juntamente en el deleite y quietud, o en la virtud, o en los dos, o en los principios de la naturaleza, o en la virtud; o en uno y otro, pretendieron y quisieron con extraña vanidad ser en la tierra bienaventurados. Búrlase de estos ilusos la misma verdad por medio del real Profeta, diciendo: «Sabe Dios que los discursos y pensamientos de los hombres son vanos»; o, como cita el Apóstol, este testimonio: «Sabe Dios que los discursos y raciocinios de los sabios son vanos y fútiles.» ¿Quién podrá, por más elocuente que sea, explicar y ponderar las miserias de esta vida? Cicerón las deploró como pudo en la consolación que escribió sobre la muerte de su hija, pero ¿cuánto pudo? Pues los principios que llaman naturales, ¿cuándo, dónde y de qué manera pueden tener tan buena disposición en esta vida, que no vacilen y padezcan vicisitudes bajo la inconstancia de los sucesos? Porque ¿qué dolor contrario al deleite, qué inquietud contraria a la quietud no puede suceder en el cuerpo de un sabio? La falta o debilidad de los miembros quita la integridad al hombre, la fealdad le aja la hermosura, la flaqueza le disipa la salud, el cansancio las fuerzas, las pesadumbres la agilidad. ¿Y qué infortunio de éstos hay que no pueda hacer presa en la carne del sabio? El estado del cuerpo y también el movimiento, cuando son decentes y congruentes, se cuentan entre los principios de la naturaleza; pero ¿qué sucederá si alguna mala disposición hace temblar los miembros con extrañas convulsiones, y si el espinazo se encorva, de forma que obligue al hombre a poner las manos en el suelo, haciéndole andar en cuatro pies? ¿Acaso no estragará todo el decoro y hermosura del estado y movimiento del cuerpo? ¿Qué diremos de los bienes primogéneos, que llaman del alma, donde ponen dos principios, para comprender y percibir la verdad: el sentido y el entendimiento? ¿Cuán inútil no quedará el sentido, si llega a ser el hombre sordo y ciego? ¿Dónde irá la razón y la inteligencia, dónde la sepultarán si acaece que con alguna enfermedad se vuelve demente? Cuando los frenéticos hacen o dicen desatinos y disparates, por la mayor parte ajenos de su buena intención y loables costumbres, o, por mejor decir, contrarios del todo a su buen propósito y costumbres, si dignamente los consideramos, apenas podemos contener las lágrimas. ¿Qué diré de los endemoniados? ¿Dónde tienen escondido o sojuzgado su entendimiento cuando el espíritu maligno usa a su albedrío de su alma y de su cuerpo? ¿Quién piensa que tal desastre no le puede suceder al sabio en esta vida? Tan defectuoso es lo que se puede percibir de verdad en esta carne mortal que según leemos en el libro de la Sabiduría, que dice las mayores verdades, «el cuerpo corruptible y esta nuestra casa de tierra grava y comprime el alma cargada de la multitud de pensamientos y cuidados». Pues el ímpetu o el apetito con que practicamos alguna acción, si es que así se dice lo que los griegos llaman ormen (ya que ponen esto también entre los bienes de los principios naturales), ¿acaso no es lo mismo con que se hacen los miserables movimientos de los dementes y las acciones a que tenemos horror y aversión cuando se pervierte el sentido y se trastorna la razón? La misma virtud, que no se halla entre los principios naturales, puesto que viene después a introducirse en ellos con la doctrina, siendo la que se lleva la primacía entre los bienes humanos, ¿qué hace aquí sino traer una perpetua guerra con los vicios, no con los exteriores, sino con los interiores; no con los ajenos, sino con los nuestros, y particularmente aquella que se llama en griego sofrosine, que es la templanza con que se refrenan los apetitos carnales para no llevar el alma, consintiendo en ellos, a despeñarse en los vicios? Porque no deja de haber algún vicio, cuando, como dice el Apóstol, «la carne en sus deseos obra contra el espíritu», a cuyo vicio se opone la virtud, cuando, como insinúa mismo Apóstol, «el espíritu en sus deseos se opone a la carne». Porque estas dos cualidades, dice, «se contradicen una a la otra, para que no hagamos lo que deseamos»: ¿Y qué es lo que apetecemos ejecutar cuando intentamos ver el cumplimiento del fin del son bien, sino que la carne no desee contra el espíritu y que no haya en nosotros este vicio, sino acuerdo entre carne y el espíritu? Aunque así lo apetezcamos en esta vida puesto que lo podemos conseguir, a lo menos practiquemos esta loable acción con favor de Dios, y no cedamos a la carne que desea contra el espíritu, pues rindiéndose el espíritu, vamos con nuestro consentimiento a cometer pecado. De ningún modo nos persuadamos que entretanto que tuviéremos esta lucha interior hemos conseguimos la bienaventuranza, a la cual venciendo deseamos llegar. ¿Y quién has ahora ha habido tan sabio que no necesite luchar contra los apetitos y pasiones? ¿Y qué diremos de la virtud llama prudencia? Acaso con toda su vigilancia no se ocupa en diferenciar discernir los bienes de los males, para que en amar los unos y huir de los otros no se incurra en algún error? Con esto, ella misma nos testifica que estamos en los males, o los males están en nosotros; porque nos enseña que es malo consentir en el apetito carnal para pecar, y bueno resistirlo. Sin embargo, el mal, que la prudencia aconseja no consentir y la templanza rechaza, ni la prudencia ni la templan le destierran de esta vida. La justicia, cuyo oficio primario dar a cada uno lo que es suyo (con cual mantiene en el hombre un orden justo de la naturaleza, que el alma esté sujeta a Dios y el cuerpo al alma, consiguientemente, el alma y el cuerpo a Dios), ¿acaso no muestra que todavía está trabajando en aquella obra no descansando en el fin de ella? Porque tanto menos se sujeta el alma Dios, cuando menos concibe a Dios sus pensamientos, y tanto menos sujeta la carne al alma, cuanto m desea contra el espíritu. Mientras resida en nosotros esta dolencia, este contagio, esta lesión, ¿cómo nos atreveremos a decir que estamos ya salvo? Y si no estamos aún en salvo ¿cómo seremos bienaventurados con la final bienaventuranza? La virtud, que se llama fortaleza, en cualquiera ciencia que se hallare, es evidentísimo testigo de los males y miserias humanas, que la hacen sufrir con paciencia. Cuyos males, no sé por qué pretenden los filósofos estoicos que no son males, pues confiesan que, si fueran tan grandes que el sabio, o no pueda, o no deba tolerarlos, le imperen a darse la muerte y a salir de esta vida. Tan particular es la ceguedad y soberbia de estos hombres que piensan que en la tierra tienen el fin del bien, y que por sí mismos se hacen bienaventurados, que el sabio entre ellos, esto es, cual ellos le pintan con admirable vanidad, aunque ciegue, ensordezca y enmudezca, y aunque le estropeen y laceren los miembros, y le atormenten con dolores, y caigan sobre él todos cuantos males pueden decirse o imaginarse, y tales trabajos que le obliguen a darse la muerte, debe llamar bienaventurada a una vida puesta entre tantos males, vida bienaventurada que, para que se acabe, busca el auxilio de la muerte. Si es bienaventurada, vívase en ella, y si por el temor de estas calamidades se huye de ella, ¿cómo es bienaventurada? ¿Cómo no se tienen por males los que sobrepujan el bien o virtud de la fortaleza compeliéndola, no sólo a ceder y rendirse, sino a delirar, diciendo que una misma vida es bienaventurada, y persuadiendo que se debe huir de ella? ¿Quién hay tan ciego que no advierta que, si fuera feliz, no debería huirse de ella? Pero si por el contrapeso de su flaqueza, que tanto la oprime, confiesan que se debe huir, ¿qué razón hay para que humillando la cerviz de su soberbia no la confiesen también por miserable? ¿Se mató Catón con admirable constancia, o por impaciencia? Porque no se arrojara a esta acción si no llevara con impaciencia y desagrado la victoria del César, ¿Cuál fue su fortaleza? En efecto, cedió; en efecto, se rindió; en efecto, fue tan vencida, que dejó, desamparó y huyó de la vida bienaventurada. Y si dijeren que no era ya bienaventurada, confesarán que era miserable. ¿Cómo, pues, no eran males los que hacían la vida tan miserable y digna de huir de ella? Los que confiesan que son males, como lo confiesa los peripatéticos y los antiguos académicos, cuya secta defiende Varrón, aunque hablan con más acierto, no dejan de tener un maravilloso error; pues en es tos males, aunque sean tan graves que hayan de librarse de ellos con la muerte, dándosela a sí mismo el que lo padece, pretenden que se halla la vida bienaventurada. Males son dice, los tormentos y dolores del cuerpo, tanto peores cuándo sean mayores, y para que te libres y carezcas de ellos es necesario que huyas de esta vida. ¿De qué vida?, pregunto. De ésta dice que es afligida con tantos males. ¿Será acaso bienaventurada con estos mismo males, de los cuales dices que se debe huir, o la llamas bienaventurada porque te puedes librar de estos males, con la muerte? ¿Qué sería, pues, si por algún oculto juicio de Dios te hiciesen detener en ellos, no te permitiesen morir, nunca te dejasen sin ellos ni escapar con la muerte? Entonces por lo menos confesarías que era miserable tal vida; luego no deja de ser miserable porque presto se deja, pues cuando fuera sempiterna, también los juzgas y tienes por miserable. Así que no por que es breve, nos debe parecer que no es miseria, o lo que es más absurdo, porque es miseria breve, por eso se puede llamar bienaventuranza. Grande es la fuerza de aquellos males que impelen al hombre, según ellos hasta al más sabio, a quitarse a sí mismo la prenda que le hace hombre, confesando ellos, y diciendo con verdad, que lo primero y más fuerte que nos exige la naturaleza es que el hombre se ame a si mismo, y, por tanto, huya naturalmente de la muerte, que sea tan amigo de sí mismo, que el ser animal y el vivir en esta conjunción y compañía del alma y del cuerpo, lo ame y sumamente lo apetezca. Grande es la fuerza de los males que vencen este instinto, con que de todos modos, con todas nuestras fuerzas huimos la muerte, y de tal manera queda vencido, que la que ya huíamos, la deseamos, y cuando no la pudiéramos haber de otra conformidad, el mismo hombre se la da a si mismo. Grande es el impulso e influencia de los males que hacen homicida a la fortaleza, si hemos de llamar fortaleza a la que de tal manera se deje vencer de los males, a la que había tomado como virtud a su cargo al hombre para regirle y ampararle, y no sólo no puede guardarle con la paciencia, sitio que se ve forzada a matarle. Y aunque es verdad que debe el sabio tolerar con paciencia la muerte, es la que le viene por otra mano que la suya; y si, según los estoicos, es compelido a dársela a sí propio, confesará que no sólo son males, sino males intolerables los que le llevan a tal extremo. La vida a quien fatiga el peso de tan grandes y tan graves males, o está sujeta a semejantes casos, por ningún motivo se diría bienaventurada, si los hombres que lo dicen, así como vencidos de los males que les acosan, cuando se dan la muerte, ceden y se rinden a la infelicidad, así vencidos con incontrastables razones, cuando buscan la vida bienaventurada, quisiesen sujetarse y rendirse a la verdad, y no entendiesen que en esta mortalidad debían gozar del fin del sumo bien, donde las mismas virtudes que son a lo menos aquí la cosa mejor y más importante fue puede haber en el hombre, cuanto más nos ayudan contra la fuerza de los peligros, trabajos y dolores, tanto más fieles testigos son de las miserias. Porque si son verdaderas virtudes, que no pueden hallarse sino en los que hay verdadera piedad y religión, no tienen la facultad de poder hacer que no padezco los hombres, en quienes se hallan, ninguna miseria, puesto que no son mentirosas las verdaderas virtudes, para que profesen esta virtud, sino que procuran que la vida humana, la cual es indispensable que con tantos y tan graves males como hay en el siglo, sea mísera, con la esperanza del futuro siglo sea bienaventurada, así como también espera ser salva. Porque ¿cómo es bienaventurada la que no está aún salva? Por lo mismo el Apóstol San Pablo no habla de los hombres impacientes, imprudentes, intemperantes, malos e injustos, sino de los que viven según la verdadera piedad y religión, y de los que, por esta razón, las virtudes que tienen las tienen verdaderas, cuando dice: «Que nuestra salvación ha sido hasta ahora en esperanza, y la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve y lo posee, ¿cómo lo espera? Y si esperamos lo que lo vemos, con la paciencia aguardamos el cumplimiento de nuestra salvación.» Luego así como nos salvaron, o hicieron salvos, asegurándonos con la esperanza, así con la misma esperanza nos hicieron bienaventurados, y así como no tenemos en la vida presente la salvación, tampoco tenemos la bienaventuranza, sino que la esperamos en la vida futura, y esto por medio de la virtud de la paciencia, porque aquí vivimos todos entre males y trabajos, los cuales debemos sufrir con conformidad y resignación, hasta que lleguemos a la posesión de aquellos estemos bienes donde todas las cosas será de tal manera que nos den contento inefable deleite, y no habrá ya más que debamos sufrir. Esta salud que se disfrutará en el siglo futuro será también la final bienaventuranza, cuya bienaventuranza, porque no la ven estos filósofos, no la quieren creer y procuran fabricarse para sí una vanísima felicidad con una virtud tan arrogante y soberbia como falsa y mentirosa. CAPITULO V Cómo a la vida social y política, aunque es la que particularmente del desearse, de ordinario la trastorna muchos trabajos, encuentros e inconvenientes Lo que dicen que la vida del sabio es política y sociable, también no otros lo aprobamos y confirmamos ce más solidez que ellos. Porque ¿con esta Ciudad de Dios (sobre la cual tenemos ya entre manos el libro décimonoveno de esta obra) habría empezado, o cómo caminaría en sus progresos, o llegaría a sus debidos fin si no fuese social la vida de los santos? Pero en las miserias de la vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males e cierra en sí la sociedad y política humana? ¿Quién bastará a contarlos? ¿quién podrá ponderarlos? Escuchen lo que entre sus poemas cómicos dice un hombre con sentimiento y con dolor de todos los hombres: «Me casé. ¿Qué miseria hay que no hallase en este estado? Me nacieron hijos, y en ellos tuvieron origen otros nuevos cuidados que me aquejaban.» Todos los inconvenientes que refiere el mismo Terencio que se hallan en el amor, «los agravios, sospecha enemistades, guerras y de nuevo paz», ¿no han llenado del todo la vida humana? ¿Acaso estas desventuras y suceden y se hallan ordinariamente las amistades lícitas y honestas de los amigos? ¿Por ventura no está llena ellas del todo y por todo la vida humana, en la cual experimentamos agravios, sospechas, enemistades, guerra como males ciertos? La paz la experimentamos como bien incierto y dudoso; porque no sabemos, ni la limitación de nuestras luces puede penetrar los corazones de aquellos con quienes la deseamos tener y conservar, y cuando hoy los pudiésemos conocer, sin duda no sabríamos cuáles serían mañana. ¿Quiénes son y deben ser más amigos que los que viven unidos en una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está seguro de ello, habiendo sucedido tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y calamidades, tanto más amargas cuanto era la paz más agradable y dulce, creyéndose verdadera cuando astuta y dolosamente se fingía? Esto lastima y penetra tan intensamente los corazones de todos, que hace llorar por fuerza, y como dice Tulio: «No hay traición más secreta y oculta que la que se encubrió bajo el velo de oficio o bajo algún pretexto de amistad sincera. Porque fácilmente te podrás precaver y guardar del que es enemigo declarado; pero este mal oculto, intestino y doméstico, no sólo existe, sino que también le mortifica antes que pueda descubrirle.» Por eso también viene esta sentencia del Salvador: «Los enemigos del hombre son sus domésticos y familiares», sentencia que nos lastima extraordinariamente el corazón; pues aunque haya alguno tan fuerte que lo sufra con paciencia, o tan vigilante que se guarde con prudencia de lo que maquina contra él el amigo disimulado y fingido, sin embargo, es inevitable sienta y le aflija, si es bueno, el mal de aquellos pérfidos y traidores, cuando llega a conocer por experiencia que son tan malos, ya hayan sido siempre malos, fingiéndose buenos, ya se hayan transformado de buenos en malos, cayendo en esta maldad. Si la casa, pues, que es en los males de esta vida el común refugio y sagrado de los hombres, no está segura, ¿qué será la ciudad, la cual, cuanto es mayor tanto más llena está de pleitos y cuestiones cuando no de discordias, que suelen llegar a turbulencias muchas veces sangrientas, o a guerras civiles, de las cuales en ocasiones están libres las ciudades, pero de los peligros nunca? CAPITULO VI Del error en los actos judiciales de los hombres, cuando está oculta la verdad ¿Y qué diremos de los juicios que forman los hombres a otros hombres, juicios que no pueden faltar en las ciudades más tranquilas? Cuán miserables son y dignos de compasión, pues los que juzgan son los que no puede ver las conciencias de aquellos a quienes juzgan. Por ello muchas veces son forzados, a costa de los tormentos de testigos inocentes, a buscar la verdad de la causa que toca a otro. Cuando sufre y padece uno por su causa y, por saber si es culpa de le atormentan, siendo inocente, sufre una pena cierta por una culpa incierta, no porque esté claro y averiguado que haya cometido tal delito, sino porque se ignora si lo ha cometido. De esto se sigue, por regla general, que la ignorancia del juez viene a ser la calamidad del inocente. Y lo que es más intolerable y lastimoso, y más digno de ser llorado, si fuese posible, con perennes lágrimas es que atormentando el juez al delatado, por no matar con ignorancia a inocente, viene a suceder por la miseria de la ignorancia que mata atormentado e inocente, a quien primero dio tormento por no matarle inocente Porque si éste tal, conforme a la sabiduría e inteligencia de los filósofos, escogiere huir antes de esta vida que sufrir tales tormentos, confesará que cometió lo que no cometió. Condenado éste y muerto, aun no sabe el juez se quitó la vida a un culpado o a un inocente; a quien, por no matarle por ignorancia a inocente, había atormentado; y así dio tormento por descubrir la verdad a uno libre de delito, y no sabiéndola, le dio la muerte. En semejantes densas tinieblas como estas de la vida política, pregunto: ¿se sentará en los estrados por juez un hombre sabio, o no se sentará? Seguramente se sentará, porque le obliga a ello y le trae compelido a este ministerio la política humana, y el desampararla lo tiene por acción impía y detestable. Y no tiene por acción abominable el atormentar en causas ajenas a los testigos inocentes; el que los acusados, vencidos por la fuerza del dolor, y confesando lo que no han hecho, sean castigados, siendo también inocentes y sin culpa, habiéndoseles ya atormentado primero siendo inculpables; y que, aun cuando no los condenen a muerte, por lo general, o mueran en los mismos tormentos, o vengan a morir de resultas de ellos. ¿Acaso no se observa que algunas veces, aun a los mismos que acusan, deseosos seguramente de hacer bien a la sociedad humana, porque las culpas no queden sin el debido castigo, y porque mintie1ron los testigos, y el reo se conservó valeroso en los tormentos, e inconfeso, no pudiendo probar los delitos que le acumularon, aunque se los imputaron con verdad, el juez que ignora esta circunstancia los condena? Tantos y tan grandes males como éstos, no los tienen por pecados, por cuanto no lo hace el juez sabio con voluntad de hacer daño, sino por la necesidad fatal de no saber la verdad, y porque le impulsa la humana política dándole el ministerio peculiar de administrar la justicia. Esta es, pues, la que por lo menos llamamos miseria del hombre, cuando no sea malicia del sabio. ¿Cómo es posible que atormente a, los inocentes y castigue a los inculpados por la necesidad de no saber y precisión de juzgar, no contentándose con ser irresponsable, sino teniéndose por bienaventurado? Con cuánta más consideración y humildad, reflexionando en sí mismo, reconocerá en esta necesidad la miseria, y la aborrecerá por sí misma. Y si conoce la piedad, exclamará a Dios, diciéndole: «Líbrame, Señor, de mis necesidades.» CAPITULO VII De la diversidad de lenguas, que dificulta las relaciones entre los hombres, y de la miseria de las guerras, aun de las que se llaman justas Después de la ciudad sigue el orbe de la tierra, adonde ponen el tercer grado de la política humana, comenzando en la casa, pasando de ésta a la ciudad y procediendo después hasta llegar al orbe de la tierra. El cual, sin duda, como un océano y abismo de aguas, cuanto es mayor, tanto más circundado está de peligros. Adonde lo primero la diversidad de los idiomas enajena y divide al hombre del hombre, porque si en un camino se encuentran dos, de diferentes lenguas, que no se entienda el uno al otro, y no pueden pasar adelante, sino que por necesidad hayan de estar juntos, más fácilmente se acomodarán y juntarán unos animales mudos, aun de distinta especie, que no ellos, a pesar de ser hombres. Porque cuando los hombres no pueden comunicar entre sí lo que sienten, sólo por la diversidad de las lenguas, no aprovecha para que se junte la semejanza que entre sí tienen tan grande de la naturaleza; de forma que con mayor complacencia estará un hombre asociado de un perro que con un hombre extranjero. Pero dirán que por lo mismo la mi penosa ciudad de Roma, para la conservación de la paz política en las naciones conquistadas, no sólo les obligaron a recibir el yugo, sino también su idioma, por lo cual no faltaron, sino sobraron intérpretes. Es verdad; más esto, ¿con cuántas y cuán crueles guerras, y con cuánta mortandad de hombres, y con cuánto derramamiento de sangre humana se alcanzó? Y con todo, no por ello, habiendo acabado todo esto, acabó la miseria de tantos males pues aunque no hayan faltado ni falten enemigos, como los son las naciones extranjeras, con. quienes se ha sostenido y sostiene continúa guerra, sin embargo, la misma grandeza del imperio ha producido otra especie peor de guerras, y de peor condición, es a saber, las sociales y civiles, con las cuales se destruyen más infelizmente los hombres, ya sean cuando traen guerra por conseguir la paz, ya sea porque temen que vuelva a encenderse. Y si yo quisiese detenerme a decir como lo merece el asunto (aunque sería imposible), tantos y tan varios es tragos, tan duras e inhumanas necesidades de estos males, ¿cuándo habría de concluir con este nuestro discurso? Dirán que el sabio sólo hará la guerra justamente. Como si por lo mismo no le hubiese de pesar más, si es que se acuerda de que es hombre, la necesidad de sostener las que sean justas; porque si no fueran justificadas, no las declararía, y, por consiguiente, ninguna guerra declararía el sabio; y si la iniquidad de la parte contraria es la que da ocasión al sabio a sustentar la guerra justa, esta iniquidad debe causarle pesar, puesto que es propio de los corazones humanos compadecerse, aunque no resultara de ella necesidad alguna de guerra. Así que todo el que considera con dolor estas calamidades tan grandes, tan horrendas, tan inhumanas, es necesario que confiese la miseria; y cualquiera que las padece, o las considera sin sentimiento de su alma, errónea y miserablemente se tiene por bienaventurado, pues ha borrado de su corazón todo sentimiento humano. CAPITULO VIII Cómo la amistad de los buenos no puede ser segura, mientras sea necesario temer los peligros de esta vida Aunque suceda que no haya una ignorancia tan depravada, como ordinariamente ocurre en la miserable condición de esta vida, que, o tengamos por amigo al que realmente es enemigo, o por enemigo al que es amigo, ¿qué objeto hay que nos pueda consolar en esta sociedad humana, tan llena de errores y trabajos, sino la fe no fingida Y el amor que se profesan unos a otros los verdaderos y buenos amigos? A los cuales, cuantos más fueren los que tuviéremos desparramados por los pueblos, tanto más tememos les suceda algún mal de los muchos que se padecen en este siglo; porque no sólo nos da cuidado que les aflija el hambre, las guerras, las enfermedades, el cautiverio, y que en él padezcan aflicciones superiores a cuanto se pueda imaginar, sino lo que hace más amargo el temor, que se conviertan en pérfidos y malos. Y cuando estas penalidades acaecen (que vienen a ser más en número, sin duda, cuantos más son los amigos y más esparcidos se hallan en diferentes poblaciones), y llegan a nuestra noticia, ¿quién podrá creer las angustias y quemazones de nuestro corazón, sino quien las siente por experiencia? Porque más quisiéramos oír que eran muertos; aunque tampoco oyéramos esta triste nueva sin íntimo dolor. Porque ¿cómo puede ser que la muerte de las personas, cuya vida, por los consuelos de la amistad política, nos daba contento, no nos cause especie alguna de tristeza? Lo cual quien la prohibe y quita, quite y prohiba, si puede, los coloquios y agradable trato y conversación de los amigos; ponga entredicho al vivir en amigable y estrecha sociedad; impida y destierre el afecto de todo aquello a que los hombres naturalmente tienen alguna obligación; rompa los lazos de las voluntades con una cruda insensibilidad, o parézcale que debe usar de ellos de forma que no llegue gusto alguno, ni suavidad de ellos al alma. Y si esto de ningún modo puede ser, ¿cómo no nos ha de ser amarga la muerte de aquel cuya vida nos era dulce y suave? De aquí nace una profunda melancolía, para cuyo remedio se aplican los consuelos de los cordiales amigos. Con todo, hay mal que no cure; pues cuanto más excelente sea el alma, tanto más pronto y con mayor facilidad sana en él lo que hay que sanar. Así, pues, ya que la vida de los mortales haya de padecer aflicciones y de los, unas veces más blanda, otras más ásperamente, por las muertes de los queridos y amigos, y particularmente aquellos cuyos oficios son necesarios la política y sociedad humana, con todo, querríamos más oír o ver muertos a los que amamos, que verlos caídos apartados de la fe o buenas costumbres: esto es, que verlos muertos en alma. De esta inmensa y fecundísima materia de males y duelos está bien llena la tierra, por lo cual, dice la Escritura: «¿Acaso no es tentación toda vida del hombre sobre la tierra? por eso dice el mismo Señor: «Infeliz del mundo por los escándalos»; y otra parte: «Por la abundancia de los pecados se resfría la caridad.» De aquí que nos demos el parabién, y nos alegremos cuando mueren los buenos amigos, y que cuando su muerte más nos entristece, nos de más cierto el consuelo, considerando que se han librado ya de los males con que en esta vida aun los buenos, o son combatidos afligidos, o desdicen de su bondad se estragan, o por lo menos de lo uno y de lo otro corren riesgo. CAPITULO IX Cómo la amistad de los ángeles buenos no puede ser manifiesta a hombres de este mundo por los engaños de los demonios Aunque en la sociedad y comunicación que tenemos con los ángeles buenos (la cual pusieron los filósofos que opinaron que los dioses eran nuestros amigos, en el cuarto lugar. subiendo desde la tierra al mundo, para con prender en su sistema también el ciego), por ningún pretexto sostenemos que semejantes amigos nos causen tristeza, ni con su muerte, ni con desdecir de su bondad; con todo, no nos tratan con la familiaridad que los hombres (lo cual pertenece también a las miserias de esta vida), y algunas veces Satanás, según leemos, «se transfigura en ángel de luz», para tentar a los que es menester instruir, con la tentación o a los que merecen ser engañados. Es necesaria grande misericordia de Dios: para que ninguno, cuando piensa que tiene por amigos a los ángeles buenos, no tenga por amigos fingidos a los malos demonios, que le sean enemigos, tanto más dañosos y perjudiciales cuanto son más astutos y engañosos. ¿Y quién tiene necesidad de esta particular misericordia divina sino la grande miseria humana, que está tan oprimida de la ignorancia, que fácilmente se deja engañar con la ficción de éstos? Así, pues, los filósofos que dijeron en la impía ciudad que los dioses eran sus amigos, indudablemente encontraron y dieron en manos de los malignos demonios, a quienes toda aquella ciudad está sujeta para tener con ellos al fin la pena eterna. Porque de sus ceremonias sagradas o, por mejor decir, sacrílegas, conque creyeron que los debían reverenciar, y de sus juegos y fiestas abominables, donde celebran sus culpas y torpezas, con que se persuadieron que debían aplacarlos, siendo ellos mismos los autores de tales y tan grandes ignominias, bien claramente se puede echar de ver quiénes son los que adoran. CAPITULO X Del fruto que les está aparejado a los santos por haber vencido las tentaciones de esta vida Ni los santos ni los fieles que adoran a un solo, verdadero y sumo Dios están seguros de los engaños y varias tentaciones, porque en este lugar propio de la flaqueza humana, y en estos días malignos, aun este cuidado y solicitud no es sin provecho, para que busquemos con más fervorosos deseos el lugar donde hay plenísima v cierta paz. Pues en él los dones de la naturaleza, esto es los que da a nuestra naturaleza el Criador de todas las naturalezas, no sólo serán buenos, sino eternos, no sólo en el alma, la cual se ha de reparar con la sabiduría sino también en el cuerpo, el cual se ha de renovar con la resurrección. Allí las virtudes no trabajarán, ni sostendrán continuas luchas contra los vicios ni contra cualquiera género de males, sino que gozarán de la eterna paz por premio de su victoria; de modo que no la inquiete ni perturbe enemigo alguno, porque ella es la bienaventuranza final, ella el fin de la perfección, que no tiene fin que lo consuma. Pero en la tierra, aunque nos llamamos bienaventurados cuando tenemos paz (cualquiera que sea la que pueda tenerse en la buena vida), esta bienaventuranza, comparada con aquella que llamamos final, es en todas sus partes miseria. Así que cuando los hombres mortales, en las cosas mortales, tenemos esta paz, cual aquí la puede haber, vivimos bien, de sus bienes usa bien virtud; pero cuando no la tenemos también usa la virtud de los males que el hombre padece. Pero entonces es verdadera virtud cuando todos los bienes, de que usa bien, y todo lo que hace, usando bien de los bienes y los males, y a sí misma se endereza fin adonde tendremos tal y tanta para que no la pueda haber mejor ni mayor. CAPITULO XI Cómo en la bienaventuranza de la paz eterna tienen los santos su fin esto la verdadera perfección Podemos, pues, decir que el fin nuestros bienes es la paz, como dijimos que lo era la vida eterna, principalmente porque de la misma Ciudad Dios, de que tratamos en este tan prolijo discurso, dicen en el Salmo: «Alaba, ¡oh Jerusalén! al Señor, y tú, Sión alaba a tu Dios, porque confirmó fortificó los cerrojos de tus puertas y bendijo los hijos que están dentro de ti, el que puso a tus fines la paz porque cuando estuvieren ya confirmados los cerrojos de sus puertas, ya no entrará nadie en ella, ni tampoco nadie saldrá de ella. Por eso, por sus fines debemos aquí entender aquella paz que queremos manifestar que es la final; pues aun nombre místico de la misma ciudad esto es, Jerusalén, como lo hemos insinuado, quiere decir visión de paz mas porque el nombre de paz también le usurpamos y acomodamos a las cosas mortales, donde sin duda no hay vida eterna, por eso quise mejor llamar al fin de esta ciudad, donde estará su sumo bien, vida eterna, que no paz. Y hablando de este fin, dice el Apóstol: «Ahora, como os ha librado Dios de la servidumbre del pecado y os ha recibido en su servicio, tenéis aquí gozáis del fruto de, vuestra justicia que es vuestra santificación, y esperáis el fin, que es la vida eterna.» Pero por otra parte, como los que no están versados en la Sagrada Escritura por vida eterna pueden entender también la vida de los malos; o también puede tomarse por la inmortalidad del alma, que algunos filósofos admiten o, según nuestra fe, por las penas sin fin de los malos, quienes, sin duda no pueden padecer eternos tormentos, sino viviendo eternamente; al fin de esta ciudad, en la cual se llegará al sumo bien, le debemos llamar, o paz de la vida eterna, o vida eterna en la paz, para que más fácilmente lo puedan entender todos. Porque es tan singular el bien de la paz, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor. Si en esto nos detenemos algún tanto, no creo seremos pesados a los lectores, así por el fin de esta ciudad de que tratamos como por la misma suavidad de la paz, que tan agradable es a todos. CAPITULO XII Cómo los hombres, aun con el crudo rigor de la guerra y todos los desasosiegos e inquietudes, desean llegar al fin de la paz sin cuyo apetito no se halla cosa alguna natural Quien considere en cierto modo las cosas humanas y la naturaleza común, advertirá que así como no hay quien no guste de alegrarse, tampoco hay quien no guste de tener paz. Pues hasta los mismos que desean la guerra apetecen vencer, y, guerreando, llegar a una gloriosa paz. ¿Qué otra cosa es la victoria sino la sujeción de los contrarios? Lo cual conseguido, sobreviene la paz. Así que con intención de la paz se sustenta también la guerra, aun por los que ejercitan el arte de la guerra siendo generales, mandando y peleando. Por donde consta que la paz es el deseado fin de la guerra, porque todos los hombres, aun con la guerra buscan la paz, pero ninguno con la paz busca la guerra. Hasta los que quieren perturbar la paz en que viven, no es porque aborrecen la paz, sino por tenerla a su albedrío. No quieren, pues, que deje de haber paz, sino que haya la que ellos desean. Finalmente, aun cuando por sediciones y discordias civiles se apartan y dividen unos de otros, si con los mismos de su bando y conjuración no tienen alguna forma o especie de paz no hacen lo que pretenden. Por eso los mismos bandoleros, para turbar con más fuerza y con más seguridad suya la paz de los otros, desean la paz con sus compañeros. Aún más: cuando alguno es tan poderoso y de tal manera huye el andar en compañía, que a ninguno se descubra, y salteando y prevaleciendo solo oprimiendo y matando los que puede roba y hace sus presas, por lo menos con aquellos que no puede matar quiere que no sepan lo que hace, tiene alguna sombra de paz. Y en su casa sin duda, procura vivir en paz con esta mujer y sus hijos, y con los demás que tiene en ella; y se linsojea y alegra de que éstos obedezcan prontamente a su voluntad; porque si no, se enoja, riñe y castiga, y aun si ve que es menester usar de rigor y crueldad, procura de este modo la paz de su casa, la cual ve que no puede haber si todos los demás en aquella doméstica compañía no están sujetos a una cabeza, que es él en su casa. Por tanto, si llegase a tener éste debajo de su sujeción servidumbre a muchos, o a una ciudad, o a una nación, de manera que le sirviesen y obedeciesen, como quisiera que le sirvieran y obedecieran en su casa, no se metiera ya como ladrón en los rincones y escondrijos, sino que como rey, a vista de todo el mundo se engrandeciera y ensalzara, permaneciendo en él la misma codicia y malicia Todos, pues, desean tener paz con los suyos, cuando quieren que vivan su albedrío; porque aun aquellos a quienes hacen la guerra, los quieren, pueden, hacer suyos, y en habiéndolo sujetado, imponerles las leyes de su paz. Pero supongamos uno como el que nos pinta la fábula, a quien por la, misma intratable fiereza le quisieron llamar más semihombre que hombre, aunque el reino de éste era una solitaria y fiera cueva, y él, tan singular en malicia que de ella tomaron ocasión para llamarle Caco, que en griego quiere decir malo; y aunque no tenía mujer que le divirtiese con suaves y amorosas conversaciones, ni pequeños hijos con quienes poder alegrarse, ni grandes a quienes mandar, ni gozase del trato familiar y conversación de ningún amigo, ni de la de su padre Vulcano (a quien sólo en esto podemos decir que se le aventajó, y fue más dichoso; en que no engendró otro monstruo como él); y aunque a ninguno diese cosa alguna, sino a quien podía le quitase todo lo que quería; con todo, en aquella solitaria cueva, cuyo suelo, como le pintan, «siempre estaba regado de sangre fresca o recién vertida», no quería otra cosa que la paz, en la cual ninguno le molestase ni fuerza ni terror de persona alguna le turbase su quietud. Finalmente, deseaba tener paz con su cuerpo, y cuanto tenía, tanto era el bien de que gozaba, porque mandaba a sus miembros que le obedeciesen puntualmente. Y para poder aplacar su naturaleza sujeta a la muerte, que por la falta que sentía se le rebelaba, y levantaba una irresistible rebelión de hambre para dividir y desterrar el alma del cuerpo; robaba, mataba y engullía, y aunque inhumano y fiero, miraba fiera y atrozmente por la paz y tranquilidad de su vida y salud. Y así, si la paz que pretendía tener en su cueva y en sí mismo la quisiera también con los otros, ni le llamaran malo, ni monstruo, ni semihombre. Si, la forma de su cuerpo, con vomitar negro fuego, espantaba a los hombres para que huyesen y no se asociasen con él, quizá era cruel, no por codicia de hacer mal, sino por la necesidad de vivir. Pero tal hombre, o nunca le hubo, o, lo que es más creíble, no fue cual nos lo pinta la ficción poética. Porque si no cargaran tanto la mano en encarecer y exagerar la malicia de Caco, fuera poca la alabanza que le cupiera a Hércules. Así que, como dije, más creíble es que no hubo tal hombre, o semihombre, como tampoco otras ficciones y patrañas poéticas; porque las mismas fieras crueles e indómitas, de las cuales tomó parte su, fiereza (pues también le llamaron semifiero), conservan con cierta paz su propia naturaleza y especie; juntándose unas con otras, engendrando, pariendo criando y abrigando á sus hijos, siendo las más de ellas insociables y montaraces; es decir, no como las ovejas, venados, palomas, estorninos y abejas, sino como los leones, raposas; águilas y lechuzas. Porque ¿qué tigre hay que blanda y cariñosamente no arrulle sus cachorros, y tranquilizada su fiereza, no los halague? ¿Qué milano hay, por más solitario que ande volando y rondando la caza para cebar sus unas, que no busque hembra, forme su nido, saque sus huevos, críe sus pollos y no conserve con la que es como madre de su familia la compañía doméstica con toda la paz que puede? Cuanto más inclinado es el hombre y le conducen en cierto modo las leyes de su naturaleza a buscar la sociedad y conservar la paz en cuan está de su parte con los demás hombres, pues aun los malos sostienen guerra por la paz de los suyos; y a toda si pudiesen, los querrían hacer suya para que todos y todas las cosas si viesen a uno; y ¿de qué manera podré conseguirlo sino haciendo, o por amo o por temor que todos consientan convengan en su paz? Así, pues, la soberbia imita perversamente a Dios, puesto que debajo de dominio divino no quiere la igualdad con sus socios, sino que gusta impone a sus aliados y compañeros el dominio suyo, en lugar del de Dios; aborreciendo la justa paz de Dios, y amando su injusta paz Sin embargo, no puede dejar de amar la paz, cualquiera que sea; porque ningún vicio hay tan opuesto a la naturaleza que cancele y borre hasta los últimos rastros y vestigios de la naturaleza. Advierte que la paz de los malos en, comparación de la de los buenos no debe llamarla paz el que sabe estimar y anteponer lo bueno a lo malo, y lo puesto en razón a lo perverso. Y aun lo perverso, es necesario que en alguna parte, por alguna parte y con alguna parte natural, donde esta, o de que consta, esté en paz; porque de otra manera nada sería. Como si uno estuviese pendiente cabeza abajo, si duda que la situación del cuerpo y el orden natural de los miembros y articulaciones estaría invertido, porque lo que naturalmente debe estar encima está debajo, y lo que debe esta, abajo está encima, y este trastorno como turba la paz de la carne, le es molesto. Sin embargo, como el alma está en paz con su cuerpo, y mira por su salud, de aquí que se duela; si por el rigor de sus molestias desamparase al cuerpo y se ausentase de entre tanto que dura la unión y trabazón de los miembros, lo que queda no está sin cierta tranquilidad de las partes, y por eso hay todavía quien esta colgado. Cuando el cuerpo terreno inclina y tira hacia la tierra, y cuando con el lazo que está suspenso resiste entonces igualmente aspira al orden natural de su paz, y con la voz de su peso, en cierto modo pide el lugar en que poder descansar; y aunque está ya sin alma y sin sentido alguno, con todo, no se aparta del sosiego natural de su orden, ya sea cuando la tiene, ya cuando inclina y aspira a ella. Porque si le aplican medicamentos y cosas aromáticas que conserven y no dejen deshacer y corromper la forma del cuerpo muerto, todavía una cierta paz junta y acomoda las partes con las partes, y aplica e inclina toda la masa al lugar conveniente, y, por consiguiente, quieto y pacífico. Pero cuando no se pone diligencia alguna en embalsamarlo, sino que lo dejan a su curso natural, todo aquel tiempo está como peleando por la disgregación de humores cuyas exhalaciones molestan nuestros sentidos (porque esto es lo que se siente en el hedor) hasta que, combinándose con los elementos del mundo, parte por parte y paulatinamente se reduzca a la paz y sosiego de ellos. Pero en nada deroga las leyes del sumo Criador y ordenador que administra ‘y gobierna la paz del universo, pues aunque del cuerpo muerto de un animal grande nazcan animalejos pequeños, por la misma ley del Criador, todos aquellos cuerpecitos sirven en saludable paz a sus pequeñas almas. Y aunque las carnes de los muertos las coman otros animales, y se extiendan y derramen por cualquiera parte, y se junten con cualesquiera, y se conviertan y muden en cualesquiera cosa, al fin encuentran las mismas leyes difusas y derramadas por todo cuanto hay para la salud y conservación de cualquiera especie de los mortales, acomodando y pacificando cada cosa con su semejante y conveniente. CAPITULO XIII De la paz universal, la cual, según las leyes naturales, no puede ser turbada hasta que por disposición del justo Juez alcance cada uno lo que por su voluntad mereció La paz del cuerpo es la ordenada disposición y templanza de las partes. La paz del alma irracional, la ordenada quietud de sus apetitos. La paz del alma racional, a ordenada conformidad y concordia de la parte intelectual y activa. La paz del cuerpo y del alma, la vida metódica y la salud del viviente La paz del hombre mortal y de Dios inmortal, la concorde obediencia en la fe, bajo de la ley eterna. La paz de los hombres, la ordenada concordia. La paz de la casa, la conforme uniformidad que tienen en mandar obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la ciudad celestial es la ordenadísima conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden; y el orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da cada una su propio lugar. Por lo cual los miserables (que en cuanto son miserables sin duda no estarían en paz), aunque carecen de la tranquilidad del orden, donde no se halla turbación alguna; mas porque con razón y justamente son miserable tampoco en su miseria pueden este fuera del orden, aunque no unidos con los bienaventurados, sino apartados de ellos por la ley del orden. Estos miserables, aunque no están sin perturbación, donde se encuentran, están acomodados con alguna congruencia; así hay en ellos alguna tranquilidad de orden, y, por consiguiente, también alguna paz. Con todo, son miserables, porque si en cierto modo no sienten dolor, sin embargo, no se hallan en parte donde deban estar seguros y su sentir dolor. Pero más miserables son si no viven en paz con la ley que gobierna el orden natural. Cuando sienten dolor, en la parte que le sienten, se les perturba la paz; pero todavía hay paz donde ni el dolor ofende, ni la misma trabazón se disuelve. Resulta, pues, que hay alguna vida sin dolor, pero no puede haber dolor sin alguna vida; hay alguna paz su guerra alguna, pero guerra no la puede haber sin alguna paz; no en cuanto es guerra, sino porque la guerra supone siempre hombres o naturalezas humanas que la mantienen, y ninguna naturaleza puede existir sin alguna especie de paz. Hay naturaleza sin mal alguno o en la cual no puede haber mal alguno, pero no hay naturaleza sin bien alguno. Por lo cual, ni siquiera la naturaleza del mismo demonio, en cuanto es naturaleza, es cosa mala, sino que la perversidad la hace mala. No perseveró en la verdad; pero no escapó del juicio y castigo de la misma verdad, porque no quedó en la tranquilidad del orden, ni tampoco. escapó de la potestad del sabio Ordenador. El bien de Dios, que tiene él, en la naturaleza, no le exime y saca del poder de la justicia de Dios, con que le dispone y ordena en la pena; ni Dios allí aborrece o persigue, el bien que crió, sino el mal que el demonio cometió. Porque no quita del todo lo que concedió a la naturaleza, sino que quita algo y deja algo, para que haya quien se duela de lo que se quita. Y el mismo dolor es testigo del bien que se quita y del bien que se deja Pues si no hubiera quedado bien alguno, no se pudiera doler del bien perdido, puesto que el que peca es peor si se complace con la pérdida, de la equidad; pero el que es castigado, si de allí no adquiere algún otro bien, siente la pérdida de la salud. Y porque la equidad y la salud ambas son, bienes, y de la pérdida del bien antes debe doler que alegrar, con tal que no sea recompensa de otro mejor bien (porque mejor bien es la equidad del ánimo que la salud del cuerpo), sin duda con más justo motivo el injusto se duele en el castigo, que se alegró en el delito. Así, pues, como el contento del bien que dejó cuando pecó es testigo de la mala voluntad, así el dolor del, bien que perdió, cuando padece en el castigo la pena, es testigo de la naturaleza buena. Pues él, que se duele de la paz que perdió su naturaleza, siente el dolor por parte de algunas reliquias que le quedaron de la paz, que le hacen amar la naturaleza. Y sucede con justa razón en el último y final castigo de las penas eternas, que los injustos e impíos lloren en sus tormentos las pérdidas de los bienes naturales, y que sientan la justicia de Dios, justísima en quitárselos, los que despreciaron su liberalidad benignísima en dárselos Así, pues, Dios, con su eterna sabiduría crió todas las naturalezas, y justísimamente las dispone y ordena, y como más excelente entre todas, las cosas terrenas, formó el linaje mortal de los hombres, les repartió algunos bienes acomodados a ésta vida, es a saber, la paz temporal, de la manera que la puede haber en la vida mortal; y esta paz se la dio al hombre en la misma salud, incolumidad y comunicación de su especie; y le dio todo lo que es necesario, así para conservar como para adquirir esta paz (como son las cosas que, convenientemente cuadran al sentido, como la luz que ve, el aire que respira, las aguas que bebe, y todo lo que es a propósito. Para sustentar, abrigar, curar y adornar el cuerpo), con una condición, sumamente equitativa, de modo que cualquier mortal que usaré bien de estos bienes, acomodados a la paz de los mortales, pueda recibir otros mayores y mejores, es a saber, la misma paz de la inmortalidad, y la honra y gloria que a ésta le compete en la vida eterna para gozar de Dios y del prójimo en Dios; y el que usare mal, no reciba aquéllos y pierda éstos. CAPITULO XIV El orden y las leyes divinas y humanas tienen por único objeto el bien de la paz Todo el uso de las cosas temporales en la ciudad terrena se refiere y endereza al fruto de la paz terrena, y en la ciudad celestial se refiere y ordena al fruto de la paz eterna. Por lo cual, si fuésemos animales irracionales, no apeteciéramos otra cosa que la ordenada templanza de las partes del cuerpo, y la quietud y descanso de los apetitos; así que nada apeteciéramos fuera del descanso de la carne y la abundancia de los deleites, para que la paz del cuerpo aprovechase a la paz del alma. Porque en faltando la paz del cuerpo se impide también la paz del alma irracional, por no poder alcanzar el descanso y quietud de los apetitos. Y lo uno y lo otro junto, aprovecha a aquella paz que tienen entre sí el alma y el cuerpo, esto es, la ordenada vida y salud. Porque así como nos muestran los animales que aman la paz del cuerpo cuando huyen del dolor, y la paz del alma cuando por cumplir las necesidades de los apetitos siguen el deleite, así huyendo de la muerte bastantemente nos manifiestan cuánto amen la paz con que se procura la amistad del alma y del cuerpo. Pero como el hombre posee alma racional, todo esto que tiene de común con las bestias lo sujeta a la paz del alma racional, para que pueda contemplar con el entendimiento, y con esto hacer también alguna cosa, para que tenga una ordenada conformidad en la parte intelectual y activa, la cual dijimos que era la paz del alma racional. Debe, pues, querer que no le moleste el dolor, ni le perturbe el deseo, ni le deshaga la muerte, Sara poder conocer alguna cosa útil, y según este conocimiento, componer y arreglar su vida y costumbres. Mas para que en el mismo estudio del conocimiento, por causa de la debilidad del entendimiento humano no incurra en el contagio y peste de algún error, tiene necesidad del magisterio divino, a quien obedezca con certidumbre, y necesita de su auxilio para que obedezca con libertad. Y porque mientras está en este cuerpo mortal, anda peregrinando ausente del Señor, porque camina todavía con la fe, y no ha llegado aún a ver a Dios claramente; por esto toda paz, ya sea la del cuerpo, ya la del alma, o juntamente del alma o del cuerpo, la refiere a aquella paz que tiene el hombre mortal con Dios inmortal, de modo que tenga la ordenada obediencia en la fe bajo la ley eterna. Y asimismo porque nuestro Divino Maestro, Dios, nos enseña dos principales mandamientos, es a saber, que amemos a Dios y al prójimo, en los cuales descubre él hombre tres objetos, que son: amar a Dios, a sí mismo y al prójimo, a quien le ordenan que ame como a sí mismo (y así, debe mirar por el bien de su esposa, de sus hijos, de sus domésticos y de todos los demás hombres que pudiere), y para esto ha de desear y querer, si acaso lo necesita, que el prójimo mire por él.De esta manera vivirá en paz con todos los hombres, con la paz de los hombres, esto es, con la ordenada concordia en que se observa este orden: primero, que a ninguno haga mal ni cause daño y segundo, que haga bien a quien pudiere. Lo primero a que está obligado es al cuidado de los suyos; porque para mirar por ellos tiene ocasión más oportuna y más fácil, según el orden así de la naturaleza como del mismo trato y sociedad humana. Y así, dijo el Apóstol «que el que no cuida de los suyos, y particularmente de los domésticos, este tal niega la fe, y es peor que el infiel». De aquí nace también la paz doméstica, esto es, la ordenada y bien dirigida concordia que tienen entre sí en mandar y obedecer los que habitan juntos. Porque mandan los que cuidan y miran por los otros, como el marido a la mujer, los padres a los hijos, los señores a los criados; y obedecen aquellos a quienes se cuida, como las mujeres a sus maridos, los hijos a sus padres, los criados a sus señores. Pero en la casa del justo, que vive con fe y anda todavía peregrino y ausente de aquella ciudad celestial, hasta los que mandan sirven a aquellos a quienes les parece, manda; puesto que no mandan por codicia o deseo de gobernar a otros, sino por propio ministerio de cuidar y mirar por el bien de los otros; ni ambición de reinar, sino por caridad de hacer bien. CAPITULO XV De la libertad natural y de, la servidumbre, cuya primera causa es pecado, por lo cual el hombre que de perversa voluntad, aunque no sea esclavo de otro hombre, lo es de su propio apetito Esto prescribe la ley natural, y crié Dios al hombre. «Sea señor, dice, de los peces del mar, de las aves aire y de todos los animales que dan sobre la tierra.» El hombre racial, que crió Dios a su imagen y semejanza; no quiso que fuese señor si de los irracionales; no quiso que fue señor el hombre del hombre, sino las bestias solamente. Y así, a los primeros hombres santos y justos más lo hizo Dios pastores de ganados que reyes de hombres, para darnos a entender de esta manera qué es lo que exige el orden de las cosas, criadas y qué mérito del pecado. Porque la condición de la servidumbre con derecho se entiende que impuso al pecador, y por eso no vemos se haga mención del nombre siervo en la Escritura hasta que el justo Noé castigó con él el horrible pecado de su hijo. Así que este nombre tuvo su origen en la culpa; ella le mereció y no la naturaleza. Y aunque la etimología del nombre siervo o esclavo en latín se entiende que se derivó de que a los que podía matar, conforme a la ley de guerra cuando los vencedores los reservaban o conservaban, los hacían siervos, que dando en su poder, por cuanto habían conservado sus vidas, sin embargo tampoco esta diligencia es sin mérito del pecado. Pues aun cuando se haga la guerra justa, por el pecado pelea parte contraria, y no hay victoria, aun cuando sucede a veces que la alcancen los malos, que por disposición y a providencia divina no humille a los vencidos o corrigiendo o castigando sus pecados. Testigo es de esta verdad el siervo de Dios Daniel, cuando en el cautiverio confiesa a Dios sus pecados y los pecados de su pueblo, y protesta con un santo y verdadero dolor que ésta es la causa de aquel cautiverio. Así, pues, la primera causa de la servidumbre es el pecado; que se sujetase el hombre a otro hombre con el vínculo de la condición servil, lo cual no sucede sin especial providencia y justo juicio de Dios, en quien no hay injusticia y sabe repartir diferentes penas conformes a los méritos de las culpas Y, según dice el soberano Señor de nuestras almas: «Que cualquiera que peca es siervo del pecado», así también muchos que son piadosos y religiosos sirven a señores inicuos, aunque no libres, «porque todo vencido es esclavo de su vencedor». Y, sin duda, con mejor condición servimos a los hombres que a los apetitos, pues advertimos cuán tiránicamente destruye los corazones de los mortales, por no decir otras cosas, el mismo apetito de dominar. Y en aquella paz ordenada con que los hombres están subordinados unos a otros, así como aprovecha la humildad a los que sirven, así daña la soberbia a los que mandan y señorean. Pero ninguno en aquella naturaleza en que primero crió Dios al hombre es siervo del hombre o del pecado. Y aun la servidumbre penal que introdujo él pecado está trazada y ordenada con tal ley, que manda que se conserve el orden natural y prohibe que se perturbe, porque si no se hubiera traspasado aquella ley no habría que reprimir y refrenar con la servidumbre penal. Por lo que el Apóstol aconseja a los siervos y esclavos que estén obedientes y sujetos a sus señores y los sirvan de corazón con buena voluntad, para que, si no pudieren hacerlos libres los señores, ellos en algún modo hagan libre su servidumbre, sirviendo, no con temor cauteloso, sino con amor fiel, «hasta que pase esta iniquidad y calamidad y se reforme y deshaga todo el mando y potestad de los hombres, viniendo a ser Dios todo en todas las cosas». CAPITULO XVI De cómo debe ser justo y benigno el mando y gobierno de los señores Aunque tuvieron siervos y esclavos los justos, nuestros predecesores de tal modo gobernaban la paz de su casa que en lo tocante a estos bienes temporales diferenciaban la fortuna y hacienda de sus hijos de la condición de sus siervos; pero en lo que toca al ser vicio y culto de Dios, de quien deber esperarse los bienes eternos, con un mismo amor miraban por todos los miembros de su casa. Lo cual de tal modo nos lo dicta y manda el orden natural, que de este principio vino derivarse el nombre de padre de familia, y es tan recibido, que aun los que mandan y gobiernan inicuamente gustan de ser llamados con dicho nombres. Pero los que son verdaderos padres de familias miran por todos los de su familia como por sus hijos, para servir y agradar a Dios, deseando llegar a la morada celestial, donde no habrá necesidad del oficio de mandar y dirigir a los mortales, porque entonces no será necesario el ministerio de mirar por el bien de los que son ya bienaventurados en aquella inmortalidad. Hasta que lleguen allá deben sufrir más los padres porque mandan y gobiernan, que los siervos porque sirven. Así, cuando alguno en casa, por la desobediencia va contra la paz doméstica, deben corregirle y castigarle de palabra, o con el azote o con otro castigo justo y lícito, cuando lo exige la sociedad y comunicación humana por la utilidad del castigado, para que vuelva a la paz de donde se había apartado. Porque así como no es acto de beneficencia hacer, ayudando, que se pierda un bien mayor, así no es inocencia hacer, perdonando, que se incurra en mayor mal. Toca, pues, al oficio del inocente no sólo hacer mal a nadie, sino también estorbar y prohibir el pecado o castigarle, para que, o el castigado se corrija y enmiende con la pena, u otros escarmienten con el ejemplo. Y porque la casa del hombre debe ser principio o una partecita de la ciudad, y todos los principios se refieren a algún fin propio de su género y toda parte a la integridad del todo, cuya parte es, bien claramente se sigue, que la paz de casa se refiere a la paz de la ciudad; esto es, que la ordenada concordia entre sí de los cohabitantes en el mandar y obedecer se debe referir a la ordenada concordia entre si de los ciudadanos en el mandar y obedecer. De esta manera el padre de familia ha de tomar de la ley de la ciudad la regla para gobernar su casa, de forma que la incomode a la paz y tranquilidad de la ciudad. CAPITULO XVII Por qué la Ciudad celestial viene a estar en paz con la Ciudad terrena y por qué en discordia La casa de los hombres que no viven de la fe procura la paz terrena con los bienes y comodidades de la vida temporal; mas la casa de los hombres que viven de la fe espera los bienes que le han prometido eternos en la vida futura, y de los terrenos y temporales usa como peregrina, no de forma que deje prenderse y apasionarse de ellos y que la desvíen de la verdadera senda que dirige hacia Dios. sino para que la sustenten con los alimentos necesarios, para pasar más fácilmente vida y no acrecentar las cargas de este cuerpo corruptible, «que agrava y oprime al alma». Por eso el uso de las cosas necesarias para esta vida mortal es común a fieles o infieles y a una otra casa, pero el fin que tienen al usarlas es muy distinto. También la Ciudad terrena que no vive de la fe desea la paz terrena, y la concordia en el mandar y obedecer entre los ciudadanos la encamina a que observen cierta unión y conformidad de voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal. La Ciudad celestial, o, por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la fe, también tiene necesidad de semejante paz, y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención y el don espiritual como prenda, no duda sujetarse a las leyes en la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan las cosas que son a propósito y acomodadas para sustentar esta vida mortal; porque así como es común a ambas la misma mortalidad, así en las cosas tocantes a ella se guarde la concordia entre ambas Ciudades. Pero como la Ciudad terrena tuvo ciertos sabios, hijos suyos, a quienes reprueba la doctrina del ciclo los cuales, o porque lo pensaron así o porque los engañaron los demonios creyeron que era menester conciliar muchos dioses a las cosas humanas a cuyos diferentes oficios, por decirlo así, estuviesen sujetas diferentes cosas a uno, el cuerpo, y a otro, el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro el cuello, y todos los demás a cada uno el suyo. Asimismo en el alma, a uno el ingenio, a otro la sabiduría, a otro la ira, a otro la concupiscencia; y en las mismas cosas necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro el trigo; a otro el vino, a otro el aceite a otro las selvas y florestas. a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras, a otro las victorias, a otro los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y así a los demás todos los ministerios humanos restantes y como la Ciudad celestial reconoce un solo Dios que debe ser reverenciado entiende y sabe pía y sanamente que a el solo se debe servir con aquella servidumbre que los griegos llaman la tria, que no debe prestarse sino a Dios sucedió, pues, que las leyes a la religión no pudo tenerlas comunes con la Ciudad terrena, y por ello fue preciso disentir y no conformarse con ella y ser aborrecida de los que opinaban lo contrario, sufrir sus odios, enojos y los ímpetus de sus persecuciones crueles, a no ser rara vez cuando refrenaba los ánimos de los adversarios el miedo que les causaba su muchedumbre, y siempre el favor y ayuda de Dios. Así que esta ciudad celestial, entre tanto que es peregrina en la tierra, va llamando y convocando de entre todas las naciones ciudadanos, y por todos los idiomas va haciendo recolección de la sociedad peregrina, sin atender a diversidad alguna de costumbres, leyes e institutos, que es con lo que se adquiere o conserva la paz terrena, y sin reformar ni quitar cosa alguna, antes observándolo y siguiéndolo exactamente, cuya diversidad, aunque es varia y distinta en muchas naciones, se endereza a un mismo fin de la paz terrena, cuando no impide y es contra la religión, que nos enseña y ordena adorar a un solo, sumo y verdadero Dios. Así que también la Ciudad celestial en esta su peregrinación usa de la paz terrena, y en cuanto puede, salva la piedad y religión, guarda y desea la trabazón y uniformidad de las voluntades humanas en las cosas que pertenecen a la naturaleza mortal de los hombres, refiriendo y enderezando esta paz terrena a la paz celestial. La cual de tal forma es verdaderamente paz, que sola ella debe llamarse paz de la criatura racional, es a saber, una bien ordenada y concorde sociedad que sólo aspira a gozar de Dios y unos de otros en Dios. Cuando llegáremos a la posesión de esta felicidad, nuestra vida no será ya mortal, sino colmada y muy ciertamente vital; ni el cuerpo será animal, el cual, mientras es corruptible, agrava y oprime al alma, sino espiritual, sin necesidad alguna y del todo sujeto a la voluntad. Esta paz, entretanto que anda peregrinando, la tiene por la fe, y con esta fe juntamente vive cuando refiere todas las buenas obras que hace para con Dios o para con el prójimo, a fin de conseguir aquella paz, porque la vida de la ciudad, efectivamente, no es solitaria, sino social y política. CAPITULO XVIII La duda que la nueva Academia pone en todo es contraria a la certidumbre y constancia de la fe cristiana Respecto a la diferencia que cita Varrón, alegando el dictamen de los nuevos académicos, que todo lo tienen por incierto, la Ciudad de Dios totalmente abomina semejante duda, reputándola como un disparate o desvarío, teniendo de las cosas que comprende con el entendimiento y la recta razón cierta ciencia, aunque muy escasa por causa del cuerpo corruptible, que agrava al alma (porque como dice el Apóstol «en parte sabemos») y en la evidencia de cualquiera materia cree a los sentidos, de los cuales usa el alma por medio del cuerno, porque más infelizmente se engaña quien cree que jamás se les debe dar asenso. Cree, asimismo, en la Sagrada Escritura del Viejo y del Nuevo Testamento, que llamamos canónica, de donde se concibió y dedujo la misma fe con que vive el justo, por la cual sin incertidumbre alguna caminamos mientras andamos peregrinando, ausentes de Dios, y salva ella, sin que con razón nos puedan reprender, dudamos de algunas cosas que no las hemos podido penetrar, ni con el sentido ni con la razón, ni hemos tenido noticia de ellas por la Sagrada Escritura ni por otros testigos a quienes fuera un absurdo y desvarío no dar crédito. CAPITULO XIX Del hábito y costumbres del pueblo cristiano Nada interesa a esta Ciudad el que cada uno siga y profese esta fe en cualquier otro traje o modo de vivir, como no sea contra los preceptos divinos, pues con esta misma fe se llega a conseguir la visión beatífica de Dios, y la posesión de la patria celestial, y así a los mismos filósofos, cuando se hacen cristianos, no los compele a que muden el hábito, uso y costumbre de sus alimentos que nada obstan a la religión, sino sus falsas opiniones. Por eso la diferencia que trae Varrón en el vestir de los cínicos, si no cometen acción torpe o deshonesta, no cuida de ella. Pero en los tres géneros de vida: ocioso, activo y compuesto, de uno y otro, aunque se pueda en cada uno de ellos pasar la vida sin detrimento de la fe y llegar a conseguir los premios eternos, todavía importa averiguar qué es lo que profesa por amor de la verdad y qué es lo qué emplea en el oficio de la caridad. Porque ni debe estar uno de tal manera ocioso que en el mismo ocio no piense ni cuide del provecho de su prójimo, ni de tal conformidad activo, que no procure la contemplación de Dios. En el ocio no le debe entretener y deleitar la ociosidad, sin entender en nada, sino la inquisición, o el llegar a alcanzar la verdad, de forma que cada uno aproveche en ella, y que lo que hallare y alcanzare lo posea y goce y no lo envidie a otro. Y en la acción no se debe pretender y amar la honra de esta vida o el poder, porque todo es vanidad lo que hay debajo del sol, sino la misma obra que se hace por aquella honra o potencia, cuando se hace bien y útilmente; esto es: de manera que valga para aquella salud de los súbditos, que es según Dios, como ya lo declaramos arriba. Por eso cuando dice el Apóstol «que al que desea un obispado es buena obra la que desea», quiso declarar lo que es obispado que nota obra y trabajo, no honra y dignidad. Palabra griega que quiere decir que el que es superior de otros debe mirar por aquellos de quienes es superior y jefe; porque epi quiere decir sobre, y scopos, intención; luego Episcopein debe entenderse de modo que sepa que no es obispo el que gusta de ser superior y no gusta ser de aprovechar. Así, pues, a ninguno prohiben que atienda al estudio de la verdad, el Cual pertenece al ocio loable y bueno; pero el lugar superior, sin el cual no se puede regir un pueblo, aunque se tenga y administre como es debido, no conviene codiciarle y pretenderle. Por lo cual el amor de la verdad busca al ocio santo y la necesidad de la caridad se encarga del negocio justo. Cuando no hay quien le imponga esta carga debe entretenerse en entender sobre la inquisición de la verdad, pero si se la imponen, se debe tomar por la necesidad de la caridad; pero ni aun de esta conformidad debe desamparar del todo el entretenimiento y gusto de la verdad, porque no se despoje de aquella suavidad y le oprima esta necesidad. CAPITULO XX Que los ciudadanos de la ciudad de los santos, en esta vida temporal, son bienaventurados en la esperanza Por lo cual, siendo el sumo bien de la Ciudad de Dios la paz eterna y perfecta, no por la qué los mortales pasan naciendo y muriendo, sino en la que perseveran inmortales, sin padecer adversidad, ¿quién negará o que aquella vida es felicísima o que, en su comparación, ésta que aquí se pasa, por más colmada que esté de los bienes del alma y del cuerpo y de las cosas exteriores, no la juzgue por más que miserable? Con todo, el que pasa ésta, de manera que la enderece al fin de la otra, el cual ama ardientemente, y fielmente espera, sin ningún absurdo se puede ahora llamar también bienaventurado; más por la esperanza de allá que por la posesión de acá. Pero esta posesión sin aquella esperanza es una falsa bienaventuranza y grande miseria, porque no usa de los verdaderos bienes del alma, puesto que no es verdadera sabiduría aquella con que en las cosas que discierne con prudencia y hace con valor, modera con templanza y distribuye con justicia, no endereza su intención a aquel fin, donde será Dios el todo en todas las cosas con eternidad cierta e infalible y perpetua. CAPITULO XXI Si conforme a las definiciones de Escipión, que trae Cicerón en su diálogo, hubo jamás república romana Ya es tiempo que lo más sucinta compendiosa y claramente que pudiéremos, se averigüe lo que prometí manifestar en el libro segundo de e obra, es a saber, que según las definiciones de que usa Escipión en los libros de la república de Cicerón, jamás hubo república romana. Porque brevemente define la república, diciendo que es cosa del pueblo, cuya definición si es verdadera, nunca hubo república romana, porque nunca hubo cosa pueblo, cual quiere que sea la definición de la república. Pues definió pueblo diciendo que era una junta compuesta de muchos, unida con el consentimiento del derecho y la participación de la utilidad común. Y más adelante declara que significa lo que llama consentimiento del derecho; manifestando con esto que sin justicia no puede administrar ni gobernar rectamente la república. Luego donde no hubiere verdadera justicia tampoco podrá haber derecho porque lo que se hace según derecho se hace justamente; pero lo que se ha injustamente no puede hacerse con derecho. Porque no se deben llamar tener por derecho las leyes injustas los hombres, pues también ellos llaman derecho a lo que dimanó y se derivó de la fuente original de la justicia, confesando ser falso lo que suelen decir algunos erróneamente, que sólo es derecho o ley lo que es en favor y utilidad del que más puede. Por lo cual donde no hay verdadera justicia, no puede haber unión ni congregación hombres, unida con el consentimiento del derecho, y, por lo mismo, tampoco pueblo, conforme a la enunciada definición de Escipión o Cicerón. Y si no puede haber pueblo, tampoco cosa de pueblo, sino de multitud, que no merece nombre de pueblo. Y, por consiguiente, si la república es cosa del pueblo, y no es pueblo el que está unido con el consentimiento del derecho y no hay derecho donde no hay justicia, si duda se colige que donde no hay justicia no hay república. Además, la justicia es una virtud queda a cada uno lo que es suyo. ¿Qué justicia, pues, será la del hombre que al mismo hombre le quita a Dios verdadero, y le sujeta a los impuros demonios? ¿Es esto acaso dar a cada uno lo que es suyo? ¿Por Ventura el que usurpa la heredad al que, la compró y la da al que ningún derecho tiene a ella, es injusto, y el que se la quita asimismo a Dios, que es su Señor y el que le crió, y sirve a los espíritus malignos, es justo? Disputan ciertamente con grande vehemencia y vigor en los mismos libros de república contra la justicia, y en favor de ella. Y como se defiende al principio la injusticia contra la justicia, diciendo que la república no se podía conservar ni acrecentar sino por la injusticia, por ser cosa injusta que los hombres sirviesen a hombres que los dominasen; de cuya injusticia necesita usar la ciudad dominadora, cuya república es grande para imperar y mandar en las provincias; respondióse en defensa de la justicia que esto es justo, porque a semejantes hombres les es útil la servidumbre, establecida en utilidad suya cuando se practica bien, esto es, cuando a los perversos se les quita la licencia de hacer mal, viviendo mejor sujetos que libres. Y para confirmar esta razón traen un famoso ejemplo, como tomado de la naturaleza, y dicen así: ¿Por qué Dios manda al hombre, el alma al cuerpo, la razón al apetito y a las demás partes viciosas del alma? Sin duda, con este ejemplo consta que importa a algunos y es útil la servidumbre, y que el servir a Dios lo es a todos. El alma que sirve a Dios muy bien manda al cuerpo, y en la misma alma la razón, que se sujeta a Dios, su Señor, muy bien manda al apetito y a los demás vicios. Por lo cual, siempre que el hombre no sirve a Dios, ¿qué hay en él de justicia? Pues no sirviendo a Dios de ningún modo puede el alma justamente mandar al cuerpo, o la razón humana a los demás vicios, y si en este hombre no hay justicia, sin duda que tampoco la podrá haber en la congregación que consta de tales hombres. Luego no hay aquí aquella conformidad o consejo del derecho que hace pueblo a la muchedumbre, lo cual se dice ser la república. Y de la utilidad con cuyo lazo también une Escipión a los hombres en esta definición para formar el pueblo, ¿qué diré? Pues si bien, lo consideramos, no es utilidad la de los que viven impíamente, como viven todos los que no sirven a Dios y sirven a los demonios, los cuales son tanto más perversos cuanto más deseosos se muestran, siendo espíritus inmundísimos, de que les ofrezcan sacrificios como a dioses. Así pues, lo que dijimos de la conformidad y consentimiento del derecho, pienso que basta para que se eche de ver por esta definición que no es pueblo que merezca llamarse república aquel donde no haya justicia. Si nos respondieren que los romanos en su república no sirvieron a espíritus inmundos, sino a dioses buenos y sanos, ¿acaso será necesario repetir tantas veces una cosa que está ya dicha con bastante claridad, y aun más de la necesaria? Porque, ¿quién hay que haya llegado hasta aquí por el orden de los libros anteriores de esta obra, que pueda todavía dudar de que los romanos sirvieron a los demonios impuros, sino el que fuere, o demasiadamente necio, o descaradamente porfiado? Mas por no decir quiénes sean éstos, que ellos honraban y veneraban con sus sacrificios baste que la ley del verdadero Dios nos dice: «Que al que ofreciese sacrificios a los dioses, y no solamente a Dios, le quitarán la vida. » Así que, ni a los dioses buenos ni malos quiso que sacrificasen el que mandó esto con tanto rigor y bajo una pena tan acerba. CAPITULO XXII Si es el verdadero Dios aquel a quien sirven los cristianos, a quien sólo se debe sacrificar Pero podrían responder, ¿quién es este Dios, o con qué testimonios se prueba ser digno de que le debieran obedecer los romanos, no adorando ni ofreciendo sacrificios a otro alguno de los dioses, a excepción de este nuestro Dios y Señor? Grande ceguedad es preguntar todavía quién es este Dios. Este es el Dios que dijo a Abraham: «En tu descendencia serán benditas todas las gentes.» Lo cual, quieran o no quieran, advierten que puntualmente se cumple en Cristo que, según la carne, nació, de aquel linaje, los mismos enemigos que han quedado de este santo nombre. Este es el Dios cuyo divino espíritu habló por aquellos, cuyas profecías cumplidas en la Iglesia, esparcida por todo el orbe, he referido en los libros pasados. Este es el Dios de quien Varrón, uno de los más doctos entre los romanos, sostiene que es Júpiter, aunque sin saber lo que dice. Lo cual me pareció bien referir, porque Varrón, tan sabio, no pudo imaginar que no existiese este Dios, ni tampoco que era cosa vil, pues creyó que era aquel a quien él tenía por el Sumo Dios. Finalmente, éste es el Dios a quien Porfirio, uno de los más eruditos e instruidos entre los filósofos, aunque enemigo pertinacísimo de los cristianos, por confesión aun de los mismos oráculos de aquellos que él cree que son dioses, confiesa que es grande Dios. CAPITULO XXIII Las respuestas. que refiere Porfirio dieron de Cristo los oráculos de los dioses Porque en los libros que llama teologías filosóficas, en los cuales examina y refiere las divinas respuestas en las materias tocantes a la filosofía (y empleo sus mismas palabras traducidas del griego al latín), dice que, preguntándole uno de qué dios se valdría para poder desviar a su mujer de la religión de los cristianos, respondió Apolo con unos versos que comprenden estas palabras, como si fueran de Apolo: «Antes podrás escribir en el agua o aventando las ligeras plumas, como una ave, volar por el aire, que separes de su propósito a tu impía mujer, una vez que se ha profanado. Déjala, como apetece, perseverar en sus vanos engaños, y celebre con inútiles lamentaciones a su Dios muerto, a quien la sentencia de jueces rectos y celosos de la justicia quitó la vida a los golpes del hierro con una muerte, entre las públicas, la más afrentosa.» Después, a consecuencia de estos versos de Apolo, que sin guardar el metro se han traducido, añade él: «En esto sin duda declaró la irremediable sentencia de los cristianos, al decir que los judíos conocen más a Dios qué ellos.» Ved aquí cómo, rebajando a Cristo, antepuso los judíos a los cristianos, confesando que los judíos conocen a Dios. Porque así explicó los versos de Apolo, dónde dice que fue muerto Cristo por jueces rectos y celosos de la justicia, como si, juzgando los judíos rectamente, le hubieran condenado con justo motivo. Sea lo que fuere de este oráculo falso, lo que el mentiroso sacerdote de Apolo dice de Cristo, y lo que Porfirio creyó, o quizá lo que este mismo fingió haber dicho el sacerdote, tal vez haber pensado en ello, ya remos cuán constante es este filósofo en lo que dice, o cómo hace que concuerden entre sí los oráculos. En efecto; dice aquí que los judíos como gente que conoce a Dios, juzgaron rectamente de Cristo, sentenciándole a la muerte más afrentosa. Luego debiera mirar lo que el Dios de los judíos, a quien honra con su testimonio, dice: «Que al que sacrificare a los dioses, y no solamente a Dios, le quite la vida. » Pero vengamos ya a la explanación de asuntos más claros, y veamos cuán grande y poderoso confiesa ser el Dios de los judíos. Preguntado Apolo cuál era mejor, el Verbo o la ley, respondió, dice, en verso, lo que sigue: Y después pone los versos de Apolo, entre los cuales se contienen éstos, por tomar sólo de ellos lo suficiente. «Pero, Dios, nos dice, es rey engendrador, rey, ante todas las cosas, de quien tiemblan el cielo, la tierra y el mar y tienen temor los abismos de los infiernos, y los mismos dioses, cuya ley es el Padre a quien adoran y reverencian los santísimos hebreos.» Por este oráculo de su dios Apolo, dijo Porfirio que era tan grande el Dios de los hebreos, que temblaban de él los mismos dioses. Habiendo, pues, dicho este Dios que incurría en pena de muerte el que sacrificase a los dioses, me admiro cómo el mismo Porfirio, ofreciendo sacrificios a los dioses, no temió su última ruina. Dice también este filósofo algunos elogios de Cristo como olvidado aquella ignominia, de que poco antes tratamos, o como si soñaran sus dioses cuando decían mal de Cristo, y al despertar conocieran que era bueno y con razón le alabaran. En efecto: como fuera cosa admirable, «parecerá, dice, a algunos cosa extraña e increíble que voy a decir: que los dioses declararon a Cristo por Santísimo y que se hizo inmortal, y hacen mención de él llenándole de alabanzas. Pero de los cristianos dicen que son profanos, que están envueltos e implicados en errores, y publican de ellos otras muchas blasfemias semejantes a éstas.» Después pone oráculos de los dioses, que abominan y blasfeman de los cristianos, y añade: «Pero de Cristo, a los que preguntaban si era Dios, respondió Hécate: Ya sabes la serie y proceso del alma inmortal después que ha dejado el cuerpo, y cómo la que se apartó de la sabiduría siempre andaba errando. Aquella alma es de un varón excelentísimo en santidad; a ella adoran y respetan los que andan lejos de la verdad.» Después de las palabras de este oráculo, pone las suyas, y dice: «Así, pues, le llamó varón santísimo, y que su alma, como la de los santos, después de muerto, fue a gozar de la inmortalidad, y que a ésta adoran los cristianos que andan errados.» Y preguntando, dice: «¿Por qué motivo fue, pues, condenado? Respondió la diosa con oráculo: Aunque el cuerpo está siempre sujeto a los tormentos que le combaten, sin embargo, el alma está en la morada celestial de los santos. Pero aquella alma dio ocasión fatalmente a las otras almas (a quienes los hados no concedieron que alcanzasen los dones de los dioses, ni tuvieron noticia del inmortal Júpiter) que se implicasen en error. Así que son los cristianos aborrecidos de los dioses, porque a los que el hado no permitió conocer a Dios, ni recibió los dones de los dioses, fatalmente les dio Cristo causa para que se enredasen con errores. Pero él fue piadoso, y como los piadosos fue al cielo, por lo que no blasfemarás de éste, antes bien te compadecerás de la demencia de los hombres y del peligro de que aquí nace para ellos tan fácil y tan próximo a precipitarlos en el abismo.» ¿Quién hay tan ignorante que no advierta que estos, oráculos, o los fingió algún hombre astuto, acérrimo antagonista de los cristianos, o por algún otro motivo semejante respondieron así los impuros demonios, para que alabando primero a Cristo, persuadan que con verdad vituperan a los cristianos, y de esta manera, si pudieran, atajen y cierren el camino de la salud eterna, que es en el que se hace cada uno cristiano? Porque les parece que no contradice a la astucia que usan de mil maneras de engañar, que les crean cuando alaban a Cristo, con tal que les crean también cuando vituperan a los cristianos; á fin de que al que creyere lo uno y lo otro, le haga alabar a Cristo, sin que quiera ser cristiano. De esta manera, aunque alabe el nombre de Cristo, no le libra Cristo del dominio de los demonios; porque alaban a Cristo de forma qué quien creyere que es como ellos nos le predican, no será verdadero cristiano, sino hereje fotiniano, que conoce a Cristo sólo como hombre y no como Dios, y por eso no puede ser salvado por él ni salir de los lazos de estos demonios, que no sabe decir verdad. Pero nosotros, ni podemos aprobar a Apolo cuando vitupera a Cristo, ni a Hecate cuando le alaba, pues el uno quiere que tengamos a Cristo por inicuo y pecador, pues que dice que le condenaron a muerte jueces rectos; y la otra, que le tengamos por hombre piadosísimo, pero por hombre solamente. Igual es la intención de los dos para que no quieran hacerse los hombres cristianos; porque, no siendo cristianos no se podrán librar de su poder. Pero este filósofo, o, por mejor decir, los que dan crédito a semejantes oráculos contra los cristianos, hagan primero, si pueden, que concuerden entre sí Hécate y Apolo sobre Cristo; que, o le condenen los dos, o le alaben también ambos. Y aunque lo hicieran, abominaremos de los engañosos demonios, así cuando elogian como cuando baldonan a Cristo. Pero como su dios y su diosa discordan entre si sobre Cristo, el uno vituperándole y la otra ensalzándole, cuando blasfeman de los cristianos no les deben creer los hombres si los hombres sienten rectamente. Cuando Porfirio o Hécate, alabando a Cristo, dicen que Él mismo dio fatalmente a los cristianos motivo para que se implicasen en error, descubre y manifiesta las causas, según él imagina, del mismo error, los cuales, antes que las declare según sus palabras, pregunto si dio Cristo fatal mente a los cristianos causa para enredarse e implicarse en error o si lo dio con su voluntad. En este caso cómo es justo? Y en aquél, ¿cómo es bienaventurado? Pero veamos ya las causas que del error. «Hay -dice- unos espíritus terrenos, mínimos en la tierra sujetos a la potestad de malos demonios. A estos tales, los sabios de los hebreos (entre los cuales fue uno es Jesús, como lo has oído de boca del oráculo divino de Apolo, que referí arriba), a estos demonios pésimos y espíritus menores prohibían los sabios los hebreos que acudiesen los hombres temerosos de Dios y les vedaban ocuparse en su servicio, prefiriendo que venerasen a los dioses celestiales y mucho más a Dios Padre. Y esto mismo -dice- lo ordenan los dioses, y arriba lo manifestamos, como cuando nos advierten que tengamos cuenta con Dios, y mandan que siempre le reverenciemos. Pero los ignorantes e impíos, a quienes verdaderamente no concedió el hado que alcanzasen de los dioses sus dones ni que tuviesen noticia del inmortal Júpiter, sin querer atender ni a los dioses ni a los hombres divinos, dieron de mano a todos los dioses, y a los demonios prohibidos, no sólo no los quisieron aborrecer, sino que los veneraron y adoraron. Fingiendo que adoran a Dios, dejan de hacer precisamente las acciones por las cuales se adora a Dios. Porque Dios, como autor y padre de todos, de ninguno tiene necesidad; pero es bien para nosotros que le honremos con la justicia y castidad y con las demás virtudes, haciendo que nuestra vida sea una oración que le esté pidiendo continuamente la imitación de sus perfecciones e inquisición de la verdad. Porque la inquisición -dice- purifica y la imitación deifica el afecto, ensalzando las obras de Dios.» Muy bien habla de Dios Padre, y nos dice las costumbres y ritos con que debemos reverenciar, y de estos preceptos están llenos los libros proféticos de los hebreos cuando mandan o elogian la vida de los santos. Pero en lo tocante a los cristianos, tanto yerra o tanto calumnia, cuanto quieren los demonios que él tiene por dioses, como si fuera dificultoso traer a la memoria las torpezas y disoluciones que se hacían en el culto y reverencia de los dioses en los teatros y templos, y ver lo que se lee, dice y oye en las iglesias, o lo que en ellas se ofrece a Dios verdadero, y deducir de eso dónde está la edificación y dónde la destrucción de las costumbres. ¿Quién le dijo o le pudo inspirar, sino el espíritu diabólico, tan vana y manifiesta mentira como la de que a los demonios, que prohiben adorar los Hebreos, los cristianos antes lo reverencian que aborrecen? Al contrario, el Sumo Dios, a quien adoraron los sabios de los hebreos, aun a los ángeles del cielo y virtudes de Dios (a quienes como ciudadanos, en esta nuestra peregrinación mortal, respetamos y amamos), nos veda que les sacrifiquemos, notificándolo rigurosamente en la ley que dio a su pueblo hebreo, e intimándonos con terribles amenazas «que el que sacrificare a los dioses perderá la vida». Y para que ninguno entendiese que la ley mandaba que no sacrificasen a los demonios pésimos y espíritus terrenos, a quien éste llama mínimos o menores (porque también a éstos en las Escrituras Santas los llaman dioses, no de los hebreos, sino de los gentiles, lo cual con toda claridad lo pusieron los setenta intérpretes en el Salmo, diciendo «que todos los dioses de los gentiles son demonios»), pata que ninguno, repetimos, pensase que la ley prohibía sacrificar a estos demonios terrenos, pero que lo permitía a los celestiales, a todos, o a algunos, seguidamente añadió «sino a Dios solo»; esto es: sino solamente a Dios; porque no piense acaso alguno que la frase a Dios sólo s entiende el Dios Sol a quien se debe sacrificar, y que no deba entenderse así se ve bien claro en el texto griego. El Dios de los hebreos, a quien honra con relevante testimonio este ilustre filósofo, dio ley a su pueblo hebreo escrita en idioma hebreo, cuya ley no es oscura ni desconocida, sino que está esparcida ya y divulgada por todas las naciones, y en ella esta escrito: «Que el que sacrificare a los dioses y no sólo a Dios, morirá indispensablemente.» ¿Qué necesidad hay de qué en esta ley y en sus profetas andemos a caza de muchas particularidades que se leen a este propósito, pero que digo yo andar a caza, pues que no son dificultosas ni raras, sino que andemos recogiendo las fáciles, y que se ofrecen a cada paso, y las pongamos en este discurso, para los que ven más clara que la luz que el sumo y verdadero Dios quiso que á ninguno otro se ofreciesen sacrificios que al mismo Dios y Señor? Ved, pues, a lo menos esto, que brevemente, o por mejor decir, grandiosamente con amenaza, pero con verdad, dijo aquel Dios, a quien los más doctos que se conocen entre ellos celebran con tanta excelencia; óiganlo, témanlo, obedézcanlo, porque los desobedientes no les comprenda la pena y amenaza de muerte: «El que sacrificare -dice- a los dioses y no solamente a Dios, morirá.» No porque el Señor necesite de nadie, sino porque nos interesa el ser cosa suya. Así se canta en la Sagrada Escritura de los hebreos: «Dije al Señor: tú eres mi Dios, porqué no tienes necesidad de mis bienes.» Y el sacrificio más insigne y mejor que tiene este Señor somos nosotros mismos. Esto mismo es su ciudad, y el misterio de este grande asunto celebramos con nuestras oblaciones, como lo saben los fieles, así como lo hemos ya visto en los libros anteriores. Los oráculos del cielo declararon a voces por boca de los profetas hebreos que cesarían las víctimas ofrecidas por los judíos. en sombra de lo futuro, y las naciones, desde donde nace hasta donde se pone el sol, ofrecerían un solo sacrificio, como observamos ya que lo practican. De estos oráculos hemos citado algunos, cuantos parecieron bastantes, y los hemos ya insertado en esta obra. Por tanto, donde no hubiere la justicia, de que según su gracia, un solo y sumo Dios mande a la ciudad que le esté obediente, no sacrificando a otro que al mismo Dios, y con esto en todos los hombres de esta misma ciudad, obedientes a Dios, con orden legitimo, el alma mande al cuerpo y la razón a los vicios, para que todo el pueblo viva, se sustente y posea la fe como vive y la posee un justo que obra y se mueve con el amor y caridad con que el hombre ama a Dios como se debe y a su prójimo como a sí mismo; donde no hay esta justicia, repito, sin duda que no hay congregación de hombres, unida por la conformidad en las leyes y derecho, y con la comunión, de la utilidad y bien común, y no habiéndola no hay pueblo; y si es verdaderamente ésta la definición del pueblo, tampoco habrá república, porque no hay cosa del pueblo donde no hay pueblo. CAPITULO XXIV Con qué definición se pueden llamar legítimamente, no sólo los romanos, sino también los otros reinos, pueblo y república Si definiésemos al pueblo; no de ésta, sino de otra manera, como si dijésemos: el pueblo es una congregación de muchas personas, unidas entre sí con la comunión y conformidad de los objetos que ama, sin duda para averiguar que hay un pueble será menester considerar las cosas que urna y necesita. Pero sea lo que fuere, lo que ama, si es congregación compuesta de muchos, no bestias, sino criaturas racionales, y unidas entre sí con la comunión y concordia de las cosas que ama, sin inconveniente alguno se llamará pueblo, y tanto mejor cuanto la concordia fuese en cosas mejores, y tanto peor cuanto en Peores. Conforme a ésta nuestra definición, el pueblo romano es pueblo, y su asunto principal sin duda alguna es la república. Pero qué sea lo que aquel pueblo haya amado en sus primeros tiempos, y qué en los que fueron sucediendo y cuál su vida y costumbres, con las que llegando a las sangrientas sediciones, y de allí a las guerras sociales y civiles, rompió y trastornó la misma concordia, que es en cierto modo la vida y salud del pueblo, nos lo dice la historia, de la cual extractamos muchas particularidades en los libros precedentes. Pero no por eso diré que no es pueblo, ni que su asunto primario no es la república, entre tanto que se conservare cualquiera congregación organizada y compuesta de muchas personas, unida entre sí con la comunión y concordia de las cosas que ama. Lo que he dicho de este pueblo y de esta república, entiéndase dicho de la de los atenienses, o de otra cualquiera de los griegos, y lo mismo de la de los egipcios, y de aquella primera Babilonia de los asirios, cuando en sus repúblicas estuvieron sus imperios grandes o pequeños, y eso mismo de otra cualquiera de las demás naciones. Porque generalmente la ciudad de los impíos, donde no manda Dios y ella le obedece, de manera que no ofrezca sacrificio a otros dioses sino a él solo, y por esto el ánimo mande con rectitud y fidelidad al cuerpo, y la razón a los vicios carece de verdadera justicia. CAPITULO XXV Que no puede haber, verdadera virtud donde no hay verdadera religión Por más loablemente que parezca que manda el alma al cuerpo, y la razón a los vicios, si el alma y la misma razón no sirven a Dios, así como lo ordenó el Señor que debían servirle, de ningún modo manda ni dirige bien al cuerpo y a los vicios. ¿De qué cuerpo y de qué vicios puede ser señora el alma que no conoce al verdadero Dios, ni está sujeta a sus altas disposiciones, sino rendida, para ser corrompida y profanada por los viciosísimos demonios? Por lo cual las virtudes que le parece tener, por las cuales manda al cuerpo y a los vicios, para alcanzar alguna cosa, si no las refiere a Dios, más son vicios que virtudes. Porque aunque algunos opinan que las virtudes son verdaderas y honestas cuando se refieren a sí mismas, y no se desean por otro fin, con todo también en tal caso tienen su hinchazón y soberbia, y, por tanto, no se deben estimar por virtudes, sino por vicios. Porque así como no procede de la carne, sino que es superior a la carne, lo que hace vivir a la carne; así no viene del hombre, sino que es superior al hombre, lo que hace vivir bienaventuradamente al hombre, y no sólo al hombre, sino también a cualquiera potestad y virtud celestial. CAPITULO XXVI De la paz que tiene el pueblo que no conoce a Dios de la cual se sirve el pueblo de Dios, mientras peregrina en este mundo Así como la vida de la carne es el alma, así la vida bienaventurada del hombre es Dios, de quien dicen los sagrados libros de los hebreos: «Bienaventurado es el pueblo cuyo Señor es su Dios.» Luego miserable e infeliz será el pueblo que no conoce a este Dios. Sin embargo, este pueblo ama también cierta paz que no se debe desechar, la cual no la tendrá al fin, porque no usa y se sirve de ella bien antes del fin. Pero goza de ella en esta vida, y también nos interesa a nosotros, porque entre tanto que ambas ciudades andan juntas y mezcladas, usamos también nosotros y nos servimos de la paz de Babilonia, de la cual se libra el pueblo de Dios por la fe, de forma que entre tanto anda peregrinando en ella. Por eso advirtió el Apóstol a la Iglesia que hiciese oración a Dios por sus reyes y por los que están constituidos en algún cargo o dignidad pública, añadiendo: «Para que pasemos la vida quieta y tranquila, con toda piedad y pureza.» Y el profeta Jeremías, anunciando al antiguo pueblo de Dios cómo habla de verse en cautiverio, mandándoles de parte de Dios que fuesen de buena gana y obedientes a Babilonia, sirviendo también a Dios con esta conformidad y resignación, igualmente les advirtió y exhortó, a que orasen por ella, dando inmediatamente la razón, «porque en la paz de esta ciudad, dice, gozaréis vosotros de la vuestra»; es á saber, de la paz temporal y común a los buenos y a los malos. CAPITULO XXVII De la paz que tienen los que sirven a Dios, cuya perfecta tranquilidad se puede con, seguir en esta vida temporal La paz, que es la propia de nosotros, no sólo la disfrutamos en esta vida con Dios por la fe, sino que eternamente la tendremos con él, y la gozaremos, no ya por la fe, ni por visión sino claramente. Pero en la tierra paz, así la común como la nuestra propia, es paz; de manera que es más consuelo de la nuestra miseria que gozo de la bienaventuranza. Y la misma justicia nuestra, aunque es verdadera, por el fin del verdadero bien a quien refiere, con todo en esta vida es de tal conformidad, que más consta de la remisión de los pecados que de la perfección de las virtudes. Testigo es de esta verdad la oración que hace toda la Ciudad de Dios que es peregrina en la tierra, pues por todos sus miembros dama a Dios: «Perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Oración que tampoco es eficaz para aquellos cuya fe sin obras muerta, sino para aquellos cuya fe obra y se mueve por caridad. Pues aunque la razón esté sujeta a Dios, con todo en esta condición mortal y cuerpo corruptible que agrava y oprime el alma, no es ella perfectamente señora de los vicios, y por eso tiene necesidad los justos de hacer semejante oración. Porque, en efecto, aunque parezca que manda, de ningún modo, manda, es señora de los vicios sin contraste repugnancia. Sin duda aparece en es cierta flaqueza, aun al que es valeroso y pelea bien, y aun al que es señor de tales enemigos vencidos ya y rendidos; de donde viene a pecar, si no tan fácilmente por obra, a lo menos por palabra, que ligeramente resbala, o con el pensamiento, que sin repararlo, vuela. Por lo cual, mientras hay necesidad de mandar y moderar a los vicios, a puede haber paz íntegra ni plena, pues los vicios que repugnan no se vence sin peligrosa batalla; y de los vencidos no triunfamos con paz segura, sino que todavía es indispensable reprimirlos con solícito y cuidadoso imperio. En estas tentaciones, pues (de todas las cuales brevemente dice la Sagrada Escritura «que la vida del hombre está llena de peligros y tentaciones sobre la tierra»), ¿quién habrá que presuma que vive de manera que no tenga necesidad de decir a Dios perdónanos nuestras deudas, sino algún hombre soberbio? No un hombre grande, sino algún espíritu altivo, hinchado y presumido, a quien justamente se opone y resiste el que concede su divina gracia a los humildes. Por lo mismo dice la Escritura: «Que Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia.» Así que en esta vida, la justicia que puede tener a cada uno es que Dios mande al hombre que le es obediente, el alma al cuerpo y la razón a los vicios, aunque repugnen, o sujetándolos, o resistiéndolos; y que así le pidamos al mismo Dios gracia meritoria y perdón de las culpas, dándole acción de gracias por los bienes recibidos. Pero en aquella paz final, a la que debe referirse, y por la que se debe tener esta justicia, estando sana y curada con la inmortalidad e incorruptibilidad, y libre ya de vicios la naturaleza, ni habrá objeto que a ninguno de nosotros nos repugne y contradiga, así de parte de otro como de sí mismo; ni habrá necesidad de que mande y rija la razón a los vicios, porque no los, habrá, sino que mandará Dios al hombre, y el alma al cuerpo, y habrá allí tanta suavidad y facilidad en obedecer cuanta felicidad en el vivir y reinar. Esto allí en todos, y en cada uno será eterno, y de que es eterno estará cierto; por eso la paz de esta bienaventuranza, o la bienaventuranza de esta paz, será el mismo Sumo Bien. CAPITULO XXVIII Qué fin han de tener los impíos Pero, al contrario, la miseria de los que no pertenecen a esta ciudad será eterna, a la cual llaman también segunda muerte. Porque ni el alma podrá decirse que vive allí, pues estará privada de la vida de Dios, ni tampoco el cuerpo, puesto que estará sujeto a los dolores y tormentos eternos. Y será más dura e intolerable esta segunda muerte, porque no se podrá acabar la infelicidad de este estado con la misma muerte. Mas, porque así como la miseria es contraria a la bienaventuranza, y la muerte a la vida, así también parece que la guerra es contraria a la paz. Con razón puede preguntarse que, pues hemos celebrado la paz que ha de haber en los fines de los bienes, ¿qué guerra y de qué calidad será, por el contrario, la que ha de haber en los fines de los males? El que hace esta pregunta advierta y considere qué es lo que hay dañoso en la guerra, y verá que no es otra cosa que la adversidad y conflicto que tienen las cosas entre sí. ¿Qué guerra puede imaginarse más grave y más penosa que aquella en que la voluntad es tan adversa a la pasión, y la pasión tan opuesta a la voluntad, que con la victoria de ninguna de ellas pueden fenecer semejantes enemistades, y donde de tal manera combate con la naturaleza del cuerpo la violencia del dolor que jamás el uno cede y se rinde al otro? Porque aquí, cuando acontece esta lucha, o vence el dolor, y la muerte nos priva del sentido, o perseverando la naturaleza, vence, y la salud nos quita el dolor. Pero en la vida futura el dolor permanece para afligir y la naturaleza persevera para sentir, porque lo uno ni lo otro falta ni se acaba, para que no acabe la pena. Como a estos fines de los bienes y de los males, los unos que deben desearse, y los otros huirse, mediante el juicio final, han de pasar a los unos los buenos y a los otros los malos, trataré de dicho juicio final, con el favor de Dios, en el libro siguiente.


 
Libro Vigésimo: El Juicio Final CAPITULO PRIMERO Que aunque Dios en todos tiempos juzga, en este libro señaladamente se trata de su último juicio Habiendo de tratar del último día del juicio de Dios, con los eficaces auxilios del Señor, y de confirmarlo y defenderlo contra los impíos e incrédulos, debemos primeramente sentar, como fundamento sólido de tan elevado edificio, los testimonio divinos. Los que no quieren prestarles su asenso procuran impugnarlos con razones fútiles, humanas, falsas y seductoras, a fin de probar que significan otra cosa las autoridades que citamos de la Sagrada Escritura, o negar del todo que nos lo dijo y anunció Dios. Porque, en mi concepto, no hay hombre mortal que los examine, según se halIan declarados, y creyere que los profirió el sumo y verdadero Dios por medio de sus siervos, que no les reconozca autenticidad y veracidad, ya los confiese con la boca, ya por algún vicio propio, se ruborice o tema confesarlo; ya pretenda defender obstinadamente con una pertinacia rayan a en demencia lo que cree ser cierto. Lo que confiesa y aprueba toda la Iglesia del verdadero Dios: que Cristo ha de descender de los cielos a juzgar a los vivos y a los muertos, éste decimos será el último día del divino juicio, es decir, el último tiempo. Porque aunque no es cierto cuántos días durará este juicio, ninguno ignora, por más ligeramente que haya leído la Sagrada Escritura, que en eIla se suele poner el día por el tiempo. Cuando decimos el día del juicio de Dios, añadimos el último o el postrero, porque también al presente juzga, y desde el principio de la creación del hombre juzgó, desterrando del Paraíso y privando del sazonado fruto que producía el árbol de la vida a los primeros hombres, por la enorme culpa que cometieron; y también juzgó: «Cuando no perdonó a los ángeles transgresores de sus divinas leyes», cuyo príncipe, pervertido por sí mismo, con singular envidia pervierte a los hombres; ni sin profundo, impenetrable y justo juicio de Dios, lo mismo en el cielo aéreo, que en la tierra, la miserable vida, así de los demonios como de los hombres, está tan colmada de errores y calamidades; Pero aun cuando ninguno pecara, no sin recto y justo juicio conservara Dios en la eterna bienaventuranza todas las criaturas racionales que con perseverancia se hubieran unido con su Señor. Juzga también, no sólo al linaje de los demonios y de los hombres, condenándolos a que sean infelices por el mérito de los primeros pecadores, sino las obras propias que cada uno hace mediante el libre albedrío de su voluntad. Porque también los demonios ruegan en el infierno que no los atormenten; y, ciertamente, que no sin justo motivo, no se les perdona, mas, según su maldad, se da a cada uno su respectivo tormento y pena. Y los hombres, casi siempre clara y a veces ocultamente, pagan siempre por juicio de Dios las penas merecidas por sus culpas, ya sea en esta: vida, ya después de la muerte, aunque no hay hombre que proceda bien y con rectitud sin auxilios y favor divino, ni hay demonio ni hombre que haga mal sin el permiso del divino y justo juicio de Dios, pues, como dice. el Apóstol: «No hay injusticia en Dios», y como añade en otro lugar: «Incomprensibles son los juicios de Dios e investigables sus altas disposiciones.» No trataremos, pues, en este libro de aquellos primeros juicios de Dios ni de estos medios, sino que, con el favor e ilustración del Espíritu Santo, hablaremos del último juicio cuando Cristo ha de venir del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos. Este día propiamente se llama del juicio, porque No habrá lugar en él para la queja o querella de los ignorantes de que por qué el malo es feliz y el bueno infeliz. Entonces solamente la de los buenos será tenida por verdadera y cumplida felicidad y la de los malos por digna y suma infelicidad. CAPITULO II De la variedad de las cosas humanas, en las cuales no podemos decir que falta el juicio de Dios, aunque no lo alcance nuestro discurso. Pero ahora no sólo aprendernos a llevar con paciencia los males, que padecen y sufren también los buenos, sino a estimar en mucho los bienes, lo que consiguen igualmente los malos, y así, aun en las cosas donde no advertimos la justicia divina, se hallan documentos divinos para nuestra salud. Porque ignoramos por qué juicio de Dios el que es bueno es pobre, y el que es malo es rico; que éste viva alegre, de quien pensarnos que por su mala vida debiera estar consumido de tristeza, y que ande melancólico el otro, cuya loable vida nos persuade que debiera vivir alegre; que el inocente salga de los tribunales, no sólo sin que se le dé la justicia que merece su causa, sino condenado, ya sea oprimido por la iniquidad del juez, ya convencido con testigos falsos, y que, por el contrario, su rival, perverso en realidad, salga, no sólo sin castigo, sino que, libre y triunfando, se burle y mofe de él; que el malo disfrute de una salud robusta y al bueno le consuman los achaques y dolencias; que los jóvenes bandidos que roban y saltean anden muy sanos y que los que a ninguno supieron ofender, ni aun de palabra, los veamos afligidos con varias molestias y horribles enfermedades; que a los niños que fueran útiles en el mundo no los permita la muerte lograr la vida y que los que parece que no debieran ni nacer gocen y vivan dilatados años; que al que está cargado de culpas y excesos le eleven a honras y dignidades. Y que el que es irreprensible en su conducta esté oscurecido en las- tinieblas del deshonor, y todo lo demás que se experimenta semejante a estas desigualdades, que sería imposible resumir y relatar aquí. Si esto tuviera en su sinrazón constancia, de forma que en esta vida (en la cual el hombre, como dice el real Profeta, «se ha hecho un retrato de la vanidad y sus días Se pasan como sombra») no gozasen de estos bienes transitorios y terrenos sino los malos, ni tampoco padeciesen semejantes males sino los buenos, pudiérase referir esto al justo o al benigno juicio de Dios, a fin de que los que no habían de que los que no habían de gozar de los bienes eternos, considerándose bienaventurados con los temporales, o quedasen burlados o engañados por su culpa y malicia, o por la misericordia de Dios les sirviesen de algún consuelo; y los que no habían de sufrir los tormentos eternos fuesen en la tierra afligidos por sus pecados, cualesquiera que fuesen, o por pequeños que fuesen o fueran ejercitados con los males, para la perfección de las virtudes. Pero como ahora no sólo a los buenos les sucede mal y a los males bien, lo cual nos parece injusto, sino que también a los malos muchas veces les sucede mal y a los buenos bien, vienen a ser más incomprensibles los juicios de Dios y sus altas disposiciones más difíciles de penetrar. Por eso, aunque no sepamos la razón por qué Dios hace semejantes cosas, o por qué permite que se hagan, habiendo en él suma potencia, suma sabiduría y suma justicia, y no habiendo ninguna flaqueza, ninguna temeridad y ninguna injusticia, sin embargo, con esto nos da saludables documentos para que no estimemos en mucho los bienes o los males que vemos son comunes a los buenos y a los malos, y para que busquemos los bienes que son propios de los buenos y huyamos particularmente aquellos males que son propios de los malos. Pero cuando estuviéremos en aquel juicio de Dios, cuyo tiempo unas veces se llama con grande propiedad el día del juicio y otras el día del Señor, echaremos de ver que no sólo lo que entonces se juzgare, sino también todo lo que hubiere juzgado desde el principio del mundo, y lo que todavía se hubiere de juzgar hasta aquel día, ha sido con equidad y justicia. Donde asimismo advertiremos con cuán justo juicio de Dios sucede que se le escondan ahora y pasen por alto al sentido y juicio humano tantos, y casi todos los juicios de Dios, aunque en este particular no se los esconda a los fieles, que es justo lo que se les oculta y no pueden penetrar. CAPITULO III Qué es lo que dijo Salomón en el libro del «Eclesiastés» de las cosas que son comunes en esta vida a los buenos y los malos En efecto; Salomón, aquel sapientísimo rey de Israel, que reinó en Jerusalén, así comenzó el libro que se intitula el Eclesiastés, y es uno de los que tienen los judíos comprendidos en el Canon de los libros sagrados: «Vanidad de vanidades, y todo vanidad ¿Qué cosa importante saca el hombre de todo el trabajo que emplea debajo del sol?» Y enlazando con esta sentencia todo lo demás que allí dice refiriendo las penalidades y errores de esta vida, y cómo corre y pasa en el ínterin el tiempo, en el que no se posee cosa que sea sólida ni estable; entre aquella vanidad de las cosas criadas debajo del sol, se queja también, ea cierto modo, de que «haciendo tanta ventaja la sabiduría a la ignorancia cuanta la hace la luz a las tinieblas y siendo el sabio perspicaz y prudente y el necio e ignorante ande a oscuras a ciegas con todo, todos corran una misma fortuna en esta vida que se pasa debajo del sol»; significándonos, en efecto, que los males que vemos son comunes a los buenos y a los malos. Dice también de los buenos que padecen calamidades como si fueran malos, y que éstos, como si fueran buenos, gozan de los bienes, con estas palabras: «Hay otra vanidad, dice, de ordinario en la tierra: que hay algunos justos a quienes sucede como si hubieran vivido como impíos, y hay algunos impíos a quienes sucede como si hubieran vivido como justos, lo que lo tuve asimismo por vanidad.» Y para intimarnos y notificarnos esta vanidad en cuánto le pareció suficiente, consumió el sapientísimo rey todo este libro, y no con otro fin sino con el de que deseemos aquella vida que no tiene vanidad debajo del sol, sino que tiene y manifiesta la verdad debajo de aquel que crió este sol. Con esta vanidad, pues, ¿acaso no se desvanecería el hombre, que vino a ser semejante a la misma vanidad, si no fuera por justo y recto juicio de Dios? Con todo, durante el tiempo de esta su vanidad, importa mucho si resiste u obedece a la verdad, y si está ajeno de la verdadera piedad y religión, o si participa de ella, no con fin de adquirir y gozar de los bienes de esta vida, m por huir de los males que pasan, sino por el juicio que ha de venir, por cuyo medio no sólo los buenos llegarán a tener los bienes, sino también los malos los males perpetuos y perdu rables. Finalmente, este sabio concluye dicho libro en tales términos, que viene a decir: «Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es ser un hombre cabal y perfecto, pues todo lo que pasa en la tierra, bueno o malo, lo pondrá Dios en tela de juicio, aun lo más despreciado.» ¿Qué pudo decirse más breve, más verdadero y más importante? Temerás, dice, a Dios, y guardarás sus mandamientos, porque esto es todo el hombre. Pues cualquiera que obrare así, sin duda que es fiel observante de los mandatos de Dios, y el que esto no es, nada es, puesto que no se acomoda a la imagen de la verdad, sino que queda en la semejanza de la vanidad. Porque toda esta obra, esto es, todo cuanto hace el hombre en esta vida, o bueno o malo, lo pondrá Dios en tela de juicio, aun lo más despreciable y aun al más despreciado, esto es, a cualquiera que, nos parece aquí despreciado, y por eso pase aquí inadvertido, porque a éste también le ve Dios y no le desprecia, ni cuando juzga se le pasa entre renglones sin hacer caso de él. CAPITULO IV Que para tratar del juicio final de Dios se alegarán, primero los testimonios del Testamento Nuevo, y después, los del Viejo Los testimonios que pienso citar en confirmación de este último juicio de Dios los tomaré primeramente del Testamento Nuevo, y después alegaré los del Viejo; pues aunque los antiguos sean primeros en tiempo, deben preferirse los nuevos por su dignidad, porque los viejos son pregones que se dieron de los nuevos. Así que, ante todo, aduciremos los nuevos, y para su mayor confirmación extractaremos también algunos de los viejos. Entre éstos se numeran la ley y los profetas, y entre los nuevos el Evangelio y las letras y escritos apostólicos. Por eso dice San Pablo: «que por la ley se nos manifestó el conocimiento del pecado; pero que ahora sin la ley se nos ha demostrado la justicia de Dios, la cual nos pregonaron y testificaron la ley y los profetas, y la justicia de Dios es la que se nos da por fe de Jesucristo a todos cuantos crecen en él». Esta justicia de Dios pertenece al Nuevo Testamento, y tiene su testimonio y comprobación en el Viejo, esto es, en la ley y los profetas, por lo que pondremos primero la causa, después alegaremos los testigos. Es orden es también el que Jesucristo nos muestra debemos observar, cuando dijo «que el doctor que es sabio para predicar el reino de Dios, es semejante a un padre de familia que de su despensa o tesoro hace sacar lo nuevo lo viejo». No dijo lo viejo y lo nuevo como lo hubiera dicho, sin duda, si no quisiera guardar mejor el orden de los méritos que el de los tiempos. CAPITULO V Con qué autoridades de nuestro Salvador se nos declara que ha de haber juicio divino al fin del mundo Reprendiendo el mismo Salvador las ciudades en donde había practicas y obrado grandes virtudes, prodigios milagros, y, sin embargo, no había creído, y anteponiendo a éstas las cualidades de los gentiles, dice así: «verdad os digo, con menos rigor ser tratadas las ciudades de Tiro y Sidón el día del juicio que vosotros». Y poco después, hablando con otra ciudad «En verdad te digo que con menos rigor y más blandura se procederá con la tierra de los de Sodoma el día del juicio que contigo.» En este texto, evidentemente, declara que ha de venir día del juicio; y en otra parte: «Los ninivitas, dice, se levantarán el día del juicio contra esta gente y la condenarán porque hicieron penitencia con predicación de Jonás, y ved aquí otro que es más que Jonás. La reina del Austro se levantará el día del juicio contra esta gente, y la condenará, porque ella vino desde lo último del orbe a oír la sabiduría de Salomón, y ved aquí otro que es más que Salomón.» Dos cosas nos enseña en este lugar que vendrá el día del juicio, y que vendrá con la resurrección de los muertos, porque cuando decía esto de los ninivitas y de la reina del Austro sin duda que hablaba de los muertos, los cuales dijo que habían de resucitar el día del juicio. Pero tampoco hemos de entender que dijo «y los condenarán» porque ellos hayan de ser jueces, sino porque en comparación de ellos, con razón serán condenados. En otro lugar, hablando de la confusión que hay en la actualidad entre los buenos y los malos, y de la distinción que habrá después, que sin duda será el día del juicio, trajo una parábola o semejanza del trigo sembrado y de la cizaña que nació entre él, y declarando esta alusión a sus discípulos, dice «El que siembra la buena semilla es el hijo del hombre, y el campo o barbecho es este mundo. La buena semilla son los hijos del reino, y la cizaña es el demonio; la cosecha es la consumación y fin del siglo, y los segadores los ángeles; así, pues, como se coge la cizaña y la queman con el fuego, así sucederá en el fin del siglo. Enviará el hijo del hombre sus ángeles, y entresacarán de su reino todos los escándalos, y a todos los que viven mal, y los echarán en el fuego; allí será, el gemir y crujir de dientes; entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su padre. El que tiene oídos para oír, oiga.» Aquí, aunque no nombre el juicio o el día del juicio, sin embargo, le egresó mucho más, declarándole con los mismos sucesos, y dice que será en el fin del siglo. También dijo a, sus discípulos: «Con verdad os digo que vosotros, que me habéis seguido en la regeneración, cuando el Hijo del hombre estará sentado en la silla de su majestad, estaréis también sentados vosotros en doce sillas, juzgando las doce tribus de Israel». De esta doctrina inferimos que Jesucristo ha de juzgar con sus discípulos. En otra parte dijo a los judíos: «Si yo lanzo los demonios en nombre de Belzebú, vuestros hijos, ¿en nombre de quién los lanzan? Por eso ellos serán vuestros jueces.» No porque dice que han de sentarse en doce sillas debemos presumir que solas doce personas han de ser las que han de juzgar con Cristo, pues en el número de doce se nos significa cierta multitud general de los que han de juzgar por causa de las dos partes del número septenario, con que las más de las veces se significa la universidad, cuyas dos partes es, a saber: el tres y el cuatro, multiplicados uno por otro, hacen doce, porque cuatro veces tres y tres veces cuatro son doce, sin hablar de otras razones que se podrían encontrar en el número duodenario para probar este propósito. Pues, de otro modo, habiendo ordenado por Apóstol, en lugar del traidor Judas, a San Matías, el Apóstol San Pablo, que trabajó más que todos ellos, no tendría dónde sentarse a juzgar, y él, sin duda, manifiesta que le toca con los demás santos ser del número de los jueces, diciendo: «¿No sabéis que hemos de juzgar los ángeles?» También de parte de los mismos que han de ser juzgados existe igual razón por lo que respecta al número duodenario, pues no porque dice, para juzgar las doce tribus de Israel, la tribu de Leví, que es la decimotercera, ha de quedar sin ser juzgada por ellos, o han de juzgar solamente a aquel, pueblo, y no también a las demás gentes. Con lo que dice de la regeneración, ciertamente quiso dar a entender la universal resurrección de todos los muertos, porque se reengendrará nuestra carne por la incorrupción, como reengendró nuestra alma por la fe. Muchas particularidades omito que parece se dicen del último juicio; pero consideradas con atención, se halla que son ambiguas y dudosas, o, que pertenecen más a otras cosas, es a saber: o a la venida del Salvador, que por todo, este tiempo viene en su Iglesia, esto es, en sus miembros parte por parte, y paulatinamente, porque toda ella es su cuerpo; o a la destrucción y desolación de la terrena Jerusalén, pues cuando habla de ésta, habla, por lo general, como si hablara del fin del siglo, y de aquel último y terrible día del juicio. De suerte que no se puede echar de ver de ningún modo, si no se coteja entre sí todo lo que los tres evangelistas, Mateo, Marcos y Lucas, sobre esto dicen, por cuanto uno dice algunas cosas con más oscuridad, y otro las explica más, para que las que aparecen concernientes a una misma cosa, se advierta cómo y en qué sentido las dicen; lo cual procuré hacer en una carta que escribí a Hesiquio, de buena memoria, obispo de la ciudad de Salona, cuyo título es Sobre el fin de este siglo. Debo insertar aquí lo escrito en el Evangelio de San Mateo acerca de la división que se hará de los buenos y de los malos en el rigurosísimo y postrimero juicio de Cristo: «Cuando -dice- viniere el Hijo del Hombre con toda su majestad, acompañado de todos los ángeles, entonces se sentará en su trono real, y se congregarán ante su presencia todas las gentes: Él apartará a los unos de los Otros, como suele apartar el pastor las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su diestra y los cabritos a la siniestra. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su diestra: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que está prevenido para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era peregrino y me acogisteis y hospedasteis en vuestra casa; estando desnudo, me vestisteis; estando enfermo, me Visitasteis, y estando en la cárcel, me vinisteis a ver.» Entonces le responderán los justos, y dirán: «¿Cuándo os vimos, Señor, con hambre, y os dimos de comer? ¿Cuándo con sed, y os dimos de beber? ¿Y cuándo os vimos peregrino, y os acogimos y hospedamos? ¿O desnudo, y os vestimos? ¿O cuándo os vimos enfermo o en la cárcel, y os fuimos a ver?» Y les responderá el Rey diciendo: «En verdad os digo, y es así, que todo cuanto habéis hecho con uno de estos mis más mínimos hermanos, lo habéis hecho conmigo.» Entonces dirá también a los que estarán a su mano izquierda: «Idos, apartaos, alejaos de mí, malditos, al fuego eterno que se dispuso para el diablo y sus ángeles». Después censurará a estos otros porque no hicieron las cosas que dijo haber hecho los de la mano derecha. Y preguntándole ellos también cuándo le vieron padecer alguna de las necesidades indicadas, responden que lo que no se hizo con uno de sus más mínimos hermanos, tampoco se hizo con el Señor. Y concluyendo su discurso: «Estos, dice, irán a los tormentos eternos, y los justos a la vida eterna.» Pero el evangelista San Juan claramente refiere que dijo que en la universal resurrección de los muertos había de ser el juicio, porque habiendo dicho: «Que el Padre no juzgará Él solo a ninguno, sino que el juicio universal de todos le tiene dado y encargado a su Hijo, queriendo que sea juez juntamente con Él, para que así sea honrado y respetado por todos el Hijo como lo es el Padre, porque Quien no honra al Hijo no honra al Padre, que envió al Hijo»; añadió: «En verdad os digo, que el que oye mi palabra y cree a Aquel que me envió, tiene vida eterna y no vendrá a juicio, sino que pasará de la muerte a la vida.» Parece que en este lugar dice también que sus fieles no vendrán a juicio. Pero ¿Cómo ha de ser cierto que por el juicio han de dividirse y apartarse de los malos, y han de estar a su mano derecha, sino porque en este pasaje puso el juicio por la condenación? Pues a semejante juicio no vendrán los que oyen su palabra y creen a aquel Señor que le envió. CAPITULO VI Cuál es la resurrección primera y cuál la segunda Después prosigue, y dice: «En verdad, en verdad os digo que ha llegado la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán, porque así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así la dio también al Hijo para que la tuviese en sí mismo.» No habla aquí de la segunda resurrección, es a saber, de la de los cuerpos, que ha de ser al fin del mundo, sino de la primera, que es ahora, porque para distinguirla dijo: «Ha venido la hora, y es ésta en que estamos», la cual no es la de los cuerpos, sino la de las almas, puesto que igualmente las almas tienen su muerte en la impiedad y en los pecados. Y según esta muerte, murieron, y son los muertos de quienes el mismo Señor dice: «Deja a los muertos que entierren a sus muertos»; es decir, que los muertos en el alma entierren a los muertos en el cuerpo. Así que, por estos muertos en el alma con la impiedad y pecado, ha venido, dice, la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán. Los que la oyeren, dijo, los que la obedecieren, los que creyeren y perseveraren hasta el fin. Pero tampoco hizo aquí diferencia de los buenos y de los malos, porque para todos es bueno oír su voz y vivir, y pasar de la muerte de la impiedad a la vida de la piedad y amistad de Dios. De esta muerte habla el Apóstol, cuando dijo: «Luego todos están muertos y uno murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió por ellos y resucitó.» Así que todos murieron y estaban muertos en los pecados, sin excepción de ninguno, ya fuese en los originales, ya en los que incurrieron por su voluntad, ignorando o sabiendo y no practicando lo que era justo, y por todos los muertos murió uno que estaba vivo, esto es, uno que no tuvo especie alguna de pecado, para que los que consiguieren vida por la remisión de los pecados, ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió por todos nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación, a fin de que, creyendo en el que justifica al impío, justifica dos y libres de nuestra impiedad, como quien vuelve de la muerte a la vida, podamos ser del número de los que pertenecen a la primera resurrección de las almas, que se hace ahora. Porque a esta primera no pertenecen sino los que han de ser bienaventurados para siempre, y a la segunda, de la que hablará después, manifestará pertenecen los bienaventurados y los infelices. Esta resurrección es de misericordia, y la otra de juicio. Por eso dijo el real Profeta: «Celebraré, Señor, tu misericordia y tu juicio.» De este juicio, prosigue diciendo:«Y le dio poder para juzgar, porque es hijo de hombre.» Aquí nos declara que ha de venir a juzgar en la misma carne en que vino para ser juzgado, pues por eso dice: porque es hijo de hombre; y enseguida añade, a propósito de lo que tratamos: «No os maravilléis de esto, porque ha de venir hora en la cual todos los que están en las sepulturas han de oír la voz del Hijo de Dios, y saldrán y resucitarán los que hubieren hecho buenas obras, para la resurrección de la vida, y los que las hubieren hecho malas, para la resurrección del juicio.» Este es aquel juicio que poco antes, como ahora puso en vez de condenación, diciendo: «El que oye mi palabra y cree a Aquel que me envió, tiene vida eterna y no vendrá a juicio, sino que pasará de la muerte a la vida.» Esto es, alcanzando la primera resurrección con que al presente se pasa de muerte a vida, no vendrá a la condenación, la cual significó bajo el nombre de juicio; como también en este lugar donde dice: «y los que las hubieren hecho malas, para la resurrección del juicio, esto es, de la condenación. Resucite, pues, en la primera el que no quisiere ser condenado en la segunda resurrección, porque ha venido la hora, y es ésta en que estamos, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeren vivirán, esto es, no serán condenados, que es la segunda muerte, en la cual serán lanzados y despeñados después de la segunda resurrección, que ser la de los cuerpos, los que en la primera, que es la de las almas; no resucitan. Vendrá ahora (y no añade «es ésta en que estamos», porque será el fin del siglo, esto es, el final y grande juicio de Dios), cuando todos los muertos que estuvieren en la sepultura oirán su voz, saldrán y resucitarán No dijo aquí como en la primera resurrección, «y los que oyeren», vivirán, porque no todos vivirán, es saber, con aquella vida, la cual, por cuanto es bienaventurada, se ha llamar sólo vida; pues, en efecto, Si alguna vida no pudieran oír y salir de las sepulturas, resucitando la carne. Y la razón porque no vivirán todos la declara en lo que sigue: «Saldrán dice, los que hubieren hecho buenas obras a la resurrección de la vida: éstos son los que vivirán; pero los que las hubieren hecho malas, a la resurrección del juicio, éstos son los que no vivirán, porque morirán con la segunda muerte. Porque, en efecto, hicieron obras malas, pues vivieron mal, y vi vieron mal porque en la primera resurrección de las almas que se hace a presente, no quisieron revivir, o habiendo revivido, no perseveraron hasta el fin.» Así que, como hay dos regeneraciones, de las cuáles ya hemos hablado arriba, la una según la fe, que se consigue en la actualidad por el bautismo la otra, según la carne, la cual vendría ser en su incorrupción e inmortalidad por medio del grande y fina juicio de Dios; así también hay de resurrecciones: la una, primera, que tiene lugar ahora, y es de las almas que nos libra de que lleguemos a muerte segunda; y la otra, segunda, que no sucede ahora, sino será al fin del siglo, y tampoco es de las almas, sine de los cuerpos, la cual, por medio del juicio final, a unos destinará a la segunda muerte y a otros a la vida que no tiene muerte. CAPITULO VII De los mil años de que se habla en e Apocalipsis de San Juan, y qué es le que racionalmente debe entenderse De estas dos resurrecciones habla de tal manera en el libro de su Apocalipsis el evangelista San Juan, que la primera de ellas algunos de nuestros escritores no sólo no la han entendido, sino que la han convertido en fábulas ridículas, porque en el libro citado dice así: «Yo vi bajar del Cielo un ángel, que tenía la llave del abismo y una grande cadena en su mano; él. tomó al dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y le até por mil años, y habiéndole precipitado al abismo, le encerró en él y lo sellé, para que no seduzca más a las naciones, hasta que sean cumplidos los mil años, después de lo cual debe ser desatado por un poco de tiempo. Vi también unos tronos, y a los que se sentaron en ellos se les dio el poder de juzgar. Vi más, las almas de los que habían sido decapitados por haber dado testimonio a Jesús. y por la palabra de Dios, y que no adoraron la bestia ni su imagen, ni recibieron su señal en las frentes ni en las manos, y éstos vivieron y reinaron con Jesucristo mil años. Los otros muertos no volverán a la vida hasta que sean cumplidos dos mil años; ésta es la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder en ellos, y ellos serán sacerdotes de Dios y de Jesucristo, con quien reinarán mil años.» Los que por las palabras de este libro sospecharon que la primera resurrección ha de ser corporal, se han movido a pensar así entre varias causas, particularmente por el número de los mil años, como si debiera haber en los santos como un sabatismo y descanso de tanto tiempo, es a saber, una vacación santa después de haber pasado los trabajos y calamidades de seis mil años desde que fue criado el hombre, desterrado de la feliz posesión del Paraíso y echado por el mérito de aquella enorme culpa en las miserias y penalidades de esta mortalidad. De forma que porque dice la Escritura «que un día para con el Señor es como mil años, y mil años como un día», habiéndose cumplido seis mil años como seis días, se hubiera de seguir el séptimo día como de sábado y descanso en los mil años últimos, es a saber, resucitando los santos a celebrar y disfrutar de este sábado. Esta opinión fuera tolerable si entendieran que en aquel sábado habían de tener algunos regalos y deleites espirituales con la presencia del Señor, porque hubo tiempo en que también yo fui de esta opinión. Pero como dicen que los que entonces resucitaren han d entretenerse en excesivos banquetes canales en que habrá tanta abundancia de manjares y bebidas que no sólo n guardan moderación alguna, sino que exceden los límites de la misma incredulidad, por ningún motivo puede creer esto ninguno sino los carnales. Los que son espirituales, a los que dan crédito a tales ficciones, los llaman en griego Quiliastas, que interpretado a la letra significa Milenarios. Y porque ser asunto difuso y prolijo detenernos e refutarles, tomando cada cosa de por sí, será más conducente que declaremos ya cómo debe entenderse este pasa de la Escritura. El mismo Jesucristo, Señor nuestro dice: «Ninguno puede entrar en casa del fuerte y saquearle su hacienda, sino atando primeramente al fuerte; queriendo entender por el fuerte al demonio, porque éste es el que pudo tener cautivó al linaje humano; y la hacienda que le había de saquear Cristo, son los que habían de ser sus fieles a los cuales poseía él presos con diferentes pecados e impiedades. Para maniatar y amarrar a este fuerte, vio Apóstol en el Apocalipsis a un ángel que bajaba del Cielo, que tenía la IIave del abismo y una grande cadena en su mano, y prendió, dice, al dragón, aquella serpiente antigua que se llama Diablo y Satanás, y le ató por mil años, esto es, reprimió y refrenó poder que usurpaba a éste para engañar y poseer a los que había de pon Cristo en libertad. Los mil años, por lo que yo alcanzo pueden entenderse de dos maneras: porque este negocio se va haciendo los últimos mil años, esto es, en sexto millar de años, como en el sexto día, cuyos últimos espacios van corriendo ahora, después del cual se ha de seguir consiguientemente el sábado que carece de ocaso o postura del si es a saber, la quietud y descanso de los santos, que no tiene fin; de manera que a la final y última parte de es millar, como a una última parte del día, la cual durará hasta el fin del siglo, la llama mil años por aquel modo particular de hablar, cuando por todo se nos significa la parte, o puso mil años por todos los años de es siglo, para notar con número perfecto la misma plenitud de tiempo. Pues número millar hace un cuadrado sólido del número denario, porqe multiplicado diez veces diez hace ciento, la cual no es aún figura cuadrada, sino llana o plana, y para que tome fondo y elevación y se haga sólida, vuélvense a multiplicar diez veces ciento y hacen mil Y si el número centenario se pone alguna vez por la universalidad o por el todo, como cuando el Señor prometió al que dejase toda su hacienda y le siguiese, «que recibirá en este siglo el ciento por uno; lo cual, a explicándolo el Apóstol en cierto modo, dice: «Como quien nada tiene y lo posee todo; porque estaba antes ya dicho, «el hombre fiel es señor de todo el mundo, y de las riquezas: ¿cuánto más se pondrán mil por la universalidad donde se halla el sólido de la misma cuadratura del denario? Así también se entiende lo que leemos en el real Profeta: «Acordóse para siempre de su pacto y testamento y de su palabra prometida para mil generaciones, esto es, para todas. Y le echó, dice, en el abismo, es a saber, lanzó al demonio en el abismo. Por el abismo entiende la multitud innumerable de los impíos, cuyos corazones están con mucha profundidad sumergidos en la malicia contra la Iglesia de Dios. Y no porque no estuviese ya allí antes el demonio se dice. Que fue echado allí, sino porque, excluido poseer y dominar con más despotismo a los impíos, pues mucho más poseído está del demonio el que no sólo está ajeno a Dios sino que también de balde aborrece, a los que sirven a Dios. Encerróle, dice, en el abismo, y echó su sello sobre él, para que no engañe ya a las gentes, hasta que se acaben mil años. Le encerró, quiere decir, le prohibió fue pudiese salir, esto es transgredir lo vedado. Y lo que añade: le echó su sello, me parece significa que quiso estuviese oculto, cuáles son los que pertenecen a la parte del demonio y cuáles son los que no pertenecen, cosa totalmente oculta en la tierra, pues es incierto si el que ahora parece que está en pie ha de venir a caer, y si el que parece que está caído ha de levantarse. Y con este entredicho y clausura se le prohibe al demonio y se le veda el engañar y seducir a aquellas gentes que, perteneciendo a Cristo, engañaba o poseía o antes, porque a éstas escogió Dios y el determinó «mucho antes de crear el mundo sacarlas de la potestad de las tinieblas y transferirlas al reino de su amado Hijo, como lo dice el Apóstol, ¿Y qué cristiano hay que ignorar que el demonio no deja de engañar al presente a las gentes llevándola, consigo la las penas eternas, pero no a las que están predestinadas para la vida eterna? No debe movernos que muchas veces el demonio engaña también a los que, estando ya regenerados en Cristo, caminan por las sendas de Dios, «porque conoce y sabe el Señor los que son suyos». Y de éstos a ninguno engaña de modo que caiga en la eterna condenación. Porque a éstos los conoce el Señor, como Dios, a quien nada se le esconde ni oculta, aun de lo futuro; y no como el hombre, que ve al hombre de presente (si es que ve a aquel cuyo corazón no ve); pero lo que haya de ser después, ni aun de sí mismo lo sabe. Está atado y preso el demonio y encerrado en el abismo para que no engañe a las gentes, de quienes como de sus miembros consta el cuerpo de la Iglesia, a las cuales tenía engañadas antes que hubiese Iglesia, porque no dijo para que no engañe a alguno, sino para que no engañe ya a las gentes, en las cuales, sin duda, quiso entender la Iglesia, hasta que finalicen los mil años, esto es, lo que queda del día sexto, el cual consta de mil años, o todos los años que en adelante ha de tener este siglo. Tampoco debe entenderse lo que dice «para que no engañe las gentes hasta que se acaben los mil años», como si después hubiese de engañar a aquellas entes que forman la Iglesia predestinada, a quienes se le prohibe engañar por aquellas prisiones y clausuras en que está, Sino que, o lo dice con aquel modo de hablar que se halla algunas veces en la Escritura, como cuando dice el real Profeta: «así están nuestros ojos vueltos a Dios nuestro Señor, hasta que tenga misericordia y se compadezca de nosotros»; pues habiendo usado de misericordia, tampoco dejaran los ojos de sus siervos de estar vueltos a Dios, su Señor, o el sentido y orden de estas palabras, es así: «le encerró y echó su cuello sobre él hasta que se pasen mil años, Lo que dijo en medio «Y para que no engañe ya a las gentes», está de tal suerte concebido, que debe entenderse separadamente como si se añadiera después: de forma que diga toda la sentencia: «le encerró y echó su sello sobre él hasta que pasen mil años, a fin de que ya no seduzca a las gentes; esto es, que le encerró hasta que se cumplan los mil años, para que no engañe ya a las gentes. CAPITULO VIII Sobre, atar y soltar al demonio «Después de éstos, le soltarán, dice, por un breve tiempo». Si el estar amarrado y encerrado es, respecto del demonio, no poder engañar a la Iglesia, el soltarle, ¿será para que pueda? De ningún modo; porque jamás engañará a la Iglesia predestinada y escogida antes de la creación del mundo, de la cual dice la Escritura: «Conoce y sabe Dios los que son suyos.» Sin embargo, estará aquí la Iglesia en el tiempo en que han de soltar ni demonio, así como lo ha estado desde que fue fundada, y’ lo estará en todo tiempo; esto es, en los suyos, en los que suceden, naciendo, a los que mueren. Pues poco después dice «que el demonio, suelto, vendrá con todas las gentes que hubiere engañado en todo el orbe de la tierra a hacer guerra a la Iglesia, y que el número de esta gente enemiga será como la arena del mar». «Y ellos se esparcieron sobre la faz de la tierra, y dieron revuelta al campo de los santos, y a la ciudad querida; mas Dios hizo bajar del cielo fuego que los devoró, y el diablo, que los seducía, fue arrojado al estanque de fuego y azufre, en donde la bestia y el falso profeta serán atormentados de día y de noche por los siglos de los siglos.» Aunque esto ya pertenece al juicio final, me ha parecido conducente referirlo ahora, porque no presuma alguno que por el corto tiempo que estuviere suelto, el demonio no habrá Iglesia en la tierra, o no la hallará en ella cuando le hubieren soltado, o acabará con ella persiguiéndola con toda especie de seducciones. Así que por todo el tiempo comprendido en el Apocalipsis, es a saber, desde la primera venida de, Cristo hasta el fin del mundo, en que será su segunda venida, no estará atado el demonio; de forma que el estar así amarrado durante el tiempo que San Juan llama mil años, sea no engañar a la Iglesia, pues ni aun suelto ciertamente no la engañará. Porque verdaderamente si el estar atado es respecto de él no poder engañar o no permitírselo, ¿qué será el soltarle, sino poder engañar y darle permiso para esto? Lo cual jamás suceda, sino que el atar al demonio no es permitirle ejercer todo imperio por medio de las tentaciones violentas, o seductoras para engañar los hombres, o forzándolos con violencia a seguir su partido, o engañándolos cautelosamente. Si esta potestad se le permitiese por tan largo tiempo y contra la imbecilidad y flaqueza tantos espíritus débiles, a muchos Dios no quiere que padezcan siendo fieles los derribaría y apartaría de fe, y a los que no fuesen fieles estorbaría que creyesen. Para que no haga semejante atentado, le amarraron. Le soltarán cuando será breve tiempo (porque leemos que por tres años y seis meses ha de manifestar toda su crueldad con todas sus fuerzas y las de los suyos), y serán tales aquellos a quienes ha de hacer la guerra que no podrán ser vencidos ni con e ímpetu tan grande, ni con tantos daños y ardides. Pero si nunca le desatasen, se descubriría menos su maligna potencia, menos se probaría la fidelísima paciencia de la santa Ciudad, y, finalmente, menos se echaría de ver de cuán gran malicia suya usó tan bien el Omnipotente Dios, pues no le privó del todo que no tentase a los santos, aunque echó fuera de todo lo interior de Él, donde se cree en Dios, para que con su combate exterior aprovechasen, y, maniató pera evitar que derrame y ejecute toda su malicia contra la multitud innumerable de los flacos, con quienes convenía multiplicar y llenar la iglesia, y a los unos que habían de creer no los desviase de la fe de la verdad religión, y a los que creían ya, no los derribase. Le desatarán ni fin para que la Ciudad de Dios cuán fuerte contrario venció con tan inmensa gloria su Redentor, favorecedor y libertad ¿Y qué somos nosotros en comparación de los santos y fieles que habrá entonces? Para probar la virtud de éstos soltarán un tan fuerte enemigo con quien estando, como está, atado, peleamos ahora nosotros con todo riesgo y peligro. Aunque también en este, espacio de tiempo no hay duda que habido y hay algunos soldados de Cristo tan prudentes y fuertes, que si hallaran vivos en este mundo, cuan hayan de soltar al infernal espíritu, dos sus engaños, estratagemas y acometimientos prudente y sagazmente declinarían, y con extraordinaria resignación las sufrirían. El atar al demonio no sólo se hizo cuando la Iglesia, fuera de la tierra de Judea, comenzó a extenderse por unas ,y otras naciones, sino que también se hace ahora, y se hará hasta el fin del siglo, en que le han de desamarrar, porque también al presente se convierten los hombres de la infidelidad en que él los poseía a la fe, y se convertirán sin duda hasta el fin del mundo. En efecto; átese entonces a éste fuerte, respecto de cualquiera de los fieles, cuando se le sacan de sus manos como cosa suya; y el abismo donde le encerraron no se acabó al morir los que había cuando comenzó a estar encerrado, sino que sucedieron otros a aquéllos, naciendo, y hasta que fenezca este siglo se sucederán los que aborrezcan a los cristianos, en cuyos ciegos y profundos corazones cada día, como en un abismo, se encierra el demonio. Pero hay alguna duda si en aquellos últimos tres años y seis meses, cuando estando suelto ha de mostrar toda su crueldad cuanto pudiere, llegará alguno a recibir la fe que antes no tenía. Porque como sea cierto lo que dice la Escritura: «Que ninguno puede entrar en casa del fuerte y saquearle su hacienda, sino atando primero al fuerte», ¿estando suelto le saquearan? Parece, pues, que nos impulsa a creer este pasaje de la Escritura, que en aquel tiempo, aunque breve, nadie se unirá al pueblo cristiano, sino que el demonio peleará con los que entonces fueren ya cristianos. Y si hubiere algunos que, vencidos, les siguieren, éstos no pertenecían al número predestinado de los hijos de Dios; porque no en vano el mismo apóstol San Juan, que escribió asimismo esta particularidad en el Apocalipsis, dijo de algunos en su epístola: «Estos han salido de nosotros, mas no eran de los nuestros; porque si hubiesen sido de los nuestros hubieran permanecido con nosotros; más esto ha sido para que se conozca que no son todos de los nuestros.» Pero ¿qué será de los niños? Porque increíble parece que no habrá en aquel tiempo ningún niño hijo de cristiano que ‘haya nacido y no le hayan aún bautizado; y que ninguno nacerá tampoco en aquellos días; o que si los hubiere, por ningún motivo los llevarán sus padres a la fuente do la regeneración. Pero si esto ha de ser así, ¿de qué forma, estando ya suelto el demonio, le han de quitar estos vasos y esta hacienda si en su casa, ninguno entra a saquearía sin que primero le haya atado? Con todo debemos creer que no faltarán en aquel tiempo ni quien se aparte de la Iglesia, ni tampoco quien se llegue a ella, sino que realmente serán tan valerosos, así los padres para bautizar sus hijos, como los que de nuevo hubieren de creer que vencerán a aquel fuerte aunque no esté atado; esto es, que aunque use contra ellos de todos sus artificios, y los apriete con el resto de sus fuerzas más que nunca, no sólo con vigilancia le encenderán sus estratagemas, sino que con admirable paciencia sufrirán y se mantendrán contra sus fuerzas, y de esta manera se libertarán de su poder aunque no esté atado. Ni por eso tampoco será falsa aquella sentencia evangélica que ninguno entrará en la casa del fuerte para saquearle su hacienda, si antes no atare al fuerte»; pues conforme, al tenor de esta sentencia, primeramente se ató al fuerte, y saqueándole sus vasos y alhajas, se ha multiplicado la Iglesia por toda la redondez de la tierra, por todas las naciones de fuertes y de flacos; de forma que con la virtud de la fe robustísima y corroborada con las profecías del cielo ya cumplidas, le pudiese, quitar los vasos, aunque estuviese suelto. Porque así como debemos confesar que se resfría la caridad de muchos cuando abunda la iniquidad, y sobreviniendo las grandísimas y nunca vistas persecuciones y engaños del demonio, que andará ya suelto, muchos que no están escritos en el libro de la vida se le rendirán, así también debemos imaginar que no sólo, los fieles buenos que alcanzarán aquellos tiempos, sino también algunos de los que estarán todavía fuera por convertir, con los auxilios de la divina gracia, leyendo y considerando las Divinas Escrituras, en las cuales está, profetizado entre las demás cosas el mismo fin, que verán ya venir, estarán más firmes para creer lo que no creían, y más fuertes y valerosos para vencer al demonio, aunque no esté atado; lo cual, si ha de ser así, debe creerse que; precedió el atarle para que continuase el saquearlo y despojarle estando atado y estando suelto, porque esto quiere decir la Escritura cuando insinúa que ninguno entrará en la casa del fuerte para saquearle sus vasos y alhajas si primero no le atase. CAPITULO IX En qué consiste el reino en que reinarán los santos con Cristo por mil años, y en qué se diferencia del reino eterno Entre tanto que está amarrado el demonio por espacio de mil años, los santos de Dios reinarán con Cristo también otros mil años, los mismos sin duda, y deben entenderse en los, mismos términos, esto es, ahora, en el tiempo de su primera venida. Porque si fuera de aquel reino (de quien dirá en la consumación de los siglos: «Venid, benditos de mi Padre, y tomad posesión del reino que está preparado para vosotros»), reinarán ahora de otra manera, bien diferente y desigual, con Cristo sus santos (a quienes dijo: «Yo estaré con vosotros hasta el fin y consumación del siglo») tampoco al presente se llamaría la Iglesia su reino, o reino de los cielos. Porque en este tiempo, en el reino de Dios, aprende y se hace sabio aquel doctor de quien hicimos arriba mención, «que Saca de su tesoro lo nuevo y lo viejo», y de la Iglesia han de recoger los otros segadores la cizaña que dejó crecer juntamente con el ‘trigo basta la siega. Explicando esto, dice: «La siega es el fin del siglo, y los segadores son los ángeles; así que de la manera que se recoge la cizaña y se echa en el fuego, así será el fin del mundo; enviará el Hijo del hombre sus’ ángeles, y recogerán de su reino todos los escándalos.» ¿Acaso ha de recogerlos de aquel reino donde no hay escándalo alguno? Así, pues, de este reino, que es en la tierra la Iglesia, se han de recoger. Además dice: «El que no guardare uno de los más mínimos mandamientos y los enseñare a los hombres, será el mínimo en el reino de los cielos; pero el que los observare exactamente y los enseñare, será grande en el reino de los cielos.» El uno y el otro dice que estarán en el reino de los cielos, el que no práctica las leyes y mandamientos que enseña, que eso quiere decir solvere, no guardarlos, no observarlos; y el que los ejecuta y enseña, aunque al primero llama mínimo, y al segundo grande Seguidamente añade: «Yo os digo, que si no fuere mayor vuestra virtud que la de los escribas y fariseos», esto es, que la virtud de aquellos que no observan lo que enseñan (porque de los escribas y fariseos dice en otro lugar «que dicen y no hacen»); si no fuere mayor vuestra virtud que la suya, esto es, de modo que no quebrantéis, antes practiquéis lo que enseñáis, «no entraréis, dice, en el reino de los cielos». De otra manera se entiende el reino de los cielos, donde entra el que enseña y no lo practica, y el que practica lo que enseña, que es la Iglesia actual; y de otra, donde se hallará sólo aquel que guardó los mandamientos, que es la Iglesia cual entonces será, cuando no habrá en ella malo alguno. Ahora también la Iglesia se llama reino de Cristo y reino de los cielos; y reinan también ahora con Cristo sus santos, aunque de otro modo reinarán entonces. No reina con Cristo la cizaña, aunque crezca en la Iglesia con el trigo, porque reinan con él los que ejecutan lo que dice el Apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, atended a las cosas del Cielo, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre; buscad las cosas del Cielo, no las de la tierra»; Y de estos tales dice asimismo: «Que su conversar, vivir y negociar es en los Cielos.» Finalmente, reinan con el Señor los que están de tal conformidad en su reino, que son también ellos su reino. ¿Y cómo han de ser reino de Cristo los que (por no decir otras cosas), aunque están allí hasta que se recojan al fin del mundo todos los escándalos, buscan sólo en este reino sus intereses, las cosas que son suyas y no las de Jesucristo? A este reino en que militamos, en que todavía luchamos con el enemigo, a veces resistiendo a los repugnantes vicios, y a veces cediendo a ellos, hasta que lleguemos a la posesión de aquel reino quietísimo de suma paz, donde reinaremos sin tener enemigo con quien lidiar; a este reino, pues, y a esta primera resurrección que hay ahora se refiere el Apocalipsis. Porque habiendo dicho cómo habían amarrado al demonio por mil años, y que después le desataban por breve tiempo, luego, recapitulando lo que hace la Iglesia, o lo que se hace en ella en estos mil años, dice: «Vi unos tronos, y unos que se sentaron en ellos, y se les dio potestad de poder juzgar.» No debemos pensar que esto se dice y entiende del último y final juicio, sino que se debe entender por las sillas de los Prepósitos, y por los Prepósitos mismos, que son los que ahora gobiernan la Iglesia. En cuanto a la potestad de juzgar, que se les da, ninguna se entiende mejor que aquella expresada en la Escritura: «Lo que ligaréis en la tierra será también atado en el cielo, y lo que desatareis en la tierra será también desatado en el cielo. De donde procede esta frase del Apóstol: «¿Qué me toca a mí el juzgar de los que están fuera de la Iglesia? ¿Acaso vosotros no juzgáis también a los que están dentro de ella? «Y vi las almas dice San Juan de los que murieron por el testimonio de Jesucristo y por la palabra de Dios; ha de entenderse aquí lo que después dice, «y reinaron mil años con Jesucristo, es a saber, las almas de los mártires antes de haberles restituido sus cuerpos. Porque a las almas de los fieles difuntos no las apartan ni separan de la Iglesia, la cual igualmente ahora es reino de Cristo. Porque de otra manera no se hiciera memoria de ellos en el altar de Dios, en la comunión del Cuerpo de Cristo, ni nos aprovecharía en los peligros acudir a su bautismo, para que sin no se nos acabe esta vida; ni a la reconciliación, si acaso por la penitencia o mala conciencia está uno apartado y separado del gremio de la Iglesia. ¿Y por qué se hacen estas cosas, sino porque también los fieles difuntos son miembros suyos? Así que aunque no sea con sus cuerpos, ya sus almas reinan con Cristo mientras duren y corren estos mil años. En este mismo libro y ea otras partes leemos: «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor, en su amistad y gracia, porque ésos en lo sucesivo dice el Espíritu Santo, descansarán de sus trabajos, pues las obras que hicieron los siguen. Por esta razón reinará primeramente con Cristo la Iglesia en los vivos en los difuntos; pues, como dice el Apóstol: «Por eso murió Cristo pata ser Señor de los vivos y de los difuntos. Pero sólo hizo mención de los mártires, porque principalmente reinan después de muertos los que hasta la muerte pelearon por la verdad. Pero como por la parte se entiende el todo, también entendemos todos dos demás muertos que pertenecen a la Iglesia, que es el reino de Cristo. Lo que sigue: «Y los que no adoraron la bestia ni su imagen, ni recibieron su marca o carácter en sus frentes o en sus manos», lo debemos entender juntamente de los vivos y de los difuntos. Quién sea esta bestia, aun que lo hemos de indaga; con más exactitud, no es ajeno de la fe católica que se, entienda por la misma ciudad impía, y por el pueblo de los infieles enemigo del pueblo fiel y Ciudad de Dios. Y su imagen, a mi parecer, es el disfraz o fingimiento de las personas que hacen como que profesan la fe y viven infielmente, porque fingen que son lo que realmente no son, y se llaman, no con verdadera propiedad, sin con falsa y engañosa apariencia, cristianos. Pues a esta misma bestia pertenecen no sólo los enemigos descubiertos del nombre de Cristo y de su Ciudad gloriosa, sino también la cizaña que es la de recoger de su reino que es la Iglesia, en la consumación del siglo. ¿Y quiénes son los que no adoran a la bestia ni a su imagen, si no los que practican lo que insinúa e Apóstol, «que no llevan el yugo con los infieles», porque no adoran, esto es, no consienten, no se sujetan, ni admiten, ni reciben la inscripción, es saber, la marca y señal del pecado en sus frentes por la profesión, ni en sus manos por las obras? Así que; ajeno de estos males, ya sea viviendo aun en esta carne mortal, ya sea después de muertos, reinan con Cristo, aun en la actualidad, de manera congrua y acomodada a esta vida, por todo el espacio de tiempo que se nos significa con los mil años. Los demás, dice, no vivieron: «Porque ésta es la hora en que los muertos han de oír la voz del Hijo de Dios, y los que la oyeron, vivirán», pero los demás no vivirán. Y lo que añade: «hasta el cumplimiento de los mil años», debe entenderse que no vivieron aquel tiempo en que debieron vivir, es decir, pasando de la muerte a la vida. Y así, cuando venga el día en que se verificará la resurrección de los cuerpos, no saldrán de los monumentos y, sepulturas para la vida, sino para el juicio, esto es, para la condenación, que se llama segunda muerte. Porque cualquiera que no viviere hasta que se concluyan los mil años, esto es, en todo este tiempo en que se efectúa la primera resurrección, no oyere la voz del Hijo de Dios Y no procurare pasar de la muerte a la vida, sin duda que en la segunda resurrección, que es la de la carne, pasará a la muerte segunda con la misma carne. San Juan añade: «Esta es la primera resurrección: bienaventurado y santo es el que tiene parte en esta primera resurrección.» Esto es, el que participa de ella. Y sólo participa de ella el que no sólo resucita y revive de la muerte que consiste en los pecados, sino que también en lo mismo que hubiere resucitado y revivido permanece. «En éstos, dice, no tiene poder la muerte segunda.» Pero sí la tiene en los demás, de quienes dijo arriba: «Los demás no vivieron hasta el fin de los mil’ años», porque en todo este espacio de tiempo, que llama mil años, por más que cada uno de ellos vivió en el cuerpo, no revivió de la muerte en que le tenía la impiedad, para que, reviviendo de esta manera, se hiciera partícipe de la primera resurrección y no tuviera en él poderío la muerte segunda. CAPITULO X Cómo se ha de responder a los que piensan que la resurrección sólo pertenece a los cuerpos y no a las almas Hay algunos que opinan que la resurrección no se puede decir sino de los cuerpos, y por eso pretenden establecer como inconcuso que esta primera ha de ser también de los cuerpos. Porque de los que caen, dicen, es el levantarse, y los que caen muriendo son los cuerpos, pues de caer se dijeron en latín los cuerpos muertos cadavera; luego no puede haber, infieren, resurrección de las almas, sino de los cuerpos. Pero ¿cómo hablan contra la expresa autoridad del Apóstol, que la llama resurrección? Porque según el hombre interior, y no según el exterior, sin duda resucitaron aquellos a quienes dice: «Si habéis resucitado con Cristo, atended a las cosas del cielo»; lo cual comprobó en otro lugar por otras palabras: «Para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por virtud de su divinidad, así también nosotros resucitemos y vivamos con nueva vida.» Lo mismo quiso decir en otro lugar. «Levántate tú, que estás dormido; levántate de entre los muertos y te alumbrará Cristo.» Lo que insinúan que no pueden resucitar sino los que caen, por cuyo motivo imaginan que la resurrección pertenece a los cuerpos y no a las almas, porque de los cuerpos es propio el caer, procede de que no oyen estas, palabras: «No os apartéis de él, par que no caigáis»; y «a, su propio Señor toca si persevera o si cae»; y «el que piensa que está firme, mire no caiga. Porque me parece que nos debemos guardar de esta caída del alma y no de la del cuerpo. Luego si la resurrección es de los que caen, y caen también las almas, sin duda que debemos con ceder que igualmente las almas resucitan. A las palabras que San Juan seguidamente pone: «En éstos no tiene poder la muerte segunda», añade y dice: «Sino que serán sacerdotes de Dios, de Cristo, y reinarán con él mil anos. Sin duda no lo dijo solamente por le obispos y presbíteros, a los cuales llamamos: propiamente en la Iglesia sacerdotes, sino que, como llamamos todos cristos por el crisma y unción mística, así llama a todos sacerdotes, porque son miembros de un sacerdocio, a los cuales llama el apóstol San Pedro: «Pueblo santo y sacerdocio real.» Sin duda que, aunque brevemente y de paso, nos dio a entender que Cristo era Dios, diciendo sacerdotes de Dios y de, Cristo, esto es, del Padre y del Hijo; pues así como por la forma de siervo se hizo Cristo hijo de hombre, así también se hizo sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec, sobre lo cual hemos discurrido en esta obra más de una vez. CAPITULO XI De Gog y de Magog, a quienes al fin del siglo ha de mover el demonio, y suelto, contra la Iglesia de Dios «Y cumplidos, dice, mil años, soltarán a Satanás de su cárcel y saldrá engañar las gentes que habitan en los cuatro extremos de la tierra a Gog y Magog, y los traerá a la guerra, cuyo número será como las arenas del mar. Para obligarlos, pues, a esta guerra los seducir. Pues también anteriormente por los medios que podía lo engañaba, causándoles muchos y diferentes males. Y dice: saldrá; esto es, de los, ocultos escondrijos de los odios y rencores saldrá en público á perseguir la Iglesia siendo ésta la última persecución por acercarse ya el último y final juicio, que padecerá la Santa Iglesia en todo el orbe de la tierra, es decir; la universal ciudad de Cristo, de la universal ciudad del demonio en toda la tierra. Y estas gentes, que llama Gog y Magog, no deben tomarse como si fuesen algunos bárbaros que tienen fijado su asiento en alguna parte determinada de la tierra; o los Getas y Masagetas, como sospechan algunos fundados en las letras con que principian estos nombres; o algunos otros gentiles, ajenos y no sujetos a la jurisdicción romana. Porque da a entender que éstos se hallarán por todo el orbe de la tierra, cuando dice: «las gentes que habrá en algunas partes de la tierra», y éstas, prosigue, son Gog y Magog. Interpretados estos nombres, hallamos que quieren decir Gog el techo y Magog del techo, como la casa y el que sale y procede de la casa. Así que son las gentes en quienes, como dijimos arriba, estaría encerrado el demonio como en un abismo; y él mismo, que parece que sale y dimana de ellas; de suerte que ellas sean el techo y él del techo. Y si ambos nombres los referimos a las gentes y no el uno a las gentes y el otro al demonio, ellas son el techo, porque en ellas ahora se encierra y en cierto modo se oculta aquel nuestro antiguo enemigo, y ellas mismas serán el techo cuando del odio encubierto saldrán al odio público y descubierto. Y lo que dice: «Y subieron sobre la latitud de la tierra y cercaron el ejército de los santos y la ciudad amada», no se entiende que vinieron o que habrán de venir a algún lugar determinado, como si en cierto lugar haya de estar el ejército de los santos y la ciudad querida, pues ésta no es sino la iglesia de Cristo que está esparcida por todo el orbe de la tierra, y dondequiera que, estuviere entonces, que estará en todas las gentes, lo que significó con el nombre de la latitud de la tierra, allí estará el ejército de los santos, allí estará la Ciudad querida de Dios, allí todos sus enemigos, porque también ellos con ella estarán en todas las gentes, la acercarán con el rigor de aquella persecución, esto es, la arrinconarán, apretarán y encerrarán en las angustias de la tribulación. Y no desamparará su milicia, la que mereció que la llamasen con nombre de ejército. CAPITULO XII Si pertenece al último castigo de los malos lo que dice: que bajó fuego del cielo, y los consumió Sobre lo que dice: «Que descendió fuego del cielo y los consumió», no debemos entender que éste es aquel último final castigo, que será cuando se les dirá: «Idos de mí, malditos, al fuego eterno». Porque entonces ellos serán los que irán al fuego y no el fuego el que vendrá del cielo sobre ellos. Aquí bien podemos entender por este fuego que baja del cielo la misma firmeza de los santos, con que han de resistir y no ceder a sus perseguidores, para hacer la voluntad de éstos. Pues firmamento es el cielo, cuya firmeza los afligirá y atormentará con ardentísimo rencor y celo, por no haber podido atraer a los santos de Cristo al bando del Anticristo. Y éste será el fuego que los consumirá, el cual lo enviará Dios, pues por beneficio y gracia suya son invencibles los santos, por lo que rabiarán y se consumirán sus enemigos. Porque así como se toma el celo en buena parte, donde dice: «El celo de tu casa me consume», así, por el contrario, se toma en contraria acepción, esto es, en mala parte, donde dice: «Ocupó el celo al pueblo ignorante, y el fuego ahora consumirá a los contrarios» «Y ahora, es decir, no el fuego del juicio final y sí al castigo que ha de dar Cristo, cuando venga, a los perseguidos de su Iglesia, a los cuales hallará vivos sobre la tierra cuando ha de matar al Anticristo con el espíritu de su boca: «Si a este castigo, digo, llama fuego que desciende del cielo, y que los consume»; tampoco éste será el último castigo de los impíos, sino el que han de padecer después de la resurrección de los cuerpos. CAPITULO XIII Si se ha de contar entre los mil años el tiempo de la persecución del Anticristo Esta última persecución, que será la que ha de hacer el Anticristo (como lo hemos ya insinuado en este libro, y se halla en el profeta Daniel), durará tres años y seis meses. El cual tiempo, aunque corto, con justa causa se duda si pertenece a los mil años en que dice que estará atado el demonio, y en que los santos reinarán con Cristo; o si este pequeño espacio ha de aumentarse a los mismos años, y ha de contarse fuera de ellos. Porque si dijésemos que este espacio pertenece a los mismos años, hallaremos que el reino de los santos con Cristo se entiende más tiempo de lo que está él demonio atado. Pues sin duda los santos con su Rey reinarán también con especialidad durante la persecución, venciendo y superando tantos males y calamidades cuando ya el demonio no estará atado, para que pueda perseguirlos con todas sus fuerzas. En tal caso ¿de qué forma determina esta Escritura y limita lo uno y lo otro, es a saber, la prisión del demonio, y, el reino de los santos, con unos mismos mil años; puesto que tres años y seis meses antes se acaba la prisión del demonio, que el reino de los santos con Cristo en estos mil años? Y si dijésemos que este pequeño espacio de dicha persecución no debe contarse en los mil años, sino que, cumplidos, debe añadirse, para que se pueda entender bien lo que dice el Apocalipsis de que «los sacerdotes de Dios y de Cristo reinarán con el Señor mil años», añadiendo que «cumplidos los mil años soltarán a Satanás de su cárcel», pues así da a entender que el reino de los santos y la prisión del demonio han de cesar a un mismo tiempo; para que después el espacio de aquella persecución se entienda que no pertenece al reino de los santos ni a la prisión de Satanás, cuyas dos circunstancias, se incluye en los mil años, sino que debe contarse fuera de ellos; nos será forzoso confesar que los santos en aquella persecución no reinarán con Cristo. Pero ¿quién habrá que, se atreva a decir que entonces no han de reinar con él sus miembros, cuando particular v estrechamente estarán unidos con él, y en el tiempo en que cuanto fuere más vehemente la furia de la guerra, tanto mayor será la gloria de la firmeza y constancia, y tanto más numerosa la corona del martirio? Y si por causa de las tribulaciones que ha de padecer no hemos de decir que han de reinar, se deducirá que tampoco en los mismos mil años cualquiera de los santos que padecía tribulaciones, al tiempo de padecerlas no reinó con Cristo; y, por consiguiente, tampoco aquellos cuyas almas vio el autor de este libro, según dice, que padecieron muerte por dar testimonio de la fe de Cristo y por la palabra de Dios, reinarían con Cristo cuando padecían la persecución, ni eran reino de Cristo aquellos a quienes con más excelencia poseía Cristo. Lo cual, sin duda, es absurdo, pues sin duda las almas victoriosas de los gloriosísimo mártires, vencidos y concluidos todos los dolores y penalidades, después que dejaron los miembros mortales, reinaron y reinarán con Cristo hasta que terminen los mil años, para reinar también después de recobrar los cuerpos inmortales. Así, pues, las almas de los que murieron por dar testimonio de Cristo las que antes salieron de sus cuerpos y las que han de salir en la misma última persecución, reinarán con hasta que se acabe el siglo mortal se trasladen a aquel reino donde no habrá ya más muerte. Por lo cual llegaran a ser más los anos que los santos remarán con Cristo, que la prisión del demonio, porque cuando el demonio no estará ya atado en aquellos tres años y medio, reinarán con su Rey, el Hijo de Dios. Cuando San Juan dice: «Los sacerdotes de Dios y de Cristo reinarán con el Señor mil años, y, terminados éstos, soltarán a Satanás de su cárcel» debemos entender o que no se acaban los mil años de este reino de los santos, sino los de la prisión del demonio, de manera que los mil años, esto es, todos los años los tengan cada una de las partes, para acabar los suyos en diferentes y propios espacios, siendo el más largo el reino de los santos, y más breve la prisión del demonio; o realmente debemos creer que por ser el espacio de los tres años y medio brevísimo, no se pone en cuenta, sea en lo que parece que tiene de menos prisión de Satanás, o en lo que tiende más el reino de los santos; como lo manifesté hablando de los cuatrocientos años en el capítulo XXIV libro XVI de esta obra, los cuales, aun que eran algo más, sin embargo, lo llamó cuatrocientos. Muchas cosas como éstas hallaremos en la Sagrada Escritura, si así lo quisiéramos advertir. CAPITULO XIV De la condenación del demonio con los suyos, y sumariamente de la resurrección de los cuerpos de todos los difuntos y del juicio de la última retribución Después de haber referido esta última persecución, breve y concisamente refiere todo cuanto el demonio y la ciudad enemiga con su príncipe ha de padecer en el último juicio. Porque dice: «Y el demonio, que los engañaba, fue echado en un estanque de luego y azufre, donde la bestia y los seudos o falsos profetas han de ser atormenta dos de día y de noche para siempre jamás.» Ya dijimos en el capítulo IX, que puede entenderse bien por la bestia la misma ciudad impía y su seudo» profeta y Anticristo, o aquella imagen o ficción de que hablamos aquí. Después de esto, recapitulando, refiere cómo se le reveló el mismo juicio final, que será en la segunda resurrección de los muertos, es decir, la de los cuerpos, y dice: «Vi entonces un gran trono blanco, y uno sentado, en él, delante del cual la tierra y el cielo huyeron, y no quedó lugar para ellos.» No dice que vio un, trono grande y blanco, y uno sentado sobre él, y que de su presencia huyó el cielo y la tierra, porque esto no sucedió entonces, esto es, antes que se hiciese el juicio de los vivos y de los muertos, sino dijo que vio sentado en el trono a aquel fue cuya presencia huirían el cielo y la tierra; pero huirían después, porque acabado el juicio, entonces dejará de ser este cielo y esta tierra, comenzando a ser nuevo cielo y nueva tierra; pues este mundo pasará, mudándose las cosas, no pereciendo del todo. Así lo dijo el Apóstol: «Porque se pasa la figura de este mundo, quiero que viváis sin solicitud y cuidado»; de modo que la figura es la que pasa, no la naturaleza. Habiendo, pues, dicho San Juan que vio a uno que estaba sentado en un trono, a cuya presencia (lo que después ha de suceder) huyó el cielo y la tierra: «Después vi, dice, a los muertos grandes y pequeños en pie delante del trono, y fueron abiertos los libros, y después se abrió aún otro libro, que es el libro de la vida, y los muertos fueron jugados por lo que estaba escrito en los libros; según sus obras.» Dice que se abrieron libros y el libro, y que éste es el libro de la vida de cada uno luego los libros que puso en primer lugar deben entenderse los sagrados así los del Viejo como los del Nuevo Testamento, para que en ellos se registren los mandamientos y preceptores que Dios mandó guardar. El otro, que trata de la vida particular de cada uno contiene cuanto cada uno observó no observó; el cual libro, si carnalmente le quisiéramos considerar, ¿quién podrá estimar su grandeza, prolijidad y extensión? ¿O en cuánto tiempo podrá leerse un libro donde están escritas las vidas de cuantos hombres ha habido y hay? Acaso ha de haber tanto número de ángeles cuanto hay de hombres para que cada uno oiga a su Angel recitar su vida? Luego no ha de ser uno el libro de todos, sino para cada uno el suyo. Pero aquí la Escritura, queriendo darnos a entender que ha de ser uno, dice: «Y se abrió otro libro.» Por lo cual debemos entender cierta virtud divina con que sucederá que a cada uno se le vengan a la memoria todas las obras buenas o malas que hizo y las verá con los ojos de su entendimiento con maravillosa presteza, acusando o excusando a su conciencia el conocimiento que tendrá de ellas. De esta manera se hará el juicio de cada uno de por sí, y de todos juntamente, cuya virtud divina se llamó libro, porque en ella en cierto modo se lee todo lo que se recuerda haber hecho. Y para demostrar qué clase de muertos han de ser juzgados, esto es, chicos y grandes, recopila y dice, como retrocediendo a lo que había dejado, o, por mejor decir, diferido: «Y el mar dio los muertos que habían sido sepultados en sus aguas; la muerte y el infierno dieron también los muertos que en sí tenían.» Esto, sin duda, sucedió primero que los muertos fuesen juzgados, y, sin embargo, dijo aquello primero. Por eso he dicho que resumiendo volvió a lo que había dejado. Pero después siguió el orden de los sucesos, y para que se explicase este orden, repitió lo que ya se había dicho perteneciente al juicio de los muertos. Y después de referir que dio el mar los muertos que había en él, y que la muerte y el infierno volvieron los muertos que en sí tenían, añadió inmediatamente lo que poco antes había dicho: «Y cada uno fue juzgado según sus obras», que es lo mismo que antes dijo: «Y los muertos fueron juzgados según sus obras.» CAPITULO XV Qué muertos son los que dio el mar para el juicio, o cuáles son los que volvió la muerte y el infierno Pero ¿qué muertos son los que dio el mar que estaban en él? Acaso los que murieron en el mar no están en el infierno? ¿Acaso sus cuerpos se guardan en el mar? O lo que es más absurdo, ¿el mar tenía los muertos buenos y el infierno los malos? ¿Quién ha de pensar tal cosa? Muy a propósito entienden algunos que en este lugar el mar significa este siglo. Así que, queriendo San Juan advertir que habían de ser juzgados todos los que hallará Cristo todavía en sus cuerpos, juntamente con los que han de resucitar, a los que hallará en sus cuerpos los llamó muertos; lo mismo a los buenos de quienes dice el Apóstol «que están muertos acá, y que su vida está escondida y atesorada con Cristo en Dios», como a los malos, de quienes dice el sagrado cronista: «Dejen a los muertos que entierren sus muertos, quienes pueden ser llamados también muertos, porque traen cuerpos mortales. Por ello dice el Apóstol: «Que el cuerpo está muerto por el pecado, pero el alma vive por la justificación», mostrando que lo uno y lo otro se halla en el hombre viviente y que está todavía en este cuerpo, el cuerpo muerto y el alma viva. No dijo cuerpo mortal, sino muerto; aunque poco después los llama también cuerpos mortales, que es como más comúnmente se llaman. Otros muertos, pues, dio el mar, que estaban en él, esto es, dio este siglo todos los hombres que había en él, porque aun no habían fallecido. Y la muerte y el infierno -dice- fueron sus muertos, los que tenían en sí. El mar les dio, porque así como se hallaron se presentaron, pero la muerte y el infierno los volvieron a dar, porque los redujeron a la vida, de la cual se habían ya despedido. Y acaso no en vano no dice la muerte o el infierno, sino ambas cosas; la muerte, por los buenos que sólo pudieron Padecer la muerte, pero no el infierno; y el infierno, por los malos, los cuales pasarán sus penas respectivas en el infierno. Porque si con razón parece creemos que también los santos antiguos que creyeron en Cristo antes que viniese al mundo estuvieron en los infiernos aunque en Parte remotísima de los tormentos de los impíos, hasta que los sacó y libró de aquella cárcel la preciosa sangre de Jesucristo y su bajada a aquellos tenebrosos lugares; sin duda en lo sucesivo los fieles buenos, redimidos ya por aquel precio que por ellos se derramó, de ningún modo saben qué cosa es infierno; hasta que, recobrando sus cuerpos, reciban los bienes que merecen. Y habiendo dicho: «y fueron juzgados cada uno conforme a sus obras», brevemente añadió cómo fueron juzgados: «Y el infierno y la muerte fueron arrojados al estanque de fuego», indicando con estas palabras al demonio, porque es el autor de la muerte y de las penas del infierno, y juntamente todo el escuadrón de los demonios, porque esto es lo que arriba más expresamente, anticipándose, había ya dicho; y el demonio, que los engañaba, fue echado en un estanque de fuego y de azufre. Pero lo que allí expresó con más oscuridad diciendo: «a donde la bestia y el seudo-profeta», aquí lo dice más claro: «y el que no se halló escrito en el libro de la vida, fue arrojado al estanque de fuego». No sirve este libro de memoria a Dios para que no se engañe por olvido, sino que significa la predestinación de aquellos a quienes ha de darse la vida eterna. Porque no los ignora Dios, y para saberlos lee en este libro, sino que antes la misma presciencia que tiene de ellos, que es la que no se puede engañar, es el libro de la vida donde están los escritos, esto es, los conocidos para la vida eterna. CAPITULO XVI Del nuevo cielo y de la nueva tierra Concluido el juicio en el cual nos anunció habían de ser condenados los malos, resta que nos hable también respecto de los buenos. Y puesto que ya nos explicó lo que dijo el Señor en compendiosas palabras: «Estos irán a los tormentos eternos», corresponde ahora que nos declare lo que allí añade: «Y los justos Irán a la vida eterna». «Después de esto vi un cielo nueve y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar ya no le habla.» Según este orden ha de suceder lo que arriba, anticipándose, dijo: que vio uno sentado sobre un uno, a cuya presencia huyó él cielo y la tierra, porque, acabó el juicio universal. Habiendo condenado a los que no se hallaron escritos en el libro de la vida y echándoles al fuego eterno (cuál sea este fuego y en qué parte del mundo haya de estar, presumo que no hay hombre que lo sepa, sino aquel que acaso lo sabe por revelación divina), entonces pasará la figura de este mundo por la combustión del fuego mundano, como se hizo el Diluvio con la inundación de las aguas mundanas. Así que, con aquella combustión mundana, las cualidades de los elementos Corruptibles que cuadraban a nuestros cuerpos corruptibles perecerán y se consumirán, ardiendo completamente, y la substancia de los elementos tendrá aquellas cualidades que convienen con maravillosa transformación a los cuerpos inmortales, para que el mundo; renovado y mejorado, se acomode concordemente a los hombres renovados y también mejorados en la carne. Lo que dice: «Y el mar ya no lo había», no me determinaría fácilmente a explicarlo: si se secará con aquel ardentísimo calor o si igualmente se transformará en otro mejor; pues aunque leemos que habrá nuevos cielos y nueva tierra, sin embargo, del mar nuevo no me acuerdo haber leído cosa alguna, sino, lo que se dice en este mismo libro: «Como un mar de vidrio, semejante al cristal». Pero entonces no hablaba del fin del mundo ni parece que dijo propiamente mar, sino como un mar, Igualmente que ahora (como la locución profética gusta de mezclar las palabras metafóricas con las propias, y así ocultarnos en cierto modo su significación, tendiendo un velo a lo que dice) pudo hablar de aquel mar y no del mencionado, cuando dice: «Y dio el mar sus muertos, los que estaban en él»; porque entonces no será este siglo turbulento y tempestuoso con la vida de los mortales, lo que nos significó y figuró con, el nombre de mar. CAPITULO XVII De la glorificación, de la Iglesia sin fin después de la muerte «Y yo, Juan, vi bajar del cielo la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que venía de Dios, adornada como una esposa para su esposo. Y oí una voz grande que salía del trono y que decía: Veis aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y habitará con, ellos y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios, quedando en medio de ellos, será su Dios. Dios les enjugará todas las lágrimas de sus ojos y no habrá más muerte, ni más llanto, ni más grito, ni más dolor; porque las primeras a cosas son pasadas; entonces el que esta sentado en el trono, dijo: Veis aquí hago yo nuevas todas las cosas.» Dícese que baja del cielo esta Ciudad porque es celestial la gracia con que Dios la hizo; por eso, hablando con ella, la dice también por medio de Isaías: «Yo soy el Señor que te hizo.» En efecto, desde su origen y principio desciende del cielo, después que por el discurso de este siglo, con la gracia de Dios, que viene de lo alto va creciendo cada día el número de sus ciudadanos por medio del bautismo de la regeneración, en virtud de Espíritu Santo enviado del cielo. Pero por el juicio de Dios, que será el último y final, que hará su Hijo Jesucristo, será tan grande y tan nueva por especial beneficio de Dios, la claridad con que se manifestará, que ni le quedará rastro, alguno de lo pasado puesto que los cuerpos mudarán igual mente su antigua corrupción y mortalidad en una nueva incorrupción inmortalidad. Pues querer entender por este tiempo en que reinan con su rey por espacio de mil años, me parece que es demasiada obstinación, diciendo bien claro que les enjugará todas las lágrimas de sus ojos, y que no habrá más muerte, ni llanto, ni clamores, ni género de dolor. ¿Y quién habrá tan impertinente y tan fuera de sí de puro obstinado, que se atreva a afirmar que en los trabajos de la vida mortal no sólo todo el pueblo de los santos, sino cada uno de los santos, dejara de pasar o haber pasado esta vida sin lágrimas algunas ni dolor, siendo así que cuanto uno es más santo, y está más lleno de deseos santos, tanto más abundantes son sus lágrimas en la oración? ¿Acaso no es la ciudad soberana de Jerusalén la que dice: «De día y de noche me sirvieron de pan mis lágrimas»;. «lavaré cada noche mi lecho con lágrimas, y con ellas regaré mi estrado»? «No ignoras, Señor, mis gemidos». «¿Mi dolor será renovado?» ¿O por Ventura no son hijos suyos los que régimen cargados de este cuerpo, del que no querrían verse despojados, sino vestirse sobre él y que la vida eterna consumiese, no el cuerpo, sino lo que tiene de mortalidad»? ¿Acaso no son aquellos «que teniendo las primicias de la gracia del espíritu tan colmadas, gimen en sí mismos deseando y esperando la adopción de los hijos de Dios, y no cualquiera, no la redención y perfecta libertad e inmortalidad del cuerpo y del alma? ¿Por ventura el mismo Apóstol San Pablo no era ciudadano de la celestial Jerusalén, o no era mucho más cuando «andaba tan triste y con continuo dolor en su corazón por causa de, los israelitas, sus hermanos carnales? «¿Y cuándo dejará de haber muerte en esta ciudad, sino, cuando se diga: ¿adónde esta, ¡oh muerte!, tu tesón? ¿Adónde está tu guadaña? La guadaña de la muerte es el pecado.» El cual, sin duda, no le habrá entonces cuando se le diga: «¿dónde está?» Pero ahora, no dama y no da voces cualquiera de los humildes e ínfimos ciudadanos de aquella ciudad, sino el mismo San Juan en su epístola: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no está la verdad en nosotros.» Aunque en este libro del Apocalipsis se declaran muchos misterios en estilo profético, para excitar el entendimiento del lector, y hay pocas expresiones en él por cuya claridad se puedan rastrear (poniendo algún cuidado y molestia) las demás, especialmente porque de tal suerte repite de muchas maneras las mismas cosas, que parece que dice otras; averiguándose que estas mismas las dice de una y otra y muchas maneras; con todo, las palabras donde dice «que les limpiará todas las lágrimas de sus ojos y que no habrá más muerte, ni llanto, ni clamores, ni género de dolor», con tanta luz y claridad se dicen del siglo futuro y de la inmortalidad y eternidad de los santos (Porque entonces solamente, y allí precisamente, no ha de haber estas cosas), que en la Sagrada Escritura no hay que buscar, cosa clara si entendemos que éstas son oscuras. CAPITULO XVIII Que es lo que el Apóstol San Pedro predicó del último y final juicio de Dios Veamos ahora qué es lo que igualmente escribió el Apóstol San Pedro de este juicio final: «Primeramente, dice, sabed que en los últimos tiempos vendrán unos impostores artificiosos, que seguirán sus propias pasiones y dirán: ¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que murieron nuestros padres, todas las cosas perseveran como desde el principio del mundo. Mas ignoran los que esto quieren, que al principió fueron criados los cielos por la palabra de Dios, y que la tierra se dejó ver fuera del agua, y subsiste en medio de las aguas. Y que, por estas cosas, el mundo que entonces era, pereció sumergido en las aguas. Mas los cielos y la tierra que ahora subsisten por la misma palabra están reservados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. Carísimos, una cosa hay que no debéis ignorar, y es que, delante del Señor, un día es como mil años, y mil años como un solo día. No tardará el Señor, como piensan algunos, en cumplir su promesa; sino que por amor de vosotros espera con paciencia, no queriendo que alguno se pierdan, sino que todos se conviertan a Él por la penitencia; porque el día del Señor vendrá cómo un ladrón, y entonces los cielos pasarán con grande ímpetu, los elementos se disolverán por el calor del fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será abrasada. Como todas estas cosas han de perecer, ¿cuáles debéis ser vosotros, y cuál la santidad de vuestra vida y la piedad de vuestras acciones esperando y deseando que venga pronto la venida del día del Señor, en que el ardor del fuego disolverá los cielos y derretirá los elementos? Porque esperamos; según sus promesas, unos cielos nuevos y’ una tierra nueva, donde habitará la justicia. En ésta su carta no dice cosa particular de la resurrección de los muertos, aunque, sin duda, ha dicho lo bastante acerca de la destrucción de este mundo, donde, refiriendo lo que acaeció en el Diluvio, aparece que en cierto modo nos advierte cómo hemos de entender y creer que al fin del siglo ha de perecer toda la tierra. Porque igualmente dice que pereció en aquel tiempo el mundo que florecía entonces, y no sólo la tierra, sino también los cielos, por los cuales entendemos, sin duda, el aire, hasta el espacio que entonces ocupó el agua con sus crecientes. Todo o casi todo este aire, que llama cielo o cielos (no entendiéndose en estos ínfimos los supremos donde están el sol, la luna y las estrellas), se convirtió en agua, y de esta forma pereció con la tierra, á la cual, en cuanto a su primera forma, había destruido el Diluvió. Y los cielos, dice, y la tierra que ahora existe, por el mismo decreto y disposición se conservan reservados para el fuego, para ser abrasados en el día del juicio y destrucción de los hombres impíos. Por lo cual los mismos cielos, la misma tierra, esto es, el mismo mundo que pereció con el Diluvió y quedó otra vez fuera de las mismas aguas, ese mismo está reservado para’ el fuego final el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. Tampoco duda decir que sucederá la perdición de los hombres por el trastorno tan singular y terrible que experimentarán, aunque su naturaleza permanezca en medio de las penas eternas. ¿Preguntará acaso alguno: si, terminado el juicio, ha de arder todo el orbe, antes que en su lugar se reponga nuevo cielo y nueva tierra, y al mismo tiempo que se quemare, dónde estarán los santos, pues teniendo cuerpos es necesario que estén en algún lugar corporal? Puede responderse que estarán en las regiones superiores, donde no llegará a subir la llama de aquel voraz incendio, así como tampoco alcanzaron las aguas del Diluvio, porque los cuerpos que tendrán serán tales que estarán donde quisieren estar. Tampoco temerán al fuego de aquel incendio, siendo, como son, inmortales e incorruptibles, así como los cuerpos corruptibles y mortales de aquellos tres jóvenes pudieron vivir sin daño alguno en el horno de fuego, que ardía extraordinariamente. CAPITULO XIX De lo que el Apóstol San Pablo escribió a los tesalonicenses, y de la manifestación del Anticristo, después del cual seguirá el día del Señor Bien advierto que necesito omitir muchas circunstancias que ocurren están escritas sobre este último y fin juicio de Dios en los libros evangélicos y apostólicos, porque no abulte demasiado este volumen; pero por ningún pretexto debemos pasar en silencio lo que el Apóstol San Pablo escribe a los tesalonicenses: «Os rogamos, hermanos, dice, por la venida de nuestro Señor Jesucristo, y por la congregación de los que nos hemos de unir con e Señor, que no os apartéis fácilmente de vuestro dictamen, ni os atemoricéis ni por algún espíritu, ni por palabra, ni por carta, enviada en mi nombre anunciando que llega ya la venida de Señor, no os engañe alguno, porque antes vendrá aquel rebelde, y se manifestará aquel hombre hijo del pecado y de la perdición, el cual se opondrá levantará contra toda doctrina y contra todo lo que se dice y cree de Dio en la tierra de suerte que llegará sentarse en el templo de Dios, vendiéndose a sí mismo por Dios. »¿No os acordáis que cuando estaba todavía entre vosotros os decía estas cosas? Ya sabéis vosotros la causa que ahora le detiene hasta que sea manifestado o venga el día señalado. El hecho es que ya va obrando o se ve formando el misterio de la iniquidad entre tanto, el que está firme ahora manténgase hasta que sea quitado el impedimento, y entonces se manifestara aquel malvado a quien el Señor quitará la vida con el aliento de su boca, deshará con el resplandor de su presencia a aquel que vendrá con el poder de Satanás, con señales y prodigio mentirosos, y con toda maliciosa sedición, para engañar y perder a los perdidos réprobos, porque no recibieron el amor de la verdad para que salvaran. Y por esto les enviará Dios el artificio del error, a fin de que crear la mentira y sean juzgados y condenados todos los que no creyeren la verdad, sino que consintieren y aprobaren la maldad.» No hay duda que todo esto lo dice del Anticristo y del día, del juicio, por que este día del señor dice que no vendrá hasta que venga primero aquel que llama rebelde a Dios nuestro Señor; lo cual, si puede decirse de todos los malos, ¿cuánto más de éste? Pero en qué templo de Dios se haya de sentar como Dios, es incierto; si será en aquellas ruinas del templo que edificó el rey Salomón o en la Iglesia; porque a ningún templo de los ídolos o demonios llamará el Apóstol templo de Dios. Algunos quieren que en este lugar, por el Anticristo, se entienda, no el mismo príncipe y cabeza, sino en cierto modo todo su cuerpo, esto es, la muchedumbre de los hombres que pertenecen a él juntamente con su príncipe, y piensan que mejor se dirá en latín, como está en el griego, no in templo Dei, sino in templum Dei sedeat, como si el fuese el templo de Dios, esto es, la Iglesia; como decimos sedet in amicum, esto es, como amigo. Lo que dice «y ahora bien sabéis lo que le detiene, esto es, ya sabéis la causa de su tardanza y dilación para que se descubra aquél a su tiempo; y porque dijo que lo sabían ellos, no quiso manifestarlo expresamente. Nosotros, que ignoramos lo que aquéllos sabían, deseamos alcanzar con trabajo lo que quiso decir el Apóstol, y no podemos, especialmente porque lo que añade después hace más oscuro y misterioso el sentido. ¿Qué quiere decir «porque ya ahora principia a obrar el misterio de la iniquidad, sólo el que está firme ahora manténgase, hasta que se quite el impedimento? ¿Y entonces se descubrirá aquel inicuo?» Yo confieso que de ningún modo entiendo lo que quiso decir; sin embargo, no dejaré de insertar aquí las sospechas humanas que, sobre esto he oído o leído. Algunos piensan que dijo esto del Imperio Romano, y el Apóstol San Pablo no lo quiso decir claramente porque no le calumniasen e hiciesen cargo de que deseaba mal al Imperio a mano, el cual entendían que había de ser eterno; como esto que dice: «y ahora principia a obrar el misterio de la iniquidad», imaginan que lo dijo por Nerón, cuyas acciones ya parecían semejantes a las del Anticristo. Por lo social sospechan algunos que ha de resucitar y que ha de ser el Anticristo; aunque otros piensen que tampoco murió, sino que le escondieron para que creyeran que era muerto, y que vivo está escondido en el vigor de la edad juvenil en que estaba cuando se dijo que le mataron, hasta que se descubra a su tiempo y le restituyan en su reino. Mucho me admira la gran presunción de los que tal opinan. Sin embargo, lo que dice el Apóstol: «Sólo el que ahora está firme manténgase hasta que se quite de en medio el impedimento», no fuera de propósito, se entiende que lo dice del mismo Imperio Romano, como si dijera: sólo resta que el que ahora reina reine hasta que le quiten de en medio, esto, es, hasta que le destruyan y acaben, y entonces se descubrirá aquel inicuo; por el cual ninguno duda que entiende el Anticristo. Otros también, sobre lo que dice: «Bien sabéis lo que le detiene, y que principia a obrar el misterio de la iniquidad», piensan que lo dijo de los malos e hipócritas que hay en la iglesia, hasta que lleguen a tanto numero que constituyan un numeroso pueblo al Anticristo, y que éste es el misterio de la iniquidad, por cuanto parece oculto; y que, además, el Apóstol amonesta a los fieles que perseveren constantes en la fe que profesan, cuando dice: «Sólo el que ahora está firme manténgase hasta que se quite de en, medio el impedimento», esto es, haga que salga de en medio de la Iglesia el misterio de la iniquidad, que ahora está oculto. Porque a este misterio piensan que pertenece lo que dijo San Juan evangelista en su epístola: «Hijitos, ha llegado la última hora, y como habéis oído decir que ha de venir el Anticristo, también hay ahora muchos Anticristos o doctores falsos; y esto nos da a conocer que ha llegado la última hora. Estos han salido de nosotros, mas no eran de los nuestros, porque si hubieran sido de los nuestros hubieran permanecido con nosotros.» Igualmente dicen, así como, antes del fin, en esta hora, que llama San Juan la última, han salido muchos herejes de en medio de la Iglesia, a quienes llama muchos Anticristos: así, entonces saldrán de allí todos, los que pertenecerán, no a Cristo, sino a aquel último Anticristo, y entonces se manifestará. Unos conjeturan de una manera y otros de otra, sobre estas palabras oscuras del Apóstol; aunque no hay duda en lo que dijo de que no vendrá Cristo a juzgar a los vivos y a los muertos, si antes no viniere a engañar a los muertos en el alma su adversario el Anticristo; aunque pertenece al ocultó juicio de Dios el haber de ser engañados por él. Su venida será, como se ha dicho, con todo el poder de Satanás, con señales y prodigios falsos y engañosos para seducir a los perdidos y réprobos; porque entonces estará suelto Satanás, y obrará por medio del Anticristo prodigios admirables, pero falsos. Aquí suelen dudar si se llaman señales y prodigios mentirosos; porque vendrá a engañar a los sentidos humanos con fantasmas y, apariencias, de forma que parezca que hace lo que no hace, o porque aquellos mismos portentos, aunque sean verdaderos, han de ser para atraer a la mentira a los que creyeren que aquéllos no pudieron hacerse si virtud, divina, ignorando la virtud y potestad que tiene el demonio, principalmente cuando le consideran poder que jamás tuvo. Pues, en efecto, no diremos que fueron fantasmas cuando vino fuego del cielo y consumió de un golpe tan dilatada e ilustre familia, con tantos y tan numerosos hatos de ganado, del santo Job, y cuando el torbellino impetuoso, derribando la casa, le mató los hijos; todo lo cual fue, sin embargo, obra de Satanás, a quien dio Dios este poder. A cuál de estas dos causas las llamó señales y prodigios mentirosos, entonces se echará de ver mejor, aunque por cualquiera de ellas que los llame así serán alucinados y engañados con sus señales y prodigios los que merecerán ser seducidos, porque no recibieron, dice, el amor de la verdad para que se salvaran. Y no dudó el Apóstol añadir: «y por eso les enviará Dios un espíritu erróneo, para que crean a la mentira y a la falsedad». Dice que Dios le enviará, porque Dios permitirá que el demonio ejecute estas maravillas por sus justos e impenetrables juicios, aunque el demonio lo haga con intención inicua o maligna; «para que sean juzgados, dice, y condenados todos cuantos no creyeren en la verdad, sino que consintieron y aprobaron la iniquidad». Por cuya razón los juzgados serán engañados y los engañados serán juzgados; aunque los juzgados serán engañados por aquellos juicios de Dios, ocultamente justos y justamente ocultos, con los cuales desde el principio, desde que pecó la criatura racional, nunca dejó de juzgar. Y los engañados serán juzgados con el último y manifiesto juicio por Jesucristo, que juzga y condenará justísimamente, habiendo sido el Señor injusta e impíamente juzgado y condenado. CAPÍTULOS XX a XXX CAPITULO XX Que es lo que San Pablo, en la p mera epístola que escribe a los tesalonicenses, enseña de la resurrección los muertos Aunque en el citado lugar no hablo de la resurrección de los muertos, no obstante, en la epístola primera escribe a los mismos tesalonicenses dice: «No queremos que ignoréis, he manos, lo que pasa de los muertos para que no os entristezcáis como los demás que no tienen esperanza; por que si creemos que Jesucristo murió y resucitó, asimismo hemos de creer que Dios, a los que murieron, los ha de volver a la vida por el mismo Jesús, resucitados por Él y con Él; porque os digo en nombre del Señor que nosotros, que ahora vivimos, o lo que vivieren entonces cuando viniere Señor, no hemos de resucitar primero que los otros que murieron ante porque el mismo Señor en persona, con imperio y majestad, a voz y pregón un arcángel, y al son de una trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que hubieren muerto en Cristo resucitará primero; después nosotros, los que no hallaremos vivos, todos juntamente con los que murieron antes, seremos arrebatados y llevados en las nubes por los aires a recibir a Cristo, y así estaremos siempre con el Señor. Estas palabras apostólicas, con toda claridad nos enseñan, la resurrección que debe haber de los muertos cuando venga nuestro Señor Jesucristo a jugar a los vivos y los muertos. Pero se suele dudar si los que hallará en la tierra Cristo Señor nuestro vivos, cuya persona transfirió el Apóstol en sí y en los que entonces vivía con él, nunca han de morir, o si en e mismo instante que serán arrebatados juntamente con los resucitados, por los, aires a recibir a Cristo pasarán, con admirable presteza, por la muerte a la inmortalidad. Pues no hemos de juzga imposible que mientras los llevan por los aires, en aquel espacio intermedio no puedan morir y resucitar. Lo que dice: «y así siempre estaremos con el Señor», no debemos entenderlo como si dijera que nos habíamos de quedar con el Señor siempre en el aire; porque ni Él ciertamente quedará allí, porque viniendo ha de pasar, pues al que viene se le sale a recibir, y no al que está quedo. Y así estaremos con el Señor; esto es, así estaremos siempre, teniendo cuerpos eternos dondequiera que estuviéremos con Él. Según este sentido, parece que el mismo Apóstol nos induce a que entendamos que también aquellos a quienes el Señor hallare vivos en el mundo, en aquel Corto espacio de tiempo han de pasar por la muerte y recibir la inmortalidad, cuando dice: «que todos han de ser vivificados por Cristo»; diciendo en otro lugar, con motivo de hablar sobre la resurrección de los muertos: «El grano que tú siembras no se vivifica, si no muere y se corrompe primero.» ¿Cómo, pues, los que hallare Cristo vivos en la tierra se han de vivificar por Él con la inmortalidad aunque no mueran, advirtiendo que dijo el Apóstol: «lo que tú siembras no se vivifica si primero no muere»? Aunque no digamos con propiedad que se siembra, sino de los cuerpos de los hombres que, muriendo, vuelven a la tierra (como lo expresa la sentencia que pronunció Dios contra el padre del linaje humano, cuando pecó: «tierra eres, y a la tierra volverás»); hemos de confesar que a los que hallare Cristo cuando viniere sin que hayan salido aún de sus cuerpos ni les comprenden estas palabras del Apóstol ni las del Génesis; porque siendo arrebatados a lo alto por las nubes, ni los siembran, ni van a la tierra, ni vuelven de ella; ya no pasen por la muerte, ya la sufran por un momento en el aire. Pero aun se nos ofrece otra duda. El mismo Apóstol, hablando de la resurrección de los cuerpos a los corintios, dice: «Todos resucitaremos»; o, como se lee en otros códices: «Todos hemos de dormir». Siendo cierto que no puede haber resurrección sin que preceda muerte, y que por el sueño no podemos entender en aquel pasaje sino la muerte, ¿cómo todos han de dormir o resucitar, si tantos como hallará Cristo en sus cuerpos no dormirán ni resucitarán? Si creyéremos que los santos que se hallaren vivos cuando venga Cristo, y fueren arrebatados para salirle a recibir, en el mismo rapto saldrán de los cuerpos mortales y volverán a los mismos cuerpos ya inmortales, no encontraríamos dificultad alguna en las palabras del Apóstol; así, cuando dice que «el grano que tú siembras no se vivificará si antes no muere», como cuando dice «que todos hemos de resucitar» o «todos hemos de dormir»; porque estos tales no serán vivificados con la inmortalidad si primero, por poco momento que pase, no mueren, y así tampoco dejarán de participar de la resurrección aquellos a quienes precede el sueño, aunque brevísimos, pero efectivamente alguno. ¿Y por qué se nos ha de figurar increíble que tanta multitud de cuerpos se siem bre en cierto modo en el aire, y que allí luego resucite y reviva inmortal e incorruptiblemente, creyendo, como creemos, lo que el mismo Apóstol claramente dice: que la resurrección ha de ser en un batir de ojos, y que con tanta facilidad y con tan inestimable velocidad el polvo de los antiquísimos cuerpos ha de, volver a los miembros que han de vivir sin fin? Ni tampoco debemos pensar que se libertarán los santos de aquella sentencia que se pronunció contra el hombre: «tierra eres, y a la tierra has de volver», aun cuando al morir sus cuerpos no caigan en la tierra, sino que en el mismo rapto, al morir, resuciten en el espacio de tiempo que van por el aire; porque a la tierra irás quiere decir, irás en perdiendo la vida, a lo que eras antes que tomases vida, esto es, serás sin alma lo que eras antes que fueses animado (pues tierra fue a la que inspiró Dios en el rostro el soplo de vida cuando fue criado el hombro animal vivo), como si le dijeran: tierra eres animada, lo que antes no eras; tierra serás sin alma, como antes lo eras; lo cual son aun antes de que se corrompan y pudran todos los cuerpos de los difuntos, como también lo serán los santos si murieren, dondequiera que mueran, cuando carecieren de la vida que al momento han de recobrar. De esta conformidad irán a la tierra, porque de hombres vivos se harán tierra; como se va a la ceniza lo que se hace ceniza, y se va a la senectud lo que se hace viejo, y se va a cascote lo que del barro se hace cascote, y otras sesenta cosas que decimos de esta manera. Pero como ha de ser esto, que ahora conjeturamos según las débiles fuerzas de nuestro limitado entendimiento, podremos saberlo entonces. Porque si queremos ser cristianos, es necesario que creamos que ha de haber resurrección de los cuerpos muertos cuando viniere Cristo a juzgar los vivos y muertos, y no es vana en esto nuestra fe porque no podamos perfectamente comprender el cómo ha de ser. Tiempo es ya, como prometimos arriba, de que manifestemos lo que pareciere bastante, de lo que dijeron también los profetas en el Viejo Testamento de este último y final juicio de Dios. En lo cual, a lo que entiendo, no será necesario detenernos mucho, si procurare el lector valerse de lo que hemos ya dicho. CAPITULO XXI Qué es lo que el profeta Isaías dice de la resurrección de los muertos y, de la retribución del Nido El profeta Isaías dice: «Resucitarán los muertos, y resucitarán los que estaban en las sepulturas, y se alegrarán todos los que están en la tierra; porque el rocío que procede de ti les dará la salud, pero la tierra de los impíos caerá.» Las primeras expresiones de este vaticinio pertenecen a la resurrección de los bienaventurados; mas en aquellas donde expresa que la tierra de los impíos caerá, se entiende bien claro que los cuerpos de los impíos caerán en la eterna condenación. Y si quisiéramos reflexionar con exactitud y distinción lo que dice de la resurrección, de los buenos, hallaremos que a la primera se debe referir lo que insinúa: «resucitarán los muertos»; y a la segunda, lo que sigue: «y resucitarán los que estaban en las sepulturas». Y si quisiéramos saber de aquellos santos que en la tierra hallará vivos el Señor, congruamente se les puede acomodar lo que añade: «y se alegrarán todos los que están en la tierra, porque el rocío que procede de ti les dará la salud». Salud, en este lugar, se entiende muy bien por la inmortalidad, porque ésta es la íntegra y plenísima salud que no necesita repararse con alimentos como cotidianos. El mismo Profeta, dando primero esperanza a los buenos y después infundiendo terror a los malos, dice de este modo: Esto dice el Señor: «Veis cómo yo desciendo sobre ellos como un río de paz y como un arroyo que sale de madre Y riega la gloria las gentes. A los hijos de éstos los varé sobre los hombros y en mi los consolaré; así como cuando a la madre consuela a su hijo, así consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados; veréis, y se holgará vuestro corazón, y vuestros huesos nacerán como hierba. Y se conocerá la del Señor en los que le reverencia y su indignación y amenaza en los tumaces; porque vendrá el Señor como fuego, y sus carros como un torbellino para manifestar el grande furor de venganza y el estrago que ha de hacer con las llamas encendidas de fuego pues con fuego ha de juzgar el se toda la tierra, pasará a cuchillo toda carne, y será innumerable el número de los, que matará el Señor.» En la promesa de los buenos, que el Señor declina y baja como no de paz, en cuyas expresiones, duda, debemos entender la abundancia de su paz, tan grande que no puede ser mayor. Con ésta, en efecto, seremos bañados; de la cual hablan extensamente en el libro anterior. Este río dice que le inclina y deriva sobre aquellos a quienes promete singular bienaventuranza, para que tendamos que en aquella región felicísima que hay en los cielos todas cosas se llenan y satisfacen con este río; mas por cuanto la paz influirá se derramará también en los cuerpos de terrenos la virtud de la incorrupción, e inmortalidad, por eso dice que dina y deriva este río, para que de parte superior en Cierto modo venga bañar también la inferior, y así haga los hombres iguales con los ángeles. Por Jerusalén, asimismo, hemos entender, no aquella que es, sierva, en sus hijos, sino la libre, que es más nuestra, y según el Apóstol, «eterna en los cielos», donde, después de trabajos, fatigas y cuidados mortal seremos consolados, habiéndonos llevado como a pequeñuelos suyos en hombros y en su seno; porque, rudos y novatos, nos recibirá y acogerá aquella bienaventuranza nueva y de usada para nosotros con suavísimos regalos y favores. Mil veremos y alegrará nuestro corazón. No decide lo que hemos de ver; pero ¿qué se, sino a Dios? De forma que se cumpla en nosotros la promesa evangélica de que serán bienaventurados los impíos de corazón, porque ellos verán Dios», y todas las otras maravillas y de grandezas que ahora no vemos; pero, creyéndolas según la humana capacidad no dad, las imaginamos incomparablemente mucho menos de lo que son. «Y veréis, dice, y se holgará vuestro corazón;» Aquí creéis, allí veréis. Pero porque dijo «y se holgará vuestro corazón», para que no pensáremos no que aquellos bienes de Jerusalén pertenecían sólo al espíritu, añadió: «Vuestros huesos nacerán y reverdecerán como la hierba»; donde comprendió la resurrección de los cuerpos como añadiendo lo que no había dicho, pues se harán cuando los viéremos, sino cuando se hubieren hecho los veremos. Ya antes había dicho lo del cielo nuevo y de la tierra nueva, refiriendo muchas veces y de diferentes manera las cosas que al fin promete Dios a los santos. Habrá, dice, nuevos cielos y nueva tierra; no se acordarán de los pasados, ni les pasarán por el pensamiento, sino que en éstos hallarán alegría y contento; yo me regocijaré en Jerusalén, me alegraré en mi pueblo, y no se oirá más en ella voz alguna de llanto, etc.» Esta profecía intentara algunos espíritus carnales referirla a aquellos mil años ya insinuados, pues conforme a la locución profética, mezcla las frases y modos de hablar metafóricos con los propios para que la intención cuerda y diligente, con trabajo sutil y saludable, llegue al sentido espiritual; pero a la flojedad carnal o En la rudeza del entendimiento que, o no ha estudiado o se ha ejercitado poco, a contentándose con percibir la corteza de la letra, le parece que no hay que penetrar ni buscar más en lo interior. Y baste haber dicho esto sobre las expresiones proféticas que se escriben antes de este pasaje. Pero en éste, de donde nos hemos apartado, habiendo dicho: «y vuestros huesos nacerán o reverdecerán como nace y reverdece la hierba», para manifestar que hacía ahora mención de la resurrección de la carne, pero sólo de la de los buenos, añadió: «y se conocerán la mano del Señor en los que le reverencian y sirven». ¿Qué se denota aquí sino la mano del que distingue y aparta sus siervos y amigos de los que le despreciaron. A éstos se refiere en lo que sigue: «Y en su amenaza en los contumaces» o, como dice otro interprete, «en los incrédulos». Tampoco entonces amenazará, sino que lo que ahora dice con amenaza, entonces, se cumplirá efectivamente. Porque «vendrá el Señor dice, como fuego, y sus carros como tempestad, para mostrar el gran furor de su venganza y el estrago que ha de hacer con las llamas encendidas del fuego; pues con fuego ha de juzgar el Señor toda la tierra, y pasará a cuchillo toda la carne, y será innumerable el número de los que herirá el Señor». Ya sea con fuego, o con tempestad o con cuchillo, ello significa la pena del juicio, puesto que dice que el mismo Señor ha de venir como fuego, para aquellos se entiende, sin duda, a quienes ha de ser penal su venida. Y por sus carros (que los llamó en plural) entendemos, no incongruentemente, los ministros angélicos. En lo que dice que con fuego y cuchillo ha de juzgar toda la tierra toda la carne, tampoco, aquí debemos entender a los espirituales y santos, sino a los terrenos y carnales, de quienes dice la Escritura «que saben gustan de las, cosas de la tierra», que «saber y vivir según la carne muerte», y a los que llama el Señor carne cuando dice: «No permanecer mi espíritu en estos hombres, porque son carne.» Lo que dice aquí: «Muchos serán los que herirá el Señor», de esta herida ha de resultar la muerte segunda. Aun que se puede también tomar en bien el fuego, el cuchillo y la herida, por que igualmente dijo el Señor que quería enviar fuego al mundo. y que vieron sobre los discípulos lenguas como de fuego cuando vino el Espíritu Santo: «No vine, dice el mismo Señor a poner paz en la tierra, sino el cuchillo.» A la palabra de Dios llama Ir Escritura cuchillo de dos filos, aludiendo a los dos Testamentos, y en los Cantares dice la iglesia Santa que está herida de caridad, como si esto viera herida de las saetas del amor pero como leemos aquí, u oímos que ha de venir el Señor castigando, claro está cómo han de entenderse estas palabras. Después, habiendo referido brevemente los que habían de ser condenado por este juicio, bajo la figura de los manjares que se vedaban en la ley antigua, de los cuales no se abstuvieron significando los pecadores impíos, resume desde el principio la gracia de Nuevo Testamento, comenzando desde la primera venida del Salvador, y con incluyendo en el último y final juicio, de que tratamos ahora. Pues refiere que dice el Señor que vendrá a congregar todas las gentes, y que éstas vendrán y verán su gloria; pues, según el Apóstol, «todos pecaron y tienen necesidad de la gloria de Dios». Y dice que dejará sobre ellos señales, para que admirándose de ellas, crean en él, y que los que se salvaren de éstos, los despachará y los enviará a diferentes gentes, y a las islas más remotas, donde nunca oyeron su nombre ni vieron su gloria, y que éstos anunciarán su gloria a las gentes, y que traerán a los hermanos de estos con quien hablaba, esto es, a aquellos que siendo en la fe hijos de un mismo Dios Padre, serán hermanos de los israelitas escogidos, y que los traerán de todas las gentes, ofreciéndoles al Señor en jumentos y carruajes (por cuyos jumentos y carruajes se entienden bien los auxilios de Dios por medio de sus ministros e instrumentos de cualquier género que sean, o angélicos o humanos) a la ciudad santa de Jerusalén, que ahora en los fieles santos está derramada por toda la tierra. Porque donde los ayuda la divina gracia, allí creen, y donde creen allí vienen. Y los comparó el Señor a los hijos de Israel cuando le ofrecían sus hostias y sacrificios con Salmos en su casa; lo cual donde quiera hace al presente la Iglesia y promete que de ellos ha de escoger para sí sacerdotes y levitas, lo que también vemos que se, hace ahora. Pues no según el linaje de la carne y sangre, como eta el primer sacerdocio según el Orden de Aarón sino como convenía en el Testamento Nuevo, en el que Cristo es el Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec, vemos en la actualidad que, conforme al mérito que a cada uno concede la divina gracia, se van eligiendo sacerdotes y levitas, quienes no por el nombre de sacerdotes, el cual muchas veces alcanzan los indignos, sino por la santidad, que no es común a los buenos y a los malos, se deben estimar y ponderar. Habiendo hablado así sobre esta evidente y clara misericordia que ahora comunica Dios a su Iglesia, les prometió, también los fines, á los cuales ha de venirse a parar por el último y final juicio, después de hecha la distinción y separación de los buenos y de los malos, diciendo por el Profeta, o diciendo del Señor, el mismo Profeta:«Porque así como permanecerá el cielo nuevo y la tierra nueva delante de mí, dice el Señor, así permanecerá vuestra descendencia y vuestro nombre y mes tras mes, y sábado tras sábado. Vendrá toda carne a adorar en presencia en Jerusalén, dice él y saldrán y verán los miembros los hombres que prevaricaron contra mi. El gusano de ellos no morirá, fuego no se apagará, y será visión abominación a toda carne.» Así acaba este Profeta su libro, como así también acabará el mundo. Algunos no traducen los miembros de los hombres, sino cuerpos muertos de varones, significando por cuerpos muertos la pena evidente los cuerpos, aunque no suele llamarse cuerpo muerto sino el cuerpo sin alma, y realmente aquellos han de cuerpos animados, porque de otra manera no podrían sentir los tormentos a no ser que se entienda serán cuerpos muertos, esto es, de aquellos caerán en la segunda muerte; por no fuera de propósito se pueden también llamar cuerpos muertos. Como entiende también la otra expresión cité arriba del mismo Profeta: «La tierra de los impíos caerá.» ¿Y que no ve que de caer se derivó la palabra cadáver. Y que aquellos intérpretes hablaron de varones en lugar de hombres, está claro, aunque nadie dirá que no ha de haber en aquel tormento mujeres prevaricadoras, sino que por más principal, mayormente por aquí de quien fue formada la mujer, se tiende uno y otro sexo. Pero lo que más hace al intento, cuando igualmente de los buenos se dice: «Vendrá toda carne, porque de todo género de hombres constará este pueblo» (puesto que no han de estar allí todos los hombres ya que los más se hallarán en las penas), según principié a decir, cuan el Profeta habla de la carne se refiere a los buenos, y cuando habla de miembros o cuerpos muertos alude los malos, sin duda después de la resurrección de la carne, cuya fe se establece con estos y semejantes vocablos, lo que apartará a los buenos los malos, llevando a cada uno a respectivos fines, declara que será juicio futuro. CAPITULO XXII Cómo debe de entenderse la salida de los santos a ver las penas de los malos Pero ¿cómo saldrán los buenos a v las penas de los malos? Acaso con movimiento del cuerpo dejarán aquellas estancias y moradas bienaventuradas, e irán a los lugares de las penas y tormentos? Ni por pensamiento, no que saldrán por ciencia, porque este modo de decir se nos significó que los que padecerán los tormentos estarán fuera. Y así también el Señor llamó a aquellos lugares tinieblas exteriores, cuya contraposición es aquel infra que dice al buen siervo: «Entiende el gozo de tu señor», para que no pensemos que allá entran los malos a fin de que se sepa y tengan noticias de ellos, antes si parece que salen ellos los buenos por la ciencia que los han de conocer, pues han de comprender y tener exacta noticia de que está fuera. Porque los que estará en las penas no sabrán lo que se hace allá dentro en el gozo del Señor; pero los que estuvieren en aquel gozo, habrán lo que pasará allá fuera en las tinieblas exteriores. Y por eso dijo saldrán, porque no se les esconderán aun los que estarán allá fuera. Pues si los profetas pudieron sabe estos ocultos sucesos antes que acaeciesen, porque estaba Dios, por muy poco que fuese, en el espíritu de aquellos hombres mortales, ¿cómo no ha de saber entonces las cosas ya sucedidas los santos inmortales cuando «Dios estará y será todo en todos» Permanecerá, pues, en aquella bienaventuranza la descendencia y nombre de los santos; la descendencia, es a saber, de la que dice San Juan: «Que su descendencia permanecerá en él» y el nombre del cual, por el mismo Isaías dice: «Le daré un nombre eterno, y tendrán un mes después de otro y un sábado después de otro sábado»: como quien dice luna tras luna, y descanso tras descanso; Cristo es, sus fiestas y solemnidades serán perpetuas, cosas ambas que tendrán ellos cuando pasaren de estas sombras viejas y temporales a aquellas luces nuevas y eternas. Lo que pertenece al fuego inextinguible y al gusano vivacísimo que ha de haber en los tormentos de los malos, de diferentes maneras lo lían declarado y entendido varios autores; porque algunos atribuyen lo uno y lo otro al cuerpo, otros lo uno y lo otro al alma, otros sólo propiamente el fuego al cuerpo, y el gusano metafóricamente al alma, lo cual parece más creíble. No es tiempo ahora de disputar sobre esta diferencia, por cuanto en este libro nos hemos propuesto la idea de tratar sólo del juicio final, con el que se efectuará la división y distinción de los buenos y de los malos; y en lo concerniente a los premios y penas, en otra parte lo trataremos extensamente. CAPITULO XXIII Qué es Lo que profetizó Daniel de la persecución del Anticristo, del juicio de Dios y del Reino de los Cielos De este juicio final habla Daniel, de tal suerte, que dice que vendrá también primero el Anticristo, y llega con su narración al Reino eterno, de los santos. Porque habiendo visto en visión profética cuatro bestias, que significaban cuatro reinos, y al cuarto vencido por un rey, que se conoce ser el Anticristo, y después de éstos, habiendo visto al Reino eterno del Hijo del hombre, que se entiende Cristo, dios: «Grande fue el horror y admiración de mi espíritu; yo, Daniel, quedé absorto con esto, y sola la imaginación y visión interior me aterró. Y llegué a Uno de los que estaban allí, le pregunté la verdad de todo lo que allí se representaba, y me declaró la verdad.» Después prosigue lo que oyó a aquel a quien preguntó la verdad de todas estas cosas, y como si el otro se las declarara, dice: «Estas cuatro bestias grandes son cuatro reinos que se levantarán en la tierra, los cuales se desharán y tomarán al fin el Reino los Santos del Altísimo, y le poseerán para siempre por todos los siglos de los siglos. Después pregunté, dice, particularmente sobre la cuarta bestia porque era muy diferente de las de más, y mucho más terrible: tenía dientes de acero, unas de bronce, comía desmenuzaba y hollaba a las demás con sus pies; también pregunté acerco de los diez cuernos que tenía en la cabeza, y de otro que le nació entre ellos y derribé los tres primeros. Este cuerno tenía ojos, y una boca que hablaba cosas grandes y prodigiosas, y parecía mayor que los demás. Estaba yo atento, y vi que aquel cuerpo hacía guerra a los santos y prevalecía contra ellos, hasta que vino el antiguo de días y dio el Reino a los Santos del Altísimo, llegó el tiempo determinado y vinieron a conseguir el Reino los Santos.» Esto dice Daniel que preguntó. Después, inmediatamente, prosigue y pone lo que oyó, diciendo, y dijo: «Esto es, aquel a quien había preguntado, respondió y dijo: La cuarta bestia será el cuarto reino de la tierra, el cual será mayor que todos los reinos: comerá toda la tierra, la hollará y la quebrantará. Y sus diez cuernos, es porque de él nacerán diez reyes, y tras éstos nacerá otro, que con sus males sobrepujará a todos los que fueron antes de él, y abatirá y humillará a los tres Reyes, y hablará palabras injuriosas contra el, Altísimo, y quebrantará los Santos del Altísimo; le parecerá que podrá mudar los tiempos y la ley, y se le entregará en su mano hasta el tiempo y tiempos y la mitad del tiempo. Y se sentará el juez, le quitará su principado y dominio para acabarle y destruirle del todo para siempre. Y el reino y potestad y la grandeza de los reyes que hay debajo de todo el cielo se entregará a los Santos del Altísimo. Cuyo reino es reino eterno, y todos los reyes le servirán y obedecerán. Hasta aquí es lo que me dijo, y a mi, Daniel, me turbaron mucho mis pensamientos, se me demudó el color del rostro y guardé en mi corazón estas palabras que me dijo.» Aquellos cuatro reinos declaran algunos y tienen por los de, los asirios, persas, macedonios y romanos. Quien quisiere saber con cuánta conveniencia y propiedad se dijo esto, lea los Comentarios que escribió sobre Daniel, con particular escrupulosidad y erudición, el presbítero Jerónimo. Pero que ha de venir a ser cruelísimo el reino del Anticristo contra la Iglesia, aunque por poco tiempo, hasta que por el último y final juicio de Dios reciban los santos el Reino eterno, el que leyere esta doctrina, aunque no sea con mucha atención, no podrá dudarlo. El tiempo y tiempos y la mitad del tiempo se entiende por el número de los días que después se ponen, y alguna vez en la Sagrada Escritura se declara también por el número de los meses, que es un año dos años y medio; año, y, por consiguiente, tres anos y medio. Pues aunque el latín parece que se ponen los tiempos indefinidamente y sin limitación, con todo, aquí están puestos en el número dual, del cual carecen los latinos, como le tienen los griegos, así también dicen que lo tienen los hebreos Dice, pues, tiempos, como si dijera dos tiempos; sin embargó, confieso que recelo nos engañemos acaso en los diez reyes que parece ha de hallar el Anticristo, como si hubiesen de ser diez hombres; y que así venga de repente sin pensarlo al tiempo que no, hay tantos reinos en el dominio romano Porque ¿quién sabe si por el número denario quiso significarnos generalmente todos los reyes, después de los cuales ha de venir el Anticristo, coma con el milenario, centenario y centenario se nos significa por la mayor parte la universalidad, y con otros muchos números que no es necesario ahora referir? En otra parte, dice el mismo Daniel: «Vendrá un tiempo de tanta tribulación, cual no se ha visto después que comenzó a haber, gente en la tierra hasta aquel tiempo, en el cual se salvarán los de vuestro pueblo, todos los que se hallaren escritos en el libro. Y muchos que duermen en las fosas de la tierra se levantarán y resucitarán, unos a la vida eterna y otros a la ignominia y confusión eterna. Y los doctos e inteligentes resplandecerán como la claridad y resplandor del firmamento, y todos los justos como estrellas para siempre jamás.» Este pasaje es muy semejante a aquel del Evangelio relativo a la resurrección sólo de los cuerpos de los muertos. Porque de los que allá dice que están en los monumentos o sepulturas, acá dice que duermen en las fosas de la tierra, o, como otros interpretan, en el polvo de la tierra; como allá dice procedent, saldrán, si aquí exurgent, se levantarán. Y como allá: «Los que hicieron buenas obras, a la resurrección de la vida, y los que las hicieron malas, a la resurrección del juicio y condenación», así en este lugar: «Los unos a la vida eterna, y los otros a la ignominia y confusión eterna.» No debe parecernos que hay diversidad alguna, porque dice allá, todos los que están en los monumentos; y aquí el Profeta no dice todos, sino muchos que duermen en las fosas de la tierra, pues en la Escritura algunas veces se pone muchos por todos. Y así, dice Dios a Abraham: «Yo te he hecho padre de muchas gentes», a quien, sin embargo, en otro lugar dice: «En tu semilla y descendencia serán benditas todas las naciones.» De esta resurrección poco después le dicen a este mismo Profeta Daniel también: «Pero tú ven y descansa, porque antes que se cumplan los días de la consumación, tú descansarás y resucitarás en tu suerte al fin de los días.» CAPITULO XXIV Lo que está profetizado en los Salmos de David sobre el fin del mundo, y el último y final juicio de Dios Muchas particularidades se hallan en los Salmos relativas al juicio final, pero las más de ellas se dicen de paso y sumariamente. Con todo, lo que allí se dice con completa evidencia acerca del fin de este siglo, no me pareció oportuno remitirlo ni silencio: «Al principio, Señor, tú estableciste la tierra, y los cielos son de tus manos. Ellos perecerán, pero tú permanecerás, y todos se envejecerán como la vestidura, y como una cubierta los mudarás y se mudarán, mas tú siempre serás el mismo, y tus años jamás faltarán.» Pregunto yo ahora: ¿cuál es la causa porque alabando Porfirio la religión de los hebreos, con que ellos reverencian y adoran al sumo y verdadero Dios, terrible y formidable a los mismos dioses, arguye a los cristianos de grandes necios; aún por testimonio de los oráculos de sus dioses, porque decimos que ha de perecer y acabarse este mundo? Observen aquí cómo en los libros de la religión de los hebreos le dicen a Dios (a quien, por confesión de tan ilustre filósofo, temen con horror los mismos dioses): «los cielos son obras de tus manos: ellos perecerán». ¿Acaso cuando perecieren los cielos no perecerá el mundo, cuya parte suprema y más segura son los mismos cielos? Y si este artículo, como escribe el citado filósofo, no agrada a Júpiter, con cuyo oráculo, como con autoridad irrefragable se culpa y condena a los cristianos, por ser ésta una de las cosas que creen, ¿por qué asimismo no culpa y condena la sabiduría de los hebreos como necia, en cuyos libros tan piadosos y religiosos se halla? Y si en aquella sabiduría de los judíos, que tanto agrada a Porfirio, que la apoya y celebra con el testimonio de sus dioses, leemos que los cielos han de perecer, ¿por qué tan vanamente abomina de que en la fe de los cristianos, entre las demás cosas, o mucho más que en todas, creemos que ha de perecer el mundo, puesto que si él no perece no pueden perecer los cielos? Y en los libros sagrados que propiamente son nuestros no comunes a los hebreos y a nosotros, esto es, en los libros evangélicos y apostólicos, se lee: «que pasa la figura de este mundo», y leemos «que el mundo pasa», y «que el cielo y la tierra pasarán». Pero imagino que praeferit, transit y transibunt se dice con menos exactitud que peribunt, perecerán. Asimismo en la epístola del Apóstol San Pedro, donde dice que pereció con el Diluvio el mundo que entonces había, bien claro está qué parte significó por él, todo, y en cuánto y cómo se dice que pereció, y que los cielos se conservaron o repusieron reservados al fuego, para ser abrasados el día del juicio y destrucción de los hombres impíos, y en lo que poco después dice: «Vendrá el día del Señor como un ladrón, y entonces los cielos pasarán con grande ímpetu, los elementos se disolverán por el calor del fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será abrasada»; y después añade: «Pues como todas estas cosas han de perecer, ¿cuáles debéis ser vosotros?»; puede entenderse que perecerán aquellos cielos que dijo estaban puestos y reservados, para el fuego, y que arderán aquellos elementos que están en esta parte más ínfima del mundo, llena de tempestades y mudanzas, en la cual dijo que estaban puestos los cielos inferiores, quedando libres y, en su integridad los de allá arriba, en cuyo firmamento están las estrellas. Pues lo que dice también la Escritura: que las estrellas caerán del cielo, fuera de que con mucha más probabilidad puede entenderse de otra manera, antes nos muestra que han de permanecer aquellos cielos, si es que han de caer de allí las estrellas, pues o es modo de hablar metafórico, que es lo más creíble, o es que habrá en este ínfimo cielo algo más admirable que lo que ahora hay. Y así es también aquel pasaje de Virgilio: «Vióse una estrella con una larga cola, discurrió por el aire con mucha luz y se ocultó en la selva Idea.» Pero esto que cité del Salmo, parece que no deja cielo que no haya de perecer, por que donde dice: «obras de tus manos son los cielos, ellos perecerán», así como a ninguno excluye que sea obra de las manos de Dios, así a ninguno excluye de su última ruina. No querrán, sin duda, explicar el Salmo con las palabras del Apóstol San Pedro, a quien extraordinariamente aborrecen, sino defender y salvar la religión y piedad de los hebreos, aprobada por los oráculos de los dioses, para que a lo menos no se crea que todo el mundo ha de perecer, tomando y entendiendo por el, todo la parte en donde dice: «ellos perecerán», pues sólo los cielos inferiores han de perecer, así como en la citada epístola de San Pedro se entiende por el todo la parte donde dice que pereció el mundo con el Diluvio, aunque sólo pereció su parte ínfima con sus cielos. Pero como he dicho, no se dignarán reconocerlo, por no aprobar el genuino sentido del Apóstol San Pedro, o por no conceder tanto a la final combustión, cuanto decimos que pudo hacer el Diluvio, pretendiendo que no es posible, perezca todo el género humano, ni con muchas aguas, ni Con ningunas llamas. Réstales decir que alabaron sus dioses la sabiduría de los hebreos, porque no habían leído este Salmo. También en el Salmo 49 se infiere que habla del juicio final de Dios, cuando dice: «Vendrá Dios manifiestamente, nuestro Dios, no callará. Delante de Él irá el fuego abrasando, y en su rededor un turbión terrible. Convocará el cielo arriba, y la, tierra, para discernir y juzgar si pueblo. Congregad a él sus santos, los que disponen y ordenan el testamento y la ley de Dios, y el cumplimiento de ella sobre los sacrificios.» Esto lo entendemos nosotros de Jesucristo nuestro Señor, a quien esperamos que vendrá del cielo a juzgar a los vivos y a los muertos. Porque públicamente vendrá a juzgar entre los justos y los injustos, después de haber venido oculto y encubierto a ser juzgado injustamente por los impíos. Este mismo, digo, vendrá manifiestamente, y no callará; esto es, aparecerá y se manifestará con toda evidencia con voz terrible dé juez, el que cuando vino primero encubierto calló delante del juez de la tierra, cuando «como una mansa oveja se dejó llevar para ser inmolado, y no abrió su boca como el cordero cuando, le están esquilando», según lo leemos en el profeta Isaías y lo vemos cumplido en el Evangelio. Lo tocante al fuego y tempestad, y dijimos cómo había de entenderse, tratando un punto que tiene cierta coherencia y correspondencia con el de la profecía de, Isaías. En lo que dice: «convocará el cielo arriba», puesto que con mucha conformidad los santos y los justos se llaman cielo, esto será lo mismo que dice e Apóstol: «Juntamente con ellos seremos arrebatados y llevados en las nubes por los aires a recibir a Cristo. Porque, según la inteligencia materia y superficial de la letra, ¿cómo se llama y convoca el cielo arriba, no pudiendo estar sino arriba? Lo que añade, «y la tierra para discernir y juzgar su pueblo», si solamente se entiende por la palabra convocara, esto es, convocará también la tierra, y no se entiende la palabra sursum, arriba, parece tendrá este sentido según la fe católica; que por el cielo entendemos aquellos que han de juzgar con el Señor, y por la tierra los que han de ser juzgados. Y al decir «convocará el cielo arriba», no entendemos aquí que los arrebatara por los aires, sino que los subirá y sentará en los asientos de los jueces. Puede entenderse también «convocará el cielo arriba», esto es, en los lugares superiores y soberanos, que convocará a los ángeles, para bajar con ellos a hacer el juicio. Convocará también la tierra, esto es, los hombres que han de ser juzgados en la tierra. Pero si hemos de suponer que se entiende ambas cosas cuando dice: «la tierra»; es decir, «convocará» y «arriba»; de forma que haga este sentido, convocará el cielo arriba, y convocará la tierra arriba; me parece que no puede dársele otra inteligencia más conforme que la de que los hombres serán arrebatados y llevados por los aires a recibir a Cristo. Y los llamó cielos por las almas, y tierra por los cuerpos. Discernir y juzgar su pueblo, ¿que es sino, mediante el juicio, apartar y dividir los buenos de los malos, como se suelen separar las ovejas de los cabritos? Después, dirigiéndose a los ángeles, dice: «Congreso a él sus justos», porque, sin duda, tan grande negocio habrá de hacerse por ministerio de los ángeles. Y si preguntásemos y deseásemos saber qué justos son los que habrán de reunir y congregar los ángeles, dice que son los que disponen y ordenan el testamento, la ley de Dios y el cumplimiento de ella sobre los sacrificios. Esta es toda la vida de los justos, disponer el testamento de Dios sobre los sacrificios. Porque o las obras de misericordia están sobre los sacrificios, esto es, se han de preferir a los sacrificios, conforme a lo que, dice Dios: «más quiero la misericordia que el sacrificio», o sobre los sacrificios entendamos en los sacrificios, como decimos, que se hace una grande revolución sobre la tierra, cuando en efecto se hace en la tierra, en cuyo caso, sin duda, las mismas obras de caridad y misericordia son sacrificios muy agradables a Dios, como me acuerdo haberlo declarado ya en el libro X, en cuyas obras los justos disponen el pacto y testamento de Dios, porque las hacen por las promesas que se contienen en su Nuevo Testamento. Congregados sus justos y colocados a su diestra, les dirá en el último juicio y final sentencia Jesucristo: «Venid, benditos de mi Padre, y poseed el Reino que os está preparado desde la creación del mundo; porque cuando tuve hambre, me disteis de comer», y lo demás que allí refiere en orden a las obras buenas de los buenos, y de los premios eternos que se les han de adjudicar por la última y definitiva sentencia. CAPITULO XXV De la profecía de Malaquías en que se declara el último y final juicio de Dios; y quienes son los que dice que se han de purificar con las penas del purgatorio El profeta Malaquías o Malaquí, a quien igualmente llamaron Angel, y piensan algunos que es, el sacerdote Esdras, de quien hay admitidos en el Canon otros libros (porque esta opinión dice Jerónimo que es admitida entre los hebreos), vaticinó el juicio final, diciendo: «Ved que viene el Señor que vosotros aguardáis, dice el Señor Todopoderoso: ¿Y quién podrá sufrir el día de su entrada? ¿O quién se atreverá a mirarle seguro a la cara? Porque vendrá como fuego purificatorio y como la hierba o jabón de los que lavan. Y se sentará como juez a acrisolar y purificar; Como quien acrisola el oro y la plata, purificará los hijos de Leví; los fundirá y colará los hará pasar por el coladero, come dicen, como se pasa el oro y la plata; y ellos ofrecerán al Señor sacrificio en justicia, y agradará al Señor el Sacrificio de Judá y de Jerusalén, come en los tiempos pasados y como en los años primeros. Y vendré a vosotros en juicio y seré testigo veloz y pronto contra los perversos, contra los adúlteros, contra los que juran en falso en mi nombre, defraudan de su salario a los jornaleros, oprimen con su potencia a las viudas y maltratan a los huérfanos y no guardan su justicia a extraño, y los que no me temen, dice el Señor Todopoderoso, porque y soy el Señor vuestro Dios que no me mudo. Por lo que aquí dice, parece se declara con más evidencia que habrá el aquel juicio varias penas purgatorias para algunos, pues donde dice: ¿Quién sufrirá el día de su entrada? ¿O quién se atreverá a mirarle con confianza la cara? Porque vendrá como fuego purificatorio y como hierba de los que lavan, y se sentará a acrisolar y purificar como quien acrisola el oro plata, y purificará los hijos de Leví y los fundirá como oro y como plata ¿qué otra cosa debemos entender Isaías también se explica alusivamente a esto mismo cuando dice: «Lavará el Señor las inmundicias de los hijos ¿ hijas de Sión y purificará la sangre de en medio de ellos con espíritu de juicio y espíritu de incendio. A no ser que hayamos de decir que se purifica de las inmundicias, en cierto modo se acrisolarán cuando separen de ellos a los malos por e juicio y condenación penal, de forma que la separación y condenación di los impíos sea la purificación de lo buenos, por cuanto en lo sucesivo vivirá sin mezclarse con ellos lo malos. Pero cuando dice: «Y purificará los hijos de Leví y los fundirá como el oro y la plata, estarán ofreciendo, al Señor sacrificios en justicia y agradar al Señor el sacrificio de Judá y de Jerusalén», sin duda que nos manifiesta que los mismos que serán purifica dos agradarán después al Señor con sacrificio de justicia. Así ellos se purificarán de su injusticia con que desagradaban al Señor, y cuando estuvieren ya limpios y puros serán los sacrificios en entera y perfecta justicia.Porque estos tales, ¿qué cosa ofrecen al Señor que le sea más aceptable que a sí mismos? Pero esta cuestión de las penas purgatorias la habremos de referir pan tratarla con más extensión y por menor en otra parte. Por los hijos de Leví, de Judá y de Jerusalén debemos entender la misma Iglesia de Dios congregada, no sólo de los hebreos, sino también de las otras naciones, aunque no como ahora es, en la cual si dijésemos: «Que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no esta la verdad en nosotros», sino cual será entonces purgada y limpia con el último juicio, como lo estará el trigo en la era después de aventado, estando también ya purificados con el fuego los que tuvieren necesidad de semejante purificación, de tal conformidad, que no haya ya uno solo que ofrezca sacrificio por sus pecados. Porque los que así lo ofrecen están, sin duda, en pecado, por cuya remisión le ofrecen, para que, siendo agradable y acepto a Dios, se les remita y perdone el pecado. CAPITULO XXVI De los sacrificios que los santos ofrecerán a Dios; los cuales han de agradarle como le agradaron los sacrificios en los tiempos pasados y años primeros Queriendo Dios manifestar que su ciudad no Observaría ya entonces estas costumbres, dijo que los hijos de Leví le ofrecerían sacrificios en justicia, luego no en pecados, y, por consiguiente, ni por el pecado. Así podemos entender que en lo que añade «que agradará al Señor el sacrificio de Judá y. de Jerusalén, como en los tiempos pasados y como en los años primeros», inútilmente los judíos se prometen el restablecimiento de sus pasados sacrificios conforme a la ley del Viejo Testamento, pues en aquella época no ofrecían los sacrificios en justicia, sino en pecado) cuando principalmente los ofrecían por la expiación de los pecados, de modo que el mismo sacerdote (el cual debemos creer, sin duda, que era el más justo entre los demás, conforme al mandamiento de Dios) acostumbraba primeramente «ofrecer por sus pecados y después por los del pueblo». Por lo cual nos conviene declarar cómo debe entenderse esto que dice: «Como en los tiempos pasados y como en los años primeros. Acaso denota aquel tiempo en el que los meros hombres vivían en el Paraíso pues entonces, como estaban puros limpios de todas las manchas del pecado se ofrecían a sí mismos a Dios por hostia y sacrificio purísimo. Por después que fueron expulsados de aquí jardín delicioso por el enorme peca que cometieron, y quedó condenada ellos la naturaleza humana a excepción del Mediador, nuestro Salvad y después del bautismo los niños y los pequeñuelos, «ninguno hay limpio mancilla, como dice la Escritura, aun cl niño nacido de un solo día. Y si dijesen que también ofrecen sacrificio en justicia los que le ofrecen con fe (porque «el justo de la fe viví aunque a sí mismo se engaña si di que no tiene pecado yo no lo dice porque vive de la fe), ¿acaso habrá quien diga que esta época de la puede igualarse con aquella del último fin, cuando con el fuego del juicio final serán purificados los que ofrecen sacrificios en justicia? Así, pues, con después de tal purificación debe creerse que los justos no tendrán género alguno de pecado, seguramente que aquel tiempo, por lo tocante a no tener pecado, no debe compararse con ningún tiempo, sino con aquel en que los primeros hombres vivieron en Paraíso antes de la prevaricación, con una felicidad inocentísima, Así que muy bien se entiende que nos significo esto la Escritura cuando dice: «Como en los tiempos pasados y como en los años primeros.» Pues también por profeta Isaías, después que nos prometió nuevo cielo y nueva tierra, entre otras cosas que refiere allí de la bienaventuranza de los santos en forma de alegorías y figuras misteriosas, cuya congrua declaración me indujo dejar el cuidado que llevo de no ser prolijo, dice: «Los días de mi pueblo serán como los del árbol de la vida.» ¿Y quién hay que haya puesto algún estudio de la Sagrada Escritura, que no sepa dónde estaba el árbol de la vida, de cuya fruta, quedando priva dos los primeros hombres, cuando si propio crimen los desterré del Paraíso quedó guardada por una guardia de fuego muy terrible puesta alrededor del árbol? Y si alguno pretendiere establece como inconcuso que aquellos días del árbol de la vida, de que hace mención el profeta Isaías, se entienden por estos días que ahora corren de la Iglesia de Cristo, y que al mismo Cristo llama proféticamente árbol de la vida, porque él es la sabiduría de Dios, de la cual dice Salomón: «que es árbol de vida para todos los que la abrazaren»; y que aquellos primeros hombres no duraron años en el Paraíso, sino que los echaron de él tan presto que no tuvieron tiempo de procrear allí hijos, y que por lo mismo no se puede entender por aquel tiempo lo que dice: «Como en los tiempos pasados y años primeros», omitiré esta cuestión por no verme precisado (lo que sería alargarme con demasía) a resolver y examinarlo todo, para que parte de esta doctrina la confirme la verdad manifestada. Porque se me ofrece otra inteligencia, para que no creamos que por particular beneficio nos promete el Profeta los tiempos rasados y años primeros de los sacrificios carnales. Pues aquellas hostias y sacrificios de ley antigua, de ciertas reses y animales sin defecto, ni género de vicio ni imperfección, que mandaba Dios se le ofreciesen en sacrificios, «eran figura de los hombres santos, cual sólo se halló Cristo sin ningún género de pecado. Y por eso, después del juicio, cuando estarán también purificados con el fuego» los que tuvieren necesidad de igual purificación, en todos los santos no se hallará Vestigio de pecado, y así se ofrecerán a sí mismos en justicia; de forma que aquellas hostias que vendrán a ser del todo sin tacha ni mancilla y sin ningún género de vicio ni imperfección, serán sin duda como en los tiempos pasados, y como en los años primeros, cuando en sombra y representación de esto que había de ser el tiempo designado, se ofrecían purísimas y perfectísimas víctimas; porque habrá entonces en los cuerpos inmortales y en el espíritu de los santos la pureza que se figuraba en los cuerpos de aquellas hostias. Después por los que no merecerán la purificación, sino la condenación, dice: «Vendré a vosotros en juicio, y será testigo veloz y pronto contra los impíos y contra los adúlteros, etc.» Y habiendo indicado estos pecados dignos del último anatema, añade: «Porque yo soy el Señor vuestro Dios y no me mudo», como si dijera: cuando os haya transformado vuestra culpa en peores y mi gracia en mejores, yo no me mudo. Dice que será Él testigo, porque en su juicio no tendrá necesidad de testigos. Y éste será pronto y veloz, o porque vendrá de improviso, y con su impensada venida será un juicio acelerado y brevísimo el que nos parecía a nuestro corto modo de entender tardísimo, o porque convencerá a las mismas, conciencias sin prolijidad alguna de palabras pues como dice la Escritura: «Conocerá Dios examinará los pensamientos de los impíos»; y el Apóstol: «Según que sus propios pensamientos los acusaren o excusaren, conforme a ellos los juzgará Dios el día en que vendrá a juzga los secretos de los hombres por Jesucristo, según el Evangelio que yo os he predicado.» Luego también debemos entender que será el Señor testigo veloz, cuando sin dilación no traerá a la memoria cuanto puede convencernos, y nos castigará la conciencia. CAPITULO XXVII Del apartamiento de los buenos y de los malos, por el cual se declara la división que habrá en el juicio final Lo que con otro intento referí de este mismo Profeta en el libro XVII, pertenece también al juicio final, donde dice: «Ya tendré yo a éstos, dice el Señor Todopoderoso, en el día que tengo de hacer lo que digo, como hacienda mía propia, yo los tendré escogidos, como el hombre que tiene elegido a un hijo obediente, y que le sirve bien. Volveré y veréis la diferencia que hay cutre el justo y el injusto y entre el que sirve a Dios y el que no le sirve. Porque, sin duda, vendrá aquel día ardiendo como un horno, el cual los abrasará y serán todos los idólatras y los que sirven impíamente como una paja seca, y los abrasará aquel día que ha de venir, dice el Señor. Todopoderoso, de manera que ni quede raíz ni ramo de ellos. Pero los que teméis mi nombre, os nacerá el Sol de justicia y vuestra salud en sus alas; saldréis y os regocijaréis como los novillos que se ven sueltos de la prisión, y hollaréis a los impíos hechos ya ceniza debajo de vuestros pies dice el Señor Todopoderoso.» Esta diferencia de los premios y de las penas, que divide a los justos de los pecadores, y que no echamos de ver debajo de este Sol, en la vanidad de esta vida, cuando se nos descubriere debajo de aquel Sol de justicia, en la manifestación de aquella vida, habrá ciertamente un juicio, cual nunca le hubo. CAPITULO XXXVIII Que la ley de Moisés debe entenderse espiritualmente, para que, entendiéndola carnalmente, no se incurra en murmuraciones reprensibles En lo que añade el mismo Profeta: «Acordaos de la ley de mi siervo Moisés, que yo le di en Horeb, para que la observase puntualmente todo Israel», refiere a propósito los preceptos y juicios después de haber declarado la notable diferencia que ha de haber entre los que guardaren la ley y entre los que la despreciaren, para que juntamente aprendan asimismo a entender espiritualmente la ley, y busquen en ella a Cristo, que es el Juez que ha de hacer este apartamiento entre los buenos y los malos. Porque no en vano el mismo. Señor dijo a los judíos: «Si creyeseis a Moisés, también me creeríais a mi, porque de mí escribió él.» Pues como tomaban la ley carnalmente y no sabían que sus promesas terrenas eran figuras de cosas celestiales, incurrieron en aquellas murmuraciones que se atrevieron a propalar: «Vano es el que sirve a Dios. ¿Qué utilidad hemos sacado de haber observado sus mandamientos y vivido sencillamente en el acatamiento del Señor Todopoderoso? Viendo esto tenemos por dichosos a los extraños, pues que vemos medrados y engrandecidos a todos los que viven mal.» Estas sus expresiones, en algún modo, obligaron al Profeta a anunciarles el juicio final, donde los malos ni aun falsa ni aparentemente serán felices; sino que evidentemente serán muy miserables; y los buenos no sentirán miseria, ni aun la temporal, sino que gozarán de una bienaventuranza evidente y eterna. Pues, arriba había referido algunas palabras de éstos alusivas a lo mismo, que decían: «Todos los malos son buenos en los ojos del Señor, y estos tales deben agradarle.» A estas murmuraciones contra Dios se precipitaron, entendiendo carnalmente la ley de Moisés. Y por lo mismo dice el rey Profeta que por poco se les fueran los pies, se deslizara y cayera de puro celo y envidia de ver la paz de que gozaban los pecadores; de modo que entre otras cosas viene a decir «¿Cómo es posible que sepa Dios nuestras cosas y que en lo alto se sepa que acá pasa?» Y vino a decir también: «¿Acaso he justificado en vano mi corazón y lavado mis manos entre los inocentes?» Para resolver esta cuestión tan difícil que resulta de ver a los buenos en miseria y a los malos en prosperidad dice: «Esto es asunto muy difícil de comprender para mí ahora, hasta que entre en el Santuario de Dios y le acabe de entender en el día final. Porque en el juicio final no será así sino que descubriéndose entonces la infelicidad de los malos y la prosperidad y felicidad de los buenos, se advertirá otra cosa muy diferente de le que ahora pasa. CAPITULO XXIX De la venida de Ellas antes del juicio y cómo descubriendo con su predicación los secretos de la divina Escritura, se convertirán los judíos Habiendo advertido que se acordasen de la ley de Moisés, porque preveía que un después de mucho tiempo no la habían de entender espiritualmente, como sería justo, inmediatamente añade: «Yo les enviaré, antes que venga aquel día grande y famoso del Señor, a Elías Thesbite; él les predicará, y convertirá el corazón del padre al hijo, y el corazón del hombre su prójimo, porque cuando venga no destruya del todo la tierra.» Es muy común en la boca y corazón de los fieles que explicándoles la ley este profeta Elías, grande y admirable, han de venir a creer los judíos en el verdadero Cristo, es decir, en el nuestro; porque este Profeta es el que se espera, no sin razón, que ha de venir antes que venga a juzgar el Salvador, y éste también, no sin causa, se cree que vive aun ahora, puesto que fue al que arrebataron de entre los hombres en un carro de fuego, como expresamente lo dice la Sagrada Escritura. Cuando viniere éste manifestando a los judíos espiritualmente la ley, que ahora entienden carnalmente, convertirá el corazón del padre al hijo, esto es, el corazón de los padres a los hijos: porque los setenta intérpretes pusieron el número singular por el plural; y quiere decir que también los hijos, esto es, los judíos, entiendan la ley como la entendieron sus padres, es decir, los Profetas, entre, quienes comprendía también al mismo Moisés; pues entonces, se convertirá el corazón de los padres en los hijos, cuando se les enseñare a los hijos la inteligencia de los padres, y el corazón de los hijos en sus padres, cuando lo que sintieron los unos sintieren también los otros. Aquí también, los setenta dijeron: «El corazón del hombre en su prójimo», porque son entre sí muy prójimos los padres y los hijos, aunque en las expresiones de los setenta, los cuales hicieron su versión auxiliados e inspirados del Espíritu. Santo, puede hallarse otro sentido, y éste más selecto: es decir, que Elías ha de convertir el corazón de Dios Padre en el Hijo, no porque hará que el Padre ame al Hijo, sino porque enseñará que el Padre ama al Hijo al fin de que los judíos amen también al mismo que antes aborrecían» que es nuestro Cristo, pues ahora, en sentir, de los judíos, tiene Dios apartado el corazón de nuestro Cristo, dado que no admiten que Cristo es Dios, ni Hijo de Dios. En dictamen de ellos, pues entonces se convertirá su corazón al Hijo, cuando ellos ablandando y convirtiendo su corazón, aprendieren y supieren el amor del Padre para con el Hijo. Lo que sigue: «Y el corazón del hombre su prójimo», esto es, convertirá Elías el corazón del hombre a su prójimo, ¿qué otra cosa puede entenderse mejor que el corazón del hombre al Hombre Cristo? Porque siendo Dios nuestro Dios, tomando forma de siervo, se dignó también hacerse nuestro prójimo. Esto, pues, hará Elías, «porque cuando venga yo, no destruya, del todo la tierra», ya que tierra son todos los que saben y gustan de las cosas terrenas, como hasta la actualidad los judíos carnales, y de este vicio nacieron aquellas murmuraciones contra Dios, cuando decían: «Que le debían de agradar los malos, y que era vano e iluso el que sirve a Dios.» CAPITULO XXX Que en el Testamento Viejo, cuando leemos que Dios ha de venir a juzgar, debemos entender que es Cristo Otros muchos testimonios hay en la Sagrada Escritura sobre el juicio final de Dios; pero haríamos larga digresión si intentaremos reunirlos todos. Baste, pues, haber probado que lo dice así el Viejo y el Nuevo Testamento, aunque en el Viejo no está tan expreso que Cristo ha de hacer por sí el juicio, esto es, que haya de venir Cristo desde el cielo a juzgar, como lo está en el Nuevo. Porque cuando dice allá que vendrá el Señor Dios, no se deduce que entienda Cristo, pues el Señor Dios es el Padre, lo es el Hijo y lo es él Espíritu Santo; así que tampoco este punto nos conviene dejar sin examen. Primeramente manifestaremos, cómo Jesucristo habla como el Señor Dios en los libros de los Profetas, y, sin embargo, aparece evidentemente Jesucristo; para que asimismo, cuando no se expresa así, y, con todo, se dice que ha de venir a aquel juicio final el Señor Dios, se pueda entender de Jesucristo. Hay un pasaje en el profeta Isaías que claramente nos muestra lo mismo que digo. En él dice Dios por su Profeta: «Escuchadme, Jacob, e Israel, a quien yo he puesto este nombre. Yo soy el primero, y soy para siempre. Mi mano fundó la tierra y mi diestra estableció el cielo. Los llamaré, y acudirán juntos; se congregarán todos, oirán. ¿Quién le anunció estas cosas? Como te amaba hice tu voluntad sobre Babilonia, de modo que quité de allí el linaje de los caldeos. Yo le dije y yo lo llamé, y yo le traje y le di buen viaje. Llegaos a mí, y escuchad lo que digo. Desde el principio nunca dije o hice una cosa a escondidas, cuando se hacían, allí estaba yo; y ahora mi Señor me envió y su Espíritu. En efecto: él es el que hablaba como Señor y Dios, y, sin embargo, no se entendiera Jesucristo si no añadiera: «Y ahora mi Señor me envió y su Espíritu.» Porque esto lo dijo según la forma de siervo, de cosa futura, usando de la voz del tiempo pasado como se lee en el mismo Profeta: «Como una oveja le llevaron a sacrificar»; no dice le llevarán, sino que por lo que había de ser en lo venidero puso la voz del tiempo pasado. Y muy de ordinario usa el Profeta de esta manera de explicarse. Hay otro lugar en Zacarías que nos manifiesta lo mismo con toda evidencia; es decir, que el Todopoderoso envió al Todopoderoso. ¿Quién a quién, sino Dios Padre a Dios Hijo? Porque dice así: «Esto dice el Señor Todopoderoso. Después de la gloria me envió a las gentes que os despojaron a vosotros; porque el que os tocare es como quien me toca a mí en las niñas de los ojos. Advertid que yo descargaré mi mano sobre ellos, y serán despojos de los que fueron sus siervos, y conoceréis que el Señor Todopoderoso me envió a mi.» Ved aquí Como dice Dios Todopoderoso que le envió Dios Todopoderoso. ¿Quién se atreverá a entender aquí a otro que a Cristo, que habla de las ovejas que se perdieron de la casa de Israel? Porque el mismo Jesucristo dice en el Evangelio: «Que no fue enviado sino para salvar las ovejas que se perdieron de la casa de Israel»; las cuales comparó aquí a las niñas de los ojos de Dios, por el singular y afectuosísimo amor que las tiene; y esta especie de ovejas fueron también los mismos Apóstoles. Después de la gloria, se entiende de su resurrección (antes de la cual, según dice el Evangelista San Juan: «Que aun no había Dios dado su espíritu, porque aun no se había glorificado Jesús»), también fue enviado a las gentes en sus Apóstoles, y así se cumplió lo que leemos en el real Profeta: «Me sacarás de las contradicciones de mi pueblo, y me harás cabeza de las gentes»; para que los que habían despojado a los israelitas, y a quienes habían servido los mismos israelitas cuando estaban sujetos a los gentiles, fuesen despojados, no del modo que ellos despojaron a los israelitas, sino que ellos mismos fuesen los despojos de los israelitas, porque así lo prometió el Señor a sus Apóstoles, cuando les dijo: «Que los haría pescadores de hombres.» Y a uno de ellos le dijo: «En lo sucesivo pescarás hombres.» Serán, pues, despojos, más para su bien, como los vasos y alhajas que el Evangelio quita de las manos de aquel fuerte, después de haberle amarrado más fuertemente. Y hablando el Señor por el mismo Profeta, dice: «En aquel día procuraré destruir y acabar todas las gentes que vienen contra Jerusalén, y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén el espíritu de gracia y misericordia, y volverán los ojos a mí por aquel a quien mal trataron, y llorarán sobre él, un gran llanto, como sobre un hijo carísimo; y se dolerán corno sobre la muerte del unigénito.» ¿Acaso pertenece a otro que a Dios el destruir y exterminar todas las gentes enemigas de la ciudad santa de Jerusalén, que vienes contra ella; esto es, que le son contrarios, o como otros los han interpretado, vienen sobre ella, esto es para sujetarla a su dominio; o pertenece a otro que a Dios el derramar sobre la casa de David y sobre los moradores de la misma ciudad el espíritu de gracia y de misericordia? Esto, sin duda, toca a Dios, y en persona del mismo Dios lo dice el Profeta; y, sin embargo, manifiesta Cristo que Él es este Dios que obra maravillas y portentos tan grandes y tan divinos, cuando añade y dice: «Y volverán los ojos a mí porque me ultrajaron, y lloraran por ello un gran llanto, como sobre la muerte de un hijo muy querido, y se dolerán como sobre la de un unigénito.» Porque les pesará en aquel día a los judíos, aun a aquellos que entonces han de recibir el espíritu de gracia y misericordia, por haber perseguido, mofado y ultrajado a Cristo en su Pasión, cuando volvieron los ojos a Él y le vieren venir en su majestad, y reconocieron en Él a Aquel a quien, abatido y humillado, escarnecieron y burlaron sus padres. Aunque también los mismos padres; los autores de aquella tan execrable tragedia, resucitarán y le verán; mas para ser castigados, no para ser corregidos. Así, pues, no se debe entender que se refiere a ellos dónde dice: «Y derramaré sobre la casa de David y sobre los moradores de Jerusalén el Espíritu de gracia y misericordia, y volverán los ojos a mí porque me ultrajaron»; sino que de su linaje y descendencia vendrán los que en aquel tiempo por Elías han de creer. Pero así como decimos a los judíos: vosotros matasteis a Cristo, aunque este crimen no le cometieron ellos, sino sus padres, así también éstos se dolerán y les pesará de haber hecho en cierto modo lo que hicieron aquellos de cuya estirpe ellos descienden. Y aunque habiendo recibido el espíritu de gracia y misericordia, siendo ya fieles, no serán condenados con sus padres, que fueron impíos, con todo, se dolerán como si ellos hubieran perpetrado el execrable crimen que sus padres cometieron. No se dolerán, pues, porque les remuerda la culpa del pecado, sino que sentirán con afectos de piedad. Y, en realidad, de verdad, donde los setenta intérpretes dijeron: «Y volverán los hijos a mí porque me ultrajaron», lo traducen del hebreo así: «Y volverán los ojos a mí, a quien enclavaron»; con lo que más claramente se representa Cristo crucificado. Aunque aquel insulto, ultraje y escarnio que quisieron mejor poner los setenta no faltó tampoco al Señor en todo el curso de su Pasión. Porque le escarnecieron y ultrajaron cuando le prendieron, cuando le ataron, cuando le condenaron a muerte, cuando le vistieron con la ignominiosa vestidura y le coronaron de espinas, cuando le, hirieron con la caña en su cabeza, y haciendo burla de Él, puestos de rodillas le adoraron; cuando llevaba a puestas su cruz y cuando estaba clavado en el madero de la cruz. Y así, siguiendo no solamente una interpretación, sino juntándolas ambas, y leyendo que le ultrajaron y enclavaron más plenamente reconocemos la verdad de la Pasión del Señor. Cuando leemos en los Profetas que vendrá Dios a hacer el juicio final, aunque no se ponga otra distinción, solamente por el mismo juicio debemos entender a Cristo; porque aunque el Padre juzgará, sin embargo, juzgará por medio de la venida del Hijo del Hombre. Pues él no ha de juzgar a ninguno por la manifestación de su presencia, «sino que el juicio universal de todos le tiene entregado a su Hijo», el cual se manifestará en traje de hombre para juzgar, así como siendo hombre fue juzgado. ¿Y quién otro puede ser aquel de quien asimismo habla Dios por Isaías bajo el nombre de Jacob y de Israel, de cuyo linaje tomó su bendito cuerpo, cuando dice así: «Ved aquí a Jacob, mi siervo; yo le recibiré, y a Israel, mi escogido, le ha agradado mi alma le he dado mi espíritu, manifestará el juicio a las gentes. No clamará ni cesará, ni se oirá fuera su voz. No Quebrantará la caña quebrada, ni apagará el pábilo que humea sino que con verdad manifestará el juicio. Resplandecerá y no le quebrantarán hasta que ponga en la tierra el juicio, y esperarán las gentes en su nombre»? En el hebreo no se lee Jacob e Israel; lo que allí se lee es «mi siervo», porque los setenta intérpretes, queriendo advertir cómo ha, de entenderse aquello pues, en efecto, lo dice por la forma de siervo, en la cual el Altísimo se nos manifestó humilde y despreciable, para significárnosle pusieron el nombre del mismo hombre de cuya descendencia y linaje tomó esta misma forma de siervo. Diósele el Espíritu Santo; lo cual, como narra el Evangelio, se mostró baje la figura de paloma. Manifestó el juicio a las gentes, porque dijo lo que estaba por venir y oculto a las gentes. Por su mansedumbre, no cIamó, y, con todo, no cesó ni desistió de predicar la verdad; pero no se oye su voz afuera, ni se oye, pues por lo que están fuera, apartados y desmembrados de su cuerpo, no es obedecido. No quebrantó ni mató a los mismo judíos sus perseguidores, a quienes compara a la caída quebrada que ha perdido su entereza, y al pábilo o pavesa que humea después de apagar la luz, porque los perdonó el que no venia aún a juzgar, sino a ser juzgada por ellos. En verdad, les manifestó e juicio, diciéndoles con precisión y anticipación de tiempo cuándo habían de ser castigados si perseverasen en si malicia. Resplandeció su rostro en el monte, y en el mundo su fama, no se doblegó o quebrantó, porque no cedió sus perseguidores, de forma que desistiese y dejase de estar en si y e su Iglesia, y por eso nunca sucedió ni sucederá lo que dijeron o dicen su enemigos: «¿Cuándo morirá y perecerá su nombre?; hasta que ponga en la tierra el juicio.» Ved aquí cómo está claro y manifiesto el secreto que buscábamos. Por que éste es el juicio final que pondrá Cristo en la tierra cuando venga del cielo; de lo cual vemos ya cumplido que aquí últimamente se pone: «Y en su nombre esperarán las gentes.» Si quiera por esto, que no lo pueden negar, crean también lo que descaradamente niegan. Pues ¿quién habrá de esperar lo que estos que todavía no quieren creer en Cristo ven ya, como lo vemos nosotros, cumplido, y porque no pueden negarlo «crujen los dientes y se pudren y consumen»? ¿Quién, digo, podría suponer que las gentes habían de esperar en el nombre de Cristo cuándo le prendían, ataban, herían, escarnecían y crucificaban; cuando los mismos discípulos perdían ya la esperanza que habían comenzado a tener en él? Lo que entonces apenas un ladrón esperó en la cruz, ahora lo esperan las gentes que están derramadas por todo el orbe, y por no morir con muerte eterna se signan con la cruz en que Él murió. Ninguno hay que niegue o dude que Jesucristo ha de hacer el juicio final de modo y manera que nos lo expresan estos testimonios de la Sagrada Escritura, sino los que, no sé con qué Incrédula osadía o ceguedad, no prestan su asenso a la misma Escritura, la cual se ha cumplido ya, manifestando su verdad a todo el orbe de la tierra. Así que en aquel juicio, o por aquellos tiempos, sabemos que ha de haber todo esto: Elías Thesbite, la fe de los judíos, el Anticristo que ha de perseguir, Cristo que ha de juzgar, la resurrección de los muertos, la separación de los buenos y de los malos, la quema general del mundo y la renovación del mismo. Todo lo cual, aunque debe creerse que ha de suceder, de qué forma y con qué orden acontecerá, nos lo enseñará entonces la experiencia, mejor que ahora lo puede acabar de comprender la inteligencia humana. Sin embargo, presumo que sucederá según el orden que dejó referido. Dos libros nos restan tocantes a esta obra para cumplir, con el favor de Dios, nuestra promesa: el uno, tratará de las penas de los malos, y el otro, de la felicidad de los buenos. En ellos, principalmente, con los auxilios del Altísimo, refutaremos los argumentos humanos que les parece a los infelices que proponen sabiamente contra lo dicho y contra las promesas divinas, y desprecian como falsos y ridículos los saludables pastos con que se alimenta y sustenta la fe que nos da la salud eterna. Pera los que son sabios, según Dios, para todo lo que pareciere increíble a los hombres, con tal que esté en la Sagrada Escritura, cuya verdad de muchos modos está establecida, tienen por indisoluble argumento la verdadera omnipotencia de Dios, el cual saben por cierto que en manera alguna pudo en ella mentir, y que le es posible lo que se le hace imposible al incrédulo e infiel.


 
Libro Vigésimoprimero: El Infierno, Fin De La Ciudad Terrena CAPITULO I Del orden que ha de observarse en esta discusión Habiendo ya llegado, por mano y alta disposición de Jesucristo, Señor nuestro, Juez de vivos y muertos, a sus respectivos fines ambas ciudades la de Dios y la del demonio, trataremos en este libro con la mayor diligencia y exactitud, según nuestras débiles fuerzas intelectuales, auxiliados por Dios, cuál ha de ser la pena del demonio y de todos cuantos a él pertenecen. He querido observar este orden para venir a tratar después de la felicidad de los santos, porque uno y otro ha de ser juntamente con los cuerpos; y más increíble parece el durar los cuerpos en las penas eternas, que el permanecer sin dolor alguno en la eterna bienaventuranza; y así, cuando haya expuesto que aquella pena no debe ser increíble, me servirá y favorecerá mucho para que se crea con más facilidad la inmortalidad, que está libre y exenta de todo género de pena, como es la que han de gozar los cuerpos de los santos. Este orden no desdice del estilo de la Sagrada Escritura, en la cual, aunque algunas veces se pone primero la bienaventuranza de los buenos, como en aquella sentencia: «Los que hubieren practicado obras buenas resucitaran para la resurrección de la vida; y los que las hubieran hecho malas, a la resurrección del juicio y condenación.» Sin embargo, en varias ocasiones se pone también la última, como en aquella expresión: «Enviará el Hijo del Hombre sus ángeles; recogerán y juntarán de su reino todos los escándalos, y los arrojarán en el fuego ardiendo, adonde habrá llantos y crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre.» Y lo que dice el Profeta: «Así irán los malos a las penas eternas, y los buenos a la vida eterna.» Y, finalmente, en las profecías (cuyas autoridades sería asunto largo insinuarías todas), si alguno lo advirtiere, hallará que se guarda algunas veces este orden y otras el otro; pero ya tengo apuntada la causa por qué he hecho elección del citado orden. CAPITULO II Si pueden los cuerpos ser perpetuos en el fuego ¿A qué fin he de demostrar, sino para convencer a los incrédulos de que es posible que los cuerpos humanos, estando animados y vivientes, no sólo nunca se deshagan y disuelvan con la muerte, sino que duren también en los tormentos del fuego eterno? Porque no les agrada que atribuyamos este prodigio a la omnipotencia del Todopoderoso; antes, si, niegan que lo demostremos por medio de algún ejemplo. Si respondemos a éstos que hay, efectivamente, algunos animales corruptibles porque son mortales, que, sin embargo, viven en medio del fuego, y que asimismo se halla cierto género de gusanos en los manantiales de aguas cálidas o terrenales, cuyo calor nadie puede sufrir inmune, y ellos no sólo viven dentro de él sin padecer daño, sino que fuera de aquel lugar no pueden vivir, seguramente que cuando así les mostremos este raro fenómeno, o no lo querrán creer, si no se lo podemos manifestar con evidencia, o si podemos evidenciárselo presentándoselo a sus propios ojos, o probarlo con testigos idóneos, con la misma incredulidad dirán que no basta esta demostración para ejemplo o legítima consecuencia de la cuestión que se trata, por cuanto los tales animales no viven siempre, y en el citado dolor viven sin dolor, puesto que en aquellos elementos, siendo convenientes proporcionados a su naturaleza, vegetan y se sustentan y no se lastiman acongojan, como si no fuera más increíble vegetar, nutrirse y sustentar con semejante alimento, que lastimarse y menoscabarse con él. Porque maravilla es sentir dolor en el fuego, y, con todo, vivir; pero aun es mayor maravilla vivir en el fuego y no sentir dolor. Y si esto se cree, ¿por qué no otro? CAPITULO III Si es consecuencia que al dolor corporal suceda la muerte de la carne Pero, dicen, ningún cuerpo, hay que pueda sentir dolor y que no pueda morir. Y esto, ¿de dónde lo sabemos. Porque ¿quién está seguro de si los demonios sienten dolor corporalmente cuando confiesan a voces que padece horribles tormentos? Y si respondieren que no hay cuerpo alguno terreno, es a saber, sólido y visible, y, por decirlo mejor y en una palabra, que no hay carne alguna que pueda sentir dolor y que no pueda morir, ¿qué otra cosa dicen sino lo que los hombres ha conocido con el sentido del cuerpo con la experiencia? Porque, efectivamente, no conocen carne que no es mortal. Este es todo el argumento de los que imaginan que de ningún modo puede ser lo que no han visto por experiencia. Pero ¿qué razón hay para hacer al dolor argumento de la muerte, siendo antes indicio y prueba real de vida? Porque aunque preguntamos dudamos si puede vivir siempre, si embargo, es cierto e innegable que vive todo lo que siente dolor, y que cualquiera dolor que sea no se puede hallar sino en objeto que viva. A que es indispensable que viva el que siente dolor, y no es preciso que mate el dolor, puesto que aun a estos cuerpos mortales, y que, en efecto, ha de morir, no los mata o consume todo dolor. La causa de que algún dolor pueda matar consiste en que de tal manera está el alma trabada con el cuerpo que cede a los dolores vivos y se ausenta de él, porque la misma trabazón de los miembros y potencias vitales es tan débil que no puede sufrir y durar contra aquella violencia que causa un extraordinario o sumo dolor. Y entonces el alma se unirá con un cuerpo de tal calidad y en tal modo, que aquella trabazón tampoco la corromperá dolor alguno. Por tanto, aunque al presente no hay carne alguna de tal configuración que pueda sufrir dolor y no pueda sufrir la muerte, sin embargo, entonces será la carne tal cual no es ahora, así como también será tal la muerte cual no es ahora, porque la muerte será sempiterna, cuando ni podrá el alma vivir no teniendo a Dios en su favor, ni estar exenta de dolores del cuerpo, estándose muriendo. La primera muerte expele del cuerpo al alma, aunque no quiera; la segunda muerte tiene al alma en el cuerpo, aunque no quiera; y así, comúnmente, se dice de una y otra muerte que padece el alma de su peculiar cuerpo lo que no quiere. Consideran nuestros antagonistas que ahora no hay carne que pueda padecer dolor y que no pueda también sufrir la muerte, y no reflexionan en que, sin embargo, hay cierto objeto que es mejor que el cuerpo; porque el mismo espíritu, con cuya presencia vive y se rige el cuerpo, puede sentir dolor y no puede morir. Ved aquí cómo hemos hallado objeto, el cual, teniendo sentido de dolor, es inmortal. Esto mismo sucederá también entonces en los cuerpos de los condenados, lo que sabemos que sucede en el espíritu de todos; aunque, si lo editásemos con más atención, el dolor que se llama del cuerpo más pertenece al alma, porque del alma es propio el dolerse, y no del cuerpo, aun cuando la causa del dolor nace del cuerpo, cuando duele en aquel lugar donde es molestado el cuerpo. Así como decimos cuerpos sensitivos y cuerpos vivientes, procediendo del alma el sentido y vida del cuerpo, así también decimos que los cuerpos se duelen, aunque el dolor del cuerpo no puede ser sino procedente del alma. Duélese, pues, el alma con el cuerpo en aquel su propio lugar donde acontece alguna sensación que duela. Duélese también sola, aunque esté en el cuerpo, cuando, por alguna causa asimismo invisible, está triste estando bueno el cuerpo; porque, en efecto, se dolía aquel rico en el infierno cuando decía: «Estoy en continuo tormento en esta llama»; pero el cuerpo, ni muerto se duele, ni vivo, sino el alma, se duele. Así que si procediera bien el argumento de que puede suceder la muerte porque pudo suceder también el dolor, más propiamente pertenecería él morir al alma, a quien toca con más razón el dolerse; mas como aquella que puede más propiamente dolerse no puede morir, no se prueba que porque aquellos cuerpos hayan de estar en dolores creamos también que han de morir. Dijeron algunos platónicos que de los cuerpos terrenos y de los miembros enfermizos y mortales le proviene al alma el temer, el desear, el doler y alegrarse. Por lo cual dijo Virgilio: «De aquí procede (refiriéndose a los enfermizos y mortales miembros del cuerpo terreno) que teman, codicien, se duelan y alegren.» Pero ya los convencimos en el libro XIV de esta obra de que tenían las almas, hasta las purificadas, según ellos, de toda la inmundicia del cuerpo, un deseo terrible con que nuevamente principian a querer volver a los cuerpos; y donde puede haber deseo, sin duda también puede haber dolor; porque el deseo frustrado, cuando no alcanza lo que anhela, o pierde lo que había conseguido, se convierte en dolor. Por lo cual si el alma, que es la que sola o principalmente siente dolor, sin embargo, a su manera, tiene cierta inmortalidad propia y peculiar suya, no podrán morir aquellos cuerpos, porque sentirán dolor. Finalmente, si los cuerpos hacen que las almas sientan dolor, ¿por qué diremos que les pueden causar dolor y no les pueden causar la muerte, sino porque no se sigue inmediatamente que cause la muerte lo que causa el dolor? ¿Y por qué motivo será increíble que de la misma manera aquel fuego pueda causar dolor a aquellos cuerpos, y no la muerte, como los mismos cuerpos hacen doler y sentir a las almas, a las cuales, sin embargo, no por eso las fuerzan a que mueran? Luego el dolor no es argumento necesario y concluyente de que han de morir. CAPITULO IV De los ejemplos naturales, de cuya consideración podemos deducir que pueden permanecer vivos los cuerpos en medio de los tormentos Por lo cual, si, como escriben los que han indagado y examinado la naturaleza y propiedades de los animales, la salamandra vive en el fuego; y algunos montes de Sicilia, bien conocidos por sus erupciones y volcanes ardiendo en vivas llamas hace ya mucho tiempo, y continuando con la misma fuerza, permanecen, sin embargo, Integros en su mole, nos son testigos bien idóneos de que no todo lo que arde se consume; y la misma alma nos manifiesta con toda evidencia que no todo lo que puede sentir dolor puede también morir; ¿para qué, pues, nos piden ejemplos de las cosas naturales, a fin de que les demostremos no ser increíble que los cuerpos de los condenados a los tormentos eternos no pierden el alma en el fuego, antes sin mengua ni menoscabo arden, y sin poder morir padecen dolor? Porque entonces tendrá la substancia de esta carne tal calidad concedida por la mano poderosa de Aquel que tan maravillosas y varias las dio a tantas naturalezas como vemos, que por ser tantas en número no nos causan admiración. ¿Y quién sino Dios, Creador de todas las cosas, dio a la carne del pavo real muerto la prerrogativa de no pudrirse o corromperse? Lo cual, como me pareciese increíble cuando lo oí, sucedió que en la ciudad de Cartago nos pusieron a la mesa una ave de éstas cocida, y tomando una parte de la pechuga, la que me pareció, la mandé guardar; y habiéndola sacado y manifestado después de muchos días, en los cuales cualquiera otra carne cocida se hubiera corrompido, nada me ofendió el olor; volví a guardarla, y al cabo de más de treinta días la hallamos del mismo modo, y lo mismo pasado un año, a excepción de que en el bulto estaba disminuida, pues se advertía estar ya seca y enjuta. ¿Quién dio a la paja una naturaleza tan fría que conserva la nieve que se entierra en ella, o tan vigorosa y cálida, que madura las manzanas y otras frutas verdes y no maduras? ¿Quién podrá explicar las maravillas que se contienen en el mismo fuego, que todo lo que con, él se quema se vuelve negro, siendo él lúcido y resplandeciente, y casi a todo cuanto abrasa y toca con su hermosísimo color le estraga y destruye el color, y de un ascua brillante lo convierte en un carbón muy negro? Pero tampoco es esto regla general; pues, al contrario, las piedras cocidas con fuego resplandeciente se vuelven blancas, y aunque él sea más bermejo y ellas brillen con su color blanco, sin embargo, parece que conviene a la luz lo blanco como lo negro a las tinieblas. Cuando arde el fuego en la leña, y cuece las piedras, en materias tan contrarias tiene contrarios efectos. Y aunque piedra y la leña sean diferentes, no son contrarias entre sí, como lo son blanco y lo negro, y uno de estos efectos causa en la piedra, y el otro en leña, pues clarifica la piedra y oscurece la leña, siendo así que moriría aquélla si no viviese en ésta. ¿Y qué diré de los carbones? ¿No es un objeto digno de admiración que por una parte sean tan frágiles, que con un ligerísimo golpe se quiebran y con poco que los aprieten se muelen y hacen polvo, y por otra tienen tanta solidez y firmeza que no hay humedad que los corrompa, ni tiempo que los consuma, de forma que los suelen enterrar los que señalan y colocan límites y mojones, para convencer al litigante que al cabo de cualquiera tiempo se levantare y pretendiere que aquella piedra que ha fijado es el mojón y límite? ¿Y quién les dio la virtud de que sepultados en tierra húmeda, en la cual los leños pudrieran, puedan durar incorruptos tanto tiempo, sino aquel fuego que corrompe y consume todo? Consideremos también, además de insinuado, la maravilla o portento que observamos en la cal cómo se vuele blanca con el fuego, con el cual otras cosas se vuelven, negras; cómo tan ocultamente concibe el fuego del mismo fuego, y convertida ya en terrón, frío al tacto, se conserva tan oculto y encubierto que por ninguna manera descubre a sentido alguno; pero hallándole y descubriéndole con la experiencia, aun cuando no le vemos, sabemos ya que está allí adormecido, por lo que la llamamos cal viva, como el mismo fuego que está en ella encubierto fuese el alma invisible de aquel cuerpo visible. ¿Y qué grande maravilla es que cuando se apaga, entonces se enciende? Porque para quitarle aquel fuego que tiene escondido la echamos en el agua, o la rociamos con agua y estando antes fría, comienza a hervir, con lo que todas las cosas que hierven se en frían. Así que expirando como si dijéramos, aquel terrón, se deja ver el fuego que estaba escondido cuando se va; y después, como si hubiese ocupado la muerte, está frío, tanto, que aun cuando le mojen con agua no arderá ya más, y a lo que llamábamos cal viva lo llamamos va muerta. ¿Qué cosa puede haber, al parecer, que pueda añadirse a esta maravilla? Y, con todo puede añadirse: porque si no le echásemos agua, sino aceite, con que se fomenta y nutre más el fuego, no hierve por más y más que le echen. Y si este raro fenómeno le leyéramos u oyéramos de alguna piedra de las Indias, y no pudiéramos experimentarlo, sin duda nos persuadiríamos de que o era mentira, o nos causara extraña admiración. Las cosas que vemos cada, día con nuestros propios ojos, no porque sean menos maravillosas, sino por el continuo uso y experiencia que tenemos de ellas, vienen a ser menos estimadas; de suerte que hemos ya perdido la admiración de algunas que nos han podido traer singulares y admirables de la India, que es una parte del mundo muy remota de nuestro país. Hay muchos, entre nosotros, que conservan la piedra diamante, especialmente los plateros y lapidarios, la cuál dicen que no cede ni al hierro ni al fuego, ni a otro algún impulso, sino solamente a la sangre del cabrón. Pero los que la tienen y conocen, pregunto, ¿se admiran de ella como aquellos a quienes de nuevo se les acierta a dar noticia exacta de su virtud y potencia? Y a los que no se les enseña, acaso, no lo creen; y si lo creen, se maravillan de lo que no han visto por experiencia; y si, acontece observarlo experimentalmente, todavía se admiran de lo raro y particular; más la continua y ordinaria experiencia paulatinamente nos va quitando el motivo de la admiración. Tenemos noticia de la piedra imán, que maravillosamente atrae el hierro. La primera vez que lo observé quedé absorto; porque advertí que la piedra levantó en lo alto una sortija de hierro, y después, como si al hierro que había levantado le hubiera comunicado su fuerza y virtud, esta sortija la llegaron o tocaron con otra, y también la levantó; y así como la primera estaba inherente, o pegada a la piedra, así la segunda sortija a la primera. Aplicaron en los mismos términos la tercera, e igualmente la cuarta colgaba ya como una cadena de sortijas trabadas unas con otras, no enlazadas por la parte interior, sino pegadas por la exterior., ¿Quién no se pasmará de ver semejante virtud, que no sólo tenía en sí la piedra, sino que se difundía y pasaba por tantos cuantos tenía suspensos, atados y trabados con lazos invisibles? Pero causa aún mayor admiración lo que supe de esta piedra por testimonio de Severo, obispo de Mileba, quien me refirió haber visto siendo Batanario gobernador de Africa, y comiendo en su mesa el obispo que sacó esta misma piedra, y teniéndola en la mano debajo de un plato de plata, puso un hierro encima del plato y después, así como por abajo movía la mano en que tema la piedra, así por arriba se movía el hierro, revolviéndole de una parte a otra con una presteza admirable: he referido lo que vi y oí al obispo, a quien di tanto crédito como si yo mismo lo hubiera presenciado. Diré asimismo lo que he leído de esta piedra imán, y es que si cerca de ella ponen el diamante, no atrae al hierro, y si le hubiese ya leva atado, le suelta al punto que le aproximan el diamante. De la India se transportan estas piedras; pero si habiéndolas ya conocido, dejamos de admirarnos de ellas, cuanto más aquellos de donde las traen, si acaso las tienen muy a mano, y podrá ser que las posean como nosotros la cal, de la que no nos admiramos en verla de una manera que asombra hervir con el agua con que se suele matar el fuego, y no hervir con el aceite, con que se acostumbra encender el fuego, por ser cosa ordinaria y tenerla muy a la mano. CAPITULO V Cuántas cosas hay que no podemos conocerlas bien, y no hay duda de que existen Sin embargo, los infieles e incrédulos, cuando les anunciamos y predicamos los milagros divinos, pasados o por venir, como no podemos hacer que los vean por sus mismos ojos, nos piden la causa y razón de ellos, la cual, como no se la podemos suministrar (porque exceden las fuerzas del entendimiento humano) imaginan que es falso lo que les decimos. En cambio, debieran, de tantas maravillas como podemos ver o vemos, darnos también la razón. Y si advierten que no es posible al hombre, nos habrán de confesar precisamente que no por eso dejó de suceder alguno de los portentos que referimos, o que no habrá de ser porque no pueda darse razón de ellos, puesto que tales suceden, de los cuales no puede asignarse directamente la causa. Así que no iré discurriendo por infinitas particularidades que están escritas, de las que han acontecido y han pasado ya sino de las que existen todavía y se conservan en ciertos parajes, donde si alguno quisiere y pudiere ir, averiguará si son ciertas, y solamente referiré algunas pocas. Dicen que la sal de Agrigento, en Sicilia, acercándola al fuego, se deshace y derrite como en agua, y poniéndola en agua chasquea y salta como en el fuego. Y que entre los garamantas hay una fuente tan fría por el día que no puede beberse, y tan caliente de noche que no puede tocarse. Que en Epiro se halla otra fuente en la cual las hachas, como en las demás, se apagan, estando encendidas; pero, lo que no sucede en las demás, se encienden estando apagadas. Que la piedra asbestos, en Arcadia, se llama así porque una vez encendida, nunca puede ya apagarse. Que la madera de cierta higuera de Egipto no sobrenada como las otras maderas en el agua, sino que se hunde; y lo que es más admirable, habiendo estado algún tiempo en el fondo, vuelve de allí a subir a la superficie del agua, cuando estando mojada debía de ser más pesada con el peso del líquido. Que en la tierra de Sodoma se crían ciertas manzanas que llegan al parecer a madurar, pero, mordidas o apretadas con la mano, rompiéndose el hollejo, se deshacen y resuelven en humo y pavesas. Que la piedra pirita, en Persia, quema la mano del qué la tiene si la aprieta mucho, por lo que se llama así, tomando su denominación del fuego. Qué en la misma Persia se cría también la piedra selenita, cuya blancura interior crece y mengua con la luna. Que la isla de Tilos, en la India, se aventaja a las demás tierras porque cualquier árbol que se cría en ella nunca pierde las hojas. De estas y otras innumerables maravillas que se hallan insertas en las historias, no de las que han sucedido y pasado, sino que existen todavía (que intentar yo referirlas aquí, estando empleado en otras materias, sería asunto muy prolijo), dennos la causa, si pueden, estos infieles e incrédulos que no quieren creer las divinas letras, teniéndolas por otras antes que por divinas, porque contienen cosas increíbles, como es ésta de que ahora tratamos; pues no hay razón -dicen- que admita que se abrase la carne y no se consuma, que sienta dolor y no pueda morir. Hombres, en efecto, de gran discurso y razón y que nos la pueden dar todas las cosas que nos consta son admirables, dennos, pues, la causal las pocas que hemos citado las cuales sin duda, si no supiesen que son y les dijésemos que habían de ser, mucho menos las creerían que los que les decimos ahora que algún día ha ser. Porque ¿quién de ellos nos da crédito si como les decimos que ha haber cuerpos humanos vivos de calidad que han de estar siempre ardiendo y con dolor, y sin embargo jamás han de morir, les dijésemos q en el siglo futuro ha de haber sal tal especie que la haga el fuego derretir como se derrite ahora en el agua, y que a la misma la haga el agua chasquear como chasquea al presente en fuego, o que ha de haber una fuente cuyas aguas en la frialdad de la noche ardan de manera que no se puede tocar, y que en los calores del día están tan frías que no se puedan beber, que ha de haber piedra que con calor abrase la mano del que la apretare, o que, estando encendida por das partes, de ningún modo pueda matarse, y lo demás que, dejando otras infinitas cosas, me pareció referir? Así que si les dijésemos que había de haber estas cosas en aquel siglo que ha de venir y nos respondieren los crédulos: si queréis que las crean dadnos la razón de cada una de ellas, nosotros les confesaríamos sinceramente que no podíamos, porque a éstas y otras tales obras admirables del Altísimo quedaría rendida la razón y el dé discurso del hombre; pero sin embargo, es razón muy sentada y constante entre nosotros que no sin poderosos motivos hace el Omnipotente cosas que el flaco espíritu del hombre puede dar razón, y que aunque en muchas cosas nos es incierto lo que quiere, con todo, es certísimo que nada es imposible de todo cuanto quiere que nosotros le creemos cuando nos dice lo que ha de suceder, pues podemos creer que es menos poderoso o que miente. Pero estos censores que nos calumnian y motejan nuestra fe y nos pide razón ¿qué nos responden a estas cosas de que no puede dar la causa hombre, y, sin embargo, son así y parecen opuestas a la misma razón natural? las cuales, si las dijéramos a estos infieles e incrédulos que habían de suceder, nos pidieran la razón de ellas, como nos la piden de las que les decimos que han de acontecer. Por consiguiente, ya que en estas y otras semejantes obras de Dios falta la razón, y no por eso dejan de ser, tampoco dejarán de ser aquéllas, porque de las unas ni de las otras no puede el hombre dar la razón. CAPITULO VI De las diversas causas de los milagros Acaso dirán aquí que por ningún motivo hay semejantes maravillas y que no las creen; que es falso lo que de ellas se dice, falso lo que se escribe, y añadirán, arguyendo así: Si es que debemos prestar asenso a tales portentos, creed también vosotros lo que asimismo se refiere y escribe que hubo o hay un templo dedicado a Venus y en él un candelero, en el cual había una luz encendida expuesta al sereno de la noche, que ardía de manera que no podía apagarla ni la ventisca ni el agua que cayese del cielo; por cuyo motivo, como la citada piedra, se llamó también esta candela lychnos asbestos, esto es, candela inextinguible. Dirán esto para reducirnos al estrecho apuro de que no podamos responderles, porque si les dijésemos que no debe creerse, desacreditaríamos lo que se escribe de las maravillas que hemos referido, y si concediéremos que debe darse crédito, haríamos un particular honor a los dioses de los gentiles. Pero nosotros, como dije en el libro XVIII de esta obra, no tenemos necesidad de creer todo lo que contienen las historias de los gentiles, pues también entre sí los mismos historiadores (como dice Varrón), casi de intento se contradicen en muchas particularidades, sino que, creemos, si queremos, aquello que no se opone a los libros que sin duda tenemos precisión de creer. Y de las maravillas y portentos que se hallan en ciertos parajes, nos bastan para lo que queremos persuadir a los incrédulos que ha de suceder, lo que podemos nosotros asimismo tocar y ver por experiencia, y no hay dificultad en hallar para este efecto testigos idóneos. Respecto al templo de Venus y a la candela inextinguible, no sólo con este ejemplo no nos estrechan, sino que nos abren un camino muy anchuroso, puesto que a esta candela que nunca se apaga añadimos nosotros muchos milagros o maravillas de las ciencias así humanas como de las mágicas, esto es, las que hacen los hombres por arte e influencia del demonio y las que ejecutan los demonios por sí mismos, lo cuales, cuando intentáramos negarlas iríamos contra la misma verdad de la sagradas letras, a quien creemos sinceramente. Así, pues, en aquella candela o el ingenio y sagacidad humana fabricó algún artificio con la piedra asbesto, o era por arte mágica lo que los hombres admiraban en aquel templo, o algún demonio bajo el nombre de Venus asistía allí presente con tanta eficacia, que pareciese real y efectivo a los hombres este milagro y permaneciese por mucho tiempo. Los demonios son atraídos para que habiten en las criaturas (que crió Dios y no ellos) con diferentes objetos deleitables conforme a su diversidad; no como animales, con manjares o cosas de comer, sino como espíritus, con señales que convienen al gusto, complacencia y deleite de cada uno por medio de diferentes hierbas, árboles, animales, encantamientos y ceremonias. Y para dejarse atraer de los hombres, ellos mismos primero los alucinan y engañan astuta y cautelosamente, o inspirando en sus corazones el veneno oculto de su malicia, o apercibiéndoles con engañosas amistades. Y de éstos hacen a algunos discípulos, doctores y maestros de otros muchos, porque no se pudo saber, sino enseñándolo ellos antes, qué es lo que cada uno de ellos apetece, qué aborrezca, con qué nombre se trae, con qué se le haga fuerza, de todo lo cual nacieron las artes mágicas, sus maestros y artífices. Pero con esto, sobre todo, poseen los corazones de los hombres, de lo cual principalmente se glorían cuando se transfiguran en ángeles de luz. Obran, pues, muchos portentos, los cuales, cuanto más los confesamos por maravillosos, tanto más cautamente debemos huirlos. Pero aún estos nos aprovechan también para el asunto que al presente tratamos, porque si tales maravillas pueden hacerlas los espíritus malignos, ¿cuánto mejor podrán los ángeles santos y cuánto más poderoso que todos éstos es Dios, que formó igualmente a los mismos ángeles que obran tan insignes portentos? Por tanto, si pueden practicarse tantas, tan grandes y tan estupendas maravillas (como son las que se llaman mejanemato invenciones de máquinas y artificios), aprovechándose los ingenios humanos de las cosas naturales que Dios ha criado, de modo que los que las ignoran y no entienden piensan que son divinas (y así sucedió en cierto templo, que poniendo dos piedras imanes de igual proporción y grandeza, la una en el suelo y la otra en el techo, se sustentaba un simulacro o figura hecha de hierro en medio de una y otra piedra, pendiente en el aire, como si fuera milagrosamente por virtud divina para los que no sabían lo que había arriba y abajo y, como dijimos, ya que pudo haber algo de este artificio en aquella candela de Venus, acomodando allí el artífice la piedra asbesto); y si los demonios pudieron subir tanto de punto las obras de los magos, a quien nuestra Sagrada Escritura llama hechiceros y encantadores, que le pareció al famoso poeta que pedían cuadrar al ingenio del hombre, cuando dijo, hablando de cierta mujer que sabía tales artes: «ésta con sus encantos se promete y atreve a ligar y desatar las voluntades que quisiere, a detener las corrientes rápidas de los ríos, a hacer que retrocedan en su curso ordinario los astros, remueve las sombras nocturnas de los finados, verás bramar debajo de los pies la tierra y bajar de los montes los fresnos»; ¿cuánto más podrá hacer Dios lo que parece increíble a los obstinados incrédulos siendo tan fácil a su omnipotencia, puesto que Él es quien hizo y crió la virtud que reside en las piedras y en los otros entes y los ingenios perspicaces de los hombres, que con admirable método se aprovechan de ellos; Él mismo es el que crió las naturalezas angélicas, que son más poderosas que todas las substancias animadas de la tierra, excediendo todo cuanto hay admirable a los ojos humanos, y con virtud maravillosa y suprema, obra, manda y permite todo con admirable sabiduría, sirviéndose y usando de todo, no menos maravillosamente cuanto es más admirable el orden con que lo crió? CAPITULO VII Que la razón suprema para creer ¿las cosas sobrenaturales es la omnipotencia del Criador ¿Por qué no podrá hacer Dios que resuciten los cuerpos de los muertos y que padezcan con fuego eterno los cuerpos de los condenados, siendo a que es el que hizo el mundo lleno tantas maravillas y prodigios en el cielo, en la tierra, en el aire y en las aguas, siendo la fábrica y estructura prodigiosa del mismo mundo el mayor y más excelente milagro de cuantos milagros en él se contienen, y de que está tan lleno? Pero éstos con quien o contra quienes disputamos, que creen que hay Dios, el cual hizo y crió este mundo y que formó los dioses, por cuyo m dio gobierna y rige el orbe; y que no niegan, antes celebran la potestad que en el mundo obran milagros, ya sean espontáneos, ya se consignen por medio de cualquiera acto y ceremonia religiosa, ya sean también mágicos cuando les proponemos la virtud fuerza maravillosa que existe en algunos seres que ni son animales racionales, ni espíritus que tengan discurso ni razón, como son los citados ante suelen responder: esta virtud y vigor es natural, su naturaleza es de esa condición; estas virtudes tan eficaces son peculiares a las mismas naturalezas. Así que toda su explicación de que el fuego hace fluida y derrite la sal de Agrigento, y el agua la hace chasquear y saltar, es porque ésta es naturaleza. Pero lo cierto es que antes parece ser contra el orden de naturaleza, la cual dio al agua la virtud de deshacer la sal, y no se dio al fuego, y que la sal se tostase fuego y no al agua. Esta misma razón dan de la fuente existente en el país de los garamantas, donde un Caño es frío de día y hierve de noche, las mando con una y otra propiedad a la que la tocan. Esta misma dan de otra fuente que, estando fría al parecer de los que la prueban, y apagando como las otras fuentes el hacha encendida, no obstante, es, con efecto bien diferente y no menos maravilloso, pues enciende el hacha apagada. Esta también dan de la piedra asbesto, la cual no conteniendo en sí fuego alguno propio, tomándolo de otro objeto, arde de manera que no puede apagarse. Esta es la que dan de las demás cosas que es excusado referir, las cuales, aunque parezca que tienen una propiedad y virtud desusadas contra la naturaleza, no dan de ello otra explicación sino decir que ésta es su peculiar naturaleza. Breve y concisa es, a la verdad, esta razón, lo confieso, y suficiente respuesta. Pero siendo Dios el que crió todas las naturalezas, ¿a qué intentan que les demos otra razón eficaz, cuando no dan crédito a algún prodigio, considerándolo imposible, y a su petición de que expliquemos la causa les respondemos que ésta es la voluntad de Dios Todopoderoso? El cual no por otro motivo se llama Todopoderoso, sino porque todo lo que quiere lo puede; como pudo criar tantos y tan prodigiosos seres, que si no se viesen o lo refiriesen aun hoy testigos fidedignos sin duda parecerían imposibles, no sólo los que referí que son muy ignorados entre nosotros, sino los que son sumamente notorios. Los que los autores refieren en sus libros dando cuenta de ellos personas que no tuvieron revelación del Espíritu Santo, y como hombres quizá pudieron errar, puede’ cada uno, sin justa reprensión, dejarlos de creer. Porque tampoco yo quiero que temerariamente se crean todas las maravillas que referí, puesto que no las doy asenso, como si no me quedase duda alguna de ellas, a excepción de las que yo mismo he visto por experiencia, y cualquiera fácilmente puede experimentarlas, como el fenómeno de la cal, que hierve en el agua y en el aceite está fría; el de la piedra imán, que no sé cómo con su atracción no mueve una pajilla y arrebata el hierro; el de la carne de pavo real, que no admite putrefacción, habiéndose corrompido la de Platón; el de que la paja esté tan fría que no deje derretirse la nieve, y tan caliente que haga madurar la fruta; el del fuego, que siendo blanco y resplandeciente, según su brillo, cociendo las piedras las convierte en blancas, y contra esta su blancura y brillantez, que, mando varias cosas, las oscurece, y vuelve negras. Semejante a éste es aquel prodigio de que con el aceite claro se hagan manchas negras, como se hacen también líneas negras con la plata blanca, y también el de los carbones, que con el fuego se convierte en otra substancia tan opuesta, que de hermosísima madera se vuelve tan desfigurada, de dura tan frágil y de corruptible tan incorruptible. De estas maravillas, algunas las yo como las saben otros muchos, algunas las sé como las saben todo siendo tantas, que sería alargarnos demasiado referirlas todas en este libro. Pero de las que he escrito en él, no las he visto por experiencia, sino que las leí (a excepción del prodigio, de la fuente donde se apagan las hachas que están ardiendo y se enciende las apagadas, y el de la fruta de tierra de los sodomitas, que en lo exterior está como madura y en lo interior como humosa), nunca pude hallar testigos que fuesen idóneos para que me informasen si era verdad. Y aunque no encontré quien me dijese que halla Visto aquella fuente de Epiro, sin embargo, hallé quien conocía otra semejante en Francia, no lejos de la ciudad de Grenoble. Y el de la fruta de árboles del país de Sodoma, no se nos los enseñan las historias fidedignas, sino que asimismo son tantos que aseguran haberlo visto, que puedo dudar de su identidad. Todo demás lo conceptúo de tal calidad, que ni me determino a afirmarlo ni a negarlo; sin embargo; lo inserté porque lo, leí en los historiadores de estos mismos contra quienes disputamos, manifestar la diversidad de cosas q muchos de ellos creen hallándolas escritas en los libros de sus literatos, que les den razón alguna de ello los que no se dignan darnos el crédito ni aun dándoles la razón, de que aquello que supera la capacidad y experiencia de su inteligencia, lo ha hacer Dios Todopoderoso. ¿Pues que razón más sólida, más persuasiva más convincente puede darse de tal prodigios, sino decirles que el Todopoderoso los puede obrar y que ha hacer los que leemos, porque los anunció al mismo tiempo que otros muchos verificados ya? Porque el Señor ha las cosas que parecen imposibles, pues dijo que las había de hacer el que prometió e hizo que las gentes incrédulas creyesen cosas increíbles. CAPITULO VIII No es contra la naturaleza, que alguna cosa, cuya naturaleza se sal comience a haber algo diferente de que se sabía Y si respondieren que no creen que les decimos de los cuerpos humanos, que han de estar continuamente ardiendo y que nunca han de morir, porque nos consta que fue criada muy de otra manera la naturaleza de los cuerpos humanos, no cabiendo aquí la, explicación que se daba de naturalezas y propiedades maravillosas de algunos objetos, diciendo que son propias de su naturaleza, pues nos consta que esto no es propiedad del cuerpo humano, podemos responderles conforme a la Sagrada Escritura; es a saber; que este mismo cuerpo del hombre de un modo fue antes del pecado cuando no podía morir, y de otro después del pecado, como nos consta ya de la pena y miseria de esta mortalidad, de modo que su vida no puede ser perpetua. Así pues, muy de otra manera de que ahora a nosotros nos consta y como le conocemos, se habrá en la resurrección de los muertos: pero porque que no dan crédito a la Sagrada Escritura, donde se lee del modo que vivió el hombre en el Paraíso, y cuán libre y ajeno estaba de la necesidad de la muerte (porque si creyesen, no nos alargáramos tanto en disputar sobre la pena que han de padecer los condenados), conviene que aleguemos algún testimonio de lo que escriben los que entre ellos fueron los más doctos, para que se vea claramente que es posible que una cosa llegue a ser de otra manera de lo que al principio fue y le cupo por determinación de su naturaleza. Hállanse referidas en los libros de Marco Varrón, intitulados de Las familias del pueblo romano, estas mismas palabras que extractaré aquí según que allí se leen: Sucedió, dice, en el cielo un maravilloso, portento, porque en la ilustrísima estrella de Venus, que Plauto llama Vespérugo, y Homero, Hespero, diciendo que es hermosísima, Cástor escribe que se advirtió un portento tan singular, que mudó el color, magnitud, figura y curso, cuyo fenómeno ni antes ni después ha sucedido. Esto dicen Adrasto Ciziceno y Dion Napolitano, famosos matemáticos, que aconteció en tiempo del rey Ogyges.» Varrón, escritor de tanta fama, no llamara a esta extraña maravilla prodigio singular, si no la pareciera que era contra el orden de la naturaleza. Pues decimos que todos los portentos son contra el Orden de la naturaleza, aunque realmente no lo son. Porque ¿cómo puede ser contra el curso ordinario de la naturaleza lo que se hace por voluntad de Dios, ya que la voluntad de un Autor y Criador, tan grande y tan supremo es la naturaleza del objeto criado? Así que el portento se obra, no contra el orden de la naturaleza, sino en contraposición al del conocimiento que se tiene de la naturaleza. ¿Y quién será suficiente para referir la inmensidad de prodigios que se hallan escritos en las historias de los gentiles? En el que acabamos de exponer pondremos lo que interesa al asunto presente. ¿Qué cosa hay tan puesta orden por el Autor de la naturaleza acerca del cielo y de la tierra como el ordenado curso de las estrellas? ¿Q cosa hay que tenga leyes más constantes? Y, sin embargo, cuando que el que rige y gobierna con sumo imperio lo que crió, la estrella que por su magnitud y brillantez entre las demás es muy conocida, mudó el color y grandeza de su figura, y, lo que más admirable, el orden y la ley fija de su curso y movimiento. Turbó, duda, entonces, si es que las había algunas reglas de la astrología, las cuales están fijadas con una cuenta tan exacta y casi inequivocable sobre los cursos y movimientos pasados y futuros de los astros, que rigiéndose por estos cánones o tablas se atrevieron decir que el figurado prodigio de estrella de Venus jamás había sucedido. Sin embargo, nosotros leemos en Sagrada Escritura que se detuvo el en su curso, habiéndolo suplicado así a Dios el varón santo Josué, ha acabar de ganar una batalla que tenía principiada, y que retrocedió para significar con este prodigio que Dios ratificaba su promesa de prolongar la vida del rey Ecequías quince años. Pero aun estos milagros, que sabemos los concedió Dios por los méritos de siervos, cuando nuestros contradictores no niegan que han sucedido, los atribuyen a la influencia de las artes mágicas. Como lo que referí arriba que dijo Virgilio: «de la maga que hacía suspender las corrientes de los ríos retroceder el curso de los astros». En la Sagrada Escritura leemos también que se detuvo un río por la parte de arriba, y corrió por la de abajo marchando el pueblo de Dios con capitán Josué, de quien arriba hicimos mención, y que después sucedió lo mismo, pasando por el mismo río el planeta Elías, y después el profeta Eliseo, y que se atrasó el mayor de los planetas, reinando Ecequíás, como ahora lo acabamos de insinuar. Mas lo que escribe Varrón sobre la estrella de Venus, o el lucero, no dice fuese favor concedido a alguno que lo solicitase. No confundan, pues, ni alucinen sus, entendimientos los infieles con el conocimiento de las naturalezas, como si Dios no pudiese hacer en algún ser otro efecto distinto de lo que conoce de su naturaleza la experiencia humana, aunque las mismas cosas de que todos tienen noticia en el mundo no sean menos admirables, y serían estupendas a todos los que las quisieran considerar seriamente, si se acostumbrasen los hombres a admirarse de, otras maravillas y no sólo de las raras. Porque ¿quién hay que discurriendo con recta razón no advierta que en la innumerable multitud de los hombres, y en una tan singular semejanza de naturaleza, con grande maravilla cada uno tiene de tal manera su rostro, que si no fuesen tan semejantes entre sí, no se distinguiría su especie de los demás animales, y si no fuesen entre sí tan desemejantes, no se diferenciarían cada uno en particular de los demás de su especie? De modo que reconociéndolos semejantes, hallamos que son distintos unos de otros. Pero es más admirable la consideración de la semejanza, pues con más justa razón la naturaleza común ha de causar la semejanza. Y, sin embargo, como las cosas que son raras son las admirables, mucho más nos maravillamos cuando hallamos dos tan parecidas, que en conocerlas y distinguirlas siempre o las más veces nos equivocamos. Pero lo que he dicho que escribió Varrón, con ser historiador suyo, y tan instruido, acaso no creerán que sucedió realmente, o porque no duró y perseveró por mucho espacio de tiempo aquel curso y movimiento de aquella estrella, que volvió a su acostumbrado movimiento, no les hará mucha fuerza este ejemplo. Démosles, pues, otro, que aun ahora se lo podemos manifestar, y pienso que debe bastarles para que comprendan cuando vieren otra cosa en el progreso de alguna naturaleza, de que tuvieran exacta noticia, que deben tasar la potestad de Dios, como si no fuese poderoso para convertirla y transformarla en otra muy diferente de la que ellos conocían. La tierra de los sodomitas no fue, sin duda, en otro tiempo cual es ahora, sino que era como las demás, y tenía la misma fertilidad, y aun mayor, porque en la Sagrada Escritura vemos que la compararon al Paraíso de Dios. Esta, después que descendió sobre ella fuego del cielo, como lo confirma también la historia de los infiel y lo ven ahora los que viajan a aquellos países, pone horror con su prodigioso hollín, y la fruta que produce encubre la ceniza que contiene en su interior, con una corteza que aparenta estar madura. Ved aquí que no era tal cual es ahora. Advertid que el Autor de las naturalezas convirtió con admirable mutación su naturaleza en esta variedad y representación tan abominable y fea. Y lo que sucedió hace tanto tiempo, persevera al cabo de tanto tiempo. Como no fue imposible a Dios criar las naturalezas que quiso, no le es imposible mudarías en lo que quisiere. De donde nace también la multitud de aquellos milagros que llaman monstruos, ostentos, portentos y prodigios que si hubiera de referirlos nunca acabaríamos de llegar al fin de esta obra. Dícese que los llamaron monstruos de «monstrando», porque con su significación nos muestran alguna cosa, ostentos de osiendendo; portentos de portendendo, esto es, praeosiendendo y prodigios porque pronostican, esto es, nos dicen las cosas futuras. Pero vean los que por ellos conjeturan adivinan, ya se engañen, ya por instinto de los demonios (que tienen cuidado de intrincar, con las redes de la mala curiosidad los ánimos de los hombres, que merecen semejante castigo adivinen la verdad, ya por decir muchas cosas, acaso tropiecen con alguna que sea verdad. A nosotros tales por tantos, que se obran como contra el orden de la naturaleza (con el cual modo de hablar dijo también el Apóstol que el acebuche injerto contra si naturaleza en la oliva participa de la crasitud de la oliva), y se llaman monstruos, ostentos, portentos y prodigios nos deben mostrar, significar y pronosticar que ha de hacer Dios lo que dijo que había de hacer de los cuerpos muertos de los hombres, sin que se lo impida dificultad alguna, o le ponga excepción ley alguna natural. Y de que así lo expresó, creo que con claridad lo he manifestado en el libro antecedente, recopilando y tomando de Ia Sagrada Escritura en el Viejo y Nuevo Testamento, no todo lo que toca a este propósito, sino lo que me pareció suficiente para la comprobación de la doctrina comprendida en esta obra. CAPITULO IX Del infierno y calidad de las penas eternas Infaliblemente será, y sin remedio, lo que dijo Dios por su Profeta en orden a los tormentos y penas eternas de los condenados: «que su gusano nunca morirá, y su fuego nunca se extinguirá». Porque para recomendarnos esta doctrina con más eficacia, también nuestro Señor Jesucristo, entendiendo por, los miembros que escandalizan al hombre todos los hombres que cada uno ama como a sus miembros, y ordenando que éstos se corten, dice: «Mejor será que entres manco en la vida, que ir con dos manos al infierno al fuego inextinguible, donde el gusano de los condenados nunca mueren y su fuego jamás se apaga.» Lo mismo dice del pie en estas palabras: «Mejor será que entres cojo en la vida eterna, que no con dos pies te echen en el infierno al fuego perpetuo, donde el gusano de los condenados jamás muere, y el fuego nunca se apaga.» Lo mismo dice también del ojo: «Mejor es que entres con un ojo en el reino de Dios, que no con dos te echen al fuego del infierno, donde el gusano de los condenados jamás muere y el fuego nunca se apaga.» No reparó en repetir tres veces en un solo lugar unas mismas palabras. ¿A quién no infundirá terror esta repetición, y la amenaza de aquellas penas tan rigurosa de boca del mismo Dios? Mas los que opinan que estas dos cosas, el fuego y el gusano, pertenecen a los tormentos del alma y no a los del cuerpo, dicen que los desechados del reino de Dios también se abrasan y queman con la pena y dolor del alma, los cuales tarde y sin utilidad se arrepienten, y por eso pretenden que no sin cierta conveniencia se pudo poner el fuego por este dolor que así quema, pues dijo el Apóstol: «¿Quién se escandaliza sin que yo no me queme y abrase?» Este mismo dolor, igualmente, creen que se debe entender por el gusano, porque escrito está, añaden: «que así como la polilla roe el vestido, y el gusano el madero, así la tristeza consume el corazón del hombre». Pero los que no dudan que en aquel tormento ha de haber penas para el alma y para el cuerpo, dicen que el cuerpo se abrasará con el fuego, y el alma será roída en cierto modo por el gusano de la tristeza. Lo cual aunque es más creíble, porque, en efecto, es disparate que haya de faltar el dolor del cuerpo o del alma, con todo, soy de dictamen que es más obvio el decir que lo uno y lo otro pertenece al cuerpo, que no que lo uno ni lo otro; y por lo mismo en aquellas palabras de la Escritura no se hace mención del dolor del alma, porque bien se entiende ser consecuencia legítima aunque no lo exprese; de que estando el cuerpo atormentando así al alma ha de sentir también los tormentos de la ya estéril e infructuosa penitencia Por cuanto leemos asimismo en el Testamento Viejo que «el castigo de la carne del impío es el fuego y el gusano». Pudo más resumidamente decir el castigo del impío. ¿Por qué dijo pues, de la carne del impío, sino porque lo uno y lo otro, esto es, el fuego y el gusano será la pena y el tormento de la carne? O si quiso decir, castigo de la carne, puesto que ésta será la que se castigará en el hombre esto es, el haber vivido según los impulsos de la carne (y por esto también caerá en la muerte segunda, que significó el Apóstol, diciendo: Si vivieseis según la carne, moriréis), escoja cada uno lo que más le agradare, atribuyendo el fuego al cuerpo, y alma el gusano, lo uno propiamente y lo otro metafóricamente, o lo uno lo otro propiamente al cuerpo; porque ya bastantemente queda arriba averiguado que pueden los animales vivir también en el fuego sin consumirse, en el dolor sin morirse, por alta providencia del Criador Omnipotente; quien el que negare que esto le posible, ignora que de Él procede todo lo que es digno de admiración: en todas las cosas naturales. Pues el mismo Dios es el que hizo en este mundo todos los milagros y maravillas grandes y pequeñas que hemos referido siendo incomparablemente más aún las que no hemos insinuado Y las encerró en este mundo, maravilla única y mayor de todas cuantas hay. Así que podrá cada uno escoger lo que mejor le pareciere, ya piense que el gusano pertenece propiamente cuerpo o al alma metafóricamente transfiriendo el nombre de las cosas corporales a las incorpóreas. Cuál estas cosas sea la verdad, ello mismos lo manifestará más fácilmente cuando sea tan grande la ciencia de los santos, que no tenga necesidad de experimentarlas para conocer aquellas penas, sino que les bastará para saberlo la sabiduría que entonces tendrán plena y perfecta (porque ahora «conocemos en parte, hasta que llegue el colmo y perfección»); pero con tal que de ningún modo creamos que aquellos cuerpos serán de tal complexión, que no sientan dolor alguno del fuego. CAPITULO X Si el fuego del infierno, siendo corpóreo, puede con su contada abrazar los espíritus malignos, esto es, a los demonios incorpóreos Aquí se ofrece la duda: si no ha de ser aquel fuego incorpóreo como es el dolor del alma, sino corpóreo, que ofenda con el tacto, de suerte que con él se puedan atormentar los cuerpos, ¿cómo han de padecen en él pena y tormento los espíritus malignos? El mismo niego en que están los demonios será el que se acomodará al tormento de los hombres, como lo dice Jesucristo: «Iados de mi, malditos, al fuego eterno, que está preparado al demonio y a sus ángeles.» Porque también los demonios tienen sus peculiares cuerpos, como han opinado personas doctas, compuestos de este aire craso y húmedo cuyo impulso sentimos cuando corre viento; el cual elemento, si no pudiese padecer el fuego, en los baños, cuando está caliente no quemaría; pues para que pueda quemar, primero ha de encenderse. Pero si dijese alguno que los demonios no tienen figura alguna de cuerpo, no hay motivo para que en este punto nos molestemos por averiguarlo, o para que obstinadamente disputemos. Porque ¿qué razón hay para que no digamos que también los espíritus incorpóreos pueden ser atormentados con el fuego corpóreo, por un modo admirable, pero verdadero; puesto que los espíritus humanos, que son sin duda incorpóreos; pudieron ahora encerrarse en los miembros corporales, y entonces se podrán juntar y enlazarse indisolublemente con sus cuerpos? Seguramente se juntarían, si no tuvieran cuerpo alguno, los espíritus de los demonios, o, por mejor decir, los espíritus demonios, aunque incorpóreos, con el fuego corporal para ser atormentados, no para que el mismo fuego con que se unieren con su unión sea inspirado y se haga animal que conste de espíritu y cuerpo, sino, como dije, que, juntándose con modo admirable inefable, reciban del fuego pena no para que den vida al fuego, pues también este otro modo con que espíritus se unen con los cuerpos y hacen animales, es admirable, y no puede dar alcance el hombre, siendo eso el mismo hombre. Pudiera decir que arderán los espíritus sin tener cuerpo, como ardía los calabozos oscuros del infierno aquel rico cuando decía: «Padezco dolores y tormentos en esta voraz llama»; no viera que está la respuesta en mano, es decir, que tal era aquella llama, cuáles eran los ojos que leva y con que vio a Lázaro, y cuál era lengua para quien deseaba una gotita de agua, y el dedo de Lázaro con que pedía que se le hiciese aquel beneficio; y, con todo, las almas allí estando sin sus cuerpos. Así también era corpórea aquella llama con que se abrasaba, y aquella gotita de agua que pedía, cuales son también las visiones de los que en sueños o en éxtasis objetos incorpóreos, pero que tiene semejanza de cuerpos. Porque el mismo hombre, aunque se halla en tales visiones con el espíritu y con el cuerpo, con todo, de tal suerte entonces se ve así semejante a su mismo cuerpo que de ningún modo se puede discernir ni distinguir. Mas aquella terrible geehnna que Escritura llama igualmente estanque fuego y azufre, será fuego corpóreo atormentará a los cuerpos de los hombres condenados, y a los aéreos de los demonios, o de os hombres los cuerpos con sus espíritus y de los demonios los espíritus sin cuerpo; juntándose fuego corporal para recibir tormento pena, y no para darle vida, porque como dice la misma Verdad, un mismo fuego ha de ser el que ha de atormentar a los unos y a los otros. CAPITULO XI Si es razón y justicia que no sean más largos los tiempos de las penas y tormentos que fueron los de los pecados Pero aquí algunos de éstos contra quienes defendemos la Ciudad de Dios imaginan ser una injusticia que por los pecados, por enormes que sean, es saber, por los que se cometen en L breve tiempo, sea nadie condenado pena eterna, como si hubiese habido ley que ordena que en tanto espacio de tiempo sea uno castigado, cuanto gastó en cometer aquella culpa por la que mereció serlo. Ocho géneros de penas señala Tulio que se hallan prescritas por las leyes: daño, prisión, azotes, talión, afrenta, destierro, muerte y servidumbre. ¿Cuál de estas penas es la que se ajusta a la brevedad y presteza con que se cometió el delito para que dure tanto su castigo cuanto duro el delincuente en cometerle, sino el acaso la pena del talión, que establece padezca cada uno lo mismo que hizo?Conforme a esta sanción es aquella de la ley mosaica que mandaba pagar «ojo por ojo, diente por diente, porque es factible que en tan breve tiempo pierda uno el ojo por el rigor de la justicia; en cuanto se lo quitó a otro por la malicia de su pecado. Pero si el que da un ósculo a la mujer ajena es razón que le castiguen con azotes, pregunto: el que comete este delito en un instante ¿no viene a padecer los azotes por un tiempo incomparablemente mayor, y el gusto de un breve deleite, se viene a castigar con un largo dolor? ¿Pues qué diremos de la prisión? ¿Acaso hemos de entender que debe estar en ella uno tanto como se detuvo en hacer el delito por el cual mereció ser preso, siendo así que justísimamente paga un esclavo las penas por algunos años en grillos y cadenas, porque con la lengua o con algún golpe dado en un momento amenazó o hirió a su amo? ¿Y qué diremos del daño, la afrenta, el destierro, la servidumbre, que por la mayor parte se dan de modo que jamás se relajan ni remiten? ¿Acaso, según nuestro método de vivir, no se parecen a las penas eternas? Pues no pueden ser eternas, porque no lo es la vida que con ellas se castiga; sin embargo, los pecados que se castigan con penas que duran larguísimo tiempo, se cometen en un solo momento, y jamás ha habido quien opine que tan breves deben ser las penas de los delincuentes como lo fueron el homicidio o el adulterio, o el sacrilegio o cualquiera otro delito, el cual se debe estimar, no por la extensión del tiempo, sino por la grandeza de la malicia. Y cuando por algún grave delito quitan a uno la vida, ¿por ventura las leyes estiman y ponderan su castigo por el espacio en que le matan, que es muy breve, sino más bien porque le borran para siempre del número de los vivientes? Lo mismo que es el desterrar a le hombres de esta ciudad mortal con la pena de la primera muerte, es el desterrar a los hombres de aquella ciudad inmortal con la pena de la segunda muerte, Porque así como no preceptúan las leyes de esta ciudad que vuelva a ella ninguno que haya sido muerto, así tampoco las de aquélla que vuelva a la vida eterna ningún condenado a la muerte segunda. ¿Cómo pues, será verdad, dicen, lo que enseña vuestro Cristo: «Que con la medida que midiereis, con esa misma se volverá a medir», si el pecado temporal se castiga con pena eterna? No atienden ni consideran que llama misma medida; no por el igual espacio de tiempo, sino por el retorno d mal; es decir, que el que hiciere mal padezca mal; aunque esto se puede, mar propiamente por aquello a que refería el Señor cuando dijo esto con los juicios y condenaciones. Por tanto el que juzga y condena injustamente si es juzgado y condenado justamente con la misma medida recibe, aunque no lo mismo que dio. Porque con juicio hizo, y padece con el juicio, aunque con la condenación por él dada hizo lo que era injusto, y padece con la condenación que sufre lo que es justo. CAPITULO XII De la grandeza de la primera culpa por la cual se debe eterna pena a todos los que se hallaren fuera de gracia del Salvador La pena eterna, por eso parece dura e injusta al sentido humano: porque en esta flaqueza de los sentidos enfermizos y mortales nos falta aquel sentido de altísima y purísima sabiduría con que podamos apreciar la impiedad maldad tan execrable que se cometió con la primera culpa. Porque cuanto más gozaba el hombre de Dios, con tanta mayor iniquidad dejó a Dios, se hizo digno de un mal eterno el que desdijo en sí el bien que pudiera sí eterno. Por eso fue condenada toda descendencia del linaje humano, pues el que primeramente cometió este crimen fue castigado con toda su posteridad, que entonces estaba arraigado en él, para que ninguno escapase de este justo y merecido castigo sino por la misericordia y no debida gracia, el linaje humano se dispusiese de manera que en algunos se manifieste lo que puede la piadosa gracia, y en los demás, lo que el justo castigo. Estas dos cosas juntas no se podían realizar en todos, pues si todos vinieran a parar en las penas de la justa condenación, en ninguno se descubriera la misericordiosa gracia del Redentor. Por otra parte, si todos pasaran de las tinieblas a la luz, en ninguno se mostrara la severidad del castigo, siendo muchos más los castigados que los que participan de la gracia, para damos a entender en esto lo que de razón se debía a todos. Y si a todos se les re compensara como merecían, nadie justamente pudiera reprender la justicia del que así los castigaba. Pero como son tantos los que escapan libres, tenemos motivo para dar gracias a Dios, el que gratuitamente y por singular fineza nos hace la merced de libertarnos de aquella perpetua cárcel. CAPITULO XIII Contra la opinión de los que piensan que a los pecadores se les dan las penas después de es Ia vida, a fin de purificarlos Los platónicos, aunque no enseñan que haya pecado alguno que quede sin condigno castigo, opinan que todas las penas se aplican para la enmienda y corrección, así las que dan las leyes humanas como las divinas; ya sea en la vida actual, ya en la futura; ya se perdone aquí a alguno su culpa o se le castigue de suerte que en la tierra no quede enteramente corregido y enmendado. Conforme a esta doctrina es aquella expresión de Marón, cuando habiendo dicho de los cuerpos terrenos y de los miembros enfermizos y mortales que a las almas «de aquí les proviene el temer, desear, dolerse, alegrarse, y que estando en una tenebrosa y oscura cárcel, no pueden desde allí contemplar su naturaleza», prosiguiendo, dice: «que aun cuando en el último día las deja esta vida, con todo, no se despide de ellas toda la desventura ni se les desarraiga del todo el contagio que se les pegó del cuerpo; pues es preciso que muchas cosas que con el tiempo se han forjado en lo interior, como si las hubieran injertado, hayan ido brotando y creciendo maravillosamente. Así que padecen tormentos y pagan las penas de los pasados yerros, y unas tendidas y suspensas en el aire, otras bajo inmenso golfo de las aguas, pagan culpa contraída o se acrisolan con fuego». Los que son de esta opinión quieren que después de la muerte ha otras penas que las purgatorias, de suerte que porque el agua, el aire el fuego son elementos superiores a tierra, quieren que por alguno de los elementos se purifique, medias las penas expiatorias, lo que se había contraído del contagio de la tierra. Porque el aire entiende en lo que dice: «tendidas y colgadas al viento»; el agua en lo que dice: «debajo del inmenso golfo del mar»; y el fuego, le declaró por su nombre propio cuando dijo «se acrisolan en el fuego». Pero nosotros, aun en esta vida mortal, confesamos que hay algunas penas purgatorias, no con que sean afligidos aquellos cuya vida,, con ellas, no se mejora o, por mejor decir, empeora y relaja más, sino que son purgatorias para aquellos que, refrenados con ellas, se corrigen, modera y enmiendan. Todas las demás penas ya sean temporales o eternas, conforme cada uno ha de ser tratado por la Providencia divina se aplican: o por los pecados, ya sean pasados, o en le que aun vive el paciente, o por ejercita y manifestar las virtudes por medio de los hombres y de los ángeles, ya sea buenos, ya sean malos. Pues aunque uno sufra algún mal por yerro o malicia de otro, aunque es cierto que peca el hombre que damnifica a otro por ignorancia o injusticia, mas no peca Dios, que permite se haga con justo aunque oculto y secreto juicio suyo. Sin embargo, las penas temporales uno las padecen solamente en esta vida otros después de la muerte, otros ahora y entonces; pero todos de aquel severísimo y final juicio. Mas no van a las penas eternas que han de tener después de aquel juicio todos aquellos que después de la muerte las padecía temporales, porque a algunos, lo que no se les perdonó en la vida presente, ya dijimos arriba que se les perdona en la futura, esto es, que no lo pagan con la pena eterna del siglo venidero. CAPITULO XIV De las penas temporales de esta vida, a que está sujeta la naturaleza humana Rarísimos son los que no pagan alguna pena en esta vida, sino solamente después, en la otra. Y aunque yo he conocido algunos, y de éstos he oído que hasta la decrépita senectud no han sentido ni una leve calentura, pasando su vida en paz, tranquilidad y salud robusta, sin embargo, la misma vida de los mortales, toda ella, no es otra cosa que una interminable pena, porque toda es tentación, como lo dice la Sagrada Escritura: «Tentación es la vida del hombre sobre la tierra.» ¿Pues no es pequeña pena la misma ignorancia e impericia, la cual en tanto grado nos parece debe huirse, que con penas dolorosas acostumbramos apremiar, a los niños a que aprendan alguna facultad o ciencia? Y el mismo estudio a que los compelemos con los castigos, les es a ellos tan penoso, que a veces quieren más sufrir las mismas penas con que los forzamos a que estudien, que aprender cualquier ciencia. ¿Quién no se horrorizará y querrá antes morir si, le dan a escoger una de dos cosas: o la muerte, o volver otra vez a la infancia? La cual no, da, principio a la vida riendo, sino llorando, sin saber la causa, anunciando así los males en que entra. Sólo Zoroastro, rey de los Bactrianos, dicen que nació riendo, aunque tampoco aquella risa, por no ser natural, sino monstruosa, le anunció felicidad alguna; porque, según dicen, fue inventor de la magia, la cual le aprovechó muy poco, ni aun contra sus enemigos, para poder gozar siquiera de la vana felicidad de la vida presente, pues le venció Nino, rey de los asirios. Por tanto, lo que dice la Escritura: «Grave es y muy pesado el yugo que han de llevar los hijos de Adán desde el día que salen del vientre de su madre hasta que vuelven a la sepultura, que es la madre común de todos», es tan infalible que se haya de cumplir, que los mismos niños que están libres ya del vínculo que sólo tenían por el pecado original, por virtud del bautismo, entre otros muchos males que padecen, algunos también son acosados y molestados en ocasiones por los espíritus malignos. Aunque no creemos que este padecimiento puede ofenderles después que acaban la vida por causa de, él en dicha edad. CAPITULO XV Que todo lo que hace la gracia de Dios, que nos libra del abismo del antiguo mal, pertenece a la novedad del siglo futuro En aquel grave yugo que llevan sobre sí los hijos de Adán desde el de que salen del vientre de su madre hasta que vuelven a la sepultura, que en el vientre de la madre común de todos, se halla el medio miserable a que se ajusta nuestra vida, para que entendemos que se nos ha hecho pena y como un purgatorio por causa de enorme pecado que se cometió en el Paraíso, y que todo cuanto se hace con nosotros por virtud del Nuevo Testamento no pertenece sino a la nueva herencia de la futura vida, para que recibiendo en la presente la prenda alcancemos a su tiempo aquella felicidad por que se nos dio la prenda, par que ahora vivamos con esperanza, aprovechando de día en día, mortifiquemos con el espíritu las acciones de la carne. Porque «sabe el Señor los que sol suyos, y que todos los que se mueven por el espíritu de Dios son hijos de Dios», aunque lo son por gracia, no por naturaleza. Pues el que es único solo, por naturaleza, Hijo de Dios, por su misericordia y por nuestra redención se hizo Hijo del hombre, para que nos otros, que somos por naturaleza hijos de hombre, nos hiciéramos por si gracia y mediación hijos de Dios. Por que perseverando en sí inmutable, recibió de nosotros nuestra naturaleza, efecto de podernos recibir en ella, sin dejar su divinidad, se hizo partícipe de nuestra fragilidad para que nosotros, transformados en un estado más floreciente, perdiésemos, por la participación de su inmortalidad y justicia, el ser pecadores y mortales, llenos del sumo bien conservásemos en la bondad de su naturaleza el bien que obró en la nuestra. Porque así como por un hombre pecador llegamos a es mal tan grave, así por un Hombre Dios justificador vendremos a conseguir aquel bien tan sublime. Ninguno debe confiar y presumir que ha pasado de este hombre pecador a aquel Hombre Dios, sino cuando estuviere ya donde no habrá tentación y cuando tuviere y poseyere aquella paz que busca por medio de muchas batallas, en esta guerra, donde «la carne lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne»; cuya guerra nunca hubiera existido si la naturaleza humana hubiese perseverado con el libre albedrío en la rectitud en que Dios la crió. Pero como cuando era feliz no quiso tener paz con Dios, ahora que es infeliz pelea consigo, y esto, aunque es también un mal miserable, con todo, es mejor y más tolerable que los primeros años e infancia de esta vida. Porque mejor es lidiar con los vicios, que no que sin ninguna lid ni contradicción dominen y reinen. Mejor es, digo, la guerra, con esperanza de la paz eterna, que el cautiverio sin ninguna esperanza de libertad. Bien que deseemos carecer también de, esta guerra y nos encendamos con el fuego del divino amor para gozar aquella ordenada paz; donde con constante firmeza lo que es inferior y más flaco se sujeta a lo mejor. Pero si (lo que no quiera Dios) no hubiese esperanza alguna de un bien tan grande, debiéramos querer más vivir en la aflicción y molestia de esta guerra que rendirnos y dejar a los vicios, no haciéndoles resistencia, el dominio sobre nosotros. CAPITULO XVI Debajo de que leyes de la gracia están todas las edades de los reengendrados Es tan grande la misericordia de Dios para con los vasos de misericordia que tiene preparados para la gloria, que aun en la primera edad del hombre, esto es, la infancia, que sin hacer resistencia alguna está sujeta a la carne, y en la segunda, que se llama puericia, en la cual la razón aún no ha entrado en esta batalla y está sujeta casi a todos los viciosos deleites (pues aun cuando pueda ya hablar y por lo mismo parezca que ha salido de la infancia, sin embargo, en ella, la flaqueza y flexibilidad de la razón aun no es capaz de precepto), en esta edad, pues, con que haya recibido los Sacramentos del Redentor, si en tan tiernos años acaba el curso de su vida, como se ha trasplantado ya de la potestad de las tinieblas al reino de Cristo, no sólo no sufre las penas eternas, sino que, aun después de la muerte, no padece tormento alguno en el purgatorio. Porque basta la regeneración espíritu para que no se le siga el daño que después de la muerte, junto con muerte, contrajo la generación carnal. Pero en llegando ya a la edad que es capaz de precepto y puede sujeta al imperio de la ley, es indispensable que demos principio a la guerra con los vicios, y que la hagamos rigurosamente, para que no nos obliguen a caer en los pecados que ocasionen nuestra eterna condenación. Que si los vicios no han adquirido aún fuerzas con curso y costumbre de vencer, fácilmente se vencen y ceden; pero si están acostumbrados a vencer y dominar, con grande trabajo y dificultad se podrán vencer. Ni esto puede ejecutarse sinceramente sino aficionándose a la verdadera justicia, que consiste en la fe Cristo. Porque si nos estrecha la ley con el precepto y nos faltan los auxilios del espíritu, creciendo por la misma prohibición el deseo y venciendo el apetito del pecado, se nos viene aumentar el reato de la prevaricación. Aunque es verdad que algunas veces unos vicios que son claros y manifiestos se vencen con otros vicios ocultos secretos, que se cree ser virtudes, en ellos reina la soberbia y una soberanía despótica de agradarse a sí propio que amenaza ruina. Hemos, pues, de dar por vencidos los vicios cuando se vencen por amor de Dios; cuyo amor ningún otro ni le da sino el mismo Dios, y no de oh modo sino por el mediador de Dios de los hombres, Jesucristo Hombre y Dios, quien se hizo partícipe de nuestra mortalidad por hacernos partícipes de su divinidad. Poquísimos son los que se hacían dignos de alcanzar tanta felicidad dicha, que desde el principio de su juventud no hayan cometido pecado alguno que pueda condenarles, o torpezas, o crímenes execrables, o algún error de perversa impiedad, a no ser que por un particular don y liberalidad del espíritu triunfen de todo que les podía sojuzgar y sujetar con el deleite carnal. Pero muchos, habiendo recibido el precepto de la ley si se ven vencidos, prevaleciendo los vicios y hechos ya transgresores de la ley, se acogen a la gracia auxiliante, para que de esta manera haciendo áspera y condigna Penitencia y peleando valerosamente, sujetando primero el espíritu a Dios y prefiriéndole a la carne, puedan salir vencedores. Cualquiera que desea, escapar y libertarse de las penas eternas, no sólo debe a bautizarse, sino también justificarse en Cristo, y así, verdaderamente, pase de la potestad del demonio al yugo suave de Cristo. Y no piense que ha de haber penas del purgatorio sino en el ínterin a que venga aquel último y tremendo juicio. Aunque no puede negarse que igualmente el mismo fuego eterno, a conforme a la diversidad de los méritos, aunque malo, será para algunos más benigno y para otros más riguroso, ya sea variando su fuerza y ardor, según la pena que cada uno merece, ya sea ardiendo para siempre lo mismo, pero sin ser para todos igual sufrimiento. CAPITULO XVII De los que piensan que las penas del hombre no han de ser eternas Ya advierto que conduce tratar y disputar aquí en sana paz con nuestros misericordiosos antagonistas, que no quieren creer que todos aquellos a quienes el justísimo Juez ha de juzgar por dignos del tormento del infierno, o algunos de ellos, hayan de padecer pena que sea eterna, si no creen que después de ciertos plazos designados, más largos o más cortos, según la calidad del pecado de cada uno, al cabo han de salir de allí libres. En lo cual, sin duda, se mostró demasiado misericordioso Orígenes creyendo que el mismo demonio y sus ángeles, después de graves y dilatados tormentos, habían de salir de aquellas penas y venir a juntarse con los santos ángeles. Pero la Iglesia, con justa causa, reprobó a Orígenes por esta falsa doctrina, como también por otras causas justas, y especialmente por las bienaventuranzas y miserias alternativas, y por las interminables idas y venidas de éstas a aquéllas y de aquéllas a éstas en ciertos intervalos de siglos; pues aun esto, en que parecía misericordioso, lo perdió, puesto que asignó a los santos unas verdaderas miserias con que pagasen sus penas, y unas falsas bienaventuranzas en que no tuviesen gozo verdadero y seguro, esto es, que fuese cierto y sin temor de perder el bien eterno. Pero muy distinta doctrina es aquella en que yerra, con humano afecto, la misericordia de los que imaginan que las miserias de los hombres condenados en aquel juicio han de ser temporales, y la felicidad de todos los que se han de salvar tarde o temprano, eternas. Cuya opinión, si es buena y verdadera porque es misericordiosa tanto mejor será y más cierta cuan fuese más misericordiosa. Extiéndase, pues, la fuente de esta piedad hasta los ángeles condenados que han de ser libres, a lo menos a cabo de tantos y tan dilatados siglo como quisieren. ¿Por qué causa corre esta fuente hasta llegar a toda la naturaleza humana, y en llegando a Ir angélica se para y se seca? Con todo no se atreven a pasar más adelante con su misericordia y llegar hasta poner igualmente en libertad el mismo demonio. Si alguno se atreve, aunque vence en efecto a éstos, sin embargo, yerra tanto más disformemente y tanto más perversamente contra la rectitud de la divina palabra cuanto le parece que su opini9′n es más clemente y piadosa. CAPITULO XVIII De los que presumen que en el último y final juicio ningún hombre será condenado, por las intercesiones de los santos Hay también algunos, como yo mismo he experimentado en varios coloquios y conferencias a qué he asistido que padeciendo que veneran la doctrina contenida en la Sagrada Escritura, viven por otra parte mal, y sosteniendo su causa propia, atribuyen a Dios para con los hombres mucha mayor misericordia que los ya citados. Porque dicen que aunque sea cierto lo que tiene dicho Dios en orden a los hombres malos e infieles, que son dignos de la pena eterna y merecen ser castigados, sin embargo, cuando llegaren al tribunal y juicio de Dios vencerá la misericordia. Pues los ha de perdonar, dicen, el benigno y piadoso Dios por las oraciones e intercesión de su santo Porque si rogaban por ello cuando se veían perseguidos de sus enemigos, ¿con cuánta más razón cuando los verán postrados, humildes arrepentidos? Pues no es creíble, dicen, que los santos entonces hayan de perder las entrañas de misericordia cuando están plenísimos de perfectísima santidad; y que los que rogabai por sus enemigos cuando ellos mismos tampooo se hallaban sin pecado, en aquella ocasión no rueguen por sus amigos humillados y rendidos cuando se hallarán libres de todo pecado, o que no oirá Dios a tantos y tales hijos suyos cuando serán tan santos que no se hallará en ellos impedimento alguno para ofr sus oraciones. El testimonio del real Profeta, que dice: «¿Acaso se olvidará Dios de ser misericordioso o contendrá en su ira su piedad?», lo alegan en su favor los que permiten que los infieles o impíos, por lo menos, sean atormentados un largo espacio de tiempo, mas después sean libres de su pena; pero sobre todo lo aducen en su favor estos de que hablamos. Su ira es, dicen éstos, que todos los indignos de la eterna bienaventuranza, por su sentencia, sean castigados con pena eterna. Pero si esta pena permitiere Dios o que sea larga, o ninguna, contendría en su ira sus misericordias, lo cual dice el real Profeta que no hará, pues no dice «¿acaso detendrá largo tiempo en su ira sus misericordias»?, sino afirma que del todo no las detendrá. Así, pues, opinan éstos que la amenaza del juicio de Dios no es falaz, aunque a ninguno haya de condenar, como no podemos decir que fue mentirosa su amenaza cuando dijo que había de destruir a Nínive, y, sin embargo, no tuvo efecto lo que anunció que haría incondicionalmente. Porque no dijo: «Nínive será destruida si no hicieren penitencia y se enmendaren sus moradores», sino que, sin añadir esta circunstancia, anunció la ruina y destrucción de aquella ciudad. Esta amenaza piensan que es cierta, porque lo que dijo Dios fue lo que ellos verdaderamente merecían padecer, aunque no hubiese de ejecutarlo el Señor. Pues aunque perdonó a los penitentes, dicen, sin duda no ignoraba que habían de hacer penitencia, y, con todo, absoluta y determinadamente dijo que habían de ser destruidos. Así que esto, dicen, era verdad en el rigor que ellos merecían, pero no en razón de la misericordia, la cual no detuvo en su ira para perdonar a los humildes y rendidos aquella pena con que había amenazado a los contumaces. Si entonces perdonó, dicen, cuando con perdonar había de entristecer a su santo Profeta, ¿cuánto más perdonará por los que se lo suplicarán con más compasión, cuando para que los perdone pedirán y rogarán todos sus santos? Esto que ellos imaginan en su corazón piensan que lo pasó en silencie Sagrada Escritura para que muchos corrijan y enmienden por el temor las penas, largas o eternas, y es quien pueda rogar por los que no corrigieren; y, sin embargo, imaginan que del todo no lo omitió la Sagrada Escritura. Porque, dicen, ¿qué quiere decir aquello: «¡Cuán grande es muchedumbre de tu dulzura, Señor que ocultaste a los que te temen», sino que entendamos que por este temor escondió Dios una tan grande tan secreta dulzura de su misericordia? Y añaden que por lo mismo dijo también el Apóstol: «Los encerró Dios a todos en la infidelidad para usar de misericordia con todos»; esto para darnos a entender que a ninguno ha de condenar. Y, no obstante, los que así opinan no extienden su opinión hasta el punto de librar o no condenar al demonio a sus ángeles, porque se mueven con misericordia humana sólo para hombres y defienden principalmente causa, prometiendo como por una general misericordia de Dios hacia el linaje humano, a su mala vida un falso perdón Así se aventajarán a éstos encarecer la misericordia de Dios lo que prometen esta remisión y gracia igualmente al príncipe de los demonios y a sus ministros. CAPITULO XIX De los que prometen también a los herejes gracia y perdón de todos sus pecados por la participación del cuerpo de Cristo Hay otros que prometen esta liberación o exención de la pena eterna, no generalmente a todos los hombres, no únicamente á los que hubieren recibido el bautismo de Cristo y participasen de su Cuerpo, aunque viví en medio de cualquiera herejía o doctrina impía que obstinadamente abrazasen, por lo que dice Cristo: «Este el Pan que descendió del cielo, por que si alguno comiere de él, no muera. Yo soy el Pan vivo que descendí del cielo, y si alguno comiere de este Pan, vivirá para siempre»; luego es necesario, dicen, que se libren éstos de muerte eterna, y que lleguen a conseguir alguna vez la vida eterna. CAPITULO XX De los que prometen el perdón no a todos, sino a aquellos que entre los católicos han sido regenerados, aun después cayeran en herejía o idolatría Hay otros que prometen igual felicidad no a todos los que han recibido el Sacramento del Bautismo de Jesucristo y su Sacrosanto Cuerpo, sino sólo a los católicos, aunque vivan mal, porque no sólo Sacramentalmente, sino realmente comieron el Cuerpo de Cristo estando en el mismo cuerpo; quienes dice el Apóstol: «Aunque muchos somos un pan, y Componemos solo cuerpo»; de forma que aunque después incurran en algún error ético o en la idolatría de los gentiles, sólo porque en el cuerpo de Cristo, esto es en la Iglesia católica, recibieron el bautismo de Cristo y comieron el cuerpo de Cristo, no llegan a morir para siempre, sino que al fin alguna vez vienen a conseguir la vida eterna y toda aquella impiedad, aunque muy grande, no ocasionará que se eternas las penas, sino sólo largas acerbas. CAPITULO XXI De los que enseñan que los que permanecen en la fe católica, aunque vivan perversamente, y por esto merezcan ser quemados, se han de salvar por su creencia en la fe Hay también algunos que, por que dice la Sagrada Escritura? «Que el que perseverare hasta el fin, se salvará», no prometen esta felicidad si a los que perseverasen en el gremio de la Iglesia católica, aunque vivan mal; es a saber: porque se han de salvar por medio del fuego, por el mérito de su creencia, de la cual dice el Apóstol: «Nadie puede poner otro fundamento que el que hemos dicho, que Jesucristo: si alguno edificare sobre este fundamento oro, plata, piedras preciosas, leña, heno y paja, a su tiempo se declarará y advertirá lo que cae uno hubiere hecho; porque el día del Señor lo declarará, pues con el fuego se manifestará, y lo que cada uno hubiere practicado, qué tal ha sido probará y averiguará el fuego. Si perseverare sin recibir daño, lo que uno hubiere obrado sobre el edificio, este tal recibirá su premio; pero sino que hubiere hecho ardiere, padecerán daño las tales obras, mas él se salvará; pero de tal conformidad como lo que sale acendrado por el fuego.» Dicen, pues, que el católico cristiano, como quiera que viva, tiene a Cristo en el fundamento; el cual no le tiene ningún hereje, pues esta destroncado y apartado por la herejía de la unidad y unión de su Cuerpo. Y por causa este fundamento, aunque el católico cristiano viva mal, como el que edificó sobre el fundamento leña, heno y paja, piensan que se salvan por el fuego; esto es, que se libran después de las penas de aquel fuego con que en el último y final juicio serán castigados los malos. CAPITULO XXII De los que piensan que cumpliendo las obras de misericordia, los pecados que cometen no están sujetos al juicio de la condenación He hallado también otros que opinan que sólo han de arder en la eternidad de los tormentos los que no cuidaron de hacer por sus pecados las obras de misericordia y limosnas, conforme a la expresión del apóstol Santiago: «Porque será juzgado sin misericordia el que no hubiere usado de misericordia.» Luego el que la practicare, dicen, aunque no corrija ni modere su vida y costumbres, sino que entre aquellas misericordias y limosna que hiciere viviere mal e inicuamente conseguirá en el juicio la misericordia de manera que, o no le castiguen con condenación alguna, o después de algún tiempo, corto o dilatado, salga libre de aquella condenación. Y por eso piensan que el mismo Juez de los vivos y de los muertos no quiso declarar que había de decir otra cosa, así a los de la mano derecha, á quienes ha de conceder la vida eterna, como a los de la siniestra, a quienes ha de condenar a los tormentos eternos, sino las limosnas y misericordias que hubieren hecho o hubieren omitido. A esto mismo, dicen, pertenece lo que pedimos diariamente en la oración del Padrenuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»; porque cualquiera, que perdona el pecado al que pecó contra él, sin duda usa de misericordia, la cual en tales términos nos la recomienda el mismo Señor que dijo: «Si perdonaseis a los hombres sus pecados, también os perdonará a vosotros vuestro Padre vuestros pecados; y si no perdonaseis a los hombres, tampoco vuestro Padre, que está en los cielos, os perdonará a vosotros.» Luego a esta especie de limosna y misericordia pertenece también lo que dice el apóstol Santiago: que usará de juicio sin misericordia con el que no hizo misericordia. Y no dijo el Señor, dicen, grandes o pequeños pecados, sino os perdonará vuestro Padre vuestros pecados, si vosotros igualmente perdonaseis a los hombres. Por lo mismo presumen que a los que viven mal, hasta que acaben el último período de su vida se les perdonará diariamente por esta oración todos los pecados, de cualquier calidad y cantidad que fueren, así como se dice cada día la misma oración con tal que sólo se acuerden de que cuando les piden perdón los que les han ofendido con cualquiera injuria les perdonan de corazón. Luego que haya respondido a todas estas objeciones, con el favor de Dios habré dado fin a este libro. CAPITULO XXIII Contra los que dicen que no han de ser perpetuos los tormentos del demonio ni los de los hombres impíos Primeramente conviene que averigüemos y sepamos por qué la Iglesia no ha podido tolerar la doctrina de lo que prometen al demonio, después de muy terribles y largas penas, la purgación o el perdón; porque tantos santos, y tan instruidos en la Sagrada Escritura del Nuevo y Viejo Testamento, no hemos de decir que envidiaron la purificación y la bienaventuranza del reino de los cielos después de los tormentos de cualquiera calidad y especie que sean a cualesquiera ángeles de cualquiera calidad y genero que fuesen; antes bien, vieron que no se pedía anular la sentencia divina, que dijo el Señor había de pronunciar en el último juicio, diciendo: «Idos de mí malditos, al fuego eterno que está preparado para el demonio y sus ángeles» (porque en estos términos hace ver que el demonio y sus ángeles han de arder con fuego eterno); y lo que está escrito en el Apocalipsis: «El demonio, que los engañaba, fue echado en un estanque de fuego y azufre donde también la bestia y los seudoprofetas serán atormentados de día de noche, por los siglos de los siglos lo que allá dijo eterno, aquí lo llamó siglos de los siglos; con estas palabras la Sagrada Escritura no suele signifcar sino lo que no tiene fin de tiempo. Por lo cual no puede hallarse otra causa ni mas justa ni más manifiesta, por la que en nuestra verdadera religión tenemos y creemos firme e irrevocablemente, que ni el demonio ni sus ángeles jamás han de tener regreso a la justicia y vida de los santos; sino porque la Escritura, que a nadie engaña, dice que Dios no los perdonó, que en el ínterin los condenó con anticipación, de forma que los arrojó encerró en las tenebrosas cárceles de infierno, para guardarlos y castigarlo después en el último y final juicio cuando los recibirá el fuego eterno donde serán atormentados por los siglos de los siglos. Siendo esto así, ¿cómo se han de escapar y librar de la eternidad de esta pena todos o algunos hombres, después de cualquiera tiempo, por largo que sea, sin que quede sin vigor y fuerza la fe con que creemos que ha de ser eterno el castigo y tormento de los demonios? Porque si a los que ha de decir el Señor: «Idos de mí, malditos al fuego eterno, que está preparado a demonio y a sus ángeles», o todos o algunos de ellos no siempre han de estar allí, ¿qué razón hay para que creamos que el demonio y sus ángeles no hayan de estar siempre allí? ¿Acaso, pregunto, la sentencia que pronunciará Dios contra los malos, así ángeles como hombres, ha de ser verdadera contra los ángeles y falsa contra los hombres? Porque así vendrá a ser, sin duda, si ha de valer más, no lo que dijo Dios, sino lo que sospechan los hombres, y ya que esto no es posible no deben arguir contra Dios; antes sí deben, mientras es tiempo, obedecer al precepto divino los que quisieren escapar y librarse del tormento eterno. Además, ¿cómo se entiende tomar el tormento eterno por el fuego de largo tiempo, y creer que la vida eterna es sin fin, habiendo Cristo en un mismo lugar y en una misma sentencia dicho, comprendiendo ambas cosas: «Así irán éstos al tormento terno, los justos a la vida eterna»? Si lo une y lo otro es eterno, sin duda o que en ambas partes lo eterno debe entenderse de largo tiempo con fin, o en ambas sin fin perpetuo, porque igualmente se refiere el uno al otro: por una parte el tormento eterno, y por otra, la vida eterna. Y es un notable absurdo decir aquí, donde es uno mismo el sentido que la vida eterna será sin fin y tormento eterno tendrá fin. Y a puesto que la vida eterna de los santos será sin fin, a los que les tocase la de gracia de ir a los tormentos eterno ciertamente no tendrá ésta fin. CAPITULO XXIV Contra los que piensan que en el juicio ha de perdonar Dios a todos los culpados por la intercesión de sus santos También esta doctrina procede contra los que, favoreciendo su causa, procuran ir contra la palabra de Dios como con una misericordia mayor; de forma que sea cierto lo que dijo Dios que habían de padecer los hombres no porque hayan de padecer, sino por que lo merecen. Los perdonará, dicen por las fervorosas oraciones de sus santos, los cuales entonces rogará tanto más por sus enemigos cuanto sean más santos, y su oración ser más eficaz y más digna de que la oiga Dios, porque no tendrán ya pecado alguno. ¿Y por qué motivo, con su perfectísima santidad y con aquellas oraciones purísimas y llenas de misericordia, poderosas para alcanzar toda las gracias, no rogarán también por los ángeles a quienes está preparado el fuego eterno, para que Dios temple su sentencia, la revoque y les libre de aquel fuego voraz? ¿O acaso habrá alguno que presuma que también este sucederá, pues también los ángeles santos, juntamente con los hombres santos que en aquella situación serán iguales a los ángeles de Dios, regirán por lo que habían de ser condenados, así ángeles como hombres, para que no padezcan por la misericordia lo que merecían en realidad; cosa que el que estuviese constante en la fe jamás dijo ni dirá? Porque de otra manera no hay razón para que ahora no rueguen también la Iglesia por el demonio y sus ángeles, pues su Maestro, Dios y Señor nuestro, lo ordenó que rogase por sus propios enemigos. Así que la razón que hay para que la Iglesia no ruegue por los ángeles malos, los cuales sabe que son sus enemigos, la habrá para que, en aquel juicio, tampoco ruegue por los hombres que han de ser condenados a fuego eterno, aunque esté en mayo elevación y perfección de santidad pues al presente ruega por los que entre los hombres se le muestran enemigos, porque es tiempo de poder hace penitencia con fruto. ¿Y qué es lo que principalmente pide por ellos, sino que les dé Dios, como dice el Apóstol arrepentimiento y penitencia, «y que vuelvan en si y se libren de los lazos del demonio, que los tiene cautivos su voluntad»? Finalmente, si la Iglesia tuviese noticia cierta de los que, viviendo todavía, están predestinados al fuego eterno con el demonio, tampoco rogaré por ellos, como no ruega por éste. Pero porque de ninguno está cierta ruega por todos; digo, por los hombres sus enemigos que viven aún en este mundo, aunque no por todos sea oída, pues solamente lo es por aquellos que aunque contradicen a la Iglesia, sin embargo, de tal manera está predestinados, que oye Dios a la Iglesia que ruega por ellos, y se hace hijos de la Iglesia. Y si algunos tuvieren hasta la muerte el corazón impertinente, y de enemigos no se convirtieron en hijos, ¿por ventura la Iglesia ruega ya por éstos, es decir, por las almas de los tales difuntos? Por cierto no. ¿Y por qué sino porque ya los tienen en cuenta de que son la parcialidad del demonio, pues mientras vivieron no se transfirieron a Cristo? Pues la misma causa hay para que no se rece por los hombres que han de ser condenados al fuego eterno, que hay para que ni ahora ni entonces se rece por los ángeles malos; la cual existe asimismo para que aunque presente se rece por los hombres vivos no obstante de que sean malos con todo, no se ruegue por los infieles impíos que son ya difuntos. Pues algunos difuntos oye Dios la oración de su Iglesia o la de algunos corazones píos y devotos; por aquellos que siendo reengendrados en Cristo, no vivieron en la tierra tan mal que lo juzga por indignos de semejante misericordia, ni tampoco tan santamente que sea averiguado que no necesita de tal misericordia, así como tampoco, acabada la resurrección de los muerto no faltarán con quienes, después de las penas que suelen padecer las a mas de los difuntos, se use de misericordia, de suerte que no los echen al fuego eterno. Porque no se diría con verdad de algunos que «no se les perdonará ni en este siglo ni en el futuro», si no hubiera a quienes se les perdonara, ya que no en éste, a lo menos en el venidero. Pero habiendo dicho el mismo Juez de los vivos y de los muertos: «Venid, benditos de mi Padre; tomad la posesión y gozad del reino que os está preparado desde el principio del, mundo»; y a otros, por el contrario: «Idos de mí, malditos, al fuego eterno que está dispuesto para el diablo y sus ángeles, y así irán éstos a los tormentos eternos, y los justos a la vida eterna», es demasiada presunción decir que ninguno de aquellos a quienes dice Dios que irán al tormento eterno ha de ir a padecer las perpetuas penas, y hacer con la fe sincera de esta presunción que se pierda la esperanza o se dude también de la misma vida eterna. Nadie, pues, entienda así el Salme que dice: «¿Acaso ha de olvidarse Dios de usar de su misericordia, o detendrá en su ira sus misericordias?» pensando que la sentencia de Dios es cuanto a los hombres buenos es verdadera, y en cuanto a los malos falsa o en cuanto a los hombres buenos ángeles malos verdadera, y en cuanto a los hombres malos, falsa. Porque lo que dice el real Profeta pertenece los vasos de misericordia, y a los mismos hijos de promisión, entre los cuales era uno también el mismo Profeta quien habiendo dicho: «¿Acaso se olvidará Dios de ser misericordioso, detendrá en su ira sus misericordias?» añadió: «Y dije, ahora comienzo, esta mudanza es de la diestra del Altísimo», declaró, sin duda, lo que vaticinó, «acaso detendrá en su ira sus misericordias». Porque la ira de Dios también alcanza esta vida mortal, donde de «el hombre ha sido hecho semejante a la vanidad, y sus días pasa como sombra»; y con todo, en esta su ira no se olvidará Dios de usar de misericordia, haciendo «que salga el sol para los buenos y para los malos, lloviendo para los justos y los pecadores»; y así no detiene en su ira sus misericordias, y particularmente en aquello que expresamente declaró el Salmo, diciendo: «Ahora comienzo, esta mudanza es de la diestra del Altísimo»; porque en esta vida llena de miserias y trabajos, que es la ira de Dios, muda en mejor los vasos de misericordia, aunque todavía en, la miseria de esta vida corruptible quede su ira, porque ni aun en su propia ira detiene sus misericordias. Cumpliéndose de este modo la verdad de es divino cántico, no hay necesidad que se entienda también de allá, de donde han de ser atormentados eternamente todos los que no pertenecen a la Ciudad de Dios. Pero los que quieren extender es sentencia hasta los tormentos de los condenados, por lo menos entiéndanse de esta manera: que perseverando e ellos la ira de Dios, que está anunciada para eterno tormento, no detiene Dios en esta su ira sus misericordias y hace Dios que no sean atormentados con tanta atrocidad de penas cuanto ellos merecen; no de tal forma que no padezcan jamás aquellas penas, que alguna vez se acaben, sino que la sufren más benignas y ligeras de las que merecen. Porque así quedará la ira de Dios, y no detendrán sus misericordias. Lo cual no se crea que lo confirmo porque no lo contradigo. Pero a los que piensan qué se dijo más con amenaza que con verdad «idos de mí, malditos, al fuego eterno; irá éstos al tormento eterno, y serán atormentados por los siglos de los siglos el gusano de ellos no morirá, su fuego no se extinguirá, y lo demás que sigue, no tanto yo como la misma Sagrada Escritura, clara y plenamente lo arguye y convence. Porque los ninivitas en esta vida hicieron penitencia y por ser en esta vida fructuosa, por que sembraron en este campo donde Dios quiso que se sembrase con lágrimas lo que después se segase y cogiese con alegría, con todo, ¿quién nega que se verificó en ellos lo que le anuncié el Señor, a no ser que no entienda como Dios suele destruir los pecadores, no sólo enojado, sino también teniendo de ellos misericordia, Porque de dos maneras se suelen destruir los pecadores: o como los sodomitas, cuando se castiga a los mismo hombres por sus pecados, o como loe ninivitas, cuando se destruyén los mismos pecados de los hombres por la penitencia. Sucedió, pues, lo que dijo el Señor porque fue destruida Nínive, que era mala, y se edificó la buena, que antes no era; y quedando en pie los muros y las casas, se arruinó la ciudad en su mala vida y costumbres. Así, aunque el Profeta se entristeció porque no sucedió lo que aquella gente temió que había de sucederles por su profecía, sucedió lo que por Presciencia de Dios se dijo, pues sabía el que lo anunció cómo habla de cumplirse y mudarse en mejor. Mas, para que conozcan estos impíamente misericordiosos qué es lo quiere decir la Escritura: «¡Cuán grande es la múchedumbre de tu dulzura, Señor, la que ocultaste a los que te temen!», lean también lo que sigue «Y la manifestaste a los que esperan en ti.» ¿Qué quiere decir ocultársela los que te temen y la manifestaste a lo que esperan en ti, sino que a los que por temor de las penas (como los judíos) quieren autorizar y establecer si justicia, que es la de la ley, no es dulce y suave la justicia de Dios, porque no la, conocen? Porque no han gustado de ella, porque esperan en sí mismos no en Él; y por eso se les esconde la abundancia de dulzura de Dios; pues aunque temen a Dios, es con aquel temor servil que no se halla en la caridad, porque «el temor no está con la caridad, antes la caridad perfecta echa fuera el temor». Por eso, a los que confían en el Señor les manifiesta su dulzura inspirándoles su caridad, para que con temor santo (no con el que expele de sí la caridad, sino con el que permanece para siempre), cuando se glorían, se gloríen, en el Señor. Porque la justicia de Dios es Cristo, el cual, como dice el Apóstol, «nos le hizo Dios a nosotros sabiduría nuestra y justicia, santificación y redención para que, como dice la Sagrada Escritura, el que se gloría se gloríe en el Señor. Esta justicia de Dios, que nos da la gracia sin méritos nuestros, no la conocen aquellos judíos que intentan establecer su justicia y por eso no están sujetos a la justicia de Dios, que es Cristo; en cuya justicia se halla mucha de la dulzura de Dios, por la cual dice el salmista: «Gustad y ved cuán dulce es el Señor.» Y en gustando de ella en esta peregrinación, no nos hartamos, antes si tenemos hambre y sed de ella para satisfacernos completamente después, cuando le viéremos, cómo es en sí y se cumpla lo que dice la Escritura: «Me hartaré cuando se me manifestare tu gloria.» Así declara Cristo la grande abundancia de su dulzura a los que esperan en Él. Pero si Dios oculta a los que le temen su dulzura, imaginando los que aquí combatimos que es porque no ha de condenar a los impíos, a fin de que no sabiéndolo éstos, y con el temor de ser condenados, vivan bien, y par que de esta manera pueda haber quien ruegue por los que no viven bien, ¿Como la manifiesta a los que confían en, pues según sueñan estos ilusos, por esta dulzura no ha de condenar a lo que no esperan en Él? Busquemos, pues, aquella su dulzura que pone patente a los que esperan en Él y a la que presumen que manifiesta a lo que le menosprecian y blasfeman. Al que en vano busca el hombre, después de este cuerpo, lo que no procura granjear y adquirir en este cuerpo. También esta expresión del Apóstol «Permitió Dios que comprendiese todos la infidelidad para usar con todos de misericordia», no la dice porque a ninguno ha de condenar, y explicamos antes por qué lo dijo. Hablando el Apóstol de los judíos que después han de creer como los gentiles, que va creían, dice en sus cartas «Porque así como vosotros en otro tiempo no creíais en Dios, y ahora habéis alcanzado misericordia con ocasión de la incredulidad de los judíos, a también ellos ahora no creen en Cristo, para que después vengan a conseguir misericordia con motivo de la vuestra.» Después añade estas palabras, que equivocadamente complace a los que combatimos: «Permitió Dios que comprendiese a todos la incredulidad para usar con todos de misericordia.» ¿Quiénes son todos sino aquellos de quienes hablaba; como quien dice, ellos y vosotros? Así que Dios permitió que a todo así a los gentiles cómo a los judíos «a quienes antevió y predestinó hace los conformes a su Hijo», los comprendiese la incredulidad, para que, mediante la penitencia, confusos de la amargura de su incredulidad y convirtiéndose por la fe a la dulzura de la misericordia de Dios, entonasen aquel cántico del real Profeta: «¡Cuán grande es la abundancia de tu dulzura Señor, que ocultaste a los qué te teme y manifestaste a los que esperan, no en sí mismos, sino en ti!» Compadécese, pues, de todos los vasos de misericordia. ¿Y quiénes son todos? Todos aquellos que de los gentiles y de los judíos predestinó, llamó, justificó glorificó, no todos los hombres; y de todos aquellos, a ninguno ha de condenar. CAPITULO XXV Si los que se han bautizado entre los herejes y se han relajado después viviendo mal, o los que se han bautizado entre los católicos y se han hecho herejes y cismáticos, o los que se han bautizado entre los católicos y, sin apartarse de ellos, han perseverado en vivir mal; pueden, por el privilegio de los Sacramentos, esperar la remisión de la pena eterna Pero respondemos ya también a los que no solamente al demonio y a sus ángeles, pero ni aun a todos los hombres prometen que han de librarse del fuego eterno, sino sólo a aquellos que re hubieren lavado con el bautismo de Cristo, y hubieren participado de su cuerpo y sangre, como quiera que hayan vivido y sea cual fuere la herejía o impiedad en que hayan caído. Contra éstos habla el Apóstol, diciendo «que las obras de la carne son bien claras y conocidas, como son la fornicación, la inmundicia, la lujuria, la idolatría, las hechicerías, enemistades pleitos, emulaciones, rencores, discardias, herejías, envidias, embriagueces, glotonerías y otros semejantes vicios, de los cuales os aviso como os lo tengo ya amonestado, que los que practican tales obras no poseerán el reino de Dios.» Lo que aquí dice el Apóstol fuera sin duda falso, si estos ilusos, después de cualquier tiempo, por prolongado que sea, se ven libres y llegar a conseguir el reino de Dios. Mas porque no es falso, seguramente los tales no alcanzarán el reino de Dios Y si nunca han de conseguir la posesión del citado reino, estarán en el tormento eterno, porque no puede darse lugar medio donde, no estén en tormento los que no estuvieren en aquel reino. Por eso, lo que dice Cristo: «Este en el Pan que bajó del cielo para que no muera el que Comiere de él. Yo soy el Pan vivo que descendí del cielo; si alguno comiere de este pan vivirá para siempre», con razón se pregunta cómo debe entenderse. Es verdad que a éstos a quienes ahora respondemos les niegan tal sentido aquellos a quienes después hemos de responder, que son los que prometen esta liberación, no a todos los que tienen el Sacramento del bautismo y del cuerpo de Cristo, sino a solos los católicos, aunque vivan mal porque comieron, no sólo sacramentalmente, sino realmente el cuerpo Cristo, estando, en efecto, dentro de cuerpo; de cuyo cuerpo dice el Apostol: «Aunque somos muchos, somos pan y hacemos un cuerpo.» El que está pues, en la unidad de su cuerpo, es en la unión de los miembros cristianos, cuyo Sacramento, cuando comulgan, los fieles suelen recibir en aliar, este tal se dice verdaderamente que come el cuerpo de Cristo y beba la sangre de Cristo, y, por consiguiente los herejes y cismáticos, que están apartados de la unidad de este cuerpo, pueden recibir el mismo Sacramento, mas no de suerte que les sirva de provecho antes si, de mucho daño, para ser condenados más grave y rigurosamente que si los condenaran por larguísimo tiempo, con tal que fuera limitado, por que no están en aquel vínculo de que nos significa aquel Sacramento. Por otra parte, tampoco éstos, que entienden bien que no debe decir que come el cuerpo de Cristo el que no está en el cuerpo de Cristo, prometen erróneamente a los que de la unidad de aquel cuerpo caen en la herejía o en la superstición de los gentiles, la liberación del fuego eterno. Lo primero, porque deben considerar cuán intolerable cosa sea y cuán por extremo ajena y descaminada de la doctrina sana que los más o casi todos los que salen del gremio de la Iglesia católica siendo autores de herejías y haciéndose heresiarcas sean mejores que los que nunca fueron católicos o cayeron en los lazos de ellos, casó de que a los tales heresiarcas se les librara del tormento eterno porque fueron bautizados en la Iglesia católica y recibieron al principio, estando en la unión del verdadero cuerpo de Cristo, el Sacramento del sacrosanto cuerpo de Cristo; pue sin duda es peor el que apostató y desamparó la fe, y de apóstata se hizo cruel combatidor de la fe, que aque que no dejó ni desamparó la que nunca tuvo; Lo segundo, porque tambiéi a éstos los ataja el Apóstol, después de haber insinuado las obras de la carne, amenazándoles con la misma verdad: «que los que hacen semejantes obras no poseerán el reino de Dios» Tampoco deben vivir seguros en sus malas costumbres los que, aunque perseveran hasta casi el fin en la comunión de la Iglesia católica, viendo lo que dice la Escritura: «que el que perseverare hasta el fin, se salvará» más por la perversidad y mala disposición de su vida, dejan y desampara la misma justicia de la vida, que para ellos es Cristo, ya sea fornicando, cometiendo en su cuerpo otras inmundicias y maldades, que el Apóstol refiere, o viviendo con excesos de regalos y torpezas, o haciendo parte de aquello que, según dice el Apóstol, priva del reino de Dios. Los que comete tales vicios estarán en el tormento eterno, pues no podrán estar en el reino de Dios, porque perseverando en esta mala vida hasta los último períodos de la presente, sin duda ni puede decirse que perseveraron en Cristo hasta el fin, pues perseverar el Cristo es perseverar en su fe; cuya fe según la define el mismo Apóstol «obra por, caridad», y la caridad, como dice en otro lugar, «no hace obras malas». Así que no puede decirse que comen el cuerpo de Cristo, ni se deben contar entre los miembros de Cristo, porque, dejando otras particularidades, rió pueden estar juntamente «los miembros de Cristo y los miembros de la ramera». Finalmente, el mismo Cristo, diciendo «el que come mi carne y bebe mi sangre, en Mí queda y Yo en él», nos manifiesta lo que es el comer, no sólo sacramentalmente, sino realmente el cuerpo de Cristo, y el beber su sangre; porque esto es quedar en Cristo y que quede también en él Cristo. Pues dije estas expresiones como si dijera: el que no queda en mí y en quien no quedo yo, no diga o imagine que come mi cuerpo o bebe mi sangre con fruto; de modo que no quedan en Cristo los que no son sus miembros. Y no son miembros de Cristo los que se hacen miembros de la ramera, si no es dejando de ser pecadores por la penitencia y volviéndose buenos por la reconciliación. CAPITULO XXVI Qué cosa sea tener a Cristo por fundamento y a quiénes se promete la salud como por medio del fuego Pero tienen -dicen- los cristianos católicos por fundamento de su creencia a Cristo, de cuya unión no se apartaron, aunque hayan edificado sobre este fundamento cualquiera vida, por perversa que sea, como leña, heño y paja. Así que la fe recta, por la cual Cristo es el fundamento, aunque con daño, pues aquello que se edificó encima ha de ser abrasado, sin embargo los podrá a lo último salvar algun vez y librar de la eternidad de aquel fuego. Responde a éstos breve y concisamente el Apóstol Santiago: «¿Que aprovechará que alguno diga que tiene fe si le faltan, las obras? ¿Acaso sola la fe podrá salvarle?» ¿Y quién es (replican) de quien dice el Apóstol San Pablo: «El se salvará, y cómo ser sino por el fuego.? Busquemos, pues quién sea éste, aunque es innegable no ser el que ellos piensan; porque no puede haber contradicción entre los dichos de los Apóstoles: el que dice que aun cuando uno tenga malas obra le salvará su fe por medio del fuego y el que asegura que si no tuviera obras, no le podrá salvar su fe. Hallaremos quien pueda ser salvo libre por el fuego, si primero indagamos qué es tener a Cristo por fundamento. Lo cual, para que al momento lo advirtamos en la misma comparación, debemos notar que en la construcción del edificio nada se antepone al fundamento o cimiento. Cualquier que tiene a Cristo en su corazón, d tal suerte que no prefiere a él las cosas terrenas y temporales, ni aun la que son lícitas y permitidas, tiene Cristo por fundamento; pero si las antepone, aunque parezca que profesa la fe de Cristo, no está en el fundamento Cristo, a quien semejantes cosas antepone; cuanto más, si despreciando los preceptos de su salvación ejecuta cosas ilícitas, pues entonces es claro que no antepuso a Cristo, sino que le pospuso y menospreció, despreciando sus mandamientos, cuando contra sus preceptos prefiere, pecando, satisfacer sus apetitos. Así que si un cristiano ama apasionadamente a una ramera, en el fundamento no tiene ya a Cristo; pero si uno estima a su esposa, si es según Cristo, ¿quién duda que por fundamento tendrá a Cristo?; y si es según este siglo, carnalmente; si llevado de torpes apetitos, como lo hacen las gentes que no conocen a Dios, también permisivamente y haciéndonos particular gracia de este donde, nos concede el Apóstol, o, por mejor decir, por el Apóstol, Cristo que pueda tener por fundamento a Cristo, porque si no antepone a Cristo este apetito y deleite aunque edifique encima leña, heno y paja, Cristo es el fundamento y por eso vendrá a salvarse por el fuego Porque tales deleites y amores terrenos, aunque por la unión conyugal no son damnabíes, con todo, los queman y acrisolará el fuego de la tribulación a cuyo fuego pertenece también la orfandad y cualesquiera calamidades que nos privan de estos gustos. Por lo mismo al que las hubiere edificado será perjudicial esta edificación, puesto que le privará de lo que edificó encima y se afligirá y atormentará con la pérdida de los placeres que le alegraban; mas Se salvará por este fuego, por el mérito del fundamento; porque en caso que el perseguidor cruel le propusiese si quería más poseer tranquilamente sus deleites o a Cristo, no preferiría aquellos a Cristo. Adviertan en las palabras del Apóstol quién es el que edifica sobre este fundamento oro, plata y piedras preciosas: «el que está, dice, sin mujer cuida de las cosas de Dios y de como agradará a este gran Señor». Miret cómo otro edifica leña, heno y paja: «pero el que se halla casado cuida de las cosas del mundo y de qué manera agradará a su esposa.» «Ha de manifestarse la calidad de las obras que cada uno hubiera hecho, porque el día del Señor lo declarará»: esto es, el día de la tribulación, «puesto que en el fuego (añade) se le revelará». A esta misma tribulación la llama fuego como en otro lugar dice: «los vasos del alfarero los prueba el horno, y a los, hombres justos la tentación de la tribulación», y «cuáles sean las acciones que cada uno hubiere hecho, el fuego lo averiguará». Y si permaneciere Ia obra que hubiere ejecutado alguno (porque permanece lo que cada uno cuidó de las cosas de Dios, y de cómo agradaría a Dios), «lo que hubiere edificado encima tendrá su premio» (esto es, le recibirá conforme a la exactitud con que hubiere cumplido sus acciones); «pero si la obra que hubiere ejecutado alguno ardiere, padecerá daño» (porque se hallará privado del objeto que amó); y, «sin embargo, se salvará» (puesto que ninguna tribulación le pudo apartar ni derribar de, la constancia, estabilidad y firmeza de aquel fundamento); «pero de tal manera como si fuese por el fuego» (pues lo que poseyó, no sin amor que le causa complacencia, no lo perderá sin dolor que le aflija). Hallamos, pues, en mi concepto, fuego que a ninguno de éstos condene, sino que a uno le enriquece y a otro le daña, y a los dos prueba. Pero si quisiésemos que en este lugar se entienda aquel fuego con que amenaza el Señor a los de la mano siniestra: «Idos de mí malditos, fuego eterno», de forma que crean que entre éstos se incluyen también los que edificaban sobre el fundamento le da, heno y paja, y que serán libre de aquel fuego, después del tiempo que les cupo por los malos méritos, por la méritos del buen fundamento, ¿quién pensamos que serán los de la mar derecha, a quienes dirá: «Venid, benditos de mi Padre y poseed el reír que os está preparado», sino aquellos que edificaron sobre el fundamento oro, plata y piedras preciosas? ha de entenderse en estos términos, sigue que los unos y los otros, es a saber, los de la mano derecha y los de la siniestra, serán atrojados en aquel fuego; fuego del cual dice la Escritura: «Pero de tal conformidad, como fuese por el fuego». Porque los unos y los otros han de ser probados con aquel fuego, de quien dice: «Que día del Señor lo declarará, porque en el fuego se manifestará, y cuál sea la obra que cada uno hubiere ejecutado el fuego lo probará y averiguará. Luego si lo uno y lo otro lo ha de probar y averiguar el fuego, de modo que cuando la obra de cada uno permaneciere, esto es, no consumiere e fuego lo que, hubiere, edificado encima recibirá su premio, y cuando la obra de alguno ardiere, padezca daño, si duda no es el eterno aquel fuego. Por que en el fuego eterno serán echado por la eterna condenación sólo los de la mano siniestra, y aquél prueba a lo de la mano derecha. Pero entre éstos a unos prueba de manera que no que me ni consuma el edificio que hallan que ellos han fabricado sobre Cristo, que es el fundamento, y a otros los prueba de otra manera, esto es, de suerte que lo que edificaron encima arda, y por lo mismo padezcan detrimento, aunque se salven porque tuvieron a Cristo, con excelente caridad puesto, firme e inmutable, en el fundamento. Y si han de salvarse, se sigue que estarán también a la mano derecha, y que con los demás oirán: «Venid, benditos de mi Padre; poseed el reino que os está preparado», y no a la mano izquierda; donde se hallarán los, que no se han de salvar, y por eso oirán: «Idos de mí, malditos, al fuego eterno.» Porque ninguno de ellos se libertará de aquel fuego, sino que todos irán al tormento, eterno, donde el gusano de ellos no morirá, y no se apagará el fuego con que serán atormentados de día y de noche para siempre. Pero si después de la muerte de este cuerpo, hasta que llegue aquel día que después de la resurrección de los cuerpos ha de ser el último en que se verificará la condenación y remuneración; si en este espacio de tiempo quieren decir que las almas de los difuntos padecen semejante fuego, y que no lo sienten las que no vivieron con este cuerpo, de manera que su lena heno y paja se consuman y que le sientan las que llevaron consigo tales fábricas, ya sea sólo allá, ya acá y allá ya sea acá para que allá no hallen el fuego de la transitoria tribulación que les abrase y queme las fábricas terrenas, aunque sean veniales y libres de rigor de la condenación, no lo reprendo o contradigo, porque quizá es verdad. También puede pertenecer a esta tribulación la misma muerte del cuerpo la cual se engendró al cometerse el primer pecado, y la heredó a su tiempo cada uno, según la calidad de su edificio. Pueden ser asimismo las persecuciones de la Iglesia con que fueron condenados los mártires, y las que padecen cualesquier; cristianos, porque éstas prueban como el fuego los unos y los otros edificios, y a los unos los consumen en sus edificadores si no hallan en ellos a Cristo por fundamento, y a los otros los consumen dejando a sus edificadores, si le hallan; porque, en efecto, aunque con daño, ellos se salvarán; y a otros no los consumen, porque los hallan tales que permanecen para siempre. Habrá también al fin del mundo, en tiempo del Anticristo, una tribulación sin igual. ¡Qué de edificios habrá entonces, así de oro como de heno, sobre el buen fundamento que es Cristo Jesús, para que aquel fuego pruebe a los unos y a los otros, dando a los unos contento y a los otros daño, sin destruir a los unos ni a los otros, por causa de la estabilidad y firmeza del fundamento! Cualquiera que prefiere a Cristo, no digo yo su esposa, de quien usa para el deleite carnal sino las mismas cosas a que tenemos obligación natural y se llaman piadosas, en que no hay estos deleites, amándolas como hombres carnalmente no tienen a Cristo por fundamento; y por lo mismo, no por el fuego será salvo, sino que no se salvará por cuanto no podrá hallarse con el Salvador, quien hablando sobre este asunto con la mayor claridad dice «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.» Pero en que a semejantes personas ama carnalmente, de forma que no las antepone a Cristo, y quiere antes carece de ellas que de Cristo, cuando llegar a este trance ha de salvarse por el fuego, pues es necesario que la pérdida de ellas le cause tanto dolor cuanto era el entrañable amor que las tenía. Y el que amare a su padre y a su madre, hijos e hijas, según Cristo, de suerte que cuide y mire por ellos, a fin de conseguir el reino de Cristo y unirse con Él, o que los ame porque son miembros de Cristo, por ninguna razón se halla este amor entre la leña, heno y paja para ser consumido, sin que totalmente será parte del edificio de oro, plata y piedras preciosas. ¿Y cómo puede amar más que a Cristo los que, en efecto, ama por Cristo? CAPITULO XXVII Contra la opinión de los que se persuaden que no les han de, hacer daño alguno los pecados que cometieron pues hicieron limosnas Resta únicamente responder a lo que sólo han de arder en el fuego eterno los que no cuidan de distribuir por la remisión de sus culpas las limosnas y hacer las obras de misericordia necesarias, según lo que dice el Apóstol Santiago: «que será juzgado y condenado sin misericordia el que no hizo misericordia. Luego el que la ejerció, dicen, aunque no corrigió su mala vida y costumbres, sino que vivió impía y disolutamente entre las mismas limosnas y, obras de misericordia, con piedad será juzgado, de manera que, o no sea condenado, después de transcurrido algún tiempo se libre de la última condenación. No por otro motivo piensan que Cristo ha de efectuar el apartamiento y diviséis entre los de la mano derecha y los de la siniestra, sólo por la balanza de haber hecho u omitido las limosnas; de los cuales, a los unos destinará a la posesión de su reino, y a los otros los tormentos eternos. Y para persuadirse que se les pueden remitir los pecados que cometen sin cesar, por grave y enormes que sean, por el mérito de las limosnas, procuran alegar en su favor la oración que nos dictó el mismo Señor, porque así como, añaden, no hay día en que los cristianos no digan esta oración, así no hay pecado algún que se cometa cada día, cualquiera que sea, que por ella no se nos perdone cuando decimos: «perdónanos nuestras deudas», si procurásemos practicar lo que sigue: «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Porque no dice el Señor, según ellos, si perdonaseis los pecados a los hombres os perdonará a vosotros vuestro Padre los pecados pequeños de cada día, sino «os perdonará vuestros pecados», cualesquiera que sean y cuantos quiera, aunque se cometan diariamente y mueran sin haber corregido ni enmendado su vida, entendiendo que por la limosna Tío se les niega el perdón, y presumiendo que; les pueden ser perdonados. Pero adviertan éstos que debe hacerse por los pecados la limosna digna y cual es menester; porque si dijeran que cualquiera limosna era poderosa a alcanzar la divina misericordia para los pecados, así para los que se cometen cada día como para los enormes y para cualquiera abominable costumbre de pecar, de manera que el perdón siga cotidianamente al pecado, echarían de ver que decían una cosa absurda y ridícula. Porque, de esta suerte, sería indispensable confesar que un hombre poderoso, con diez dineros que cada día diese de limosna, podría redimix los homicidios y adulterios y cualesquiera otros delitos graves. Y si proferir semejante expresión es un absurdo Y grave desatino, ciertamente, si quisiéramos saber cuáles son las limosnas dignas para conseguir el perdón de los pecados, de las cuales decía también aquel precursor de Cristo: «haced frutos dignos de penitencia», sin duda hallaremos que no las practican los que lastiman mortalmente su alma cometiendo cada día graves culpas. Porque en materia de usurpar la hacienda ajena es mucho más lo que hurtan; de lo cual, dando una pequeña parte a los pobres, piensan que para este fin satisfacen y sirven a Cristo que creyendo que han comprado de él, o, por mejor decir, que cada día compran la libertad y licencia desenfrenada de cometer sus culpas y maldades, y así seguramente puedan ejercitar tales abominaciones. Los cuales aunque por una sola culpa mortal distribuyesen los miembros necesitados de Cristo todo cuanto tienen, y no desistiesen de semejantes acciones no teniendo caridad, «la cual no obra mal de nada les pudiera aprovechar. El que quisiere hacer limosnas dignas de la remisión de sus pecados principie practicándolas en si misma porque es cosa indigna que no la haga para sí el que las hace al prójimo viendo que dice el Señor: «Amarás tu prójimo como a ti mismo», e igualmente «procura ser misericordioso con tu alma, agradando a Dios». Así que el que no hace esta limosna (que es agradar a Dios) por su alma, ¿como puede decirse que hace limosnas dignas por sus pecados? A este propósito es también aquella sentencia de la Escritura: «que el que es malo para sí, para ninguno puede ser bueno», puesto que las limosnas son las que ayudan a las oraciones y peticiones; y así debemos advertir lo que leemos en el Eclesiástico: «Hijo si hubieres pecado, no pases adelante; antes ruega a Dios que te perdone las culpas ya cometidas. Luego se deben hacer las limosnas por que, cuando rogásemos que se nos remitan nuestros pecados pasados, seamos oídos, y no para que, perseverando en ellos, creamos que por las limosnas nos dan licencia para vivir mal. Por eso dijo el Señor que había de hacer buenas (a los de la mano derecha) las limosnas que hubiesen distribuido, y cargo riguroso a los de la siniestra de las que no hubiesen hecho, para manifestarnos por este medio cuánto valen las limosnas para conseguir el perdón de sus pecados pasados no para cometerlos continuos y perpetuos libremente, y sin que les cuestión otra molestia. Y no puede decirse que hacen semejantes limosnas los que no quieren enmendar su vida apartándose de Ia ocasión y costumbre arraigada de pecar, que ya tienen como innata en su pervertido corazón. Porque en estas palabras: «Cuando no hicisteis la limosna a uno de estos mis más mínimos siervos, a mi me la dejasteis de hacer», nos manifiesta claramente que no la hacen, aun cuando creen que la hacen. Pues si cuando dan el pan a un cristiano hambriento se lo diesen como si realmente lo diesen al mismo Cristo, sin duda que a sí mismos no se negarían el pan de justicia que es el mismo Jesucristo; porque Dios no mira a quién se da la limosna, sino con qué intención se da. Así que el que ama a Cristo en el cristiano, le da limosna, con el mismo, ánimo que se llega a Cristo, no con el que quiere apartarse e irse libre y sin castigo de Cristo; que tanto más se va y aleja uno de Cristo cuanto más ama lo que reprueba Cristo. ¿Que le aprovecha a uno el bautizarse si no se justifica? ¿Acaso el que dijo: que no renaciere el hombre con el agua el Espíritu Santo no entrará en, el reino de Dios», no nos dijo también «Si no fuere mayor vuestra justicia que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. ¿Por qué razón tantos, por temor de aquello, acuden a bautizarse, y tan pocos, no temiendo esta desgracia, cuidan de justificarse? Así, pues, como no dice uno a si hermano loco por estar enojado con él, sino por su pecado, pues de otra manera merecería el fuego del infierno, así, por el contrario, el que da limosna al cristiano no la da al cristiano si en él no ama a Cristo; y no ama a Cristo el que rehusa justificarse en Cristo. Si alguno incidiere en esta culpa diciendo a su hermano loco, esto es, si le injuriare Injustamente, no pretendiendo corregirle su pecado, es poco para redimir este pecado el hacer limosnas, si no añadiere también el remedio de la reconciliación. Porque lo que allí continúa diciéndose es: «Si ofrecieres tu ofrenda en el altar, y ni te acordases que tu hermano tiene alguna queja, contra ti, deja allí tu ofrenda en el altar y ve, ante todas cosas, y reconcíliate con tu hermano, y entonces vendrás y ofrecerás tu ofrenda.» Aprovecha, pues, poco hacer limosnas, por grandes que sean, para redimir cualquier pecado mortal, si se continúa en la costumbre de cometer los, mismos pecados. La oración cotidiana que nos enseñó el mismo Señor (por lo cual la llamamos también Oración Dominical, o del Señor), aunque borra y quita los pecados diarios, cuando se dice cada día «perdónanos nuestras deudas» y cuando lo, que sigue inmediatamente, que es «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», no sólo se dice, sino también se hace: lo cual se dice porque se cometen pecados, y no para cometerlos. Pues con esta oración nos quiso enseñar el Salvador que por más justa y santamente que vivamos en las tinieblas y flaquezas de esta vida no nos faltan pecados, por los cuales debamos rogar para que se nos perdonen, y perdonar nosotros a los que pecan contra nosotros, para que igualmente nos perdonen a nosotros. Así, pues, no dice el Señor: «Si perdonaseis a los hombres sus pecados os perdonará a vosotros vuestro Padre los vuestros», para que, confiado en esta oración, pudiésemos pecar cada día con seguridad, o por ser tan poderosos que nada se nos diera de las leyes humanas, o por ser tan astutos que engañáramos a los mismos hombres, sino para que supiésemos que no estábamos sin pecados, aunque estuviésemos libres de los mortales. Advirtió esto mismo el Señor a los sacerdotes de la ley antigua en orden a sus sacrificios, a los cuales ordenó que lo ofreciesen primeramente por sus pecados, y después por los del pueblo. También se deben mirar con advertencia las propias palabras de tan grande Maestro y Señor nuestro, pues ni dice si perdonaseis los pecados de los hombres, también vuestro Padre o perdonará a vosotros cualesquiera picados, sino que dice: «vuestros pecados»; porque enseñaba la oración que debían decir cada día, y hablaba con sus discípulos, que estaban, sin dada justificados. ¿Qué quiere decir vuestros pecados, sino los pecados sin los cuales no os hallaréis ni aun vosotros que estáis justificados y santificados. Los que por esta oración buscan ocasión de poder pecar cada día mortalmente, dicen que el Señor significa también los pecados graves, porque no dijo os perdonará los pecados ligero sino vuestros pecados; pero nosotro considerando la calidad de las personas con quienes hablaba, y notando que dice vuestros pecados, no debemos imaginar otra cosa que los veniales puesto que los pecados de aquellos sujetos no eran ya graves. Pero ni aun los mismos graves, que de ningún modo se deben comete mejorando la vida y costumbres, perdonan a los que piden perdón oran, si no practican lo que allí ordena: «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores»; porque los pecados mínimos, en que incurrir hasta los más justos, no se perdonan de otra manera, ¿cuánto más los que estuvieren implicados en muchas graves culpas, aunque desistan ya cometerlas, no alcanzarán perdón si mostraren duros e inexorablés en perdonar a otros los que hubieren pecado contra ellos? Dice el Señor: «Si perdonaseis a los hombres sus pecados tampoco os perdonará á vosotros vuestro Padre»; y a este intento hace lo que dice igualmente el Apóstol Santiago: «Que será juzgado y condenado sin misericordia el que no hizo misericordia.» Porque nos debemos de acordar, al mismo tiempo, de aquel siervo a quien alcanzó su señor, ajustadas cuentas, en diez mil talentos, y se los perdonó, mandando después que los pagase, porque no se había condolido de su compañero, que le debía cien dineros. En éstos, que son hijos de promisión y vasos de misericordia, tiene lugar lo que dice el mismo Apóstol: «Que la misericordia se exalta sobre la justicia», pues hasta aquellos justos que vivieron con tanta santidad que tienen privilegio para recibir en los eternos tabernáculos a otros que granjearon su amistad por medio de la ganancia de la iniquidad, para que fuesen tales, los libró por la misericordia Aquel que justifica al impío e imputa esta merced y premio por cuenta de la gracia y no del débito. Porque del número de éstos es el Apóstol, que dice: «Que por la misericordia de Dios consiguió ser fiel ministro suyo.» Y aquellos a quienes los tales reciben en los tabernáculos eternos, debemos confesar que no son de tal vida y costumbres que les baste su vida para libertarlos sin el sufragio e intercesión de los santos, y así en ellos sobrepuja mucho la misericordia a la justicia. Mas no por eso debemos pensar que algún malvado que no haya mudado su vida. en otra buena, o más tolerable, sea admitido en los eternos tabernáculos y moradas, porque sirvió los santos con la ganancia de la inquidad, esto es, con el dinero o con las riquezas que fueron mal adquiridas, o, si bien adquiridas, no verdaderas, sino las que la iniquidad imaginan que son riquezas, no conociendo cuáles son las verdaderas riquezas, de las cuales están abundantes y sobrados aquellos que reciben a los otros en la eternas moradas. Hay, pues, cierto género de vida que ni es tan mala que a los que viven conformes a ella no les aproveche en parte para conseguir el reino de los cielos la larga liberalidad de las limosnas con que sustentan la necesidad de los justos y se granjean amigo que los reciban en los tabernáculos eternos, ni tan buena que les baste para alcanzar tan grande bienaventuranza, Si por los méritos de aquellos cuya amistad granjearon no alcanzaron misericordia. Suele causarme admiración cuando advierto que aun en Virgilio se hay estampada esta sentencia del Señor que dice: «Procurad granjearos amigo con la ganancia de la iniquidad, para que también ellos os acojan en eternas moradas»; a la cual es mi parecida ésta, donde se dice: «El que recibe al profeta por el respeto y circunstancias de ser profeta, recibirá galardón de profeta, y el que acoge al justo porque es justo, recibirá el premio de justo.» Porque describiendo aquel poeta los campos Elíseos, donde supone que habitan las almas de los bienaventurados, no sólo puso allí los que por sus propios meritos pudieron alcanzar la posesión de aquel ameno lugar, sino que añade: «y los que con sus obras obligaron a otros a que acordasen de ellos». Es, a la letra, como si les dijera lo que de ordinario suele decir un cristiano cuando humildemente se encomienda a algún justo que es santo, y dice: «acordaos de mi»; y para que sea más factible, procura merecerlo haciéndole obras buenas. Pero cuál sea este método y cuáles los pecados que nos impiden el poder conseguir el reino de Dios, y, sin embargo, nos dejan poder alcanzar indulgencias y perdón por los méritos de los santos nuestros amigos, es sumamente dificultoso el averiguarlo y peligrosísimo el definirlo. Yo, a lo menos aunque hasta ahora no he cesado de trabajar por saberlo, no he podido comprenderlo. Y quizá se nos esconden, para que no aflojemos en el cuidado de guardarnos generalmente de todos los pecados. Porque si se supiesen cuáles son los pecados por los cuáles, aunque permanezcan todavía y no se hayan redimido mejorando la vida se debe solicitar y esperar la intercesión de los santos, la flojedad humana seguramente se implicaría en ellos, no cuidaría de desenvolverse de semejantes enredos con el auxilio de alguna virtud, sino sólo pretendería librarse con los méritos de otros, cuya amistad hubiese granjeado con las limosnas hechas mediante la ganancia o tesoro de la iniquidad; pero no sabiéndose la que persevere, sin duda se pone mal cuidado y más vigilancia en aprovchar y mejorar la vida, instando en la oración, y no se deja tampoco el cuidado de procurar la amistad de los santos con la riqueza mal adquirida. Esta liberación, que procede, o de la intercesión de los santos, sirve para que no le arrojen al fuego eterno no para que, si le hubieren echado después de cualquier tiempo, por largo que sea, le saquen de allí. Pues aun los que piensan que se debe entender lo que dice la Escritura de que la buena tierra trae abundante y copios fruto, «una a treinta, otra a sesenta y otra a ciento por uno», en el sentido de que los santos, según la diversidad de sus méritos, libran a los hombres, unos a treinta, otros a sesenta y otros a ciento, suelen sospechar que será en el día del juicio, no, después del juicio. Y viendo uno que con esta opinión los hombres con particular engaño se prometían la gracia y remisión de sus culpas, porque así parece que todos pueden alcanzar la libertad de las penas, dicen que dijo muy a propósito y con cierto gracejo, que antes debíamos vivir bien para que cada uno viniese a ser de los que han de interceder para librar a otros, a fin de quererlo vengan a reducirse tanto los intercesores que, llegando presto cada uno al número que le cabe, de treinta, o de sesenta o de ciento; queden muchos que no puedan ser libres de las penas por intercesión de ellos, y se halle entre estos tales cualesquiera que con temeridad tan vana se promete que ha de gozar del fruto ajeno; Basta haber respondido así por nuestra parte a aquellos que no desechan la autoridad de la Sagrada Escritura, de la cual se sirven comúnmente con nosotros, sino que, como la entienden mal, piensan que ha de ser, no lo que ella nos dice, sino lo que ellos quieren. Con esta respuesta, pues, concluyo este libro, como lo prometí.


 
Libro Vigésimosegundo: El Cielo, Fin De La Ciudad De Dios CAPITULO PRIMERO De la creación de los ángeles y de los hombres En este libro, que será el último, según prometí en el anterior, trataremos de la eterna bienaventuranza de la Ciudad de Dios; la cual, no por los dilatados siglos que alguna vez han de terminar se llamó eterna, sino porque, como dice el Evangelio, «su reino no tendrá fin»; ni tampoco porque muriendo y faltando. unos, naciendo y sucediéndose otros, haya en ella una apariencia de perpetuidad, como un árbol que está siempre verde parece que persevera en él un mismo verdor, mientras que conforme van cayendo unas hojas, otras que van naciendo conservan la apariencia de su frescura, sino porque en ella todos sus ciudadanos serán inmortales, viniendo a conseguir también los hombres lo que nunca perdieron los ángeles santos. Esto lo hará Dios Todopoderoso su fundador, porque lo prometió y no puede mentir, y para persuadir de ello a los fieles ha hecho ya muchas cosas no prometidas y cumplido muchas prometidas. Él es el que al principio hizo el mundo tan lleno de seres tan buenos, visibles e inteligibles; en el cual nada creó mejor que los espíritus, a quienes dio inteligencia, e hizo capaces para que le viesen y contemplasen, y los reunió en una comunidad que llamamos Ciudad santa y soberana, en la cual el alimento con que se sustentasen y fuesen bienaventurados quiso que fuese el mismo Dios, como vida y sustento común de todos. A esta misma naturaleza intelectual la dio libre albedrío, de manera que si quisiese dejar a Dios, que es su bienaventuranza, le sucediese la miseria. Y sabiendo Dios que algunos ángeles, por la altivez v soberbia con que habían de presumir bastarse para su vida bienaventurada, serían desertores y apóstatas de tanto bien, no les quitó esta. potestad, juzgando mejor sacar bien aun de las cosas malas que impedir hubiese las malas. Las cuales no existieran si la naturaleza mudable, aunque buena y criada por el sumo Dios o bien inconmutable, no las hubiera hecho ella misma malas, pecando. Y con el testimonio de este su pecado, se prueba también que la naturaleza, en su creación, fue buena. Porque si también ella misma no fuera un grande bien, aunque no igual a su Criador, el dejar a Dios, que era como luz suya, no pudieran ser su mal. Pues así como la ceguera es un vició de los ojos que nos manifiesta fue criado el ojo para ver la luz, y con este vicio se nos declara que es mas excelente que los demás órganos él órgano capaz de luz (porque no por otra causa sería su vicio el carecer de luz); así la Naturaleza que gozaba de Dios nos enseña con su mismo vicio que fue criada muy buena, con cuyo vicio es miserable, porque no goza de Dios, el cual castigó la caída voluntaria de los ángeles con la justísima pena de la eterna infelicidad, y a los demás que perseveraron en aquel sumo bien Ies concedió que estuviesen ciertos y seguros de su perseverancia, como premio de la misma perseverancia. Crió al hombre también con el mismo libre albedrío, aunque terreno, digno del cielo si perseverase en la unión de su Criador, y si le desamparase, digno de una miseria, cual conviniese a semejante Naturaleza. Y sabiendo que había de pecar desamparando a Dios con traspasar su divina ley, tampoco le privó del libre albedrío, previendo al mismo tiempo el bien que de su mal había de resultar, puesto que del linaje mortal, condenado justamente por su culpa, va, por su gracia, recogiendo multitud de gente para con ella suplir la que cayó de los ángeles, y que, de este modo, su querida y soberana Ciudad no quede sin ciudadanos, antes, quizá, venga a gozar de número más copioso. CAPITULO II De la eterna e inmutable voluntad de Dios Aunque muchas acciones se practican por los malos contra la voluntad de Dios, este Señor es tan sabio, justo y poderoso, que todas las que parecen contrarias a su voluntad van encaminadas a aquellos fines que con su augusta presciencia previó que eran buenos y justos. Por eso cuando se dice que Dios muda la voluntad de manera que a los que se mostraba benigno (pongo por ejemplo) se les vuelve airado, ellos son los que se mudan. antes y le hallan mudado en cierto modo en las aflicciones que padecen, así como se muda el sol respecto de los que tienen los ojos tiernos y débiles en su organización, y se les vuelve de suave en alguna manera áspero, y de agradable molesto, siendo él en su esencia el mismo que era. Llámase también voluntad de Dios la que el Señor forma en los corazones de los que obedecen a sus mandamientos, de la cual dice el Apóstol: «Dios es el que obra en nosotros, como también en el querer o en la voluntad.» Porque así como se dice justicia de Dios, no sólo aquella con la cual el Señor es justo, sino también la que obra en el hombre que justifica, por la misma razón se llama su ley la que es más de los hombres que suya, aunque dada por Dios a la humana descendencia, porque, en efecto, hombres eran a los que decía Cristo: «En vuestra ley está escrito», y en otro lugar: «La ley de su Dios está impresa en su corazón.» Según esta voluntad que Dios obra en los hombres, también se dice querer o voluntad libre, no lo que el Señor quiere, sino lo que hizo que quisiesen los suyos; así como se dice que cono ció, lo que hace que se conozca por los que no lo conocían. Pues diciéndonos el Apóstol: «Ahora que habéis conocido a Dios, habiéndoos conocido antes Dios», no es lícito que creamos que entonces conoció Dios a los que tenía predestinados antes de la creación del mundo, sino que se dice que entonces conoció lo que hizo en aquellas circunstancias fuese conocido. Acerca de estas locuciones o modos de decir, recuerdo haber hablado ya en el libro XVI, capítulo XXXII, y en otros lugares. Según esta voluntad, pues con la cual decimos que quiere Dios lo que hace que quieran otros, que ignoran lo venidero, muchas cosas quiere y no las pone en ejecución. Porque muchas cosas quieren sus santos que se ejecuten, movidos con la santa voluntad inspirada por Dios, y no se verifican, como cuando ruegan por algunos piadosamente, y no hace Dios lo que le piden, habiendo el mismo Señor impreso en ellos con su espíritu esta voluntad de suplicar. Por eso cuando, según Dios, quieren y ruegan los santos que se salven todos, podemos decir con aquella locución: «quiere Dios y no lo hace», para que digamos que quiere Él mismo que hace que éstos quieran. Pero según su voluntad, que con su alta presciencia es eterna, sin duda ya hizo en el cielo y en la tierra todo cuanto quiso, no sólo lo pasado y lo presente, sino también lo futuro. Sin embargo, antes que llegue el tiempo en que quiso que se hiciese lo que con su presciencia dispuso, decimos se hará cuando Dios quisiere; pero cuando ignoramos no sólo el tiempo el que ha de ser, sino también si será, decimos se hará si Dios quisiere, no porque Dios tendrá entonces nueva voluntad que no tuvo, sino porque lo que está decretado ab aeterno en su inmutable voluntad, sucederá entonces. CAPITULO III De la promesa de la eterna bienaventuranza de los santos y de los eternos tormentos de los impíos Omitiendo otras muchas razones concernientes a esta materia, así como en la actualidad vemos verificado en Cristo lo que prometió a Abraham, diciendo: «En tu semilla y descendencia serán benditas todas las naciones», así también cumplirá lo que prometió a esta su estirpe, diciendo por el Profeta: «Resucitarán los que estaban en las sepulturas»; y lo anunciado por Isaías, cuando dice: «Que habrá nuevo cielo y nueva tierra, y no se acordarán de lo pasado, ni les vendrá va más al pensamiento: antes sí, hallarán en la novedad alegría v contento, porque yo haré a Jerusalén alegría, y a mi pueblo contento; me regocijaré en Jerusalén, me alegraré en mi pueblo, y no se oirá más en ella llantos ni lágrimas»; y lo que por Daniel anunció al mismo Profeta, diciendo: in tempore illo salvabitur populus tuus omnis qui inventus fuerit scriptus in libro et multi dormientium in terrae pulvere (o, como algunos han interpretado, aggere), exurgent, hi in vitam aeternam, et hi in opprobrium, et confusiónem aeternam; esto es, «en aquellos días se salvarán los de vuestro pueblo, todos los que se hallaren escritos en el libro, y muchos de los que duermen en el polvo o en las fosas de la tierra se levantarán y resucitarán los unos a la vida eterna, y los otros a la ignominia y confusión sempiterna»; y lo que en otra parte dice por el mismo Profeta: «Recibirán el reino los santos del Altísimo, y le poseerán para siempre por todos los siglos de los siglos»; “y poco después: «Su reino es reino eterno», Y lo demás tocante a esta doctrina que inserté en el libro XX, a lo que allí dejé de poner y se halla escrito en los mismos libros; todo lo cual se habrá de realizar, como se realizó lo que los incrédulos presumían que no había de verificarse, porque prometió lo uno y lo otro, y uno y otro dijo que había de venir aquel mismo Dios a quien tiemblan los dioses de ]os paganos, como lo confiesa hasta el mismo Porfirio, famoso filósofo entre los gentiles. CAPITULO IV Contra los sabios del mundo que piensan que los cuerpos humanos no pueden ser trasladados a las moradas del Cielo Hombres doctos y sabios, oponiéndose a la fuerza de una autoridad tan plausible como venerable, que a toda clase de gentes, como lo habían anunciado ya mucho antes, hizo creer y esperar esto mismo, creen que arguyen enérgicamente contra la resurrección de los cuerpos, con el testimonio de lo que Cicerón dice en el libro II de República: donde afirmando cómo a Hércules y a Rómulo, de hombres mortales los habían colocado en el número de los dioses, asegura que sus cuerpos no subieron al cielo, puesto que la naturaleza no sufre que lo que es de tierra se quede en otra parte que en la tierra. Esta es la razón principal de dichos sabios, «cuyos pensamientos y discursos sabe el Señor que son vanos». Si solamente fuéramos almas, esto es, fuéramos espíritus sin ningún cuerpo, y estando de asiento en el cielo no participáramos de cualidad alguna de la de los animales de la tierra, y nos dijeran que habíamos de venir a unirnos en estrecho vínculo con los cuerpos terrenos para animarlos, pregunto: ¿no arguyéramos con mucho mayor vigor para no dar asenso a esta doctrina, y diríamos que la naturaleza no tolera que una entidad incorpórea venga a unirse con lo que es corpóreo? Y, sin embargo, observamos que la tierra está poblada de almas vegetantes y que dan vida, con las cuales están unidos y enlazados con maravillosa armonía estos miembros terrenos. ¿Por qué causa, pues, queriendo el mismo Dios que formó este animal, no podrá ascender el cuerpo terreno a la altura del cuerpo celeste, si el alma, que es más aventajada y excelente que todos los cuerpos, y, por consiguiente, más que los cuerpos celestes, pudo unirse con el cuerpo terreno? ¿Acaso una partecilla terrena tan pequeña pudo unirse con objeto que fuese mejor para el cuerpo celeste para tener con él sentido y vida: y a esta misma que ya tiene sensación y vive se desdeñará el cielo de recibirla, o admitiéndola no la podrá sufrir, sintiendo y viviendo ésta en virtud de un ser que es mejor que todos los cuerpos celestes? No se hace ahora esta maravilla, por que aún no ha llegado el tiempo en que quiso se hiciese el que ha hecho aquello, que por ser cosa que vemos no se la estima, siendo mucho más admirable que lo que estos ilusos creen. Porque ¿qué razón hay para que no nos admiremos de que las almas incorpóreas, que son más excelentes que los cuerpos celestes, se junten con los cuerpos terrenos, y sí de que los cuerpos terrenos vayan alas mansiones celestiales, siendo corpóreos, sino porque estamos acostumbrados a ver aquello formando lo que somos, y esto aun no lo somos, ni hasta ahora jamás lo hemos visto? Bien reflexionado, hallaremos que es obra más admirable de la mano divina unir y trabar en cierto modo lo corpóreo con lo incorpóreo, que el juntar cuerpos con cuerpos, aun que sean diferentes, los unos celestiales y los otros terrenos. CAPITULO V De la resurrección de la carne, que algunos no creen, creyéndola todo el mundo Aunque, haya sido increíble alguna vez, ya todo el mundo ha creído, me nos unos cuantos incrédulos que se admiran de ello, que el cuerpo terreno de Cristo fue llevado a los cielos; la resurrección de su carne, su ascensión y subida a las celestiales mansiones, dándole crédito los doctos e indoctos, los sabios y los ignorantes. Y si han creído lo que es digno de fe, adviertan cuán necios son los que no creen. Y si han creído lo que es increíble, también es creíble que se haya creído así lo que es increíble. Estas dos circunstancias increíbles, es a saber, la primera: la resurrección de nuestro cuerpo para siempre, y la segunda: que una maravilla tan increíble como ésta la había de creer el mundo, predijo el Señor que habían de suceder mucho antes que esta última se verificase. Ya vemos cumplido que creyese el mundo lo que era in creíble. ¿Por qué, preguntó, la otra increíble que resta se desespera que también suceda, y se tiene por increíble cuando ya sucedió lo que era increíble, esto es, que cosa tan increíble la creyese el mundo, siendo así que ambas cosas increíbles, de las cuales vemos la una y creemos la otra, las hallamos ya anunciadas en la misma Escritura, por lo cual ha creído el mundo? Y si consideramos el modo como el mundo lo ha creído, hallaremos que es más increíble. Envió Cristo al mar proceloso de este siglo unos pescadores con las redes de la fe, que ignoraban las artes liberales, y por lo que respecta a su ciencia y doctrina, totalmente rudos, sin tener noticia de gramática, sin ir prevenidos ni armados de los sofismas de la dialéctica, ni hinchados con los discursos elocuentes de la retórica, y de esta manera pescó de todo género tanto número de peces, y entre ellas también a los mismos filósofos, lance tanto más admirable cuanto mas raro, que si se quiere podemos añadir a los dos increíbles que hemos dicho. Luego ya tenemos tres sucesos in creíbles, que, no obstante, sucedieron. Increíble es que Cristo resucitase en carne, y que subiese al cielo con la carne. Increíble es que haya creído el mundo portento tan increíble. Increíble es que hombres de condición humilde, despreciables, pocos e ignorantes, hayan podido persuadir de cosa tan increíble, tan eficazmente al mundo, y hasta a los mismos doctos. De estos increíbles no quieren estos con quienes disputamos creer el primero; el segundo, aunque no quieran, lo ven aun con sus ojos, no comprendiendo cÓmo ha sucedido, si no creen el tercero. Es cierto e indudable que la resurrección de Cristo y su ascensión al cielo con la carne, con que resucitó, ya se predica y se cree en todo el mundo, y si no es creíble, pregunto: ¿cómo ha creído en ello todo el orbe de la tierra? Si muchos nobles, poderosos y también sabios, dijeran que ellos lo vieron, y lo que así vieron lo divulgaron, no fuera maravilla que el mundo les hubiese creído, aunque hubiera algunos tercos que no lo creyeran. Pero si, como es cierto, predicándolo y escribiéndolo unos pocos hombres oscuros, bajos e ignorantes que aquí lo vieron, ha creído el mundo, ¿por qué unos pocos sumamente obstinados no quieren aún creer al mismo mundo que lo cree? El cual creyó a unos pocos hombres humildes, abatidos e ignorantes, porque en testigos tan despreciables más admirablemente lo persuadió por sí mismo el Espíritu Santo. Pues las elegantes arengas con que persuadían fueron, no palabras, sino obras maravillosas, y los que no vieron resucitar a Cristo en carne, y subir con ella al cielo, creían a los que decían que lo habían visto, no sólo porque lo decían, sino también porque hacían señales milagrosas. Porque a hombres que conocían que no sabían más que un idioma, y cuando más dos los veían con admiración hablar de improviso en todos los idiomas. Que uno que nació tullido de los pies desde el vientre de su madre, al cabo de cuarenta años se levantó sano en virtud de sola una palabra que los apóstoles le dijeron en nombre de Cristo. Que los sudarios y lienzos que se quitaban de sus cuerpos servían para sanar los enfermos, y que innumerables dolientes oprimidos con varias enfermedades, poniéndose en orden por los caminos por donde habían de pasar, para que les tocase la sombra cuando pasasen, al momento cobraban salud, y otras muchas señales estupendas que hacían en nombre de Cristo. Y, finalmente, veían resucitar los muertos. S concedieron que estos portentos se obraron, como se lee en los escritos apostólicos, ved aquí cómo a aquellos tres prodigios increíbles podemos añadir otros infinitos increíbles. Para que crean un suceso increíble que se dice de la resurrección de la carne, y de la ascensión al cielo, aglomeramos tantos testimonios de tantas increíbles, y, con todo, podemos apartar de su increíble rudeza a este incrédulos, para que den crédito a estas infalibles verdades. Y si no cree tampoco que los apóstoles de Cristo obrasen tales milagros, para que le creyesen la resurrección y ascensión que predicaban de Cristo, a nosotros no basta sólo el gran argumento de que sin milagros, lo haya creído todo orbe de la tierra. CAPITULO VI Cómo Roma; amando a su fundador Rómulo, le hizo dios, y la iglesia, creyendo en Cristo, le amó Traigamos también aquí a la memoria lo que celebra y admira Tulio sobre haberse dado crédito a la divinidad Rómulo. Pondró sus mismas palabras como él las escriben: cosa es, dice más admirable la de Rómulo, porque los demás dioses que dicen se hicieron de los hombres, existieron en siglos menos ilustrados, de manera que fue más fácil el fingirlo cuando los imperitos e ignorantes se movían sin dificultad creer. »Pero observamos que los tiempo de Rómulo fueron hace seiscientos años no cabales, habiendo ya adquirido antiguo esplendor las letras y las ciencias, y desterrándose ya aquel antiguo y envejecido error de la vida inculta agreste de los hombres.» Poco después del mismo Rómulo, dice así lo que pertenece a este mismo intento: «lo cual se puede inferir que muchos años antes fue Homero que Rómulo de manera que, siendo ya los hombres sabios y los tiempos ilustrados, apeil había lugar para poder fingir patran. Porque la antigúedad recibió las fábulas compuestas en ocasiones mal e impropiamente; pero estos tiempos, como son ya cultos, rechazando prinpalmente todo lo que es imposible, las admiten.» Uno de los hombres más doctos elocuentes de su tiempo, Marco Tulio Cicerón, dice que se creyó milagrosamente la divinidad de Rómulo porque los tiempos estaban ya ilustrados y no admitían las falsedades de las fábulas. ¿Y quién creyó que Rómulo fue dios, sino Roma, y esto siendo aún población reducida, y cuando comenzaba a cimentarse su futura gloria? Pórque después los descendientes hubieron de conservar en su memoria necesariamente las tradiciones que recibieron de sus predecesores, para que creciese la ciudad con la superstición que había mamado, en cierto modo, con la leche de su madre, y llegando a poseer un imperio tan vasto y dilatado, desde su cumbre y mayor, elevación, como de un lugar más encumbrado, bañase con esta su opinión las otras naciones. a quien dominaba. De suerte que, aunque ésta no lo creyesen, llamasen dios a Rómulo por no ofender el honor de la ciudad, a quien rendían vasallaje er asunto de su fundador, llamándole de otra manera que Roma, la cual creyo aquella patraña, no por afición al error sinó por amor desordenado a su fundador. Pero a Cristo, aunque es fundado de la ciudad celestial y eterna, no por que la erigió le tuvo Esta por Dios antes ha de irse fundando paulatinamente porque lo creyó. Roma, después de ya fundada y dedicada, veneró a su fundador como a dios en el templo que le edificó; pero esta Jerusalén, para poderse fundar y dedicar, puso a Cristo Dios su fundador en el fundamento de la fe. Aquélla, amando a Rómulo creyó que era dios; ésta, creyendo que Cristo era Dios, le amó. Así como allá precedió el motivo para que Roma le amase y del amado creyese ya de buena gana aun el bien que era falso así precedió aquí causa, por la que ésta creyese, y con fe sincera, no sin justo motivo amase, no lo que era falso, sino lo que era verdadero. Porque además de tantos y tan estupendos milagros, que persuadieron aún a los más obstinados que Cristo era Dios, también precedieron profecías divinas, dignas por todas sus circunstancias de fe, las cuales, no como los padres creemos que han de cumplirse, sino que las vemos ya plenamente cumplidas; pero de Rómulo, por que fundó a Roma y reinó en ella, oímos y vemos lo que sucedió, y no un portento que antes estuviese vaticinado. Dicen las historias que se sostuvo y creyó que fue transportado entre los dioses; mas no nos prueban que así ocurriera. Con ninguna señal maravillosa se evidencia que realmente sucediese, pues la loba que crió a los dos hermanos, lo cual se tiene por singular portento, ¿de qué sirve o qué prueba para hacernos ver que era dios, puesto que, por lo menos, si aquella loba no fue positivamente una ramera, sin una bestia, el milagro debía ser común y extensivo a los dos hermanos, y, sin embargo, no tienen por dios a su hermano? ¿Y a quién le prohibieron que confesase por dioses a Rómulo o Hércules, o a otros tales hombres, quiso antes morir que dejarlo de confesar? ¿Hubiera acaso alguna nació que adorara entre sus dioses a Rómulo, si no los obligara a este vanorito con temor del nombre romano? ¿Y quién podrá numerar la inmensa multitud de los que quisieron antes morir con cualquiera género de muerte cruel e inaudita que negar la divinidad de Cristo Así, pues, el temor de la indignación de los romanos, si no se adorara Rómulo, pudo forzar a algunas ciudades que estaban bajo el yugo y jurisdicción romana a adorarle como a dios pero el adorar a Cristo por Dios confesarle por tal un número considerable de mártires esparcidos por todo el ámbito de la tierra, no pudo impedirlo el temor, no ya de alguna ligera ofensa de ánimo, sino de penas y tormentos inmensos y varios, ni aun el terror de la misma muerte, que suele ser más horrible que todos los tormentos juntos. La Ciudad de Cristo, aunque entonces era todavía peregrina en la tierra y tenía grandes escuadrones de crecido pueblos y gentes, con todo, no cuidó de resistir y pelear contra sus impíos perseguidores en defensa de su vida y salud temporal, antes por conseguir Ia eterna, no repugnó. Los prendían, encarcelaban, atormentaban, abrasaban despedazaban, mataban y, sin embargo, se multiplicaban. No tenían otro modo de pelear para salvar su vida que despreciar la misma vida por el Salvador. Conservo en la memoria que en el libro III de República, de Cicerón, se dice, si no me engaño, que una ciudad buena y consumada en virtud no debe emprender guerra si no es o por la fe o por la salud pública. Y lo que llama salud, o qué quiere significar con esta palabra, en otro lugar lo manifiesta, diciendo: «De estas penas, las que sienten aun los más insensatos, como son indigencia, destierro, prisión y azotes, se libertan en ocasiones los particulares con acabar de improviso la vida. Más para las ciudades, la pena mayor es Ia misma muerte, la cual parece que ir cierta a cada uno de la pena, porque la ciudad ha de estar establecida y ordenada de tal conformidad, que ser eterna. Así que no hay muerte natural para la república, como la hay para el hombre, en quien la muerte no sólo es necesaria, sino que muchas veces se debiera desear. Mas cuando una ciudad es asolada, destruida y aniquilada, se asemeja en cierto modo (comparando los objetos pequeños con los grandes) a si todo este mundo pereciese y se acabase.» Esto dice Cicerón, porque opina, con los platónicos, que el mundo no ha de fenecer. Consta, pues, que quiso que la ciudad emprenda la guerra por conseguir aquella salud con la cual permanezca en el mundo, como él dice, eterna; aunque se le mueran y nazcan uno a uno los ciudadanos, como es perenne y perpetuo el verdor de los olivos laureles y demás árboles de esta calidad, cayéndoseles y naciendo una a una las hojas. Porque la muerte, como dice, no la de cada hombre de por sí, que ésta por la mayor parte libra de pena a cada uno, sino la de toda ella, es pena de la ciudad. Por lo cual con razón se duda si obraron bien los saguntinos cuando prefirieron que pereciese, toda la ciudad, a violar la fe de los tratados con que estaban aliados con la República Romana, cuya resolución tanto celebran los ciudadanos de la ciudad terrena. Mas no penetro como pudieran obedecer a esta doctrina por la cual se ordena que no debe emprenderse guerra sino por la fe o por la salud pública; y no dice cuando estas dos circunstancias concurren juntamente en un mismo peligro, de manera que no se puede guardar la una sin la pérdida de la otra; en tal caso, ¿qué es lo que debe elegirse? Porque, sin duda, si los sagúntinos escogieran la salud, les fuera preciso desamparar la fe; si habían de guardar fe, habían de perder la salud, como, en efecto, lo hicieron. Pero la salud de la Ciudad de Dios es de tal calidad, que se puede conservar o por mejor decir, adquirir con la fe y por la fe; más perdida la fe ninguno puede venir a ella. Y esta idea en unos corazones constantes y sufridos formó tantos y tan ilustres mártires, que no los tuvo, ni pudo, tener tales ni uno solo, cuando fue tenido por dios Rómulo. CAPITULO VII Que fue virtud divina y no persuasión humana que el mundo creyese en Cristo Aunque es ridiculez hacer mención de la falsa divinidad de Rómulo cuando hablamos de Cristo, sin embargo, habiendo vivido Rómulo casi seiscientos años antes de Escipión, y confesando que aquel siglo estaba ya ilustrado cultivado con el estudio de las ciencias de manera que no creía lo que no posible; después de seiscientos años tiempo del mismo Cicerón, y especialmente en lo sucesivo, reinando ya Augusto y Tiberio, es a saber, en tiempos más ilustrados, ¿cómo pudiera admirar el entendimiento humano la resurrección de Cristo y su ascensión a los cielos como suceso posible? Mofándose de ella, no la escuchara ni admitiera, si no probaran y demostraran que puede ser, y que fue así la divinidad de misma verdad o la verdad de la divinidad, y los testimonios evidentes los milagros; de forma que por Ir terror y contradicción que pusieron tantas y tan grandes persecuciones, la resurrección e inmortalidad de la carne que precedió en Cristo y la que después ha de suceder en los demás a en el nuevo siglo, no sólo fue creída fielmente, sino predicada con heroico valor, sembrada por toda la redondez de la tierra y regada con la sangre los mártires para que brotara, se mentara y creciera con más abundancia y fecundidad. Pues se leían los anuncios de los profetas, concurrían las señales, prodigios y virtudes, y la verdad, aunque nueva al sentido y, uso ordinario, mas no contraria a la razón, penetraba en los espíritus hasta que todo el orbe, que la persiguió extraño furor y crueldad, la siguió abrazó con la fe católica. CAPITULO VIII De los milagros que se obraron para que el mundo creyese en Cristo, y los que aun continúan obrándose, sin embargo de creer las gentes en el Señor ¿Por qué causa (dicen) no se obran al presente aquellos milagros que predicáis se hicieron entonces? Pudiera congruentemente responder que fue absolutamente necesarios al principio, antes que creyese el mundo en Jesucristo, para que creyera realmente en su sana doctrina. El que todavía para establecer o afirmar su creencia busca prodigios, no deja de ser él un gran prodigio, pues creyendo toda la tierra no cree él. Pero nos hacen esta objeción porque creamos que ni aun entonces se obraron aquellos milagros. Pregunto ¿por qué razón se celebra en toda la tierra con tanta fe el grande misterio de haber subido Cristo al cielo con su propia carne? ¿Por qué en siglos tan ilustrados y que no admitían opinión que no fuese posible, creyó el mundo sin milagros, sucesos milagrosamente increíbles? ¿Acaso dirán que fueron verosímiles y que por lo mismo merecieron crédito? ¿por qué motivo pues no los creen ellos? Bien breve y conciso es nuestro argumento; o es cierto el portento increíble que no se veía le hicieron creíbles otros increíbles, que se hacían y observaban ocularmente, o verdaderamente lo que era tan creíble no tuvo necesidad de milagros para persuadir. Así se confunde y redarguye la nimia incredulidad de estos espíritus preocupados. Esto digo para confundir a los vanos; porque no podemos negar que hicieron muchos milagros para comprobar aquel singular, grande y saludable prodigio con que Cristo, con la misma carne en que resucitó, subió a los cielos, puesto que en los mismos libros, depositarios de las más venerables verdades, se contienen todos, a los que se obraron, como aquel por cuya fe y confirmación se hicieron. Estos para dar fe y testimonio se divulgaron; éstos con la fe que produjeron fueron más claramente conocidos. Porque se leen en presencia de todo el pueblo para que se crean y no se leyeran al pueblo si no se les diera fe y crédito. También al presente se hacen milagros en su nombre, ya sea por medio de sus Sacramentos, ya por las oraciones o memorias de sus santos, aunque no son tan claros ni ilustres famosos ni se divulguen con tanta gloria como aquellos; porque el Canon de la Sagrada Escritura, el cual convino que se promulgase, hace que lean aquellos por todo el mundo y que queden fijos en la memoria de todo el pueblo; pero éstos, dondequiera que sucedan, apenas se saben en toda la ciudad o por, alguno de los que están en el lugar, porque la mayor parte, aun allí lo saben poquisimos, ignorándolos los demás, principalmente si es grande la ciudad. Y cuando son referidos en otras partes y a otros, no llevan consigo tanta autoridad que sin dificultad o sin poner duda se crean, aunque los refieran y den noticia exacta de ellos los mismos fieles a los fieles cristianos. El milagro que sucedió en Milán, estando yo ahí, cuando recobró la vista un ciego, pudo llegar a noticia de muchos, porque la ciudad es populosa y dilatada y se hallaba entonces ahí el Emperador, sucediendo el prodigio en presencia de una multitud inmensa de pueblos, que concurrió a visitar los cuerpos de los bienaventurados mártires Protasio y Gervasio; los cuales, habiendo estado ocultos sin saberse su paradero, se hallaron por revelación en sueños del obispo San Ambrosio, donde aquel ciego, despojándose de sus tinieblas, vio el día. Pero en Cartago, ¿quién sabe, a excepción de muy pocos, la salud que recobró Inocencio, abogado que fue de la audiencia del gobernador, hallándome yo presente y viéndolo con mis propios ojos? Como él con toda su familia era muy devoto, nos hospedó a mí y a mi hermano Alipio cuando veníamos de la otra parte del mar, que aunque no éramos clérigos, sin embargo, ya servíamos a Dios, y entonces posábamos en su casa. Curábanle los médicos unas fístulas que tenía, siendo muchas y muy juntas, en la parte posterior y más baja del cuerpo. Ya le habían abierto, y lo que restaba de la cura lo continuaba con medicamentos. Padeció, cuando le abrieron, largos y crueles dolores; pero entre muchos senos que tenía, uno se les olvidó a los médicos, ocultándoseles en tal conformidad, que no llegaron a él cuando debieran abrirle con el hierro. Finalmente, habiendo sanado todos los que habían abierto, éste sólo quedo, en cuya curación trabajaban en vano. Y teniendo él por sospechas estas dilaciones y recelando mucho le volviesen a abrir (según ya le había anunciado otro médico doméstico y afecto suyo, a quien los otros no habían admitido para que siquiera viese cuando la primera vez le abrieron cómo hacían la operación, y por una disensión que tuvo con él le había echado de la casa y con dificultad le había vuelto a recibir), exclamó y dijo: «¿Qué, me han de sajar otra vez? ¿He de venir a parar a lo que predijo aquel que no quisisteis que se hallase presente?» Ellos burlándose de aquel médico, decían que era un ignorante, y con buenas palabras y promesas le templaban y disminuían el miedo. Pasáronse otros muchos días; nada de cuanto hacían aprovechaba, y, sin embargo, los médicos perseveraban en sus ofertas de que había de cerrarse aquel seno, no con hierro, sino con medicinas. Llamaron también a otro médico, ya anciano y de gran fama en su facultad. Amonio, que aun vivía, el cual, habiendo registrado la herida, prometió lo mismo que los Otros, confiado en su pericia e inteligencia. Asegurado el doliente con la autoridad y fallo de éste, como si estuviera ya solo, con extraordinaria alegría motejó y se burló de su médico, que le había vaticinado que le abrirían nuevamente la cisura. Pero ¿para qué me alargo tanto? Al fin se pasaron tantos días en vano, que, cansados y confusos, confesaron que con ningún remedio podía sanar sino con la introducción del hierro. Quedóse absorto el enfermo, mudósele el semblante, turbado del temor y presagio, y cuando volvió en sí y pudo hablar, les mandó que se fuesen y no le visitasen más; no otro recurso le ocurrió estando cansado de llorar, y forzado ya de la necesidad, sino llamar a un alejandrino que entonces era tenido por admirable cirujano para que hiciese lo que, enojado, no quiso que practicasen los otros. Pero después que vino éste, y como maestro, advirtió en las cicatrices el trabajo de los otros, como hombres de bien le persuadió que dejase gozar del fin de la cura a aquellos que en ella habían trabajado tanto, porque, viéndolo, le causaba admiración; añadió que, en realidad, sólo sajándole podía sanar, mas que era muy ajeno de su condición quitar la palma de tan singular molestia por tan poca como quedaba que operar a hombres cuyo artificioso estudio, industria y diligencia con admiración había echado de ver en las cicatrices. Volviólos a su gracia y quiso que asistiese el mismo alejandrino a la operación de abrir aquel seno, que ya, por común consentimiento, se tenía, de no hacerlo, por incurable. Difirióse la operación para el día siguiente; pero luego que se ausentaron los físicos por la demasiada tristeza y melancolía del señor, se excito en aquella casa tal sentimiento, que, como si fuera ya difunto, apenas los podíamos sosegar. Visitábanle a la sazón cada día aquellos santos varones, Saturnino, de buena memoria, que entonces era obispo uzalense; Geloso, presbítero, y los diáconos de la Iglesia de Cartago, entre los cuales estaba y sólo vive ahora el obispo Aurelio, digno de que le nombre con reverencia, con el cual, discurriendo de las maravillosas obras de Dios, muchas veces he tratado sobre este particular y he hallado que tenía muy presente en la memoria lo que vamos refiriendo. Visitándole, como acostumbraban, por la tarde, les rogó con muy tiernas lagrimas que le hicieran favor de hallarse a la mañana siguiente presentes a su entierro más que a su dolor, porque había concebido tanto miedo a los, dolores que antes había pasado, que no dudaba que había de dar el alma en manos de los médicos. Ellos le consolaron y exhortaron a que confiase en Dios y sufriese con esfuerzo y conformidad todo lo que Dios dispusiese. En seguida nos pusimos en oración, en la cual, como se acostumbra, hincamos las rodillas, y puestos en tierra, él se arrojó como si alguno le hubiese gravemente impelido y derribado al suelo, y comenzó a orar. ¿Quién podrá explicar con palabras apropiadas con qué emoción, con qué afecto, con qué angustia de corazón, con qué abundancia de lágrimas, con qué gemidos y sollozos que conmovían todos sus miembros y casi le ahogaban el espíritu? Si los otros rezaban o si estas demostraciones de ternura y aflicción distraían su atención, no lo sé. De mí sé decir que no podía orar, y sólo brevemente dije en mi corazón: «¿Señor, cuáles son las oraciones que oís de los vuestros si éstas no oís?» Porque me parecía que no le restaba ya más que dar el alma en la oración. Levantémonos, pues, y recibida la bendición del obispo nos fuimos, suplicándoles el doliente que viniesen a la mañana, y ellos exhortáronle a que tuviese buen ánimo. Amaneció el día tan temido, vinieron los siervos de Dios como lo habían prometido. Entraron los médicos, aprestando lodo lo que exigía la próxima operación, sacando la horrible herramienta, estando todos atónitos y suspensos, animando al desmayado y consolándole los que allí tenían más autoridad, componen en la cama los miembros del paciente para la comodidad de la mano del que había de hacer la abertura, desatan las ligaduras, descubren la herida, mírale el médico, y armado ya y atento, busca aquel seno que debía abrirse. Escudríñalo con los ojos, tiéntalo con los dedos, y al fin, buscando y examinando todo, halló una firmísima cicatriz. La alegría, alabanzas y acciones de gracias que dieron todos llorando de contento, no hay que fiarlo a mis razones y expresiones patéticas: mejor es considerarlo que decirlo. En la misma ciudad de Cartago, Inocencia, mujer devotísima y de las principales señoras de aquella ciudad, tenía un cáncer en un pecho, dolencia, según dicen los médicos, que no puede curarse con medicamento alguno, y por eso se suele cortar y separar del cuerpo el miembro infecto donde nace, para que el doliente viva algún tiempo más, porque, según sentencia de Hipócrates, como dicen los físicos, de allí ha de resultar la muerte, y más o menos tarde es necesario abandonar del todo la cura. Así lo había insinuado a la paciente un médico perito y muy familiar y afecto de su casa, por lo que ella se acogió solamente a Dios con sus fervorosas oraciones. Adviértela en sueños, aproximándose ya la Pascua, que cuando se hallase presente a las solemnidades del bautismo en el puesto o lugar designado a las mujeres, cualquiera de las bautizadas que primero se encontrase con ella la santiguase la parte dañada con la señal de Jesucristo; así lo hizo y al punto sanó. El médico, que la había dicho que no tomase ningún remedio si quería prolongar algo más su vida, viéndola después y hallando enteramente sana a la que, habiéndola visto antes, sabía con toda seguridad que adolecía de aquel mal, le preguntó con grandes instancias le significase el remedio que había usado, deseando, a lo que se percibe, saber la medicina que obró más que el aforismo de Hipócrates. Y oyendo lo que había practicado, con voz o tono como quien hace poco caso, y con un semblante tal que la buena señora temió dijese contra Cristo alguna palabra contumeliosa o afrentosa, dicen que respondió con devoto donaire: «Pensaba que me habíais de decir alguna cosa grande e inaudita.» Y azorándose y, temblando la señora oyendo esta contestación, añadió: «¿Qué grande maravilla hizo Cristo en curar un cáncer, pues resucitó un muerto de cuatro días?» Oyendo yo esta respuesta, y sintiendo en el alma que un milagro tan estupendo como aquél sucediese en la insinuada ciudad, en aquella persona que no era de condición baja y estuviese así encubierto, me pareció advertirla y aun reprendería el silencio; pero habiéndome respondido que no lo había callado, pregunté a unas señoras matronas muy amigas suyas, que acaso entonces la acompañaban, si habían tenido antes noticias de este prodigio, quienes me respondieron que no tenían antecedentes de él, ni le habían sabido. ¿Veis, dije yo, cómo lo habéis callado de manera que ni estas señoras con quienes tenéis tanta familiaridad lo han oído? Y porque sumariamente se lo había preguntado, hice lo refiriese todo según el orden de los acaecimientos delante de ellas, quedando todas admiradas y glorificando a Dios por su infinita piedad y misericordia. ¿Y quién tiene noticia de cómo en la misma ciudad un médico que padecía gota en los pies, habiendo dado su nombre para bautizarse, un día antes que recibiese la sagrada ablución prohibiéronle en sueños que se bautizase aquel año ciertos muchachos negros con los cabellos retorcidos, los cuales entendía él que eran los demonios, y no obedeciéndolos, aunque le pisaron por su resistencia los pies, padeciendo acerbísimos dolores cuales jamás los había sentido iguales, antes venciéndolos, no dilató el bautizarse, según lo había ofrecido, y en el mismo bautismo se libró, no sólo del dolor, que le molestaba más cruelmente que nunca, sino también de la misma gota, y en lo sucesivo, aunque vivió después muchos años, jamás le dolieron los pies? Este milagro llegó a nuestra noticia y de algunos pocos cristianos que por la proximidad lo pudieron saber. Un cierto curubitano, bautizándose, sanó, no sólo de una perlesía, sino también de una disforme bernia, y habiéndose librado de ambas dolencias, como si no hubiera tenido mal alguno en su cuerpo, le vieron partir sano de la fuente de la regeneración. ¿Quién supo este prodigio, a excepción de los vecinos de Curubi, y de algunos pocos que lo pudieron oír casualmente en cualquiera parte? Habiéndolo entendido nosotros, por orden del santo obispo de Aurelio le hicimos venir a Cartago, aunque lo habíamos ya oído a personas de cuya fe no podemos dudar. Hesperio, tribuno que está en nuestra compañía, posee en el territorio fusalense una granja llamada Zubedí y habiendo sabido que los espíritus malignos molestaban su casa, afligiendo a las bestias, y criados, rogó a nuestros presbíteros, estando yo ausente, que fuese alguno de ellos a expelerlos de allí con sus oraciones. Fue uno y ofreció el santo sacrificio del cuerpo de Cristo, rogando a Dios cuanto pudo que cesase aquella vejación, y al instante, por la misericordia de Dios, cesó. Consiguió éste de un amigo suyo un poco de tierra santa traída de Jerusalén, del paraje donde Cristo fue sepultado y resucitó al tercero día, la cual colgó en su aposento, porque no le hiciesen también algún daño. Pero viendo ya libre su casa de aquella vejación, le entró un gran cuidado sobre que haría de aquella tierra, a la cual por reverencia no quería conservar más tiempo en aquel aposento. Sucedió casualmente que yo y mi compañero, que era Maximino, obispo entonces de la Iglesia sinicense, nos hallamos allí cerca; nos rogó que fuésemos allá, y fuimos. Y habiéndonos referido todo el suceso nos pidió igualmente en particular que enterrásemos aquella tierra en alguna parte, y se construyese allí un oratorio donde pudiesen congregarse los cristianos a celebrar los misterios sagrados; accedimos á su ruego, y así se verificó. Había allí un mancebo paralítico, de ejercicio labrador, que teniendo noticia del insinuado prodigio, pidió a sus padres que le condujesen sin dilación a aquel santo lugar, lo cual ejecutado, oró, y al momento salió de allí sano por sus pies. En una aldea que se llama Victoriana, que dista de Hipona la Real menos de treinta millas, hay una reliquia de los santos mártires de Milán, Gervasio y Protasio. Llevaron allí un joven, que estando al mediodía, en tiempo de estío, bañando un caballo en lo profundo de un río, se le entró un demonio en el cuerpo, y encontrábase tendido en el suelo, próximo a la suerte, o casi como muerto, cuando entró la señora del pueblo, como acostumbraba, a rezar en la capilla los himnos y oraciones vespertinas con sus criadas y ciertas beatas, y comenzaron a cantar sus himnos. A estas voces, el joven, como si le hubieran herido gravemente, se levantó, y dando terribles bramidos, se asió del altar, y le tenía fuertemente agarrado sin atreverse a moverle, o no pudiendo, como si con él le hubieran atado o clavado, y pidiendo con grandes lamentaciones que le dejasen, confesaba el demonio dónde, cuándo v cómo había entrado en aquel mozo. Al fin, prometiendo que saldría de allí, fue nombrando todos los miembros que amenazaba se los había de hacer pedazos al salir,y diciendo estas expresiones salió del hombre; pero quedó a este colgando sobre la mejilla un ojo pendiente de una venilla, como de la raíz interior, y pupila, que solía estar negra, se había ya vuelto blanca. Advirtiendo esta deformidad los que estaban presentes porque habían concurrido ya otros las voces que daba, y todos se habían puesto por el en oración, aunque alegraban de verle que estaba ya en sano juicio, por otra parte estaban agitados por causa del ojo, y decían que se llamase un médico. A la sazón marido de una hermana suya que había conducido a aquel lugar, dijo Poderoso es el Señor, que ahuyentó al demonio por las oraciones de sus santos para restituirle también la vista.» Y como mejor pudo, tomando ojo caído y pendiente, y volviéndolo a su propio lugar, se le ató con un orario o venda, y no permitió que lo desatasen hasta pasados siete días, lo cual ejecutado, le halló ya sano y restituida la vista. Sanaron también otros muchos, y sería extendernos demasiado el numerarlos todos. Conozco una doncella de Hipona que habiéndose untado con el aceite que un sacerdote, rogando por ella había derramado sus lágrimas, quedó inmediatamente sana y libre del demonio. También sé que un obispo oró una vez por un joven que estaba ausente, y no le veía, y al punto le dejó el demonio, que se había posesionado de ella. Había en nuestra Hipona un anciano llamado Florencio, hombre devoto pobre que se sustentaba con lo que producía su oficio de sastre; había perdido su capa, y no tenía con que comprar otra; púsose en oración delante de los veinte mártires, cuya Iglesia, con, sus reliquias, tenemos mi célebre y suntuosa; pidió en voz clara y perceptible que le vistiesen; oyeron su ruego unos mancebos que se hallaron allí casualmente, y burlándose de él, cuando se marchó le siguieron dándole vaya, como a quien había pedido a los mártires cincuenta óbolos para comprar la capa. Pero andando el sastre sin responder una sola palabra, vio en la costa un pez muy grande palpitando, que le había arrojado sí el mar, y con la ayuda de aquellos mancebos le cogió y vendió a un bodegenero que se llamaba Carchoso buen cristiano, diciéndole lo que había sucedido, en trescientos óbolos, pensando comprar con ellos lana, para que su mujer le hiciese como mejor pudiera alguna ropa con que vestirse. Pero el bodegonero, abriendo el pecho halló en su vientre un anillo de oro y movido a compasión, y temeroso de Dios, se lo dio al sastre, diciendo «Ves aquí cómo te han dado de vestir los veinte mártires.» Cerca de los baños de Tíbili, llevando el obispo Proyecto las reliquias del glorioso mártir San Esteban, acudió a adorarlas un concurso muy numeroso de gente. Allí una mujer ciega pidió que la llevasen delante del obispo que traía las santas reliquias, diole unas flores que llevaba, volviólas a recibir, acercólas a los ojos, y al punto vio con grande admiración de los que lo presenciaron: iba muy alegre delante de todos, sin tener ya necesidad de quien la guiase por el camino. Llevando la reliquia del mismo santo mártir, que está en la villa Synicense, comarcana a la colonia Hiponense; Lucilo, obispo del mismo pueble precediendo y siguiendo todos los habitantes, de repente se halló sano, llevando consigo aquel santo tesoro, de una fístula que desde hacía muchísimo tiempo le molestaba, y aguardaba que se la abriese un médico muy amigo suyo. Después, jamás la halló en si cuerpo. Eucario, sacerdote, natural de España, viviendo en Calama, padecíó mucho tiempo había dolor de piedra; libróse de ella por la reliquia del insinuado santo mártir, que condujo allí el obispo Posidio. Este mismo, después, adoleciendo de otra enfermedad, estaba rendido y muerto, de manera que le ataban y los dedos pulgares; pero con los auxilios del dicho santo mártir, habiendo traído de su capilla la túnica del mismo sacerdote y poniéndola sobre el cuerpo como estaba echado, resucitó. Hubo en el mismo pueblo un hombre de linaje ilustre, llamado Marcial ya muy anciano y acérrimo enemigo de la religión cristiana; tenía una hija cristiana y un yerno que se había bautizado en aquel año, los cuales, como cayese enfermo, le pidieron con muchos ruegos y lágrimas que se convirtiese, haciéndose cristiano; pero el no quiso, por más insinuaciones que se le hicieron, y los echó de sí con mucha cólera y enojo. Su yerno tuvo por conveniente acudir a la reliquia de San Esteban ,y rogar por él cuanto pudiese, para que Dios le diera un santo espíritu, a fin de que no dilatase ni en creer en la fe de Cristo. Hízolo con singulares suspiros y lágrimas y con ardiente afecto lleno de verdadera candad, y al salir de la capilla tomó algunas flores del altar y por noche se las puso debajo de la cabecera, y así se fue sosegado a dormir. Antes de amanecer empieza a dar voces diciendo que vayan incontinenti a llamar al obispo que entonces se hallaba conmigo en Hipona, y habiéndole respondido que estaba ausente pidió que le trajesen sacerdotes. Vinieron, y luego dijo que creía en verdadera fe. Este enfermo, mientras vivió, siempre tuvo en su boca estas santas palabras: «Cristo, recibe mi espíritu», no sabiendo que estas expresiones fueron las últimas que pronunció el bendito mártir San Esteban cuando le apedrearon los judíos, con las cuales al poco tiempo terminó su vida Marcial. Concedió allí mismo el santo mártir la salud a dos enfermos que padecían la gota, uno vecino de aquel pueblo y otro extranjero; aunque es cierto que el primero sanó del todo, y segundo supo por revelación lo que debía aplicarse cuando le doliese pierna, y, en efecto, usando de es medicina, luego cesaba el dolor. En una aldea llamada Auduro hay una iglesia, y en ella una reliquia del mártir San Esteban. Unos bueyes de mandados con su carreta atropellaron con las ruedas a un muchacho pequeño que estaba jugando con las eras, y momento, palpitando todo su cuerpo expiró; pero cogiéndole su madre en los brazos, le presentó a San Esteban y no sólo resucitó, sino que se libró sin lesión alguna de la desgracia pasada. Una beata que vivía allí cerca e una granja denominada Caspaliana, cayó enferma, y, desesperanzada de poder sanar, trajeron su túnica a tocar con la santa reliquia, y antes que volviesen con ella murió la enferma. Si embargo, sus padres cubrieron el cuerpo difunto con la túnica, y recobrando el espíritu, se libertó de la muerte resucitando sana y buena. En Hipona, cierto hombre llamad Baso, natural de Syria, se puso en oración delante de la reliquia del mismo santo mártir, rogando por una hija que tenía enferma y en inminente riesgo conduciendo a la capilla el vestido de la doliente, y ved aquí que llegan corriendo los criados de su casa con la fatal nueva de que era difunta su hija; pero como estuviese aún Baso e oración, sus amigos que le acompañaban los detuvieron y ordenaron que no diciese tan triste noticia al padre, para evitar que fuese llorando amargamente por las calles al volver a su casa, que estaba tan llena de los llantos de los suyos. Arrojando sobre la hija su vestido, que traía consigo, resucitó y recobró nueva vida. En el mismo pueblo, entre nosotros murió de enfermedad el hijo de un cobrador de rentas, llamado Irineo, y estando tendido el cuerpo difunto y disponiéndole ya con gemidos y lágrimas las exequias, uno de sus amigos entre los consuelos que otros le daban le advirtió que untase el cuerpo con el aceite de la lámpara del mismo santo mártir; hízolo así, y revivió el hijo. Asimismo, aquí entre nosotros, Eleusino, tribuno, puso a un niño hijo suyo, que se le había muerto de en, sobre la reliquia del santo mártir, que está en una aldea suya pro, y después de haber hecho oración con mucho fervor y copiosas lágrimas allí mismo le recibió vivo. ¿Qué haré ahora? Pues me insta la palabra que di de acabar esta obra de forma que no puedo relacionar todo lo que sé, y, sin duda, la mayor parte de nuestros católicos, cuando leyeres estos prodigios, se quejarán justamente de mí porque he omitido mucha maravillas, de las cuales, como yo, tienen exacta noticia. Suplícoles me perdonen y consideren cuán largo sereís emprender lo que me fuerza no ejecutar aquí la necesidad del fin que me he propuesto en esta obra. Pues dejando aparte otras particularidades, si quisiera escribir solamente los milagros de las curaciones prodigiosas que he obrado este santo mártir, el glorioso San Esteban, en la colonia calamense y en la nuestra, fuera indispensable formar muchos libros, y, sin embargo no sería posible recopilarlos todos, si no únicamente aquellos de los cuales nos han entregado memorias o relaciones circunstanciadas para que se reciten y publiquen al pueblo. Quisimos que así se hiciese, advirtiendo que también en nuestros tiempos obraba Dios muchas señales y milagros muy semejantes a los antiguos, que no era conveniente ignorasen muchos. No hace aún dos años que se puso en Hipona la Real esta memoria, y habiendo infinitos prodigios, de los cuales es indudable que no se han presentado testimonios, los que han publicado llegan ya casi a setenta cuando yo escribí éstos. Pero en Calama, donde el mismo memorial tuvo su primer exordio se dan con más frecuencia, es inconcebiblemente mayor el número de los milagros que se refieren. Sabemos también de otras muchas maravillas que ha obrado el mismo santo mártir en la colonia de Uzali, que está cerca de Utica, cuyo testimonio archivó allí mucho antes que tuviésemos noticia de el en este país el obispo Evodio. No hay allí costumbre de dar memoriales, o, por ,mejor decir, no la hubo antes, porque acaso al presente habrá ya comenzado a usarse; pues hallándome en aquel pueblo hace poco tiempo, exhorté con beneplácito del obispo de dicho lugar a Petronia, señora ilustre, que había sanado milagrosamente de una peligrosa y larga enfermedad (en que nada aprovecharon todos los remedios que usaron 10 médicos), a que diese su relación para que se recitase al pueblo, a lo que condescendió gustosamente. En el cual insertó también lo que aquí no puedo pasar en silencio, aunque me obliga a terminar lo que me resta de esta obra. Dice que la persuadió un judío que metiese en una cinta hecha de cabellos un anillo, y se la ciñese a raíz de la carne debajo de todos los vestidos, y que el anillo tenía debajo de la piedra preciosa una piedra que se halla en los riñones de los bueyes; ceñida con este aparente remedio, caminaba a la capilla del santo mártir. Pero habiendo salido de Cartago, y llegando cerca del río Bragada, se detuvo allí en una heredad suya. Al levantarse para continuar su camino vio delante de sus pies, en el suelo, aquel anillo, y admirándose, tentó la cinta de cabellos con que le traía atado. Hallándola atada como la había puesto, con sus nudos muy firmes, sospeché que el anillo se habría quebrado o soltado; pero viéndole también integro, maravillada aún más, parecióle buen pronóstico y seguridad de la salud que esperaba y desatando la cinta juntamente con el anillo la arrojó en el río. No darán crédito a este suceso los que no creen que nació nuestro Señor Jesucristo quedando íntegra virgen su Madre, ni que entró a visitar sus discípulos estando cerradas las puertas; pero a lo menos busquen y averigüen esta maravilla, y si hallaren que es verdad, creerán también aquélla. La mujer es muy conocida; de familia noble; casada ilustremente, vive en Cartago; insigne es la ciudad, insigne es la persona, no dejarán de manifestar la verdad a los que quisieren examinarla. Por lo menos el mismo santo mártir, por cuya intercesión ella sanó, creyó en el hijo de la que permaneció Virgen inmaculada, en el que entró a ver sus discípulos estando cerradas las puertas. Finalmente, y éste es el motivo por que decimos todas estas particularidades, creyó en Aquel que subió a los cielos con la misma carne con que resucitó, y por eso obra el Señor tan estupendas maravillas, porque por esta fe puso y dio su vida. Así, pues, también ahora se hacen muchos milagros, obrándolos el mismo Dios por medio de quien quiere y como quiere; el cual hizo igualmente aquellos que leemos, aunque éstos no son tan notorios como los otros, y para que no se olviden, se suelen renovar con la frecuente lección de ellos, como preservativo de la memoria. Porque aun donde se pone exacta diligencia, como la que se ha empezado a poner aquí entre nosotros de que se reciten al pueblo los memoriales o relaciones de los que reciben los favores divinos, los que se hallen presentes le oyen sola una vez, y los mismos se hallan presentes; de manera que ni los que los oyeron pasados algunos días se acuerdan de lo que oyeron, y apenas se halla uno que quiera contar lo que oyó al que sabe que estuvo ausente. Uno ha sucedido aquí entre nosotros, que aunque no es mayor que los relacionados, con todo, el milagro es tan claro e ilustre, que imagino no haber uno solo de los ciudadanos de Hipona que no le haya visto o sabido, y ninguno que haya podido olvidarle. Hubo diez hermanos, siete varones y tres hembras, naturales de la ciudad de Cesárea, de Capadocia, no de humilde prosapia entre sus ciudadanos entre los cuales vino el castigo del cielo por una maldición que fulminó contra ellos su madre, recién viuda y desamparada de ellos, con motivo de la muerte de su padre, muy sentido por una injuria que la hicieron, de forma que todos padecían un terrible temblar de miembros; y no pudiendo tolerar el verse así, tan abominables y vilipendiados, en la presencia de sus vecinos, por donde cada uno quiso se fueron peregrinando por casi todo el Imperio romano. De éstos acertaron venir aquí dos, hermano y hermana, Paulo y Paladia, conocidos ya en otros muchos pueblos por la notoriedad su miseria. Llegaron a esta ciudad; casi quince días antes de la Pascua acudían diariamente a la iglesia, y en ella oraban delante de la reliquia del glorioso San Esteban, suplicándole a Dios que los perdonase ya y les reintegrase en su perdida salud, Allí y donde quiera que iban llamaban la atención de todos los ciudadanos, y algunos que los habían visto en otras partes y sabían la causa de su temblor se lo referían a otros como podían. Vino la Pascua, y el domingo por la mañana, habiendo ya concurrido la mayor parte del pueblo, estando asido a rejas del santo lugar donde se guardaba la reliquia del santo mártir, haciendo su oración el insinuado mancebo de repente cayó postrado en tierra y estuvo así un gran rato, como quien duerme, aunque no ya temblando como antes, aun cuando dormía. Admirados los que estaban presentes, temiendo unos y lastimándose otros quisieron algunos levantarle; pero otros se lo impidieron diciendo, que era mas conveniente esperar a ver en que paraba. En este tiempo se levantó, y no temblaba, porque estaba ya sano, miraba a los que le observaban. ¿Quién pues, de cuantos le miraban dejó de alabar a Dios? Llenóse toda la iglesia de las voces de los que clamaban y bendecían a Dios; desde allí acudieron a mí corriendo donde estaba sentado para salir. Vienen atropellándose unos a otros, contando el último como cosa nueva lo que había ya referido otro antes. Y estando yo muy contento, y en mi interior dando gracias a Dios; entró también él mismo con otros muchachos, inclinóse a mis rodillas, y levantóse para recibir mi paz; salimos a la presencia del pueblo; estaba llena la iglesia y resonaban por todas partes los ecos de las voces de alegría de los que por uno y por otro lado clamaban sin que ninguno callase, a Dios gracias, a Dios alabanzas. Saludé al pueblo y volvían a clamar lo mismo con mayor fervor y en más alta voz. En fin, sosegados y estando ya en silencio, leyéronse las solemnidades de la Sagrada Escritura, y al llegar a mi sermón hablé muy poco de la doctrina alusiva al tiempo presente y de aquella actual alegría, porque antes quise dejar que ellos, en la contemplación de aquel divino prodigio, gustasen de cierta celestial elocuencia, no oyéndola, sino meditándola. Comió en mi compañía el hombre, y me refirió muy por menor toda la historia de la común calamidad suya, de su madre y hermanos. Asi que el día siguiente, después de concluido el sermón, prometí que otro día se recitaría al pueblo la relación de aquel milagro. Lo hice el tercer día de Pascua, en las gradas de la exedra o coro, donde desde mi asiento hablaba al pueblo. Dispuse que estuviesen allí los dos hermanos en pie mientras se leía el memorial. Estábalos mirando todo el pueblo, hombres y mujeres, y veían al uno sin aquella terrible y extraña conmoción, y a la otra temblando en todos miembros .Y los que no habían visto a él, advertían el prodigio que había obrado en él la misericordia divina, porque veían a su hermana. Veían lo que por él debían agradecer a Dios y lo que por ella le debían pedir. Habiéndose leído su memorial mandé que se quitasen de allí delante del pueblo, y comencé a exponer más circunstanciadamente aquel infeliz suceso cuando estando yo en esta plática, oímos otras voces de nuevas congratulaciones por la misma reliquia del bienaventurado mártir. Volvieron hacia allá los que me estaban oyendo, y empezaron a correr apresuradamente, porque Paladia, luego que bajó de las gradas donde había estado, se había ido a encomendar al santo mártir, y al tocar con las rejas, cayendo asimismo en tierra, como en un sueño se levantó sana. Estando yo preguntando qué era lo que había sucedido y la causa de aquel festivo rumor, entraron con ella en la iglesia dónde estábamos, trayéndola sana de la capilla del santo mártir. Levantóse entonces tan extraordinario clamor y admiración de hombres y mujeres, que parecía que las voces y las lágrimas nunca habían de cesar. Condujéronla al mismo puesto donde poco antes había estado temblando. Alegrábanse de verla vuelta semejante a su hermano los que se habían condolido antes de verla quedar tan desemejante. Y aunque no habían aún hecho su oración por ella, con todo, veían ya cómo tan presto había oído Dios su previa y anticipada voluntad. Oíanse las voces alegres en alabanzas de Dios sin pronunciar palabra, con tanto ruido que apenas lo podíamos tolerar, según nos aturdían. ¿Qué habría en los corazones de los que así se regocijaban, sino la fe de Cristo, por la cual se derramó la sangre de San Esteban? CAPITULO IX Que todos los milagros que se hacen por los mártires en nombre de Cristo dan testimonio de aquella fe con que los mártires creyeron en Cristo Estos milagros, ¿de qué otra fe dan auténtico testimonio sino de ésta en que se predica que Cristo resucitó en carne, y que subió a los cielos con su propia carne? Porque aun los mismos mártires de esta fe fueron mártires, esto es, testigos, y dando testimonio a esta fe, sufrieron al mundo, acérrimo y cruel enemigo, y le vencieron, no resistiendo, sino muriendo. Por esta fe murieron los que pueden alcanzar estas singulares gracias del Señor, por cuyo santo nombre dieron sus vidas. Por esta fe precedió su admirable paciencia, para que en estos milagros se siguiera esta tan grande potencia y virtud. Porque si la resurrección de la carne para siempre, o no sucedió ya en Cristo, o no sucederá, como lo dice Cristo; o como lo han anunciado los profetas que nos vaticinaron a Cristo, ¿cómo pueden hacer tan estupendos prodigios los mártires que dieron su vida por esta fe, con la cual se predice esta resurrección? Porque ya el mismo Dios haga estas maravillas por si mismo del modo totalmente admirable con que, siendo eterno, obra las cosas temporales, ya por sus ministros; y estas mismas que obra por sus ministros; ya las haga también por los espíritus de los mártires, como por hombres que están todavía en sus cuerpos, ya las obre todas por los ángeles, a quienes manda y ordena invisible, inmutable e incorpóreamente, de modo que lo que decimos que se hace por los mártires se haga únicamente por su ruego, impetrándolo ellos, y no obrándolo; ya unos prodigios se ejecuten de ésta, otros de aquella manera, por un medio y modo que es incomprensible a los mortales, con todo, esto mismo da testimonio de aquella fe que predica la resurrección de la carne para siempre. CAPITULO X Cuánto más dignamente se reverencian los mártires; por cuya mediación se alcanzan que obre Dios muchos milagros, para que se dé el honor y reverencia a Dios verdadero, que no los demonios, quienes hacen algunos para que tos tengan por dioses Aquí, acaso, dirán que también sus dioses han obrado algunas maravillas. Bien, si ya participan a comparar sus deidades con nuestros hombres muertos. Pregunto: ¿dirán que también tienen dioses que los han formado de hombres muertos, como a Hércules y a Rómulo, y otros infinitos, que están alistados en el catálogo de los dioses? Pero nosotros no tenemos a los mártires por dioses, porque sabemos que un Dios único es el que tenemos. Ni tampoco se deben comparar de ningún modo los milagros que se hacen en las capillas y oratorios de nuestros mártires con los que se dice se han obrado en los templos de sus dioses. Pero si hay alguno que se asemeje, aunque muy remotamente, digo que así como los magos de Faraón quedaron inferiores y vencidos por Moisés, así lo quedan los dioses de estos fanáticos por nuestros mártires. Los demonios los hicieron con el fausto y presunción de su maldita soberbia, por querer hacerse deidades de ellos; mas los mártires los hacen, o, por mejor decir, los hace Dios, o suplicándoselo ellos, o cooperando con su poderoso influjo para que se acreciente aquella fe con que sostenemos y creemos, no que los mártires son nuestros dioses, sino que tienen y adoran el mismo Dios que nosotros. Finalmente los infatuados gentiles edificaron templos a sus dioses, les dedicaron aras, consagraron sacerdotes y ofrecieron sacrificios. Nosotros no fabricamos a nuestros mártires templos, como a dioses, sino memorias u oratorios como a hombres muertos, cuyos espíritus viven con Dios; ni allí les dedicamos aras para ofrecer sacrificios a los mártires, sino a un solo Dios, Dios nuestro y de los mártires, en cuyo sacrificio, como hombres de Dios, y que confesando su santo nombre vencieron el mundo, los acostumbramos nombrar en su lugar y por su orden. Pero el sacerdote que sacrifica, no los invoca, porque a Dios es a quien sacrifica, y no a ellos, aunque sacrifiquen en la capilla o memoria de estos bienaventurados, el que es sacerdote de Dios y no de ellos. Y el sacrificio es la oblación del sacrosanto y verdadero cuerpo de Cristo, el cual no se les ofrece a los santos por cuanto son este mismo sacrificio. ¿A cuáles pues, será más razón que demos crédito cuando hacen milagros: a los que quieren, haciéndolos, ser tenidos por dioses, o a los que cualquier milagro que hacen lo hacen para que se crea en Dios, que lo es también Cristo? ¿A los que quieren que entre sus oficios y solemnidades se celebren igualmente sus torpezas, o a aquellos que no permitieron que sus propias palabras se celebrasen en los oficios divinos, sino que todo aquello en que con verdad los elogian quieren que redunde y se enderece a honor y gloria de Aquel por quien son alabados? Porque en el Señor se glorían y alaban sus almas. Creamos, pues, a estos que nos dicen verdades y obran maravillas, pues diciendo las verdades padecieron para poder hacer prodigios entre estas verdades, la principal es que Cristo resucitó de entre los muertos y fue el primero que en su carne nos manifestó la inmortalidad de la resurrección, la cual nos prometió que conseguiremos nosotros; o al principio, del nuevo siglo o al fin de éste. CAPITULO XI Contra los platónicos que, por la gravedad natural de los elementos, arguyen que el cuerpo terreno no puede estar en el cielo Contra este tan singular don de Dios, estos raciocinadores cuyos argumentos sabe Dios que son útiles y vanos, arguyen con sutileza, fundándose en la natural gravedad de los elementos, porque aprendieron en los dogmas y doctrinas de Platón que los dos cuerpos del mundo, los mayores y los más extensos, están coligados y unidos con los dos medios, es a saber, con el aire y con el agua. Según este principio, dicen ellos, puesto que desde aquí, elevándome hacia arriba, la tierra es la primera y la segunda el agua sobre la tierra; el tercero, el aire sobre el agua; el cuarto, sobre el aire el cielo no puede estar el cuerpo terreno en el cielo, porque todos los elementos están balanceados con mis respectivos pesos, para que guarden y tengan su propio lugar. Ved aquí con que argumento contradice a la divina omnipotencia la flaqueza humana, en quien domina la vanidad. ¿Pues qué hacen en el aire tantos cuerpos terrenos, siendo el aire el tercero en orden a la tierra? A no ser el pudo dar a los cuerpos terrenos de las aves, por medio de la ligereza de sus plumas, facultad para que pudiesen andar por el aire, no podrá dar a los cuerpos de los hombres ya inmortales virtud de que puedan habitar también en el supremo cielo. Además, los mismos animales terrestres que no pueden volar, entre quienes se comprenden los hombres, por necesidad habían de vivir debajo de la tierra, como los peces, que son animales acuáticos, debajo del agua. ¿Por qué causa el animal terrestre no vive a lo menos en el segundo elemento, que es el agua, sino en el tercero, pues siendo de la tierra, si le obligan a que viva en el segundo elemento, que está sobre la tierra, luego se ahoga, ¿y para vivir vive en el tercero? ¿Acaso procede errado este orden de los elementos, o, por mejor decir, no está el defecto en la naturaleza, sino en el discurso y argumento de estos ilusos? Dejo de decir lo que ya he expuesto en el libro XIII, cap. XVIII; ¡cuántos cuerpos terrestres graves hay, como el plomo, y, sin embargo, el artífice les da forma aparente con que puedan nadar sobre el agua, y niegan al Todopoderoso facultad de dar al cuerpo humano una cualidad y consistencia con que pueda ir al cielo y estar en el cielo! Ya, pues, contra lo que insinué arriba, los que meditan y filosofan sobre este orden y serie de los elementos en que se fundan y estriban, no hallan ni tienen qué decir. Porque si es la tierra la primera, midiendo desde lo más bajo del globo, y accediendo hacia el cielo, el agua la segunda el tercero el aire, el cuarto el cielo, sobre todos está la naturaleza del alma. Porque hasta Aristóteles dijo que era el quinto cuerpo, y Platón que no era cuerpo. Si fuese el quinto, a lo menos sería superior a los demás; pero si no es cuerpo, será mucho más superior a todos. ¿Qué hace, pues, en el cuerpo terreno? ¿Qué obra en esta materia lo que es más sutil e imperceptible que todos los cuerpos? ¿Qué hace en este peso y gravedad la que es más ligera y menos pesada que todos? ¿Y qué hace en esta forma tan tarda y pesada la que es más ligera que todos? ¿Es imposible que elemento de una naturaleza tan excelente no consiga que se aligere y suba su cuerpo al cielo? ¿Y que siendo ahora poderosa la naturaleza de los cuerpos terrenos para hacer bajar las almas a la tierra, no sean poderosas las almas alguna vez para hacer subir también arriba los cuerpos terrenos? Si nos aproximamos a examinar los milagros que hicieron sus dioses los cuales quieren oponer a los que obran nuestros mártires ¿acaso no hallaremos que estos mismos milagros favorecen nuestra causa? Porque entre los más nombrados prodigios de sus dioses, sin duda uno es al que refiere Varrón, que una virgen vestal, peligrando de ser castigada por una falsa sospecha de haber perdido su virginidad, llenó en el río Tíber un harnero de agua, y sin que le vertiese ni dila tase gota por agujero alguno le trajo a la presencia de los jueces ¿Quién detuvo el peso del agua sobré él harnero? ¿Quién por tantos agujeros abiertos no permitió que cayese una sola gota en la tierra? Responderán que algún dios o algún demonio. Si dios, ¿por ventura es mayor que el Dios que crió y dispuso con tan admirable orden el mundo? Si demonio, ¿acaso es más poderoso que el ángel que sirve y obedece al Dios que hizo este mundo? Luego si un dios menor, o un ángel o un demonio pudo detener el peso grave del elemento húmedo, transformando al parecer la naturaleza del agua, ¿será posible que Dios Todopoderoso, que es el que crió los elementos, no pueda quitar al cuerpo terreno el peso grave, para que viva el cuerpo vivificado en el mismo elemento que quiere que viva el espíritu vivificante? Además, colocando el aire entre el fuego por parte de arriba, y el agua por la de abajo, ¿cómo muchas veces le hallamos entre agua y agua, y entre agua y tierra? Porque ¿qué quieren que sean las nubes cargadas de agua, entre las cuáles y el mar se halla el aire? Pregunto: ¿Con qué gravedad y disposición de los elementos sucede que arroyos violentísimos y caudalosos, antes que debajo del aire corran por la tierra, estén colgados sobre el aire en las nubes? ¿Y por qué, en efecto, se halla el aire medio entre lo sumo del cielo y lo más ínfimo de la tierra, por dondequiera que se extiende el orbe, si su lugar propio entre el cielo y el agua, como el del agua entre el aire y la tierra? Finalmente, si el orden de los elementos está de tal manera dispuesto que; según Platón, con los dos medios; esto es, con el aire y con el agua se juntan los dos extremos, esto es el fuego y la tierra, y tenga el fuego el supremo lugar del cielo y la tierra el ínfimo como fundamento del mundo por cuyo motivo la tierra no puede estar en el cielo, por qué pregunto, el mismo fuego se halla en la tira? Pues según esta razón de tal suerte deben estar estos dos elementos fuego y tierra, en sus propios lugares, en el supremo y en el ínfimo que así como no quieren creer que pueda hallarse en el supremo lo que es peculiar del ínfimo así tampoco se puede hallar en el ínfimo lo que es del supremo, luego así como piensan que no hay o no ha de haber, partecilla alguna de la tierra en el cielo; así tampoco hablamos de ver partecilla alguna de fuego en la tierra. Pero no sólo le hallamos en la tierra, sino también debajo de ella; de manera que rebosa por las cimas de los montes fuera de que vemos por experiencia en el uso común de los hombres que hay fuego en la tierra, y que nace de la tierra; puesto que también le sacan, extraen y nace de la madera y de las piedras que son, sin duda, cuerpos terrenos. Pero dicen que el de arriba es fuego tranquilo, puro, sin perjuicio y sempiterno, y que el de la tierra es túrbido, humoso, corruptible y corrompedor. Sin embargo, vemos que no corrompe los montes donde perpetuamente arde, ni las cavernas de la tierra. Y dado que éste sea diferente de aquél, de forma que pueda proporcionarse y acomodarse en los lugares terrenos, ¿por qué motivo no quieren que creamos que la naturaleza de los cuerpos terrenos, hecha ya incorruptible podrá alguna vez acomodarse en el cielo así como al presente el fuego corruptible se acomoda en la tierra? Luego no alegan razón convincente, ni que persuada sobre la gravedad y orden de los elementos, por la cual despojen a la omnipotencia de Dios de la facultad de no poder hacer a nuestros cuerpos tales que puedan también vivir en el cielo. CAPITULO XII Contra las calumnias de los infieles, con los cuales se burlan de los cristianos, porque creen en la resurrección de la carne Pero suelen menudamente preguntar y del mismo modo burlarse de la fe con que creemos que ha de resucitar la carne. Preguntan si han de resucitar los partos abortivos, y porque dice el Señor: En verdad os digo que no perecerá un cabello de vuestra cabeza, si la estatura y vigor corporal han de ser iguales en todos o ha de ser diferente la grandeza de los cuerpos. Por que si han de ser iguales los cuerpos, ¿cómo han de tener lo que no tuvieron en la tierra en la cantidad del cuerpo aquellos abortos, si es que han de resucitar también? Y si no han de resucitar, porque tampoco nacieron, entablan la misma cuestión respecto a los niños pequeñuelos. ¿Cómo adquieren el tamaño y cantidad de cuerpo que vemos les falta aquí cuando mueren en esta edad? Porque no podrán responder que no han de resucitar los que son capaces, no sólo de la generación, sino también de la regeneración. En seguida preguntan el modo que ha de tener la misma igualdad, porque si todos han de ser tan grandes y tan altos como lo fueron todos los que aquí fueron grandísimos y altísimos, preguntan, no sólo de los pequeños, sino también de muchos grandes cómo se les ha de pegar lo que aquí les faltó, si allá ha de adquirir cada uno lo mismo que aquí tuvo. Y si lo que dice el Apóstol que todos hemos de venir «a la medida y tamaño de la edad plena de Cristo», cómo también lo que añade: «Que a los que predestinó quiso fuesen conformes a la imagen de su Hijo», debe entenderse que han de tener la estatura y disposición del cuerpo de Cristo todos los cuerpos de los hombres que habrá en el reino a muchos, dicen, se les habrá de desmembrar de la grandeza y longitud del cuerpo. ¿Y cómo realmente se compadece con esta doctrina la de que no ha de perecer un cabello de nuestra cabeza», si de la misma magnitud del cuerpo ha de perecer tanto? Aunque pueda también dudarse de los mismos cabellos si han de volver los que se cortan porque si han de volver, ¿quién no abominará de aquella deformidad notable que resultará de la unión de todos ellos? Esto mismo parece que necesariamente ha de suceder igualmente de las uñas, volviendo otro tanto cuanto hubiere cortado el cuidado y solicitud que se tuvo con el aseo del cuerpo. ¿Y dónde se hallará la hermosura y gracia de que, a lo menos ha de ser mayor en aquella inmortalidad que la que pudo haber en esta corrupción? Si no ha de volver, perecerá; ¿cómo, pues, dicen que no perecerá un cabello de vuestra cabeza? Lo mismo dificultan sobre la flaqueza y gordura, porque si han de ser todos iguales sin duda que no serán unos flacos y otros gordos; luego a los unos se les añadirá algo y a los otros se les quitará. Por consiguiente, no lo que habían de adquirir con justo título, sino que en alguna parte se les habrá de aumentar lo que no tenían y en otra parte se les habrá de despojar de lo que tenían. Y no poco se conmueven por los diferentes modos con que los cuerpos de los muertos se corrompen y desaparecen, pues unos se convierten en polvo, otros se resuelven en aire, a unos les devoran y consumen las bestias, a otros el fuego, otros se sumergen en el mar o en otras cualesquiera aguas, de manera que sus carnes podridas se resuelven en el elemento húmedo y no creen que todos éstos se pueda volver a recoger en su misma carne y reintegrarse en su primitiva entereza. Hablan también de las fealdades y vicios, ya sea que sucedan después o nazcan con ellas; y aquí hace también alarde con horror y escarnio de los partos monstruosos y preguntan la resurrección que ha de haber de cada deformidad, porque si dijésemos que ninguna cosa de Estas ha de volver al cuerpo del hombre, presumen que han de refutar lo que confesamos de los lugares de las llagas con que resucitó Cristo Nuestro Señor. En esta materia, la cuestión y duda más dificultosa de todas es la que se propone sobre a qué carne ha de volverse aquella con que se sustentó el cuerpo de otro, que compelido de la hambre, comió de un cuerpo humano, puesto que se convirtió en la carne de aquel que vivió con tales alimentos y suplió los defectos que causó la flaqueza y extenuación del otro. Preguntan pues, si se le vuelve a aquel de quien fue primero aquella carne o aquel de quien vino a ser por último lo cual proponen con el fin de huir el cuerpo a la fe de la resurrección y de esta manera prometer al alma del hombre, o las alternativas verdaderas infelicidades y falsas bienaventuranzas, como lo defendió Platón, o confesar que tras muchas revoluciones y haber andado vagante por diversos cuerpos, al fin alguna vez acaba las miserias y nunca vuelve mas a ellas como siente Porfirio; mas no teniendo cuerpo inmortal, sino huyendo de todo lo que es cuerpo. CAPITULO XIII Si los abortos no pertenecen a la resurrección, perteneciendo al numero de los muertos Responderé con el favor de Dios estas objeciones, que, según he referido, me las opone la parte contraria En lo respectivo a los partos abortivos que habiendo tenido vida en el vientre murieron allí, así como no me atrevo afirmar que hayan de resucitar, tampoco me atrevo a negarlo, aunque no advierto motivo para que no les pertenezca la resurrección de los muertos porque o no todos los muertos han de resucitar, o, habrá algunas almas que estén eternamente sin cuerpos, como son las que, aunque en el vientre de su madre, sin embargo efectivamente tuvieron cuerpos, o, si todas las almas han de recobrar los cuerpos que tuvieron dondequiera que, viviendo o muriendo, los dejaron, no hallo causa para poder decir que no pertenezcan a la resurrección de los muertos cualesquiera muertos, aunque hayan fallecido en el vientre de sus madres. Cualquiera opinión que se establezca en orden a éstos lo que dijésemos de los niños ya nacidos se debe entender también de ellos, si han de resucitar. CAPITULO XIV Si los niños han de resucitar con el cuerpo que tuvieran si hubiesen crecido en edad Diremos de los niños que no han de resucitar en la pequeñez de cuerpo en que murieron sino que lo que se les había de añadir con el discurso del tiempo, eso habrán de recobrar merced a la acción maravillosa y prestísima de Dios. Pues en las citadas palabras del Señor, donde dice: «No perecerá un cabello de vuestra cabeza», lo que dice es que no le faltará lo que antes tenían; pero no niega que tendrán lo que les faltaba. Y al niño que murió le faltaba la cantidad perfecta de su cuerpo, porque a un niño perfecto sin duda que le falta la perfección de la grandeza del cuerpo, la cual, conseguida, no tiene ya que crecer más. Esta especie de perfección de tal suerte la tienen todos, que con ella se conciben y nacen; pero la tienen virtualmente y en potencia; y no en la cantidad y grandeza, de la manera que todos los mismos miembros están ya ocultamente contenidos en el semen, aunque a los que han nacido ya les faltan algunos, como son los dientes y otras cosas semejantes. En esta virtud y potencia, impresa naturalmente en la materia corporal de cada uno, parece que está en cierto modo, por decirlo así, urdido y tramado lo que aún no es, o, por mejor decir lo que está oculto y se descubrirá en el tiempo venidero. En ella, el niño que ha de ser pequeño es ya pequeño o grande. Según esta virtud y potencia; en la resurrección del cuerpo no tenemos los menoscabos del cuerpo, pues aunque la igualdad de todos hubiera de ser de tal conformidad que todos fueran de estatura de gigantes, los que fueron gigantes en este mundo nada perderían en estatura, conforme a lo que dijo Cristo cuando prometió que no se les perdería un cabello; y al Criador que todo lo cría de la nada, ¿cómo pudiera faltarle de donde añadir lo que faltara a los no gigantes, siendo admirable artífice y sabiendo cómo se debe añadir? CAPITULO XV Si al modo y tamaño del cuerpo del Señor han de resucitar los cuerpos de todos los muertos Cristo resucito en el tamaño de cuerpo en que murió, y no puede, decirse que cuando venga el tiempo en que todos han de resucitar ha de adquirir su cuerpo aquella grandeza que no tuvo cuando apareció a sus discípulos, con la estatura que éstos le conocían, para que pueda venir a ser igual a los muy grandes. Y si dijésemos que al modo y proporción del cuerpo del Señor se han de reducir también los cuerpos mayores de cualesquiera, habría de perderse mucho de los cuerpos de algunos, habiendo el Señor prometido que ni un Solo cabello se les perdería. Resta, pues, que cada un recobre su estatura, la misma que tuvo siendo mozo, aunque haya muerto anciano, o la que llegara a tener si murió temprano. Lo que dice el Apóstol acerca de la medida de la edad plena de Cristo, entendemos que lo dijo con otro intento, esto es, que cuando recobrase aquella cabeza, en el pueblo cristiano, la perfección de todos sus miembros, se llena y cumple la medida de su edad o si lo dice aludiendo a la resurrección de los cuerpos, lo entendemos de forma que los cuerpos de los muertos no resuciten ni más ni menos fuera del tamaño de mozos, sino en aquella edad y vigor a que sabemos que llega Cristo en la tierra porque hasta los sabios del siglo definieron e incluyeron la juventud y mocedad del hombre alrededor de los treinta años, desde la cual principia ya el hombre a declinar a los daños y menoscabos de la edad grave y anciana, y por eso no dijo a la medida del cuerpo o a la medida de la estatura, sino a la medida de la edad plena de Cristo. CAPITULO XVI Cómo se debe entender el hacerse conformes los santos a la imagen del Hijo de Dios Lo que también dice el Apóstol, «que los predestinados se hacen conformes la imágen del Hijo de Dios», puede también entenderse según el hombre interior. Por ello nos dice en otro lugar: «No queráis conformaros con este siglo, sino reformaos conforme a la novedad de vuestro espíritu» Reformándonos para no conformarnos con este siglo, nos conformamos con e Hijo de Dios. Puede, pues, entenderse que así como el Señor se conformó con nosotros, en la mortalidad, así nosotros nos hagamos conformes a su Majestad Divina en la inmortalidad, lo cual sin duda, pertenece igualmente la misma resurrección de los cuerpos. Pero si en estas palabras no advierte la forma en que han de resucitar lo cuerpos, así como la medida de que habla el Apóstol no debe entenderse de la cantidad, sino de la edad, tampoco estas palabras deben atribuirse a la estatura. Todos, pues, resucitarán tamaños en el cuerpo como fueron o habían de ser en la edad de la mocedad, aunque nada importará que sea la forma del cuerpo de niño o de anciano, en donde no ha de haber ni quedar flaqueza o imperfección alguna, ni del alma ni del mismo cuerpo. De suerte que cuando alguno quiera porfiar que todos han de resucitar en aquel modo y proporción de cuerpo en que murieron, no hay para qué quebrarse la cabeza en contradecirle. CAPITULO XVII Si los cuerpos de las mujeres muertas han de resucitar en su sexo y permanecer así Algunos (por lo que dice San Pablo: «Hasta que nos juntemos todos en un mismo estado de varón perfecto, a la medida de la edad plena y perfecta de Cristo, y nos hagamos conformes a la imagen de Dios») no creen que las mujeres han de resucitar en su propio sexo, sino dicen que todas resucitarán en el de varón, porque Dios hizo solamente al hombre de barro y a la mujer del varón. En mi sentir, mejor lo entienden los que o dudan que ambos sexos han de resucitar, porque no habrá allí apetito malo, que es la causa de la confusión, pues primero que pecaran desnudos estaban, y, sin embargo, no se ruborizaron el hombre y la mujer. Así, pues, a los cuerpos se les quitarán los vicios y defectos, y se les conservará la naturaleza. El sexo de mujer no es vicio, sino naturaleza, la cual, aunque entonces no se juntará con el varón, sin embargo, tendrá los miembros correspondientes a su sexo, no acomodados al uso ya pasado, sino al nuevo decoro y hermosura con que no se atreverá la concupiscencia de los que la vieren, porque no la habrá, sino que se alabará la divina sabiduría y clemencia que hizo también lo que no era, y lo que hizo lo libertó de la corrupción. Pues al principio de la creación del humano linaje, cuando de la costilla que extrajo Dios del costado del varón que estaba durmiendo formó la mujer, convenía ya entonces con este maravilloso prodigio profetizar a Cristo y a la Iglesia, en atención a que aquel sueño del hombre era el símbolo de la muerte de Cristo, cuyo costado, estando difunto suspenso en la cruz, fue abierto con la lanza, saliendo de la herida sangre y agua, que sabemos son los Sacramentos sobre los que se edifica la Iglesia. De esta expresión usó también la Escritura, pues no dijo formó, fingió sino «edificó la costilla en mujer». Por ello el Apóstol a lo que es la Iglesia llama edificación del cuerpo de Cristo. La mujer es, pues, criatura y hechura de Dios como el hombre; pero en haberse formado del hombre se nos encomendó la unidad; el hacerla de aquella manera fue figura, como he dicho de Cristo y de la Iglesia, y el que crió ambos sexos, ambos lo restituirá. Finalmente, el mismo Señor Cristo Jesús, preguntado por los saduceos que negaban la resurrección, de cuál de siete hermanos sería la mujer que todos ellos habían sucesivamente tenido por esposa, procurando cada uno conforme a la ley, resucitar la descendencia del hermano, les dijo: «Andais errados, no entendiendo las Escrituras ni la virtud de Dios.» Y en lugar de decir, aprovechando la ocasión: esta mujer que me preguntáis será hombre y no mujer, no lo dijo, sino que «en la resurrección, ni las mujeres ni lo hombres se casarán, sino que serán como los ángeles de Dios en el cielo» Iguales a los ángeles, sin duda, en la inmortalidad y bienaventuranza, no en la carne, ni tampoco en la resurrección, de que no tuvieron necesidad lo ángeles, porque no pudieron morir. Así que dijo el Señor que no había de haber casamientos en la resurrección, mas no que no había de haber mujeres, lo dijo donde se trataba de una cuestión que más presto y fácilmente la resolviera negando el sexo de la mujer, entendiera que éste no le había de haber allá: antes confirmó que le había de haber, diciendo: ni las mujeres se casarán ni los hombres; habrá, pues mujeres y hombres, que en la tierra se suelen casar, pero en el cielo no lo harán. CAPITULO XVIII Del varón perfecto, esto es, de Cristo y de su cuerpo: es decir, de la iglesia que es su plenitud Respecto a lo que dice el Apóstol que todos nos hemos de juntar en estado de varón perfecto, importa reflexionar las circunstancias de todo el pasaje, donde se expresa así: «El que descendió es el mismo que el que subió sobre todos los cielos para el cumplimiento de todas las promesas. El mismo designó a unos por apóstoles, a otros por profetas, a otros por evangelistas, a otros por doctores para la consumación y perfección de los santos, a fin de que trabajen en el ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que nos juntemos todos en una misma fe y conocimiento del Hijo de Dios en estado de varón perfecto, a la medida de la edad plena y perfecta según Cristo, de manera que no seamos ya más como niños fluctuantes, dejándonos llevar del viento de cualquiera doctrina inventada por el engaño de los hombres y por la astucia para hacernos errar, sino que, siguiendo la verdad con caridad, en todo vayamos creciendo en aquel que es nuestra cabeza, Cristo, y en quien todo el cuerpo, trabado y conexo entre si recibe por todos los vasos y conductos de comunicación, según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo para su perfección, mediante la caridad.» Ved aquí quien es el varón perfecto, la cabeza y el cuerpo que consta de todos sus miembros, los cuales a su tiempo vendrán a tener su cumplimiento, aunque cada día se le van juntando al mismo cuerpo, mientras se edifica la Iglesia, de quien San Pablo dice: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros.» Y en otra parte; «Por el cuerpo de Cristo, que, es la Iglesia.» Y, asimismo en otro lugar: «Aunque muchos somos un pan y hacemos un cuerpo» Y de la edificación de este cuerpo dice igualmente aquí: «Para la consumación y perfección de los santos, para que trabajen en el ministerio, en la edificación del cuerpo de Cristo.» Y después prosigue lo que tenemos entre manos: «Hasta que nos juntemos todos en una misma fe y conocimiento del Hijo de Dios en estado de varón perfecto, a la medida y tamaño de la edad plena y perfecta de Cristo», etcétera; hasta que pasa a manifestarnos de qué cuerpo hemos de entender esta medida, diciendo: «Vayamos creciendo en Aquel que es nuestra cabeza, Cristo, y en quien todo el cuerpo trabado y conexo entre sí recibe por todos los vasos y conductos de comunicación según la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo para su perfección, mediante la caridad.» Así, pues, como hay medida y tamaño de cada parte respectiva, así la hay de todo el cuerpo, que consta de todas sus partes, y, sin duda, medida plena y perfecta, de la cual dice aquí, a la medida de la edad plena y perfecta de Cristo, de cuya plenitud habló también allá donde dice de Cristo: «Y le puso por cabeza sobre toda la Iglesia, la cual es su cuerpo, y la plenitud de aquel que lo llena todo en todo.» Pero si este texto lo hubiésemos de referir a la forma de la resurrección en que cada uno se ha de hallar, ¿quién impide que donde nombra el varón podamos entender también la mujer, como en el otro pasaje donde dice: «Bienaventurado es el varón que teme, al Señor», sin duda están comprendidas también las mujeres que temen al Señor? CAPITULO XIX Que no debe haber en la resurrección vicio alguno en el cuerpo que en esta vida del hombre fuere contrario al decoro y hermosura, y que allá, sin alterar ni mudar la sustancia natural, concurrirán en una hermosura la calidad y cantidad ¿Para qué he de dar congrua satisfacción a la objeción relativa a los cabellos y a las uñas? Porque entendido una vez que de tal manera no parecerá parte alguna del cuerpo que no haya deformidad en él, asimismo se comprenderá que los miembros que habían de representar cierta deforme fealdad se han de unir a la masa y no a los lugares donde pueda recibir fealdad la forma de los miembros. Como si hiciésemos un vaso de barro, y vuelto a deshacer y reducido a la misma materia de barro, se volviese a formar de nuevo, no sería necesario que la parte de barro que estuvo en las asas o la que estuvo en el fondo vuelva nuevamente a formar el mismo fondo, con tal que el todo volviese al todo; esto es, que todo aquel barro, sin perderse parte alguna, volviese a todo el vaso; por lo cual, si los cabellos tantas veces cortados, o las uñas cortadas, vuelven a sus propios lugares, no volverán con deformidad, pero tampoco se le perderán al que resucitare, porque con la mutabilidad de la materia se convertirán en la misma carne, para que tengan allí cualquier lugar del cuerpo, guardando la congruencia dc las partes. Aunque lo dice el Señor: «Que no perecerá un cabello de vuestra cabeza», se puede entender con más propiedad, no del largo de los cabellos, sino del número. Por eso dice en otra parte: «Están contados todos los cabellos de vuestra cabeza» No digo esto porque se presuma que se le ha de perder parte alguna a ningún cuerpo de lo que naturalmente tenía, sino lo que le nació deforme y feo (no por otro motivo sino para manifestaros cuán penosa sea la actual condición de los mortales) ha de volver a ser de manera que quede la integridad de la sustancia y perezca la fealdad. Porque si entre los hombres un artífice puede a una estatua que sacó fea por un accidente imprevisto fundirla y volverla a hacer muy hermosa, de suerte que en ella no se pierda cosa alguna de la substancia, solo sí la fealdad; y si en la primera figura había alguna parte indecente y no correspondía a la igualdad de los demás, puede no cortarlo y separarlo del todo de la materia de la cual lo había construido, sino esparcirlo y mezclarlo todo de manera que ni cause fealdad ni disminuya la cantidad, ¿qué debemos imaginar del artífice que es Todopoderoso? ¿No podrá acaso destruir todas las fealdades de los cuerpos humanos, no sólo las ordinarias, sino también las que fueren raras y monstruosas, que son propias de esta vida miserable, y muy ajenas de la futura bienaventuranza de los santos, de forma que cualesquiera que sean las superfluidades de la substancia corporal (en efecto, superfluidades, aunque naturales, pero indecentes y horribles), se quiten sin ningún menoscabo y disminución de la substancia? Así no tienen que temer los que fueron de complexión flaca o gruesa ser allá lo que, si pudieran, no quisieran haber sido tampoco acá. Porque toda a hermosura del cuerpo resulta de la congruencia y simetría de las partes ordenadas con cierta suavidad de color; donde no hay conformidad de pares suele ofender alguna cosa, o porque es pequeña o porque es demasiada. Y si no habrá deformidad alguna que produce la incongruencia de las partes, pues lo que estuviere mal se corregirá, lo que fuere menos de lo que conviniere al decoro lo suplirá el Criador con su infinita sabiduría, y lo que fue más de lo que conviene lo quitará, conservando la integridad de la materia, ¿Y cuán grande será la suavidad del color «donde los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre»? Cuyo resplandor debemos creer que cuando resucitó Cristo antes se les encubrió a los ojos de sus discípulos, que imaginar que le faltó a su glorioso cuerpo, porque no pudiera sufrirle la debilidad de la vista humana, y debía dejarse ver de los suyos en la forma que le pudiesen conocer. Con este fin fue también el patentizarles las cicatrices de sus sacratísima llagas a los que le palpaban y tocaban, y el comer y beber, no porque tenía necesidad del alimento, sino porqué tenía amplia potestad para poderlo hacer. No se ve un objeto, aunque esté presente, por los que ven otros que asimismo están presentes, como decimos que estuvo aquel resplandor y claridad, sin que la viesen los que veían otras cosas, lo cual en griego se llama aorasia, y no pudiéndolo decir en latín nuestros intérpretes, tradujeron en el Génesis por ceguera. Esto fue lo que les dio a los de Sodoma cuando buscaban la puerta del santo varón Lot y no la podían hallar, la cual, si fuera ceguera, por la que nada puede verse, buscaran; no la puerta por dónde entrar, sino quien los encaminara y dirigiera a ella. No sé cómo nos aficionamos de tal suerte a los bienaventurados mártires, que deseamos ver en aquel reino en sus cuerpos las cicatrices de las heridas que sufrieron por el nombre de Cristo, y acaso las veremos, porque en ellos no será deformidad, sino dignidad y resplandecerá una cierta hermosura, aunque en el Cuerpo, no del cuerpo, sino de virtud. Y no porque a los mártires les hayan cortado algunos miembros han de estar sin ellos en la resurrección de los muertos, puesto que les dijo Dios: «No se os perderá un cabello de vuestra cabeza», sino que si fuera decente que en aquel nuevo siglo se vean en la carne inmortal las señales de las gloriosas llagas en la parte donde los miembros fueron heridos, lacerados o estropeados, allí se verán las cicatrices, no con la pérdida pasada, sino con la restitución de los mismos miembros. Así que, aunque entonces no haya vestigio de las imperfecciones y vicios que adquirieron los cuerpos, con todo, no deben llamarse ni tener por vicios las señales de la virtud. CAPITULO XX Que en la resurrección de los muertos la naturaleza de los cuerpos, como quiera que estén deshechos, será renovara del todo y en todas sus partes Es un absurdo y desatino pensar que no pueda la omnipotencia del Criador, para resucitar los cuerpos y volverlos a la vida, revocar todo aquello que consumió, o la bestia o el fuego, o lo que deshizo en polvo o en ceniza, o se resolvió en agua, o se exhaló en aire. Absurdo es y disparate que haya seno o secreto en la naturaleza que tenga algún arcano tan escondido a nuestros sentidos, que o se le oculte a la noticia del Criador de todas las cosas o se le escape y exima de su potestad.Queriendo Cicerón, aquel célebre escritor, definir a Dios como pudo, dijo que era un espíritu libre, ajeno de toda mixtión y composición mortal, que lo siente y mueve todo, y tiene movimiento eterno. Esto lo halló y sacó de los libros y doctrinas de los grandes filósofos. Por hablar en el lenguaje de ellos, ¿cómo se le esconde alguna cosa al que todo lo siente, o cómo se le escapa irrevocablemente a que todo lo mueve? Por lo cual nos conviene ya resolver aquella cuestión, que parece la más dificultosa de todas, donde se pregunta: cuando acontece que la carne del hombre muerto se convierte en la carne de otro hombre vivo, que la ha comido. ¿a cuál de los dos se le ha de restituir en la resurrección de la carne? Porque sí uno, estando muerto de hambre, forzado comiese de los cuerpos muertos de los otros hombres, cuya desventura, que ha acontecido en algunas ocasiones, no sólo nos lo dicen las historias, sino que la infeliz experiencia de nuestros tiempos nos lo enseña, ¿acaso habrá alguno que con razón y verdad pretenda que todo aquello se eliminó de nuevo, y que nada de ello se mudó y convirtió en su carne, pues la misma flaqueza que hubo y ya no la hay, bastantemente nos manifiesta los vicios y daños que se suplieron con aquellos alimentos? Poco antes propuse algunas particularidades, que pueden y deben valer para resolver esta dificultad. Porque todo lo que consumió de las carnes el hambre, sin duda se convirtió en aire, y ya dijimos que Dios Todopoderoso puede restablecer lo que se disipa. Se restituirá al hombre aquella carne en quien primero comenzó a ser carne humana, pues respecto del otro, se debe tener como tomada de prestado, y como deuda se le ha de restituir a la parte de donde se tomó. La carne que el hambre despojó la restituirá el que puede restablecer lo que se exhaló. Aun en el caso de que se hubiera deshecho y pereciera del todo y no hubiera quedado materia alguna suya en ningún rincón de la naturaleza, de dondequiera que quisiere podrá sacarla y restablecerla el Señor Todopoderoso. Mas por lo que dijo la misma Verdad: «que un cabello de vuestra cabeza no se perderla», es desatino que pensemos que, supuesto que no puede perderse un cabello de la cabeza, se puedan perder tantas carnes como comió y consumió el hambre. Consideradas y expuestas todas estas razones, según lo exigen nuestras débiles fuerzas intelectuales, se deduce expresamente esta conclusión: que en la resurrección de la carne que ha de haber para siempre, la grandeza de los cuerpos tendrá aquella medida y tamaño que tenía la razón naturalmente impresa en el cuerpo de cada uno para perfeccionar la juventud; o la que tenía cuando estaba ya perfecta, guardando también en la forma y disposición de todos los miembros su conveniente proporción y decoro. Y para que se conserve este decoro cuando se quitare algo a alguna grandeza indecente que hubiere en otra parte, y se esparciere o repartiere por todo, para que ni aquello se pierda y en todo se conserve la congruencia y conveniencia de las partes, no es absurdo creer que allí se puede también añadir algún tanto a la estatura del cuerpo pues se distribuye a todas partes, a fin de que guarden en su decoro y hermosura aquello que si estuviera disformemente en una, no sería decente. Y si porfiaren todavía que resucitará cada uno en la misma estatura de cuerpo en que murió, no hay para qué obstinadamente nos opongamos, con tal que no haya deformidad alguna, ninguna flaqueza, ninguna tardanza, pereza, flojedad ni corrupción, sin que haya cosa que desdiga y no convenga a aquel reino donde los hijos de la resurrección y promisión serán iguales a los ángeles de Dios, cuando no en el cuerpo y en la edad, por lo menos en la felicidad y bienaventuranza. CAPITULO XXI De la novedad del cuerpo espiritual, en que se mudará la carne de los santos También se les ha de restituir todo lo que se les hubiere perdido, así a los cuerpos vivos como a los muertos, y juntamente con ello lo que quedó en las sepulturas; y mudando el cuerpo viejo animal en cuerpo nuevo espiritual, resucitarán vestidos de incorrupción e inmortalidad. Si en algún caso grave o por la crueldad de los enemigos todo el cuerpo se hubiera resuelto en polvo, esparciéndolo por el aire o por el agua, sin dejar en ninguna parte, en cuanto fuera posible, rastro de él, con todo, por ningún motivo le podrán sacar fuera de la jurisdicción del Criador omnipotente, sino que ni un solo cabello de su cabeza se perderá. Así pues, la carne espiritual estará sujeta al espíritu, siendo, aunque carne, no espíritu, así como el mismo espíritu carnal estuvo sujeto a la carne, siendo, aunque espíritu, no carne. Por que no según la carne, sino según el espíritu, eran carnales aquellos a quienes decía el Apóstol: «No he podido hablaros como a espirituales, sino como a carnales.» En esta vida el hombre se llama espiritual, aun cuando todavía está en el cuerpo carnal, y halla en sus miembros otra ley repugnante y contraria a la ley de su espíritu; así será igualmente en el cuerpo espiritual cuando la misma carne resucitare, de manera que se haga lo que dice la Escritura: «Que se sembrará el cuerpo animal y nacerá el cuerpo espiritual.» Y cuál y cuán grande sea la gracia del cuerpo espiritual, porque aún no lo hemos visto por experiencia, recelo no se tenga por temerario todo lo que de ella se dice. Con todo, porque no es razón omitir el gozo de nuestra esperanza, por lo que redunda en gloria de Dios y de lo íntimo del corazón, ardiendo en amor santo, dijo el real Profeta: «Enamorado estoy, Señor, de la hermosura de vuestra casa», por los dones y gracias que distribuye en esta vida miserable a los buenos y a los malos, vamos conjeturando con sus divinos auxilios, según podemos, cuán grande y apreciable sea aquel don y gracia, del cual, no habiéndole aun experimentado, no podemos dignamente hablar. Porque paso en silencío cuando Dios hizo al hombre recto; dejó aquella vida feliz y bien aventurada que pasaron aquellos dos primeros casados en la amenidad, fecundidad y delicias del Paraíso, siendo tan breve, que no pudo llegar a noticia de sus hijos; aun en esta que nosotros conocemos, en que todavía vivimos, cuyas tentaciones, o, por mejor decir, en ésta, que es toda tentación, y por más que aprovechemos, no dejamos de padecer, ¿quién será bastante a explicar las señales y demostraciones que experimentamos de la bondad de Dios para con el linaje humano? CAPITULO XXII De las miserias y penalidades a que está sujeto el hombre por causa de la primera culpa, y cómo ninguno se libra de ellas sino por la gracia de Cristo Que todo el linaje de los mortales fue condenado por la primera culpa, lo testifica esta misma vida, si debe llamarse vida; la que está llena de tantos y tan molestos trabajos. Porque ¿qué otra cosa nos manifiesta la horrible profundidad de la ignorancia, de donde resulta todo el error que acoge y recoge a todos los hijos de Adán en tenebroso, seno, de donde el hombre no puede salir y librarse sin penalidad, dolor y temor? ¿Qué otra cosa nos demuestra el mismo amor y deseo de tantos objetos varios y perjudiciales, y los daños que de ellos dimanan; los cuidados penosos, las turbaciones, tristezas, miedos; los desordenados contentos, las discordias, debates, guerras, asechanzas, enojos, enemistades, engaños, lisonjas, cautelas, robos, traiciones, soberbias, ambiciones, envidias, homicidios, parricidios, crueldades, fierezas, bellaquerías, disoluciones, travesuras, desvergüenzas, deshonestidades, fornicaciones, adulterios, incestos y tantos estupros y torpezas contra el natural decoro de ambos sexos, que aún es acción reprensible el referirlas; sacrilegios, herejías, blasfemias, perjurios, opresiones de inocentes, calumnias, engaños, prevaricaciones, falsos testimonios, injusticias, violencias, latrocinios y todo lo que de semejantes males no me ocurre ahora a la memoria, y, sin embargo, no faltan en esta vida de los hombres? Y aunque estas maldades son propias y características de los hombres malos, no obstante, proceden de aquella raíz del error y del perverso amor y deseo con que nacen todos los hijos de Adán. ¿Y quién hay que no sepa con cuánta ignorancia de la verdad, que en los niños se advierte, y con cuánta redundancia de vana codicia, que en los muchachos comienza ya a pulular y descubrirse, entra el hombre en esta vida, de manera que si le dejan vivir como quiere y hacer todo lo que se ofrece a su capricho, viene a caer en estos vicios y excesos, en todos o en muchos de los que he nombrado y en otros que no he podido exponer? Pero como la Providencia divina no desampara del todo a los condenados, y Dios no detiene en su ira sus misericordias, en los mismos sentidos de los hombres están velando la ley y la instrucción contra estas tinieblas en que nacemos, y se oponen a sus ímpetus, aunque ellas también están llenas de trabajos y dolores. Porque, ¿de qué sirven tantos miedos fantásticos y de tan raras especies que se aplican para refrenar las vanidades y afectos de los muchachos? ¿De qué los ayos, los maestros, las palmetas, las correas, las varillas? ¿De qué aquella disciplina, con que dice la Sagrada Escritura que se deben sacudir los costados del hijo querido, porque no se haga indómito, y estando duro, agreste e inflexible, con dificultad pueda ser domado o quizá no pueda? ¿Qué se pretende con todos estos rigores sino conquistar y destruir la ignorancia, refrenar los malos deseos y apetitos, que son los males con que, nacimos al mundo? Porque ¿qué quiere decir que con el trabajo nos acordamos y sin el trabajo olvidamos con trabajo aprendemos y sin trabajo ignoramos, con trabajo somos diligentes y sin trabajo flojos? ¿Acaso no se ve en esto adonde, con su propia gravedad, se inclina la naturaleza viciosa y corrompida y de cuántos auxilios tiene necesidad para librarse de ello? El ocio, flojedad, pereza, indolencia y negligencia, vicios son, en efecto, con que se huye del trabajo, que aun siendo útil es penoso. Fuera de las molestias y penas que padecen los muchachos, sin las cuales no se puede aprender lo que los mayores quieren, los cuales apenas quieren cosa útil ¿quién explicará con palabras y quién podrá comprender con el pensamiento cuántas y cuán graves son las penas que ejercitan y acosan al hombre, las que no pertenecen a la malicia y perversidad de los malos, sino a la condición y miseria común de todos? ¿Cuán grande es el miedo, cuán grande la calamidad que proviene de las orfandades y duelos, de los daños y condenaciones, de los engaños, embustes y mentiras de los hombres, de las falsas sospechas, de todas las violencias, crímenes y fuerzas, ajenas, pues de ellas muchas veces proceden la pérdidas de bienes, los cautiverios, la prisiones, las cárceles, los destierros los tormentos, las laceraciones de miembros y privación de los sentidos, hasta la opresión del cuerpo para saciar el torpe apetito del opresor, y otras muchas acciones horribles? ¿Qué diré de infinitos casos y accidentes que se teme no sucedan exteriormente al cuerpo, de fríos, calores, tempestades, lluvias, avenidas, relámpagos, truenos, granizo, rayos, terremotos, aberturas de tierras, opresiones de ruinas, de los tropiezos, espantos, o también de la malicia de las caballerías; de tantos tósigos y venenos de plantas, aguas, aires, bestias y fieras; de las mordeduras, o sólo molestas o también mortíferas; de la hidrofobia que dimana de la mordedura del perro rabioso, de manera que a veces de una bestia que es apacible y leal a su dueño nos guardamos con más rigor que de los leones y dragones, porque al hombre que acierta a morder le hace con el pestilencial contagió rabioso, de suerte que viene a ser temido de sus padres esposa e hijos más que cualquiera bestia? ¿Qué de infortunios padecen los navegantes? ¿Y cuáles los que caminan por tierra? ¿Quién hay que camine que no esté sujeto a mil desastres impensados? Vuelve uno de la plaza a su casa, cae en tierra, teniendo sanos los pies; se quiebra un pie, y de aquella herida pierde la vida. El sacerdote Heli cayó de la silla en que estaba sentado y murió. Los labradores, o, por mejor decir, generalmente todos los hombres, ¿cuántos fracasos y accidentes no temen que sucedan a los sembrados y frutos del campo, ocasionados por las malignas influencias del cielo, de la tierra y de los animales perniciosos? Y aunque estén ya asegurados de la cosecha del grano que tienen recogido y encerrado en las trojes, sin embargo, a algunos, como los hemos visto, la repentina avenida de un río, huyendo los hombres de su furia, les ha llevado sus graneros con grande porción de trigo. Contra las diversas clases de guerra que nos hacen los demonios, ¿quién puede estar confiado en su inocencia?; pues para que ninguno lo esté, en algunas ocasiones molestan a los niños bautizados, rió habiendo objeto más inocente que ellos permitiendo así Dios que se vea la miserable calamidad de esta vida y lo que debe desearse la felicidad de la futura. En el mismo cuerpo humano hay molestias nacidas de enfermedades que aún no se conocen ni están escritas ni explicadas todas en los libros de los médicos. Y en los más de ellos, los más selectos específicos, auxilios y medicamentos que se hallan, son tormentos inventados para libertar al hombre del riesgo de los dolores con penosa medicina. ¿Acaso el hombre no ha reducido a los hombres a que no hayan podido abstenerse de las carnes de los hombres, y que se hayan comido, no a hombres que los hallaron muertos, sino habiéndolos ellos mismos muerto con este intento por su propia mano; no a cualesquiera extraños, sino con inhumanidad increíble que causaba el hambre rabiosa que se experimentaba, las madres a sus hijos? Y, finalmente; el mismo sueño, que propiamente tomó el nombre de reposó y quietud, ¿quién será bastante a declarar cuán inquieto y desasosegado está muchas veces con los objetos que se representan en sueños, y con cuán terribles miedos y espantos de cosas falsas, representadas tan al vivo que no las podemos distinguir de las verdaderas, perturbe e inquieta el miserable espíritu y los sentidos, con cuya ilusión y falsedad de visiones más maravillosamente son fatigados y acosados, aun velando ciertos enfermos y hechizados? Los malignos demonios a veces engañan también a los pobres sanos con la innumerable variedad de sus embelecos, y aunque con tales visiones no los muden y reduzcan a su parcialidad, los engañan y alucinan los sentidos solo por el deseo que tienen de persuadirles la falsedad. Del infierno de esta vida miserable ninguno nos puede librar, sino la gracia del Salvador, Cristo, Dios y Señor nuestro; porque esto significa el nombre del mismo Jesús que quiere decir Salvador, especialmente para que después de esta vida no vayamos a la miserable y eterna, no vida, sino muerte. Pues en esta; aunque tengamos grandes consuelos de medicinas y remedios por medio de cosas santas y de los santos, con todo, no siempre se conceden estos beneficios a los que los suplican, porque no se pretenda y busque por causa de ellos la religión, la cual se debe buscar más para la otra vida, donde no habrá género de mal. Y para este efecto, particularmente a los más escogidos y mejores, ayuda la gracia en esos males, para que los toleren y sufran con corazón tanto más valeroso y fuerte, cuanto más fiel; para lo cual los sabios de este siglo dicen también aprovecha la filosofía; y la verdadera, como dice Tulio, los dioses la concedieron a muy pocos. Ni a los hombres, añade, dieron o pudieron dar don o dádiva mayor; en tanto grado, que aun los mismos contra quienes disputamos son impelidos a confesar que es necesaria la divina gracia para .conseguir, no cualquiera filosofía, sino la verdadera. Y si a pocos ha concedido Dios el único socorro de la verdadera filosofía contra las miserias de esta vida, también de esta doctrina se deduce cómo el linaje humano está condenado a pagar las penas de las miserias. Y así como no hay (como lo confiesan) don divino ninguno mayor que éste, así se debe creer que no le da otro Dios, Sin aquel que aun los mismos que adora muchos dioses, confiesan ser el mayor de todos. CAPITULO XXIII De las cosas que, fuera de los males y trabajos que son comunes a los buenos y a los malos, especialmente padecen los justos Fuera de los males de esta vida mortal, comunes a los buenos y a los malos, tienen también en ella los justos sus molestias propias con que contrastan los vicios, y pasan su vida en las tentaciones y peligros de semejantes batallas. Pues unas veces más y otras menos, nunca deja la carne de desear contra el espíritu y el espíritu contra la carne, para que no ejecutemos lo que queremos, dando fin y consumiendo toda mala concupiscencia sino para que no consintiendo con ella, la sujetemos cuanto pudiéremos, con el favor de Dios, viviendo en continua vela, a fin de que no nos engañe la opinión aparente; para que no nos alucine, razón astuta, para que no nos cieguen las tinieblas de algún error, para que no creamos que lo que es bueno es, malo, o lo que es malo es bueno para que el temor no nos aparte de lo que debemos practicar; para que no se ponga el sol, durándonos el rencor y enojo; para que los odios no, nos conviden a devolver mal por mal; para que no nos sofoque alguna singular y extraordinaria tristeza; para que la ingratitud no nos haga flojos y tardos en hacer bien; para que la conciencia sana no se turbe y congoje por las detractaciones y murmuraciones; para que la sospecha temeraria que tuviéramos de otro no nos engañe; para que la falsa que otros tienen de nosotros no nos quebrante y desmaye; para que no reine pecado en nuestro cuerpo mortal condescendiendo a sus deseos; para que nuestros miembros no sirvan al pecado de armas e instrumentos para hacer mal; para que el ojo no vaya tras lo que desea el apetito; para que no nos rinda el deseo de venganza; para que no se detenga la vista o el pensamiento en lo que nos deleita con daño; para que no oigamos gustosamente palabras malas o indecentes; para que dejemos de hacer lo que no es licito, aunque nos convide el sentido del gusto; para que en esta guerra tan cercada de trabajos y peligros no confiemos en nuestras fuerzas la victoria que estuviere por alcanzar, o la ya conseguida la atribuyamos a nuestras fuerzas, sino a la gracia de Aquel de quien, dice el Apóstol: «Gracias a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo.» El cual asimismo dice en otro lugar: «De todos, estos riesgos salimos vencedores con grandes ventajas por Aquel que tanto nos amó.» Debemos tener por cierto que con cualquiera virtud o destreza que peleemos venzamos y sojuzguemos, mientras estuviéremos en este cuerpo, no nos puede faltar motivo para decir a Dios: «Perdónanos nuestras deudas» Pero en aquel reino donde estaremos siempre con los cuerpos inmortales, ni tendremos guerras que ganar ni deudas que pagar, las cuales jamás las hubiera si nuestra naturaleza preservara y se conservara en la rectitud con que Dios la creó. Y por eso esta nuestra batalla , donde corremos riesgo y peligro y de que deseamos salir libres con una última y final victoria, pertenece también a los males y trabajos de esta vida, la cual hemos probado bien claro haber sido condenada por testimonios de tantos y tan grandes males y trabajos. CAPITULO XXIV De los bienes de que el Criador llenó también esta vida sujeta a la condenación Pero consideremos ahora esta misma miseria del linaje humano (la cual redunda en alabanza de la justicia del Señor que la castiga) de cuán grande y cuán innumerables bienes la llenó la bondad de aquel mismo que gobierna con su prudencia divina todo lo que crió. Lo primero, aquella bendición que le echó antes de pecar, diciendo «creced, multiplicaos y llenad la tierra», no la quiso revocar después del pecado, y así quedó y perseveró en la generación y descendencia condenada al don de la fecundidad concedida; aquella admirable virtud de las semillas, o, por mejor decir, aquella más admirable con que se crían las misma semillas, impresa en los cuerpos humanos, y en cierto modo engastada y entretejida, no nos la quitó el vicio de pecado, el cual pudo imponernos la necesidad de morir, sino que lo uno y lo otro corre juntamente con este casi inagotable río del linaje humano; así el mal que heredamos de nuestro padre, como el bien de que el Criador nos hizo merced. En el mal original hay dos cosas: el pecado y el castigo. En el bien original hay otras dos: la propagación y conformación. Pero en lo tocante a los males, que es de lo que al presente tratamos, el uno de los cuales nos provino de nuestro atrevimiento, esto es, el pecado, y el otro es justo juicio de Dios, esto es, el castigo, ya hemos dicho lo suficiente. Ahora pretendo hablar de los bienes que Dios: hizo, y no deja de hacer todavía a la misma naturaleza, aún corrompida y condenada; porque cuando la condenó no la quitó todo lo que la había dado, pues de otra suerte totalmente dejara de ser y existir, ni la apartó de su jurisdicción y potestad, aun cuando la sujetó penalmente al demonio, puesto que ni aun al mismo demonio le eximió de la jurisdicción de su dominio, pues el que subsista la naturaleza del mismo demonio lo hace Aquel que tiene ser sumamente infinito y da ser a todo lo que en algún modo tiene ser. De aquellos dos bienes que dijimos dimanaban como de una caudalosa fuente de su bondad inaccesible, y se comunicaban aún a la naturaleza corrompida con el pecado y condenada con el castigo, le dio la facultad de propagarse cuando la bendijo entre las primeras obras del mundo, de cuya creación descansó al séptimo día. Pero la conformación anda con aquella su obra con que todavía obra. Porque si privase a las cosas criadas de su potencia operativa, ni podrían pasar adelante ni con sus ciertos y tasados movimientos haría los tiempos, ni podrían permanecer en lo que fueron criadas. Crió Dios al hombre de manera que puso en él fecundidad para propagar otros hombres, coengendrando asimismo en ellos, no la necesidad, sino la posibilidad de recrear; y aunque ésta se la quitó a los que quiso, y, por consiguiente, quedaron esterilizados, con todo, no despojó generalmente al linaje humano de aquella bendición de engendrar una vez concedida a los dos primeros casados. Esta propagación, aunque el pecado no se la quitó al hombre, tampoco es cual sería si ninguno hubiera pecado, pues el hombre, que se vio honrado y engrandecido, después que pecó «se hizo semejante a las bestias», y engendra como ellas, aunque no se extinguió del todo en él una como centella de razón con que fue criado a semejanza de Dios. Y si a esta propagación no se le aplicase la conformación, tampoco ella se multiplicaría en las formas y modos de su especie. Pues aun cuando no se hubiesen juntado los hombres para la generación, y, no obstante, quisiera Dios llenar la tierra de hombres, así como crió uno sin tener necesidad de la unión del hombre y de la mujer, así también pudiera criarlos a todos; y los que se juntan, si el Señor no crea, ellos no engendran. Así como dice el Apóstol de la institución espiritual con que el hombre se forma en la piedad y justicia, que «ni el que planta es alguna cosa, ni el que riega, sino el que le da virtud para que crezca, que es Dios», así también puede decirse aquí: ni el que se junta con la mujer, ni el que siembra es alguna cosa; sino el que le da la forma y el ser que es Dios; ni la madre que trae la criatura en el vientre y le sustenta, es alguna cosa, sino el que le da incremento, que es Dios. Pues el Señor, con aquella operación «con que todavía obra» hace que las semillas desplieguen sus números y tomen su perfección, y de ciertos envoltorios secretos e invisibles se desenvuelvan en las formas visibles de tanta hermosura, como vemos; y él mismo, uniendo con admirable modo la naturaleza incorpórea con la corpórea, señora aquella y ésta sujeta, hace al animal. Y esta obra de sus manos es tan grande y tan estupenda, que no sólo al que la considerase en el hombre, que es animal racional y por eso el más excelente y aventajado de todos los animales de la tierra, sino en el más diminuto mosquito del mundo, le causará estupor y le hará dar mil alabanzas y bendiciones a su Criador. Así que Él mismo concedió al alma del hombre entendimiento; en la cual la razón e inteligencia, en los niños, está en cierto modo adormecida, como si no la hubiera, para que la despierten y ejerciten cuando llegue la edad en que viene a ser capaz de las ciencias y doctrina y hábil e idónea para entender la verdad y aficionarse a le bueno, con cuya capacidad aprenda la sabiduría y alcance las virtudes, con que pelee prudente, fuerte, templada y justamente contra los errores y los demás vicios naturales, y a éstos los venza, no pretendiendo ni deseando otra felicidad que la posesión y visión intuitiva de aquel sumo e inmutable bien. Lo cual, aunque no lo haga la misma capacidad que Dios crió de semejantes bienes en la naturaleza racional, con todo, ¿quién podrá decir como conviene, quién imaginar cuán grande sea el bien, y cuán admirable esta obra estupenda del Omnipotente? Porque además de las ciencias necesarias para vivir bien y llegar a conseguir la felicidad inmortal, a las cuales llamamos virtudes, y se conceden únicamente por la gracia de Dios, que está en Cristo a los hijos de promisión y del reino ¿acaso no son tantas y tan estimable las artes que ha inventado y ejercitado el ingenio humano, parte necesarias parte voluntarias, que la fuerza y natural tan excelente del espíritu y Ia rezón, aun en las cosas superfluas o por mejor decir, en las peligrosas perniciosas que apetece, declara y da testimonio de cuán grandes bienes tenga la naturaleza con que pudo inventa estas artes, aprenderlas y ejercerlas? A cuán maravillosas y estupendas obras haya llegado la industria humana el materia de vestidos y edificios: cuánto hayan aprovechado y adelantado en la agricultura, cuánto en la navegación, los proyectos que ha inventado y experimentado felizmente en la fábrica y construcción de todo género de vasos, en la hermosa variedad de las estatuas y pinturas; las cosas que ha maquinado para hacer y representar en los teatros, admirables a los que las vieron e increíbles a los que las oyeron; tantas y tan grandes cosas como ha hallado para cazar, matar y domar fieras y bestias agrestes; y contra los mismos hombres, tanta especie de venenos, armas y máquinas; y para conservar y reparar la salud de los mortales, cuántos medicamentos y auxilios ha descubierto; para el gusto y apetito del paladar, cuántas salsas y excitantes del gusto ha inventado; y para declarar y persuadir sus conceptos y pensamientos, cuán gran multitud y variedad de señales, en las cuales tienen el primer lugar las palabras y las letras; y para deleitar los ánimos, qué de expresiones donosas; graciosas y elocuentes; para suspender el oído, cuánta abundancia de diferentes poemas, qué de órganos e instrumentos músicos, qué de tonos y canciones ha inventado; qué admirables reglas de dimensiones y números, y con cuánta sagacidad ha comprendido los movimientos, orden y curso de los astros; cuán exacta noticia ha alcanzado acerca de las cosas más señaladas del mundo, ¿quién será bastante a referir todo esto, especialmente si quisiésemos no amontonarlo todo en un breve resumen, sino detenernos en cada asunto en particular? Finalmente, en defender los mismos errores y falsedades, ¿cuán sutil ingenio han manifestado los filósofos y herejes? Hablamos ahora de la naturaleza del entendimiento humano con que se ilustra y adorna esta vida mortal, no de la fe y del camino de la verdad con que se adquiere aquella inmortal. Siendo el autor de esta tan esclarecida naturaleza Dios verdadero y sumo, administrando sabiamente Él mismo todo lo que crió y teniendo en todo suma potestad y suma justicia, sin duda que jamás el hombre cayera en estas miserias, ni de ellas (exceptuados sólo los que se han de salvar) viniera a dar en las penas eternas, si no hubiera precedido un pecado tan execrable y trascendente a la posteridad. Pues aun en el mismo cuerpo, aunque en ser mortal, le tengamos común con las bestias y sea más débil que muchas de ellas, ¿cuán grande hondad de Dios se descubre, cuán grande providencia campea del Sumo Criador? ¿Acaso los lugares propios de los sentidos, y los demás miembros, no están tan ordenados y bien organizados en él; la misma figura y la constitución de todo el cuerpo no está modificada de manera que muestra haberse hecho para el ministerio de un alma racional? Por que no como a los animales irracionales, que van inclinados a la tierra, crió Dios al hombre, sino que la forma del cuerpo, elevada al cielo, le está diciendo que atienda y procure las cosas celestiales. Pues la maravillosa agilidad de la lengua y de las manos, tan acomodada y conveniente para hablar y escribir y para poner en su punto y perfección las obras de tantas artes y misterios, ¿acaso no nos manifiesta claramente cuán excelente cuerpo vemos acomodado para el ministerio y servicio de un alma tan excelente? Aun omitidas las necesidades y utilidades de sus obras, es tan armoniosa la congruencia de todas sus partes y tienen entre sí tan bella y tan igual correspondencia, que no sabréis si en su fábrica fue mayor la consideración que se tuvo a la utilidad o a la hermosura. Porque verdaderamente no observamos en este cuerpo cosa criada para la utilidad que no tenga también su hermosura. Y mucho más se nos descubrirá esto, y lo echaremos de ver, si conociéramos los números de las medidas con que toda esta fábrica está entre sí trabada y acomodada, los cuales, quizá, poniendo diligencia en las partes que se dejan ver por de fuera, los podría investigar y conocer la humana industria. Pero en las que están encubiertas y lejos de nuestra vida, como es la grande combinación de las venas, arterias, nervios y entrañas, nadie podrá hallarlos, Pues aunque la diligencia, alguna vez inhumana y cruel, de los médicos que llaman anatómicos ha hecho anatomía de los cuerpos muertos, o también de los que se les han ido muriendo entre las manos, andándolos cortando e inspeccionando menudamente, y en los cuerpos humanos, inhumanamente, han buscado todos los escondrijos y secretos para saber qué, cómo y en qué lugares habían de curar, con todo, los números de que voy hablando y de que consta la trabazón interior y exterior de todo el cuerpo, como de un órgano, que en griego se dice armonía, ¿para qué tengo de decir que nadie los ha podido hallar puesto que nadie se ha atrevido a buscarlos? Los cuales si se pudieran conocer aun en las mismas entrañas que no ostentan en canto alguno, tanto nos deleitara la hermosura de la razón, que a cual quiera forma aparente, visible y agra dable a los ojos se aventajara y antepusiera, a juicio y dictamen de la misma razón que se sirve de los ojos. Hay algunas cosas en el cuerpo que sólo sirven de ornato, sin tener uso ni utilidad alguna, como en el pecho del hombre los pezones, en el rostro las barbas, que no nos sirven de fortaleza, sino de ornato varonil, como nos lo demuestran las caras tersas y limpias de las mujeres, a las cuales, sin duda, como a más débiles, conviniera más el fortalecerlas. Luego si no hay miembro alguno, a lo menos en éstos que se ven (de que no hay duda), acomodado a algún oficio que no sirva también de algún adorno, y si hay algunas cosas que sólo sirven de ornato y no sirven para destino alguno, pienso que fácilmente se deja entender que en la fábrica del cuerpo prefirió el autor la hermosura a la necesidad. Porque, en efecto, la necesidad se ha de acabar, y llegará el tiempo en que gocemos uno de otro de sólo la hermosura, sin ningún género de malicia; la cual, particularmente, lo debemos referir a gloria del Criador, a quien decimos en el Salmo: «que se ha vestido de alabanza y hermosura». Toda la demás belleza y utilidad de las cosas criadas de que la divina liberalidad ha hecho merced al hombre, aunque postrado y condenado a tantos trabajos y miserias, para que la goce y se aproveche de ella, ¿con qué palabras la referiremos? ¿Qué diré de la belleza, tan grande y tan varia, del cielo, de la tierra y del mar; de una abundancia tan grande y de la hermosura tan admirable de la misma luz en el sol, luna y estrellas; de la frescura y espesura de los bosques, de los colores y olores de las flores, de tanta diversidad y multitud de aves tan parleras y pintadas, de la variedad de especies y figuras de tantos y tan grandes animales, entre los cuales los que tienen menor grandeza y cuerpo nos causan mayor admiración? Porque más nos admiran las maravillas que hacen las hormigas y abejas que los disformes cuerpos de las ballenas. ¿Y qué diré del hermoso espectáculo del mar cuando se viste como de librea de diferentes colores variando su color de muchas maneras, ya de un verde rojo, ya de un verde azul? ¿Con cuánto deleite no le miramos cuando se embravece y nos causa en ello mayor suavidad siempre que le veamos sin exponernos al combate de las olas? ¿Qué diremos de la abundancia tan copiosa de manjares contra los asaltos del hambre? ¿Qué de la diversidad de los sabores contra el fastidio de la Naturaleza, comunicada del cielo, no buscada en el artificio e industria de los cocineros? ¿Qué de los auxilios y remedios de tanta diversidad de objetos para conservar y alcanzar la salud? ¿Cuán agradable no es la sucesión del día y de la noche y la suave templanza del blando y fresco viento? En las plantas y animales, ¿cuánta materia y abundancia para adornar y vestir nuestra desnudez? ¿Y quién será bastante a referirlo todo? Esto sólo, que brevemente he como aglomerado, si lo intentase extender y desenvolver, y ponderarlo y examinarlo circunstancialmente, ¿cuánto convendría detenerme en cada ser de por sí, donde se encierra tanta infinidad de virtudes? Y todo esto con suelo es, y alivio de gente miserable y condenada, no premio de los bienaventurados. ¿Qué tales serán aquellos bienes, si éstos son tantos, tales y tan grandes? ¿Qué dará a los que predestinó para la vida el que dio éstos aun a los que predestinó para la muerte? ¿Qué bienes hará que alcancen en aquella vida bienaventurada aquellos por quienes en esta miseria quiso que Su Unigénito padeciese tantos males e infortunios hasta la muerte? Así dice el Apóstol, hablando de los predestina dos para aquel reino: «El que no perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar también con él todo cuanto hay? ¿Cuáles seremos? ¿Qué bienes recibiremos en aquel reino, pues muriendo Cristo por nosotros hemos recibido ya tal prenda? ¿Cuál será el espíritu del hombre cuando no tenga género de vicio a quien poder estar sujeto, ni a quien poder ceder, ni contra quien, aunque sea con honra y gloria suya, pueda luchar, estando en la perfección de una suma y tranquila virtud? ¿Cuán grande, cuán hermosa, cuán cierta ciencia tendrá allí de todas las cosas, sin error ni trabajo alguno, donde gustará y verá la sabiduría de Dios en su propio origen con suma felicidad y sin ninguna dificultad? ¿Qué tal será el cuerpo, que estando del todo sujeto al espíritu, y con él suficientemente vivificado, se verá sin tener necesidad de alimentos? Porque no será animal, sino espiritual, y aunque tendrá substancia de carne la tendrá sin ninguna corrupción carnal. CAPITULO XXV De la pertinacia de algunos en contra decir la resurrección de la carne, que, como queda dicho, la cree todo el mundo Pero en lo tocante a los bienes, de que el espíritu gozará después de esta vida, dichoso y bienaventurado, no se diferencian de nosotros los filósofos celebrados, que nos contradicen y debaten el punto de la resurrección de la carne. Esto, en cuanto pueden, lo niegan; pero los infinitos que lo han creído dejan muy disminuido el número de los que lo niegan, y vemos que a Cristo, quien en su resurrección hizo demostración de lo que a estos insensatos les parece absurdo, se han con vertido con corazón fiel doctos y necios, sabios e ignorantes de este mundo. Por eso creyó el mundo lo que dijo Dios, el cual también dijo que este punto había de creerlo todo el orbe. No le compelieron a que lo dijese tanto tiempo antes, con tan singular gloria de los creyentes, los maleficios y hechicerías que dicen de San Pedro, pues Él es aquel Dios (como lo he dicho ya algunas veces, y no me arrepiento de repetirlo, puesto que lo confiesa Porfirio, y procura probarlo con los oráculos de sus dioses) a quien temen y de quien tienen horror los mismos demonios; a quien elogió dicho filosósofo de tal suerte que le llama no sólo Dios Padre, sino también Rey. De ningún modo debemos entender lo que Dios dijo de la manera que quieren aquellos que no han creído lo que anunció que había de creer el mundo. Y pregunto: ¿Por qué no creen como el mundo, y no como unos pocos bachilleres que no han querido creerlo, lo que dijo que había de creer el mundo? Porque si dicen que se debe creer de otra manera, asegurando que es vano lo que dice la Escritura, por no agraviar a aquel Dios a quien dan un tan singular testimonio, el agravio, sin duda, lo hacen aun mayor diciendo que debe entenderse de otra manera, y no como lo creyó el mundo, a quien él mismo alabó porque había de creer, y se lo prometió y cumplió. Y ¿por qué, pregunto, no podrá hacer que resucite la carne y viva para siempre? ¿Acaso creemos que no permitirá esto porque es cosa mala e in digna de Dios? Pero de su omnipotencia, con que obra tantas y tan grandes maravillas increíbles, ya hemos insinuado muchas. Y si buscan alguna que no pueda practicar el Todopoderoso, hay una, yo lo diré, que no puede mentir. Creamos, pues, lo que puede, y no creamos lo que no puede. Creyendo que no puede mentir, crean que hará lo que prometió que ‘había de hacer. y créanlo como lo creyó el mundo, de quien dijo que lo había de creer, a quien alabó porque lo había de creer, prometiendo que lo había de creer, y de quien efectivamente ha manifestado ya que lo ha creído. Que esto sea cosa mala, ¿por dónde lo muestran? Porque allí no ha de haber corrupción, que es el mal del cuerpo Del orden de los elementos ya hemos disputado, y de las conjeturas de los hombres bastante hemos hablado. Cuánta facilidad ha de tener en el movimiento el cuerpo incorruptible, del temperamento de la buena disposición y salud de esta vida, la cual en ninguna manera debe compararse con aquella inmortalidad, bastantemente, a lo que entiendo, lo he tratado en el libro XIII; lean lo que queda dicho en esta obra los que no lo han leído, o no quieren acordarse de lo que leyeron. CAPITULO XXVI Cómo la sentencia de Porfirio: que a las almas bienaventuradas les conviene huir de todo lo que es cuerpo, queda destruida con la de Platón de que el Sumo Dios prometió a los dioses que jamás se despojarían de los cuerpos Opina Porfirio (replican) que, a fin de que el alma sea bienaventurada, debe huir de todo lo que es cuerpo. Luego no aprovecha lo que insinuamos, que había de ser incorruptible el cuerpo si el alma no ha de ser bien aventurada si no es huyendo de todo lo que es cuerpo. Sobre este punto ya disputamos cuanto pareció necesario en el libro XIII; no obstante, diré aquí sólo una cosa. Corrija sus libros Platón, maestro de todos estos espíritus ilusos, y diga que sus dioses, para que sean bienaventurados, habrán de huir de sus cuerpos, esto es, habrán de morir los que dijo que estaban dentro de los cuerpos celestiales; a quienes Dios, que los crió para que pudiesen estar seguros, les prometió la inmortalidad, esto es, que permanecerían eternamente en los mismos cuerpos, no porque tengan esta cualidad por su naturaleza, sino porque prevalecerá en esto la traza y disposición divina. Donde destruye asimismo aquello que dicen, que por ser imposible no debe creerse la resurrección de la carne. Pues con la mayor claridad conforme al mismo filósofo, donde el Dios increado prometió a los dioses que él crió la inmortalidad, dijo que había de hacer lo que es imposible. Pues de esta manera refiere Platón que habló: «Porque habéis nacido, no podéis ser inmortales e indisolubles; con todo, no seréis disolubles, ni os acabará hado alguno de la muerte, ni serán más poderosos los hados que mi orden y disposición establecida, la cual es un vínculo mayor y más poderoso para vuestra perpetuidad, que aquellos con que estáis ligados.» Si es que no sólo son absurdos, sino también sordos los que oyen este anuncio, sin duda que no pondrán duda en que, según Platón, aquel Dios prometió a los dioses que él hizo lo que era imposible, pues el que, dice: «Aunque vosotros no podéis ser inmortales», ¿qué otra cosa da a entender sino que lo que no puede ser, lo seréis haciéndolo yo? Resucitará, pues, la carne incorruptible, inmortal y espiritual, el que, según Platón, prometió que hada lo que era imposible. ¿Por qué lo que prometió Dios, y lo que, prometiéndolo Dios que lo había de creer, todavía claman que es imposible, pues nosotros clamamos que el que ha de obrar este portento es aquel Dios, que, aun, según Platón, hace cosas imposibles? Así, pues, para que las almas sean bien aventuradas, no es necesario huir de todo lo que es cuerpo, sino recibir y tomar aquel cuerpo incorruptible. ¿Y en qué cuerpo inmortal e incorruptible es más conveniente y conforme a razón que se alegren y gocen, que en el mismo mortal e incorruptible en que gimieron y padecieron? Porque de esta manera no habrá en ellos aquella cruel codicia que supone Virgilio siguiendo a Platón, cuando dice: «Y volverán otra vez a desear restituirse a los cuerpos.» En esta conformidad, digo, no tendrán deseo o codicia de volver a los cuerpos, puesto que. tendrán consigo los cuerpos donde desean regresar, y los tendrán de tal configuración, que nunca se hallarán sin ellos, nunca los dejarán por muerte, ni aun por un mínimo espacio de tiempo. CAPITULO XXVII De las definiciones contrarias de Platón y de Porfirio, en las cuales, si ambos cedieran, ninguno se apartará dela verdad Platón y Porfirio, cada uno estableció su opinión, que si las pudieran comunicar entre sí, se hicieran acaso cristianos. Platón dijo que las almas no podían estar eternamente sin los cuerpos; por eso sentó que las almas de los sabios, al cabo de algún tiempo, por largo que fuese, habían de volver a los cuerpos. Y Porfirio dijo que cuando el alma volviese purificada al Padre, nunca más regresaría a los males actuales del mundo. Si lo verdadero que vio Platón se lo comunicara a Porfirio, que las almas, y aun las más purificadas, de los justos y sabios habían de restituirse a los cuerpos humanos; y. por otra parte, si lo verdadero que vio Porfirio se lo expusiera a Platón, que las almas san tas jamás habían de volver a las miserias del cuerpo corruptible, de forma que no dijera cada uno de por sí una de estas dos cosas sola, sino ambas y cada uno de ellos dijera las dos, presumo que advertirían que era ya consecuencia legítima el que volviesen las almas a los cuerpos, y que recibiesen y adquiriesen tales cuerpos, que en ellos viviesen bienaventurada e inmortalmente. Porque, según Platón, hasta las al mas santas han de regresar a los cuerpos humanos, y según Porfirio, las almas santas no han de volver a pasar los males presentes del siglo. Diga, pues, Porfirio con Platón, que volverán a los cuerpos, y diga Platón con Porfirio que no volverán a los males, y concordarán así en que volverán a unos cuerpos en que no padezcan mal alguno. Estos no serán sino aquellos que prometió Dios, es decir, que las almas bienaventuradas habían de vivir eternamente con sus cuerpos eternos, cosa que, a lo que entiendo, los dos nos concederían ya fácilmente, supuesto que confiesan que las almas de los santos han de volver a cuerpos inmortales, permitiéndoles volver a los mismos en que sufrieron los males de este siglo, y en que para librarse de estas penalidades, sirvieron a Dios piadosa y santamente. CAPITULO XXVIII Las opiniones de Platón, Labeón y Varrón, reunidas, confirman lo que creemos de la resurrección de la carne Algunos de nuestros cristianos aficionados a Platón por cierta excelencia que tiene en el decir, y por algunas máximas ciertas que estableció, dicen que opinó también algo que frisa y corresponde con lo que nosotros opinamos acerca de la resurrección de los muertos. Así lo toca Tulio en los libros De Republica, dando a entender haberlo dicho Platón, más por vía de ficción y fábula que porque quisiese decir que era verdad. Porque supone que revivió un hombre, y refirió algunas particularidades que convenían con la doctrina de Platón. También Labeón refiere que en un mismo día acertaron a morir dos, a quienes después les mandaron volver a sus cuerpos, y encontrándose después en la encrucijada de una calle, pactaron mutuamente vivir en perpetua amistad, y que así se verificó, hasta que, pasado algún tiempo, volvieron a morir. Pero estos autores no refieren que acaeció la resurrección de éstos del mismo modo que fue la de aquéllos, que sabemos resucitaron y volvieron a esta vida, pero no para que nunca ya muriesen. Un prodigio más admirable cuenta Varrón en los libros que escribió sobre el origen de las familias del pueblo romano, cuyas palabras tuve por conveniente insertar aquí: «Algunos astrólogos escriben, dice, que hay para renacer los hombres la que llaman los griegos Palingenesia o regeneración: ésta escriben que se hace en cuatrocientos y cuarenta años, para que el mismo cuerpo y la misma alma que una vez estuvieron juntos en un hombre vuelvan otra vez a incorporarse. » Este Varrón, o aquellos no sé qué astrólogos, porque no declara los nombres de aquellos cuya opinión refiere, dijeron algo que. Aunque sea falso (porque en volviendo las almas una vez a los cuerpos que tuvieron, jamás las han de volver a dejar después), con todo, deshace y destruye muchos argumentos relativos a la imposibilidad de la resurrección, conque se irritan contra nos otros. Porque a los que opinan u opinaron esto, no les pareció imposible que los cuerpos muertos que se convirtieron o resolvieron en exhalaciones, en polvo, en ceniza, en agua, en los cuerpos de las bestias o fieras que los comieron, o de los mismos hombres, vuelvan nuevamente a lo que fueron. Por lo cual Platón y Porfirio, o, por mejor decir, cualquiera de sus adictos que todavía viven, si creen con nosotros que las almas santas han de volver a los cuerpos (como lo dice Platón), y que no han de volver a pasar males algunos (como lo dice Porfirio), de forma que de aquí se siga lo que predica la fe cristiana, que han de volver a cuerpos de tal calidad en que vivan bienaventuradamente para siempre, sin ningún mal, tomen también de Varrón que han de volver a sus mismas cuerpos en que estuvieron antes, y entre ellos quedará resuelta la cuestión de la resurrección de la carne para siempre. CAPITULO XXIX De la visión con que en el futuro siglo verán los santos a Dios Veamos ya, auxiliados del divino Espíritu, qué es lo que harán los santos en los cuerpos inmortales y espirituales, al volver a su carne, no carnal, sino espiritualmente. Por lo respectivo a aquella acción, o, por mejor decir, quietud y descanso, qué tal ha de ser, si quiero decir la verdad, no lo sé, porque nunca lo he visto por los sentidos corporales. Y si dijese que lo he inspeccionado con el espíritu, esto es, con la inteligencia, ¿qué es nuestra comprensión, comparada con aquella excelencia? Reinará allí la paz de Dios, la cual, como dice el Apóstol, «supera todo entendimiento», ¿Cuál sino el nuestro, o quizá también el de los santos ángeles? Porque no hemos de decir: que sobrepuja igualmente al entendimiento de Dios. Luego si los santos han de vivir en paz de Dios, sin duda vivirán en aquella paz que excederá todo entendimiento. Que sobrepuje al nuestro no hay duda, y si supera también al de los ángeles, pues tampoco a éstos parece que los exceptúa el que dice «todo entendimiento, debemos entender que la paz de Dios la conoce Dios, pero no la podemos conocer nosotros, ni tampoco ángel alguno. Sobrepuja a todo entendimiento, es decir, exceptuando el suyo. Mas porque también nosotros, según nuestra capacidad, cuando nos hiciere participantes de su paz hemos de tener en nosotros y entre nosotros y con él suma paz, según a lo que se extienda nuestro estado, también según su, capacidad la saben los santos ángeles. Pero los hombres ahora sin comparación mucho menos, por más excelentes que Sean en espíritu; porque debemos considerar cuán grande era el Apóstol, quien decía: «En parte y no del todo sabemos en la actualidad, y en parte profetizamos hasta que llegue lo que es perfecto»; y vemos ahora por espejo en enigma, pero entonces será cara a cara». Gozan ya de esta vida los santos ángeles, los cuales se llaman asimismo nuestros ángeles, porque, libres del poder de las tinieblas y trasladados al reino de Cristo, habiendo recibido la prenda del espíritu, hemos comenzado ya a ser de la parte de aquellos ángeles en cuya compañía gozaremos de la misma santa y dulcísima ciudad, de la cual hemos escrito tantos libros. De la misma conformidad, pues, son ángeles nuestros los que son ángeles de Dios, corno Cristo de Dios es nuestro Cristo. Son de Dios, porque no dejaron a Dios; son nuestros, porque comenzaron a tenemos por sus ciudadanos, y así dijo nuestro Señor Jesucristo: «Mirad, no despreciéis a uno de estos pequeñuelos, porque os digo ciertamente que sus ángeles en los Cielos siempre están viéndola cara de mi Padre, que está en los Cielos. » Como la ven los espíritus angélicos, así también la veremos nosotros; pero no la vemos ahora asÍ. Porque eso dijo el Apóstol lo que antes indiqué: «Yernos al presente por espejo, en enigma, pero entonces veremos cara a cara;» Esta visión intuitiva se nos guarda por me dio de nuestra fe, de la cual, hablando el Apóstol San Juan, dice: «Cuando apareciere, seremos semejante a Él porque le veremos como es en sí.» Por la cara de Dios hemos de entender su manifestación, y no algún miembro como el que tenemos en nuestro cuerpo y le llamamos cara. Así que cuando me preguntan qué han de hacer los santos en aquel cuerpo espiritual, no digo lo que veo, sino lo que creo, conforme a lo que leo en el real Profeta: «Creo, y conforme a esta creencia hablo. » Digo, pues, que han de ver a Dios en el mismo cuerpo: pero no es cuestión pequeña la de si le veremos por el cuerpo por él como vemos ahora al sol, luna y estrellas, el mar, la tierra y cuanto hay en su ámbito. Es cosa dura decir que los santos tendrán entonces tales cuerpos, que no puedan cerrar y abrir los ojos cuando quisieren; pero más duro es decir que quien cierra los ojos no verá a Dios. Porque si el Profeta Eliseo, estando ausente del cuerpo, vio a su criado Giezi cómo tomaba los dones que le presentaba Naamán Siro, a quien dicho Profeta había curado de la lepra, cosa que el perverso siervo, como no le veía su señor, pensaba que lo había ejecutado en secreto, ¿cuánto más los santos en aquel cuerpo espiritual verán todas las cosas, no sólo cerrados los ojos, sino también estando con los cuerpos ausentes? Porque estará entonces en su colmo y perfección aquello de que ha hablado el Apóstol, diciendo: «En parte, y no del todo, sabemos ahora, y en parte vaticinamos, pero cuando viniere lo que es perfecto, lo que es en parte se deshará.» Después, para manifestarnos del modo que podía con alguna semejanza lo mucho que dista esta vida de la otra que esperamos, no sólo de cual quiera persona, sino de los que en la tierra florecieron con particular santidad, dice: «Cuando era pequeño, como pequeño sabía, como pequeño hablaba, como pequeño discurría; pero hecho ya hombre, dejé las cosas que eran de niño. Yernos ahora por espejo en enigma, pero entonces veremos cara a cara; ahora conozco en parte, pero entonces conoceré, así como soy conocido.» Luego si en esta vida (donde la profecía de los hombres admirables debe compararse a aquella vida corno la de un niño respecto de la de un hombre), vio, sin embargo, Eliseo cómo tomaba su criado los dones en parte dónde él no estaba, ¿es posible que cuando venga lo que es perfecto, y cuando el cuerpo corruptible no agravará ya ni comprimirá el alma, sino que, siendo incorruptible, no estorbará aquellos santos han de tener necesidad de ojos corpóreos para ver lo que hubieren menester, de los que no tuvo necesidad Eliseo, estando ausente, para ver a su criado? Porque, según los setenta intérpretes, éstas son sus palabras que dijo el profeta a Giezi: «¿Acaso no iba mi espíritu contigo y vi que volvió aquel personaje de su carroza a encontrarte y recibiste el dinero, etc.?» O como las interpretó del hebreo el presbítero Jerónimo: «¿Acaso mi espíritu no estaba presente cuando volvió aquel personaje de su carroza a encontrarte?» Con su espíritu, pues, dijo el profeta que vio esto sin duda ayudado milagrosamente de Dios. Pero ¡con cuánta mayor abundancia gozarán entonces todos de este don cuando Dios «será todo en todos!» Y, sin embargo, conservarán también aquellos ojos corporales su ministerio, estarán en su propio lugar, y usará de ellos el espíritu por medio del cuerpo espiritual Porque tampoco aquel Profeta, no porque no tuvo necesidad de ellos para ver al ausente no usó de ellos para ver las cosas presentes, las cuales podía ver con el espíritu, aunque los cerrara, como vio las ausentes, adonde con ellos no estaba. Luego sería absurdo decir que aquellos somos en aquella vida no han de ver a Dios, cerrados los ojos, a quien siempre verán con el espíritu. Pero la duda consiste en si le han de ver también con los ojos del cuerpo cuando los tenga abiertos, porque si han de poder tanto en el cuerpo espiritual los ojos espirituales cuanto pueden éstos que ahora tenemos, sin duda no podremos con ellos ver a Dios. Serán, pues, de muy diferente potencia, si por ellos hemos de ver aquella naturaleza incorpórea, que no ocupa lugar, sino que en todas partes está toda. Pues no porque decimos que Dios está en el cielo y en la tierra (pues él dice por el Profeta: «Yo lleno el cielo y la tierra»), hemos de decir que tiene una parte en el cielo y otra en la tierra, sino que todo está en el cielo y todo en la tierra, no alternativamente en diferentes tiempos, sino todo juntamente, lo cual no es posible a ninguna naturaleza corpórea. Aquellos ojos tendrán una virtud más poderosa, no para que vean más perspicazmente dejo que se dice que ven algunas serpientes o águilas (porque estos animales, por más fina vista que tengan, sólo pueden ver cuerpos), sino para que vean también las cosas incorpóreas. Quizá esta tan singular virtud de ver se la dio por tiempo en este cuerpo mortal a los ojos del santo varón Job, cuando dice a Dios: «Con el oído de la oreja te oía primero; pero ahora mis ojos te ven, por lo cual me tuve en poco a mí mismo, y me consumí y me tuve por tierra y ceniza.» Aunque no hay obstáculo para entender aquí los ojos del corazón, de los cuales dijo el Apóstol: «que os alumbre los ojos de vuestro corazón». Que con ellos veremos a Dios cuando le hubiéremos de ver, no hay cristiano que lo dude si fielmente entiende lo que dice nuestro Divino Maestro: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. » Pero la cuestión de que ahora tratamos es si también con los ojos corporales vernos a Dios. Lo que dice la Escritura: «que toda carne verá al Salvador de Dios», sin género de dificultad se puede entender así, como si dijera: y todo hombre verá al Cristo de Dios; el cual, sin duda se dejó ver en cuerpo, y en cuerpo le veremos cuando viniere a juzgar los vivos y los muertos. Hay otros muchos testimonios de la Escritura que comprueban que él sea el Salvador de Dios; pero los que con más evidencia lo declaran, son las palabras de aquel venerable anciano Simeón, que habiendo recibido en sus manos al Niño Cristo, dijo: «Ahora despides, Señor, a vuestro siervo en paz, ya que han visto mis ojos a vuestro Salvador. » Y también lo que dice Job, como se halla en los ejemplares que están traducidos del hebreo: «y en mi carne veré a Dios», es, sin duda, profecía de la resurrección de la carne; con todo, no dijo por mi carne. Lo cual si dijera se pudiera entender Dios Cristo, a quien se verá por la carne en la carne; mas puede también entenderse: «en mi carne veré a Dios», como si dijera, en mi carne estaré cuando veré a Dios. Lo que dice el Apóstol: «cara a cara», no nos excita a creer que hemos de ver a Dios por esta cara corporal donde están los ojos corporales, a quien sin intermisión veremos con el espíritu. Porque si no hubiera. cara interior del hombre, no dijera el mismo Apóstol: «Pero nosotros, habiéndose quitado el velo de la cara, representando como espejos la gloria del Señor, nos transformamos en una misma imagen con Él, creciendo de gloria en gloria, como a la presencia y comunicación del Espíritu del Señor». Ni de otra manera se entienda lo que dice el real Profeta: «Allegaos a Él, y seréis alumbrados, y no se confundirán vuestras caras de vergüenza», porque con la fe nos allegamos a Dios, la cual está claro que es del espíritu y no del cuerpo. Mas porque no sabemos cuán grande será el acrecentamiento y mejora del cuerpo espiritual, porque hablamos de cosa de que no tenemos experiencia, cuando la Sagrada Escritura no nos muestra claramente sino como por señas nos apunta algunas particularidades que no se puedan entender de otra manera es fuerza que nos suceda lo que leemos en el libro de la Sabiduría: «que los discursos de los mortales son tímidos e in ciertas nuestras providencias o invenciones». Porque si el argumento de los filósofos por el cual pretenden que las cosas inteligibles de tal conformidad se ven con los ojos del entendimiento y con el sentido del cuerpo las sensibles, esto es, las corporales, que el entendimiento no puede ver ni las inteligibles por el cuerpo, ni las corporales por sí mismo; si pudiera, digo, ser argumento cierto, sin duda sería también cierto que de ningún modo se pudiera ver a Dios por los ojos del cuerpo, aun espiritual. Pero de este argumento se burla la razón y la autoridad profética, porque ¿quién hay tan encontrado con la verdad que se atreva a decir que Dios no sabe o no conoce estas cosas corporales? ¿Tiene acaso cuerpo por cuyos ojos las pueda aprender? Y lo que poco ha decíamos del Profeta Eliseo, ¿no nos muestra bastante que se pueden ver las cosas corporales, no sólo por el cuerpo, sino también por el espíritu? Pues cuando aquel siervo tomó los dones, sin duda los tomó corporalmente, y, sin embargo, el Profeta lo vio, no por el cuerpo, sino por el espíritu. Así como consta que se ven los cuerpos con el espíritu, ¿quién sabe si será tan grande la potencia del cuerpo espiritual, que con el cuerpo veamos también el espíritu? Porque espíritu es Dios. Además, cada uno conoce y tiene noticia de la vida con que ahora vive en el cuerpo, y con que vegeta estos miembros terrenos y los hace que vivan, lo conoce, digo, con el sentido interior y no por los ojos corpóreos, y las vidas de los otros, siendo invisibles, las ve por el cuerpo, porque ¿cómo diferenciamos los cuerpos vivientes de los no vivientes, si no vemos los cuerpos juntamente y las vidas, las cuales no podemos ver sino por el cuerpo? Pero las vidas sin los cuerpos no las vemos con los ojos corpóreos. Por lo cual puede ser y es muy creíble, que de tal manera veamos entonces los cuerpos del cielo nueva y de la tierra nueva, como veremos a Dios en todas partes presente y gobernando todas las cosas, aun las corporales, con los cuerpos que tendremos: y lo que viéremos por dondequiera que extendiésemos la vista, lo veremos con clarísima perspicacia, no como en ahora, «que las cosas invisibles de Dios las vemos como un espejo en enigma y en parte», conociéndolas por las cosas criadas; valiéndonos más la fe con que creemos que las especies de las cosas corporales que vemos por los ojos corporales. Así como vemos a los hombres entre los cuales vivimos y ejercitamos nuestros movimientos vitales; y, viéndolos, no creemos que viven, sino que los vemos, sin que podamos ver su vida sin los cuerpos, y la vemos por los cuerpos, sin que haya en ello duda alguna, así, por dondequiera que lleváremos aquellos espirituales ojos de nuestros cuerpos, veremos también por los cuerpos a Dios incorpóreo, que lo rige y gobierna todo. Si veremos, pues, a Dios con ojos que tengan algo semejante al entendimiento, con el cual se vea también la naturaleza incorpórea, cosa es muy difícil o imposible de mostrarlo con testimonio de la Sagrada Escritura. Más fácil de entender es que de tal manera nos será Dios notorio y visible, que se vea con el espíritu, y lo vea uno en los demás, y lo vea en sí mismo; se vea en el cielo nuevo y en la tierra nueva, y en todas las criaturas que entonces hubiere; se vea también por los cuerpos en todo cuerpo, dondequiera que dirijamos la vista de los ojos del cuerpo espiritual. También veremos patentes los pensamientos unas de otros. Porque entonces se cumplirá lo que el Apóstol indica después de aquellas palabras: «No queráis antes de tiempo juzgar y condenar a ninguno»; y luego añade: «hasta que venga el Señor y alumbre los secretos de las tinieblas, manifieste los pensamientos del corazón, y entonces tendrá cada uno su alabanza de Dios». CAPITULO XXX De la eterna felicidad y bienaventuranza de la Ciudad de Dios, y del sábado y descanso perpetuo ¿Cuán grande será aquella bienaventuranza donde no habrá mal alguno, ni faltará bien alguno, y nos ocuparemos en alabar a Dios, el cual llenará perfectamente el vacía de todas las cosas en todos? Porque no sé en qué otra ocupación se empleen, donde no estarán ociosos por vicio de la pereza, ni trabajarán por escasez o necesidad. Esto misma me lo insinúa también aquella sagrada canción donde leo u oigo: «Los bienaventurados, Señor, que habitan en tu casa. para siempre te estarán alabando.» Todos los miembros y partes interiores del cuerpo incorruptible que ahora vemos repartidas para varios usos y ejercicios necesarios (porque entonces cesará la necesidad y habrá una plena, cierta, segura y eterna fe licidad) se ocuparán y mejorarán en las alabanzas de Dios. Porque todos aquellos números de la armonía corporal de que ya he hablado, que al presente están encubiertos y secretos, no lo estarán, y estando dispuestos por todas las partes del cuerpo, por dentro y por fuera, con las demás cosas que allí habrá grandes y admirables, inflamarán con la suavidad de la hermosura y belleza racional los ánimos racionales en alabanza de tan grande artífice. Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos, no me atrevo a definirlo, por no poder imaginario. Con todo, el movimiento y la quietud, como la misma hermosura, será decente cualquiera que fuere, pues no ha de haber allí cosa que no sea decente. Sin duda que donde quisiere el espíritu, allí luego estará el cuerpo, y no querrá el espíritu cosa que no pueda ser decente al espíritu y al cuerpo. Habrá allí verdadera gloria, no siendo ninguno alabado por error o lisonja del que le alabare. Habrá verdadera honra. que a ningún digno se negará, ni a ninguno se le dará; pero ninguno que sea indigno la pretenderá por ambición, porque no se permitirá que haya alguno que no sea digno. Allí habrá verdadera paz, porque ninguno padecerá adversidad, ni de sí propio ni de mano de otro. El premio de la virtud será el mismo Dios que nos dio ]a virtud, pues a los que la tuvieren les prometió a sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque ¿qué otra cosa es lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», sino yo seré su satisfacción. yo seré todo lo que ]os hombres honestamente pueden desear. vida y salud, sustento y riqueza. gloria y honra. paz y todo cuanto bien se c.onoce? De esta manera se entiende también lo que dice el Apóstol: «que Dios nos será todas las cosas en todo». El será el fin de nuestros deseos. pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio y le elogiaremos sin cansancio. Este oficio. este afecto. este acto, será. sin duda. como la misma vida eterna. común a todos. Por lo tocante a los grados de los premios que ha de haber de honra y gloria, según los méritos, ¿quién será bastante a imaginarlo, cuanto más a decirlo? Pero es indudable que los ha de haber, y verá también en sí aquella ciudad bienaventurada, aquel gran bien que ningún inferior tendrá envidia a ningún superior, así como ahora los ángeles no tienen emulación de los arcángeles. No apetecerá cada uno ser lo que no le dieron viviendo unido con aquel a quien se lo dieron con un vínculo apacible de concordia; como en el cuerpo no querría ser ojo el miembro que es dedo, hallándose uno y otro con suma paz en la unión y constitución de todo el cuerpo. De tal suerte tendrá uno un don menos que otro, como tendrá el de no desear ni querer más. No dejarán de tener libre albedrío porque no puedan deleitarse con los pecados. Pues más libre estará de la complacencia de pecar el que se hubiere libertado hasta llegar a conseguir el deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que dio Dios al hombre cuando al principio le crió recto, pudo no pecar, pero pudo también pecar; mas este ultimo será tanto más poderoso cuanto que no podrá pecar. Este privilegio será igualmente por beneficio de Dios, no por la posibilidad de su naturaleza. Porque una cosa es ser uno Dios, otra participar de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; pero el que participa de Dios, de Dios le viene el no poder pecar. Fue conforme a razón que se observasen estos grados en la divina gracia, dándonos el primer libre albedrío con que pudiese no pecar el hombre, y el último con que no pudiese pecar, a fin de que el primero fuese para adquirir mérito y el segundo para recibir el premio. Mas porque pecó esta naturaleza cuando pudo pecar, con más abundante gracia la pone Dios en libertad hasta llegar a aquella libertad en que no puede pecar. Porque así como la primera inmortalidad que perdió Adán pecando fue el no poder morir, y la última será no poder morir, así el primer albedrío fue el poder no pecar, y el último no poder pecar. Así será inadmisible y eterno el amor y voluntad de la piedad y equidad, como lo será el de la felicidad. Pues, en efecto, pecando no pudimos conservar la piedad ni la felicidad; pero la voluntad y amor de la felicidad, ni aun perdida la misma felicidad la perdimos. Por cuanto el mismo Dios no puede pecar, ¿habremos de negar que tenga libre albedrío? Tendrá aquella ciudad una voluntad libre, una en todos y en cada uno inseparable, libre ya de todo mal y llena de todo bien, gozando eternamente de la suavidad de los goces eternos, olvidada de las culpas, olvidada de las penas, y no por eso olvidada de su libertad, por no ser ingrata a su libertador. En cuanto toca a la ciencia racional, se acordará también de sus males pasados; pero en cuanto al sentido y experiencia, no habrá memoria de ellos; como un médico perito en su facultad sabe y conoce casi todas las enfermedades del cuerpo según se han descubierto y se tiene noticia de ellas por esta ciencia, pero no sabe cómo se sienten en el cuerpo muchísimas que él no ha padecido. Así como se pueden conocer los males de dos maneras, una con las potencias del alma y otra con los sentidos de los que los experimentan; porque, en efecto, de una manera se saben y se tiene noticia de todos los vicios por la doctrina de la sabiduría, y de otra por la mala vida del ignorante; así también hay dos especies de olvido de los males, porque de un modo los olvida el erudito y docto, y de otro el que los ha experimentado y padecido, el primero olvidándose de la pericia y ciencia, y el otro dejando de sufrirlos. Según este género de olvido que puse en último lugar, no se acordarán los santos de los males pasados, porque carecerán de todos los males, de forma que totalmente desaparezcan de sus sentidos. Con aquella potencia de ciencia, que la habrá muy singular en ellos, no sólo no se les encubrieran sus males pasados, pero ni aun la eterna miseria de los condenados. Porque, de otra suerte, si no han de saber que fueron miserables, ¿cómo, conforme a la expresión del real Profeta, «han de celebrar eternamente las misericordias del Señor, puesto que aquella ciudad, en efecto, no tendrá objeto de más suavidad y contento que el celebrar esta alabanza y gloria de la gracia de Cristo, por cuya sangre hemos sido redimidos»? Allí se cumplirá: «descansad y mirad que yo soy Dios», que dice el Salmo, lo cual será allí verdaderamente un grande descanso y un sábado que jamás tenga noche. Este nos lo significó el Señor en las obras que hizo al principio del mundo, donde dice la Escritura: «Descansó Dios al séptimo día de todas las obras que hizo, y bendijo Dios al día séptimo y le santificó, porque en él descansó de todas las obras que comenzó Dios a hacer.» También nosotros mismos vendremos a ser el día séptimo, cuando estuviéremos llenos de su bendición y santificación. Allí, estando tranquilos, quietos y descansados, veremos que Él es Dios, que es lo que quisimos y pretendimos ser nosotros cuando caímos de su gracia, dando oídos y crédito al engañador que nos dijo: «seréis como dioses”, y apartándonos del verdadero Dios, por cuya voluntad y gracia fuéramos dioses por participación, y no por rebelión. Porque ¿qué hicimos sin Él, sino deshacemos, enojándole? Por Él, creados y restaurados con mayor gracia, permaneceremos descansando para siempre, viendo cómo Él es Dios, de quien estaremos llenos cuando Él será todas las cosas en todos. Aun nuestras mismas obras buenas, que son antes suyas que nuestras, entonces se nos imputarán para que podamos conseguir este sábado y descanso, porque si nos las atribuyéramos a nosotros, fueran serviles, puesto que dice Dios del sábado: «que no practiquemos en él obra alguna servil». Y por eso dice también por el Profeta Ezequiel: «Les di mis sábados en señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy el Señor que los santificó». Esto lo sabremos perfectamente cuando estemos descansando y perfectamente veamos que Él es Dios. El mismo número de las edades, como el de los días, si lo quisiéramos computar conforme a aquellos períodos o divisiones de tiempo que parece se hallan expresados en la Sagrada Escritura, más evidentemente nos descubrirá este Sabatismo o descanso; porque se halla el séptimo, de manera que la primera edad, casi al tenor del primer día, venga a ser, desde Adán hasta el Diluvio, la segunda desde éste hasta Abraham, no por la igualdad del tiempo, sino por el número de las generaciones, porque se halla que tienen cada una diez. De aquí, como lo expresa el evangelista San Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Jesucristo, las cuales cada una contiene catorce generaciones: una desde Abraham hasta David, otra desde éste hasta la cautividad de Babilonia, y la tercera desde aquí hasta el nacimiento de Cristo en carne. Son, pues, en todas cinco, número determinado de generaciones, por lo que dice la Escritura: «que no nos toca saber los tiempos que el Padre puso en su potestad». Después de ésta, Cómo en séptimo día, descansará Dios, cuando al mismo séptimo día, que seremos nosotros, le hará Dios descansar en sí mismo. Si quisiéramos discutir ahora particularmente de cada una de estas edades, sería asunto largo. Con todo, esta séptima será nuestro sábado, cuyo fin y término no será la noche, sino el día del domingo del Señor, como el octavo eterno que está consagrado a la resurrección de Cristo, significándonos el descanso eterno, no sólo del alma, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Ved aquí lo que haremos al fin sin fin; porque ¿cuál es nuestro fin sino llegar a la posesión del reino que no tiene fin? Me parece que, auxiliado de la divina gracia, ya he cumplido la deuda de esta grande obra; a los que se les hiciere poco, o a los que también mucho, les pido que me perdonen, y a los que pareciere bastante, no a mí, sino a Dios conmigo, agradecidos, darán las gracias. Amén.
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